Porque esta niña que acaba de nacer en un humilde lugar de Palestina, en una casa humilde, de unos padres humildes y desconocidos, aunque no ha sido recibida en una cuna de oro y de marfil, trae todas las señales de la predestinación. No ha sido su nacimiento como los demás nacimientos. Por vez primera no lloraban los ángeles cuando aparecía un ser humano en la tierra; por vez primera se alejaba confusa la serpiente del paraíso, y sonreía Yahvé y se alegraba el Cielo y temblaban las potencias infernales. Sin embargo, nada nos dijeron los libros santos de aquel nacimiento, ni de los padres de la niña, ni de la grandeza de sus antepasados. Ni las hazañas de David, ni la gloria de Salomón, ni los cantos de los coros angélicos deben ocupar nuestra atención al acercarnos a esa cuna gloriosa. Ninguna de esas cosas nos da la verdadera grandeza de la criatura que acaba de nacer. Lo que ella es, lo que representa en la historia del mundo, lo que significa en el tejido maravilloso de los caminos de Dios, se encuentra en aquellas palabras evangélicas, de una profundidad insondable: «Maria de qua natus est Jesús. Esta niña es María, de quien nacerá Jesús.»
Cuando Yahvé formaba al primer hombre, al modelar el barro, sus manos debían temblar de amor, porque en aquel barro, dice Tertuliano, consideraba a Cristo, que debía hacerse hombre algún día. «Pues bien—observa Rossuet—, si al crear al primer padre de la humanidad pensaba Dios en el segundo Adán; si en consideración al Salvador Jesús, le formó con tan moroso y amoroso cuidado, porque de él había de nacer su Hijo después de una larga serie de siglos y generaciones, ¿no podemos concluir que al formar a María, a la Virgen que debía llevarle en sus entrañas, sólo pensaba en Jesús, y trabajaba para Jesús y anunciaba a Jesús?» Porque de todas las relaciones que la humanidad tiene con el Hijo de Dios, después de la unión hipostática, no hay ninguna más estrecha que esta unión de María; relación única, inefable, incomparable, por ser individual, exclusiva, inmediata, virginal, maternal, divina. En cierto modo, la maternidad de María es a la humanidad de Jesucristo lo que la humanidad es a la divinidad.
He aquí el fundamento de todas las perfecciones de María. Formada en el laboratorio de la divina sabiduría, como reflejo del Verbo, nada defectuoso debía caber en ella. Un ángel, un mensajero de la corte celestial, podría saludarla con las más graciosas palabras que han bajado del Cielo a la tierra: «Dios te salve, María; llena eres de gracia.» Y este saludo no es solamente un testimonio de admiración y de homenaje, sino la expresión plena de la realidad. Todas las gracias, todas las virtudes, todas las perfecciones, debían reunirse en esta criatura privilegiada. Hija del Padre. Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo. La pureza infunde en su cuerpo un soplo celeste y aromático, la gracia le anima, la caridad forma su corazón, la prudencia organiza su cerebro, el pudor modela su frente, la dulzura derrama suavidad en sus labios, el recato hace su nido en sus mejillas, la modestia y la virginidad vierten divinos encantos sobre todo su ser, y toda ella, en sus palabras, en su andar, en sus gestos, en sus facciones, es como un acorde maravilloso de modestia, de gracia, de dulzura, de paciencia, de discreción, de fe, de fortaleza, de caridad y, para decirlo en una palabra, una cifra de todas las perfecciones que los hombres han cantado y admirado. «No había orgullo en su mirada—dice San Ambrosio—, ni ligereza en su hablar, ni en su semblante dureza, ni precipitación en su voz, ni en sus movimientos abandono. Todo el aspecto de su cuerpo era como la imagen de su alma y el retrato de su santidad. Tan noble era su andar, que no parecía apoyarse en el suelo, sino elevarse sobre él por su propia virtud.» Los Santos Padres han visto condensadas en ella todas las maravillas derramadas a través del mundo visible; San Agustín la llama la forma, el molde de Dios; y al aplicarla los más bellos pasajes de los libros sapienciales, la Iglesia nos la presenta como el boceto purísimo de la creación entera. Ordenada desde toda eternidad, existía antes que la tierra con toda su hermosura. Antes que fluyesen las fuentes, que los montes levantasen sus cimas hacia las estrellas, antes que de los labios de Dios brotase la primera palabra creadora, ella era ya soberana del pensamiento divino. Los ángeles aparecen como un reflejo de su alma, las flores como una sonrisa de su boca, los astros como un parpadeo de su mirada, el mar como un espejo de su belleza, las nubes como el escabel de su pie, los Cielos como el dosel de su gloria.
Todo esto es lo que representa el nombre dulce, amable y gracioso de esta niña que hoy aparece en nuestra tierra, llenándola de esperanza, inundándola de gozo, bañándola de luz. «Y el nombre de la Virgen, María», dice el texto sagrado; María estrella de la mar; María, estrella del amanecer, aquella estrella de la cual se había dicho en el Oriente: «Yo le veré, mas no ahora; yo le miraré, mas no de cerca. Una estrella se levantará de Jacob; un cetro se levantará de Israel; herirá a los príncipes de Moab y reinará Sobre todos los hijos de Set.» El cetro reina ya sobre la raza humana; y el principio de su reinado fue la aparición de la Estrella en los horizontes del mundo. Su luz sigue brillando dulce, clara y benigna, para guiar a los extraviados hacia la casa paterna, para alegrar el alma de los que lloran, para calentar los corazones que tiritan entre los hielos del odio y de la indiferencia. «Oh, vosotros—dice San Bernardo—, que flotáis sobre la corriente de ese siglo, entre las tormentas y los vendavales, tened los ojos fijos en la Estrella, si no queréis sumergiros en las olas. Te sientes asaltado por el huracán de la tentación, arrojado contra los escollos de las tribulaciones: mira a la Estrella, invoca a María. Tiemblas agitado por el oleaje del orgullo, de la ambición, de la envidia, de la concupiscencia: mira a la Estrella, invoca a María. Te aterra el horror del juicio, te turba la enormidad de tus crímenes, te sientes arrastrado por el abismo de la tristeza y la desesperación: piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las vacilaciones, piensa en María, invoca a María. Tenia siempre en los labios, siempre en el corazón; y para obtener el apoyo de su oración, no dejes de seguir el ejemplo de su vida. El que la sigue, no yerra; el que la implora, no desespera; el que en ella medita, camina seguro....»
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