17 de Enero de 2010. II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. (Ciclo C) 2ª semana del Salterio. JORNADA MUNDIAL DE LAS MIGRACIONES. SS.Antonio (Antón) ab, Rosalina rl, Sulpicio ob.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Is 62, 1-5:: “La alegría que encuentra el esposo con su esposa”
Salmo 95: “Cuenten las maravillas del Señor a todas las naciones”
1Cor 12, 4-11: “El mismo y único Espíritu reparte a cada uno como a él le parece”
Jn 2, 1-11: Las bodas de Caná
La vida de Jesús se desarrolló dentro de la normalidad propia del ambiente cultural y la religiosidad de un judío del primer siglo de nuestra era. Los discípulos descubren a Jesús como un hombre normal, en un ambiente normal y sin ningún tipo de manifestaciones espectaculares o extraordinarias. Esta realidad de una vida normal en Jesús, hace que entre los discípulos y él no haya ningún tipo de distanciamiento, antes por el contrario, una vida verdaderamente humana como la de Jesús, hace que su experiencia del Dios sea más creíble y mucho más accesible a la conciencia y a la vida de los que le escuchan y le siguen. La actitud de Jesús, sin ningún tipo de pretensión, va revelando una nueva imagen y un nuevo concepto de Dios. Dios ha dejado de ser ese ser extraño y lejano, que atemoriza al ser humano, y toma la característica del Dios original de Israel, el Dios que camina con su pueblo.
Para la lógica del Evangelio de Juan, el Banquete es un tema fundamental en la teología del evangelio de Juan. La teología del banquete se abre con la misión de Jesús en Caná de Galilea, y se cierra con la última Cena, fundamento de la Eucaristía. El Banquete es por tanto un signo mesiánico, donde se anuncia la llegada del Reino y se presenta a Jesús, Soberano del Reino. Es un símbolo fundamental que explica en la cotidianidad la presencia del Reino en medio de la historia.
Las bodas de Caná están en el imaginario de los primeros cristianos y de todo la Iglesia a lo largo de la historia, por ese hecho inolvidable: en lo mejor de la boda, el vino se acaba. ¿Cómo es posible que no se haya previsto esta parte en la fiesta? La actitud de Jesús de Nazaret frente a la carencia de vino, hará que este relato de las bodas de Caná, quede inmortalizado en la simbología cristiana.
El milagro de las bodas en Caná de Galilea, no es simplemente ausencia de vino. El asunto es otro: el relato tiene que ser entendido en perspectiva de Reino, en dinámica de tiempo mesiánico. El texto indica, que había allí en un lugar de la casa, unas tinajas de piedra vacías, seis en total. El texto hace énfasis en que están vacías. Son tinajas destinadas para contener el agua de la purificación ritual de los creyentes judíos. Pero están secas. Este símbolo, indica la sequedad en que se encuentra el modelo religioso judío. En la visión de los cristianos primeros, que acabaron separándose del judaísmo, la ley judía, antes que ayudar, terminó dificultando la relación de Dios con su pueblo. Les resultaba una ley vacía, sin sentido, que sólo generaba cargas y no posibilitaba la libertad y la alegría. Las tinajas, destinadas a la purificación, eran un símbolo que dominaba la ley antigua. Ese modelo de ley creaba con Dios una relación difícil y frágil, mediatizada por ritos fríos y carentes de sentidos.
No se dice sin embargo que las tinajas estuvieran con agua. Son llenadas cuando Jesús lo ordena. Al estar llenas, las tinajas que no prestaban ya ningún servicio, más bien estorbaban en la vida normal de la gente, permiten una nueva manifestación del proyecto de Jesús: el agua está convertida en vino. ¿Qué nos indica ese signo? La ritualidad, el legalismo, la norma fría y vacía, es trasformada en vino, símbolo de la alegría, del gozo mesiánico, de la fiesta de la llegada del tiempo nuevo del Reino de Dios. Tenemos que acabar en nuestra vida y en la vida comunitaria, con los sistemas religiosos deshumanizantes, para lograr entrar en la dinámica liberadora, incluyente y festiva que Jesús inauguró.
¿Complicada esta interpretación? Efectivamente, es complicada, con la complicación que brota de un texto sofisticado, muy elaborado, con toda una trastienda de alusiones veladas y crípticos mensajes. Leer, proclamar, comentar el evangelio de Juan como si se tratara de una simple y llana historieta de unas bodas, en las que además Jesús funda el sacramento del matrimonio, sin más complicaciones... resultaría una lectura fácil y cómoda, pero sería profundamente carente de veracidad. Aunque sea más laborioso y menos grato, es mejor tratar a nuestros oyentes como adultos, y no ahorrarles la complejidad de unos textos que interpretados directamente a la letra nos llevarían solamente por caminos de fundamentalismo.
Les ofrecemos para concluir el soneto de Pedro Casaldáliga sobre las bodas de Caná:
"No tienen vino"
La verdad es que no tenemos vino.
Nos sobran las tinajas, y la fiesta
se enturbia para todos, porque el sino
es común y la sola sala es ésta.
Nos falta la alegría compartida.
Rotas las alas, sueltos los chacales,
hemos cegado el curso de la vida
entre los varios pueblos comensales.
¡Sangre nuestra y de Dios, vino completo,
embriáganos de Ti para ese reto
de ser iguales en la alteridad.
Uva pisada en nuestra dura historia,
vino final bebido a plena gloria
en la bodega de la Trinidad!
PRIMERA LECTURA
Isaías 62, 1-5
La alegría que encuentra el esposo con su esposa,
Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré,
hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha.
Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria;
te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor.
Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios.
Ya no te llamarán "Abandonada", ni a tu tierra "Devastada";
a ti te llamarán "Mi favorita", y a tu tierra "Desposada",
porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido.
Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó;
la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 95
R/.Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. R.
Proclamad día tras día su victoria, contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones. R.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor. R.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: "El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente." R.
SEGUNDA LECTURA.
1Corintios 12, 4-11
El mismo y único Espíritu reparte a cada uno como a él le parece
Hermanos: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu.
Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas.
El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Juan 2, 1-11
En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos
En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: "No les queda vino."
Jesús le contestó: "Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora."
Su madre dijo a los sirvientes: "Haced lo que él diga."
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dijo: "Llenad las tinajas de agua."
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les mandó: "Sacad ahora y llevádselo al mayordomo."
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: "Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora."
Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él.
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Is 62, 1-5:: “La alegría que encuentra el esposo con su esposa”
Salmo 95: “Cuenten las maravillas del Señor a todas las naciones”
1Cor 12, 4-11: “El mismo y único Espíritu reparte a cada uno como a él le parece”
Jn 2, 1-11: Las bodas de Caná
La vida de Jesús se desarrolló dentro de la normalidad propia del ambiente cultural y la religiosidad de un judío del primer siglo de nuestra era. Los discípulos descubren a Jesús como un hombre normal, en un ambiente normal y sin ningún tipo de manifestaciones espectaculares o extraordinarias. Esta realidad de una vida normal en Jesús, hace que entre los discípulos y él no haya ningún tipo de distanciamiento, antes por el contrario, una vida verdaderamente humana como la de Jesús, hace que su experiencia del Dios sea más creíble y mucho más accesible a la conciencia y a la vida de los que le escuchan y le siguen. La actitud de Jesús, sin ningún tipo de pretensión, va revelando una nueva imagen y un nuevo concepto de Dios. Dios ha dejado de ser ese ser extraño y lejano, que atemoriza al ser humano, y toma la característica del Dios original de Israel, el Dios que camina con su pueblo.
Para la lógica del Evangelio de Juan, el Banquete es un tema fundamental en la teología del evangelio de Juan. La teología del banquete se abre con la misión de Jesús en Caná de Galilea, y se cierra con la última Cena, fundamento de la Eucaristía. El Banquete es por tanto un signo mesiánico, donde se anuncia la llegada del Reino y se presenta a Jesús, Soberano del Reino. Es un símbolo fundamental que explica en la cotidianidad la presencia del Reino en medio de la historia.
Las bodas de Caná están en el imaginario de los primeros cristianos y de todo la Iglesia a lo largo de la historia, por ese hecho inolvidable: en lo mejor de la boda, el vino se acaba. ¿Cómo es posible que no se haya previsto esta parte en la fiesta? La actitud de Jesús de Nazaret frente a la carencia de vino, hará que este relato de las bodas de Caná, quede inmortalizado en la simbología cristiana.
El milagro de las bodas en Caná de Galilea, no es simplemente ausencia de vino. El asunto es otro: el relato tiene que ser entendido en perspectiva de Reino, en dinámica de tiempo mesiánico. El texto indica, que había allí en un lugar de la casa, unas tinajas de piedra vacías, seis en total. El texto hace énfasis en que están vacías. Son tinajas destinadas para contener el agua de la purificación ritual de los creyentes judíos. Pero están secas. Este símbolo, indica la sequedad en que se encuentra el modelo religioso judío. En la visión de los cristianos primeros, que acabaron separándose del judaísmo, la ley judía, antes que ayudar, terminó dificultando la relación de Dios con su pueblo. Les resultaba una ley vacía, sin sentido, que sólo generaba cargas y no posibilitaba la libertad y la alegría. Las tinajas, destinadas a la purificación, eran un símbolo que dominaba la ley antigua. Ese modelo de ley creaba con Dios una relación difícil y frágil, mediatizada por ritos fríos y carentes de sentidos.
No se dice sin embargo que las tinajas estuvieran con agua. Son llenadas cuando Jesús lo ordena. Al estar llenas, las tinajas que no prestaban ya ningún servicio, más bien estorbaban en la vida normal de la gente, permiten una nueva manifestación del proyecto de Jesús: el agua está convertida en vino. ¿Qué nos indica ese signo? La ritualidad, el legalismo, la norma fría y vacía, es trasformada en vino, símbolo de la alegría, del gozo mesiánico, de la fiesta de la llegada del tiempo nuevo del Reino de Dios. Tenemos que acabar en nuestra vida y en la vida comunitaria, con los sistemas religiosos deshumanizantes, para lograr entrar en la dinámica liberadora, incluyente y festiva que Jesús inauguró.
¿Complicada esta interpretación? Efectivamente, es complicada, con la complicación que brota de un texto sofisticado, muy elaborado, con toda una trastienda de alusiones veladas y crípticos mensajes. Leer, proclamar, comentar el evangelio de Juan como si se tratara de una simple y llana historieta de unas bodas, en las que además Jesús funda el sacramento del matrimonio, sin más complicaciones... resultaría una lectura fácil y cómoda, pero sería profundamente carente de veracidad. Aunque sea más laborioso y menos grato, es mejor tratar a nuestros oyentes como adultos, y no ahorrarles la complejidad de unos textos que interpretados directamente a la letra nos llevarían solamente por caminos de fundamentalismo.
Les ofrecemos para concluir el soneto de Pedro Casaldáliga sobre las bodas de Caná:
"No tienen vino"
La verdad es que no tenemos vino.
Nos sobran las tinajas, y la fiesta
se enturbia para todos, porque el sino
es común y la sola sala es ésta.
Nos falta la alegría compartida.
Rotas las alas, sueltos los chacales,
hemos cegado el curso de la vida
entre los varios pueblos comensales.
¡Sangre nuestra y de Dios, vino completo,
embriáganos de Ti para ese reto
de ser iguales en la alteridad.
Uva pisada en nuestra dura historia,
vino final bebido a plena gloria
en la bodega de la Trinidad!
PRIMERA LECTURA
Isaías 62, 1-5
La alegría que encuentra el esposo con su esposa,
Por amor de Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré,
hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha.
Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria;
te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor.
Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios.
Ya no te llamarán "Abandonada", ni a tu tierra "Devastada";
a ti te llamarán "Mi favorita", y a tu tierra "Desposada",
porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido.
Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó;
la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 95
R/.Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. R.
Proclamad día tras día su victoria, contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones. R.
Familias de los pueblos, aclamad al Señor, aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor. R.
Postraos ante el Señor en el atrio sagrado, tiemble en su presencia la tierra toda. Decid a los pueblos: "El Señor es rey, él gobierna a los pueblos rectamente." R.
SEGUNDA LECTURA.
1Corintios 12, 4-11
El mismo y único Espíritu reparte a cada uno como a él le parece
Hermanos: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.
Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu.
Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas.
El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Juan 2, 1-11
En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos
En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dijo: "No les queda vino."
Jesús le contestó: "Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora."
Su madre dijo a los sirvientes: "Haced lo que él diga."
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dijo: "Llenad las tinajas de agua."
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les mandó: "Sacad ahora y llevádselo al mayordomo."
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo: "Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora."
Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él.
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: Isaías 62,1-5.
Estamos en tiempos del edicto de Ciro. En él se concede a los exiliados judíos la vuelta a su patria y la reconstrucción de la ciudad de Jerusalén (538 a. de C.). El texto recoge la visión del profeta sobre la ciudad santa, envuelta por el amor de Dios. Está descrita con una terminología tomada de una fiesta de bodas. Se trata de un anuncio salvífico de consolación y de esperanza: Dios es fiel, perdona y vuelve a acoger a su pueblo, aun cuando sea pecador y se haya alejado del pacto de la alianza.
El encuentro del Señor con Jerusalén es «liberación», esto es, signo de la acción salvífica de Dios; es «gloria», signo de su presencia amorosa en medio de su pueblo; es «salvación)’, puesto que Dios se ha acordado del «resto de Israel» y ha manifestado la fidelidad de su amor (cf. Os 2,15-25).
El pasaje de Isaías tiene cierta sintonía con el evangelio (Jn 2,1-12). Primero viene el motivo de la alianza, descrita con la imagen de unos esponsales: «Serás corona espléndida en manos del Señor, corona real en la palma de tu Dios» (v. 3); a continuación está el motivo de la gloria: «Los pueblos verán tu liberación y los reyes tu gloria» (v. 2). Estos dos motivos, presentes asimismo en el texto de Juan, los aplica la liturgia a Cristo.
Comentario del Salmo 95
Este salmo pertenece a la familia de los himnos: tiene muchas semejanzas con los himnos de alabanza, pero se considera un salmo de la realeza del Señor por incluir la expresión «¡El Señor es Rey!». Esta constituye el eje de todo el salmo. Por eso tiene tantas invitaciones a la alabanza.
Este salmo está organizado en tres partes: 1-6; 7-10; 11-13. La primera (1-6) presenta una serie de invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar. Se dirigen a la «tierra entera», pero esta expresión se refiere, sin duda, a la tierra de Israel. El destinatario de todas estas invitaciones es, pues, el pueblo de Dios. Este salmo invita a cantar al Señor un cántico nuevo. En qué ha de consistir esta «novedad» se nos indica en la segunda parte: se trata de la realeza universal de Dios. Después de las invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar a todos los pueblos, se presenta el primero de los motivos, introducido por un «porque...». El Señor está por encima de todos los dioses. Se hace una crítica devastadora de las divinidades de las naciones: son pura apariencia, mientras que el Señor ha creado el cielo, y podrá celebrarlo. Aparece una especie de procesión simbólica en honor del Señor: precediéndolo, marchan Majestad y Esplendor y, en el templo de Jerusalén, Fuerza y Belleza están ya montando guardia. En la tercera parte se dice que el Señor viene para gobernar la tierra. El salino se limita a mostrar el inicio de esta solemne procesión de venida...
La segunda parte también presenta diversas invitaciones: a aclamar, a entrar en los atrios del templo llevando ofrendas para adorar. La tierra, a la que en la primera parte se invita a cantar, debe ahora temblar en la presencia del Señor. Estos imperativos se dirigen a las familias de los pueblos, esto es, se trata de una invitación internacional que tiene por objeto que las naciones proclamen en todas partes la gran novedad del salmo (el «porque...» de la segunda parte): «i El Señor es Rey!». Se indican las consecuencias del gobierno del Señor: el mundo no vacilará nunca; el salmo señala también la principal característica del gobierno de Dios: la rectitud con que rige a todos los pueblos.
En la tercera parte (11-13) aparecen nuevamente las invitaciones o deseos de que suceda algo. Ahora se invita a hacer fiesta, con alegría, al cielo, a la tierra, al mar (dimensión vertical), a los campos y los árboles del bosque (dimensión horizontal) con todo lo que contienen toda la creación está llamada a aclamar y celebrar: el cielo tiene que alegrarse; la tierra, que ya ha sido invitada a cantar y a temblar, ahora tiene que exultar; el mar tiene que retumbar, pero no con amenazas ni infundiendo terror, sino corno expresión de la fiesta, junto con todas sus criaturas; los campos, con todo lo que en ellos existe, están llamados a aclamar, y los bosques frondosos gritarán de alegría ante el Señor. A continuación viene el «porque...» de la tercera parte: el Señor viene para gobernar la tierra y el mundo. Se indican dos nuevas características del gobierno del Señor: la justicia y la fidelidad.
Este salmo expresa la superación de un conflicto religioso entre las naciones. El Señor se ha convertido en el Dios de los pueblos, en rey universal, creador de todas las cosas, es aquel que gobierna a los pueblos con rectitud, con justicia y fidelidad. La superación del conflicto se describe de este modo: «Porque el Señor es grande y digno de alabanza, más terrible que todos los dioses! Pues los dioses de los pueblos son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo».
El salmo no oculta la alegría que causa la realeza universal de Dios. Basta fijarse en el ambiente de fiesta y en los destinatarios de cada una de sus planes: Israel, las familias de los pueblos, toda la creación. Todo está orientado hacia el centro: la declaración de que el Señor es Rey de todo y de todos. Israel proclama, las naciones traen ofrendas, la naturaleza exulta. En el texto hebreo, la palabra «todos» aparece siete veces. Es un detalle más que viene a confirmar lo que estamos diciendo. El ambiente de este salmo es de pura alegría, fiesta, danza, canto. La razón es la siguiente: el Señor Rey viene para gobernar la tierra con rectitud, con justicia y con fidelidad. El mundo entero está invitado a celebrar este acontecimiento maravilloso.
El tema de la realeza universal del Señor es propio del período posexílico (a partir del 538 a.C.), cuando ya no había reyes que gobernaran al pueblo de Dios, Podemos, pues, percibir aquí una ligera crítica al sistema de los reyes, causante de la desgracia del pueblo (exilio en Babilonia).
El salmo insiste en el nombre del Señor, que merece un cántico nuevo, ¿Por qué? Porque es el creador, el liberador (las «maravillas» del v. 3b recuerdan la salida de Egipto) y, sobre todo, porque es el Rey universal. En tres ocasiones se habla de su gobierno, y tres son las características de su administración universal: la rectitud, la justicia y la fidelidad. Podemos afirmar que se trata del Dios aliado de la humanidad, soberano del universo y de la historia. Esto es lo que debe proclamar Israel, poniendo al descubierto a cuantos pretendan ocupar el lugar de Dios; se invita a las naciones a adorarlo y dar testimonio de él; la creación entera está invitada a celebrar una gran fiesta (11-12).
Como ya hemos visto a propósito de otros salmos de este mismo tipo, el tema de la realeza de Jesús está presente en todos los evangelios. Mateo nos muestra cómo Jesús practica una nueva justicia para todos; esta nueva justicia inaugura el reinado de Dios en la historia, Los contactos de Jesús con los no judíos ponen de manifiesto que su Reino no tiene fronteras y que su proyecto consiste en un mundo lleno de justicia y de vida para todos (Jn 10,10).
Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 12,4-11
La Iglesia de Corinto era una comunidad vivaz y carismática, pero la acechaban dos peligros: el de hacerse la ilusión de que la presencia del Espíritu era suficiente para garantizar la fidelidad a la tradición, la corrección moral, la unión comunitaria; y el de sobrevalorar, de una manera indebida, algunos carismas —como el de las lenguas— a costa de otros —como los carismas del servicio—. Pablo, al intervenir en esta situación, comunica a la comunidad de Corinto una afirmación fundamental, válida para todas las comunidades cristianas: la variedad de los dones procede del Espíritu. Este es rico y no puede manifestarse de un solo modo.
A renglón seguido realiza una segunda afirmación fundamental. La variedad de los dones, para que sea signo del Espíritu, debe cumplir una condición: la edificación común. Detrás de la variedad del don de cada uno está la caridad, el carisma mejor y común. Sólo con esta condición se puede hablar de la presencia del Espíritu en la comunidad. La caridad es capacidad de colaboración entre creyentes, es amor a Cristo, antes que entre nosotros, y conduce a acuerdos dinámicos, de conversión, y no simplemente estáticos, de sistematización.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 2,1-12
El gesto realizado por Jesús en Caná es una manifestación mesiánica, una epifanía en la que el mismo Jesús se manifiesta, a diferencia del bautismo en el Jordán, donde es el Padre quien revela el significado profundo de Cristo. El episodio tiene una gran importancia en Juan, porque es el primero y el modelo de todos los “signos”, el que encierra el sentido de los distintos gestos de Jesús. El doble significado del “signo” está indicado al final del relato: revela la gloria de Cristo y conduce a la fe (v. 1 1).
Algunos detalles de la manifestación de Jesús en Caná, como la abundancia del vino, su óptima calidad y el hecho de que sustituye al agua preparada para las abluciones rituales, son rasgos mesiánicos que sacan a la luz a Jesús como Mesías, que inaugura la nueva alianza y la nueva ley. También el marco de la fiesta nupcial, en el que tiene lugar el milagro, pone de manifiesto a Jesús como esposo mesiánico, que celebra las bodas mesiánicas con la Iglesia, su esposa, simbolizada por María, la mujer de la verdadera fe.
Estas bodas mesiánicas, por otra parte, tienden absolutamente hacia la «hora» de la cruz y la resurrección. Desde esta perspectiva es como se comprende la naturaleza de la «gloria» que se manifiesta en Caná. Para Juan, es en la cruz donde se manifiesta la gloria. Esta última no es otra cosa que el esplendor y el poder del amor de Dios, que se entrega. En consecuencia, para el discípulo, abandonarse a Jesús significa abandonarse a la lógica del amor hasta sus consecuencias más radicales, como la fe de María, que acepta la aparente negativa y se deja llevar hacia una expectativa superior.
Todos los textos de hoy nos hablan de la extraordinaria novedad que nos ha traído Jesús con su presencia y su acción mesiánica. En el «signo» de Caná nos entrega el mejor vino e inaugura, de manera simbólica, los tiempos nuevos queridos por Dios y anunciados por los profetas (cf. Is 62,1-5). La gran novedad que ha traído Jesús al mundo, tal como atestiguan los evangelios, es la entrega de su Espíritu, del que cada uno tiene una manifestación en la comunidad para el servicio del bien común, como nos recuerda Pablo. El Espíritu de Jesús es la fuente viva del amor filial a Dios y del amor fraterno a los otros. Y este amor es la antítesis del egoísmo que nos encierra en nosotros mismos y nos lleva a considerarnos el centro del universo. Esta es la convicción evangélica confirmada por la experiencia: sin el Espíritu que nos comunica Jesús somos incapaces de salir de nosotros mismos y de abrirnos a Dios y a los otros. En consecuencia, somos viejos, en el sentido evangélico del término, y permanecemos anclados en el pecado y en la muerte. Como nos recuerda la Gaudium et spes, el que nos hace «nuevos» —es decir, capaces de amar de una manera desinteresada a los otros— es el Espíritu que Dios infunde, por medio de Cristo resucitado, en el corazón de cada hombre de buena voluntad (GS 22 y 38). El nos hace nuevos en el corazón, el centro más profundo de nuestro ser, cumpliendo así las antiguas profecías (cf. Ez 11,19; 36,26).
Jesús decía a los fariseos que el vino nuevo debe ponerse «en odres nuevos» (cf. Mt 9,17; Mc 2,22; Lc 3,37ss), porque sólo éstos pueden contenerlo. Debemos preguntarnos hasta qué punto somos nosotros, efectivamente, “odres nuevos”, capaces de ofrecer espacio al «vino nuevo» del Espíritu que él nos ofrece. Es probable que volvamos a recaer más de una vez en el viejo régimen del egoísmo y que nuestros corazones alberguen actitudes y modos de sentir que no pertenecen al Reino de la novedad querida por Dios. A nosotros nos corresponde pedir insistentemente al Padre el Espíritu que nos renueva (Lc 11,13).
Comentario del Santo Evangelio: Jn 2, 1-11, para nuestros Mayores. Plenitud de gozo.
En un banquete de bodas transforma Jesús unos seiscientos litros de agua en vino de la mejor calidad. Una fiesta de bodas duraba en Israel toda una semana. Se veía acompañada de música y de juerga, de bailes y de cantos. Eran proverbiales el júbilo y el gozo, el buen humor y la alegría. Como en toda fiesta, no podía faltar el vino, «que alegra el corazón de los hombres» (Sal 104,15; Jue 9,13). Como la «fiesta de bodas», también el «vino» es sinónimo de alegría. El esposo debe procurar que sus invitados tengan vino suficiente (cf. 2,9-10). En la fiesta a la que Jesús acude llega a faltar el vino, de tal forma que corre el riesgo de naufragar. El gozo se transformará pronto en animosidad y bochorno. Quien no puede ofrecer vino suficiente a sus invitados, tiene que suspender de inmediato los festejos (cf. Lc 14,29-30). Jesús salva aquella fiesta. Procura vino del mejor en gran cantidad, de modo que todos pueden continuar el banquete con alegría. Sobre el significado de su acción, el evangelista dice estas palabras: «Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él» (2,11). Lo que Jesús hace es considerado como «signo», definido expresamente como el primero y, por tanto, al comienzo de una serie de acciones semejantes. Un signo no tiene significado en sí mismo —una señal de circulación no está allí por sí misma—; el signo apunta a algo distinto y debe conducir a ello. Quien se queda sólo en el signo, pierde su significado. Jesús no cumple estas acciones como fin en sí mismas, sin que a través de ellas permite reconocer su propia gloria, es decir, aquello que le distingue en lo más profundo de su ser (cf. 1,14). Su objetivo es alcanzado en los discípulos que ha llamado y que le siguen. Les hace ver con claridad quién es el que tienen ante sí y ellos creen en él.
A la transformación del agua en vino siguen en Juan otros seis signos: la curación de un niño gravemente enfermo, mencionada expresamente como segundo signo (4,43-54); la curación de un paralítico (5,1-9); la multiplicación milagrosa de alimento para cinco mil hombres (6,1-15); el caminar sobre el agua (6,16-2 1); la curación de un ciego (9,1-12) y la resurrección de Lázaro (11,1-44). El evangelista no habla del número «siete», pero recordará que «Jesús hizo otros muchos signos en presencia de sus discípulos» (20,30). Con los siete signos anotados él quiere representar ejemplarmente la plenitud y la multiplicidad de las obras llevadas a cabo por Jesús para socorrer y para revelarse. Se trata siempre de situaciones de necesidad a las que Jesús pone remedio, y su obrar da siempre más vida: una vida más abundante, más rica y más gozosa. El ha venido efectivamente «para que los hombres tengan la vida y la tengan en abundancia» (10,10). Jesús salva la fiesta cuando los participantes no habían observado todavía que ella estaba en peligro; cura a los enfermos graves y crónicos; procura alimento a una gran muchedumbre y en un lugar donde no había pan; alcanza a sus discípulos amenazados por una tempestad sobre el lago; llama de nuevo a la vida a Lázaro, que había muerto. Jesús da siempre más vida y, consiguientemente, más gozo; siempre revela que él es el Cristo, el Hijo de Dios, y que el que cree en él tiene la vida en su nombre (cf. 20,31).
Jesús cumple su primer signo en una fiesta y a favor de una fiesta, que está toda ella bajo el sello de la vida y la alegría: la alegría de los recién casados, la alegría de toda la familia, la esperanza de una nueva vida que derivará de esta unión y que garantizará la continuidad de la familia. ¡Qué grande, pero también que frágil e insegura, es esta alegría! La pareja de recién casados, que, como pocas veces en la vida, está en el centro de una afectuosa atención, puede convertirse de repente en objeto de mofa. Se ha acabado el vino; la fiesta corre peligro. Quizá se trata de gente pobre que tiene que cargar con el peso de demasiados invitados y de una fiesta excesiva.
Aquí entra en escena la madre de Jesús. Juan no la llama nunca por su nombre «María». Si no tuviéramos más que el cuarto Evangelio, no conoceríamos el nombre de esta mujer. Juan la llama siempre «la madre de Jesús», poniendo de relieve que lo que la caracteriza de modo particular es esta vinculación suya con Jesús: le ha dado a luz, ha prestado toda su solicitud maternal al niño que crecía. Hasta ahora, Jesús ha transcurrido su vida en familia, junto a ella. Con su comportamiento, María se revela como una mujer atenta y prudente: tiene los ojos abiertos y observa la falta del vino. Comunica a Jesús cuanto ha observado, pero no hace ninguna petición. Deja que sea él quien haga lo que crea conveniente, pero confía en que él puede encontrar un remedio. No toma como un rechazo la primera reacción de Jesús, sino que remite los criados a él, sin ordenar tampoco esta vez aquello que ha de hacer. Se dirige a Jesús y remite a él, dejando en sus manos cualquier decisión. Así da ocasión al primer signo de Jesús. Con él comienza Jesús su vida pública y se revela por vez primera a sus discípulos. Durante toda la vida pública de Jesús, María no aparecerá más. Pero estará presente al final, tal como lo ha estado al principio. Estará junto a la cruz de Jesús y, en aquella ocasión, será Jesús quien se dirija a ella. Su último acto de amor será indicarle que en el discípulo tiene a su propio hijo (19,25-27).
La respuesta de Jesús «¿Qué quieres de mí, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (2,4) — no ha de entenderse como una descortesía por su parte. Pone de manifiesto la ley a la que responde todo lo que Jesús hace. Siempre, cuando se le dirigen peticiones, él toma sus distancias, aunque después acceda a ellas y las atienda (cf. 4,47-48; 11,1-6; Mc 7,24-30). Jesús no es alguien que socorra a petición. Necesidades humanas e intervención de Jesús no van a la par. La verdadera ley a la que responde lo que Jesús realiza es la voluntad del Padre, que establece para él la hora de su obrar. Con su respuesta, Jesús manifiesta que no puede dejarse guiar simplemente por las necesidades humanas, sino que ha de seguir la voluntad del Padre. Pone en juego a Dios. Si después él proporciona efectivamente la ayuda requerida, no lo hace sólo por una atención humana en relación con su madre y con los invitados al banquete, sino para cumplir la voluntad de Dios. Este inicio de los signos de Jesús lleva el sello de Dios.
Jesús hace lo que el esposo no ha hecho: da buen vino y en abundancia; se preocupa por el gozo y salva la fiesta. Su obrar es entendido como un signo. El no ahorrará a los hombres la preocupación por el vino en sus fiestas terrenas, como tampoco proveerá después del pan terreno (cf. 6,26-27). Ha venido, por el contrario, a preparar su gran fiesta, a darles la plenitud del gozo que perdura y que encuentra cumplimiento en el banquete celestial (cf. Mt 22,1-14). Con él ha llegado el Esposo y ha comenzado la fiesta. El tiempo de su presencia sobre la tierra es ya tiempo de gozo (cf. Jn 3,28-30; Mc 2,19-20). Jesús transforma el agua de las abluciones en buen vino; trae el vino nuevo (Mc 2,22); supera todo cuanto Dios ha dado hasta ahora a su pueblo. El último don de Dios es comunión gozosa, júbilo inagotable, vida que no pasa. El hecho de que Jesús dé el vino en esta fiesta de bodas es un signo de todo esto. Él se revela así como aquel que ha venido a traer fiesta, gozo y vida. Los discípulos reconocen con fe que Jesús está sobre la tierra para esto y que esto sólo puede encontrarse en él. Este gozo no lo puede dar el vino, sino que proviene sólo de Jesús. Es el gozo de la vida con él y de la comunión con él. Es el gozo que se otorga a todo el que se une a él y cree en él.
Al inicio de la actividad de Jesús, Mateo refiere el discurso de la montaña, que comienza con las ocho bienaventuranzas (5,3-10). Juan presenta sobre todo el don del vino bueno. Ambos evangelistas subrayan desde el principio que Jesús trae la plenitud del gozo. Este es el inicio de los signos de Jesús (2,11); este es el contenido y el objetivo de todo su obrar.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 2,1-12, de Joven para Joven. Una boda en Caná de Galilea.
El evangelio que hemos escuchado es muy sugestivo. Se trata de un episodio agradable, vemos a Jesús realizando un milagro para hacer posible una fiesta de bodas, y, por otra parte, se trata de un episodio programático, dotado de un sentido profundo.
Se celebraba una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba invitada. Tal vez a través de ella invitaron también a Jesús y a sus discípulos. María se dio cuenta, durante el banquete, de que se había acabado el vino y se lo dijo a Jesús: «No les queda vino». La respuesta de Jesús fue más bien sorprendente: «Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora». Su madre dijo entonces a los sirvientes: «Haced lo que él diga».
Jesús hace llenar las tinajas de agua y pide que lleven el agua al mayordomo. Cuando se la llevan, el agua se convierte en vino. El mayordomo lo prueba, después llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora».
Y el evangelista concluye: «Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él».
¿Cómo debemos entender la expresión «manifestó su gloria»? A un nivel superficial, podemos decir que Jesús mostró en este episodio su poder de hacer milagros, y sus discípulos creyeron en él como en un taumaturgo. Sin embargo, el evangelio de Juan hay que leerlo a un nivel más profundo. El cuarto evangelio recibe el nombre de «Evangelio espiritual» porque expresa el significado profundo de los milagros. En efecto, Juan no los llama «milagros», sino «signos». Jesús comenzó en Caná sus «signos». Se trata de signos que quieren indicar algo.
El evangelista nos habla de la «gloria» de Jesús. ¿De qué se trata? La primera lectura de la Misa de hoy nos puede dar alguna luz, haciéndonos interpretar este episodio como un milagro significativo para el proyecto de alianza querido por Dios. En Caná no se trata, por consiguiente, sólo de un milagro realizado por Jesús para sacar a una pareja de esposos de una situación embarazosa, sino de un milagro que manifiesta la intención de Dios y la misión de Jesús.
El verdadero esposo en este episodio es Jesús. Juan el Bautista le designará de hecho en el capítulo siguiente como «el esposo», cuando diga: «Quien se lleva a la novia es el novio. El amigo del novio que está escuchando se alegra de oír la voz del novio. Y en esto consiste mi gozo colmado» (Juan 3,29).
La primera lectura nos habla del proyecto de Dios de establecer una alianza con su pueblo: un proyecto bellísimo, pero que ha chocado siempre con el comportamiento negativo del pueblo.
En cierto sentido, se puede decir que las bodas estaban siendo preparadas a lo largo de toda la historia de la salvación, debían celebrarse, pero nunca pudo ser, porque siempre faltaba el vino.
¿Qué vino? No se trata del vino material, sino del vino más importante de todos: el vino del amor. Sólo si se dispone, y en abundancia, de este vino se pueden celebrar estas bodas.
El pueblo de Israel no estaba preparado para ellas. A Jerusalén se la presenta en la Biblia como una esposa abandonada, como una tierra devastada. En vez de alianza, tenemos aquí una situación de ruptura con Dios, una situación de exilio, provocado por las repetidas culpas de la esposa.
Sin embargo, Dios no renuncia a su proyecto originario y anuncia por medio del profeta Isaías su plena realización: «Ya no te llamarán abandonada, ni a tu tierra devastada; a ti te llamarán mi favorita, y a tu tierra desposada, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido».
Está claro que aquí es Dios mismo el esposo. El profeta lo confirma inmediatamente después, diciendo: «Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo».
En esto consiste el magnífico proyecto de Dios. También el profeta Jeremías, tras haber recordado la catástrofe, el exilio del pueblo judío, anuncia que Dios restablecerá a Jerusalén en su felicidad de esposa amada: «En las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, ahora desoladas, sin hombres ni ganado, todavía se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y la voz de la novia...» (Jeremías 33,10-11).
La «gloria» de Jesús consiste en ser el esposo de Jerusalén, en dar cumplimiento a la alianza entre Dios y su pueblo.
El episodio de Caná es, en este sentido, un episodio programático, manifiesta cuál es la verdadera gloria de Jesús: la del amor generoso, que hace posible las bodas entre Dios y su pueblo.
Los discípulos, que esperan la liberación de Israel, pueden comprender en Caná que Jesús es el esposo, el Mesías que viene de parte de Dios y está presente para hacer posible las bodas entre Dios y su pueblo, así como para celebrarlas.
María tiene un papel importante en estas bodas. Es ella la que con atención materna se da cuenta de las necesidades de la gente e interviene ante su hijo. Jesús le responde con un tono aparentemente desconsiderado, porque quiere tomar él mismo la iniciativa: le hace comprender a su madre que ya no es un niño sometido a ella, sino el Mesías designado por el Padre para llevar a cabo esta misión decisiva.
La segunda lectura también podemos ponerla en relación con el tema de las bodas: se trata, en efecto, del Espíritu, que distribuye sus dones (carismas).
Pablo explica a los cristianos de Corinto que «hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu». Hace, a continuación, una lista de los múltiples dones del Espíritu, y concluye con estas palabras: «El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece».
En relación con estos dones, podemos hablar también de «embriaguez del Espíritu». En efecto, los apóstoles, que recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés, parecían borrachos: la gente se preguntaba qué había pasado, por qué mostraban un entusiasmo excepcional, por qué alababan a Dios con una alegría extraordinaria (cf. Hechos 2,1-13).
Pedro toma entonces la palabra y lo primero que hace es negar que se trate de una embriaguez debida al vino: «Estos no están ebrios, como sospecháis, pues no son más que las nueve de la mañana». A continuación, les explica que es el Espíritu Santo el que llena a estas personas de alegría, de entusiasmo y de capacidades espirituales. Y precisaniente estos dones del Espíritu manifiestan que ya se ha realizado ahora la nueva alianza. Dios ha consumado con la pasión y resurrección de Jesús su proyecto de alianza, y esto se manifiesta ahora con la bajada del Espíritu Santo y con la variedad de sus dones (cf. Hechos 2,14-36).
¿De dónde viene el vino bueno del que habla el mayordomo? Juan afirma que éste no lo sabía. Y, en realidad, nadie lo sabía entonces.
Sólo se habría de saber en el momento de la pasión de Jesús. En efecto, este vino bueno viene precisamente de ella, viene de la Eucaristía, que recibe todo su valor de la pasión. En la Ultima Cena Jesús tomó la copa y dijo: «Esta es la copa de la nueva alianza, sellada con mi sangre» (Lucas 22,20; 1 Corintios 11,25).
En consecuencia, Caná anuncia el misterio de la pasión, de la resurrección de Jesús y de Pentecostés, el misterio de la nueva alianza, basada en el inmenso amor que Jesús manifiesta en su pasión, hasta derramar toda su sangre por nosotros.
La Eucaristía que recibimos nos lleva de nuevo al ambiente de Caná, al ambiente de las bodas espirituales. Debemos acoger este don con una gran alegría, con un gran entusiasmo, y reconocer que la Eucaristía tiene como efecto habitual comunicarnos los dones del Espíritu Santo.
Naturalmente, no se trata de dones espectaculares. Pablo se esfuerza, en su Primera Carta a los Corintios, en redimensionar una actitud de excesivo entusiasmo por parte de los cristianos de esa ciudad. Les explica que hay muchos dones del Espíritu, y que no todos son extraordinarios.
También el Concilio Vaticano II ha mostrado que hay carismas ordinarios muy preciosos para la vida y para el progreso de la Iglesia. Son verdaderos dones del Espíritu, que sirven para la actualización de la nueva alianza en nuestra vida, aunque no presentan ningún aspecto milagroso. Con todo, no por ello son menos preciosos.
Cada uno tiene una manifestación particular del Espíritu; hay dones del Espíritu que sirven para la unión con el Señor y para el bien de los hermanos.
Debemos ser conscientes de que vivimos en la nueva alianza, basada en la iniciativa de Jesús, llena de amor. Jesús llegó a dar su propia vida para hacer posible esta alianza.
La nueva alianza es fuente de alegría, de paz y, antes que nada, de amor efectivo. Debemos aprender a progresar cada vez más en este amor, a fin de hacer fructificar más plenamente los dones del Espíritu.
Elevación Espiritual para este día.
El corazón de María es un tesoro inmenso; su boca es su canal; sin embargo, no se abre con frecuencia: por eso es menester dilatar nuestro propio ánimo, a fin de recibir con avidez algunas palabras y considerarlas bien.
En este momento María ruega a su Hijo en como madre. Es preciso que prestemos atención a esto: desde que María dijo: «He aquí la esclava del Señor», ya no ora como esclava, sino como madre. Tenemos que contemplar los ojos de María cuando mira con humilde modestia a su amado Hijo para hacerle esta petición. Es preciso que consideremos su corazón y sus sentimientos. En esta circunstancia quiere dos cosas: la manifestación de la gloria del Hijo, y el bien y el consuelo de los convidados; dos deseos y dos voluntades dignos del amor perfecto del corazón de María. La caridad perfecta intenta procurar también los bienes temporales no por lo que son en sí, sino para el consuelo espiritual de las almas. María es omnipotencia suplicante: «No tienen vino», dice.
La segunda cosa que debemos observar es ésta: la vida de María es una vida de silencio. Cuando tenía necesidad de hablar, lo hacía con el menor número de palabras posible; también con su Hijo hablaba sólo en el silencio. La conversación de Jesús con María era absolutamente interior: sus palabras exteriores se pueden contar con los dedos de las manos. Aquí María está obligada a hablar, y lo hace empleando sólo tres palabras.
En tercer lugar, María demuestra que conoce el gran mandamiento de nuestro Señor sobre la oración; a saber: que ésta no consiste en hablar mucho. Indicando lo que era necesario, nos enseña un modo extraordinario de orar, y Jesús ha visto su deseo en su corazón y en sus ojos. He aquí una manera más que perfecta de orar:
abrir los pliegues del corazón ante nuestro dulcísimo Maestro y reposar, después, nuestro ánimo en él, abandonándonos a su gran amor y a su infinita misericordia y esperando, en una contemplación de amor, el efecto de su ternura con nosotros.
Reflexión Espiritual para el día.
No conseguiremos nunca agotar la riqueza de significados de los «signos» del evangelista Juan. En el primero de ellos se nos revela Jesús como alguien que da vino a los esposos de Caná. Las bodas necesitan alegría: « ¿Acaso pueden ayunar los invitados a la boda cuando el esposo está con ellos?», dice Jesús.
El vino está en su sitio en una fiesta de bodas, porque el vino simboliza todo lo que la vida puede tener de agradable: la amistad, el amor humano y, en general, toda la alegría que puede ofrecer la tierra, aunque con su ambigüedad Quisiéramos que este vino, que es la alegría de vivir, «el vino que alegra el corazón del hombre» no faltara nunca. Se lo deseamos a todos los esposos Pero falta en algunas ocasiones. Les faltó a los esposos de Caná: «No tienen vino». Jesús hubiera podido responder: si no tienen, que lo compren. El hecho es que el vino es la alegría de vivir, algo que no se puede comprar ni fabricar, y es difícil estar sin ella. Y este vino, del que los esposos tienen necesidad, pero que nunca podrían darse a sí mismos, este vino —decíamos— lo «crea» Jesús del agua, porque se trata de un vino nuevo.
Juan quiere decirnos que el vino nuevo es bueno, nunca probado hasta entonces: es Jesús mismo. El vino se muestra significativo como don de Jesús: está al final, es bueno, es abundante. Es signo del tiempo de la salvación. El vino es así «la sangre derramada» de Cristo por nosotros, es el sino de la caridad, de la entrega de sí, algo tan importante para poder vivir como cristianos. El vino de las bodas de Caná, ese esperado vino bueno, es el don de la caridad de Cristo, el signo de la alegría que trae la venida del Mesías Las fiestas de los hombres acaban de esa forma que tan bien describe el maestresala: la tristeza del lunes. Jesús, en cambio, es «el sábado sin noche», como decía san Agustín: cuando pensamos que la fiesta se acaba —“No tienen vino”—, aparece el vino bueno, conservado hasta ese momento, el vino nuevo jamás probado antes.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Is 62,1-5. Aquila y Prisca.
En aquella fiesta aldeana cuyos protagonistas son una pareja anónima de esposos, y que se narra en el evangelio de Juan (2,1-12), leído en este domingo, está la historia de tantas parejas cristianas que en su ciudad o en su pueblo, muy lejanos de Caná de Galilea, han consagrado su amor con la presencia santificante de Cristo. De esa inmensa muchedumbre de esposos cristianos queremos destacar dos figuras neotestamentarias, Aquila y Prisca (o Priscila), que aparecen a intervalos en las páginas del epistolario paulino (Cartas a los romanos, a los corintios y a Timoteo) y en las de los Hechos de los Apóstoles (capítulo 18).
El nombre del marido era latino, Áquila, en griego Akilas, pero era un hebreo natural del Ponto (región de la actual Turquía). Había emigrado a Roma desde ese territorio y allí se había casado con Prisca, llamada con el diminutivo de Priscila, nombre también romano. Cuando el emperador romano Claudio (4 1-50 d.C.) expulsó de Roma mediante un edicto a los hebreos que residían allí, también estos dos, que se habían convertido al cristianismo, tuvieron que dejar la capital y refugiarse en Corinto, en Grecia. Aquí encontrarán a Pablo y, como escribe Lucas en los Hechos de los Apóstoles, «Pablo se relacionó con ellos y como eran del mismo oficio, se quedó trabajando en su casa; se dedicaban a fabricar tiendas de campaña» (18,3).
Esta amistad con el Apóstol continuó también hasta cuando él se trasladó a Éfeso, en el actual litoral de Turquía. Ellos le siguieron y le ayudaron en su actividad misionera, dedicándose a la formación, «con mayor exactitud», de un convertido de nombre Apolo, que después sería un aplaudido predicador cristiano (18,26). Ellos estaban todavía con Pablo cuando él escribió desde Éfeso la primera Carta a los corintios. Al final de aquel texto se lee: «Os mandan muchos saludos Aquila y Prisca, con la iglesia que se reúne en su casa». Es sugestiva la mención de su casa, en la que se encontraban los cristianos para escuchar la palabra de Dios y para celebrar la eucaristía, transformando así aquella vivienda en una «iglesia doméstica», como sucedía en los primeros años del cristianismo.
Cuando cesó el interdicto de Claudio, Aquila y Prisca regresaron a Roma y entonces Pablo —escribiendo desde Corinto a los cristianos de la capital la famosa Carta que es también su obra maestra teológica— no duda en recordar a sus amigos, tejiendo una alabanza y un agradecimiento por su amor hacia él, un amor que le había salvado la vida durante un tumulto que estalló en Éfeso, cuando vivían todavía juntos: «Saludad a Prisca y a Aquila, mis colaboradores en la obra de Cristo Jesús, los cuales, por salvarme a mí, se jugaron la vida; no sólo yo les estoy agradecido» (Rom 16,3-4), Escribiendo también por segunda vez al discípulo y colaborador Timoteo, Pablo no vacilará en mencionar a esta pareja de esposos (2Tim 4,19: «Saludad a Prisca y a Aquila»), un verdadero modelo de cónyuges cristianos comprometidos en dar testimonio del Evangelio con la sencillez de su vida y la intensidad de su amor.
Estamos en tiempos del edicto de Ciro. En él se concede a los exiliados judíos la vuelta a su patria y la reconstrucción de la ciudad de Jerusalén (538 a. de C.). El texto recoge la visión del profeta sobre la ciudad santa, envuelta por el amor de Dios. Está descrita con una terminología tomada de una fiesta de bodas. Se trata de un anuncio salvífico de consolación y de esperanza: Dios es fiel, perdona y vuelve a acoger a su pueblo, aun cuando sea pecador y se haya alejado del pacto de la alianza.
El encuentro del Señor con Jerusalén es «liberación», esto es, signo de la acción salvífica de Dios; es «gloria», signo de su presencia amorosa en medio de su pueblo; es «salvación)’, puesto que Dios se ha acordado del «resto de Israel» y ha manifestado la fidelidad de su amor (cf. Os 2,15-25).
El pasaje de Isaías tiene cierta sintonía con el evangelio (Jn 2,1-12). Primero viene el motivo de la alianza, descrita con la imagen de unos esponsales: «Serás corona espléndida en manos del Señor, corona real en la palma de tu Dios» (v. 3); a continuación está el motivo de la gloria: «Los pueblos verán tu liberación y los reyes tu gloria» (v. 2). Estos dos motivos, presentes asimismo en el texto de Juan, los aplica la liturgia a Cristo.
Comentario del Salmo 95
Este salmo pertenece a la familia de los himnos: tiene muchas semejanzas con los himnos de alabanza, pero se considera un salmo de la realeza del Señor por incluir la expresión «¡El Señor es Rey!». Esta constituye el eje de todo el salmo. Por eso tiene tantas invitaciones a la alabanza.
Este salmo está organizado en tres partes: 1-6; 7-10; 11-13. La primera (1-6) presenta una serie de invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar. Se dirigen a la «tierra entera», pero esta expresión se refiere, sin duda, a la tierra de Israel. El destinatario de todas estas invitaciones es, pues, el pueblo de Dios. Este salmo invita a cantar al Señor un cántico nuevo. En qué ha de consistir esta «novedad» se nos indica en la segunda parte: se trata de la realeza universal de Dios. Después de las invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar a todos los pueblos, se presenta el primero de los motivos, introducido por un «porque...». El Señor está por encima de todos los dioses. Se hace una crítica devastadora de las divinidades de las naciones: son pura apariencia, mientras que el Señor ha creado el cielo, y podrá celebrarlo. Aparece una especie de procesión simbólica en honor del Señor: precediéndolo, marchan Majestad y Esplendor y, en el templo de Jerusalén, Fuerza y Belleza están ya montando guardia. En la tercera parte se dice que el Señor viene para gobernar la tierra. El salino se limita a mostrar el inicio de esta solemne procesión de venida...
La segunda parte también presenta diversas invitaciones: a aclamar, a entrar en los atrios del templo llevando ofrendas para adorar. La tierra, a la que en la primera parte se invita a cantar, debe ahora temblar en la presencia del Señor. Estos imperativos se dirigen a las familias de los pueblos, esto es, se trata de una invitación internacional que tiene por objeto que las naciones proclamen en todas partes la gran novedad del salmo (el «porque...» de la segunda parte): «i El Señor es Rey!». Se indican las consecuencias del gobierno del Señor: el mundo no vacilará nunca; el salmo señala también la principal característica del gobierno de Dios: la rectitud con que rige a todos los pueblos.
En la tercera parte (11-13) aparecen nuevamente las invitaciones o deseos de que suceda algo. Ahora se invita a hacer fiesta, con alegría, al cielo, a la tierra, al mar (dimensión vertical), a los campos y los árboles del bosque (dimensión horizontal) con todo lo que contienen toda la creación está llamada a aclamar y celebrar: el cielo tiene que alegrarse; la tierra, que ya ha sido invitada a cantar y a temblar, ahora tiene que exultar; el mar tiene que retumbar, pero no con amenazas ni infundiendo terror, sino corno expresión de la fiesta, junto con todas sus criaturas; los campos, con todo lo que en ellos existe, están llamados a aclamar, y los bosques frondosos gritarán de alegría ante el Señor. A continuación viene el «porque...» de la tercera parte: el Señor viene para gobernar la tierra y el mundo. Se indican dos nuevas características del gobierno del Señor: la justicia y la fidelidad.
Este salmo expresa la superación de un conflicto religioso entre las naciones. El Señor se ha convertido en el Dios de los pueblos, en rey universal, creador de todas las cosas, es aquel que gobierna a los pueblos con rectitud, con justicia y fidelidad. La superación del conflicto se describe de este modo: «Porque el Señor es grande y digno de alabanza, más terrible que todos los dioses! Pues los dioses de los pueblos son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo».
El salmo no oculta la alegría que causa la realeza universal de Dios. Basta fijarse en el ambiente de fiesta y en los destinatarios de cada una de sus planes: Israel, las familias de los pueblos, toda la creación. Todo está orientado hacia el centro: la declaración de que el Señor es Rey de todo y de todos. Israel proclama, las naciones traen ofrendas, la naturaleza exulta. En el texto hebreo, la palabra «todos» aparece siete veces. Es un detalle más que viene a confirmar lo que estamos diciendo. El ambiente de este salmo es de pura alegría, fiesta, danza, canto. La razón es la siguiente: el Señor Rey viene para gobernar la tierra con rectitud, con justicia y con fidelidad. El mundo entero está invitado a celebrar este acontecimiento maravilloso.
El tema de la realeza universal del Señor es propio del período posexílico (a partir del 538 a.C.), cuando ya no había reyes que gobernaran al pueblo de Dios, Podemos, pues, percibir aquí una ligera crítica al sistema de los reyes, causante de la desgracia del pueblo (exilio en Babilonia).
El salmo insiste en el nombre del Señor, que merece un cántico nuevo, ¿Por qué? Porque es el creador, el liberador (las «maravillas» del v. 3b recuerdan la salida de Egipto) y, sobre todo, porque es el Rey universal. En tres ocasiones se habla de su gobierno, y tres son las características de su administración universal: la rectitud, la justicia y la fidelidad. Podemos afirmar que se trata del Dios aliado de la humanidad, soberano del universo y de la historia. Esto es lo que debe proclamar Israel, poniendo al descubierto a cuantos pretendan ocupar el lugar de Dios; se invita a las naciones a adorarlo y dar testimonio de él; la creación entera está invitada a celebrar una gran fiesta (11-12).
Como ya hemos visto a propósito de otros salmos de este mismo tipo, el tema de la realeza de Jesús está presente en todos los evangelios. Mateo nos muestra cómo Jesús practica una nueva justicia para todos; esta nueva justicia inaugura el reinado de Dios en la historia, Los contactos de Jesús con los no judíos ponen de manifiesto que su Reino no tiene fronteras y que su proyecto consiste en un mundo lleno de justicia y de vida para todos (Jn 10,10).
Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 12,4-11
La Iglesia de Corinto era una comunidad vivaz y carismática, pero la acechaban dos peligros: el de hacerse la ilusión de que la presencia del Espíritu era suficiente para garantizar la fidelidad a la tradición, la corrección moral, la unión comunitaria; y el de sobrevalorar, de una manera indebida, algunos carismas —como el de las lenguas— a costa de otros —como los carismas del servicio—. Pablo, al intervenir en esta situación, comunica a la comunidad de Corinto una afirmación fundamental, válida para todas las comunidades cristianas: la variedad de los dones procede del Espíritu. Este es rico y no puede manifestarse de un solo modo.
A renglón seguido realiza una segunda afirmación fundamental. La variedad de los dones, para que sea signo del Espíritu, debe cumplir una condición: la edificación común. Detrás de la variedad del don de cada uno está la caridad, el carisma mejor y común. Sólo con esta condición se puede hablar de la presencia del Espíritu en la comunidad. La caridad es capacidad de colaboración entre creyentes, es amor a Cristo, antes que entre nosotros, y conduce a acuerdos dinámicos, de conversión, y no simplemente estáticos, de sistematización.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 2,1-12
El gesto realizado por Jesús en Caná es una manifestación mesiánica, una epifanía en la que el mismo Jesús se manifiesta, a diferencia del bautismo en el Jordán, donde es el Padre quien revela el significado profundo de Cristo. El episodio tiene una gran importancia en Juan, porque es el primero y el modelo de todos los “signos”, el que encierra el sentido de los distintos gestos de Jesús. El doble significado del “signo” está indicado al final del relato: revela la gloria de Cristo y conduce a la fe (v. 1 1).
Algunos detalles de la manifestación de Jesús en Caná, como la abundancia del vino, su óptima calidad y el hecho de que sustituye al agua preparada para las abluciones rituales, son rasgos mesiánicos que sacan a la luz a Jesús como Mesías, que inaugura la nueva alianza y la nueva ley. También el marco de la fiesta nupcial, en el que tiene lugar el milagro, pone de manifiesto a Jesús como esposo mesiánico, que celebra las bodas mesiánicas con la Iglesia, su esposa, simbolizada por María, la mujer de la verdadera fe.
Estas bodas mesiánicas, por otra parte, tienden absolutamente hacia la «hora» de la cruz y la resurrección. Desde esta perspectiva es como se comprende la naturaleza de la «gloria» que se manifiesta en Caná. Para Juan, es en la cruz donde se manifiesta la gloria. Esta última no es otra cosa que el esplendor y el poder del amor de Dios, que se entrega. En consecuencia, para el discípulo, abandonarse a Jesús significa abandonarse a la lógica del amor hasta sus consecuencias más radicales, como la fe de María, que acepta la aparente negativa y se deja llevar hacia una expectativa superior.
Todos los textos de hoy nos hablan de la extraordinaria novedad que nos ha traído Jesús con su presencia y su acción mesiánica. En el «signo» de Caná nos entrega el mejor vino e inaugura, de manera simbólica, los tiempos nuevos queridos por Dios y anunciados por los profetas (cf. Is 62,1-5). La gran novedad que ha traído Jesús al mundo, tal como atestiguan los evangelios, es la entrega de su Espíritu, del que cada uno tiene una manifestación en la comunidad para el servicio del bien común, como nos recuerda Pablo. El Espíritu de Jesús es la fuente viva del amor filial a Dios y del amor fraterno a los otros. Y este amor es la antítesis del egoísmo que nos encierra en nosotros mismos y nos lleva a considerarnos el centro del universo. Esta es la convicción evangélica confirmada por la experiencia: sin el Espíritu que nos comunica Jesús somos incapaces de salir de nosotros mismos y de abrirnos a Dios y a los otros. En consecuencia, somos viejos, en el sentido evangélico del término, y permanecemos anclados en el pecado y en la muerte. Como nos recuerda la Gaudium et spes, el que nos hace «nuevos» —es decir, capaces de amar de una manera desinteresada a los otros— es el Espíritu que Dios infunde, por medio de Cristo resucitado, en el corazón de cada hombre de buena voluntad (GS 22 y 38). El nos hace nuevos en el corazón, el centro más profundo de nuestro ser, cumpliendo así las antiguas profecías (cf. Ez 11,19; 36,26).
Jesús decía a los fariseos que el vino nuevo debe ponerse «en odres nuevos» (cf. Mt 9,17; Mc 2,22; Lc 3,37ss), porque sólo éstos pueden contenerlo. Debemos preguntarnos hasta qué punto somos nosotros, efectivamente, “odres nuevos”, capaces de ofrecer espacio al «vino nuevo» del Espíritu que él nos ofrece. Es probable que volvamos a recaer más de una vez en el viejo régimen del egoísmo y que nuestros corazones alberguen actitudes y modos de sentir que no pertenecen al Reino de la novedad querida por Dios. A nosotros nos corresponde pedir insistentemente al Padre el Espíritu que nos renueva (Lc 11,13).
Comentario del Santo Evangelio: Jn 2, 1-11, para nuestros Mayores. Plenitud de gozo.
En un banquete de bodas transforma Jesús unos seiscientos litros de agua en vino de la mejor calidad. Una fiesta de bodas duraba en Israel toda una semana. Se veía acompañada de música y de juerga, de bailes y de cantos. Eran proverbiales el júbilo y el gozo, el buen humor y la alegría. Como en toda fiesta, no podía faltar el vino, «que alegra el corazón de los hombres» (Sal 104,15; Jue 9,13). Como la «fiesta de bodas», también el «vino» es sinónimo de alegría. El esposo debe procurar que sus invitados tengan vino suficiente (cf. 2,9-10). En la fiesta a la que Jesús acude llega a faltar el vino, de tal forma que corre el riesgo de naufragar. El gozo se transformará pronto en animosidad y bochorno. Quien no puede ofrecer vino suficiente a sus invitados, tiene que suspender de inmediato los festejos (cf. Lc 14,29-30). Jesús salva aquella fiesta. Procura vino del mejor en gran cantidad, de modo que todos pueden continuar el banquete con alegría. Sobre el significado de su acción, el evangelista dice estas palabras: «Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él» (2,11). Lo que Jesús hace es considerado como «signo», definido expresamente como el primero y, por tanto, al comienzo de una serie de acciones semejantes. Un signo no tiene significado en sí mismo —una señal de circulación no está allí por sí misma—; el signo apunta a algo distinto y debe conducir a ello. Quien se queda sólo en el signo, pierde su significado. Jesús no cumple estas acciones como fin en sí mismas, sin que a través de ellas permite reconocer su propia gloria, es decir, aquello que le distingue en lo más profundo de su ser (cf. 1,14). Su objetivo es alcanzado en los discípulos que ha llamado y que le siguen. Les hace ver con claridad quién es el que tienen ante sí y ellos creen en él.
A la transformación del agua en vino siguen en Juan otros seis signos: la curación de un niño gravemente enfermo, mencionada expresamente como segundo signo (4,43-54); la curación de un paralítico (5,1-9); la multiplicación milagrosa de alimento para cinco mil hombres (6,1-15); el caminar sobre el agua (6,16-2 1); la curación de un ciego (9,1-12) y la resurrección de Lázaro (11,1-44). El evangelista no habla del número «siete», pero recordará que «Jesús hizo otros muchos signos en presencia de sus discípulos» (20,30). Con los siete signos anotados él quiere representar ejemplarmente la plenitud y la multiplicidad de las obras llevadas a cabo por Jesús para socorrer y para revelarse. Se trata siempre de situaciones de necesidad a las que Jesús pone remedio, y su obrar da siempre más vida: una vida más abundante, más rica y más gozosa. El ha venido efectivamente «para que los hombres tengan la vida y la tengan en abundancia» (10,10). Jesús salva la fiesta cuando los participantes no habían observado todavía que ella estaba en peligro; cura a los enfermos graves y crónicos; procura alimento a una gran muchedumbre y en un lugar donde no había pan; alcanza a sus discípulos amenazados por una tempestad sobre el lago; llama de nuevo a la vida a Lázaro, que había muerto. Jesús da siempre más vida y, consiguientemente, más gozo; siempre revela que él es el Cristo, el Hijo de Dios, y que el que cree en él tiene la vida en su nombre (cf. 20,31).
Jesús cumple su primer signo en una fiesta y a favor de una fiesta, que está toda ella bajo el sello de la vida y la alegría: la alegría de los recién casados, la alegría de toda la familia, la esperanza de una nueva vida que derivará de esta unión y que garantizará la continuidad de la familia. ¡Qué grande, pero también que frágil e insegura, es esta alegría! La pareja de recién casados, que, como pocas veces en la vida, está en el centro de una afectuosa atención, puede convertirse de repente en objeto de mofa. Se ha acabado el vino; la fiesta corre peligro. Quizá se trata de gente pobre que tiene que cargar con el peso de demasiados invitados y de una fiesta excesiva.
Aquí entra en escena la madre de Jesús. Juan no la llama nunca por su nombre «María». Si no tuviéramos más que el cuarto Evangelio, no conoceríamos el nombre de esta mujer. Juan la llama siempre «la madre de Jesús», poniendo de relieve que lo que la caracteriza de modo particular es esta vinculación suya con Jesús: le ha dado a luz, ha prestado toda su solicitud maternal al niño que crecía. Hasta ahora, Jesús ha transcurrido su vida en familia, junto a ella. Con su comportamiento, María se revela como una mujer atenta y prudente: tiene los ojos abiertos y observa la falta del vino. Comunica a Jesús cuanto ha observado, pero no hace ninguna petición. Deja que sea él quien haga lo que crea conveniente, pero confía en que él puede encontrar un remedio. No toma como un rechazo la primera reacción de Jesús, sino que remite los criados a él, sin ordenar tampoco esta vez aquello que ha de hacer. Se dirige a Jesús y remite a él, dejando en sus manos cualquier decisión. Así da ocasión al primer signo de Jesús. Con él comienza Jesús su vida pública y se revela por vez primera a sus discípulos. Durante toda la vida pública de Jesús, María no aparecerá más. Pero estará presente al final, tal como lo ha estado al principio. Estará junto a la cruz de Jesús y, en aquella ocasión, será Jesús quien se dirija a ella. Su último acto de amor será indicarle que en el discípulo tiene a su propio hijo (19,25-27).
La respuesta de Jesús «¿Qué quieres de mí, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (2,4) — no ha de entenderse como una descortesía por su parte. Pone de manifiesto la ley a la que responde todo lo que Jesús hace. Siempre, cuando se le dirigen peticiones, él toma sus distancias, aunque después acceda a ellas y las atienda (cf. 4,47-48; 11,1-6; Mc 7,24-30). Jesús no es alguien que socorra a petición. Necesidades humanas e intervención de Jesús no van a la par. La verdadera ley a la que responde lo que Jesús realiza es la voluntad del Padre, que establece para él la hora de su obrar. Con su respuesta, Jesús manifiesta que no puede dejarse guiar simplemente por las necesidades humanas, sino que ha de seguir la voluntad del Padre. Pone en juego a Dios. Si después él proporciona efectivamente la ayuda requerida, no lo hace sólo por una atención humana en relación con su madre y con los invitados al banquete, sino para cumplir la voluntad de Dios. Este inicio de los signos de Jesús lleva el sello de Dios.
Jesús hace lo que el esposo no ha hecho: da buen vino y en abundancia; se preocupa por el gozo y salva la fiesta. Su obrar es entendido como un signo. El no ahorrará a los hombres la preocupación por el vino en sus fiestas terrenas, como tampoco proveerá después del pan terreno (cf. 6,26-27). Ha venido, por el contrario, a preparar su gran fiesta, a darles la plenitud del gozo que perdura y que encuentra cumplimiento en el banquete celestial (cf. Mt 22,1-14). Con él ha llegado el Esposo y ha comenzado la fiesta. El tiempo de su presencia sobre la tierra es ya tiempo de gozo (cf. Jn 3,28-30; Mc 2,19-20). Jesús transforma el agua de las abluciones en buen vino; trae el vino nuevo (Mc 2,22); supera todo cuanto Dios ha dado hasta ahora a su pueblo. El último don de Dios es comunión gozosa, júbilo inagotable, vida que no pasa. El hecho de que Jesús dé el vino en esta fiesta de bodas es un signo de todo esto. Él se revela así como aquel que ha venido a traer fiesta, gozo y vida. Los discípulos reconocen con fe que Jesús está sobre la tierra para esto y que esto sólo puede encontrarse en él. Este gozo no lo puede dar el vino, sino que proviene sólo de Jesús. Es el gozo de la vida con él y de la comunión con él. Es el gozo que se otorga a todo el que se une a él y cree en él.
Al inicio de la actividad de Jesús, Mateo refiere el discurso de la montaña, que comienza con las ocho bienaventuranzas (5,3-10). Juan presenta sobre todo el don del vino bueno. Ambos evangelistas subrayan desde el principio que Jesús trae la plenitud del gozo. Este es el inicio de los signos de Jesús (2,11); este es el contenido y el objetivo de todo su obrar.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 2,1-12, de Joven para Joven. Una boda en Caná de Galilea.
El evangelio que hemos escuchado es muy sugestivo. Se trata de un episodio agradable, vemos a Jesús realizando un milagro para hacer posible una fiesta de bodas, y, por otra parte, se trata de un episodio programático, dotado de un sentido profundo.
Se celebraba una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba invitada. Tal vez a través de ella invitaron también a Jesús y a sus discípulos. María se dio cuenta, durante el banquete, de que se había acabado el vino y se lo dijo a Jesús: «No les queda vino». La respuesta de Jesús fue más bien sorprendente: «Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora». Su madre dijo entonces a los sirvientes: «Haced lo que él diga».
Jesús hace llenar las tinajas de agua y pide que lleven el agua al mayordomo. Cuando se la llevan, el agua se convierte en vino. El mayordomo lo prueba, después llama al esposo y le dice: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora».
Y el evangelista concluye: «Así, en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él».
¿Cómo debemos entender la expresión «manifestó su gloria»? A un nivel superficial, podemos decir que Jesús mostró en este episodio su poder de hacer milagros, y sus discípulos creyeron en él como en un taumaturgo. Sin embargo, el evangelio de Juan hay que leerlo a un nivel más profundo. El cuarto evangelio recibe el nombre de «Evangelio espiritual» porque expresa el significado profundo de los milagros. En efecto, Juan no los llama «milagros», sino «signos». Jesús comenzó en Caná sus «signos». Se trata de signos que quieren indicar algo.
El evangelista nos habla de la «gloria» de Jesús. ¿De qué se trata? La primera lectura de la Misa de hoy nos puede dar alguna luz, haciéndonos interpretar este episodio como un milagro significativo para el proyecto de alianza querido por Dios. En Caná no se trata, por consiguiente, sólo de un milagro realizado por Jesús para sacar a una pareja de esposos de una situación embarazosa, sino de un milagro que manifiesta la intención de Dios y la misión de Jesús.
El verdadero esposo en este episodio es Jesús. Juan el Bautista le designará de hecho en el capítulo siguiente como «el esposo», cuando diga: «Quien se lleva a la novia es el novio. El amigo del novio que está escuchando se alegra de oír la voz del novio. Y en esto consiste mi gozo colmado» (Juan 3,29).
La primera lectura nos habla del proyecto de Dios de establecer una alianza con su pueblo: un proyecto bellísimo, pero que ha chocado siempre con el comportamiento negativo del pueblo.
En cierto sentido, se puede decir que las bodas estaban siendo preparadas a lo largo de toda la historia de la salvación, debían celebrarse, pero nunca pudo ser, porque siempre faltaba el vino.
¿Qué vino? No se trata del vino material, sino del vino más importante de todos: el vino del amor. Sólo si se dispone, y en abundancia, de este vino se pueden celebrar estas bodas.
El pueblo de Israel no estaba preparado para ellas. A Jerusalén se la presenta en la Biblia como una esposa abandonada, como una tierra devastada. En vez de alianza, tenemos aquí una situación de ruptura con Dios, una situación de exilio, provocado por las repetidas culpas de la esposa.
Sin embargo, Dios no renuncia a su proyecto originario y anuncia por medio del profeta Isaías su plena realización: «Ya no te llamarán abandonada, ni a tu tierra devastada; a ti te llamarán mi favorita, y a tu tierra desposada, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido».
Está claro que aquí es Dios mismo el esposo. El profeta lo confirma inmediatamente después, diciendo: «Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo».
En esto consiste el magnífico proyecto de Dios. También el profeta Jeremías, tras haber recordado la catástrofe, el exilio del pueblo judío, anuncia que Dios restablecerá a Jerusalén en su felicidad de esposa amada: «En las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén, ahora desoladas, sin hombres ni ganado, todavía se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y la voz de la novia...» (Jeremías 33,10-11).
La «gloria» de Jesús consiste en ser el esposo de Jerusalén, en dar cumplimiento a la alianza entre Dios y su pueblo.
El episodio de Caná es, en este sentido, un episodio programático, manifiesta cuál es la verdadera gloria de Jesús: la del amor generoso, que hace posible las bodas entre Dios y su pueblo.
Los discípulos, que esperan la liberación de Israel, pueden comprender en Caná que Jesús es el esposo, el Mesías que viene de parte de Dios y está presente para hacer posible las bodas entre Dios y su pueblo, así como para celebrarlas.
María tiene un papel importante en estas bodas. Es ella la que con atención materna se da cuenta de las necesidades de la gente e interviene ante su hijo. Jesús le responde con un tono aparentemente desconsiderado, porque quiere tomar él mismo la iniciativa: le hace comprender a su madre que ya no es un niño sometido a ella, sino el Mesías designado por el Padre para llevar a cabo esta misión decisiva.
La segunda lectura también podemos ponerla en relación con el tema de las bodas: se trata, en efecto, del Espíritu, que distribuye sus dones (carismas).
Pablo explica a los cristianos de Corinto que «hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu». Hace, a continuación, una lista de los múltiples dones del Espíritu, y concluye con estas palabras: «El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece».
En relación con estos dones, podemos hablar también de «embriaguez del Espíritu». En efecto, los apóstoles, que recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés, parecían borrachos: la gente se preguntaba qué había pasado, por qué mostraban un entusiasmo excepcional, por qué alababan a Dios con una alegría extraordinaria (cf. Hechos 2,1-13).
Pedro toma entonces la palabra y lo primero que hace es negar que se trate de una embriaguez debida al vino: «Estos no están ebrios, como sospecháis, pues no son más que las nueve de la mañana». A continuación, les explica que es el Espíritu Santo el que llena a estas personas de alegría, de entusiasmo y de capacidades espirituales. Y precisaniente estos dones del Espíritu manifiestan que ya se ha realizado ahora la nueva alianza. Dios ha consumado con la pasión y resurrección de Jesús su proyecto de alianza, y esto se manifiesta ahora con la bajada del Espíritu Santo y con la variedad de sus dones (cf. Hechos 2,14-36).
¿De dónde viene el vino bueno del que habla el mayordomo? Juan afirma que éste no lo sabía. Y, en realidad, nadie lo sabía entonces.
Sólo se habría de saber en el momento de la pasión de Jesús. En efecto, este vino bueno viene precisamente de ella, viene de la Eucaristía, que recibe todo su valor de la pasión. En la Ultima Cena Jesús tomó la copa y dijo: «Esta es la copa de la nueva alianza, sellada con mi sangre» (Lucas 22,20; 1 Corintios 11,25).
En consecuencia, Caná anuncia el misterio de la pasión, de la resurrección de Jesús y de Pentecostés, el misterio de la nueva alianza, basada en el inmenso amor que Jesús manifiesta en su pasión, hasta derramar toda su sangre por nosotros.
La Eucaristía que recibimos nos lleva de nuevo al ambiente de Caná, al ambiente de las bodas espirituales. Debemos acoger este don con una gran alegría, con un gran entusiasmo, y reconocer que la Eucaristía tiene como efecto habitual comunicarnos los dones del Espíritu Santo.
Naturalmente, no se trata de dones espectaculares. Pablo se esfuerza, en su Primera Carta a los Corintios, en redimensionar una actitud de excesivo entusiasmo por parte de los cristianos de esa ciudad. Les explica que hay muchos dones del Espíritu, y que no todos son extraordinarios.
También el Concilio Vaticano II ha mostrado que hay carismas ordinarios muy preciosos para la vida y para el progreso de la Iglesia. Son verdaderos dones del Espíritu, que sirven para la actualización de la nueva alianza en nuestra vida, aunque no presentan ningún aspecto milagroso. Con todo, no por ello son menos preciosos.
Cada uno tiene una manifestación particular del Espíritu; hay dones del Espíritu que sirven para la unión con el Señor y para el bien de los hermanos.
Debemos ser conscientes de que vivimos en la nueva alianza, basada en la iniciativa de Jesús, llena de amor. Jesús llegó a dar su propia vida para hacer posible esta alianza.
La nueva alianza es fuente de alegría, de paz y, antes que nada, de amor efectivo. Debemos aprender a progresar cada vez más en este amor, a fin de hacer fructificar más plenamente los dones del Espíritu.
Elevación Espiritual para este día.
El corazón de María es un tesoro inmenso; su boca es su canal; sin embargo, no se abre con frecuencia: por eso es menester dilatar nuestro propio ánimo, a fin de recibir con avidez algunas palabras y considerarlas bien.
En este momento María ruega a su Hijo en como madre. Es preciso que prestemos atención a esto: desde que María dijo: «He aquí la esclava del Señor», ya no ora como esclava, sino como madre. Tenemos que contemplar los ojos de María cuando mira con humilde modestia a su amado Hijo para hacerle esta petición. Es preciso que consideremos su corazón y sus sentimientos. En esta circunstancia quiere dos cosas: la manifestación de la gloria del Hijo, y el bien y el consuelo de los convidados; dos deseos y dos voluntades dignos del amor perfecto del corazón de María. La caridad perfecta intenta procurar también los bienes temporales no por lo que son en sí, sino para el consuelo espiritual de las almas. María es omnipotencia suplicante: «No tienen vino», dice.
La segunda cosa que debemos observar es ésta: la vida de María es una vida de silencio. Cuando tenía necesidad de hablar, lo hacía con el menor número de palabras posible; también con su Hijo hablaba sólo en el silencio. La conversación de Jesús con María era absolutamente interior: sus palabras exteriores se pueden contar con los dedos de las manos. Aquí María está obligada a hablar, y lo hace empleando sólo tres palabras.
En tercer lugar, María demuestra que conoce el gran mandamiento de nuestro Señor sobre la oración; a saber: que ésta no consiste en hablar mucho. Indicando lo que era necesario, nos enseña un modo extraordinario de orar, y Jesús ha visto su deseo en su corazón y en sus ojos. He aquí una manera más que perfecta de orar:
abrir los pliegues del corazón ante nuestro dulcísimo Maestro y reposar, después, nuestro ánimo en él, abandonándonos a su gran amor y a su infinita misericordia y esperando, en una contemplación de amor, el efecto de su ternura con nosotros.
Reflexión Espiritual para el día.
No conseguiremos nunca agotar la riqueza de significados de los «signos» del evangelista Juan. En el primero de ellos se nos revela Jesús como alguien que da vino a los esposos de Caná. Las bodas necesitan alegría: « ¿Acaso pueden ayunar los invitados a la boda cuando el esposo está con ellos?», dice Jesús.
El vino está en su sitio en una fiesta de bodas, porque el vino simboliza todo lo que la vida puede tener de agradable: la amistad, el amor humano y, en general, toda la alegría que puede ofrecer la tierra, aunque con su ambigüedad Quisiéramos que este vino, que es la alegría de vivir, «el vino que alegra el corazón del hombre» no faltara nunca. Se lo deseamos a todos los esposos Pero falta en algunas ocasiones. Les faltó a los esposos de Caná: «No tienen vino». Jesús hubiera podido responder: si no tienen, que lo compren. El hecho es que el vino es la alegría de vivir, algo que no se puede comprar ni fabricar, y es difícil estar sin ella. Y este vino, del que los esposos tienen necesidad, pero que nunca podrían darse a sí mismos, este vino —decíamos— lo «crea» Jesús del agua, porque se trata de un vino nuevo.
Juan quiere decirnos que el vino nuevo es bueno, nunca probado hasta entonces: es Jesús mismo. El vino se muestra significativo como don de Jesús: está al final, es bueno, es abundante. Es signo del tiempo de la salvación. El vino es así «la sangre derramada» de Cristo por nosotros, es el sino de la caridad, de la entrega de sí, algo tan importante para poder vivir como cristianos. El vino de las bodas de Caná, ese esperado vino bueno, es el don de la caridad de Cristo, el signo de la alegría que trae la venida del Mesías Las fiestas de los hombres acaban de esa forma que tan bien describe el maestresala: la tristeza del lunes. Jesús, en cambio, es «el sábado sin noche», como decía san Agustín: cuando pensamos que la fiesta se acaba —“No tienen vino”—, aparece el vino bueno, conservado hasta ese momento, el vino nuevo jamás probado antes.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Is 62,1-5. Aquila y Prisca.
En aquella fiesta aldeana cuyos protagonistas son una pareja anónima de esposos, y que se narra en el evangelio de Juan (2,1-12), leído en este domingo, está la historia de tantas parejas cristianas que en su ciudad o en su pueblo, muy lejanos de Caná de Galilea, han consagrado su amor con la presencia santificante de Cristo. De esa inmensa muchedumbre de esposos cristianos queremos destacar dos figuras neotestamentarias, Aquila y Prisca (o Priscila), que aparecen a intervalos en las páginas del epistolario paulino (Cartas a los romanos, a los corintios y a Timoteo) y en las de los Hechos de los Apóstoles (capítulo 18).
El nombre del marido era latino, Áquila, en griego Akilas, pero era un hebreo natural del Ponto (región de la actual Turquía). Había emigrado a Roma desde ese territorio y allí se había casado con Prisca, llamada con el diminutivo de Priscila, nombre también romano. Cuando el emperador romano Claudio (4 1-50 d.C.) expulsó de Roma mediante un edicto a los hebreos que residían allí, también estos dos, que se habían convertido al cristianismo, tuvieron que dejar la capital y refugiarse en Corinto, en Grecia. Aquí encontrarán a Pablo y, como escribe Lucas en los Hechos de los Apóstoles, «Pablo se relacionó con ellos y como eran del mismo oficio, se quedó trabajando en su casa; se dedicaban a fabricar tiendas de campaña» (18,3).
Esta amistad con el Apóstol continuó también hasta cuando él se trasladó a Éfeso, en el actual litoral de Turquía. Ellos le siguieron y le ayudaron en su actividad misionera, dedicándose a la formación, «con mayor exactitud», de un convertido de nombre Apolo, que después sería un aplaudido predicador cristiano (18,26). Ellos estaban todavía con Pablo cuando él escribió desde Éfeso la primera Carta a los corintios. Al final de aquel texto se lee: «Os mandan muchos saludos Aquila y Prisca, con la iglesia que se reúne en su casa». Es sugestiva la mención de su casa, en la que se encontraban los cristianos para escuchar la palabra de Dios y para celebrar la eucaristía, transformando así aquella vivienda en una «iglesia doméstica», como sucedía en los primeros años del cristianismo.
Cuando cesó el interdicto de Claudio, Aquila y Prisca regresaron a Roma y entonces Pablo —escribiendo desde Corinto a los cristianos de la capital la famosa Carta que es también su obra maestra teológica— no duda en recordar a sus amigos, tejiendo una alabanza y un agradecimiento por su amor hacia él, un amor que le había salvado la vida durante un tumulto que estalló en Éfeso, cuando vivían todavía juntos: «Saludad a Prisca y a Aquila, mis colaboradores en la obra de Cristo Jesús, los cuales, por salvarme a mí, se jugaron la vida; no sólo yo les estoy agradecido» (Rom 16,3-4), Escribiendo también por segunda vez al discípulo y colaborador Timoteo, Pablo no vacilará en mencionar a esta pareja de esposos (2Tim 4,19: «Saludad a Prisca y a Aquila»), un verdadero modelo de cónyuges cristianos comprometidos en dar testimonio del Evangelio con la sencillez de su vida y la intensidad de su amor.
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