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lunes, 4 de enero de 2010

Día 04-01-2010


Lunes 4 de enero de 2010. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. 2ª semana de navidad, Feria. 2ª semana del Salterio. (Ciclo C). SS. Genoveva Torres vg, Zedíslava de Lemberk mf, Isabel Ana Seton mf. Beato Manuel Gónzalez, ob. 
LITURGIA DE LA PALABRA.

1Juan 3,7-10.  No puede pecar, porque ha nacido de Dios.
Salmo 97. R/. Los confines de la Tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.
Juan 1, 35.42. Hemos encontrado al Mesías.

PRIMERA LECTURA.
1 Jn 3, 7-10.
No puede pecar, porque ha nacido de Dios

Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia es justo, como él es justo. Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él, y no puede pecar, porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 97
R/.Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios.

Cantad al Señor un cántico nuevo, / porque ha hecho maravillas: / su diestra le ha dado la victoria, / su santo brazo. R.

Retumbe el mar y cuanto contiene, / la tierra y cuantos la habitan; / aplaudan los ríos, aclamen los montes. R.

Al Señor, que llega para regir la tierra. / Regirá el orbe con justicia / y los pueblos con rectitud. R.

SEGUNDA LECTURA.

SANTO EVANGELIO.
Juan 1,35-42
Hemos encontrado al Mesías

En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: "Éste es el Cordero de Dios." Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: "¿Qué buscáis?" Ellos le contestaron: "Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?" Él les dijo: "Venid y lo veréis." Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde.

Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)." Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)."

Palabra del Señor.



Comentario de la Primera lectura: 1 Juan 3,7-10.

Juan, frente a la herejía gnóstica, afirma que el criterio distintivo de los hijos de Dios es una conducta recta y justa: «Quien practica la justicia es justo» (v. 7), como Jesús, que acató la voluntad del Padre. Por el contrario, «quien comete pecado procede del diablo» (v. 8). El combate entre el bien y el mal, entre Cristo y Satán, implica también al cristiano. El pecado, en efecto, es contrario al mundo de Dios y el que peca no puede ser hijo de Dios, sino hijo del diablo, porque Cristo es el vencedor del mal. El ha instaurado los tiempos de la salvación (cf. 1,7; 2,2; 3,5) y llama a sus seguidores a combatir el pecado (cf. Heb 12,1-4), a practicar la justicia (cf. Heb 12,1-4), a practicar la justicia (cf.
2,29; 3,10). Se puede, pues, poseer la filiación divina o la filiación humana: la primera procede de la acción de Dios en el corazón del creyente que se abre al Espíritu; la segunda nace en el corazón del que rechaza a Dios y vende el propio corazón al diablo. Así, «Quien ha nacido de Dios no comete pecado» (v. 9) porque «una semilla divina», esto es, la Palabra de Dios, rica por la fuerza del Espíritu, habita en el cristiano y lo colma (cf. Jn 3,5; Mc 4,3-8.14-20; Rom 8,14; Tit 3,5).

El hijo de Dios, que hace crecer y fructificar en sí la semilla de la Palabra, no podrá pecar jamás, porque ha hecho sitio a Dios, permaneciendo en Cristo, que actúa en su vida. La condición esencial, sin embargo, es la apertura constante al Espíritu de Dios viviendo una actitud de conversión continua. Entonces los signos concretos del cristiano serán la disponibilidad a la voluntad de Dios y el amor fraterno (v. 10).

Comentario del Salmo 97

Las expresiones «el Señor rey» (6b) y «viene para gobernar la tierra. Gobernará el mundo...» (9) caracterizan este texto como un salmo de la realeza del Señor.

Tiene dos partes (1b-3 y 4-9), en cada una de las cuales podernos hacer dos divisiones: la primera presenta una invitación y la segunda, introducida por la conjunción «porque...», la exposición de los motivos de estas invitaciones. La primera invitación, ciertamente dirigida al pueblo de Dios, es: «Cantad al Señor un cántico nuevo» (1b). ¿Por qué hay que cantar y por qué ha de ser nuevo el cántico? Los motivos comienzan con el primero de los «porque...». Se enumeran cinco razones: porque el Señor ha hecho maravillas, porque ha obtenido la victoria con su diestra y con su santo brazo (1b), porque ha dado a conocer su victoria, ha revelado a las naciones su justicia (2) y se ha acordado de su amor fiel para con su pueblo (3). El término «victoria» aparece en tres ocasiones; se trata de la victoria del Señor sobre las naciones, en favor de Israel.

Si la primera invitación es muy breve, la segunda, en cambio, es más bien larga (4-9a) y se dirige a toda la creación: a la tierra (4), al pueblo congregado para celebrar (5-6), al mar, al mundo y sus habitantes (7), a los ríos y a los montes (8). Se invita al pueblo a celebrar acompañándose de instrumentos: el arpa, la trompeta y la corneta (5-6). A todo esto vienen a sumarse el estruendo del mar, el aplauso de los ríos y los gritos de alegría de los montes. Cada elemento de la creación da gracias y alaba a su manera. ¿Por qué? La razón es una sola: porque el Señor «viene para gobernar la tierra. Gobernará el mundo con justicia y los pueblos con rectitud» (9b). Si antes se decía que el Señor es rey (6b), ahora se celebra de manera festiva el comienzo de su gobierno sobre la tierra, el mundo y las naciones (tres elementos). Su gobierno está caracterizado por la justicia y la rectitud. 

Se observa una evolución de la primera parte a la segunda o bien, si se quiere, podemos decir que la segunda es consecuencia de la primera. De hecho, la victoria del Señor sobre las naciones a causa de su amor y fidelidad para con Israel tiene como consecuencia su gobierno sobre todo el universo (la tierra, el mundo y las naciones). El reino de Dios va implantándose por medio de la justicia y la rectitud.

Este himno celebra la superación de un conflicto entre el Señor e Israel, por un lado, y las naciones, por el otro. El amor de Dios por su pueblo y la fidelidad que le profesa le han llevado a hacerle justicia, derrotando a las naciones (2-3a), de manera que se ha conocido esta victoria hasta los confines de la tierra (3b). El salmo clasifica este hecho entre las «maravillas» del Señor (1b). ¿De qué se trata? El término «maravilla» es muy importante en todo el Antiguo Testamento, hasta el punto de convertirse en algo característico y exclusivo de Dios, Sólo él hace maravillas, que consisten nada más y nada menos que en sus grandes gestos de liberación en favor de Israel. Por eso Israel (y, en este salmo, toda la creación) puede cantar un cántico nuevo, La novedad reside en el hecho extraordinario que ha llevado a cabo la diestra victoriosa de Dios, su santo brazo (1b). La liberación de Egipto fue una de esas maravillas. Pero nuestro salmo no se está refiriendo a esta gesta. Se trata, probablemente, de un himno que celebra la segunda gran liberación de Israel, a saber, el regreso de Babilonia tras el exilio. El Señor venció a las naciones, acordándose de su amor y su fidelidad en favor de la casa de Israel (3a).

La «maravilla», sin embargo, no se limita a la vuelta de los exiliados a Judá. También se trata de una victoria del Señor sobre las naciones y sus ídolos, convirtiéndose en el único Dios capaz de gobernar el mundo con justicia y los pueblos con rectitud. La salida de Babilonia tras el exilio llevó a los judíos a este convencimiento: sólo existe un Dios, y sólo él está comprometido con la justicia y la rectitud para todos. De este modo, se justifica su victoria sobre las naciones (2), hecho que le confiere un título único, el título de Rey universal: sólo él es capaz de gobernar con justicia y con rectitud. Por tanto, merece este título y también el reconocimiento de todas las cosas creadas y de todos los pueblos. El no los domina ni los oprime. Por el contrario, los gobierna con justicia y con rectitud.

El rostro con que aparece Dios en este salmo es muy parecido al rostro de Dios que nos presentan los salmos 96 y 97. Principalmente, destacan siete acciones del Señor: ha hecho maravillas, su diestra y su santo brazo le han dado la victoria, ha dado a conocer su victoria, ha revelado su justicia, se acordó de su amor y su fidelidad, viene para gobernar y gobernará. Las cinco primeras nos hablan de acciones del pasado, la sexta anuncia una acción presente y la última señala hacia el futuro. La primera de estas acciones («ha hecho maravillas») es la puerta de entrada: estamos ante el Señor, Dios liberador, el mismo que liberó en los tiempos pasados (cf. el éxodo). La expresión «amor y fidelidad» (3a) recuerda que este Dios es aquel con el que Israel ha sellado la Alianza. Pero también es el aliado de todos los pueblos y de todo el universo en lo que respecta a la justicia y la rectitud. Es un Dios ligado a la historia y comprometido con la justicia. Su gobierno hará que se instaure el Reino.

En el Nuevo Testamento, Jesús se presenta anunciando la proximidad del Reino (Mc 1,15; Mt 4,17). Para Mateo, el Reino se irá construyendo en la medida en que se implante una nueva justicia, superior a la de los fariseos y los doctores de la Ley (Mt 1,15; 5,20; 6,33).

A los cuatro evangelios les gusta presentar a Jesús como Mesías, el Ungido del Padre para la implantación del Reino, que dará lugar a una nueva sociedad y una nueva historia. No obstante, conviene recordar que Jesús decepcionó a todos en cuanto a las expectativas que se tenía acerca de este Reino. La justicia y la rectitud fueron sus principales características. Según los evangelistas, el trono del Rey Jesús es la cruz. Y en su resurrección, Dios manifestó su justicia a las naciones, haciendo maravillas, de modo que los confines de la tierra pudieran celebrar la victoria de nuestro Dios. (Véase, también, lo que se ha dicho a propósito de los salmos 96 y 97). 

Conviene rezar este salmo cuando queremos celebrar la justicia del Señor y las victorias del pueblo de Dios en su lucha por la justicia; cuando queremos que toda la creación sea expresión de alabanza a Dios por sus maravillas; cuando queremos reflexionar sobre el reino de Dios, sobre la fraternidad universal y sobre la conciencia y condición de ciudadanos, cuya puerta de entrada se llama «justicia»; también cuando celebramos la resurrección de Jesús.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 1,35-42

Es el segundo testimonio público del Bautista sobre Jesús el que provoca el seguimiento de algunos de sus discípulos tras el Maestro (v. 35-37). El texto presenta, armónicamente fundidos, el hecho histórico de la llamada de los primeros discípulos, descrito como descubrimiento del misterio de Cristo, y el mensaje teológico sobre la fe y sobre el seguimiento de Jesús. En este fragmento el evangelista nos presenta los rasgos característicos del verdadero camino para poder convertirse en discípulos de Cristo. Todo comienza con el testimonio y el anuncio de un testigo cualificado, en este caso el del Bautista (“Este es el Cordero de Dios”: v. 36), al que sigue un camino de auténtico discipulado (“Siguieron a Jesús”: v. 37). Este seguimiento florece más tarde en un encuentro hecho de experiencia personal y de comunión con el Maestro («fueron... vieron… se quedaron con Él»: vv 38-39). El coloquio entre Jesús y los discípulos versa sobre el sentido existencial de la identidad del Maestro que los invita a una experiencia de vida con él. Esta experiencia de intimidad termina con una profesión de fe (“hemos encontrado al Mesías”: v. 41), que sucesivamente se hace apostolado y misión. En efecto, Andrés, después de haber hecho tal experiencia, conduce a su hermano hasta Jesús, que le cambia el nombre de Simón por Pedro, esto es, Cefas, para indicar la misión que desarrollará en la Iglesia.

El interés fundamental del fragmento se concentra, pues, sobre el origen de la fe y de su transmisión mediante el testimonio. Estamos ante un itinerario de fe y ante el descubrimiento del misterio de Jesús, a través del gradual conocimiento y adhesión de los discípulos, luego, de la primera manifestación de Jesús como Mesías.

Leyendo el evangelio uno queda fascinado por el misterio de la persona de Jesús y por su gran humanidad, que colma y satisface las aspiraciones fundamentales del hombre. Buscar quién es Jesús es descubrirlo a través del comportamiento de las personas que se encuentran con Él. Penetrar en el misterio de Jesús significa observar el mundo que lo rodea y descubrir el modo en que él se relaciona con los otros. La llamada de discípulos tras el Maestro es un hecho que se repite en todo tiempo de la Iglesia. Es importante que un testigo sepa leer los acontecimientos de su vida y, penetrando por experiencia en lo íntimo del corazón de Jesús, sepa indicarlo a los otros. También la misión del Bautista, cuando Jesús se presentó en el Jordán, estaba para terminar: el amigo del esposo debe saber retirarse cuando llega el esposo (cf. Jn 3,29-30) para ceder el puesto a otro.

Jesús, que no es de este mundo sino que viene del Padre, debe tomar la iniciativa en la vida de todo hombre. Él pasa siempre entre nosotros, esperando que alguno recoja el testimonio de quien lo anuncia. En la vida de cada uno de nosotros hay un día, un encuentro que ha marcado un cambio radical de nuestra existencia: la llamada personal e imprevisible de Dios con vistas a nuestra misión. Con frecuencia Él, para llamarnos, se sirve de otros “Juan Bautista”, que pueden ser los padres, un amigo, un sacerdote, un libro, un retiro espiritual u otra cosa, pero es Él quien nos llama a seguirlo para construir un mundo nuevo. El peligro es que pase en vano por nosotros, por no haberlo escuchado atentamente.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1,35-42, para nuestros Mayores. Vieron dónde vivía y se quedaron con Jesús aquel día.

Compromiso totalitario de la vocación cristiana. La primera lectura y el evangelio de este domingo inciden en el tema vocacional: llamada del profeta Samuel de los primeros discípulos de Jesús. Asimismo la segunda lectura resalta el compromiso para la persona entera, Cuerpo y espíritu, supone la vocación cristiana a la fe y al seguimiento de Cristo. Sobre esta segunda lectura versará el cometario de hoy.

Para entender en todo su alcance qué es ser discípulo de Jesús, necesitamos dejarnos guiar por el Espíritu de la verdad. Venturosamente ese Espíritu no está fuera de nosotros sino que mora dentro de los bautizados en Cristo, como dice san Pablo en la segunda lectura. El Apóstol no está obsesionado por la moral sexual, pero sí acentúa fuertemente la dignidad del cuerpo. Para el cristiano esta dignidad radica en el hecho de su incorporación a Cristo por el bautismo, de suerte que se hace miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo.

Es cierto que en la carta paulina subyacen determinados condicionamientos socioculturales de aquel tiempo, tales como la prostitución sagrada en el templo de Afrodita en Corinto, así como la minusvaloración gnóstica de la corporalidad, con sus consecuencias negativas para la moral. Pero las orientaciones de san Pablo tienen plena actualidad hoy cuando la idolatría del cuerpo y la explotación comercial del sexo desvirtúan sus verdaderas dimensiones antropológicas, fundadas en la apertura de la persona a la trascendencia, es decir, a los valores de una ética religiosa.

Dos razones fundamentales. Somos miembros de Cristo y templos del Espíritu, dice san Pablo. He aquí el fundamento de una moral cristiana del cuerpo. Esta moral, como toda ética religiosa, tiene su raíz en la vocación cristiana, que es complexiva y abarca a la entera persona del bautizado, sin la distinción del nefasto dualismo de la filosofía griega: alma y cuerpo, con desprecio de este último como inferior. Concepción totalmente ajena a la antropología bíblica. El cuerpo y el sexo, la actividad, la esfera y la vida sexual entran también en el campo religioso y tienen que ver con la fe en Cristo y con el plan salvador de Dios Padre.

“¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? El que se une al Señor es un espíritu con él... ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? El habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!”.

Así pues, para llevar una vida moral íntegra, los bautizados tenemos dos razones mayores:
1ª. Somos miembros de Cristo: le pertenecemos, pues él nos adquirió al precio de su sangre, y hemos sido incorporados a él por la fe y por el bautismo en su nombre.

2ª. Somos templos del Espíritu Santo: Él habita en nosotros porque lo hemos recibido de Dios, ya desde el bautismo y después en la confirmación, gracias a la benevolencia de Dios que nos hace hijos suyos por el Espíritu, bajo cuyo impulso llamamos a Dios ¡Padre! Por tanto, una conducta inmoral como, por ejemplo, la fornicación, profana el templo de Dios y viola además la dignidad humana, por lo que tiene de degradación y, con frecuencia, de explotación personal.

Confirmados en el Espíritu para testimoniarlo. Además del bautismo que nos hace miembros de Cristo y templos del Espíritu, hay otro sacramento que es específicamente “el don del Espíritu” y que llamamos confirmación. El rito sacramental de la confirmación, en un principio, fue unido al bautismo, pero a partir del s.V la imposición de las manos se fue separando temporalmente del bautismo y diferenciándose como rito posbautismal con nombre propio: confirmación. Uno de los tres sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, eucaristía y confirmación.

El objetivo propio de la confirmación es perfeccionar el bautismo mediante la aceptación del mismo, llevando a plenitud la iniciación cristiana. La confirmación es, por tanto, el don del Espíritu para la madurez o mayoría de edad cristiana, para la entrada del confirmado en la comunidad de los creyentes adultos, para la ratificación personal y responsable de la fe y compromisos bautismales desde una opción consciente, para el testimonio y el apostolado, y para la edificación interna y externa de la Iglesia.

Somos confirmados en el Espíritu para testimoniar los valores del mismo. Pero, ¿en qué se notará que somos cristianos adultos, animados por el Espíritu? Es un dato de experiencia: en la vida cada cual tiene sus centros de interés y atracción, su ideal y hasta su especialidad, digamos, que lo diferencian e individualizan. Así, el ideal del deportista es ganar la competición; el del político, alcanzar el poder; el del empresario y ejecutivo, triunfar en los negocios; el del profesional, su prestigio y clientela; el del artista, el aplauso del público.

Pues bien, ¿cuál será el móvil e ideal del cristiano? El Espíritu de Dios que mora en él ha de ser el motor de todo su dinamismo personal para darse a Dios y a los demás, para testimoniar con alegría, sabiduría y fortaleza —dones del Espíritu— su condición de hijo de Dios, para demostrar que sigue con entusiasmo a Cristo, con quien ha resucitado a una vida nueva por el Espíritu.

Testimonio ineludible y urgente. En un mundo en que prima la civilización de lo corpóreo y sensitivo, de lo físico y del erotismo, tal testimonio es indispensable y urgente. Alguien dijo que al mundo y al hombre actuales se le está agrandando el cuerpo y empequeñeciendo el espíritu; por lo cual semejan ambos un monstruoso gnomo. Por eso el papa Pablo VI decía: “El mundo actual necesita urgentemente un suplemento de alma”.

Basta echar un vistazo en torno nuestro para convencerse del alarmante desajuste de criterios que se deduce de los medios de comunicación de masas (prensa, radio y televisión), así como de los medios de expresión (literatura, arte, cine, teatro e imagen en general). Lo que prima y se valora es lo externo e inmediato, lo agresivo y lo violento, lo erótico y lo sexual. Los valores del espíritu quedan en la penumbra, cuando no son negados abiertamente. El creyente debe estar alerta, tanto para no dejarse embaucar entrando en el juego, como para disentir cuando se tercie, siendo consecuente con sus criterios cristianos.

Concluyamos diciendo que para lograr el objetivo de ser discípulo auténtico de Jesús hemos de pedir al Señor la gracia de responder fielmente a su llamada, es decir, a la vocación cristiana, mediante la escucha de su palabra, la plena disponibilidad a Dios, la fidelidad intachable y el testimonio decidido.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1,35-42, de Joven para Joven. Los primeros discípulos de Jesús.

El evangelista Juan presenta las primeras vocaciones de apóstoles, algunos de los cuales fueron primeramente discípulos del Bautista; siguieron a Jesús gracias al testimonio que Juan les dio sobre él. Éste traspasa sus propios discípulos a Jesús y 0pta por ir desapareciendo gradualmente de la escena en favor de Cristo: “Conviene que él crezca y yo disminuya” (Jn 3,30).

El pasaje evangélico está lleno de encanto y contenido. Hay encuentros con personas que han marcado nuestra vida y que recordamos en todos sus detalles. “¿Te acuerdas, cariño? Nos conocimos aquella tarde, a aquella hora, en aquel lugar. Pascal recuerda la hora exacta de su encuentro con el Señor: “Era la una y diez minutos de la noche; yo estaba desvelado y, de repente, me vi envuelto en una luz. Esto es lo que le ha sucedido a Juan. Es ya anciano cuando escribe el relato; sin embargo, recuerda con toda claridad aquel primer encuentro con el Maestro: “Era la hora décima”, las “cuatro de la tarde”.

Esto se repite a lo largo de los siglos con grandes creyentes que han tenido un encuentro con Cristo que cambió su vida. Con todo, la intencionalidad del relato no es narrarnos un acontecimiento concreto, cerrado en sí mismo, sino ofrecernos una experiencia prototípica en la que se describe esquemáticamente el camino que recorre todo verdadero discípulo de Jesús.

Tras la experiencia de Felipe y Andrés, Juan presenta la experiencia de muchos cristianos que se han encontrado con Jesús. Por eso el relato es casi una sucesión escueta de verbos: hablar, oír, seguir, vivir, quedarse, salir, anunciar, llevar, mirar. Apenas hay detalles concretos. No nos dice dónde vivía Jesús, de qué hablaron aquella tarde, cuánto tiempo duró la conversación y por qué los discípulos quedaron entusiasmados. Lo único concreto es la hora y los nombres de los discípulos.

Con este acontecimiento el evangelista describe el esquema según el cual se verifica la vida de todo verdadero seguidor de Jesús. Juan pone de relieve muy claramente que el centro de nuestra fe es la persona de Jesús, entablar una relación personal con él, responder a la amistad que nos ofrece; por tanto, no consiste en someterse a un sistema de verdades, ritos o normas morales... Esa relación tiene varios momentos: 1. La búsqueda. 2. El encuentro. 3. El seguimiento. 4. La proclamación. 

La relación con Jesús, como cualquier otra relación, parte de un encuentro, cuya iniciativa la tiene el Señor, a pesar de que el hombre lo haya buscado. Testimonia san Agustín: “No te habría buscado si antes no me hubieras encontrado”. La búsqueda tiene ya en sí misma algo de encuentro. Jesús es el que sale al camino y tiende la mano para estrechar amigablemente la del que acepte la invitación. Pero, según D. Sölle, difícilmente puede ponerse en camino aquél que ha convertido su existencia en un “gran supermercado”, donde lo único que interesa es adquirir objetos para encontrar algo de consuelo.

El hombre “satisfecho” y atiborrado de cosas no busca. Es necesario sentir el vacío, la insatisfacción, para buscar, para que se nos pueda preguntar: “¿Qué buscáis o por qué me buscáis?”. Ése es el arranque del camino cristiano, que describe magistralmente el relato de hoy. Sólo “a los hambrientos los colmó de bienes” (Lc 1,53). Se trata de no sentirse satisfecho con la vida que llevamos, con lo que somos, con lo que hacemos, sino de vivir siempre en éxodo. Para descubrir la propia miseria es preciso “entrar dentro de sí” (Lc 15,17) como el pródigo. Alguien ha dicho: Dios nos visita frecuentemente; la mayoría de las veces no estamos en casa.

Los lugares de encuentro pueden ser muchos: los desengaños de la vida, el sabor agridulce de los éxitos y satisfacciones, el testimonio de grandes creyentes... Escribía C. Moeller con acierto: El mejor modo de iniciarse en el cristianismo es encontrarse con un verdadero cristiano. Después del encuentro en el camino, los discípulos preguntan a Jesús: “¿Dónde vives?”. Y Jesús les invita a estar con él: “Venid y lo veréis”. Juan señala: “Se quedaron con él aquel día”. Fue una gran experiencia de comunicación y comunión.

La amistad se traba con la cercanía y el diálogo. Al afirmar Juan que se quedaron con él aquel día quiere decir que entraron en intimidad y tuvieron experiencia de él: conocieron sus proyectos, les ofreció su amistad, les reveló su identidad humana, sus preocupaciones...

Ser cristiano es llegar a intimar con el Señor. La experiencia de Cristo requiere mucho tiempo de “estar con él” individual y comunitariamente. Sólo en el silencio y la escucha de la Palabra, en diálogo con el Señor, en la profundización de la fe, tendremos de verdad una experiencia de encuentro, madurará nuestra fe y podremos ser sus testigos creíbles, como los discípulos en aquella tarde memorable.

El encuentro de aquella tarde fue ardiente porque los apóstoles no pudieron callar su experiencia. Tanto Andrés como Felipe, lo primero que hacen es contarlo a los primeros que encuentran y presentar a Jesús a Pedro, a Natanael...

En su caso, la samaritana experimentó la fuerza liberadora del amor y sintió también el ímpetu de pregonarlo; dejó el cántaro en el brocal del pozo y echó a correr para pregonar su experiencia entre los vecinos (Jn 4,39).

En efecto, hay que testimoniar alborozadamente que Jesús no es un hombre que “ha pasado”, sino que actúa en la historia, nos es cercano, amigo, y nos ha liberado. Sólo cuando hablamos desde la experiencia, no desde conceptos aprendidos, seremos creíbles.

Escribió Pablo VI: “Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Sin andar con rodeos, hay que decir que somos responsables del Evangelio que proclamamos”.

Un par de amigas burguesas, convertidas, testimonian: “Desde nuestro encuentro con Jesucristo empezamos a tener otra vida. Por eso nos sentimos irresistiblemente urgidas a contarlo a todo el mundo”. Su testimonio impacta porque proclaman una experiencia viva y no sólo verdades frías.

Elevación Espiritual para este día.

Hijo de Dios, en tu amor has venido a nosotros para hacer nuevas todas las cosas. Dame tu amor para que yo hable de tu amor a quien me escucha. Dios Altísimo, tú bajaste de los cielos para habitar con nosotros, pecadores. Para que yo pueda contar la belleza de tu amor, concédeme subir donde tú habitas. En tu amor ardiente permite que mi boca anuncie con garra tu buena noticia, concédeme cantar a plena voz tu gloria entre las gentes de esta tierra.

Venid, hermanos amadísimos. Hemos nacido de un solo bautismo. Queremos amar: el amor es la riqueza grande de quien lo posee. Por el agua bautismal habéis llegado a ser hermanos del Hijo único. Venid, pues, y gustemos con sabiduría cuanto habla del amor. Hoy me conmuevo al hablaros del amor. El amor es delicia, venid y gustad su salvación. Sólo si el amor entra en tu corazón, tus pensamientos se harán luminosos como luz. Sí, tu inteligencia se abrirá a los misterios de Dios.

Reflexión Espiritual para el día.

«Maestro, ¿dónde vives?». Enséñame los caminos que conducen a mí mismo, revélame el refugio profundo que tu amor gratuito ha querido construirse en lo íntimo de mi ser. Haz que, recorriendo hacia atrás uno tras otro los senderos de mi vida consciente, reencuentre siempre en sus orígenes tu gracia misericordiosa que previene mis iniciativas y me ofrece mis verdaderos valores (...).

El Señor está presente también en las pequeñas ocasiones en que nos ofrece hacer el bien o aceptar el sufrimiento; está presente en estas modestias moradas como en las hostias consagradas: bajo las especies de la contrariedad fortuita, del visitante inoportuno, de la enfermedad fastidiosa o del trabajo ingrato, de un sacrificio que se nos pide, de una obediencia mediocre. Bajo estas especies está presente moralmente, como está presente corporalmente bajo las especies eucarísticas. Y mi vida transcurre próxima a estas moradas; y el curso tortuoso de mis jornadas lo encuentra en cada momento. Pero yo soy demasiado ciego para advertirlo y descuido las ocasiones de hacer el bien o de aceptar el sufrimiento, como se descuidan las casas deshabitadas o los tugurios en ruinas junto a la carretera.

«Venid y ved». Señor, ábreme los ojos: que yo aprenda a conocerte en cada una de tus presencias humildes y aprenda a encontrarte en la prosa santificante de mi deber cotidiano. Porque tú habitas justo aquí. Y es en este deber humilde, sea cual sea, donde estoy seguro de encontrarte, no sólo de paso y como furtivamente, sino de modo estable y permanente...

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 3, 7-10 (3, 1-24). El hombre justo.

El que obra la justicia es justo. Un principio elemental cuya mención no se ve justificada a primera vista. ¿Cuál fue la circunstancia histórica que lo motivó? San Pablo había enunciado el principio de que la abundancia de la gracia se manifiesta con ocasión del pecado. Ya él se había adelantado a rechazar una concepción errónea que podía deducirse de este principio: siendo esto así, pequemos más para que la gracia tenga mayor oportunidad de manifestarse. ¿Era una conclusión que Pablo intenta evitar desde la simple teoría o que había sido deducida ya por alguien? El interrogante parece que no pueda ser contestado, satisfactoriamente al menos. Lo que sí puede ser constatado —no olvidemos que es el frente que tiene delante nuestro autor— es que tenían la convicción que ellos, el verdadero gnóstico, no podían pecar (no se preocupaban en absoluto de la moral).

Frente a estas corrientes afirma Juan que el criterio distintivo de los hijos de Dios es su conducta recta y justa. Solamente quien practica la justicia, quien se ajusta en su vida a lo que Dios quiere, es verdaderamente justo; lo mismo que Jesús practicó la justicia aceptando en plenitud las exigencias divinas. 

En las afirmaciones siguientes, el punto de apoyo de sus declaraciones es la filiación divina, de la que ya ha tratado en los versos anteriores. Aquí nos presenta el contrapunto de la misma. El pecado contradice tan radicalmente a Dios, que el que peca no puede ser su hijo, sino hijo del diablo (Jn 8, 3. 44), que pecó desde el principio, es decir, rechazó la voluntad de Dios desde el principio. Esto constituye como su misma esencia. Nuestro autor expone, de forma paralela, la filiación divina y la filiación diabólica. Así como la primera nace de la acción de Dios en el corazón creyente, así la segunda surge de la influencia del diablo en el corazón de quien rechaza a Dios.

El cristiano debe tomar conciencia clara de la oposición e incompatibilidad radicales entre el pecado y Jesús. Nada mejor para acentuar esta oposición e incompatibilidad que el recuerdo de la misión que trajo al mundo a Jesús: para esto se manifestó el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo (v. 8). Jesús vino para inaugurar el reino de Dios, destruyendo el reino de Satanás.

Esta actitud de incompatibilidad frente al pecado se acentúa igualmente en el cristiano. Hasta el punto de recurrir al principio de la impecabilidad. ¿Cómo se explica este principio? Sencillamente porque en el cristiano está la semilla de Dios (Jn3, 5; Rom 8, 14; Tit 3, 5), porque ha nacido de Dios. Pero ¿resulta así de sencillo? El principio de la impecabilidad demuestra hasta qué punto la filiación divina es una realidad verdadera, no un nombre bello o un adorno gracioso. El principio genético que le ha dado la vida y que debe ser el principio determinante de la misma hace del cristiano lo más opuesto al pecado. No puede pecar, no puede dar marcha atrás sin traicionar al Espíritu, la semilla de Dios, el nacimiento de Dios. Esta es la realidad objetiva. La otra, la que ocurre en el corazón del hombre y que se traduce en la experiencia dolorosa de cada día, la constatación del pecado, no debiera ser. En todo caso, nuestro autor ha tratado ya la tensión entre estas dos experiencias (nosotros remitimos al comentario a 2, 29—3, 6).

Al final de esta sección vuelve a recordar el principio esencial de discernimiento con el que se abrieron sus palabras en esta sección. Así lo hace resaltando el aspecto negativo: el que no practica la justicia no es justo, no es de Dios, Ahora añade como criterio, esencial también, el del amor fraterno. Es el mandamiento recibido también desde el principio.

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