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jueves, 17 de diciembre de 2009

Como rezar con Los Salmos


Los Salmos es la colección de oraciones más rica que conoce la humanidad. A pesar de ser muy antiguos, Los Salmos son eternamente jóvenes y capaces de hablar a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Este este espacio intentaremos reflexionar acerca de la forma más adecuada de rezar con La Salmodia.

Los artículos de esta sección se irán renovando periódicamente.
                                                         REZAR Y REFLEXIONAR  A LA LUZ DE LOS SALMOS

Contenido:
Salmo 36: ¡Quédate con nosotros! .
Salmos 1-3-121-122-50-
Salmo 50: Mi pecado y Tu misericordia.
Salmo 22: Alegre y despreocupado.
Salmo 33: Gustad y ved que bueno es el Señor.
Salmo 83: Amor al templo de Dios.
Rezar Salmo 1 en relación con otros Salmos.
Rezar Salmo 50 en relación con otros Salmos.


Rezar con el salmo Salmo 36

¡Quédate con nosotros!
1Del maestro de coro. Del siervo del Señor. De David.
2El malvado escucha en su corazón un oráculo del pecado:
«No tengo miedo a Dios
ni en su presencial».
3Se ve con ojos tan engañosos,
que no descubre ni detesta su pecado.
4palabras de su boca son maldad y mentira, ha renunciado a la sensatez de hacer el bien.
5En su lecho planifica el crimen,
se obstina en el mal camino
y nunca rechaza la maldad.
6 Señor, tu amor llega hasta el cielo,
y tu fidelidad hasta las nubes.
7Tu justicia es como las montañas más altas, y tus juicios como el océano inmenso.
8Tú socorres a hombres y animales.
¡Qué precioso es tu amor, oh Dios!
Los hombres se refugian
a la sombra de tus alas.
9Se sacian de los manjares de tu casa,
y tú los embriagas con el torrente de tus delicias.
10Porque en ti está la fuente de la vida
y con tu luz vemos nosotros la luz.
11Mantén tu amor por los que te reconocen,
y tu justicia para los rectos de corazón.
12 Que no me pisotee el pie del soberbio,
que no me eche fuera la mano del malvado.
13 Han fracasado los malhechores,
han caído y no se pueden levantar.

Este salmo nos descubre el interior del hombre impío; es alguien que tiene en su corazón una palabra que conviene a sus intereses. Evidentemente, esta palabra interesada que tiene en el fondo de su ser no es la palabra de Dios. Digamos que es la palabra aduladora y engañosa que Satanás pone en el corazón del hombre. Así lo vemos en el pecado original, cuando el tentador desplazó la palabra que Dios había puesto en Adán y Eva acerca de no tocar ni comer del fruto prohibido. Satanás susurró en el corazón de nuestros primeros padres la gran mentira: «Dios sabe muy bien que el día en que comiereis del árbol, se os abrirán los ojos y seréis como dioses,..» (Gén 3,5).

A esta palabra acogida por Adán y Eva y nosotros, sus descendientes, el salmista le da un nombre: el pecado. Lo llama así porque provoca actitud de desobediencia a Dios, anulando el santo temor de Dios: «El malvado escucha en su corazón un oráculo del pecado: ¡No tengo miedo a Dios ni en su presencia!».

Ante la inminencia de la conquista de la tierra prometida, Dios se dirige a Israel en estos términos: «Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Y para que Israel comprenda que dichas palabras son su supervivencia como pueblo elegido, le añade a continuación: «Queden en tu corazón estas palabras...» (Dt 6,5-6).

Sin embargo, Israel no está en disposición de obedecer a Dios. Tiene una querencia a hacer su voluntad. Su rebeldía, que es común a todos los pueblos con respecto a Dios, viene denunciada por Él mismo llamándoles «pueblos de dura cerviz», incapaces de obedecer, exactamente igual que Adán y Eva. Prestemos atención a esta exhortación que Dios hace a su pueblo: «Circuncidad el prepucio de vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz» (Dt 10,16).

Seguimos con el salmo y se nos anuncia otro dato del impío que nos sobrecoge. No contento con no guardar la palabra de Dios, delante de Él se contempla con autosatisfacción y se considera una persona excelente: «Se ve con ojos tan engañosos, que no descubre ni detesta su pecado». Por eso, uno de los signos que definen al Mesías es la curación de los ciegos; que son aquellos que, cuando se miran por dentro, no se ven pecadores, no encuentran nada dentro de ellos que tengan que detestar y rechazar. Su corazón está en paz... una paz engañadora y voluble.

Jesús nos habla de un personaje de estas características cuando presenta al fariseo que fue a orar al Templo. Junto con él, aunque «a distancia», estaba un publicano. Y el fariseo rezó así: «¡ Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias...» (Lc 18,11-12).

Así que este hombre se miró harto lisonjero y, evidentemente, no encontró dentro de él ninguna culpa que detestar por más que la culpa acababa de manifestarse por su boca: «No soy como los demás hombres... ni tampoco como este publicano». En realidad, este hombre «todo lo hace bien», pero es tan ciego que no se da cuenta de que está de espaldas a sus hermanos, a quienes acaba de juzgar con una severidad que revela su dureza de corazón... y, por supuesto, también está de espaldas a Dios, a quien cuenta «lo bien que hace sus prácticas y obligaciones religiosas».

Si los hombres somos de dura cerviz, si incluso lo que creemos que hacemos bien lo estropeamos con nuestra lengua asesina..., si somos incapaces de retener en el corazón la palabra de Dios porque nuestras vanidades la desplazan, ¿qué podemos hacer? Qué grito atraerá la misericordia de Dios sobre nosotros?

Pues tendremos que clamar, gritar y, si es necesario, forzar a Dios para que Él, que es la Palabra, se quede con nosotros, plante su sabiduría en el fondo de nuestro ser y habite con su presencia salvadora en nuestro corazón.
Esto es lo que hicieron los dos discípulos de Emaús cuando, apesadumbrados camino hacia su casa, oyeron del mismo Jesús las catequesis que hablaban del Mesías, que tenía que morir en la cruz y resucitar. Estas palabras ya las habían oído antes, pero no habían quedado en su corazón y por eso, al igual que los demás, desertaron de la cruz. Al oírlas nuevamente de la boca de Jesús resucitado, aun sin reconocerle, algo se movió en su corazón tan fuerte que, al llegar a la casa, le cogieron del brazo forzándole y le dijeron: «¡Quédate con nosotros!, porque atardece y el día ha declinado» (Lc 24,29).

Salmo 1

El hombre que escucha
Dichoso el hombre
que no acude al consejo de los injustos, ni anda por el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos. Sino que su gozo está en la ley del Señor, y medita su ley día y noche.
Es como un árbol
plantado al borde de la acequia,
que da fruto a su tiempo,
y sus hojas nunca se marchitan.
Todo lo que hace tiene buen fin.
¡No así los injustos! ¡No así!
Al contrario:
son como paja que arrebata el viento…
Por eso los injustos no se levantarán en el Juicio, ni los pecadores en la asamblea de los justos.
Porque el Señor conoce el camino de los justos,
mientras que el camino de los injustos acaba mal,


Este Salmo proclama la felicidad del hombre porque su oído se ha desentendido de la palabra de los impíos, que son designados en la Escritura como aquellos que abandonan la palabra (Sal. 119,53), y se ha abierto al Dios que le habla, es decir, a su Palabra, que es la garantía de su pertenencia a Dios. Así viene afirmado por Jesucristo cuando dice: “el que es de Dios escucha las palabras de Dios» (Jn, 8-47).

Este hombre es comparado en el Salmo a un árbol plantado junto a las corrientes de agua, por lo que da a su tiempo el fruto. La Escritura le llama bendito, ya que, por escuchar a Dios, es tanta la vida que le viene dada, que su confianza en El se dispara hasta límites insospechados, sabe cine no será defraudado. Es, siguiendo a Jeremías, como un árbol plantado a las orillas del agua que echa raíces. Las aguas vivifican permanentemente sus raíces, de forma que no temerá la llegada del calor: su follaje estará frondoso; y, aun cuando viniera un año de sequía, seguirá dando fruto (Jer 17,7-8). Y en el libro del Apocalipsis vemos cómo esta agua de la Vida que brota del trono de Dios y del Cordero, fecunda los árboles y dan fruto doce veces, una vez cada mes, y que sus hojas sirven de medicina para los gentiles (Ap 22,1-2).

Nos es fácil identificar este río de Agua de la Vida que brota del trono de Dios y del Cordero con el Evangelio, que brotó de la herida abierta del costado de Jesucristo, Cordero y Rey desde el trono de la Cruz.

El profeta Isaías anuncia este maravilloso don de Dios al hombre cuando nos habla del monte de la Casa de Yavé, que será asentado y se levantará por encima de las colinas, y adonde confluirán todas las naciones y pueblos numerosos y dirán: «Venid, subamos al monte de Yavé, a la Casa del Dios de Jacob, para que El nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos» (Is 2,2-3).

El justo, del cual nos habla el Salmo, es alguien que se complace en la Palabra, la cual tendrá su plenitud en la sangre y agua que brotarán como un manantial de Vida del costado abierto del Hijo de Dios. Así lo entendieron los santos Padres de la Iglesia. Es tal el gozo que siente que la susurra día y noche, de la misma forma que del recodo de un valle brota el agua espontánea porque las entrañas de la tierra están colmadas.

El monte santo que anuncia el profeta Isaías, al cual confluirá toda la humanidad, lo refiere Jesucristo a sí mismo al decir: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Un 12,32). Levantado Jesús a lo alto, manifestará su gloria eterna y también su poder de dar la vida para siempre, ya que en el misterio de la Cruz confiere el sello de perennidad a todo el que se acerca a beber de El. Acercándonos, pues, al Mesías levantado, se nos revelará que El es Dios (Jn 8,28). Y así mismo lo reconoció el centurión que participó de su ejecución: «Al ver el centurión que estaba junto a él, que había expirado de esta manera, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”» (Mc 15,39).

Habíamos oído antes a Isaías decirnos que Dios nos enseñará sus caminos y nosotros seguiremos sus senderos, Podemos asociarnos a la perplejidad de los apóstoles que, ante el anuncio de Jesús de su inminente partida y de que ellos también estarían con El, le dicen por medio de Tomás: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». A lo que responde Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,3-6).

Jesucristo es aquel que tiene conciencia de que viene del Padre y va al Padre (Jn 13,3). Está con el Padre y con el hombre. Por siempre es Enmanuel, el «Dios con nosotros». En El se cumplen en plenitud las Palabras antes citadas del profeta Isaías, El es el Camino y, como tal, se nos da a conocer y nos pone El mismo en actitud de seguimiento, en el sendero, al revelarnos las Escrituras.

Así lo vemos en las palabras de despedida que dice a sus discípulos, tal y como nos lo transmite Lucas: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los

Salmos acerca de mí. Y entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,44-45).

Volvemos al hombre de nuestro Salmo, al que hemos visto se le presentan dos caminos, es decir, dos formas de escuchar, y vemos cómo llega a su plenitud porque ha escogido escuchar a Dios; por eso su vida será fecunda, alcanzará la auténtica y completa personificación de su ser. Su Dios no es un Amo a quien servir, sino el Dios del Amor y de la Misericordia que continuamente le está revitalizando y, por eso, en El se complace, en El encuentra su gozo.

María, la hermana de Marta, personifica este hombre justo; por eso estaba sentada a los pies del Señor escuchando su Palabra. María recibió de Jesucristo el elogio de los que han sabido escuchar: «María ha elegido la mejor parte y no le será quitada» (Lc 10,42).

Salmo 3

Cuando huía de su hijo Absalón.
¡Señor, cuántos son mis opresores, cuántos los que se levantan contra mí!
¡Cuántos los que dicen de mí!:
«Dios nunca va a salvarlo»
Pero tú, Señor, eres el escudo que me protege, tú eres mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza.
A voz en grito clamo al Señor,
y él me responde desde su monte santo. 6 Puedo acostarme y dormir y despertar,
pues el Señor me sostiene.
No terno al pueblo innumerable
que acampa a mí alrededor.
¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!
Tú golpeas a todos mis enemigos en la mejilla,
y rompes los dientes de les malhechores.
De ti, Señor, viene la salvación
y la bendición sobre tu pueblo.
En este Salmo oímos al justo, agobiado por la presión de los que le rodean, y cuya figura nos traslada a Jesucristo, que experimenta el rechazo de su propio pueblo a lo largo de su vida; rechazo que da paso al odio, alcanzando su punto culminante en el momento en que es levantado en la Cruz.

El salmista nos habla de un hombre fiel, al que sus enemigos acosan con argumentos esgrimidos desde su falsa relación con Yavé, hasta el punto de denunciar su impiedad con los gritos: «Dios nunca va a salvarlo».

Esta figura del Justo-Mesías está también anunciada en el libro de la Sabiduría.
Efectivamente, encontramos el texto que bien podemos poner en la boca de los que acusaban al Crucificado… “Pues si el Justo es Hijo de Dios, él le asistirá y le librará de las manos de sus enemigos. Sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar su entereza. Condenémosle a una muerte afrentosa pues, según él, Dios le visitará» (Sal. 2,18-20).

De hecho, cuando Israel consuma las Escrituras dando muerte al Mesías, piensa que lo hace en nombre de Yavé. No hay ninguna injusticia en condenar a Jesucristo, ya que este ha dado muestras evidentes de culpabilidad, al pasar por alto la ley y el precepto, al desmitificar el Templo de Jerusalén, regalo de Dios al pueblo para manifestar su Presencia, y al desautorizar a los dirigentes y pastores del pueblo con su predicación.
Isaías anuncia proféticamente este escarnio y oprobio de Jesucristo, justificado religiosamente, cuando dice de él: «Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado» (Is 53,4), No es para menos, se hacía llamar «Hijo de Dios»: no podía haber blasfemia mayor que pudiera irritar y herir tanto los oídos de estos hombres, tan celosos de sus leyes y tradiciones.

Esteban anunciará este rechazo del pueblo de Israel a la Verdad que encarnaba el Justo con estas palabras:
« ¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado» (He 7,51-52).
Jesucristo ve más allá del pecado de su pueblo, hasta el punto de que cruza sus ojos con la mirada de su Padre, por lo que puede decir: «El me responde desde su santo Monte». Efectivamente, sus ojos sobrepasan el mal que le rodea, oye una respuesta a sus sufrimientos desde la única boca de donde le puede venir. En esta situación infernal, en el colmo de su oprobio, es tal la comunión que tiene con su Padre, que le gritará en un postrero esfuerzo de su garganta: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Dios Padre recibe el espíritu del Justo yacente y lo devuelve al hombre en forma del santo Evangelio: el Espíritu de Dios, la Palabra creadora, la posibilidad real de que el hombre pueda convertirse, el don de Dios hacia el hombre que nos posibilita llegar a ser hijos con la misma naturaleza de su propio Hijo... “y a todos los que recibieron la Palabra les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12).

Dios vence así, en su propio Hijo crucificado, al mal en todas sus dimensiones. Esta victoria regalada a la Humanidad es nuestra alternativa... la puerta abierta a la vida eterna, obstruida por nuestra incredulidad y nuestra falsa piedad; de hecho, ambas se juntaron al pie de la Cruz, aunando voces y gritos en el rechazo al Mesías; y allí estábamos todos, los del pasado, los del presente y los del futuro, ya que esta actitud es el sello inconfundible que nos deja el pecado original.

El Justo, entrando en esta prueba, convierte el drama en fiesta, la opresión en libertad, la mentira en verdad, la ley en gracia, la ausencia en presencia.

Jesucristo representa la confianza de este justo del Salmo que, ante esta experiencia profunda que tiene de Dios, puede decir: «Puedo acostarme y dormir y despertar, pues el Señor me sostiene». Efectivamente, Jesucristo se acuesta en el lecho de la Cruz y se duerme sobre ella, provocando la ilusión de victoria y rectitud por parte de los que le acosan. Pero El no es sostenido por las palabras de los hombres, bien sean éstos enemigos o aduladores; Jesucristo es sostenido por su Padre.

Jesús tiene conciencia de que Aquel que con su Palabra sostiene y mantiene firmes cielos y tierra, poderoso es para romper las ataduras de la muerte, para hacer saltar las rocas del sepulcro, de rasgar el sello de la muerte en que había sido introducido. Poderoso es Dios para despertarle de su letargo mortal, introducirle en su presencia y pronunciar sobre El estas palabras: «Tú eres mi en ti me complazco» (Mt 3,17). Palabras que todo el que se deja llevar por el Evangelio está llamado a escuchar de la boca del mismo Dios. Termina este Salmo con estas expresiones de alabanza: «De ti viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo». En la resurrección de Jesucristo fueron bendecidos el pueblo de Israel y todos los pueblos de la tierra.

Salmo 121

Este salmo evoca el estado anímico de un hombre quien podemos definir como buscador de Dios. Son muchas las pruebas que ha de afrontar en su búsqueda, y tiene la sabiduría para asumir que no puede realizar su camino hacia Dios si Él mismo no le protege y sostiene, si no vela por él en sus dudas y sufrimientos. Y así vemos cómo se dirige a Él con un título extraordinariamente significativo: su auxilio y su guardián. Dios, vigilante celoso de su camino, actuara para que sus pies no titubeen ni se desvíen: «Levanto mi ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio? Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo la tierra.
El no permitirá que tropiece tu pie, ¡tu guardián nunca dormirá! El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu vida.

La espiritualidad del salmista enlaza con la experiencia vivida por Israel la noche en que salió de Egipto hacia la libertad. A pesar de la imposibilidad de que un pueblo esclavo pudiese traspasar el umbral de la opresión a que le tenía sometido un país poderosísimo como Egipto, Israel salió. No emprendió su marcha a escondidas sino ante Io ojos de sus opresores. Israel sabe que su éxodo fue posible porque, en aquella noche santa, Yavé actuó como su guardián custodiando y dirigiendo sus pasos: «El mismo día que se cumplían los cuatrocientos treinta años, salieron de la tierra de Egipto todos los ejércitos de Yavé. Noche de guarda fue esta para Yavé, para sacarlos de la tierra de Egipto» (Ex 12,41-42).

Son muchos los textos que, a lo largo del Antiguo Testamento, reflejan la figura de Yavé como centinela y guardián de su pueblo, remarcando bien que lo es porque Él mismo se manifiesta como garante y valedor de las palabras de liberación que ha proclamado sobre su pueblo. Cada palabra es como un juramento del que no puede desentenderse.

A este respecto, podemos profundizar en el hecho de cómo llama Dios a Jeremías para el ministerio profético. La primera reacción del profeta ante la llamada es la del temor hasta el punto de que pone a Dios de manifiesto su incompetencia. ¡No puedo hablar en tu nombre! ¡Soy un muchacho y ni siquiera sé expresarme! Dios le responde que sí, que sabe muy bien que no es capaz de expresarse. La cuestión es que nadie puede expresar ni comunicar la sabiduría, la palabra de Yavé. Hay un abismo infranqueable entre la palabra y sabiduría humanas y la palabra y sabiduría de Dios.

Dios da a Jeremías una garantía para acallar sus protestas y excusas, que no dejan de ser legítimas. Yavé extiende sus manos, toca la boca del profeta y le dice: Yo mismo pongo mis palabras en tu boca, no temas, yo estoy contigo.

Como Dios sabe que todo hombre es duro de corazón para creer, y Jeremías no es una excepción, se sirve de un signo que tiene ante sus ojos para fortalecer su corazón. Veamos este texto: «Entonces me fue dirigida la palabra de Yavé en estos términos: ¿Qué estás viendo, Jeremías? Una rama de almendro estoy viendo, Y me dijo Yavé: Bien has visto. Pues así soy yo, velador de mi palabra para cumplirla» (Jer 1,11-12).

Almendro en hebreo significa vigilante, centinela atento. Es un árbol que está como al acecho de la primavera, por eso es el primero en echar sus flores y sus frutos. Es como si Dios estuviera diciendo a Jeremías: Mira, he puesto mis palabras en tu boca, no tengas miedo porque yo seré tu guardián, yo seré valedor y garantía de que mis palabras puestas en ti darán su fruto. Tú limítate a acogerlas y a guardarlas… obedece y el fruto déjamelo a mí... yo estaré como guardián en vela hasta su cumplimiento.

Este matiz, tan bello y profundo de la espiritualidad de Israel, estalla en toda su fuerza y su luz en la persona de Jesucristo, El se siente acompañado, guardado por su Padre, en su misión, aunque tenía la certeza de que todos, absolutamente todos, habrían de abandonarle. Así aconteció, efectivamente, cuando le prendieron: “Entonces los discípulos le abandonaron todos y huyeron” (Mt 26,56).

En la relación de comunión de Jesús con su Padre, se entrelazan amorosamente dos fidelidades tan intensas como íntimas. El Padre guarda como un centinela a su: Hijo y, al mismo tiempo, este guarda con pasión la Palabra recibida del Padre: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: él es nuestro Dios, y sin embargo, no le conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco y guardo su palabra» (Jn 8,54-55).

El apóstol Juan transmite a sus oyentes la buena noticia de que esta fidelidad entre Jesús y el Padre —que tiene como base; Jesús que guarda la Palabra, y el Padre que le guarda a Él— se realiza en todo hombre-mujer que acoge y guarda con toda su alma la Palabra escuchada. El mismo
Jesucristo, Hijo de Dios, se compromete a set su guardián en todas sus pruebas: «Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el engendrado de Dios le guarda y el maligno no llega a tocarle...» (Jn 5,18).

Salmo 122

Qué alegría cuando me dijeron:
¡“Vamos a la casa del Señor”!
¡Nuestros pies ya se detienen
en tus umbrales, Jerusalén!
Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
A ella suben las tribus,
las tribus del Señor,
según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor.
Allí están los tribunales de justicia.
En el palacio de David.
Desead la paz a Jerusalén:
“¡Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
y seguridad en tus palacios!”.
Por mis hermanos y mis amigos,
yo digo: “¡La paz esté contigo!”.
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien.

Este cántico refleja la alegría desbordante de los peregrinos que, desde todos los rincones de Israel, acuden en peregrinación a Jerusalén —acontecimiento que tenía lugar tres veces al año-, siendo la Pascua la más importante. Al júbilo propio que supone peregrinar hacia el Templo santo, se le une también la acción de gracias al poder contemplar reconstruida la casa de Dios.
Israel ha derramado innumerables lágrimas a causa de la destrucción del Templo por parte de Nabucodonosor. Salió hacia el destierro con esa terrible amargura grabada en su alma; todo un pueblo, con el corazón traspasado por el dolor ante las ruinas que se ofrecen a sus ojos, fue forzado a abandonar la ciudad de la gloria de Yavé: la Jerusalén de sus entrañas.

El salmista anuda en su composición poética toda una serie de bendiciones ensalzando la ciudad otra vez santa, otra vez fuerte, otra vez llena de la gloria de Yavé: « ¡Qué alegría cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor”! ¡Nuestros pies ya se detienen en tus umbrales, Jerusalén! Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta. A ella suben las tribus, las tribus del Señor, según la costumbre de Israel a celebrar el nombre del Señor».

Son muchos los textos del exilio en los que hombres de fe del pueblo de Israel, movidos por el Espíritu Santo, dan testimonio ante sus desanimados hermanos de la certeza de que Yavé, su Dios, volverá a reconstruir Jerusalén. Testifican que Dios perdonará una vez más a su pueblo y que, como signo de su perdón, volverá a levantar su casa, su morada, en medio de ellos. Una de las personas que mantuvo su fe en medio de un pueblo completamente pagano fue Tobías. Entresacamos su testimonio: « ¡Jerusalén, ciudad santa! Dios te castigó por las obras de tus hijos, mas tendrá otra vez piedad de los hijos de los justos. Confiesa al Señor cumplidamente y alaba al Rey de los siglos para que de nuevo levante en ti, con regocijo, su tienda, y llene en ti de gozo a todos los cautivos y muestre en ti su amor a todo miserable por todos los siglos ele los siglos» (Tob 13,9-10).

Lo que nos impresiona de este texto es ver cómo Tobías empieza reconociendo que Jerusalén ha caído en manos de gentiles a causa de su infidelidad para con Dios. Admitida y asumida la culpa, veremos cómo declara dichosos, bienaventurados, a todos aquellos que, en vez de hacer leña del árbol caído, han tenido lágrimas para llorar su castigo y destrucción. A estos les profetiza algo que va a elevar y fortalecer su ánimo, una noticia que hará que sus ojos, secos y desgastados por tantas lágrimas derramadas, rompan en rayos de luz como sucede cuando despunta la aurora: « ¡ Dichosos los que te amen! ¡Dichosos los que se alegren en tu paz! ¡Dichosos cuantos hombres tuvieron tristeza en todos tus castigos, pues se alegrarán en ti y verán por siempre toda tu alegría! Bendice, alma mía al Señor y gran Rey, que Jerusalén va a ser reconstruida y en la ciudad su casa para siempre» (Tb 13,14-16).

Hemos dado a conocer el maravilloso testimonio de Tobías y pasamos ahora a exponer uno de los muchos cantos de salvación que nos ha legado el profeta Isaías Nos lo imaginamos transportado por el mismo Yavé al entonar su poema: «Tasad, pasad por las puertas! ¡Abrid camino al pueblo! ¡Reparad, reparad el camino y limpiadlo de piedras! ¡Izad pendón hacia los pueblos! Mirad que Yavé hace oír hasta los confines de la tierra; decid a la hija de Sión: mira que viene tu salvación; mira, su salario le acompaña, y su paga le precede. Se les llamará pueblo santo, rescatados de Yavé; y a ti se te llamará buscada, ciudad no abandonada” (Is 62,10-12).

Todas estas bendiciones y alabanzas dirigidas a la Jerusalén que va a ser reconstruida nos hablan en todos sus matices del Mesías. El es el bendito de Dios enviado para bendecir a los hombres. Graba en el mundo el sello definitivo de la bendición de Dios fundando la Iglesia, de la que la Jerusalén reconstruida es figura. Envía a sus discípulos con la misión de ser sal y luz del mundo o, como testimoniaba Diogneto, autor de la Iglesia primitiva, Dios ha llamado a los cristianos a ser el alma del mundo.
Es tan importante la misión de la Iglesia —la nueva Jerusalén— para el mundo, que Jesucristo la funda sobre sí mismo, siendo, como es, la roca de Yavé. Recordemos cuando Jesús pregunta a los apóstoles quién es dice la gente que es El. Sabemos que las respuestas fueron variadas: que si Jeremías, que si Elías, que si un profeta más… Jesús entonces se dirigió a ellos y les dijo: muy bien, esto es lo que dice la gente; pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Recordemos la respuesta de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Entonces Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,17-18

Salmo 50

El culto que agrada a Dios
El Señor, Dios de los dioses, habla,
convoca la tierra de oriente a occidente.
Desde Sión, la hermosa, Dios resplandece:
viene nuestro Dios y no se callará.
Lo precede un fuego devorador,
y lo rodea una tempestad violenta.
Desde lo alto convoca cielo y tierra,
para juzgar a su pueblo:
«¡Reunid junto a mí a mis fieles,
que sellaron mi alianza con un sacrificio!».
Proclame el cielo su justicia,
pues Dios en persona va a juzgar.
«Escucha, pueblo mío, lo que voy a decirte,
Israel, voy a dar testimonio contra ti.
¡Yo soy Dios, tu Dios!
No te acuso por los sacrificios,
pues tus holocaustos están siempre ante mí.
Pero no aceptaré ningún novillo de tu casa,
ni siquiera un cabrito de tus rebaños;
pues mías son todas las fieras de la selva,
y los animales de los montes, a millares.
Conozco todos los pájaros del cielo,
y las bestias de los campos me pertenecen.
Si tuviera hambre, no te diría nada,
pues el mundo es mío, y todo lo que en él existe.
¿Es que voy a comer carne de toros
o a beber sangre de cabritos?
Ofrece a Dios un sacrificio de confesión,
y cumple tus votos al Altísimo.
lnvócame en el día de la angustia:
Yo te libraré y tú me darás gloria».
Pero al malvado Dios le dice:
“¿De qué te sirve recitar mis preceptos
y tener siempre en la boca mi alianza,
si detestas la corrección
y rechazas mis palabras?”
Cuando ves un ladrón, te vas con él
y te mezclas con los adúlteros.
Sueltas tu lengua para el mal,
tus labios traman el fraude.
Te sientas para hablar contra tu hermano,
y deshonras al hijo de tu madre.
Así te comportas, ¿y tengo que callarme?
¿Crees que soy como tú?
“¡Yo te acuso y te lo echo en cara!».
¡Tenedlo presente, los que os olvidáis de Dios.
De lo contrario os destrozaré, y nadie os salvará!
El que me ofrece un sacrificio de confesión
me glorifica;
y al que sigue el buen camino,
le haré ver la salvación de Dios.

Dios, partiendo de Israel, convoca a todos los habitantes de la tierra para llamarles a conversión: «El Señor, Dios de los dioses, habla, convoca la tierra de oriente a occidente. Desde Sión, la hermosa, Dios resplandece». Con el propósito de enseñar a todos los pueblos, Yavé denuncia el culto vacío que Israel le está ofreciendo. Culto simplemente formalista que puede ser hasta grandioso, mientras que el pueblo entero vive de espaldas a la palabra de Dios. Por eso les dice: «¿De qué te sirve recitar mis preceptos y tener siempre en la boca mi alianza, si detestas la corrección y rechazas mis palabras?».
El profeta Jeremías denuncia esta relación de Israel con Dios, basada en las apariencias que proporcionan los holocaustos y sacrificios, que pueden ser muy suntuosos pero llevan al pueblo a vivir de espaldas al Dios que habla y convierte. Porque la conversión no acontece en el hombre por el culto exterior sino por el interior, allí donde Dios con su Palabra transforma el corazón del hombre y le lleva a cumplir su voluntad.

Escuchemos al profeta Jeremías: «¡Por qué el país se ha perdido, incendiado, como el desierto donde no pasa nadie? Yavé lo ha dicho: Es que han abandonado mi Ley, que yo les propuse, y no han escuchado mi voz ni la han seguido; sino que han ido en pos de la inclinación de sus corazones tercos, en pos de los baales que sus padres les enseñaron» (Jer 9,11-13).

Dios ya había alertado al pueblo de Israel, antes de entrar en la tierra prometida, que su grandeza como pueblo de su propiedad iba a depender de que mantuviese su relación con Él por medio de la escucha de sus mandamientos, es decir, de sus palabras, pues en la Escritura, el término mandamiento equivale a palabra: «Si escuchas los mandamientos de Yavé tu Dios, que yo te prescribo hoy, si amas a Yavé tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yavé tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión» (Dt 30,16).

Jesucristo, palabra de Dios y luz del mundo, denuncia, en su conversación con Nicodemo, el pecado que supone vivir de espaldas a la luz de Dios, y le instruye acerca de este pecado: «El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras.
Pero el que obra la verdad, va a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,19-21). Y, efectivamente, toda obra del hombre, incluidas las propias del culto y de la piedad, son inútiles por su vaciedad cuando no están iluminadas por la luz de Dios, luz que Él envió al inundo en su propio Hijo, y que brilla en todo su esplendor para nosotros por medio del Evangelio.

Volvemos al salmo y oímos del propio Dios cómo debe ser el culto que le agrada: «El que me ofrece un sacrificio de confesión me glorifica; y al que sigue el buen camino le haré ver la salvación de Dios».

La acción de gracias no es formalista ni cultural puesto que nace de un corazón agradecido por lo que Dios ha hecho en el hombre. Este, que tiene un nombre y una historia concreta, alaba a Dios porque ha hecho una experiencia de liberación y salvación que solo El podía hacer.

Podemos transmitir experiencias concretas de estas acciones de gracias. Vemos cómo, por ejemplo, el apóstol Pablo da gracias a Dios porque el testimonio de Jesucristo ha enriquecido con inmensos dones espirituales a la comunidad de Corinto: «Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en El habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que se ha consolidado entre vosotros el testimonio de Cristo» (1Cor 1,4-6).

Podernos referirnos también al encuentro que tuvieron los apóstoles Pedro y Juan con el paralítico que estaba pidiendo limosna a la puerta del templo. El buen hombre les miró con la esperanza de recibir algo de ellos, pero estos tenían algo mucho más importante que darle, por lo que Pedro le dijo: No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo levántate y anda. Sabemos que este hombre se levantó. Efectivamente, Pedro tenía algo que darle mucho más importante que lo que pedía: Le abrió el acceso a Dios, simbolizado en que, si antes estaba a la puerta del templo, ahora le vemos entrar andando, saltando y alabando a Dios (He 3,140). Esta es la acción de gracias que Dios quiere.


MI PECADO Y TU MISERICORDIA Salmo 50

«Contra ti, contra ti solo pequé». Ese es mi dolor y mi vergüenza, Señor. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin embargo, a ti, y a ti solo, sí que te he causado pena. He traicionado tu amistad y he herido tus sentimientos. «Contra ti, contra ti solo pequé».

Siles preguntas a mis amigos, a la gente que vive conmigo y trabaja a mis órdenes, si tienen algo contra mi, dirán que no, que soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (, ¿quién no los tiene?), pero en general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden confiar en mi en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido a tu voluntad, te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo, que nunca le falto a nadie, te he faltado a ti. Esa es mi triste distinción. «Contra ti, contra ti solo pequé».

Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio, fue avaricia o fue egoísmo...; en cualquier caso, era yo contra ti, porque era yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde. He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa ante ti, Señor.

«Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el tribunal me condenarás justamente». Condena justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia. «En la culpa nací; pecador me concibió mi madre Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado».

Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante ti y ante mi conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de mi existencia.

Pero, si soy pecador, tú eres Padre. Tú perdonas y olvidas y aceptas. A ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a tus hijos cuando vuelven a ti con dolor en el corazón.

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa».

Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra ti, mi reconciliación ha de venir de ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu.

«OH Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso».

Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda hablarles a otros de ti y de tu misericordia y de tu bondad. «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Que mi caída sea ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de ti me lleve a acercarme más a ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi debilidad y mi miseria; y te conozco a ti mejor en la experiencia de tu perdón y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu misericordia. «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti».

Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que quieren acercarse a unos y a otros, y a ti en todos, y que encuentran el negro obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu Pueblo, Señor.

«Señor, por tu bondad, favorece a Sión; reconstruye las murallas de Jerusalén».

ALEGRE Y DESPREOCUPADO - SALMO22
He observado rebaños de ovejas en verdes laderas. Retozan a placer, pacen a su gusto, descansan a la sombra. Nada de prisas, de agitación o de preocupaciones. Ni siquiera miran al pastor; saben que está allí, y eso les basta.
Libres para disfrutar prados y fuentes. Felicidad abierta bajo el cielo.

Alegres y despreocupadas. Las ovejas no calculan. ¿Cuánto tiempo queda? ¿Adónde iremos mañana? ¿Bastarán las lluvias de ahora para los pastos del año que viene? Las ovejas no se preocupan, porque hay alguien que lo hace por ellas. Las ovejas viven de día en día, de hora en hora. Y en eso está la felicidad.

«El Señor es mi pastor». Sólo con que yo llegue a creer eso, cambiará mi vida. Se irá la ansiedad, se disolverán mis complejos y volverá la paz a mis atribulados nervios. Vivir de día en día, de hora en hora, porque él está ahí. El Señor de los pájaros del cielo y de los lirios del campo. El Pastor de sus ovejas. Si de veras creo en él, quedaré libre para gozar, amar y vivir. Libre para disfrutar de la vida. Cada instante es transparente, porque no está manchado con la preocupación del siguiente. El Pastor vigila, y eso me basta. Felicidad en los prados de la gracia.

Es bendición el creer en la providencia. Es bendición vivir en obediencia. Es bendición seguir las indicaciones del Espíritu en las sendas de la vida.
«El Señor es mi pastor. Nada me falta».

GUSTAD Y VED QUÉ BUENO ES EL SEÑOR - SALMO 33

Dejo que las palabras resuenen en mis oídos: «Gustad y ved qué bueno es el Señor». Gustad y ved. Es la invitación más seria y más íntima que he recibido en mi vida: invitación a gustar y ver la bondad del Señor. Va más allá del estudio y el saber, más allá de razones y argumentos, más allá de libros doctos y escrituras santas. Es invitación personal y directa, concreta y urgente. Habla de contacto, presencia, experiencia. No dice «leed y reflexionad”, o “escuchad y entended”, o “meditad y contemplad”, sino «gustad y ved». Abrid los ojos y alargad la mano, despertad vuestros sentidos y agudizad vuestros sentimientos, poned en juego el poder más íntimo del alma en reacción espontánea y profundidad total, el poder de sentir, de palpar, de «gustar» la bondad, la belleza y la verdad. Y que esa facultad se ejerza con amor y alegría en disfrutar radicalmente la definitiva bondad, belleza y verdad que es Dios mismo.

“Gustar” es palabra mística. Y desde ahora tengo derecho a usarla. Estoy llamado a gustar y ver. No hay ya timidez que me detenga ni falsa humildad que me haga dudar. Me siento agradecido y valiente, y quiero responder a la invitación de Dios con toda mi alma y alegría. Quiero abrirme al gozo íntimo de la presencia de Dios en mi alma.
Quiero atesorar las entrevistas secretas de confianza y amor más allá de toda palabra y toda descripción. Quiero disfrutar sin medida la comunión del ser entre mi alma y su Creador. El sabe cómo hacer real su presencia y cómo acunar en su abrazo a las almas que él ha creado. A mí me toca sólo aceptar y entregarme con admiración agradecida y gozo callado, y disponerme así a recibir la caricia de Dios en mi alma. Sé que para despertar a mis sentidos espirituales tengo que acallar el entendimiento. El mucho razonar ciega la intuición, y el discurrir humano cierra el camino a la sabiduría divina. He de aprender a quedarme callado, a ser humilde, a ser sencillo, a trascender por un rato todo lo que he estudiado en mi vida y aparecer ante Dios en la desnudez de mi ser y la humildad de mi ignorancia. Sólo entonces llenará él mi vacío con su plenitud y redimirá la nada de mi existencia con la totalidad de su ser. Para gustar la dulzura de la divinidad tengo que purificar mis sentidos y limpiarlos de toda experiencia pasada y todo prejuicio innato. El papel en blanco ante la nueva inspiración. El alma ante el Señor.

El objeto del sentido del gusto son los frutos de la tierra en el cuerpo, y los del Espíritu en el alma: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza. (Gal 5,22). Cosecha divina en corazones humanos. Esa es la cosecha que estamos invitados a recoger para gustar y asimilar sus frutos. La alegría brotará entonces en nuestras vidas al madurar las cosechas por los campos del amor; y las alabanzas del Señor resonarán de un extremo a otro de la tierra fecunda.

“Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza siempre está en mi boca. Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre”.

AMOR AL TEMPLO DE DIOS Salmo 83
“¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los Ejércitos!”

Al pronunciar esas palabras mágicas, Señor, pienso en cantidad de cosas a la vez, y varias imágenes surgen de repente en feliz confusión del fondo de mi memoria. Me imagino el templo de Jerusalén, me imagino las grandes catedrales que he visitado y las pequeñas capillas en que he rezado. Pienso en el templo que es mi corazón, en las visiones del Apocalipsis y en cuadros clásicos de la gloria del cielo. Todo aquello que puede llamarse tu casa, tu morada, tu templo. Todo eso lo amo y lo deseo como el paraíso de mis sueños y el foco de mis anhelos.
« ¡Dichosos los que viven en tu casa!»

Ya sé que tu casa es el mundo entero, que llenas los espacios y estás presente en todos los corazones, Pero también aprecio el símbolo, la imagen, el sacramento de tu santo templo, donde siento casi físicamente tu presencia, donde puedo visitarte, adorarte, arrodillarme ante ti en la intimidad sagrada de tu propia casa.
« ¡Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa!»

Me veo a mí mismo en el silencio de mi mente, en la libertad de mi fantasía, en la realidad de mis peregrinaciones, en la devoción de mis visitas, arrodillado ante tu altar que es tu presencia, tu trono, tu casa. Disfruto estando allí en presencia física cuando puedo, y en imaginación siempre que lo deseo. Un puesto para mí en tu casa, un rincón en tu templo.

«Hasta el gorrión ha encontrado una casa, y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor de los Ejércitos, rey mío y Dios mío».

Estar allí, sentirme a gusto junto a ti, yerme rodeado de memorias que hablan de ti, dejarme penetrar por el olor de incienso, cantar himnos religiosos que conozco desde pequeño, contemplar la majestad de tu liturgia, inclinarme al unísono con tu pueblo ante la secreta certeza de tu presencia...; todo eso es alegría en mi alma y fuerza en mis miembros para vivir con plenitud de fe, esté donde esté, con la imagen de tu templo siempre ante mis ojos.

Me encuentro a gusto en tu casa, Señor. ¿Te encontrarás tú a gusto en la mía? Ven a visitarme. Que nuestras visitas sean recíprocas, que nuestro contacto sea renovado y nuestra intimidad crezca alimentada por encuentros mutuos en tu casa y en la mía. Que mi corazón también se haga templo tuyo con el brillo de tu presencia y la permanencia de tu recuerdo. Y que tu templo se haga mi casa con la frecuencia de mis visitas y la intensidad de mis deseos en las ausencias.

“¡Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo)).
« ¡El Señor de los Ejércitos, dichoso el hombre que con/la en ti!»

Rezar el salmo 1

¿Cuándo podemos o debemos rezarlo? Cuando andamos en busca de la felicidad, cuando tenemos que revisar el rumbo de nuestra vida o queremos recuperar el sentido de nuestra existencia; cuando soñamos con una sociedad justa, o tenemos la sensación de que ha desaparecido la justicia; cuando experimentamos con fuerza la tentación de la corrupción o cuando los poderosos no mueven un dedo en la lucha por un mundo más justo; cuando necesitamos sentir que Dios no nos ha abandonado, sino que, por el contrario, es nuestro compañero fiel en la lucha por la justicia.

Otros salmos sapienciales son: 37; 49; 73; 91; 112; 119; 127; 128; 133; 139.
Rezar el salmo 25
Podemos rezarlo en los momentos de súplica; cuando sentimos el peso de nuestros pecados; en las situaciones de clamor por falta de tierra; cuando contemplamos la miseria de los pobres margina dos; cuando la vida corre peligro y hay personas que han sido marcadas con el sello de la muerte...

Otros salmos de súplica individual: 5; 6; 7; 10; 13; 17; 22; 2e; 28; 31; 35; 36; 38; 39; 42; 43; 51; 54; 55; 56; 57; 59; 61; 63; (4; 69; 70; 71; 136; 88; 102; 109; 120; 130; 140; 141; 142; 143.
Rezar el salmo 50

La denuncia profética marca el tono de este salmo y sugiere las circunstancias en que podemos rezarlo con provecho: en situaciones de injusticia y en las ocasiones en que luchamos por el cambio; cuando nos viene la tentación de hacer a Dios responsable de la explotación y la opresión de los débiles a manos de los poderosos; cuando soñamos con una sociedad fraterna y sin discriminaciones; cuando no nos agrada el vacío de determinadas celebraciones y encuentros litúrgicos y queremos llenarlos de vida; cuando creemos que Dios pide muchas cosas para sí...
Otros salmos de denuncia profética: 14; 52; 53; 75; 8 1; 95

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