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domingo, 3 de enero de 2010

Día 03-01-2010


3 de enero de 2010. DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. (Ciclo C). 2ª semana del Salterio. SANTISÍMO NOMBRE DE JESÚS. SS. Antero pp, Genoveva vg. 
LITURGIA DE LA PALABRA.

Si 24, 1-2.8-12. La sabiduria de Dios habitó en el pueblo escogido.
Salm 147.R/. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.
Ef 1, 3-6.15-18. Nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.
Jn 1-18. La Palabra se hizo se hizo carne y acampó entre nosotros.


PRIMERA LECTURA.
Si 24,1-2.5-7.12-16. 26-30.
La sabiduría de Dios habitó en el pueblo escogido.

La sabiduría hace su propio elogio, se gloría en medio de su pueblo. Abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus potestades. Yo salí de la boca del Altísimo y como niebla cubrí la tierra; habité en el cielo con mi trono sobre columna de nubes.

Entonces el Creador del universo me ordenó, el Creador estableció mi morada: —Habita en Jacob, sea Israel tu heredad.

Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. En la santa morada, en su presencia ofrecí culto y en Sión me estableció; en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder. Eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad.

Venid a mí los que me amáis, y saciaos de mis frutos; mi nombre es más dulce que la miel, y mi herencia mejor que los panales. El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed. El que me escucha no fracasará, el que me pone en práctica no pecará.

Palabra de Dios.

Sal 147,12-1 3.14-1 5.19-20.
R/. La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros.

Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. R.

Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina; él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. R.

Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos.R.

SEGUNDA LECTURA.
Efesios 1,3-6.15-18.
Nos ha destinado en la pertsona de Cristo a ser sus hijos.

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales, en el cielo. Ya que en El nos eligió, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia, por amor. Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo, conforme a su agrado; para alabanza de la gloria de su 1 gracia, de la que nos colmó en el Amado.

Por lo que también yo, que he oído hablar de vuestra fe en Cristo, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Jn. 1,1-18.
La Palabra se hizo carne y acampo entre nosotros.

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios, La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne,

Palabra del Señor



Comentario de la Primera lectura: Eclesiástico 24,1-4.8-12

El texto del Eclesiástico es una de las muestras más bellas de la literatura sapiencial y narra un gran elogio a la Sabiduría divina, fuente viva que renueva toda cosa en la vida que Dios comparte con los hombres. La sabiduría en persona canta sus propias alabanzas en la presencia del Dios altísimo. Se presenta unida a Dios, pero, al mismo tiempo, distinta de él. Se identifica como persona con la Palabra de Dios (con la Torá) y como símbolo con la niebla que cubre la tierra, semejante al Espíritu de Dios que se cernía sobre el caos primordial de la creación (vv. 2-3; Gn 1,2). Preexistía junto a Dios, teniendo su morada junto a su trono, y es eterna (vv. 4-9). Recorrió el mundo y recibió la orden de establecerse en Israel: «Pon tu tienda en Jacob, y fija tu heredad en Israel» (v. 8), ejerce su ministerio en Sión, tomando a Jerusalén, la ciudad santa, por morada, y haciendo de Israel un pueblo glorioso, porción del Señor, su heredad (vv. 10— 11).

En el Nuevo Testamento tal sabiduría es Jesús. El evangelista Juan, cuando nos habla del “Verbo”, tiene como trasfondo este texto y lo utiliza refiriéndose a la teología de la Palabra y de la Sabiduría, en el sentido de fuerza que crea, revelación que ilumina, persona que vivifica. Juan, además, lo aplica a Cristo en su relación con el Padre (cf. Prov 8; Sab 6-9). Jesús, en efecto, es la Palabra última y definitiva de Dios, la auténtica Sabiduría hecha visible, la persona enviada por Dios como Hijo unigénito del Padre.

Comentario del Salmo 147

Es un himno de alabanza, que forma parte del conjunto de salmos que los judíos rezan por las mañanas (el tercer Hallel o la «alabanza de la mañana», Sal 146-150). Después de este salmo, la numeración vuelve a coincidir en todas las Biblias. Algunas traducciones antiguas, que siguen versiones del griego o del latín, sitúan en el versículo el comienzo del salmo 147.

Este salmo está muy bien estructurado y se divide en tres partes (1-6; 7-11; 12-20), cada una de las cuales comienza con una invitación seguida de una larga exposición de motivos, Estos motivos de alabanza son siempre las obras del Señor. El salmo comienza y termina con la misma exclamación: ¡Aleluya! 

La primera parte (1-6) arranca con una invitación dirigida a la gente: “¡Alabad al Señor!”. La razón de esta invitación a la alabanza viene introducida con la conjunción «pues». La alabanza ha de ser «armoniosa» (acompañada de instrumentos) y cantada. En esta primera parte, se menciona a Dios cinco veces (tres veces como «el Señor», una como «nuestro Dios» y otra como «nuestro Señor»). Hay ocho razones o motivos para la alabanza, expresados por medio de acciones de Dios: el Señor “reconstruye Jerusalén”, «reúne a los deportados», «cura a los de corazón despedazado», «cuida sus heridas», «cuenta las estrellas», «a cada una la llama por su nombre», «sostiene a los pobres» y “humilla a los malvados”. Por tanto, Jerusalén ha sido reconstruida, repoblada, se ha curado a los de corazón destrozado, pero hay pobres y malvados.

La segunda parte (7-11) comienza con una nueva invitación a la alabanza (7). El pueblo está llamado a alabar al Señor y a cantar con el arpa (comparar el versículo 7 con el versículo 1). El destinatario de la alabanza aparece tres veces: dos veces como «el Señor» y una como «nuestro Dios». Hay siete acciones del Señor: «cubre el cielo de nubes», «prepara la lluvia», «hace brotar hierba», «dispensa alimento», «no le agrada el vigor del caballo», «no aprecia los músculos del hombre» y «aprecia a los que lo temen». Tenemos el prodigio de la lluvia, que abarca todo el ciclo de la producción de los alimentos que garantizan la vida. Se alude a tres estaciones del año: el invierno (lluvias), la primavera (los brotes) y el verano (los frutos). Tres (es decir, todos) son los beneficiarios de estas acciones: el hombre, el rebaño y las crías de cuervo (8b-9). Hay un foco de tensión, expresado en las dos realidades que no le agradan a Dios: el vigor de los caballos y los músculos del hombre (10). Tenemos aquí una referencia a los ejércitos y al militarismo. 

La tercera parte (12-20) comienza con una invitación dirigida a Jerusalén (12) comparar con el versículo (2). La alabanza está destinada al Señor, Dios de la ciudad (12). Los motivos de esta alabanza son catorce, divididos en tres bloques: la ciudad, la naturaleza y el pueblo. De la ciudad, se dice que Dios ha reforzado sus cerrojos, que ha bendecido a sus hijos, que ha puesto paz en sus fronteras y la ha saciado con flor de trigo (13-14, son cuatro acciones). De la naturaleza (15-18), se dice que Dios envía sus órdenes a la tierra, que hace caer la nieve como lana, esparce la escarcha, que arroja el hielo, congela las aguas, envía su palabra, derrite las aguas y sopla su viento. Tenemos ocho acciones relacionadas con el invierno y con la primavera. La palabra del Señor ordena todas estas cosas (comparar el versículo 15 con el 18). Es interesante constatar que hay fenómenos naturales (nieve, escarcha, hielo) que parecen domesticados por la palabra, pues se les compara con la lana, con la ceniza del hogar y con las migajas de pan. Del pueblo (19-20), se dice que Jacob (Israel) ha recibido un trato especial entre todos los pueblos. Son dos las acciones del Señor: anuncia su palabra a Jacob y no trata del mismo modo a ninguna otra nación.
En la tercera parte tenemos catorce acciones del Señor en favor de Jerusalén, de la naturaleza y del pueblo.

Este salmo nació después del exilio en Babilonia (2-3), La ciudad ha sido reconstruida, sus puertas reforzadas (13), vive tiempos de paz (14a) y dispone de alimento (14h), los campos dan su fruto, las lluvias son abundantes, obedientes a la palabra de Dios (cf. Is 55,10-11). La alabanza se extiende sobre la ciudad (12) y el pueblo (1.7). Pero hay focos de tensión. Se menciona la existencia de pobres que viven juntos a los malvados y se alude a una cierta carrera de armamentos (10). Se ensalza a Dios por la liberación del exilio, por ser Señor del universo (4) y de la naturaleza (8-9.15-18), por proporcionar alimento a la ciudad, al pueblo y a toda la creación. 

No se habla del templo ni de los sacerdotes que gobernaron la vida de los judíos en el tiempo que siguió al exilio. La paz en las fronteras (14a) es relativa, pues a partir del exilio, el pueblo de Dios vivió casi siempre sometido al poder de los grandes imperios de la zona.

El pueblo y la ciudad de Jerusalén celebran a Dios durante todo el año (las estaciones). Se le alaba con cánticos y con música, pues actúa en favor de su pueblo de un modo extraordinario, sabio (5) y sin igual (19—20). Las 29 acciones del Señor nos dan una idea de cómo lo ve este salmo, cómo lo siente y lo celebra. En resumen, se trata del aliado fiel, que manifiesta todo su amor y fidelidad a la vuelta del exilio, en la reconstrucción de la identidad nacional (la ciudad de Jerusalén), actuando como «arquitecto» (2) y «médico» de los corazones despedazados y heridos (3). Se le invoca o menciona de diferentes maneras un total de doce veces, con nombres o expresiones que lo muestran inseparablemente unido al pueblo en sus necesidades. Por eso se le alaba.

Este salmo repercute directa e indirectamente en Jesús, Jerusalén no recibe a Jesús y no acoge su mensaje de paz. Jesús trató a todos de igual manera, sin distinciones por motivo de raza o de pertenencia al pueblo. Encontró mayor fe y acogida entre paganos y pecadores. Alimentó a todos los hambrientos y curó los corazones quebrados. Se preocupó de la vida de todos... 

Estamos ante un salmo de alabanza y, por tanto, se reza para cuando queremos alabar a Dios por la liberación del pueblo, por la humanización de las ciudades, por la naturaleza que se recupera y que nos asegura el alimento; también podemos rezarlo cuando los pobres reciben apoyo y sustento y los malvados son humillados; cuando, en nuestra vida, sentimos con fuerza la presencia de la palabra de Dios que crea y que libera...

Comentario de la Segunda lectura: Efesios 1,3-6.15-18

Esta lectura consta de dos partes distintas. La primera (vv. 3-6) contiene los primeros versículos del himno cristológico: el tema hace referencia a la historia de la salvación, cuyos protagonistas son el Padre, Cristo y el Espíritu, y cuya ley es el amor gratuito de Dios.

El Padre es la fuente, el iniciador y el término de toda cosa. El Espíritu Santo es la garantía y la prenda de la heredad ofrecida al hombre. El Hijo, único mediador de la obra divina, es el que todo lo cumple y lleva a cabo con la entrega de sí hasta el don de la vida. El Padre, pues, que tiene la iniciativa de regalar la salvación, fruto de su obra, se sirve de «su Hijo querido» (y. 6) para actuarla. Así, la actividad de las tres personas divinas aspira a llevar la salvación al hombre, que está en el centro del designio de Dios, aunque el objetivo último de la historia de la salvación no sea el hombre, sino la gloria misma de Dios.

Es para alegrarse y para permanecer sin aliento ante este designio que ocupaba en la mente de Dios un puesto anterior a la creación misma: estamos insertos en el amor que Dios siente por su Hijo querido. También nosotros estamos en el circuito trinitario de un amor desbordante y sin fin, envueltos por el abrazo de Dios. Y todo esto a través de la Iglesia en la que «en Cristo» llegamos a ser hijos adoptivos de Dios (cf. Rom 9,4; Gal 3,1-7). Todo es don gratuito emanado del corazón de Dios que ama a la humanidad apasionadamente.

La segunda parte (vv. 15-18) refleja los sentimientos de gratitud de Pablo hacia Dios por sus hermanos en la fe, sobre quienes invoca la sabiduría divina y los dones de la santidad plena y del amor verdadero.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 1,1-18

Las lecturas bíblicas de este domingo evidencian que Jesús es el icono visible de Dios Padre. El Hijo, en efecto, mira incesantemente al Padre, que es la fuente de su misión. Todo le viene del Padre: la enseñanza, la actividad, el poder sobre la vida y sobre la muerte. «Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado» (Jn 7,16). «La Palabra que habéis escuchado no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn 14,24). El Hijo no hace nada por sí sólo, sino «como me ha enseñado el Padre, así hablo» (Jn 8,28). Jesús está a la escucha del Padre con mirada de contemplación interior y transmite sus palabras, es más, comunica tan bien la Palabra del Padre que Él mismo es, para el evangelista, la Palabra del Padre (Jn 1,1-2). Así Jesús es el perfecto revelador del amor del Padre, porque está siempre a la esComentario del Santo Evangelio: Juan 1,1-18, para nuestros Mayores.”La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. 

La liturgia nos invita este domingo a fijar la atención en nuestra relación con Dios: una relación que se ha vuelto verdaderamente estrecha, íntima, muy bella, mediante la Encarnación de Jesús.

La primera lectura nos habla de la sabiduría. La reflexión sobre la sabiduría en el Antiguo Testamento se había acercado a la contemplación del Hijo de Dios. No era todavía una revelación perfecta, pero constituía ya cierta preparación para la misma.

La sabiduría hace su propio elogio en el fragmento del Sirácida, y dice: «Yo salí de la boca del Altísimo».

En el Antiguo Testamento se había reflexionado sobre la sabiduría y se había comprendido su estrecha vinculación con Dios: la sabiduría ha salido de la boca del Altísimo; salió como un soplo, como una palabra. Por consiguiente, en esta personificación de la sabiduría existe ya una preparación de la revelación del Verbo de Dios, de la Palabra-persona del Hijo de Dios.

El Antiguo Testamento se maravillaba porque descubría que esta sabiduría personificada había recibido de Dios la misión de establecerse en el pueblo elegido. Afirma la sabiduría: «Entonces el creador del universo me ordeno, el que me creo estableció mi residencia: Reside en Jacob, sea Israel tu heredad… en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder»

En este fragmento no tenemos todavía una revelación plena, porque la sabiduría aparece presentada como una criatura y no como el Hijo de Dios increado. Dice, en efecto, «el que me creó»; afirma que fue creada desde el comienzo del mundo, antes de los siglos.

Por otra parte, la sabiduría todavía no se ha encarnado, porque el Sirácida la identifica algunos versículos más adelante con la ley de Moisés (cf. Eclesiástico 24,22). En consecuencia, la sabiduría no es aquí una persona, sino una institución.

El evangelio nos muestra, en cambio, que la Palabra de Dios es el Hijo unigénito de Dios, que se ha encarnado.

El prólogo de Juan empieza así: «La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios». Por consiguiente, existe una unión estrechísima entre la Palabra y Dios. Y al final del prólogo se llama a la Palabra «Hijo único». La Palabra, por consiguiente, no es una criatura, sino una persona divina; es «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero», como decimos en el Credo.

Esta persona divina se ha encarnado verdaderamente. De este modo, disponemos ahora, para orientar nuestra vida, no sólo de una ley, de una institución, sino de una persona que se ha encarnado y ha asumido una naturaleza como la nuestra. Juan afirma: «La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad».

El Hijo único de Dios, que acampó entre nosotros, nos da la posibilidad de llegar a ser hijos adoptivos de Dios. Como es obvio, nosotros no somos dioses, como el Hijo de Dios es Dios, pero participamos de una manera profunda de esta filiación de la Palabra encarnada. Dice Juan: «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios: a los que creen en él».

Ése es el objetivo de la Encarnación: el Hijo único de Dios se ha hecho hombre no sólo para estar entre nosotros, sino para ser precisamente uno de nosotros e introducirnos en una relación íntima con el Padre celestial.

Jesús nos trae esta adopción filial y nos confiere una dignidad extraordinaria. Nos introduce en una plenitud de vida insuperable: «De su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia».

Pablo nos hace contemplar, en la segunda lectura, este maravilloso plan de Dios del que somos beneficiarios. Con una actitud de acción de gracias, afirma: “¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!”, el cual por medio de Cristo nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales del cielo», porque nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos por obra de Jesucristo. 

Dios nos ha predestinado a ser hijos adoptivos suyos por obra de Jesucristo; nos eligió antes de la creación del mundo. En efecto, toda la creación fue hecha por Dios para que sirviera a este proyecto suyo de crear personas destinadas a convertirse en hijos suyos.

Este hecho debe infundirnos una alegría extraordinaria y debe iluminar toda nuestra vida. Dios nos ha amado hasta el punto de querer hacernos hijos adoptivos suyos por medio de Jesucristo, su Hijo unigénito. Este se encarnó precisamente para llevar a cabo este proyecto de amor. Todo es obra de la gracia, es decir, del amor gratuito, generosísimo, de Dios.

Pablo pide después, para los cristianos de Éfeso, la gracia de saber apreciar este don, de comprenderlo bien, de abrirse a la luz maravillosa que viene de la Palabra de Dios, que es luz y vida para los hombres (cf. Juan 1,4.9): «No ceso de dar gracias por vosotros, y recordándoos en mis oraciones, pido: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la gloria, os conceda un Espíritu de sabiduría y revelación que os lo haga conocer y os ilumine los ojos de la mente para apreciar la esperanza a la que os llama, la espléndida riqueza de la herencia que promete a los consagrados y la grandeza extraordinaria de su poder a favor de nosotros los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa».

En este tiempo de Navidad debemos pedir la gracia de ser iluminados interiormente, a fin de comprender el don que Dios nos ha hecho. Se trata de un don tan extraordinario que necesitamos un espíritu de sabiduría y de revelación para poder reconocerlo.

Debemos pedir la gracia de comprender lo que recibimos, para poder exultar de alegría, para poder vivir en la admiración de la obra divina, en la gratitud filial y en el amor.

Nuestras perspectivas permanecen, con excesiva frecuencia, a nivel terreno, y estamos preocupados por un montón de cosas materiales. Es verdad que la vida comporta muchas preocupaciones, pero se trata de cosas secundarias y no deberían hacernos olvidar las cosas más importantes. Y la cosa más importante de todas es precisamente el hecho de que el Hijo de Dios se ha encarnado, se ha hecho nuestro hermano, para que nosotros podamos llegar a ser con él hijos de Dios.

La dignidad que quiere darnos el Padre celestial es la dignidad más elevada que podamos concebir. Y la alegría que de ahí se deriva es la alegría más pura, más fuerte y más completa que jamás podamos imaginar.

El Hijo de Dios no vino a nosotros sólo para ser admirado, sólo para ser acogido como compañero, sino para comunicarnos su misma vida filial, para introducirnos en una relación íntima con Dios, para iluminar nuestra vida con esta relación extraordinaria.

Acojamos, por tanto, esta gracia con fe, con esperanza y con amor. La Encarnación de Jesús es, en efecto, para nosotros, la fuente de estas tres virtudes, la fuente de la vida plena. Jesús afirma en el Evangelio: «Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10,10). 

Comentario del Santo Evangelio :Juan 1,1-18, para nuestros Mayores. El unigénito de Dios se ha encarnado.

La liturgia nos invita este domingo a fijar la atención en nuestra relación con Dios: una relación que se ha vuelto verdaderamente estrecha, íntima, muy bella, mediante la Encarnación de Jesús.

La primera lectura nos habla de la sabiduría. La reflexión sobre la sabiduría en el Antiguo Testamento se había acercado a la contemplación del Hijo de Dios. No era todavía una revelación perfecta, pero constituía ya cierta preparación para la misma.

La sabiduría hace su propio elogio en el fragmento del Sirácida, y dice: «Yo salí de la boca del Altísimo».

En el Antiguo Testamento se había reflexionado sobre la sabiduría y se había comprendido su estrecha vinculación con Dios: la sabiduría ha salido de la boca del Altísimo; salió como un soplo, como una palabra. Por consiguiente, en esta personificación de la sabiduría existe ya una preparación de la revelación del Verbo de Dios, de la Palabra-persona del Hijo de Dios.

El Antiguo Testamento se maravillaba porque descubría que esta sabiduría personificada había recibido de Dios la misión de establecerse en el pueblo elegido. Afirma la sabiduría: «Entonces el creador del universo me ordenó, el que me creó estableció mi residencia: Reside en Jacob, sea Israel tu heredad… en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder».

En este fragmento no tenemos todavía una revelación plena, porque la sabiduría aparece presentada como una criatura y no como el Hijo de Dios increado. Dice, en efecto, «el que me creó»; afirma que fue creada desde el comienzo del mundo, antes de los siglos.

Por otra parte, la sabiduría todavía no se ha encarnado, porque el Sirácida la identifica algunos versículos más adelante con la ley
de Moisés (cf. Eclesiástico 24,22). En consecuencia, la sabiduría no es aquí una persona, sino una institución.

El evangelio nos muestra, en cambio, que la Palabra de Dios es el Hijo unigénito de Dios, que se ha encarnado.

El prólogo de Juan empieza así: «La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios». Por consiguiente, existe una unión estrechísima entre la Palabra y Dios. Y al final del prólogo se llama a la Palabra «Hijo único». La Palabra, por consiguiente, no es una criatura, sino una persona divina; es «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero», como decimos en el Credo.

Esta persona divina se ha encarnado verdaderamente. De este modo, disponemos ahora, para orientar nuestra vida, no sólo de una ley, de una institución, sino de una persona que se ha encarnado y ha asumido una naturaleza como la nuestra. Juan afirma: «La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad».

El Hijo único de Dios, que acampó entre nosotros, nos da la posibilidad de llegar a ser hijos adoptivos de Dios. Como es obvio, nosotros no somos dioses, como el Hijo de Dios es Dios, pero participamos de una manera profunda de esta filiación de la Palabra encarnada. Dice Juan: «Pero a los que la recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios: a los que creen en él».

Ése es el objetivo de la Encarnación: el Hijo único de Dios se ha hecho hombre no sólo para estar entre nosotros, sino para ser precisamente uno de nosotros e introducirnos en una relación íntima con el Padre celestial.

Jesús nos trae esta adopción filial y nos confiere una dignidad extraordinaria. Nos introduce en una plenitud de vida insuperable: «De su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia».

Pablo nos hace contemplar, en la segunda lectura, este maravilloso plan de Dios del que somos beneficiarios. Con una actitud de acción de gracias, afirma: “¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!”, el cual por medio de Cristo nos bendijo con toda clase de bendiciones espirituales del cielo», porque nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos por obra de Jesucristo. 

Dios nos ha predestinado a ser hijos adoptivos suyos por obra de Jesucristo; nos eligió antes de la creación del mundo. En efecto, toda la creación fue hecha por Dios para que sirviera a este proyecto suyo de crear personas destinadas a convertirse en hijos suyos.

Este hecho debe infundirnos una alegría extraordinaria y debe iluminar toda nuestra vida. Dios nos ha amado hasta el punto de querer hacernos hijos adoptivos suyos por medio de Jesucristo, su Hijo unigénito. Este se encarnó precisamente para llevar a cabo este proyecto de amor. Todo es obra de la gracia, es decir, del amor gratuito, generosísimo, de Dios.

Pablo pide después, para los cristianos de Éfeso, la gracia de saber apreciar este don, de comprenderlo bien, de abrirse a la luz maravillosa que viene de la Palabra de Dios, que es luz y vida para los hombres (cf. Juan 1,4.9): «No ceso de dar gracias por vosotros, y recordándoos en mis oraciones, pido: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la gloria, os conceda un Espíritu de sabiduría y revelación que os lo haga conocer y os ilumine los ojos de la mente para apreciar la esperanza a la que os llama, la espléndida riqueza de la herencia que promete a los consagrados y la grandeza extraordinaria de su poder a favor de nosotros los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa».

En este tiempo de Navidad debemos pedir la gracia de ser iluminados interiormente, a fin de comprender el don que Dios nos ha hecho. Se trata de un don tan extraordinario que necesitamos un espíritu de sabiduría y de revelación para poder reconocerlo.

Debemos pedir la gracia de comprender lo que recibimos, para poder exultar de alegría, para poder vivir en la admiración de la obra divina, en la gratitud filial y en el amor.

Nuestras perspectivas permanecen, con excesiva frecuencia, a nivel terreno, y estamos preocupados por un montón de cosas materiales. Es verdad que la vida comporta muchas preocupaciones, pero se trata de cosas secundarias y no deberían hacernos olvidar las cosas más importantes. Y la cosa más importante de todas es precisamente el hecho de que el Hijo de Dios se ha encarnado, se ha hecho nuestro hermano, para que nosotros podamos llegar a ser con él hijos de Dios.

La dignidad que quiere darnos el Padre celestial es la dignidad más elevada que podamos concebir. Y la alegría que de ahí se deriva es la alegría más pura, más fuerte y más completa que jamás podamos imaginar.

El Hijo de Dios no vino a nosotros sólo para ser admirado, sólo para ser acogido como compañero, sino para comunicarnos su misma vida filial, para introducirnos en una relación íntima con Dios, para iluminar nuestra vida con esta relación extraordinaria.

Acojamos, por tanto, esta gracia con fe, con esperanza y con amor. La Encarnación de Jesús es, en efecto, para nosotros, la fuente de estas tres virtudes, la fuente de la vida plena. Jesús afirma en el Evangelio: «Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10,10).

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1, 1-18, de Joven para Joven. La Palabra de Dios se hizo carne.

En la víspera de la octava de Navidad, la palabra de Dios nos invita a contemplar de nuevo el misterio frontal de la humanización de Dios: “El Hijo de Dios se hizo hombre”. Ante Él, más que intentar explicarlo y comprenderlo, lo que hay que hacer es contemplarlo con asombro y adorarlo. “Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo” (Jn 3,16).

Juan, en el prólogo de su evangelio, nos ha ofrecido una síntesis de la Buena Noticia: Toda la historia de la humanidad, reflejada y concienciada en la historia de Israel, es una historia de salvación, una revelación creciente, una sucesión ininterrumpida de mensajes y gestos liberadores de Dios. Con el envío de su Hijo, Dios hace el regalo supremo de su Palabra definitiva. Él es su “última Palabra”. Con ella, la historia de la salvación llega a su culminación. “En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2). Por eso afirmaba san Juan de la Cruz: “Después de hablarnos por su Hijo, a Dios no le queda más que decir”.

“La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Puso su tienda entre nosotros, como un hermano-vecino más, como el hijo del rey que se hace un beduino más. No es una “tienda regia”, aparte. Se ha hecho enteramente solidario, en todo igual a nosotros, “menos en el pecado” (Hb 4,15). No viene de visita, sino para quedarse con nosotros y pronunciar su Palabra de vida.

Con frecuencia me viene al recuerdo la opción heroica de una familia adinerada. Los padres sugieren a su hija que se va a casar que se establezcan en un barrio de chabolas en el que realizan tareas de promoción. Para cuando los padres se lo proponen, ya lo habían decidido la hija y el novio. Allí se establecen en la más dura pobreza hasta carecer de agua corriente y de calles asfaltadas, pero padres e hijos se sienten felices de palpar el cambio que rápidamente se va produciendo gracias a su acción.

Ya hemos dicho que el Hijo de Dios no se ha “disfrazado” de hombre; se ha hecho hombre de verdad y para siempre. No resulta difícil creer que sea Dios o que sea hombre; lo que nos resulta difícil es creer que sea al mismo tiempo Dios-hombre... Recitamos en el credo: “Por nosotros los hombres... se hizo hombre”. Cuando pronunciamos “por nosotros”, no hemos de entenderlo como referido a una humanidad abstracta, que no existe, sino a cada uno, como Pablo dice de su entrega a la muerte (Gá 2,20). Se hizo hombre por mí”, para hacerse solidario “conmigo”, para hacerse “mi” hermano, “mi” amigo, “mi” compañero de viaje. “Plantó” su tienda entre nosotros, junto a la mía. Más todavía, me ha convertido a mí y a nosotros (Mt 18,20) en tiendas en las que habita: “Si alguno me ama, mi Padre lo amará; vendremos a él y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14,23).

Frente a la incomprensible generosidad de Dios Padre-Madre, Hijo y Espíritu, el apóstol nos presenta el reverso del misterio: el rechazo por parte de los “suyos, que no lo recibieron”. Juan escribe su evangelio después de la pasión y muerte de Jesús, cuando la traición de su pueblo se ha consumado. “Vino a su casa, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Sólo un puñado de “pobres de Yavé”, el pequeño resto, le escucha (Mt 11,25). También hoy muchos, incluso “cristianos”, ignoran su Palabra. Se “aceptan” dogmas como verdades indispensables, se “cumplen” normas y se “reciben” ritos, pero no se vive pendiente de su Palabra ni en realidad se la vive. De todo ello somos mucho más responsables que los judíos, porque tenemos mayor facilidad de acceso y comprensión.

Escuchar a Jesús, que recorre los caminos de Palestina, no era tan fácil. Hay que aceptar como algo normal que sus contemporáneos se preguntaran: ¿Quién es en realidad este rabí de Nazaret? ¿Por qué se empeña en poner todo patas arriba? Las autoridades religiosas lo condenan. ¿No será verdad que actúa movido por Belcebú? Por otra parte, en aquel tiempo no tenían medios para recoger sus palabras; nosotros tenemos todas las facilidades. Sabemos que quien nos habla es el mismísimo Hijo de Dios. ¡Y es tan fácil escucharle! En un librito pequeño podemos llevar al Maestro con nosotros y escucharle en cualquiera de sus discursos cuando queramos. Nos duele que los hijos, nietos o sobrinos no nos escuchen ni aprovechen nuestra ciencia y nuestra experiencia. ¿No es mayor nuestra insensatez si no nos acercamos al mismísimo Hijo de Dios? Juan afirma: “A los que lo recibieron los hizo capaces de ser hijos de Dios” (Jn 1,12); son “su madre y sus hermanos” (Lc 8,21).

Dice Juan: “La ley fue dada por Moisés, pero la gracia vino por Jesús” (Jn 1,17). Un amigo ex alcohólico me refirió que en una ocasión, después de una de sus muchas borracheras, cuando se le había pasado ya el efecto del alcohol y algunos de sus familiares le hicieron lo mal que lo había hecho pasar a su mujer y familiares, además de algunos destrozos que había causado, contesto desesperado: “Estoy enfermo y lo que necesito es una mano amiga que me ayude a dejar el alcohol”. Un hermano se comprometió a darle esa mano; le acompaño con frecuencia en las salidas y le apremió a que asistiera a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, se recuperó del todo y hoy vive feliz con su familia. 

Mi amigo es todo un símbolo de la persona humana. Jesús no ha venido a “sermoneamos”. ¿De qué nos servirían los sermones si, como afirma Pablo, nos sentimos incapaces de asumir sus consignas? (cf. Rm 7,19). Los ángeles cantan: “Os ha nacido un Salvador”, no un legislador. A quien, como mi amigo ex alcohólico, se siente impotente y pide auxilio, Jesús le responde: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28).

Elevación Espiritual para este día.

La morada de mi Dios está allí, está más allá de mi alma. Allí habita, desde allí me ve, desde allí me ha creado (...), desde allí me llama, me guía y me conduce al puerto.

El que tiene en lo más alto de los cielos una morada invisible, posee también una tienda sobre la tierra. Su tienda es la Iglesia aún itinerante. Es aquí donde hay que buscarlo, porque en la tienda se encuentra el camino que conduce a su morada. En la casa de Dios hay una fiesta perpetua (...). La armonía de esta fiesta encanta el oído del que camina en esta tienda y contempla las maravillas realizadas por Dios para la redención de sus fieles. Y así gustamos ya una secreta dulzura, podemos vislumbrar ya, con lo más alto de nuestro espíritu, la vida que no cambia (...). ¿Por qué, pues, te turbas, alma mía? Y el alma responde en lo secreto: « ¿Estoy, quizás, desde ahora, en seguro? ¿Quizás el demonio, mi enemigo, no me espía? ¿Y quieres que no me inquiete, estando todavía exiliada lejos de la casa de Dios?».

«Espera en Dios». En la espera, encuentra a tu Dios aquí abajo en la esperanza (...). ¿Por qué esperar? Porque él es mi Dios, la salvación de mi rostro. La salvación no puede venirme de mí mismo. Lo diré, lo confesaré: mi Dios es la «salvación de mi rostro» (San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 41,9).

Reflexión Espiritual para el día.

Dios, después de haber hablado en múltiples ocasiones y de muchas maneras por los profetas, «ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,1-2). Envió, pues, a su Hito, esto es, el Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que habitase entre ellos y les explicase los secretos de Dios (cf. Jn 1,1-8). Jesucristo, pues, Verbo hecho carne, enviado como «hombre a los hombres» (Ad Diognetum), «habla las palabras de Dios» (Jn 3,34) y lleva a cumplimiento la obra de la salvación que le ha confiado el Padre (cf. Jn 5,36; 17,4). Por eso, viéndolo a él se ve también al Padre (cf. Jn 1 4,9) con toda su presencia y con su manifestación, con palabras y obras, con signos y milagros, y especialmente con su muerte y su gloriosa resurrección de entre los muertos y, finalmente, con el envío del Espíritu de la verdad, cumple y completa la revelación y la corrobora con el testimonio divino que Dios está con nosotros para liberarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos para la vida eterna.

La economía cristiana, pues, en cuanto es alianza nueva y definitiva, no pasará, y no se debe esperar ninguna nueva revelación pública antes de la manifestación gloriosa del Señor Jesucristo (cf. 1 Tim 6,14; Tit 2,13) (DV 4).

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Si 24,1-4.8-12; Benjamín.

Puesto que todavía nos encontramos en la atmósfera de Navidad, vamos a escoger para este domingo un niño recién nacido cuya historia se narra en el primer libro bíblico, el Génesis. Vemos avanzar a lo lejos una caravana a lo largo de la ruta del desierto de Judea. Nos encontramos junto a Éfrata, cerca de Belén. De improviso la caravana se detiene y en aquel grupo de personas hay un repentino afán y agitación: un grito desgarrador rompe el silencio de la estepa. A la mujer de Jacob, el jefe del clan, le han sobrevenido los dolores del parto y está muy mal.

Una mujer la está ayudando en este parto tan difícil. La situación se precipita: la madre, que se llama Raquel, está agonizando. Pero la partera consigue sacar a la criaturita, la examina y ve que es un varón. Todavía ensangrentado lo pone sobre la madre para darle ánimo. Esta, con un hilo de voz consigue murmurar el nombre que se le impondrá a su niño: Benoní, que en hebreo significa «hijo de mi dolor». Y a continuación exhala el último suspiro.

Jacob, el padre, se ve arrastrado por dos sentimientos contrapuestos: el inmenso sufrimiento por la pérdida de esta mujer a la que había amado más que a todas las demás, y la alegría porque ella continuará viviendo en el niño que le ha dado en el mismo instante de su muerte. Toma entonces su decisión: este pequeño no se llamará de modo tan triste, como quería la madre, sino que su nombre será como un augurio festivo. Y Jacob lo llama Benjamín, en hebreo Ben-yamin, «hijo de la diestra», es decir, «hijo de la suerte, de la prosperidad, del buen auspicio».

La caravana entonces se levanta, y antes de ponerse en camino a lo largo de la pista, asiste en silencio al rito que realiza el jefe del clan: sobre la tierra en que se ha sepultado a Raquel se erige una estela conmemorativa, es decir, una piedra, que recordará que en ese lugar se han cruzado la vida y la muerte. Este episodio se cuenta en el capítulo 35 del libro del Génesis, en los versículos 16-20. La historia de este niño continuará con acontecimientos llenos de cambios imprevistos. Su hermano José, vendido por sus propios hermanos, hijos de Jacob, querrá tenerlo junto a él en la tierra de Egipto, después de una serie de aventuras que pueden leerse en los capítulos 37-50 (especialmente 43-44) del mismo libro del Génesis. Comoquiera que fuese, actualmente todavía a la entrada de Belén un edificio sagrado hebreo lleva el nombre de «tumba de Raquel». En el pasado era meta de peregrinaciones de las mujeres cristianas y musulmanas de la región que imploraban la bendición divina para obtener la fecundidad y la protección del Señor sobre sus familias.

El profeta Jeremías recordará el último grito de Raquel, ambientándolo, sin embargo, en otra localidad, Ramá, al norte de Jerusalén. Allí en el 586 a.C. los babilonios habían recogido a los hebreos para su deportación, después de la destrucción de la ciudad santa. El profeta imaginaba que en aquella región, donde los hebreos habían sido concentrados, se elevaba todavía la voz de Raquel que en ese momento lloraba por los descendientes de su hijo y de su marido Jacob Israel. «Un grito se ha oído en Ramá, un lamento, llanto amargo: es Raquel, que llora a sus hijos, y no quiere consolarse de sus hijos porque ya no existen» (Jer 31,15). Ya sabemos que el evangelista Mateo aplicará esta frase a la escena trágica de la matanza de los inocentes, perpetrada por el rey Herodes (Mt 2,17).

Una cosa curiosa al margen respecto a Benjamín, el hijo amado de Jacob: en el lenguaje común, la expresión «el benjamín» de una persona o de una familia quiere indicar la figura más querida y protegida.
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