Liturgia diaria, reflexiones, cuentos, historias, y mucho más.......

Diferentes temas que nos ayudan a ser mejores cada día

Sintoniza en directo

Visita tambien...

viernes, 1 de enero de 2010

Día 01-01-2010


Viernes 1 Enero 2010. 1ª semana del Salterio. (CicloC). AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. JORNADA POR LA PAZ. Octava de Navidad: SOLEMNIDAD: SANTA MARÍA MADRE DE DIOS. NUESTRA SEÑORA DE BELÉN (S). SS. Manuel (Enmanuel), San Fulgencio de Ruspe ob.
LITURGIA DE LA PALABRA.

Nm 6,22-27: La bendición de Aarón
Salmo 66: El Señor tenga piedad y nos bendiga.
Gál 4,4-7: Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer
Lc 2,16-21: Circuncisión del niño Jesús

Litúrgicamente, hoy es la fiesta de «Santa María Madre de Dios»; es también la «octava de Navidad» y por tanto el recuerdo de «la circuncisión de Jesús», celebración judía que se celebraba al octavo día del nacimiento de los niños, y en la que se les imponía el nombre. Para el hombre y la mujer de la calle, esos tres componentes de la festividad litúrgica de hoy quedan muy lejos... tanto por el lenguaje que en que son expresados, como por el «imaginario religioso» que evocan...

Pero hoy es también el primer día del año civil, «¡Año Nuevo!», y la Jornada Mundial por la Paz, que aunque originalmente es una iniciativa eclesiástica católica, ha alcanzado una notable aceptación en la sociedad, gozando ya de un cierto estatuto civil.

Como se puede ver, pues, hay una buena distancia entre la conmemoración litúrgica y los motivos «modernos» de celebración. Esta distancia, que se repite en otras fechas, con bastante frecuencia, habla por sí misma de la necesidad de actualizar el calendario litúrgico, y, mientras esa tarea no sea acometida oficialmente por quien corresponde, será preciso que los agentes de pastoral tengan creatividad y audacia para reinterpretar el pasado, abandonar lo que está muerto, y recrear el espíritu de las celebraciones.

Pero veamos en primer lugar los textos bíblicos.

Nm 2,22-27 es la llamada bendición aaronítica (de Aarón), porque se afirma que Dios la reveló a Moisés para que éste a su vez la enseñara a Aarón y a sus hijos, los sacerdotes de Israel, para que con ella bendijeran al pueblo. Seguramente fue usada ampliamente en el antiguo Israel. Incluso se ha encontrado grabada en plaquetas metálicas para llevar al cuello, o atada de algún modo al cuerpo, como una especie de amuleto. Arqueológicamente dichas plaquetas datan de la época del 2º templo, es decir, del año 538 AC en adelante. Bien nos viene una bendición de parte de Dios al comenzar el año: que su rostro amoroso brille sobre todos nosotros como prenda de paz. La paz tan anhelada por la humanidad entera, y lamentablemente tan esquiva. Pero es que no basta con que Dios nos bendiga por medio de sus sacerdotes. No basta que él nos muestre su rostro. Aquí no se trata de bendiciones mágicas sino de un llamado a empeñarnos también nosotros en la consecución y construcción de la paz: con nosotros mismos, en nuestro entorno familiar, con los cercanos y los lejanos, con la naturaleza tan maltratada por nuestras codicias; paz con Dios, Paz de Dios.

Buen comienzo del año éste de la bendición. El refrán popular ha consagrado ese deseo de "volver a comenzar" que sentimos todos al llegar esta fecha: "Año nuevo, vida nueva". Uno quisiera olvidar los errores, limpiarse de las culpas que molestan en la propia conciencia, estrenar una página nueva del libro de su vida, y empezarla con buen pie, dando rienda suelta a los mejores deseos de nuestro corazón... Por eso es bueno comenzar el año con una bendición en los labios, después de escuchar la bendición de Dios en su Palabra.

Bendigamos al Señor por todo lo que hemos vivido hasta ahora, y por el nuevo año que pone ante nuestros ojos: nuevos días por delante, nuevas oportunidades, tiempo a nuestra disposición... Alabemos al Señor por la misericordia que ha tenido con nosotros hasta ahora. Y también porque nos va a permitir ser también nosotros una bendición en este nuevo año que comienza: bendición para los hermanos y bendición para Dios mismo. Año nuevo, vida nueva, bendición de Dios.

Gál 4,4-7 es una apretada síntesis de lo que Pablo nos enseña en tantos otros pasajes de sus cartas. En primer lugar, nos dice que el tiempo que vivimos es de plenitud, porque en él Dios ha enviado a su Hijo, no de cualquier manera, sino «nacido de mujer y nacido bajo la ley», es decir, semejante en todo a nosotros, en nuestra humanidad y en nuestros condicionamientos históricos. Pero este abajamiento del Hijo de Dios, nos ha alcanzado la más grande de las gracias: la de llegar a ser, todos nosotros los seres humanos, sin exclusión alguna, hijos de Dios, capaces de llamarlo «Abba», es decir, Padre. Nuestra condición filial fundamenta una nueva dignidad de seres humanos libres, herederos del amor de Dios. Parecerían hermosas palabras, nada más, frente a tantos sufrimientos y miserias que todavía experimentamos, pero se trata de que pongamos de nuestra parte para que la obra de Jesucristo se haga realidad. Se trata de que nos apropiemos de nuestra dignidad de hijos libres, rechazando los males personales y sociales que nos agobian, luchando juntos contra ellos. Esto implica una tarea y una misión: la de hacernos verdaderos hijos de Dios, a nosotros y a nuestros hermanos que desconocen su dignidad.

Nacido de mujer, nacido bajo la ley, nos recuerda Pablo (Gál 4,4). Nació en la debilidad, en la pobreza, fuera de la ciudad, en la cueva, porque no hubo para ellos lugar en la posada... Nace en la misma situación que el conjunto del pueblo, los sencillos, los humildes, los sin poder.

Este nacimiento real y concreto es asumido por Dios para abrazar en el amor a todos los que la tradición había dejado fuera. Es la visita real de aquel que, por simple misericordia, nos da la gracia de poder llamar a Dios con la familiaridad de Abba -"papito"- y la posibilidad de considerar a todos los hombres y mujeres hermanos muy amados.

En Jesús, nacido de María -la mujer que aceptó ser instrumento en las manos de Dios para iniciar la nueva historia- todos los seres humanos hemos sido declarados hijos y no esclavos, hemos sido declarados coherederos, por voluntad del Padre. La bendición o benevolencia de Dios para los seres humanos da un gran paso: Dios ya no bendice con palabras, ahora bendice a todos los seres humanos y aun a toda la creación, con la misma persona de su Hijo, que se hace hermano de todos. Y nadie queda marginado de su amor.

"Ha aparecido la bondad de Dios" en Jesús, y es hora de alegría estremecida, para hacer saber al mundo -y a la creación misma- que Dios ha florecido en nuestra tierra y todos somos depositarios de esa herencia de felicidad.

Lc 2,16-21, en el lenguaje «intencionado» que por ser un género literario (“evangelio de la infancia”) utiliza con sus signos, Jesús no nace entre los grandes y poderosos del mundo sino, muy en la línea de Lucas, entre los pequeños y los humildes; como los pastores de Belén, que no son meras figuras decorativas de nuestros «belenes», pesebres o nacimientos, sino que eran, en los tiempos de Jesús, personas mal vistas, con fama de ladrones, de ignorantes y de incapaces de cumplir la ley religiosa judía. A ellos en primer lugar llaman los «ángeles» a saludar y a adorar al Salvador recién nacido. Ellos se convierten en pregoneros de las maravillas de Dios que habían podido ver y oír por sí mismos. Algo similar pasa con María y José: no eran una pareja de nobles ni de potentados, eran apenas un humilde matrimonio de artesanos, sin poder ni prestigio alguno. Pero María, la madre, «guardaba y meditaba estos acontecimientos en su corazón», y seguramente se alegraba y daba gracias a Dios por ellos, y estaba dispuesta a testimoniarlo delante de los demás, como lo hizo delante de Isabel, entonando el Magníficat.

Todo ello dentro de una composición teológica más elaborada de lo que su aparente ingenuidad pudiera insinuar. En todo caso, la simplicidad, la pobreza, la llaneza del relato y de lo relatado casan perfectamente con el espíritu de la Navidad.

La «maternidad divina de María», motivo oficial de la celebración litúrgica de hoy, y uno de los tres «dogmas» marianos -si se puede hablar así-, es una formulación que hace tiempo «chirría» en los oídos de quien la escucha desde una imagen de Dios adulta y crítica. Como ocurre con tantos otros «dogmas» y tradiciones tenidas como tales, el pueblo cristiano las ha amalgamado fantásticamente con los evangelios, llegando a pensar que provienen directamente del evangelio.

El versículo Gál 4,4 que hoy leemos, es todo lo que Pablo dice de María. Ni siquiera cita su nombre. La maternidad divina de María en el cristianismo es, claramente, una construcción eclesial. Los evangelios no saben nada de ella, y no será formulada y declarada hasta el siglo V.

En este contexto, es importante desempolvar y recordar la historia de tal «dogma», con la conocida «manipulación» del concilio de Éfeso, en el año 431, cuando Cirilo de Alejandría forzó y consiguió la votación antes de que llegaran los padres antioqueños, que representaban en el Concilio la opinión contraria. Se dice que el Pueblo cristiano acogió con entusiasmo esta declaración mariana, pero hay que añadir que se trata de los habitantes de Éfeso, la ciudad de la antigua «Gran Diosa Madre», la originaria diosa-virgen Artemisa, Diana... La fórmula de Éfeso, en cualquier caso, ha sido siempre tenida como sospechosa de concebir la filiación divina y la encarnación en términos monofisitas, que hasta cosifican a Dios, como si se pudiera procrear a Dios y no más bien a un hombre en el que, en cuanto Hijo de Dios, Dios mismo se nos hace patente a la fe... (Nos estamos refiriendo a lo que dice Hans Küng, en Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 1977, pág. 584ss).

El título «madre de Dios» no es bíblico, como es sabido. Para el evangelio María es siempre, nada más y nada menos que «la madre de Jesús», título tan entrañable, real e histórico, que acabará sepultado y abandonado en la historia bajo un montón de otros títulos y advocaciones construidos eclesiásticamente. San Agustín (siglos IV y V) todavía no conoce himnos ni oraciones ni festividades marianas. El primer ejemplo de una invocación directa a María lo encontramos en el siglo V, en el himno latino Salve Sancta Parens.

La Edad Media europea dará rienda suelta a su imaginario teológico y devocional respecto de María. Mientras los primitivos Padres de la Iglesia todavía hablan de las imperfecciones morales de María, en el siglo XII aparece la opinión de su exención del pecado, tanto del personal como del «original». En el mismo siglo XII aparece el Avemaría. El ángelus en el XIII. El rosario en el XIII-XIV. El mes de María y el mes del rosario en el XIX-XX. Los puntos culminantes de esta evolución serán la definición de la «inmaculada concepción de María» (1854, por Pío IX) y la definición de la «asunción de María en cuerpo y alma al cielo» (1950, por Pío XII). Momentos finales de este apogeo mariano son la «consagración del mundo al Corazón de María» en 1942 y 1954, por Pío XII.

Pero todo este marianismo remitió con sorprendente rapidez con el Concilio Vaticano II, que renunció a nuevos «dogmas» marianos, desechó la anterior mariología «cristotípica» (característica de la escuela mariológica española preconciliar), dando paso a una comprensión mariológica mucho más sobria, bíblica e histórica, en la línea «eclesiotípica» (de la escuela alemana principalmente). Aunque la veneración a María (hyper-dulía), superior a la tributada a los santos (dulía), siempre fue distinguida teóricamente de la dada a Dios (latría), lo cierto es que en la religiosidad popular muchas veces María fungió como un verdadero «correlato femenino de la divinidad», y su condición de criatura y de discípula de Jesús y miembro de la Iglesia casi fueron olvidadas (en forma paralela a lo que ocurrió con Jesús respecto de su humanidad).

Hoy, la imagen conciliar de María que la Iglesia tiene es la de «la madre de Jesús», desmitificada, despojada de tantas adherencias fantásticas como se le habían puesto encima a lo largo de la historia: María es una cristiana, muy cercana a Jesús, una discípula suya, un destacado miembro de la Iglesia: la «madre de Jesús», en un título insustituible que le da el mismo evangelio, y a cuyo uso muchos creyentes vuelven en la actualidad, prefiriéndolo al creado en el siglo V. La Constitución dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, en su capítulo octavo (nn. 52-69) ofrece todavía la mejor síntesis de la mariología para nuestros tiempos. El Concilio Vaticano II nos sigue marcando el camino, también en mariología. A la hora de predicar sobre María, debemos remitirnos, necesariamente, a ese capítulo octavo de la Lumen Gentium.

Concluimos. Seguimos estando en tiempo de Navidad, tiempo en el que la ternura, el amor, la fraternidad, el cariño familiar... se nos hacen más palpables que nunca. La ternura de Dios hacia nosotros, que se expresó en el niño de Belén, inunda nuestra vida, en las luces de colores, los adornos navideños, los villancicos y las reuniones familiares. Todo ayuda a ello en este tiempo todavía de Navidad. Dejemos recalar estos sentimientos en nuestro corazón, para que perduren a lo largo de todo el año.

Al comenzar el año, al poner el pie por primera vez en este nuevo regalo que el Señor nos hace en nuestra vida, vamos a agradecerle con todo el corazón la alegría de vivir, la oportunidad maravillosa que nos da de seguir amando y siendo amados, y la capacidad que nos ha dado para cambiar y rectificar.

Otro enfoque válido y provechoso de la homilía podría orientarse hacia el tema de la Jornada Mundial de la Paz... así como hacia el hecho del Año Nuevo, que si bien es algo simplemente convencional, astronómicamente insignificante, tiene el valor simbólico inevitable y profundo de recordarnos el inexorable paso del tiempo...

PRIMERA LECTURA.

Números 6,22-27.
Invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré

El Señor habló a Moisés: "Di a Aarón y a sus hijos: Ésta es la fórmula con que bendeciréis a los israelitas: "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz". Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 66, 2-3.5. 6 Y 8.
R/.El Señor tenga piedad y nos bendiga.

El Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros; / conozca la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación. R.

Que canten de alegría las naciones, / porque riges el mundo con justicia, / riges los pueblos con rectitud / y gobiernas las naciones de la tierra. R.

Oh Dios, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben. / Que Dios nos bendiga; que le teman / hasta los confines del orbe. R.

SEGUNDA LECTURA.
Gálatas 4,4-7
Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer

Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: "¡Abbá! (Padre)." Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 2,16-21
Encontraron a María y a José, y al niño. A los ocho días, le pusieron por nombre Jesús

En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.

Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

Palabra del Señor



Comentario de la Primera lectura: Números 6,22-27

El primer día del año civil la Iglesia celebra la fiesta de María, Madre de Dios, y, a pesar de que las lecturas bíblicas, además de concentrarse sobre María, ponen de relieve a su Hijo y su nombre, lo cual, lejos de reducir la función de María en la vida de la Iglesia, la subrayan justamente al colocarla como madre junto al Hijo.

Esta lectura recuerda la antigua bendición que los sacerdotes impartían al pueblo la víspera de las solemnidades litúrgicas, especialmente en la fiesta del año nuevo. Bendecir al pueblo era prerrogativa del rey (cf. 2 Sm 6,18; 1 Re 8,14-55) y del sacerdote (cf. Dt 10,8; 21,5), que actuaban en nombre de Dios. La fórmula recuerda los favores que Dios concederá al pueblo que está en su presencia. Particularmente significativos son los dos términos que abren y cierran la fórmula: bendición “te bendiga”: v. 4) y paz (“te conceda la paz”: v. 26). El primero indica la acción de Dios hacia el pueblo, que es benevolencia, protección y favor (cf. Sal 4,7; 31,17) y significa invocar sobre ellos su nombre (v. 27), para que el Señor sea fuente de salvación. El segundo indica el contenido de los dones de Dios, y se resume en el don mesiánico de la paz, esto es, de la plenitud de la felicidad (cf. Sal 12 1,6- 7; Jn 14,27). La palabra shalom tiene un significado bastante amplio y comprende plenitud, integridad de la vida, pero sobre todo el estado del hombre que vive en armonía con Dios, consigo mismo y con la naturaleza.

En realidad es el hombre nuevo, plenamente abierto a Dios, de quien Jesús es figura y modelo, porque en él se realiza el encuentro de las libertades humanas y divinas. Y Dios la concede a quien la busca en la solidaridad entre los hombres.

Comentario Salmo 66

Este salmo es una mezcla de diversos tipos: súplica colectiva (2- 3), himno de alabanza (4.6) y acción de gracias colectiva (5.7-8). Nosotros lo consideraremos como un salmo de acción de gracias colectiva. El pueblo da gracias a Dios después de la fiesta de la Recolección, y toma conciencia de que él es el Señor del mundo.

El estribillo, que se repite en los versículos 4 y 6, divide el salmo en tres partes: 2-3; 5; 7-8. La primera (2-3) es una súplica. El pueblo le pide a Dios que tenga piedad y lo bendiga, exponiendo el motivo de esta petición, a saber, que se conozcan en la tierra los caminos de Dios y que todas las naciones tengan noticia de su salvación. La expresión «iluminar el rostro sobre alguien» significa mostrar benevolencia, mostrarse favorable. Tal vez tenga que ver con los instrumentos que empleaban los sacerdotes para echar las suertes. Si quedaba a la vista el lado pulido de la chapa o la moneda, entonces Dios estaría haciendo brillar su rostro, es decir, sería propicio. Aquí aparecen ya algunos de los términos más importantes de todo el salmo: Señor (Dios), bendición, naciones, tierra (las otras son: mundo, juzgar, gobernar).

El estribillo (4,6) formula un deseo de alcance universal: que toda la humanidad (los pueblos) alaben al Dios de Israel.

La segunda parte (5) presenta el tema central: Dios juzga al mundo con justicia, juzga a los pueblos con rectitud y gobierna las naciones de la tierra.

En la tercera parte (7-8) se muestra uno de los resultados de la bendición de Dios: la tierra ha dado su fruto. Y también se expresa un deseo: que esa bendición continúe y llegue a todo el mundo, que temerá a Dios (8).

Este salmo está muy bien estructurado: un estribillo, repetido en dos ocasiones, y dos partes que se corresponden muy bien entre sí. De hecho, si comparamos la primera parte (2-3) con la última (7-8), podemos darnos cuenta de que tienen elementos en común: Dios, la tierra (3 y 8b) y el tema de la bendición (2a y 7b). La segunda parte (5) no se corresponde con las Otras dos. Tenemos, pues, el siguiente cuadro: en el centro, como eje o motor del salmo, la segunda parte (5). Por delante y por detrás, el estribillo (4.6). En los extremos, la primera parte (2-3) y la tercera (7-8). Lo que podemos interpretar del siguiente modo: Dios juzga al mundo y a los pueblos con justicia y con rectitud, y gobierna a las naciones de la tierra (5); por eso lo alaban todos los pueblos (4.6); Dios ilumina con su rostro (su rostro brilla) (2), sus caminos son conocidos (3) y su bendición se traduce en que la tierra produce frutos abundantes (7).

Cuando nos encontramos con una estructura semejante, tenernos que acudir al eje central para encontrar el sentido del salmo. Se trata de un movimiento desde dentro hacia fuera.

Este salmo pone de manifiesto las conquistas que fue realizando el pueblo de Dios a lo largo de su caminar. En un primer momento, se creía que existían muchos dioses, uno o más por cada pueblo o nación, Con el paso del tiempo, sin embargo, Israel fue tomando conciencia de que, en realidad, existe un solo Dios, Señor de todo y de todos, y así lo enseñó a otros pueblos. El Señor no es sólo el Dios de Israel, sino el Dios de toda la humanidad. Israel tuvo que llegar al convencimiento de ello para poder enseñárselo a los demás pueblos. Por eso, en este salmo, se habla tanto de “naciones”, «pueblos», «mundo» y «tierra». Se había superado —o se estaba en proceso de superación— un conflicto «religioso» o «teológico». No existen muchos dioses. Sólo hay uno y no puede ser exclusivo de Israel. Todos los pueblos y naciones están invitados a aclamar a este Dios.

El contexto en el que se sitúa este salmo es el de la fiesta de la Recolección (7). El pueblo acaba de cosechar el cereal y, por eso, acude al templo para dar gracias. De ahí que este salmo sea una acción de gracias colectiva. Una cosecha abundante es signo de la bendición divina, una bendición que engendra vida para el pueblo. Así, Israel confiesa que su Dios está vinculado a la tierra y a la vida, convirtiendo la tierra en el seno donde brota la vida. Pero, por causa de la tierra, Israel se preguntaba: ¿Acaso Dios, Señor de la vida y de la tierra, es Dios solamente para nosotros? ¿No será también el Dios de todos los pueblos? De este modo, surge el tema central del salmo (5). Dios juzga al mundo con justicia, juzga a los pueblos con rectitud y gobierna las naciones de la tierra. Es el señor de todo el mundo y de todos los pueblos. Así, la justicia se irá implantando en todas las relaciones internacionales, de modo que todos los pueblos puedan disfrutar de las bendiciones de Dios que, en este salmo, se traducen en una cosecha abundante.

Partiendo de la recolección de los frutos de la tierra, este salino llega a la conclusión de que Dios es Señor de todos los pueblos y de todas las naciones, y que Dios reparte sus bendiciones entre todos. Este salmo está muy lejos de la mentalidad imperialista que, en nombre de Dios, pretende que todo el mundo se someta a una nación determinada. El es el único que gobierna la tierra, el único capaz de juzgar al mundo y a los pueblos con justicia y con rectitud (5).
Se trata, una vez más, del Dios de la Alianza, pero esto no es algo exclusivo de Israel, no se trata de un privilegio suyo. El es el Dios de todos los pueblos. Los juzga con justicia y rectitud. Todos los pueblos lo aclaman; y el resultado de ello es la vida que brota de la tierra. En la Biblia, la bendición es sinónimo de fecundidad. Además de lo dicho, se trata de un Dios profundamente vinculado a dos realidades: la justicia y la tierra que da su fruto. La tierra, al producir (para todos), le ha brindado a Israel la posibilidad de descubrir que Dios es el Señor del mundo y de los pueblos, sin imperialismos, sin que un pueblo tenga que dominar sobre otros. Todos los pueblos se encuentran en torno al único Dios, aclamándolo y disfrutando de su bendición, que toma cuerpo en la fecundidad de la tierra.

En el Nuevo Testamento, además de lo que ya hemos dicho a propósito de otros salinos de acción de gracias colectiva, puede ser bueno fijarse en cómo Jesús se relacionó con los que no pertenecían al pueblo de Dios, y cómo ellos creyeron en Jesús, tratándolo con cariño (por ejemplo, Lc 7,1-10; Jn 4,1-42).

Hay que rezarlo juntos, soñando con la justicia internacional, con la fraternidad entre los pueblos, con las conquistas en la lucha por la posesión de la tierra. Podemos rezarlo cuando queremos dar gracias por el don de la tierra...

Comentario de la Segunda lectura: Gálatas 4,4-7

El célebre texto paulino es un fragmento cristológico que nos habla de Jesús, de María, terreno fecundo que ha acogido al Hijo de Dios, y de la experiencia cristiana. La venida de Jesús al mundo ha señalado la plenitud del tiempo y ha cumplido las antiguas promesas de un retorno del hombre a la vida de comunión con Dios: « Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para liberarnos de la sujeción de la ley» (vv 4-5).

Dios tuvo la iniciativa de enviar a su Hijo y el hombre ha sido elevado de nuevo a la dignidad de hijo. Jesús entró históricamente así a formar parte de la humanidad a título pleno, sometiéndose a las leyes y a las condiciones humanas, y la humanidad, de algún modo, se ha identificado con Cristo formando con él una realidad única (cf. Rom 1,3). Y todo esto a través del vientre de una mujer, como un hombre cualquiera, en plena y normal humanidad. Pablo nos presenta aquí el esquema de toda acción liberadora: inmersión de Cristo en la pobreza humana, liberándola con su fuerza divina y atracción a sí de la humanidad. Esta misión del Hijo ha tenido un único objetivo: revelar el auténtico sentido de la vida y posibilitarnos el llegar a ser realmente hijos adoptivos del mismo Padre (v. 7; cf. Rom 8,15-17). Y los signos que el Apóstol evidencia de esta real transformación son la plegaria confiada que el Espíritu Santo suscita en el corazón del creyente, haciéndole decir: «Abba, Padre» (v. 6) y haciéndolo sentirse ante Dios no siervo sino libre, con la libertad del Hijo de Dios. Y, en este divino proyecto, María ha sido el instrumento privilegiado.

Llamar a María “Madre de Dios” significa, pues, conocer el corazón del misterio de la encarnación y de la misma historia de la salvación.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 2,16-21.

De nuevo se proclama en la liturgia el evangelio de la misa de la aurora de Navidad, con el añadido del v. 21 referente a la circuncisión de Jesús. El tema de la lectura es una reflexión posterior sobre el misterio de la encarnación. Los pastores van a la gruta de Belén, encuentran al Niño en el pesebre y, luego de adorarlo, refieren el hecho y todos quedan maravillados (vv. 16- 18). Después se vuelven a sus rebaños en la alegría y la alabanza por la extraordinaria experiencia vivida (v. 20).

Pasados los ocho días del nacimiento del Niño, fue celebrado el rito de la circuncisión, mediante el cual él entró a formar parte del pueblo elegido (cf. Gn 17,2-17) y se le impuso el nombre «Jesús», que quiere decir: «Dios salva» (cf. Mt 1,21). Ante todos estos acontecimientos María conserva todo en su corazón y medita todas estas cosas, dándoles el justo sentido: «María guardaba todos esos recuerdos y los meditaba en su corazón» (v. 19). María aparece así como la Madre que sabe interpretar los hechos del Hijo.

Hay, pues, diversas actitudes que se pueden asumir ante el Cristo: la búsqueda pronta y gozosa de los pastores, el asombro y la alabanza de aquellos que intervienen en el hecho, el relato a otros de la experiencia vivida. Para el evangelista sólo María adopta la postura del verdadero creyente, porque ella sabe guardar con sencillez lo que escucha y meditar con fe lo que ve, para ponerlo todo en su corazón y transformar en plegaria la salvación que Dios le ofrece.

Desde hace varios años, el primer día del año civil se celebra en todo el mundo “la jornada de la paz” en nombre de María, madre de Dios y madre de la Iglesia. La paz ( Shalom) es el don mesiánico por excelencia que Jesús resucitado ha traído a sus discípulos (cf. Jn 20,19- 21); es la salvación de los hombres y la reconciliación definitiva con Dios. Pero la paz de Cristo es también la paz del hombre, rica en valores humanos, sociales y políticos, que encuentra su fundamento, para decirlo con la Pacem in terris de Juan XXIII, en las condiciones de verdad, de justicia, de amor y de libertad, que son los cuatro pilares sobre los que se erige el edificio de la paz.

La constante bendición de Dios en la primera alianza, la acción de Cristo realizada en favor de toda la humanidad y de cada uno de sus componentes, el mismo nombre impuesto a Jesús, que evoca su misión de salvador, todos son hechos orientados en la línea de la paz, de la alianza, de la fraternidad. Dios no ha creado al hombre para la guerra, sino para la paz y la fraternidad. El mal en todas sus múltiples formas se contrarresta sólo con una constante educación en la paz. Aquella paz que la Virgen María, Reina de la paz, nos puede obtener del Padre: la shalom bíblica viene de Dios y está ligada a la justicia. La raíz de la paz, no obstante, reside en el corazón del hombre, esto es, en el rechazo de la idolatría, porque no hay paz sin verdadera conversión, no hay paz sin tensiones (cf. Mt 10,34). La paz de Cristo no es como la del mundo, porque la de Cristo exige que nos alejemos de la mentalidad mundana. Con la venida de Cristo la paz nos ha sido ofrecida a cada uno de nosotros, porque brota del corazón de Dios, que es amor.

Comentario del Santo Evangelio: Lc 2, 1-14, para nuestros Mayores. Establo y gloria celeste.

El acontecimiento que aquí se nos relata se caracteriza por un fuerte contraste. Del nacimiento de Jesús se habla con palabras sobrias y breves. Este nacimiento no tiene de por sí nada de particular; es situado en el curso habitual del mundo. Sólo por medio del mensajero de Dios, que aparece en el esplendor luminoso del cielo, se anuncia a los Pastores lo que ha sucedido y quién es el que ha nacido. El Salvador del mundo ha venido al mundo en circunstancias ordinarias. Este contraste obliga a una reflexión más profunda. El acontecimiento lleva a alabar a Dios.

El mundo sigue su curso ordinario (2,1-7). Al inicio se menciona al emperador Augusto, dominador del mundo mediterráneo de la época, al que se encuentra sometida también Palestina. El se ha hecho reconocer como príncipe de la paz, salvador de las revueltas y de las guerras civiles, como garante del orden y del bienestar. El es presentado aquí en una de las funciones más típicas de un soberano. En todos los tiempos se ha interesado el poder político por tener a su disposición un censo de los propios súbditos lo más preciso posible, con el fin de reclamar al mayor número posible el pago de los impuestos. Los beneficios que los soberanos otorgan pueden ser financiados sólo con el dinero que han recaudado previamente de sus súbditos. María y José están sometidos a este censo. Es el registro de los bienes sometidos a impuestos lo que les obliga a dirigirse a Belén. El evangelista subraya que Belén es la ciudad natal de David y que José es de la casa y de la estirpe de David. Tenemos así una referencia a la promesa y a la espera mesiánica, vinculada con Belén y con la familia de David.

También en las realidades naturales y en las relaciones entre los hombres sigue el mundo su curso. Cuando le llega el tiempo, María da a luz al niño. Ella se encuentra sometida a esta necesidad natural. No puede escoger por sí misma el momento ni esperar a circunstancias mejores. Como es obvio, no cuenta con ninguna ayuda. De aquí que ella misma envuelva al niño en pañales.

Evidentemente, María no ha podido encontrar cobijo más que en un establo, que no es un lugar adecuado para su hijo. Lo pone por tanto en un pesebre. Jesús dirá un día: «Los zorros tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (9,58). Él ha iniciado su camino terreno en un pesebre. Ni su madre ni él han encontrado caminos llanos y albergues previamente reservados. Son pobres y sin pretensiones; deben primero buscar y encontrar alojamiento, tal como se lo permiten las cosas del mundo.

En contraste con este desarrollo de los acontecimientos está el esplendor de la luz celeste y la aparición del mensajero de Dios (2,8-14). El anuncia a los pastores lo que ha sucedido aquella noche, en circunstancias tan habituales. A ellos, que están llenos de miedo, se les anuncia una gran alegría. El mensajero de Dios se presenta siempre como mensajero de alegría (cf. 1,14.28). Los pastores, y el pueblo entero, tienen todos los motivos para alegrarse: ha nacido para ellos el Salvador, el Cristo, el Señor. Él, que viene al mundo tan pobremente, es el Salvador. Él tiene la capacidad y la voluntad de ayudar a salir de toda necesidad. Es el Salvador de Israel y el Salvador de todo el mundo. En todas las épocas han abundado los que se han presentado afirmando: «Yo soy la persona apropiada. Yo conozco el camino. Yo haré justicia. Yo os conseguiré el paraíso. Vosotros sólo debéis escucharme, seguirme y concederme todos los poderes. Yo haré todo esto». Pero sólo hay un Salvador, que es este. Él es el Mesías largamente esperado, el Ungido del Señor, el definitivo Rey de Israel, dado por Dios. Él es el Señor. Tiene en su mano todo poder y toda fuerza. Lo que él decide, acontece. Sólo la alegría es la reacción adecuada a este mensaje que proviene de Dios. Pero el signo que se indica a los pastores remite a las circunstancias de este nacimiento y propone de nuevo el contraste. Al Salvador y Señor no se le ha de buscar en un palacio real. Él yace, como niño entre pañales, en una cuna improvisada, en un pesebre, en un establo.

La primera respuesta a este mensaje proviene del coro de los ángeles, que hacen resonar la alabanza a Dios. Ellos manifiestan el significado de este nacimiento para Dios y para los hombres. Dios es glorificado por él: se ha glorificado a sí mismo, se ha dado a conocer en su naturaleza divina, en su amor y en su misericordia. La venida del Salvador debe ser acogida como una iniciativa del amor y de la misericordia de Dios. Con él se les da también a los hombres la paz, la salvación total. Se trata de la paz que se basa en la complacencia de Dios, en su condescendencia benévola, y que proviene de esta complacencia. No es una paz limitada a Israel, sino que está destinada a todos los hombres que Dios ama. Esta paz la trae el Salvador que acaba de nacer. Quien acoge a este niño, nacido en un establo, como al Salvador enviado por la misericordia de Dios, recibe también la paz de Dios.

Lo que aquí se nos relata no es el intercambio de cierta cortesía entre personas humanas, ni la conmoción frente a un niño recién nacido que no tiene una cuna adecuada. Se nos anuncia la acción misericordiosa de Dios: ha nacido el Salvador; está presente el Señor. Dios ha tomado definitivamente en sus manos nuestra situación. El Salvador ha entrado en nuestra condición humana. Comenzando por asumir la debilidad del niño en pañales, ha hecho suya nuestra suerte. Él está junto a nosotros y nos acompaña. Siempre deberemos reflexionar sobre esta cuestión: ¿Qué clase de salvación nos trae este Salvador? Pero siempre nos llenará de gozo el hecho de saber que el Señor está presente.

Comentario del Santo Evangelio: (Lc 2,16-21), de Joven para Joven. El Salvador comienza su camino.

El nacimiento de Jesús es un inicio. Con él comienza su propio camino, pero comienza también el anuncio del Evangelio y su acogida. En este pasaje Lucas nos da a conocer lo sucedido inmediatamente después del nacimiento de Jesús (2,16-20) y lo que pasó a los ocho días del mismo (2,21). Los pastores van al pesebre y refieren cuanto habían oído de aquel niño. Su palabra es acogida en modos diversos. A los ocho días, el niño es circuncidado y recibe el nombre.

La venida de Jesús está muy lejos de ser un acontecimiento privado, de interés sólo para él y para sus más allegados. Atañe, por el contrario, al pueblo de Israel en su conjunto y a toda la humanidad. Tras haber nacido en condiciones de pobreza, no son los jefes del pueblo sino algunos pastores, pertenecientes a las clases más pobres y sencillas de este pueblo, los que llegan a saber quién es el que ha venido al mundo: «Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (2,10b- 11). La situación del recién nacido no deja entrever el modo en que llevará a cabo esa misión. Se desvelará sólo a través de toda su obra futura. Los pastores comienzan por conocer que él es el Salvador y que lo pueden encontrar en un lugar determinado. Se dan prisa en buscarlo. Lo encuentran en una situación de extrema pobreza, pero también solícitamente protegido, rodeado de atenciones por parte de María y de José. Después de ellos, muchísimas personas se pondrán en camino hacia Jesús. Los pastores son los primeros que se le acercan. Son también los primeros que se convierten en «evangelistas», es decir, en transmisores de la Buena Noticia que han recibido.

Lo que los pastores refieren sobre la posición e importancia del recién nacido es acogido de diversas maneras. Lo primero que se dice en el texto es que todos quedaban admirados (cf. 1,21.63; 4,22). Para todos es un acontecimiento sorprendente, algo que no habían previsto. Pero esta admiración puede ser rápidamente olvidada. Se trata de una primera impresión y no dice todavía nada de una toma de postura.

Muy distinto es el comportamiento de María. Ella conserva todo aquello en su corazón y lo va meditando (2,19; cf. 2,51). Se trata de todo lo que María ha escuchado y vivido desde que recibió del ángel el mensaje de su vocación (1,26-38). Ese todo comprende las circunstancias externas de aquel nacimiento «sometido a las obligaciones civiles y a las leyes de la naturaleza, en la pobreza de un establo» y la visita de los pastores. Pero comprende también el hecho de que a ella se le ha anunciado aquel niño como el Hijo del Altísimo, destinado desde la eternidad al trono de David (1,32-33), y el hecho de haber sido anunciado a los pastores como el Salvador, el Mesías, el Señor. La experiencia directa y la palabra de Dios se encuentran, suscitando la pregunta sobre el modo en que una y otra se armonizan. María acoge todas aquellas cosas en su corazón y deja que vayan al corazón todas ellas, tal y como son, sin excluir ni añadir nada. Tampoco ella percibe de inmediato cómo se relacionan entre sí, por qué son así y cuál es su significado. En actitud abierta y paciente, María reflexiona sobre todo aquello e intenta comprenderlo. Ni reduce el valor de la palabra de Dios ni rechaza las circunstancias externas. Todo es respetado en su plena realidad. Lejos de pretender imponer su propia percepción del momento, María se esfuerza y permanece abierta para recibir, como don de Dios, la inteligencia adecuada. Su apertura viva y su reflexión sosegada y paciente son actitudes ejemplares para relacionarse con aquello que no es objeto de experiencia directa y con aquello que conocemos a través de la palabra de Dios.

En los pastores está en primer plano la alabanza a Dios, impregnada de agradecimiento y de gozo. Lo que ellos han oído y visto les remite a Dios, a quien alaban por lo que ha realizado. Así es también como el pueblo, más tarde, acogerá la obra poderosa y salvífica de Jesús (cf. 5,26; 7,16). A Dios se le debe el honor y la alabanza por todo lo que él da en la persona de Jesús y a través de Jesús. La sosegada reflexión de María y la alabanza a Dios por parte de los pastores no se excluyen entre sí. Lo que ya ha acaecido ofrece un motivo evidente para alabar y dar gracias a Dios con gozo. Pero esto es también motivo para una reflexión profunda, que, en cada esfuerzo, sólo puede conducir a un gozo más intenso y a un mayor agradecimiento. En la alabanza solícita se hace manifiesta la generosa acogida de la fe; en la reflexión, el deseo de comprender cada vez mejor lo que ya se ha creído.

Ocho días después del nacimiento tiene lugar la circuncisión del niño, en conformidad con el precepto que Dios había dado a Abrahán: «A los ocho días será circuncidado entre vosotros todo varón» (Gén 17,12a). El significado de la circuncisión viene expresado por el mismo Dios en estos términos: «Esta será la señal de la alianza entre yo y vosotros» (Gén 17,11b). Así, pues, Jesús entra a formar parte del pueblo de Israel, el pueblo con el que Dios estableció una alianza.

En la circuncisión Jesús recibe también el nombre, determinado igualmente por Dios y comunicado a través de su ángel (1,31). El nombre «Jesús» significa, «Dios salva». Es un nombre en el que queda reflejada la importancia de la venida de Jesús para la alianza de Dios con Israel. Dios envía a Jesús para salvar a su pueblo (cf. Mt 1,21). Así es como Jesús ha sido anunciado también a los pastores: como el Salvador (2,11). Esta salvación, como señalará más tarde el Resucitado, está destinada a todos los hombres: «Y se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén» (Lc 24,47). Después de Pentecostés, Pedro explicará ante el Sanedrín: «No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (He 4,12). Este nombre es el que distingue desde el principio a la persona de Jesús. Pero cada vez se hará más claro, a través de la vida, la obra y el camino de Jesús hasta su resurrección, ascensión y efusión del Espíritu Santo, lo que su nombre significa y el modo en que él lleva a cabo esa salvación.

Con la circuncisión, Jesús queda inserto en el pueblo de la alianza. Con la imposición del nombre, pasa a ser alguien a quien uno se puede dirigir y cuya misión viene definida. A partir de este momento pertenece a Israel aquel que salva a su pueblo y a toda la humanidad por encargo y con la fuerza de Dios.

Elevación Espiritual para este día.

¡Cantadlo a la espera del alba, cantadlo suave, en el duro oído del mundo! Cantadlo de rodillas, cantadlo como envueltos en un velo, como cantan las mujeres encinta: el Poderoso se ha hecho dócil, el Infinito pequeño, el Fuerte sereno, el Altísimo humilde (...). ¡Niño que vienes de la eternidad, quiero elevar un canto a tu Madre! ¡Mi canto debe ser bello como la nieve iluminada por el alba! ¡Alégrate, virgen María, hija de mi tierra, hermana de mi alma, alégrate, gozo de mi gozo! ¡Soy como un vagabundo en la noche, pero tú eres mi techo bajo el firmamento! ¡Soy una copa sedienta, pero tú eres el mar abierto del Señor! ¡Alégrate, virgen María! ¡Dichosos los que te proclaman dichosa! ¡Ya ningún corazón humano temerá! Tengo un único deseo, quiero repetirlo a todos: ¡una de vosotras ha sido elegida por el Señor! ¡Dichosos aquellos que te proclaman dichosa!

Reflexión Espiritual para el día.

María Virgen, que por el anuncio del ángel acogió al Verbo de Dios en su corazón y en su vientre y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de manera tan eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo ella está unida a la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son «miembros de aquella cabeza», por lo que también es saludada como miembro sobre eminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como Madre amantísima (LG 53).

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Números 6,22-27. Débora y Guersón.

La figura de María, que esta liturgia nos presenta en su feminidad materna, nos invita a traer, desde el horizonte bíblico, a una de las muchas mujeres que pueblan la Sagrada Escritura y que muchas veces van en contra de la prueba, a pesar de todo real, de una sociedad patriarcar y machista. Así lo haremos también en otras fiestas marianas. En esta ocasión hemos pensado evocar el personaje de Débora, en hebreo «abeja», tal vez en recuerdo de un símbolo totémico tribal. El relato de su heroísmo se cuenta en dos versiones paralelas, en el capítulo 4 del libro de los Jueces en prosa, y en el capítulo 5 en una magnífica oda, una de las más antiguas expresiones de la poesía hebrea.

Nos situamos entre el siglo XII y el XI a.C. Israel todavía no es un estado unitario. Las tribus hebreas residentes en el norte de la Tierra Santa sienten que les amenaza el poder de los indígenas cananeos, que están organizados en diversas ciudades-Estado, Una de ellas, Azor, amenaza de cerca a los Israelitas de la actual Galilea. Su rey, Yabín, decide armar un ejército de carros al mando del general Sísara, convencido de que podrá someter fácilmente a las tribus hebreas locales, cuyo ejército, a cargo del general Barac, está compuesto sobre todo de infantería ligera.

Es entonces cuando entra en escena Débora, una «profetisa» que daba sus respuestas oráculo bajo una palmera en el monte Tabor, el monte que según la tradición será el lugar de la transfiguración de Cristo. Frente al inepto «juez», es decir, el gobernador hebreo Sangar, y al vacilante Barac, esta mujer convoca a los combatientes de Israel y, en recuerdo de la protección del Señor del Sinaí, el liberador del pueblo hebreo, lanza a las tropas hebreas reunidas a la guerra por la libertad, El grito de batalla es rítmico: «Despiértate, despiértate, entona un cántico. Animo, levántate, Barac, y lleva tus prisioneros, hijo de Abinoán» (Jue 5,12).

La batalla no se describe; solamente se recuerda su éxito clamoroso. Se desarrolla en la llanura por donde fluye el torrente Quisón: de repente se desencadena un violento temporal, el arroyo se desborda e inunda la llanura. El accidente atmosférico es dramático para los carros del rey de Azor: se quedan atrapados en el barro del terreno, las ruedas giran sobre sí mismas, los caballos patean inútilmente, los soldados se dan a la fuga, el mismo general Sísara se ve obligado a cobijarse en un campamento beduino donde entra en escena otra mujer, Yael, a la que tendremos ocasión de presentar más adelante, y allí encontrará un final atroz.

En cambio la infantería ligera hebrea consigue moverse con mayor agilidad y triunfar, mientras al fondo se yergue, no sólo Débora, madre de la patria, sino también el verdadero vencedor, el defensor de los oprimidos, el Señor, el que ha combatido con sus armas cósmicas, las de la tempestad y de las aguas. Escuchemos, entonces, el himno de Débora —que parece ser, aun con las radicales diferencias con María, una especie de «Virgo potens»- en la estrofa de la batalla:

«Vinieron los reyes, lucharon;
entonces los reyes de Canaán
combatieron en Tanac,
junto a las aguas de Meguido,
pero no obtuvieron un botín de plata. Desde los cielos combatieron
las estrellas, desde sus órbitas
combatieron a Sísara.
El arroyo Quisón los arrastró
arroyo sagrado el arroyo Quisón,
los barrió con violencia.
¡Avanza alma mía con denuedo!» (Jue 5,19-21).

Santa María, Madre de Dios.  (Guersón).
«A los ocho días, cuando debían circuncidarlo, le pusieron el nombre de Jesús». Es lo que se lee en el evangelio de esta fiesta (Lc 2,21), que antiguamente conmemoraba explícitamente la circuncisión de Jesús, es decir, el corte del prepucio, que en Israel era el símbolo viviente de la alianza con el Señor y de la inserción en la comunidad del pueblo de la elección divina, ya que el patriarca Abrahán había recibido esta orden de Dios: «Este es el pacto que guardaréis entre yo y vosotros, y tu descendencia después de ti. Todos los varones serán circuncidados de generación en generación» (Gén 17,10.12).

Ahora vamos a hacer salir a escena a una figura bíblica que está en el centro de un arcaico ritual de circuncisión. Se trata del primogénito de Moisés y de su mujer, la madianita Séfora. El relato de su nacimiento se lee en el libro del Éxodo: «Dio a luz un hijo al que puso por nombre Guersón, pues se dijo: Yo soy un emigrante en tierra extranjera» (2,22). Como en el caso del nombre de Jesús («el Señor salva»), también en este caso el nombre es simbólico y el autor lo explica libremente como fusión entre guer, «extranjero, emigrado», y sham, «aquí»; de ahí la frase de Moisés: «Soy un emigrante en tierra extranjera», explicación que se repite en otro lugar (18,3). No hay que olvidar que Moisés era entonces un fugitivo, exiliado en el territorio septentrional de la península de Sinaí.

Pero poco después de la investidura divina para que fuese el caudillo de Israel en la liberación de la opresión faraónica, nos topamos con ese episodio oscuro al que hemos aludido antes y que trata de la circuncisión de Guersón. El relato es enigmático, porque incluso aparece sin contexto; no nombra a Moisés y pone en primer plano una misteriosa cólera divina contra Moisés, acaso porque era incircunciso.

Vamos a leer, entonces, el párrafo: «Por el camino, donde Moisés pasaba la noche, el Señor se le presentó para darle muerte. Entonces Séfora, tomando un pedernal afilado, cortó el prepucio de su hijo y lo arrojó a sus pies diciendo: “Esposo de sangre eres para mí”. Y el Señor le dejó, al decir ella “esposo de sangre” en razón de la circuncisión» (Ex 4,24-26).

La escena nocturna tiene pues, como tema, el rito de la circuncisión de Guersón. Adquiere el valor de un acto cruento de propiciación y de consagración de Moisés, cuyos «pies» —un eufemismo para indicar los genitales— son tocados y casi salpicados con el prepucio sanguinolento extirpado. La mujer parece cumplir la función de sacerdotisa, mientras la fórmula que pronuncia está en relación con la esfera de la sexualidad y de la fecundidad. Es curioso que en árabe continúe existiendo el nexo lingüístico entre «esposo» (hatan) y «circuncisión» (hatan). Tal vez el gesto ritual puede ser semejante a una circuncisión «sustitutiva», porque Moisés, que ya es adulto, no ha podido ser circuncidado al octavo día; la del hijo es una especie de circuncisión que sustituye a la suya y la ejecuta la mujer. Y no es inútil, porque desde ese momento Dios no sólo deja de estar irritado con él, sino que lo llevará a cumplir su misión de liberador.

Guersón, que vuelve a aparecer con su hermanito Eliezer durante una visita del abuelo Jetró, cuando ya Moisés, el padre, estaba en marcha con los israelitas en el Sinaí (Ex 18,1-5), reaparecerá brevemente en el primer libro de las Crónicas, donde se mencionará al primero de sus hijos, Sabuel (23,16). Nombre afín será Guersóri, que llevó el primogénito de Leví, el cabeza de la tribu sacerdotal (Gén 46,11). El dará el nombre a un grupo especial de levitas.
Copyright © Reflexiones Católicas.


No hay comentarios: