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sábado, 2 de enero de 2010

Día 02-01-2010


2 de Enero 2010. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. 2º tiempo de Navidad. Primera semana del Salterio. SÁBADO: SAN BASILIO MAGNO Y SAN GREGORIO NACIANCENO, obispos y doctores , Memoria Obligatoria. SS. Adalardo de Corbie ab,
LITURGIA DE LA PALABRA.
1Jn 2,22-28: Lo que han oído desde el principio permanezca en ustedes
Salmo 97: Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Jn 1,19-28: “Entre ustedes hay alguien a quien no conocen”

Una de las grandes confusiones en el seno de las primeras comunidades cristianas tuvo que ver con la figura de Juan el Bautista. Muchos grupos de creyentes consideraban a Juan como el Mesías esperado. Esta situación nos permite comprender la insistencia del evangelio de Juan en mostrar a Juan el Bautista en persona afirmando su papel de precursor y negando categóricamente que sea el Mesías. Para la comunidad del Cuarto Evangelio es muy claro que Jesús es la luz, mientras que Juan el Bautista es el testigo de la luz. Jesús es la Palabra viviente del Padre, mientras el bautizante es una voz que da testimonio a favor de la Palabra. Jesús-Palabra existe desde el principio junto a Dios, mientras el Bautista aunque ha nacido cronológicamente antes de Jesús, sin embargo es posterior e inferior a él. Para el Cuarto Evangelio, Juan el Bautista, es el que testifica a favor de Jesús, es el último profeta del Antiguo Testamento y por lo tanto dentro del plan de la salvación, tiene que ceder el lugar a quien inaugura los nuevos tiempos de la salvación. Continuemos con mística y profecía la tarea iniciada por el Bautista.

PRIMERA LECTURA.
1Juan 2,22-28
Lo que habéis oído desde el principio permanezca en vosotros

Queridos hermanos: ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ése es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre. Quien confiesa al Hijo posee también al Padre. En cuanto a vosotros, lo que habéis oído desde el principio permanezca en vosotros. Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre; y ésta es la promesa que él mismo nos hizo: la vida eterna.

Os he escrito esto respecto a los que tratan de engañaros. Y en cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas -y es verdadera y no mentirosa- según os enseñó, permanecéis en él. Y ahora, hijos, permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no quedemos avergonzados lejos de él en su venida.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 97
R/.Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

Cantad al Señor un cántico nuevo, / porque ha hecho maravillas: / su diestra le ha dado la victoria, / su santo brazo. R.

El Señor da a conocer su victoria, / revela a las naciones su justicia: / se acordó de su misericordia y su fidelidad / en favor de la casa de Israel. R.

Los confines de la tierra han contemplado / la victoria de nuestro Dios. / Aclama al Señor, tierra entera; / gritad, vitoread, tocad. R.

SEGUNDA LECTURA.

SANTO EVANGELIO.
Juan 1,19-28
En medio de vosotros hay uno que no conocéis

Éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan a que le preguntaran: "¿Tú quién eres?" Él confesó sin reservas: "Yo no soy el Mesías." Le preguntaron: "¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?" Él dijo: "No lo soy." "¿Eres tú el Profeta?" Respondió: "No." Y le dijeron: "¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?" Él contestó: "Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías."

Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: "Entonces, ¿por qué bautizas si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?" Juan les respondió: "Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia." Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

Palabra del Señor.



Comentario de la Primera lectura: 1 Juan 2,22-28

El fragmento revela las líneas esenciales de la falsa doctrina divulgada por los “anticristos” en una época atormentada del final del siglo primero: Jesús no es el Mesías, el Hijo de Dios. Esta herejía cristológica consideraba imposible que el Verbo se hubiese encarnado a la manera humana, auténtico escándalo para la mentalidad gnóstica. Pero para el apóstol Juan negar la divinidad de Jesús significaba no tener comunión con el Padre y la verdadera vida (vv. 22-23); negar la unión de lo divino y lo humano en Jesús significaba ser “anticristo “, porque lo humano en Jesús es el reflejo perfecto de lo divino, es el reflejo del Padre (cf. Jn 14,9).

El cristiano debe permanecer fiel a la Palabra oída desde el principio, es decir, al misterio pascual en su integridad (muerte-resurrección) enseñado por los apóstoles. Sólo esta Palabra acogida en la fe, interiorizada y vivida en el Espíritu permite conservar la auténtica comunión con el Hijo y con el Padre (v. 24). Así pues, vivir en comunión con Dios significa poseer la promesa que Cristo ha hecho, es decir, «la vida eterna» (v. 25; 3,15; Jn 3,36). Y el creyente puede resistir al seductor que enseña el error, vivir las radicales exigencias del evangelio y permanecer en la Palabra a la espera de la venida de Cristo porque ha recibido «la unción» del Espíritu Santo en el bautismo (v. 27). El Espíritu, fuerza interior que da la sabiduría, hace invencible y fuerte en la tentación al discípulo de Jesús, lo impulsa a la evangelización y lo hace confiado en el retorno del Señor (v. 28).

Comentario del Salmo 97

Las expresiones «el Señor rey» (6b) y «viene para gobernar la tierra. Gobernará el mundo...» (9) caracterizan este texto como un salmo de la realeza del Señor.

Tiene dos partes (1b-3 y 4-9), en cada una de las cuales podernos hacer dos divisiones: la primera presenta una invitación y la segunda, introducida por la conjunción «porque...», la exposición de los motivos de estas invitaciones. La primera invitación, ciertamente dirigida al pueblo de Dios, es: «Cantad al Señor un cántico nuevo» (1b). ¿Por qué hay que cantar y por qué ha de ser nuevo el cántico? Los motivos comienzan con el primero de los «porque...». Se enumeran cinco razones: porque el Señor ha hecho maravillas, porque ha obtenido la victoria con su diestra y con su santo brazo (1b), porque ha dado a conocer su victoria, ha revelado a las naciones su justicia (2) y se ha acordado de su amor fiel para con su pueblo (3). El término «victoria» aparece en tres ocasiones; se trata de la victoria del Señor sobre las naciones, en favor de Israel.

Si la primera invitación es muy breve, la segunda, en cambio, es más bien larga (4-9a) y se dirige a toda la creación: a la tierra (4), al pueblo congregado para celebrar (5-6), al mar, al mundo y sus habitantes (7), a los ríos y a los montes (8). Se invita al pueblo a celebrar acompañándose de instrumentos: el arpa, la trompeta y la corneta (5-6). A todo esto vienen a sumarse el estruendo del mar, el aplauso de los ríos y los gritos de alegría de los montes. Cada elemento de la creación da gracias y alaba a su manera. ¿Por qué? La razón es una sola: porque el Señor «viene para gobernar la tierra. Gobernará el mundo con justicia y los pueblos con rectitud» (9b). Si antes se decía que el Señor es rey (6b), ahora se celebra de manera festiva el comienzo de su gobierno sobre la tierra, el mundo y las naciones (tres elementos). Su gobierno está caracterizado por la justicia y la rectitud.

Se observa una evolución de la primera parte a la segunda o bien, si se quiere, podemos decir que la segunda es consecuencia de la primera. De hecho, la victoria del Señor sobre las naciones a causa de su amor y fidelidad para con Israel tiene como consecuencia su gobierno sobre todo el universo (la tierra, el mundo y las naciones). El reino de Dios va implantándose por medio de la justicia y la rectitud.

Este himno celebra la superación de un conflicto entre el Señor e Israel, por un lado, y las naciones, por el otro. El amor de Dios por su pueblo y la fidelidad que le profesa le han llevado a hacerle justicia, derrotando a las naciones (2-3a), de manera que se ha conocido esta victoria hasta los confines de la tierra (3b). El salmo clasifica este hecho entre las «maravillas» del Señor (1b). ¿De qué se trata? El término «maravilla» es muy importante en todo el Antiguo Testamento, hasta el punto de convertirse en algo característico y exclusivo de Dios, Sólo él hace maravillas, que consisten nada más y nada menos que en sus grandes gestos de liberación en favor de Israel. Por eso Israel (y, en este salmo, toda la creación) puede cantar un cántico nuevo, La novedad reside en el hecho extraordinario que ha llevado a cabo la diestra victoriosa de Dios, su santo brazo (1b). La liberación de Egipto fue una de esas maravillas. Pero nuestro salmo no se está refiriendo a esta gesta. Se trata, probablemente, de un himno que celebra la segunda gran liberación de Israel, a saber, el regreso de Babilonia tras el exilio. El Señor venció a las naciones, acordándose de su amor y su fidelidad en favor de la casa de Israel (3a).

La «maravilla», sin embargo, no se limita a la vuelta de los exiliados a Judá. También se trata de una victoria del Señor sobre las naciones y sus ídolos, convirtiéndose en el único Dios capaz de gobernar el mundo con justicia y los pueblos con rectitud. La salida de Babilonia tras el exilio llevó a los judíos a este convencimiento: sólo existe un Dios, y sólo él está comprometido con la justicia y la rectitud para todos. De este modo, se justifica su victoria sobre las naciones (2), hecho que le confiere un título único, el título de Rey universal: sólo él es capaz de gobernar con justicia y con rectitud. Por tanto, merece este título y también el reconocimiento de todas las cosas creadas y de todos los pueblos. El no los domina ni los oprime. Por el contrario, los gobierna con justicia y con rectitud.

El rostro con que aparece Dios en este salmo es muy parecido al rostro de Dios que nos presentan los salmos 96 y 97. Principalmente, destacan siete acciones del Señor: ha hecho maravillas, su diestra y su santo brazo le han dado la victoria, ha dado a conocer su victoria, ha revelado su justicia, se acordó de su amor y su fidelidad, viene para gobernar y gobernará. Las cinco primeras nos hablan de acciones del pasado, la sexta anuncia una acción presente y la última señala hacia el futuro. La primera de estas acciones («ha hecho maravillas») es la puerta de entrada: estamos ante el Señor, Dios liberador, el mismo que liberó en los tiempos pasados (cf. el éxodo). La expresión «amor y fidelidad» (3a) recuerda que este Dios es aquel con el que Israel ha sellado la Alianza. Pero también es el aliado de todos los pueblos y de todo el universo en lo que respecta a la justicia y la rectitud. Es un Dios ligado a la historia y comprometido con la justicia. Su gobierno hará que se instaure el Reino.

En el Nuevo Testamento, Jesús se presenta anunciando la proximidad del Reino (Mc 1,15; Mt 4,17). Para Mateo, el Reino se irá construyendo en la medida en que se implante una nueva justicia, superior a la de los fariseos y los doctores de la Ley (Mt 1,15; 5,20; 6,33).

A los cuatro evangelios les gusta presentar a Jesús como Mesías, el Ungido del Padre para la implantación del Reino, que dará lugar a una nueva sociedad y una nueva historia. No obstante, conviene recordar que Jesús decepcionó a todos en cuanto a las expectativas que se tenía acerca de este Reino. La justicia y la rectitud fueron sus principales características. Según los evangelistas, el trono del Rey Jesús es la cruz. Y en su resurrección, Dios manifestó su justicia a las naciones, haciendo maravillas, de modo que los confines de la tierra pudieran celebrar la victoria de nuestro Dios. (Véase, también, lo que se ha dicho a propósito de los salmos 96 y 97).

Conviene rezar este salmo cuando queremos celebrar la justicia del Señor y las victorias del pueblo de Dios en su lucha por la justicia; cuando queremos que toda la creación sea expresión de alabanza a Dios por sus maravillas; cuando queremos reflexionar sobre el reino de Dios, sobre la fraternidad universal y sobre la conciencia y condición de ciudadanos, cuya puerta de entrada se llama «justicia»; también cuando celebramos la resurrección de Jesús.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 1,19-28

El texto es el testimonio del Bautista ante la delegación enviada por las autoridades de Jerusalén a Betania, al otro lado del Jordán (v. 28).

A la pregunta: «Tú, ¿quién eres?» (v. 19), el Bautista confiesa, evitando cualquier malentendido acerca de su propia persona y de su propia misión, que no es el Cristo, el Salvador escatológico esperado. Este testimonio negativo en boca del Bautista es una auténtica confesión de fe en el mesianismo de Jesús. Siguen otras preguntas de los enviados a las que el Testigo responde diciendo no ser ni Elías (cf. Mal 3,1-3.23; Mc 9,11; Mt 7,10) ni el profeta (cf. Dt 18,15; 1 Mac 14,41), personajes esperados para el tiempo mesiánico. El desconcierto de sus interlocutores es grande.

El Bautista continúa explicando su propia identidad, definiéndose a sí mismo con las palabras del Segundo Isaías: «Voz que clama en el desierto» (v. 23) y prepara el camino al Cristo (cf. Is 40,3). El no es la luz, es sólo la lámpara que arde y que testimonia la luz verdadera. El no es la Palabra encarnada, es sólo la voz que prepara el camino con la purificación de los pecados y la conversión del corazón. Y a la ulterior insistencia de los fariseos sobre el motivo de su bautismo, Juan replica: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis» (v. 26).

El bautismo de Juan no es el del tiempo de la salvación, sino un rito de iniciación para prepararse a la acogida del Mesías, que se encuentra ya entre el pueblo. El Bautista acerca su propia persona a la de Cristo para poner de relieve la dignidad y grandeza de Jesús, cuya vida tiene dimensiones de eternidad: Juan no es digno de prestarle el más humilde de los servicios: desatarle las sandalias. El testimonio del Bautista pretende, pues, suscitar la fe en todo hombre hacia el gran desconocido, el portador de la salvación, que vive entre los hombres.

La fe del Bautista está orientada al anuncio de Jesús. El Mesías, pues, tanto en su aparecer como en el curso sucesivo de la historia humana, por él atravesada y revolucionada, no revela inmediata ni completamente su origen ni su misión. Es preciso que quien recibe de Dios el don de tocar el misterio de Cristo, reflexionando sobre los misterios de su historia, lo anuncie con la vida y la palabra, como el Bautista junto al Jordán. En efecto, el hombre forjado en la soledad del desierto se esconde y casi desaparece a la sombra de aquel que él presenta al mundo. Esta, justamente, fue su misión: dar testimonio del Esperado que vive en medio de su pueblo.

También el cristiano de hoy está llamado a ser anunciador del evangelio y la Palabra de Jesús, la voz que grita con la vida la verdad de Cristo, a pesar de la pobreza que experimenta y la fragilidad de sus palabras humanas. Cristiano es el hombre que se define en función de Cristo, de Aquel que viene siempre a los suyos para comunicar salvación y vida. Él da testimonio de Cristo, nos relaciona con él y le prepara su misión; es el heraldo que invita a volver al desierto para preparar espiritualmente el camino al Mesías; es el que reclama atención no para sí mismo, sino para el que está por llegar. Todo cristiano es un propagador de la Palabra de Dios en la aridez espiritual de nuestro mundo, el que allana el camino a los hermanos para que encuentren a Cristo, y es testigo del evangelio con la propia vida.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1, 6-8.19-28, para nuestros Mayores. En medio de vosotros hay uno que no conocéis.

“Uno que no conocéis”. El testimonio del Bautista sobre el Mesías ya presente, aunque desconocido por los judíos, fundamenta la misión gozosa del profeta y del creyente que celebra alegre y esperanzado la venida del Señor. Éste es el eco a la profecía de Isaías, que Cristo se aplicó a sí mismo en la sinagoga de Nazaret.

El mensaje bíblico-litúrgico de hoy estimula a la comunidad eclesial y a sus miembros al seguimiento, anuncio y testimonio gozosos de Cristo, para que no sea Jesús el gran desconocido del mundo actual. El gozo que proclama esta pericopa no es la alegría superficial y mundana de una navidad ya próxima y comercializada hábilmente por la sociedad consumista, sino el hecho de saber que Cristo está ya en medio de nosotros, si bien quizá no lo conozcamos y testimoniemos suficientemente.

Dentro del proceso teológico-judicial que vertebra el cuarto evangelio —Cristo/judíos, luz/tinieblas, fe/incredulidad— escuchamos en el evangelio de hoy el espléndido testimonio de Juan el Bautista en favor de Jesús, el mesías que viene, como respuesta a la pregunta que se le hace: Tú, ¿quién eres?

Intrigados por la personalidad del Bautista, los jefes religiosos del pueblo israelita le enviaron desde Jerusalén algunos emisarios para conocer la identidad de este profeta popular que está bautizando a la gente a orillas del Jordán. En el careo con los enviados, el precursor hace el papel de testigo de descargo a favor de Jesús: Yo no soy el mesías, ni el profeta esperado (Moisés o Elías), sino tan sólo la voz que grita en el desierto: allanad el camino del Señor. Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros hay uno que no conocéis y que es más que yo.

La personalidad de un profeta. El Bautista, junto con Isaías, José y María, es una de las cuatro figuras en quienes se encarna la esperanza de los pobres, según se desprende de las lecturas bíblico-litúrgicas de este tiempo. Juan fue el último de los numerosos casos bíblicos de “hijos regalo de Dios” a matrimonios estériles o de edad avanzada, como Zacarías e Isabel, padres del Bautista. Todo lo cual anunciaba a un hombre con una misión especial.

El autor del cuarto evangelio no se detiene a describir la impresionante figura y recia personalidad del Bautista, como hacen los otros evangelistas, puesto que para él la mejor síntesis de la persona y misión de Juan es definirlo como “testigo de la luz, que es Cristo” (1 ,7s). No obstante, del pasaje evangélico de hoy, en conexión con las demás ocasiones en que el Bautista repite su testimonio a favor de Jesús, se desprenden tres rasgos característicos que subliman su persona: 1.- Sinceridad y lealtad a toda prueba: “Confesó sin reservas”. Su rectitud y amor a la verdad le costó la vida, al recriminar a Herodes Antipas su conducta inmoral: estar casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo. 2.- Humildad y sensatez que no sucumben a la vanidad de embriagarse con el aplauso de la masa. El sabe bien que su persona y ministerio profético están en segundo lugar y en función de otro superior a él. 3-. Testimonio profético, repetido varias veces, al servicio de la misión que se le había encomendado. El es tan sólo la voz que anuncia al Mesías y le prepara los caminos del corazón humano.

Lo mismo que el Bautista expresó ante sus discípulos entusiasmo por la presencia y acción de Cristo el Mesías, así el cristiano puede también decir lleno de gozo y fe ante los hombres: Mi alegría está colmada, porque Cristo no defrauda mi expectativa; es necesario que él crezca y que yo disminuya.

Testigos de alegría y esperanza. Las encuestas actuales arrojan elevados porcentajes de desencanto y desilusión entre jóvenes y adultos ante la sociedad en que vivimos, la gestión política y administrativa, la situación económica y cívica: carestía de vida, desempleo, amenaza nuclear, violencia, terrorismo, inseguridad ciudadana, discriminación social, ruptura familiar y conyugal, droga, alcoholismo, hambre incluso.

Todo este desencanto crea tristeza, depresión, malestar, pesadumbre, ansiedad y angustia; es decir, los polos opuestos a la alegría de vivir. El hombre moderno que ha centrado toda su felicidad egoísta en triunfar, tener y gastar, es víctima de su propio invento: la sociedad de bienestar y consumo.

Quizá los hombres del tiempo del Bautista no eran tampoco más felices que nosotros. Como entonces, hay también en nuestro mundo una sorda espera, una confusa expectativa que sólo necesita al testigo que le muestre el motivo y fundamento de una esperanza segura: Cristo Jesús. El viene a “vendar los corazones desgarrados”. El es el don del Espíritu, el carisma de la alegría en este adviento a breve distancia ya de la navidad. Saber que “aguardamos la alegre esperanza: la aparición gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”, es motivo de optimismo esperanzado para cada uno de nosotros y para la comunidad humana y cristiana en que vivimos. Por eso nos recomienda san Pablo: Estad siempre alegres y no dejéis apagar las ascuas del Espíritu.

El testimonio de la alegría cristiana es necesario, hoy más que nunca, en nuestra sociedad con crisis de valores. Lo único que puede vencer la insatisfacción profunda del hombre actual es un testimonio personal y comunitario de alegría y esperanza, fundadas en la fe en Cristo liberador, vivo y presente entre los hombres que sufren por cualquier motivo. Porque ese testimonio no puede menos de impactar y suscitar la pregunta: ¿Qué secreta esperanza alegra la vida de esta persona o de este grupo de creyentes? El testigo es siempre un interrogante para los demás, hasta el punto que la vida resultaría absurda si Dios no existe.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1, 19-28, de Joven para Joven. “Entre vosotros hay uno que no conocéis”.

Juan era un gran profeta. Gozaba de tanto prestigio que algunos lo identificaban con el Mesías. Él, en cambio, se desgañita diciendo que no es más que un presentador de Jesús: “Yo no soy más que la voz que os grita: ¡Preparad el camino del Señor!”; “no soy digno de desatar la correa de su sandalia”; “yo bautizo con agua, pero él bautiza con Espíritu Santo”; “conviene que él crezca y yo disminuya”.

Juan señala a sus propios discípulos: “Ése es el cordero de Dios”. No sólo no retiene a los que quieren irse con él, sino que les impulsa a que lo sigan, como ocurre con Andrés y Juan. Todo discípulo de Jesús es esencialmente también un presentador suyo, como el Bautista, como aquellos que enviaba delante de él para preparar su llegada.

Cristo es un derecho de todos; pero para que puedan gozar de ese derecho, tiene que haber alguien que lo presente. Lo cortés es decir: “Te presento a este gran amigo mío, Jesús de Nazaret, mi Salvador”, sin respeto humano. No hay por qué avergonzarse. Al contrario: en el fondo quieren conocerlo. Otros nos lo presentaron a nosotros. Exactamente como hizo Andrés a su hermano Pedro y como hizo la samaritana a sus vecinos, pero desde la propia experiencia de salvación. No proclamamos teorías; ideas y pensamientos aprendidos. “Te encamino a él porque, por propia experiencia, encontrarás en él luz, paz y salvación”.

Él es el único Liberador. “Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien da el crecimiento a la semilla” (1 Co 3,6). No somos más que mediaciones del Señor. El presentador no se da importancia, sino que da importancia al presentado. Le da la palabra, y él se calla. Ésta es también la misión de las comunidades cristianas. Afirma G. Gutiérrez: “Aunque vengamos después de Jesús, los cristianos somos precursores como Juan. Por eso la comunidad cristiana no reemplaza a Cristo; ella debe en cierto modo borrarse ante él, porque no es digna de “desatar la correa de su sandalia” (Jn 1,27).

El que importa es el Señor. Es lo que advierte Jesús: “No os dejéis llamar ‘maestros’, ni ‘padres’, ni ‘consejeros’, pues vuestro maestro es uno solo” (Mt 23,8-11). Escribe P. Loidi: “Una comunidad dice mucho cuando es de Jesús, cuando habla de Jesús y no de sus reuniones, cuando anuncia a Jesús y no se anuncia a sí misma, cuando se extiende para Jesús y no para sí misma”.

Ésta es la actitud que vive y afirma Pablo. Reprocha a los corintios sus banderías: “¿Acaso crucificaron a Pablo por vosotros? ¿Os bautizaron para vincularos a Pablo?” (1 Co 1,13). “Somos servidores de Cristo y encargados de anunciar los secretos de Dios” (1 Co 4,1); “como sabio arquitecto puse como fundamento a Cristo” (1 Co 3,10); “no llegué a vosotros con ostentación de elocuencia o saber; decidí ignorarlo todo excepto a Jesucristo” (1 Co 2,1-2); “como bien sabéis, nunca buscamos honores humanos, ni vuestros ni de otros” (1 Co 2,5). Pablo, como el Bautista, se sitúa en su debido lugar. No se hace maestro que sienta cátedra, que enseña teorías propias, sino que se siente un presentador de Jesús, cuyo mensaje retransmite con humilde sencillez. Así debe ser y proceder todo cristiano. Entonces su testimonio es fácilmente creíble.

Todo presentador siente la tentación de convertirse en autopresentador que busca, de forma inconsciente, admiración y parabienes. Resulta patente que el afán de protagonismo causa verdaderos desastres en los diversos ámbitos eclesiales, provocando conflictos, rivalidades y escándalos. Ser presentadores de Jesús es una misión gloriosa. Precisamente porque el Bautista sabe colocarse en su puesto, Jesús lo ensalza. “El caso es que Jesús sea anunciado; lo demás no me importa” (Flp 1,18).

Ante todo por el testimonio claro de vida personal y comunitaria que, lleno de grandeza y bondad, levante sospechas y obligue a los cercanos a preguntarse: “¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué o quién es el que los inspira? Este testimonio constituye ya de por sí una proclamación muy clara y eficaz del Evangelio” (EN 21). Cuando se ve a una persona, que ha estado crónicamente enferma y dolorida, y que ahora está sana y alegre, inmediatamente otros aquejados de los mismos males le preguntan: “¿Qué médico te ha tratado?”. Éste ha de ser el efecto de nuestro testimonio. Y entonces es el momento de narrar la propia fe, la experiencia religiosa que tenemos.

El entusiasmo es creativo y encuentra siempre formas de estimular a otros, como hacer llegar testimonios o biografías de creyentes de gran talla humanitaria y de fe recia. Se trata de poner en contacto a quienes queremos presentar a Jesús con presentadores fascinados por él, creíbles por su garantía humana. Resulta a veces eficaz poner en sus manos libros, vídeos, canciones, novelas que hablan indirectamente, de forma subliminar, de él. Las personas que se “encuentran” íntimamente con Jesús, se vuelven sus presentadores. De la profetisa Ana dice Lucas: “Hablaba del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén” (Lc 2,38).

Todo encuentro verdadero es indefectiblemente misionero. Pablo decía: “¡Pobre de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Co 9,16). San Antonio M. Claret indicaba: “!No puedo callar!”. Y Pablo VI: “Es impensable que un hombre haya acogido la Palabra (se ha encontrado con Cristo) sin convertirse a su vez en alguien que da testimonio y anuncia” (EN 24). Cuando alguien se siente orgulloso y feliz con un amigo, ¿no lo presenta a otros amigos o conocidos: “Te presento a mi amigo. Es fenomenal. Puede ayudarte mucho. Te lo digo por experiencia” ¿Por qué no con Jesucristo? Todos saldrían ganando.

Elevación Espiritual para este día.

¿Quién es Jesús? Nosotros que tenemos este grandísimo y dulcísimo Nombre para repetírnoslo a nosotros mismos, nosotros que somos fieles, nosotros que creemos en Cristo, nosotros ¿sabemos bien quién es? ¿Sabríamos decirle una palabra directa y exacta: llamarlo verdaderamente por su nombre, invocarlo como luz del alma y repetirle: Tú eres el Salvador? ¿Sentir que nos es necesario y que no podemos estar sin él: es nuestro tesoro, nuestra alegría y felicidad, promesa y esperanza, nuestro camino, verdad y vida (...).

El Cristo que llevamos a la humanidad es el “Hijo del Hombre”, como él mismo se ha llamado. Es el primogénito, el prototipo de la humanidad nueva, es el Hermano, el Compañero, el Amigo por excelencia. Sólo de Él se puede decir con plena verdad que «conocía al hombre por dentro» (Jn 2,25). Es el enviado de Dios, no para condenar al hombre sino para salvarlo (Pablo VI, Discurso del 14 de marzo de 1965).

Reflexión Espiritual para el día.

Narciso es el protagonista de un relato antiguo. Era un joven bellísimo que un día contempló su propia imagen reflejada en un espejo de agua. Se enamoró de ella ignorando que la imagen reflejada era él mismo. Se arrojó al agua y se ahogó.

Ningún relato ilustro mejor cuán engañosa es la felicidad fundada en el culto de sí, pero para mucha gente el alfa y la omega de la búsqueda de la felicidad reside en el propio «yo». Si el problema está en esto, en esto se encuentra también la respuesta. ¿Se necesita una aportación externa? Sólo para enriquecerse con ella. Es la felicidad posesiva que descarta friamente todo lo que podría atraer al hombre fuera del propio nido. El que padece esta enfermedad puede sentirse feliz exclusivamente de sí. Este “cerrarse en el propio capullo” se ha difundido de modo sorprendente en los últimos decenios. Se tiene la impresión de que todas las fronteras se cierran, que puertas y ventanas están atrancadas, que la calefacción central esté abierta al máximo. El lecho de plumas parece haberse convertido en el santuario de toda la familia.

La publicidad colaboro a la inflación del yo, como podemos constatar sobre los muros de nuestras calles: mi banco (mímame, mis dineros, mi interés, mi porvenir, mí seguridad...). “Tú” o “él” casi han desaparecido.

La desaparición del espíritu de sacrificio produce una sociedad fría, que se hace también muy conservadora. Se limito a preservar, no crea nada. ¡Y peor aún! Ante el sufrimiento, la búsqueda de la felicidad pierde su sentido: todo sufrimiento anula la felicidad. De este modo, el hombre se aleja de la verdad misteriosa para la cual la felicidad es bastante fuerte para integrar momentáneamente el sufrimiento y asumirlo. El sufrimiento contiene otra especie de felicidad, una felicidad de registro distinto, una felicidad que sólo conocen los que la han comprendido a la luz de la cruz, pero algo está claro para cada uno de nosotros: quien quiere ser feliz aquí abajo, debe estar dispuesto a dar cabida al sufrimiento.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1Jn 2, 22-28.Lo divino en lo humano.

Seguimos en el mundo y mentalidad de la gnosis. Desde ella surgió la primera herejía cristológica. Lo deducimos a través de las afirmaciones de esta primera carta de Juan, así como dé la forma de presentar la encarnación del Verbo en el evangelio que lleva su nombre. Además, lo constatan los Padres de la Iglesia desde la primera hora. San Ireneo habla de Cerinto para quien Jesús había sido algo así como un recipiente o receptáculo que, momentáneamente, había albergado al ser espiritual y celeste llamado Cristo. La concepción gnóstica del mundo no podía imaginarlo de otra manera. Era imposible que el mundo de lo divino pudiese irrumpir realmente en el mundo de lo humano. Que el mundo trascendente y sobrenatural, el Verbo, se hubiese acercado al mundo de abajo, en Jesús, era un escándalo absolutamente inadmisible en la mentalidad gnóstica.

Nuestro autor se dirige directamente contra esa mentalidad. Y afirma categóricamente que lo humano, Jesús, fue expresión y reflejo perfecto de lo divino, lo mismo que el Hijo lo es del Padre (Jn 14, 9). No se trata de la habitación momentánea y transitoria del ser celeste, llamado Cristo, en el ser terrestre, llamado Jesús. Quien niegue la verdadera unión de lo divino y lo humano en Jesús es un mentiroso, el anticristo (ver el comentario a 2, 18-25), niega al Padre y al Hijo, porque quien niega al Hijo no puede poseer al Padre, mientras que quien confiesa al Hijo tiene también al Padre.

Frente a los «innovadores» —los gnósticos—, que enseñaban una doctrina nueva, los lectores cristianos deben permanecer en lo que oyeron y aprendieron desde el principio, es decir la resurrección de Cristo, en que la fe descubrió todas las dimensiones del misterio cristiano. Esta permanencia en «lo que oísteis desde el principio» es la que garantiza la comunión con Dios y con Cristo. La insistencia con que nuestro autor acentúa la necesidad de permanecer en lo recibido desde el principio pone de relieve el problema planteado por la distancia existente entre los creyentes y los acontecimientos o el acontecimiento central en el que creen. Esta distancia crea la necesidad de nuevas formulaciones del misterio o del acontecimiento determinante de la vida cristiana. Esto es lógico. Nace del esencial destino que la palabra de Dios tiene, destino a unos hombres con su mentalidad y categorías culturales que deben ser siempre tenidas en cuenta.

Este principio de adaptación a destinatarios nuevos es tenido presente por el autor de nuestra carta. Pero siempre debe mantenerse lo esencial, lo que desde el principio aparece como esencial en la confesión cristiana de la fe. No para repetirlo en un inmovilismo anti-neotestamentario, sino como un esfuerzo permanente de auto-comprensión desde la inmutabilidad de la palabra, desde la que nace la comunión con el Padre y con el Hijo. No se trata simplemente de «conservar» la palabra pronunciada, sino de lograr, a través de esa palabra (que puede escribirse también con mayúscula), la permanencia en Dios y en Cristo.

La promesa que se realiza como consecuencia de permanecer en la palabra recibida es la vida eterna. Porque, a través de Cristo, ha llegado al hombre la vida misma de Dios. No olvidemos la concepción vetero-testamentaria sobre la vida. Dios es la vida misma y principio de la vida (Gén 2, 7; Sal 36, 10; 104, 29). El pensamiento helenista, bajo la influencia del mundo oriental, acentuaría la sobrenaturalidad de esta vida. Nuestro mundo, el mundo de los humanos, sobre todo por su vinculación a la materia, es un mundo en el que reina la muerte. Dios, como realidad sobrenatural, sobrepasa y supera la muerte. Y el deseo innato en el hombre es participar de esa vida inextinguible. Esta es precisamente la realidad que Cristo ha traído para el hombre. Superando sustantivamente las mismas apetencias y deseos humanos.

La insistencia del autor en la «sana doctrina» está provocada por aquéllos que pretenden seducirlos. Ellos conocen la verdad, porque han recibido la unción del Espíritu (alusión al bautismo, ver el comentario a 2, 18-25). La fuerza motriz en la comunidad cristiana y en el verdadero conocimiento de Dios es el Espíritu. El cuarto evangelio insiste con toda la fuerza posible en este punto esencial (Jn 16, 13-14). De ahí que nuestro autor insista en la necesidad de permanecer en él.
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