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domingo, 10 de enero de 2010

Día 10-01-2010


10 de enero de 2010.  Después de Epifaná  DOMINGO. EL BAUTISMO DEL SEÑOR. Fiesta. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. (Ciclo C). SS.Gregorio de Nisa ob, Miltiades pp, Guillermo ob. Beatos: Ana de los ängeles vg, Gonzalo pb.
LITURGIA DE LA PALABRA.

Is 42, 1-4. 6-7: El Siervo de Yavé
Salmo 28: El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hch 10, 34-38: Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo
Lc 3, 15-16. 21-22: Bautismo de Jesús. Tú eres mi hijo, mi predilecto.

El tercer evangelista presenta la figura de Jesús no principalmente como objeto de admiración o de adoración, sino como aquel a quien el creyente debe seguir, asumiendo radicalmente sus actitudes y su proyecto. El Bautismo en Jesús, no fue un acto social, o de fanatismo religioso. Esta acción, por el cual el Espíritu revela la verdadera identidad de Jesús, marca cuál es su misión en la historia y por lo tanto su destino. Jesús, que supo comprometerse en la obra de Dios Padre, camina hacia la muerte, no en una actitud sádica, sino en total libertad. Él sabe por quién hace opción y conoce muy bien la consecuencia de estar de parte de Dios y de los favoritos de él: los pobres. Este es en definitiva, el sentido del bautismo de Jesús, matricularse en el Proyecto de Dios Padre, que es la vida en abundancia de todos los hombres y mujeres de la historia.

Celebrar el bautismo del Maestro de Galilea, tiene que llevarnos a comprender la invitación profunda que este acto de Jesús nos hace: renunciar a nuestros egoísmos, tomar su cruz cada día, seguirle y si es necesario perder la vida por su causa. Estar bautizados, por lo tanto, implica vincularse al proyecto de Jesús, que es el mismo proyecto de Dios, de manera sincera y seria. Jesús no pone condiciones teóricas, sino que presenta el ejemplo personal.

El Bautismo de Jesús, antecede el inicio de su misión en medio del mundo. En la lógica de Lucas, Jesús tiene que ser ratificado por el Padre; sólo así puede dar inicio al tiempo nuevo, que va a inaugurar. El Bautista entra en escena como aquel que es precursor para la lógica del tercer evangelio. Pero su tarea, solo alcanza sentido si Dios mismo declara quien es Jesús. Por eso vemos al Espíritu, entrar en escena para declarar sobre Jesús: “Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto”. Esta declaración que el Espíritu hace sobre la persona de Jesús, es extensiva sobre todo ser humano. Para eso Jesús iniciará su misión en medio del mundo, para limpiar el rostro de la humanidad violentada y la inmundicia que las estructuras de poder han cimentado sobre los débiles, a fin que cada ser humano, experimente en su propia vida, el ser hijo querido de Dios, predilecto de su amor.

El bautismo de Jesús inaugura su vida pública y contiene en potencia todo el itinerario que deberá recorrer. Parece un dato histórico cierto: Jesús, como tantos otros jóvenes de su tiempo, se siente conmovido por la predicación de Juan, y acude a recibir su «bautismo», con un rito de «inmersión» en las aguas del Jordán, un rito casi universal que significa una decisión radical de entrega a una Causa, por la que uno se declara ya decidido a dar la vida, a morir incluso. Jesús, con la coherencia de su vida, hará homenaje a su decisión de hacerse bautizar por Juan. Todo seguidor de Jesús está llamado a hacer suya esa coherencia de vida y esa radicalidad de decisión, que se expresa y anticipa en el rito del bautismo, y se debe hacer realidad todos los días.

Muchos son los que en la Iglesia Católica -y fuera de ella- reconocen que es necesaria una revisión de la práctica bautismal típica de los tiempos de cristiandad, el bautismo masivo de niños, como praxis generalizada y «oficial» -téngase en cuenta que la ley oficial prohíbe a las diócesis establecer el bautismo de adultos como forma preferencial de administrarlo- necesita una revisión. Para la significación de la admisión de los niños/as en la comunidad puede hacerse cualquier otro tipo de celebración «bautismal», pero si creemos realmente la seriedad y radicalidad de lo que decimos que el bautismo significa, parece incoherente que la legislación insista tercamente en cerrar la puerta incluso a los que quieren intentar una praxis más coherente, más racional, y también más evangélica, al estilo de Jesús y de la primitiva comunidad cristiana, y a la altura de unos tiempos que ya han descubierto los derechos humanos.

No deberíamos dejar de señalar un hecho grave, absolutamente novedoso: el pequeño pero a la vez creciente y significativo movimiento de solicitudes de anulación de bautismo que se dan en el ámbito de las Iglesias europeas. Es cierto que muchas de tales solicitudes, más que de «anulación de bautismo» son en realidad «solicitudes de baja administrativa en la Iglesia». Lo común es que las personas no tienen en realidad quejas contra el bautismo como decisión religiosa humana radical (¿quién negaría el valor y la dignidad que puede conllevar semejante decisión?) sino contra el hecho de que se administre sistemáticamente a los niños y sea registrado y contabilizado estadísticamente como «incorporación a la Iglesia». Es importante señalar que, aunque en proporción bastante menor, el fenómeno de las declaraciones de apostasía ha comenzado a darse también en algunos países latinoamericanos: no es un problema «estrictamente europeo».

El bautismo no sólo se sitúa en el camino de la propia aventura espiritual, sino que implica una responsabilidad para con los demás, una misión universal: la construcción de un mundo nuevo, la edificación, aquí y ahora, de la Utopía («el Reino», como la llamaría Jesús). El bautizado cristiano, como «seguidor», como inspirado por el Jesús que se hizo bautizar por Juan muy conscientemente, muy adulto, está llamado a ser, con él, salvador de la humanidad y de la creación, del planeta, puesto en riesgo grave por las políticas anti-utópicas de la civilización capitalista industrial ecológicamente irresponsable.

PRIMERA LECTURA.
Isaías 42, 1-4. 6-7
Mirad a mi siervo, a quien prefiero

Así dice el Señor: "Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero.

Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones.

No gritará, no clamará, no voceará por las calles.

La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará.

Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará,

hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas.

Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano,

te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones.

Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión,

y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 28
R/.El Señor bendice a su pueblo con la paz.

Hijos de Dios, aclamad al Señor,

aclamad la gloria del nombre del Señor,

postraos ante el Señor en el atrio sagrado. R.

La voz del Señor sobre las aguas,

el Señor sobre las aguas torrenciales.

La voz del Señor es potente,

la voz del Señor es magnífica. R.

El Dios de la gloria ha tronado.

En su templo un grito unánime: "¡Gloria!"

El Señor se sienta por encima del aguacero,

el Señor se sienta como rey eterno. R

SEGUNDA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 10, 34-38
Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: "Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.

Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él."

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 3, 15-16. 21-22
Jesús se bautizó. Mientras oraba, se abrió el cielo

En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: "Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego."

En un bautismo general, Jesús también se bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espiritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto."

Palabra del Señor.


                                  En el presente ciclo C pueden utilizarse tambien las siguientes lecturas:

PRIMERA LECTURA
Isaías 40, 1-5. 9-11
Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres

"Consolad, consolad a mi pueblo, -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados."

Una voz grita: "En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen,

que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale.

Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos los hombres juntos ha hablado la boca del Señor-."

Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión;

alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas,

di a las ciudades de Judá: "Aquí está vuestro Dios.

Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda.

Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede.

Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne,

toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres."


Salmo responsorial: 103
R/.Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!

Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. R.

Extiendes los cielos como una tienda, construyes tu morada sobre las aguas; las nubes te sirven de carroza, avanzas en las alas del viento; los vientos te sirven de mensajeros, el fuego llameante, de ministro. R.

Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría;

la tierra está llena de tus criaturas. Ahí está el mar: ancho y dilatado, en él bullen, sin número, animales pequeños y grandes. R.

Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo: se la echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes. R.

Escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. R.

SEGUNDA LECTURA.
Tito 2, 11-14; 3, 4-7
Nos ha salvado con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo

Querido hermano:

Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo.

Él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras.

Mas, cuando ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hayamos hecho nosotros, sino que según su propia misericordia nos ha salvado, con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo; Dios lo derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Salvador.

Así, justificados por su gracia, somos, en esperanza, herederos de la vida eterna.






Comentario de la Primera lectura: Isaías 42,1-4.6-7.

El primero de los cuatro cánticos del “Siervo doliente” (cf. Is 42,1-7; 49,1-6; 50,4-9a; 52,13-53,12) es obra de un discípulo del Segundo Isaías, cuya descripción nos reporta a los tiempos del exilio o inmediatamente después. Se nos presenta, en efecto, un personaje misterioso, el Ungido del Señor, que por sus rasgos encarna al pueblo elegido, o bien a algunos personajes históricos de Israel. El Nuevo Testamento verá en las características de este personaje la historia y los acontecimientos trágicos de Jesús de Nazaret.

Aquí el Siervo es presentado en el acto de cumplir su misión, esto es, de restaurar la alianza con Dios y de reportar al pueblo del exilio a su patria. Por esto tal personaje ha sido formado desde el vientre materno, elegido por Dios y lleno del Espíritu, para llevar a todas las gentes la Palabra y la novedad de Dios (v. 1). Se presentará con una actitud llena de humildad y de benevolencia sin apagar ninguna tentativa de bien; tendrá coraje en las pruebas y en los sufrimientos que no le faltarán, y sus armas serán las de la paz (vv. 2-4). Sus prerrogativas son las de rey, sacerdote y profeta. Como rey está llamado a proclamar «el derecho con firmeza» y a establecer la «justicias, es decir, a realizar la salvación que viene de Dios (v. 6a). Como sacerdote cumplirá su misión haciéndose «alianza del pueblo», y como profeta comunicará la voluntad de Dios y será «luz de las naciones» (v. 6b; cf. Lc 1,79; 2,29-32; Jn 8,12).

Su misión, animada por el Espíritu, tendrá ante todo el objetivo de librar de todo mal al hombre en su ser más íntimo. Los ciegos que viven en las tinieblas, entonces, recuperarán la vista para reemprender el justo camino hacia la verdadera vida. Los prisioneros recobrarán su libertad, la de hijos de Dios redimidos y amados (v. 7).

Comentario del Salmo 28.

En este Salmo se hace hincapié en el dominio de Dios sobre las aguas con fuerza y majestad, por el poder que despliega su Voz, es decir, su Palabra. «La voz del Señor sobre las aguas; el Dios de la gloria ha tronado, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es esplendorosa».

En la Escritura, las aguas simbolizan el caos, la confusión… todo aquello que tiene que ver con la muerte. Vayamos al principio de la Biblia: «En el principio creó Dios cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas». Este viento de Dios preconiza ya la salvación que Dios va a infundir sobre esta agua rodeada de caos, confusión y oscuridad.

De hecho, este «viento» es la antesala de la Palabra, pues inmediatamente el texto continúa: «Dijo Dios: haya luz» (Gén 1,1-3). A partir de la luz Dios va creando el mundo introduciendo una armonía en el caos. Estas palabras de la Escritura nos adelantan que hay una realidad de pecado que envuelve dentro de sí un caos y confusión que amenaza al hombre.

Damos un salto desde el inicio de la Creación hasta el pueblo de Israel en su salida de Egipto, y nos encontramos que apenas inicia la partida, se encuentra con una muralla infranqueable: las aguas del mar Rojo. Israel se queda paralizado, preso de mortal angustia. Por detrás tiene al ejército egipcio dándoles alcance para doblegarlos nuevamente, por delante no hay otro horizonte que las aguas caudalosas del mar Rojo; imposible traspasarlas. Aguas, muerte, destrucción es lo que se cierne sobre el pueblo, y Dios interviene con fuerza y majestad sobre las aguas para que su pueblo pueda franquearlas sin que estas supongan su tumba. 

«Yavé dijo a Moisés: extiende tu mano sobre el mar, y las aguas volverán sobre los egipcios, sobre sus carros y sobre los guerreros de los carros. Extendió Moisés su mano sobre el mar... y los israelitas pasaron a pie enjuto por en medio del mar, mientras las aguas hacían muralla a derecha e izquierda» (Ex 14,26-29).

En este y no pocos textos del Antiguo Testamento, vemos cómo Yavé sale al paso de Israel en sus peligros de exterminio, reteniendo las aguas en su sentido amplio de situaciones concretas de destrucción y aniquilamiento; es decir, Dios hace continuos milagros en favor de la supervivencia de su pueblo.

Al llegar la plenitud de los tiempos, en la Encarnación, el enviado de Dios: su Hijo Jesucristo, va a hacer presente la gran novedad de amor de Dios sobre el hombre. Jesucristo no va tanto a separar las aguas que le ahogan y destruyen cuanto a darle el poder de caminar sobre ellas, de no hundirse en sus propias frustraciones, en las autodestrucciones que el hombre se hace por su lejanía de Dios.

Vamos a ver a los Apóstoles en la angustia terrible que experimentan en una noche de tempestad estando ellos en la barca. Nos dice el texto que esta estaba mar adentro y zarandeada por las olas, ya que el viento era contrario. Cuando el pánico alcanza su cénit, ven a alguien caminando sobre el mar, Es tal el terror, que se turbaron y gritaban: ¡es un fantasma! Es normal que clamaran así, nadie puede caminar sobre las aguas de la destrucción. Jesús les gritó: ¡Animo! que soy yo; no temáis.

Pedro está atónito y suplica a Jesús el poder caminar hacia Él sobre las aguas. Pedro simboliza la confianza ilimitada de los niños de los que nos habla Jesús: los únicos que acogen la fe, el Evangelio en su plenitud. Y decimos esto porque Pedro está pidiendo a Jesucristo un atributo que solamente es de Dios: caminar sobre las aguas, sobre la destrucción, sobre la muerte...

Jesús acepta con agrado la propuesta de Pedro, pues para esto ha venido del Padre, para que el hombre reciba el poder sobre las aguas destructoras, y le dice: ¡Ven! Pedro bajó de la barca hacia las aguas y caminó; se hundió y gritó a Jesús, y fue levantado por Él (Mt 14,24-33). 

Esto es la fe. Un caminar sobre las aguas, un dudar, un hundirnos, un suplicar, una mano de Dios que nos vuelve a levantar, un afirmarnos... Esto es la fe. 

Comentario de la Segunda lectura: Hechos 10,34-38

Es la introducción del discurso de Pedro en Cesarea, en casa de Cornelio, que prepara el bautismo del Centurión, ejemplo del universalismo del evangelio. Pedro ha sido enviado por el Espíritu a Cesarea para dar inicio a la conversión de los paganos, comenzando por el hombre romano, piadoso y temeroso de Dios. La palabra de Pedro es introducida por una idea clara: «Dios no hace acepción de personas» (v. 34); ante Dios no existen preferencias de razas ni de posición social: todos son igualmente hijos amados e iguales en la dignidad, sean judíos que paganos, porque Jesús los ha unificado a todos en un solo pueblo de Dios, sin exclusión alguna (cf. Hch 15,7-9; Dt 10,7; Rom 2,11). Cristo ha traído la paz a la tierra por medio de su “alegre nueva”. A cuantos se adhieren a su Palabra y lo reconocen Hijo de Dios les son perdonados sus pecados.

Su predicación, en efecto, desde el bautismo recibido en el Jordán y confirmado por la Palabra del Padre que lo ha reconocido «Hijo predilecto» (Lc 3,22), hasta el momento de su retorno al Padre con su muerte y resurrección, ha sido un anuncio de salvación para la humanidad entera. Toda la vida de Jesús, marcada por la unción del Espíritu de Dios, ha sido un paso entre los hombres para comunicarles el amor del Padre, hasta el don de su vida, para el perdón de los pecados y para la salvación de todos, incluidos los paganos, sobre los que se manifiesta el Espíritu con poder, como en la casa del centurión Cornelio.

Comentario del Santo Evangelio: Mateo 3, 13-17.

El pasaje narra el bautismo de Jesús en el Jordán por obra del Bautista. Tal gesto ritual de penitencia para la remisión de los pecados suscitó una vivaz polémica entre los primeros cristianos, que pensaban que Jesús no tenía necesidad de semejante bautismo y además podía parecer que Juan Bautista fuese superior a Jesús. Pero el plan de Dios preveía también esto, y Jesús, Hijo obediente, se somete dócilmente a la voluntad del Padre, haciéndose solidario con los hombres y cargando con sus pecados (v. 15; cf. Mt 26,42; Jn 1,29; 2 Cor 5,21). Al mismo tiempo, en el gesto de recibir el bautismo, Cristo se revela “Siervo” manso y humilde, que se entrega en adhesión total a la condición de debilidad humana, sin reservas ni privilegios de clase (cf. Is 42,1-3).

La teofanía del bautismo, además, evidencia algunos rasgos característicos de la misión de Jesús: la participación celeste en el mundo humano, la bajada del Espíritu sobre Jesús en forma de «paloma» y la proclamación del padre, que se complace en el Hijo y lo inviste como Mesías (vv. 16-17). La imagen de la paloma, símbolo de Israel, se convierte también en símbolo de la generación del nuevo pueblo de Dios, al que Jesús da comienzo y que constituye el fruto maduro de la venida del Espíritu a los hombres. Con Jesús se inicia la época de la purificación, del verdadero conocimiento de Dios por el Espíritu Santo, de la definitiva unión entre Dios y el hombre.

¿Cuál es la diferencia entre el bautismo de Jesús y nuestro bautismo? El bautismo recibido por Jesús en el Jordán es un rito de penitencia para la remisión de los pecados y, en cuanto tal, Jesús no tenía propiamente necesidad de él. La manifestación del Padre con la bajada del Espíritu Santo, durante la cual es proclamado «Hijo predilecto» (cf. Mt 3,27) y es investido de la misión profética, real y sacerdotal, es la que lo lleva a tomar sobre sí nuestros pecados y los del mundo entero. Es el inicio del bautismo de la Iglesia, del nuevo pueblo de Dios que, con Jesús, sale del agua, sale de la esclavitud del pecado para entrar en la libertad de la vida del Espíritu. Por su parte el bautismo que nosotros hemos recibido de niños en el nombre de Cristo es la revelación en nosotros del amor de la Trinidad, es el éxodo del pecado a la nueva vida divina, es entrar a formar parte de la comunidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo, y así convertirnos en hijos de Dios a todos los efectos.

Todo bautizado es el hijo esperado sobre el que se posa el Espíritu del Señor. Y así nosotros creyentes somos llamados, como la primera comunidad cristiana, a dar testimonio del camino recorrido por Jesús, que es el único que salva al hombre y lo conduce a la comunión con Dios. Se trata de vivir un nuevo estilo de vida, que es identificación con una vida en Cristo y en el Espíritu, a la que se accede en la fe, que se experimenta en el amor y, llena de esperanza, se hace visible en la cotidianidad de la vida eclesial. Por tanto, una vida de auténtica conversión a Dios y a los hermanos, que nos lleva a vivir una existencia guiada por el Espíritu Santo.

Comentario del Santo Evangelio: (Lc 3,15-16.21-22), para nuestros Mayores. El Hijo de Dios se hace bautizar con el pueblo pecador.


El clima festivo y gozoso del Tiempo de Navidad tiene un motivo concreto: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). En su Hijo, Dios se ha vinculado de manera definitiva e irrevocable a los hombres; nunca dejará ya de estar a nuestro lado, Con la Encarnación da inicio el camino del Hijo de Dios con los hombres. Ella constituye el acontecimiento fundamental. Por eso es muy significativo que el tiempo de Navidad concluya con el recuerdo festivo del bautismo de Jesús. 

Juan Bautista ha anunciado, junto al Jordán, «un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (3,3). Ha bautizado en el Jordán a muchas personas, que se acercaban a él; les ha recordado que les era absolutamente necesaria la conversión y les ha indicado formas concretas de convertirse (3,7-14). La actividad de Juan provoca un profundo impacto en el pueblo, que lo reconoce en cualquier caso como profeta (cf. 20,6). También Jesús, tanto por el hecho de hacerse bautizar como por una explícita toma de postura, reconocerá la obra de Juan y reprobará a los que no se han acercado a él para recibir su bautismo (7,24-35). La gente piensa además que Juan puede ser no sólo un profeta, sino el Mesías enviado por Dios a su pueblo como último y definitivo rey, como aquel por quien le hará llegar la plenitud de la salvación.

Aquí se muestra una vez más la grandeza de Juan. No permite que aquellas ideas que el pueblo se forja sobre él se le suban a la cabeza. Conoce sus límites, y los confiesa. Pero actuando así, no tiene necesidad de provocar en el pueblo ninguna frustración, ya que puede remitir al que viene detrás de él. De tres modos se confronta Juan con él y muestra la superioridad que le caracteriza. Juan puede anunciar la Buena Noticia (cf. 3,18) del que es incomparablemente superior a él. El hecho de que el que viene es más fuerte que Juan significa sólo un inicio. El hecho de que Juan, el gran profeta, no sea digno siquiera de prestarle el servicio propio del esclavo indica la gran diferencia que entre ellos existe en grado y dignidad. La verdadera diferencia se hace patente, sin embargo, cuando Juan contrapone su bautismo con agua al bautismo del que viene tras él: bautismo hecho con el Espíritu Santo y con el fuego. El agua tiene una gran capacidad de limpieza y vivificación para la vida natural del ser humano; puede servir además como símbolo para expresar la relación del hombre con Dios. Pero el Espíritu Santo es la vida misma de Dios, no mortal ni caduca, sino imperecedera y dotada de poder y vigor infinitos. Sólo el propio Dios puede comunicar el Espíritu Santo. El que bautiza con el Espíritu Santo lleva, pues, la vida divina, la vida inmortal, y ha de pertenecer completamente a Dios. El hecho de que bautice además con fuego sirve para indicar el doble efecto de su venida, del que ya había hablado Simeón: «Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten» (2,34). Quien cree en él, de él recibe la vida eterna. Para quien lo rechaza, él se convierte en juicio. También esto remite a su dignidad divina, puesto que el juicio compete sólo a Dios.

Lo que Juan anuncia es Buena Noticia en el más pleno sentido de la expresión. El que viene traerá el don más precioso posible, el Espíritu Santo, la vida divina, siendo él de condición divina. El hecho de hacerse bautizar con agua por Juan puede sorprender y desconcertar. Pero la revelación que sigue de inmediato a su bautismo confirma lo que Juan ha anunciado, mostrando de nuevo su condición y dignidad.

Lo último que Lucas había dicho de Jesús era que «bajó con ellos (sus padres) a Nazaret y siguió bajo su autoridad» (2,51). Jesús tenía entonces doce años. Ahora tiene en torno a los treinta (3,23) y se encuentra de repente a las orillas del Jordán, sin que Lucas haya mencionado su marcha (cf. Mt 3,13). Jesús se hace bautizar junto a la gente que está allí para ser bautizada por Juan, y reza. Pero Lucas refiere este dato a modo de inciso, igual que las circunstancias que acompañan al acontecimiento principal, que es una triple revelación: el cielo se abre; el Espíritu Santo desciende sobre Jesús; la voz del cielo designa a Jesús como el Hijo predilecto.

La apertura del cielo hace patente que Jesús no está separado de Dios: Para él no es un Dios oculto y lejano; él mantiene con Dios una relación abierta y libre. El Espíritu Santo, la vida y la fuerza de Dios, desciende sobre él. Jesús llevará a cabo su misión con la fuerza del Espíritu Santo (cf. 4,1.14.18; 10,21); bautizará con el Espíritu Santo; a través de toda su actividad, hasta su muerte, resurrección, ascensión y envío del Espíritu Santo, comunicará a los hombres la vida divina. Por medio de la voz del cielo se manifiesta finalmente la relación de Jesús con Dios. La voz le dice: «Tú eres mi Hijo, el predilecto: en ti he depositado mi amor» (3,22). Dios Padre reconoce a Jesús como su Hijo. Hasta ahora, Dios ha enviado a sus siervos en la persona de los profetas. Ahora, sin embargo, como su último enviado, tras el cual no vendrá ya ningún otro, está presente su Hijo predilecto (cf. 20,13). Jesús dice de sí mismo: «Nadie sabe quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (10,22). La misión principal de Jesús es la de comunicar a los hombres su exclusivo conocimiento y su exclusiva experiencia de Dios en cuanto Padre. Es así como él pone el fundamento para la fe y la confianza, para la relación vital con el Padre, para la vida de comunión con Dios.

Esta triple revelación muestra lo que caracteriza a Jesús y lo que constituye el fundamento de su obra. Es, por tanto, la revelación central. Pero el que tiene esta relación singular con Dios, ¿cómo se comportará con los hombres, cuya relación con Dios se encuentra perturbada? La respuesta se nos da en las circunstancias que acompañan a esta revelación. Jesús se hace bautizar, junto a todo el pueblo, no porque tenga necesidad del bautismo de Juan, sino para mostrar que él no se distancia de los hombres pecadores. Se pone en medio de ellos e intenta estar cerca de ellos; quiere alcanzarlos allá donde se encuentran y conducirlos a Dios, haciéndoles partícipes de su conocimiento de Dios y de su relación con Dios. El bautismo de Jesús anticipa todo su comportamiento posterior, especialmente sus palabras: «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan» (5,32). Que esta entrega suya valga para toda la humanidad es algo que se hace patente en la genealogía, que en Lucas sigue de inmediato al bautismo y se remonta hasta Adán y hasta Dios Creador. Tiene, por tanto, un carácter universal. Por otra parte, el hecho de que Jesús aparezca orando después de su bautismo manifiesta su intensa y consciente entrega a Dios, recordada frecuentemente por Lucas (5,16; 6,12; 9,18.29; 11,1; 22,41). Lucas es el evangelista del Jesús que ora. La revelación sucesiva dará a conocer quién es el que aquí ora y cuál es la relación con Dios de la que deriva su oración. 

La fiesta del bautismo de Jesús concluye el Tiempo de Navidad. Todo lo que en este tiempo festejamos con gozo —que Dios, con la Encarnación de su Hijo, se haya vinculado de manera definitiva a la humanidad; que la venida de Jesús esté determinada por el Espíritu Santo y que él sea el Hijo del Altísimo (1,35); que haya venido para los pequeños y sencillos (2,8-20); que se deje guiar por la voluntad de su Padre (2,49) —, todo ello, queda recopilado y compendiado en la fiesta del bautismo de Jesús.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 3,15-16.21-22, de Joven para Joven. El Bautismo del Señor.

Este año leemos el evangelio de Lucas en la fiesta del bautismo del Señor. La primera lectura, tomada de Isaías, está relacionada con el ministerio de Juan el Bautista. La segunda lectura, alude al don maravilloso del bautismo cristiano.

En la primera lectura reconocemos el oráculo del profeta Isaías que citan los evangelios a propósito del ministerio de Juan el Bautista.

El profeta proclama un mensaje de consolación para los judíos exiliados en Babilonia. El tiempo del castigo por los pecados ha terminado. Dios va a ponerse a la cabeza del cortejo triunfal de vuelta a la tierra prometida. En consecuencia, es preciso preparar el camino al Señor en el desierto que separa Palestina de Babilonia. Por eso el profeta habla con una voz que grita: «En el desierto preparad un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen».

El ministerio del Bautista ha sido interpretado a la luz de este oráculo. El mismo se presentó así a los sacerdotes y levitas judíos venidos de Jerusalén para preguntarle su identidad y su misión. Negó que fuera el Mesías, o el profeta Elías o el profeta semejante a Moisés anunciado en el Deuteronomio, y dijo que era sólo una voz que grita en el desierto: «Preparad el camino del Señor», como había dicho Isaías (Juan 1,19-23).

La invitación del profeta a que los valles se levanten y los montes se abajen se interpretaba en sentido moral: reparar las faltas graves a la ley de Dios y rebajar las pretensiones orgullosas y las rebeliones. El Bautista exhortaba a la gente a convertirse y a recibir su bautismo para expresar el deseo de purificarse. 

Desde este punto de vista, el hecho de que Jesús se bautizara fue algo sorprendente, inesperado. De por sí, Jesús no necesitaba bautizarse. El bautismo de Juan estaba destinado, en efecto, a los pecadores. 

Juan bautizaba predicando un bautismo para la remisión de los pecados; y el acto del bautismo expresaba precisamente esto: la purificación. 

Juan bautizaba con agua. El agua purifica, lava. De este modo, simboliza la purificación requerida y deseada en el bautismo.

Pablo nos dice que el bautismo tiene un significado todavía más importante: significa la muerte al pecado para revivir en la pureza y en la santidad. En aquel tiempo se practicaba, en efecto, el bautismo por inmersión, es decir, el pecador se sumergía enteramente en el agua, para indicar de este modo que moría, sepultado en el agua. Después volvía a salir para indicar el retorno a una vida nueva.

Jesús no tenía necesidad del bautismo para sí mismo, porque no tenía pecado. Sin embargo, sí tuvo necesidad del bautismo para significar su misión: vino a cargar sobre sí nuestros pecados, a morir al pecado en nuestro lugar, para resurgir a una vida nueva: vida que ahora está a nuestra disposición.

Éste es el bautismo que el mismo Jesús administrará. Juan prevé que el que viene detrás de él administrará un bautismo mucho más eficaz que el suyo. Dice, en efecto: «Yo os bautizo con agua; pero está para llegar el que tiene más autoridad que yo, y yo no tengo derecho a desatarle la correa de las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego». 

El bautismo que Jesús administrará será eficaz. El bautismo de Juan es un signo, sirve para indicar el bautismo de Jesús, y Jesús lo recibe como signo de su propia misión, que consiste en morir y resucitar por nosotros, a fin de poder administrarnos el bautismo en el Espíritu Santo.


En el bautismo de Jesús se produce la manifestación del Espíritu Santo. Lucas cuenta que mientras Jesús, tras haber recibido el bautismo, está en oración, se abre el cielo y baja sobre él el Espíritu Santo, con una apariencia corpórea, como una paloma. Este es el signo de la misión de Jesús. 

A continuación, viene una voz del cielo que dice: «Éste es mi Hijo, el amado, el predilecto».
Con estas palabras el Padre glorifica a Jesús. Su humillación —porque hacerse bautizar fue para él una humillación a la que no estaba obligado— produce su glorificación.

De este modo, tenemos aquí todo el misterio pascual de Jesús, anunciado con el rito del bautismo de Juan.

Con la segunda lectura pasamos del bautismo de Jesús a nuestro propio bautismo, fruto del misterio pascual. Pablo lo llama «el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo», lo que corresponde a la predicación de Juan: «El os bautizará con Espíritu Santo» (Lucas 3,16).

El apóstol pone de relieve el aspecto de don maravilloso de Dios. Gracias al amor generosísimo de Cristo, que «se entregó por nosotros para rescatamos de toda maldad», «ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres», y «ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre».

La gracia recibida en el bautismo es un don gratuito, no basado en las obras buenas realizadas previamente por nosotros. Esta gracia nos proporciona, a continuación, la luz y la fuerza para dedicarnos «a las buenas obras» y «renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa», en espera, llena de esperanza, de la manifestación gloriosa de Cristo.

El bautismo muestra que Jesús vino a salvar a todos los hombres. El «se manifestó en la realidad de nuestra carne», como dice la colecta de este domingo, para derramar su gracia sobre toda carne.

Acojamos la revelación del bautismo de Jesús como revelación de su mansedumbre, su humildad, y, por otra parte, como revelación de la extraordinaria fecundidad de su glorificación. Esta consiste ante todo en la salvación que nos ha comunicado a todos nosotros, que la aprovechamos a continuación.

Elevación Espiritual para este día.

Vuelve mi Jesús y vuelve el misterio, un misterio sublime y divino. En los días pasados hemos celebrado, como convenía, el nacimiento de Cristo; lo hemos glorificado junto con los ángeles: lo hemos tenido en nuestro brazo con Simeón y lo hemos confesado con Ana. Ahora, sin embargo, hay otra acción de Cristo y otro misterio: Cristo es iluminado, Cristo es bautizado. Meditemos un poco sobre las distintas formas de bautismo.

Bautiza Juan con el propósito de suscitar la penitencia; bautiza también Jesús y Él, sí, bautiza en el Espíritu. Este es el bautismo perfecto. 

Conozco también otro bautismo, el del testimonio de sangre, que fue impartido también a Cristo mismo y es un bautismo mucho más venerable que los otros, porque después no será ensuciado por otras manchas. Conozco aún otro que es el de las lágrimas: pero éste es un bautismo más arduo: es el del enfermo, es el bautismo del que pronuncia las palabras del publicano en el templo (...). Al hombre ha sido dada toda palabra y para él se ha instituido todo misterio, a fin de que vosotros lleguéis a ser como lámparas en el mundo, potencia vivificadora para los demás hombres.

Reflexión Espiritual para el día.

Fred, lo que quiero decirte es que eres amado, y lo que espero es que tú puedas escuchar estas palabras como te fueron dichas, con toda la ternura y la fuerza que el amor puede darles. Mi único deseo es que estas palabras puedan resonar en cada parte de tu ser: tú eres amado.

El máximo regalo que mi amistad pueda hacerte es el don de hacerte reconocer tu condición de “ser amado”. Puedo hacerte este don sólo en la medida en que lo quiero para mí mismo. ¿No es ésta la amistad: darnos uno al otro don de “ser amados”? Sí, es la voz, la voz que habla desde lo alto y desde dentro de nuestros corazones, que susurro dulcemente y declara con fuerza: «Tú eres el amado, en ti me complazco». No es ciertamente fácil escuchar esta voz en un mundo lleno de otras voces que gritan: «No eres bueno, eres feo, eres indigno; eres despreciable, no eres nadie... y no puedes demostrar lo contrario».

Estas voces negativos son tan fuertes y tan insistentes que es fácil creerlas. Esta es lo gran trampa. Es la trampa del rechazo de nosotros mismos. En el curso de los años, he llegado o darme cuenta de que, en la vida, la mayor trampa no es el éxito, la popularidad o el poder, sino el rechazo de nosotros mismos. Naturalmente, el éxito, la popularidad o el poder pueden ser una tentación grande, pero su berza de seducción deriva a menudo del hecho de que forman parte de una tentación mayor, la del rechazo de nosotros mismos. Cuando se presta oídos a las voces que nos llaman indignos y no amables, entonces el éxito, la popularidad o el poder son fácilmente percibidos como soluciones atractivas. Pero la verdadera trampa, repito, es el rechazo de nosotros mismos.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Bautismo del Señor. Is 42,1-4.6-7.El Siervo del Señor

El personaje bíblico que haremos ahora entrar en escena no tiene un nombre propio, sino sólo un título simbólico, en hebreo ‘ebed-Jhwh, es decir, «siervo del Señor». Entra en escena imprevisiblemente en el capítulo 42 de Isaías, presentado por Dios mismo: «Aquí está mi Siervo...», y este fragmento constituye precisamente la primera lectura de la fiesta del Bautismo de Cristo que celebramos en este domingo. Vuelve a aparecer en el capítulo 49 y es él mismo el que se presenta: «El Señor me ha llamado desde el vientre de mi madre desde el seno me formó para ser siervo suyo». Vuelve a hablar el Siervo en el capítulo 50 y por primera vez su rostro es el de un perseguido: flagelado en sus espaldas, agredido con esputos, torturado mientras le mesan la barba.

Finalmente, un cuarto y último canto —decididamente el más célebre—, presente en el capítulo 53 de Isaías, describe su pasión, su muerte y glorificación. Es fácil comprender que para los evangelistas ese perfil misterioso y ese personaje sin nombre se correspondían con el rostro mismo de Jesús, el Mesías sufriente y glorioso. Una aplicación mesiánica de la que no había indicios ciertos, sin embargo, en la tradición judía. Entonces, nos preguntamos: ¿en quién pensaba el profeta cuando trazaba en sus cuatro cantos a ese personaje de nombre simbólico? Porque no hay que olvidar que «siervo del Señor» es un título honorífico aplicado a Abrahán, Moisés, Josué, David y a los profetas.

Entre los estudiosos hay quien ha pensado en un segundo Moisés precisamente, que habría guiado a Israel hacia la plena libertad. Pero otros han avanzado la hipótesis de que el profeta aludiera a Zorobabel, el príncipe de descendencia davídica que guió al primer grupo de hebreos repatriados del exilio en Babilonia, después del edicto liberador del rey persa Ciro (538 a.C.). Ha habido quien ha pensado en el profeta Jeremías, un testigo de Dios sometido a continuas humillaciones y persecuciones, que anunció la caída de Judá y de Jerusalén. Otros también lo han referido al mismo Isaías o a algún otro profeta o personaje anónimo, aunque conocido por el profeta y por sus lectores. No ha faltado quien ha visto en el Siervo del Señor al propio pueblo de Israel, purificado por el sufrimiento y dispuesto desde entonces a proclamar al mundo la palabra de Dios. Así, escribía un exegeta, Christian Johannes Lindblom: «El Siervo encarna el ideal de la misión de Israel en el mundo».

Pues bien, aunque históricamente este rostro sigue envuelto en la penumbra, en el cristianismo no se tiene duda alguna. Las palabras que en la escena del bautismo de Jesús en el Jordán, descienden del cielo, son precisamente eco de la presentación divina del Siervo del Señor: “Este es mi hijo amado, mi predilecto (Mt 3,17)”; “Aquí está mi siervo, a quien protejo; mi elegido, en quién mi alma se complace” (Is 42,1). Sólo que ahora al Siervo Jesús se le llama Hijo. Ya no es solamente el Mesías, sino también el Hijo de Dios.
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