Martes 12 de Enero de 2010. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. 1ª semana del tiempo ordinario. (Ciclo C) 1ª semana del Salterio. Feria. SS. Martino de León pb, Arcadio mr, Cesárea ab, Antonio María Pucci, pb.
LITURGIA DE LA PALABRA.
1Sm 1, 9-20: El Señor se acordó de Ana, y dio a luz a Samuel
Interleccional 1Sm 2: Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador.
Mc 1, 21-28: Les enseñaba con autoridad
Desde el inicio del Evangelio de Marcos, hay una diferencia profunda con el resto de los Sinópticos. Las confesiones cristológicas más fuertes en este Evangelio, están puestas en boca de los endemoniados. Marcos, quiere presentar a Jesús, como el hombre de la profunda humanidad para que la comunidad creyente, llegue a comprender que el resucitado es el mismo Crucificado.
El relato de la liberación del endemoniado se da en un ambiente religioso: en Sábado y en la Sinagoga. La relación entre institución religiosa y un enfermo afectado sicológicamente por una locura, indican que la estructura religiosa del sábado y de la Sinagoga, están totalmente enfermas por el legalismo y están produciendo peste social. Vivir, bajos los requisitos de la Ley y sobre sus exigencias siempre inhumanas, van carcomiendo el alma de las personas llenando la conciencia y el corazón de enfermedad, dolor y tristeza.
Jesús realiza la curación en sábado, día en el que la legislación prohibía todo tipo de bien para la humanidad. De esta manera, Jesús se ubica abiertamente a favor de la persona y en contra del legalismo absurdo de la religión de su tiempo. Jesús sabe que la vida del ser humano, está por encima de toda ley.
PRIMERA LECTURA.
1Samuel 1, 9-20
El Señor se acordó de Ana, y dio a luz a Samuel
En aquellos días, después de la comida en Siló, mientras el sacerdote Elí estaba sentado en su silla junto a la puerta del templo del Señor, Ana se levantó y, desconsolada, rezó al Señor deshaciéndose en lágrimas e hizo este voto: "Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu esclava, si te acuerdas de mí y no me olvidas, si concedes a tu esclava un hijo varón, se lo ofreceré al Señor para toda la vida y la navaja no pasará por su cabeza". Mientras repetía su oración al Señor, Elí la observaba. Ana hablaba para sus adentros: movía los labios, sin que se oyera su voz. Elí, creyendo que estaba borracha, le dijo: "¿Hasta cuándo vas a seguir borracha? Devuelve el vino que has bebido". Ana respondió: "No es eso, señor; no he bebido vino ni licores; lo que pasa es que estoy afligida y me desahogo con el Señor. No me tengas por una mujer perdida, que hasta ahora he hablado movida por mi gran desazón y pesadumbre".
Entonces dijo Elí: "Vete en paz. Que el Señor de Israel te conceda lo que le has pedido". Y ella respondió: "Que tu sierva halle gracia ante ti".
La mujer se marchó, comió, y se transformó su semblante. A la mañana siguiente madrugaron, adoraron al señor y se volvieron. Llegados a su casa de Ramá, Elcaná se unió a su mujer, Ana, y el Señor se acordó de ella. Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel, diciendo: "¡Al Señor se lo pedí!"
Palabra de Dios.
Interleccional: 1Samuel 2
R/.Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador.
Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. R.
Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. R.
El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. R.
El levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria. R.
SEGUNDA LECTURA.
SANTO EVANGELIO.
Marcos 1, 21-28
Les enseñaba con autoridad
Llego Jesús a Cafarnaúm y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios". Jesús lo increpó: "Cállate y sal de él". El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió.
Todos se preguntaron estupefactos: "¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen". Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Palbra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
1Sm 1, 9-20: El Señor se acordó de Ana, y dio a luz a Samuel
Interleccional 1Sm 2: Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador.
Mc 1, 21-28: Les enseñaba con autoridad
Desde el inicio del Evangelio de Marcos, hay una diferencia profunda con el resto de los Sinópticos. Las confesiones cristológicas más fuertes en este Evangelio, están puestas en boca de los endemoniados. Marcos, quiere presentar a Jesús, como el hombre de la profunda humanidad para que la comunidad creyente, llegue a comprender que el resucitado es el mismo Crucificado.
El relato de la liberación del endemoniado se da en un ambiente religioso: en Sábado y en la Sinagoga. La relación entre institución religiosa y un enfermo afectado sicológicamente por una locura, indican que la estructura religiosa del sábado y de la Sinagoga, están totalmente enfermas por el legalismo y están produciendo peste social. Vivir, bajos los requisitos de la Ley y sobre sus exigencias siempre inhumanas, van carcomiendo el alma de las personas llenando la conciencia y el corazón de enfermedad, dolor y tristeza.
Jesús realiza la curación en sábado, día en el que la legislación prohibía todo tipo de bien para la humanidad. De esta manera, Jesús se ubica abiertamente a favor de la persona y en contra del legalismo absurdo de la religión de su tiempo. Jesús sabe que la vida del ser humano, está por encima de toda ley.
PRIMERA LECTURA.
1Samuel 1, 9-20
El Señor se acordó de Ana, y dio a luz a Samuel
En aquellos días, después de la comida en Siló, mientras el sacerdote Elí estaba sentado en su silla junto a la puerta del templo del Señor, Ana se levantó y, desconsolada, rezó al Señor deshaciéndose en lágrimas e hizo este voto: "Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu esclava, si te acuerdas de mí y no me olvidas, si concedes a tu esclava un hijo varón, se lo ofreceré al Señor para toda la vida y la navaja no pasará por su cabeza". Mientras repetía su oración al Señor, Elí la observaba. Ana hablaba para sus adentros: movía los labios, sin que se oyera su voz. Elí, creyendo que estaba borracha, le dijo: "¿Hasta cuándo vas a seguir borracha? Devuelve el vino que has bebido". Ana respondió: "No es eso, señor; no he bebido vino ni licores; lo que pasa es que estoy afligida y me desahogo con el Señor. No me tengas por una mujer perdida, que hasta ahora he hablado movida por mi gran desazón y pesadumbre".
Entonces dijo Elí: "Vete en paz. Que el Señor de Israel te conceda lo que le has pedido". Y ella respondió: "Que tu sierva halle gracia ante ti".
La mujer se marchó, comió, y se transformó su semblante. A la mañana siguiente madrugaron, adoraron al señor y se volvieron. Llegados a su casa de Ramá, Elcaná se unió a su mujer, Ana, y el Señor se acordó de ella. Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel, diciendo: "¡Al Señor se lo pedí!"
Palabra de Dios.
Interleccional: 1Samuel 2
R/.Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador.
Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. R.
Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía. R.
El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. R.
El levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria. R.
SEGUNDA LECTURA.
SANTO EVANGELIO.
Marcos 1, 21-28
Les enseñaba con autoridad
Llego Jesús a Cafarnaúm y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: "¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios". Jesús lo increpó: "Cállate y sal de él". El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió.
Todos se preguntaron estupefactos: "¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen". Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Palbra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: 1 Samuel 1,9-20.
Ana reza para que el Señor le conceda el don de los hijos. Su oración es personal. No la hace en voz alta, pues Dios está en lo más íntimo del hombre y le escucha, conoce sus sentimientos más secretos, más escondidos. Elí se equivoca al juzgar a la mujer. Ve que mueve los labios, pero no oye ninguna voz.
Piensa que está borracha, pero Ana reza con intensidad y su oración manifiesta una oración del corazón. Ana vive en esta oración una auténtica relación con Dios; no ve a Elí, todo se vuelve extraño, se olvida del mundo que le rodea, habla al Señor, sólo se abre a él. La oración verdadera es la oración en la que el hombre se encuentra con Dios en la intimidad de su corazón. Así fue la oración de Ana. Esto nos dice que, en la oración, el corazón del hombre debe unirse al corazón de Dios. Elí parece no comprender la oración de Ana; ahora bien, en su oración silenciosa, esta mujer habla con Dios, está en comunión con él y Dios la escucha.
Dice el texto que Ana, tras el augurio del sacerdote, cambia de rostro: antes estaba triste, amargada, lloraba; ahora se serena al acoger el deseo de Elí como una promesa de Dios. Para Ana, la palabra del sacerdote es eficaz, como si Dios hubiera escuchado su oración: « Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido». Ana ya está segura; aún no se ha unido con su esposo, pero le ha bastado la palabra de Elí para estar segura de que Dios ha escuchado ya su oración. Dios prepara los acontecimientos más importantes de la historia de la salvación con medios muy pobres, escondido y con humildad. Cuando Dios calla, es señal de que actúa en lo más hondo, pero el hombre no se da cuenta; y eso que, en realidad, lo que Dios ha preparado se realiza para la salvación del hombre.
Salmo interleccional 1S 1,9-20.
Como Sara, como Rebeca, como Raquel, como la madre de Sansón, como Isabel, la madre del Bautista, Ana era estéril. Lejos de humillarla y mortificarla, Elcana, su marido, intensifica las pruebas de afecto y de cariño hacia ella: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy yo para ti mejor que diez hijos?» (1Sam 1, 8).
Pero Ana, como toda mujer de Israel, considera la esterilidad como un castigo y su único consuelo y esperanza es la oración; oración simple y sencilla, pero urgente y apremiante: Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu esclava, si te acuerdas de mí y no me olvidas, si concedes a tu esclava un hijo varón, se lo ofreceré al Señor para toda la vida y la navaja no pasará por su cabeza. Es decir, será un nazir, un consagrado a Yavé.
La humildad y la sinceridad de la oración de Ana se ponen de manifiesto cuando escucha los reproches del anciano EH, que la confunde con uno de tantos casos patológicos como había visto desfilar, sin duda, por el santuario de Silo, Con el alma dolorida y la sensibilidad a flor de piel, le responde: No es eso, señor; no he bebido vino ni licores; lo que pasa es que estoy afligida y me desahogo con el Señor. No me tengas por una mujer perdida, que hasta ahora he hablado movida por migran desazón y pesadumbre.
El sacerdote reconoció el signo de Dios y sus palabras indican implícitamente que la oración de Ana ha sido oída.
Comentario del Santo Evangelio: Marcos 1,21-28.
En este fragmento de Marcos encontramos dos temas entrelazados: la enseñanza de Jesús, repleta de autoridad, y su poder de expulsar a los demonios. El evangelista quiere mostrar, en primer lugar, que la enseñanza de Jesús posee una eficacia extraordinaria.
Su autoridad consiste en realizar lo que dice, en hacerse obedecer y liberar del mal. Jesús no enseña como los maestros de la Ley, sino como alguien que está investido del Espíritu Santo (Mc 1,9-1 1). Marcos se complace en poner el acento en la figura de Jesús como Maestro: ya desde el comienzo de su evangelio, en nuestro fragmento, aparece Jesús como alguien que enseña. La Palabra de Jesús nos pone frente a frente con el poder mismo de Dios. Tiene lugar, a continuación, el choque con el «espíritu inmundo». En el grito del hombre poseído resuena la cita de una frase de la Escritura: « ¿Qué tienes contra mí, hombre de Dios? ¿Has venido...?» (1 Re 17,18). Esta frase del libro de los Reyes está dirigida al profeta Elías por una mujer cuyo hijo se encuentra enfermo de gravedad y al que cura el profeta. Cambiando «hombre de Dios» por «Jesús de Nazaret», nos presenta Marcos a Jesús como el verdadero profeta que cura. Jesús es el Santo de Dios, sus palabras están dotadas del poder divino. La Palabra de Jesús es una palabra que renueva, transforma y rehace al hombre.
Jesús experimentó la muerte «por la gracia de Dios». Eso nos dice de modo paradójico el autor de la Carta a los Hebreos. Por nuestra parte, no nos sentimos inclinados a unir la gracia con el sufrimiento. Solemos considerar como una gracia que se nos dispense del mismo, mientras que interpretamos el dolor como un signo de la privación de la gracia. Ahora bien, dado que esta última es, más que un don, Dios mismo que se acerca a nosotros con benevolencia, interpretamos la presunta falta de gracia como ausencia o muerte de Dios. Sin embargo, el caso de Ana parece confirmar esta convicción: esta mujer advierte como un don de Dios la liberación de la aflicción de su esterilidad.
También el hombre que es liberado de la esclavitud del diablo en el evangelio recibe la curación y el don de una vida serena. Todo esto nos recuerda que el fin último del proyecto de Dios consiste en liberar al hombre de todo mal. La nueva creación, llevada a cabo por Dios mismo, no prevé la presencia del dolor.
Sin embargo, en la situación presente, dado que el hombre no se encuentra aún en la realidad ideal del mundo futuro, sino que debe participar en la dramática lucha contra el mal, y no algunas veces o en ciertas circunstancias excepcionales, sino como una situación ordinaria, el amor que se asigna a Dios como puro don gratuito no sólo soporta, no sólo acepta, sino que desea la travesía del desierto del dolor. Esto no vale para esbozar los rasgos de una filosofía universal del dolor (cf. Heb 2,9).
Vale para comprender la calidad del amor de Cristo por los hombres y, por consiguiente, el amor de Dios. No presenta argumentos indiscutibles para la «defensa de Dios», pero puede poner en marcha al creyente para revivir la misma gracia. ¿Bastará con esta convicción para crear la resignación o el consuelo? En el fondo, el elemento decisivo no consiste en este buen resultado de carácter psicológico. A quien ama le basta con saber amar y con saber que Dios puede apreciar como acontecimiento providencial precisamente la “estupidez” de mi incomprensible sufrimiento.
Comentario del Santo Evangelio: Mc 1,21-28, para nuestros Mayores. Vencer a los poderes del mal.
Poderoso en hechos y palabras. La intervención de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún es como su presentación oficial ante Israel en la doble faceta con que lo proclamó desde el principio el kerigma apostólico: “profeta poderoso en obras y palabras”. Es poderoso en palabras porque “enseña con autoridad, no como los fariseos”. Es la autoridad que le viene del carisma y no del poder, la autoridad por la que Jesús optó. Hablaba con autoridad porque hablaba desde dentro, desde la propia experiencia y convicción, no como los fariseos “que dicen y no hacen” (Mt 23,3), reducidos a charlatanes de feria que recitan discursos aprendidos, presumidos y autoritarios.
Jesús tiene mucho carisma; su religiosidad es vivencial; por eso sus mensajes y su lenguaje no son estereotipados, sino creativos, en los que se expresa una asombrosa síntesis entre fe y vida. Por eso habla con imágenes y experiencias de la vida cotidiana que entienden los sencillos: la siembra, la levadura, el rebaño, la moneda perdida... Como su madre, muele y amasa en el interior de su espíritu la palabra que recibe del Padre; y cuando habla, es la puerta del horno de su corazón la que se abre, donde se cuece el pan de la Palabra. Por eso es liberadora.
Pero Jesús es también poderoso en hechos, obras, milagros, gestos liberadores, manifestación del poder que le viene “por la unción del Espíritu” (Hch 10,38). Todos los escrituristas afirman que los “endemoniados” eran enfermos o personas que sufrían fenómenos psiquiátricos o parapsicológicos. Al no encontrar explicación, los creían poseídos por un espíritu malo que los alienaba. Les perturbaba a ellos y a los demás, porque eran todo un problema familiar y social. Los evangelistas presentan a Jesús como el gran exorcista que libera a los hombres de las fuerzas del mal que esclavizan y los incorpora a la lucha en favor del bien.
Los posesos de hoy. El “poseso” o “endemoniado” del relato es símbolo de cada uno de nosotros que, en mayor o menor grado, estamos también dominados por las fuerzas del mal, que no nos dejan ser nosotros mismos y de las que, en el fondo, ansiamos liberarnos.
A veces se dice expresamente: “No sé qué me pasa; parece que tengo el demonio en el cuerpo”. Hoy la “posesión” tiene otros nombres; se llama traumas, complejos, adicciones, depresiones, miedo, fobias, presión social, dependencia...
Fuerza del mal que esclaviza es el miedo, el pesimismo: miedo al “qué dirán”, a ser distintos, a ir contracorriente, a confesar la fe; por eso hay tantos cristianos vergonzantes.
Hay demonios “personales”, “familiares” y “sociales”. Existe el pecado social, esas fuerzas reales del mal, impersonales, pero que siembran inhumanidad en las relaciones entre personas. Son las fuerzas del mal que se posesionan de los colectivos y que hay que echar fuera. No importa el nombre que demos a la “posesión”; lo que importa es que no le dejan a uno ser libre, vivir a fondo y gozosamente, y tampoco a los colectivos humanos. La “posesión” y las esclavitudes hacen sufrir. ¡Cómo atormentan los complejos y la timidez!
Con frecuencia escuchamos: “Me da rabia; lo que podría hacer yo si no fuera por mi timidez, mis complejos...”. Estos “demonios” dominan, impiden a la persona ser libre, ser ella misma; le impiden actuar. Paralizan o al menos limitan a la persona.
Jesús, el exorcista. Ante la posesión de estos “malos espíritus” la tentación es el fatalismo que acoquinaba a los contemporáneos de Jesús: “Esto no tiene remedio”; “si tiene que ser así, ¿qué le vamos a hacer?”; “genio y figura hasta la sepultura”; “es mi modo, su modo de ser, y hemos de aceptarnos como somos”. Con frecuencia, detrás de estas actitudes se esconde la comodidad. Los posesos le gritaban a Jesús: “¿Has venido a atormentarnos?” (Mc 5,7). Aun en medio de los sufrimientos, los “demonios” les traen ventajas a los endemoniados. Como están así, se sienten liberados de toda responsabilidad. Es lo que responde el tímido, el acomplejado, el deprimido cuando alguien quiere exigirle: “Bueno, dejadme en paz, ya sabéis que soy así; respetad mis limitaciones; no me exijáis lo que no puedo dar”.
Una limitación bien administrada puede dar ventajas y encubrir muchas comodidades... Jesús se presenta como el hombre fuerte que reduce al secuestrador que retiene a sus moradores (Mc 3,27).
Proclama las fuerzas divinas, que se esconden en el interior de las personas, y viene a liberarlas. Repite: “No temáis... Yo he vencido al mundo”. “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?” (Mc 4,40).
Un ejemplo de liberación del demonio del miedo es el cambio de los apóstoles que, por obra y gracia del Espíritu, pasan del acoquinamiento a la valentía profética, hasta salir contentos como unas pascuas por haber sufrido latigazos por Jesús (Hch 5,41). Él, que está vivo y sigue expulsando demonios, quiere liberarnos de ellos y nos da su Espíritu para que también nosotros seamos exorcistas: “Curad enfermos, echad demonios” (Mt 10,8). Y nos recuerda los medios:
— Fe y confianza en su acción liberadora. Los apóstoles no pueden expulsar un demonio por “falta de fe” (Mt 17,20). Jesús repite a los liberados: “Tu fe te ha salvado” (Mc 5,34).
— Oración: “Esta ralea no sale más que a fuerza de oración” (Mc 9,29); “líbranos del mal” (Mt 6,13).
— Servirse de los medios humanos: ayuda de los demás, formación, lectura de libros. Hay numerosa bibliografía a este respecto.
— Vencer al mal con el bien (Rm 12,21): No estar sólo a la defensiva. Al demonio de la indolencia se le vence asumiendo compromisos. Pablo da testimonio de su experiencia personal: “Me han metido una espina en la carne, un emisario de Satanás. Tres veces le he pedido al Señor yerme libre de él, pero me contestó: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Co 12,7-9).
Comentario del Santo Evangelio: (Mc 1, 21-28), de Joven para Joven. Una palabra poderosa.
Después de haber llamado a los primeros discípulos, Jesús empieza su vida en medio de la gente. Y su éxito es inmediato. La escena está ambientada en Cafarnaún, ciudad elegida como «campamento base» para la primera parte de su actividad apostólica. Los discípulos, tras una primera mención de su presencia (“llegaron”), caen en el olvido en el relato, para dejar el papel de protagonista exclusivamente a Jesús.
Jesús «se puso a enseñar» en el día festivo, el sábado, en el lugar de la reunión litúrgica, la sinagoga. El verbo enseñar caracteriza una actividad privilegiada y bien registrada por el evangelista, que se la atribuye dieciséis veces (por una sola vez a los discípulos). Es fácil deducir que la actividad de enseñar es propia del Maestro. Por otra parte, la construcción aquí empleada, «se puso a enseñar», denota una acción prolongada, como para recordar la plena dedicación a esta actividad. No se refiere aquí el contenido de la enseñanza, ni se hace tampoco, excepto muy raras veces, en la continuación: esto tal vez se deba a que un anuncio temático sería pobre o al menos inoportuno. Es preciso estar junto al Maestro, recorrer con él todo el camino que ha elegido, y sólo entonces será posible entrar en posesión de su mensaje. Es más, ya podemos decir que el contenido de su mensaje es su misma persona, que debemos acoger y seguir como hicieron los primeros discípulos.
Falta el contenido de la enseñanza, pero no falta el efecto que produce (w 21s). Los oyentes están admirados por la incluso excesivamente clara diferencia con la que el Maestro de Nazaret se distingue de los otros maestros: éstos hablan basándose en la autoridad de otros, y Jesús habla con su propia autoridad. Su palabra se impone por sí misma, porque es capaz de liberar luz para la inteligencia, calor para el corazón y vigor para la vida. Se trata de una palabra poderosa, capaz de producir lo que dice, precisamente como la palabra creadora de Gn 1, en el origen del mundo. Se comprende bien por lo que sigue.
Las palabras de Jesús provocan una fuerte reacción en un hombre poseído por un espíritu inmundo (vv. 23-26).
«Espíritu inmundo» (o bien «impuro») es una expresión bíblica usada frecuentemente para referirse a un demonio. Se le llama «inmundo» porque su influjo se opone a la santidad de Dios y de su pueblo. En el caso que nos ocupa, reacciona a la santidad de Jesús gritando: « ¿Qué tenemos nosotros que ver contigo?» (Una fórmula bíblica usada para rechazar una intervención considerada inoportuna o para manifestar el rechazo de cualquier tipo de relación con una persona). Queda claro inmediatamente que entre Jesús y el espíritu inmundo no existe ningún vínculo, aunque el conocimiento que este último tiene del Maestro es óptimo: proporciona tanto su identidad personal (“Jesús de Nazaret”) como su identidad profunda (“el Santo de Dios”). Jesús es el Santo de Dios por excelencia, dado que es el Cristo (cf. Mc 1,1) y el Hijo de Dios (cf. 1,1.11). Entre esta santidad y la condición de impureza no puede haber ninguna relación, a no ser la de un fuerte antagonismo que llega a la anulación del otro: «Has venido a destruirnos».
El verbo empleado expresa no sólo un grave daño, sino la derrota total, la eliminación completa. El lector, que ya había deducido del choque en el desierto quién era el vencedor (cf. 1,12s), puede percibir ahora claramente que la presencia de Jesús asegura la victoria del bien sobre el mal. Satanás es el perdedor. Debe abandonar la presa que hizo suya al apoderarse de aquel hombre y unirle a él con este extraño plural: « ¿Que tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?». Podríamos pensar que se emplea el plural porque se incluye a otros demonios, pero tal vez sea mejor leerlo como englobando también al hombre poseído, víctima del demonio.
En este punto, la palabra que antes había suscitado tanta admiración toma la fuerza de un mandato perentorio compuesto de dos partes: « ¡Cállate y sal de ese hombre!». En la primera parte se prohíbe al demonio anunciar la identidad de Jesús. Comprender quién es verdaderamente Jesús supone una larga y fatigosa conquista que procede del hecho de frecuentarle y de la acogida de su persona en la vida del discípulo fiel. De poco o nada valen las «sugerencias», sobre todo cuando proceden de maestros sospechosos o, peor aún, inicuos.
La segunda parte del mandamiento muestra el poder creativo de la Palabra de Jesús, que le devuelve la salud al hombre y le hace nuevo, liberado ahora de la posesión demoníaca. La presencia de Satanás esclaviza, pero la presencia de Jesús «re-crea», permitiendo al hombre volver a encontrarse a sí mismo y encontrar su unión con Dios.
En la parte conclusiva (vv. 27s) resuena la pregunta de la gente, que, admirada por las palabras de Jesús, tan distintas y tan poderosas, se interroga por todo lo que está aconteciendo. Del hecho a la persona sólo media un paso breve. Nace un vivo interés por la persona de Jesús, que ha realizado la obra prodigiosa de la liberación de un endemoniado. Ya no es posible bloquear una fama que se difunde rápidamente. El comienzo de la actividad de Jesús está marcado por un acontecimiento clamoroso. Será importante conservar el asombro por su palabra y, sobre todo, por su persona.
«Palabras, palabras, palabras...», repetía una vieja canción que se hizo muy popular. No resulta fácil liberarse de la masa de palabras que nos invaden a diario y que nosotros mismos producimos con una generosa abundancia. Hay palabras solapadas, cubiertas con una pátina de verdad, pero con el corazón maléfico, como las del demonio; hay palabras sinceras, pero tal vez superficiales, como las de la gente con la que se encuentra Jesús; hay también palabras verdaderas y poderosas que proceden de un corazón bueno y miran al bien de los demás. Jesús sigue siendo el ejemplo y el modelo de una palabra buena y poderosa.
Antes que nada, querríamos ser capaces de distinguir las palabras, evaluando su calidad y su procedencia. A continuación, sería útil filtrarlas, de suerte que algunas puedan asombrarnos y tener acceso a nuestra vida y otras se queden en la periferia. De hecho, esto sucede, aunque no siempre del modo correcto y deseable. A veces son las palabras gruesas, pesadas, ofensivas, las que se albergan dentro de nosotros, creando divisiones, rencores y hasta sed de venganza. Sería hermoso que las palabras malas y ofensivas resbalaran tangencialmente por nuestra existencia, rozándonos sin dejar huella. Por el contrario, deberíamos abrir las puertas de nuestra inteligencia y de nuestro corazón a las palabras que iluminan la mente, nos estimulan a la solidaridad, promueven el bien y crean puentes de simpatía y de familiaridad con los otros.
Es siempre la Palabra la que nos ayuda a usar el texto como don, acogida, perdón y estímulo para una vida renovada. Fue la Palabra la que volvió a dar vida al endemoniado. Sumergirnos en la contemplación cotidiana de la Escritura es camino seguro para transformar todo lo que decimos y hacemos en semilla de vida.
Elevación Espiritual para este día.
Tu deseo es tu oración; si tu deseo es continuo, continua será tu oración. No en vano dijo el apóstol: «Orad sin cesar». ¿Acaso doblamos las rodillas, postramos el cuerpo o levantamos las manos sin interrupción para que pueda afirmar: Orad sin cesar? Si decimos que sólo podemos orar así, creo que no podemos orar sin cesar.
Ahora bien, hay otra oración interior y continua, y es el deseo. Hagas lo que hagas, si deseas aquel reposo sabático, no interrumpas nunca la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo.
Tu continuo deseo será tu voz, es decir, tu oración continua. Callarás si dejas de amar. La frialdad en la caridad es el silencio del corazón; el fervor de la caridad es el clamor del corazón. Si la caridad permanece constante, clamarás siempre; si clamas siempre, siempre desearás.
Reflexión Espiritual para el día.
A modo de imagen, voy a partir de la experiencia de ciertos monjes de los primeros tiempos de la Iglesia, allá por los siglos III y IV. De noche se mantenían de pie, en posición de espera. Se erguían allí, al aire libre, derechos como árboles, con las manos levantadas hacia el cielo, vueltos hacia el lugar del horizonte por el que debía salir el sol de la mañana. Su cuerpo, habitado por el deseo, esperaba durante toda la noche la llegada del día. Esa era su oración. No pronunciaban palabras. ¿Qué necesidad tenían de ellas? Su Palabra era su mismo cuerpo en actitud de trabajo y de espera. Este trabajo del deseo era su oración silenciosa. Estaban allí, nada más. Y cuando llegaban por la mañana los primeros rayos del sol a las palmas de sus manos, podían detenerse y reposar. Había llegado el sol.
Esta espera, de la que es imposible decir si es más corporal o espiritual, si es más específicamente conceptual o afectiva, se encuentra en la experiencia espiritual. Siempre será para nosotros una tentación constante pretender identificar a Dios con algo de orden afectivo o bien de orden racional, de orden físico o bien de orden cerebral. La espera afecta a todo nuestro ser. Y lo que llega a nosotros es, precisamente, el rayo que, iluminando las palmas de nuestras manos y cambiando poco a poco el paisaje, nos anuncia que viene el sol, diferente a lo que la noche nos permite conocer.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1 Sm 1, 9-20 (1, 10-18). Ana pide un hijo al Señor.
Como Sara, como Rebeca, como Raquel, como la madre de Sansón, como Isabel, la madre del Bautista, Ana era estéril. Lejos de humillarla y mortificarla, Elcana, su marido, intensifica las pruebas de afecto y de cariño hacia ella: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy yo para ti mejor que diez hijos?» (1Sam 1, 8).
Pero Ana, como toda mujer de Israel, considera la esterilidad como un castigo y su único consuelo y esperanza es la oración; oración simple y sencilla, pero urgente y apremiante: Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu esclava, si te acuerdas de mí y no me olvidas, si concedes a tu esclava un hijo varón, se lo ofreceré al Señor para toda la vida y la navaja no pasará por su cabeza. Es decir, será un nazir, un consagrado a Yavé.
La humildad y la sinceridad de la oración de Ana se ponen de manifiesto cuando escucha los reproches del anciano Elí, que la confunde con uno de tantos casos patológicos como había visto desfilar, sin duda, por el santuario de Silo. Con el alma dolorida y la sensibilidad a flor de piel, le responde: No es eso, señor; no he bebido vino ni licores; lo que pasa es que estoy afligida y me desahogo con el Señor. No me tengas por una mujer perdida, que hasta ahora he hablado movida por mi gran desazón y pesadumbre.
El sacerdote reconoció el signo de Dios y sus palabras indican implícitamente que la oración de Ana ha sido oída.
Ana reza para que el Señor le conceda el don de los hijos. Su oración es personal. No la hace en voz alta, pues Dios está en lo más íntimo del hombre y le escucha, conoce sus sentimientos más secretos, más escondidos. Elí se equivoca al juzgar a la mujer. Ve que mueve los labios, pero no oye ninguna voz.
Piensa que está borracha, pero Ana reza con intensidad y su oración manifiesta una oración del corazón. Ana vive en esta oración una auténtica relación con Dios; no ve a Elí, todo se vuelve extraño, se olvida del mundo que le rodea, habla al Señor, sólo se abre a él. La oración verdadera es la oración en la que el hombre se encuentra con Dios en la intimidad de su corazón. Así fue la oración de Ana. Esto nos dice que, en la oración, el corazón del hombre debe unirse al corazón de Dios. Elí parece no comprender la oración de Ana; ahora bien, en su oración silenciosa, esta mujer habla con Dios, está en comunión con él y Dios la escucha.
Dice el texto que Ana, tras el augurio del sacerdote, cambia de rostro: antes estaba triste, amargada, lloraba; ahora se serena al acoger el deseo de Elí como una promesa de Dios. Para Ana, la palabra del sacerdote es eficaz, como si Dios hubiera escuchado su oración: « Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido». Ana ya está segura; aún no se ha unido con su esposo, pero le ha bastado la palabra de Elí para estar segura de que Dios ha escuchado ya su oración. Dios prepara los acontecimientos más importantes de la historia de la salvación con medios muy pobres, escondido y con humildad. Cuando Dios calla, es señal de que actúa en lo más hondo, pero el hombre no se da cuenta; y eso que, en realidad, lo que Dios ha preparado se realiza para la salvación del hombre.
Salmo interleccional 1S 1,9-20.
Como Sara, como Rebeca, como Raquel, como la madre de Sansón, como Isabel, la madre del Bautista, Ana era estéril. Lejos de humillarla y mortificarla, Elcana, su marido, intensifica las pruebas de afecto y de cariño hacia ella: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy yo para ti mejor que diez hijos?» (1Sam 1, 8).
Pero Ana, como toda mujer de Israel, considera la esterilidad como un castigo y su único consuelo y esperanza es la oración; oración simple y sencilla, pero urgente y apremiante: Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu esclava, si te acuerdas de mí y no me olvidas, si concedes a tu esclava un hijo varón, se lo ofreceré al Señor para toda la vida y la navaja no pasará por su cabeza. Es decir, será un nazir, un consagrado a Yavé.
La humildad y la sinceridad de la oración de Ana se ponen de manifiesto cuando escucha los reproches del anciano EH, que la confunde con uno de tantos casos patológicos como había visto desfilar, sin duda, por el santuario de Silo, Con el alma dolorida y la sensibilidad a flor de piel, le responde: No es eso, señor; no he bebido vino ni licores; lo que pasa es que estoy afligida y me desahogo con el Señor. No me tengas por una mujer perdida, que hasta ahora he hablado movida por migran desazón y pesadumbre.
El sacerdote reconoció el signo de Dios y sus palabras indican implícitamente que la oración de Ana ha sido oída.
Comentario del Santo Evangelio: Marcos 1,21-28.
En este fragmento de Marcos encontramos dos temas entrelazados: la enseñanza de Jesús, repleta de autoridad, y su poder de expulsar a los demonios. El evangelista quiere mostrar, en primer lugar, que la enseñanza de Jesús posee una eficacia extraordinaria.
Su autoridad consiste en realizar lo que dice, en hacerse obedecer y liberar del mal. Jesús no enseña como los maestros de la Ley, sino como alguien que está investido del Espíritu Santo (Mc 1,9-1 1). Marcos se complace en poner el acento en la figura de Jesús como Maestro: ya desde el comienzo de su evangelio, en nuestro fragmento, aparece Jesús como alguien que enseña. La Palabra de Jesús nos pone frente a frente con el poder mismo de Dios. Tiene lugar, a continuación, el choque con el «espíritu inmundo». En el grito del hombre poseído resuena la cita de una frase de la Escritura: « ¿Qué tienes contra mí, hombre de Dios? ¿Has venido...?» (1 Re 17,18). Esta frase del libro de los Reyes está dirigida al profeta Elías por una mujer cuyo hijo se encuentra enfermo de gravedad y al que cura el profeta. Cambiando «hombre de Dios» por «Jesús de Nazaret», nos presenta Marcos a Jesús como el verdadero profeta que cura. Jesús es el Santo de Dios, sus palabras están dotadas del poder divino. La Palabra de Jesús es una palabra que renueva, transforma y rehace al hombre.
Jesús experimentó la muerte «por la gracia de Dios». Eso nos dice de modo paradójico el autor de la Carta a los Hebreos. Por nuestra parte, no nos sentimos inclinados a unir la gracia con el sufrimiento. Solemos considerar como una gracia que se nos dispense del mismo, mientras que interpretamos el dolor como un signo de la privación de la gracia. Ahora bien, dado que esta última es, más que un don, Dios mismo que se acerca a nosotros con benevolencia, interpretamos la presunta falta de gracia como ausencia o muerte de Dios. Sin embargo, el caso de Ana parece confirmar esta convicción: esta mujer advierte como un don de Dios la liberación de la aflicción de su esterilidad.
También el hombre que es liberado de la esclavitud del diablo en el evangelio recibe la curación y el don de una vida serena. Todo esto nos recuerda que el fin último del proyecto de Dios consiste en liberar al hombre de todo mal. La nueva creación, llevada a cabo por Dios mismo, no prevé la presencia del dolor.
Sin embargo, en la situación presente, dado que el hombre no se encuentra aún en la realidad ideal del mundo futuro, sino que debe participar en la dramática lucha contra el mal, y no algunas veces o en ciertas circunstancias excepcionales, sino como una situación ordinaria, el amor que se asigna a Dios como puro don gratuito no sólo soporta, no sólo acepta, sino que desea la travesía del desierto del dolor. Esto no vale para esbozar los rasgos de una filosofía universal del dolor (cf. Heb 2,9).
Vale para comprender la calidad del amor de Cristo por los hombres y, por consiguiente, el amor de Dios. No presenta argumentos indiscutibles para la «defensa de Dios», pero puede poner en marcha al creyente para revivir la misma gracia. ¿Bastará con esta convicción para crear la resignación o el consuelo? En el fondo, el elemento decisivo no consiste en este buen resultado de carácter psicológico. A quien ama le basta con saber amar y con saber que Dios puede apreciar como acontecimiento providencial precisamente la “estupidez” de mi incomprensible sufrimiento.
Comentario del Santo Evangelio: Mc 1,21-28, para nuestros Mayores. Vencer a los poderes del mal.
Poderoso en hechos y palabras. La intervención de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún es como su presentación oficial ante Israel en la doble faceta con que lo proclamó desde el principio el kerigma apostólico: “profeta poderoso en obras y palabras”. Es poderoso en palabras porque “enseña con autoridad, no como los fariseos”. Es la autoridad que le viene del carisma y no del poder, la autoridad por la que Jesús optó. Hablaba con autoridad porque hablaba desde dentro, desde la propia experiencia y convicción, no como los fariseos “que dicen y no hacen” (Mt 23,3), reducidos a charlatanes de feria que recitan discursos aprendidos, presumidos y autoritarios.
Jesús tiene mucho carisma; su religiosidad es vivencial; por eso sus mensajes y su lenguaje no son estereotipados, sino creativos, en los que se expresa una asombrosa síntesis entre fe y vida. Por eso habla con imágenes y experiencias de la vida cotidiana que entienden los sencillos: la siembra, la levadura, el rebaño, la moneda perdida... Como su madre, muele y amasa en el interior de su espíritu la palabra que recibe del Padre; y cuando habla, es la puerta del horno de su corazón la que se abre, donde se cuece el pan de la Palabra. Por eso es liberadora.
Pero Jesús es también poderoso en hechos, obras, milagros, gestos liberadores, manifestación del poder que le viene “por la unción del Espíritu” (Hch 10,38). Todos los escrituristas afirman que los “endemoniados” eran enfermos o personas que sufrían fenómenos psiquiátricos o parapsicológicos. Al no encontrar explicación, los creían poseídos por un espíritu malo que los alienaba. Les perturbaba a ellos y a los demás, porque eran todo un problema familiar y social. Los evangelistas presentan a Jesús como el gran exorcista que libera a los hombres de las fuerzas del mal que esclavizan y los incorpora a la lucha en favor del bien.
Los posesos de hoy. El “poseso” o “endemoniado” del relato es símbolo de cada uno de nosotros que, en mayor o menor grado, estamos también dominados por las fuerzas del mal, que no nos dejan ser nosotros mismos y de las que, en el fondo, ansiamos liberarnos.
A veces se dice expresamente: “No sé qué me pasa; parece que tengo el demonio en el cuerpo”. Hoy la “posesión” tiene otros nombres; se llama traumas, complejos, adicciones, depresiones, miedo, fobias, presión social, dependencia...
Fuerza del mal que esclaviza es el miedo, el pesimismo: miedo al “qué dirán”, a ser distintos, a ir contracorriente, a confesar la fe; por eso hay tantos cristianos vergonzantes.
Hay demonios “personales”, “familiares” y “sociales”. Existe el pecado social, esas fuerzas reales del mal, impersonales, pero que siembran inhumanidad en las relaciones entre personas. Son las fuerzas del mal que se posesionan de los colectivos y que hay que echar fuera. No importa el nombre que demos a la “posesión”; lo que importa es que no le dejan a uno ser libre, vivir a fondo y gozosamente, y tampoco a los colectivos humanos. La “posesión” y las esclavitudes hacen sufrir. ¡Cómo atormentan los complejos y la timidez!
Con frecuencia escuchamos: “Me da rabia; lo que podría hacer yo si no fuera por mi timidez, mis complejos...”. Estos “demonios” dominan, impiden a la persona ser libre, ser ella misma; le impiden actuar. Paralizan o al menos limitan a la persona.
Jesús, el exorcista. Ante la posesión de estos “malos espíritus” la tentación es el fatalismo que acoquinaba a los contemporáneos de Jesús: “Esto no tiene remedio”; “si tiene que ser así, ¿qué le vamos a hacer?”; “genio y figura hasta la sepultura”; “es mi modo, su modo de ser, y hemos de aceptarnos como somos”. Con frecuencia, detrás de estas actitudes se esconde la comodidad. Los posesos le gritaban a Jesús: “¿Has venido a atormentarnos?” (Mc 5,7). Aun en medio de los sufrimientos, los “demonios” les traen ventajas a los endemoniados. Como están así, se sienten liberados de toda responsabilidad. Es lo que responde el tímido, el acomplejado, el deprimido cuando alguien quiere exigirle: “Bueno, dejadme en paz, ya sabéis que soy así; respetad mis limitaciones; no me exijáis lo que no puedo dar”.
Una limitación bien administrada puede dar ventajas y encubrir muchas comodidades... Jesús se presenta como el hombre fuerte que reduce al secuestrador que retiene a sus moradores (Mc 3,27).
Proclama las fuerzas divinas, que se esconden en el interior de las personas, y viene a liberarlas. Repite: “No temáis... Yo he vencido al mundo”. “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?” (Mc 4,40).
Un ejemplo de liberación del demonio del miedo es el cambio de los apóstoles que, por obra y gracia del Espíritu, pasan del acoquinamiento a la valentía profética, hasta salir contentos como unas pascuas por haber sufrido latigazos por Jesús (Hch 5,41). Él, que está vivo y sigue expulsando demonios, quiere liberarnos de ellos y nos da su Espíritu para que también nosotros seamos exorcistas: “Curad enfermos, echad demonios” (Mt 10,8). Y nos recuerda los medios:
— Fe y confianza en su acción liberadora. Los apóstoles no pueden expulsar un demonio por “falta de fe” (Mt 17,20). Jesús repite a los liberados: “Tu fe te ha salvado” (Mc 5,34).
— Oración: “Esta ralea no sale más que a fuerza de oración” (Mc 9,29); “líbranos del mal” (Mt 6,13).
— Servirse de los medios humanos: ayuda de los demás, formación, lectura de libros. Hay numerosa bibliografía a este respecto.
— Vencer al mal con el bien (Rm 12,21): No estar sólo a la defensiva. Al demonio de la indolencia se le vence asumiendo compromisos. Pablo da testimonio de su experiencia personal: “Me han metido una espina en la carne, un emisario de Satanás. Tres veces le he pedido al Señor yerme libre de él, pero me contestó: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Co 12,7-9).
Comentario del Santo Evangelio: (Mc 1, 21-28), de Joven para Joven. Una palabra poderosa.
Después de haber llamado a los primeros discípulos, Jesús empieza su vida en medio de la gente. Y su éxito es inmediato. La escena está ambientada en Cafarnaún, ciudad elegida como «campamento base» para la primera parte de su actividad apostólica. Los discípulos, tras una primera mención de su presencia (“llegaron”), caen en el olvido en el relato, para dejar el papel de protagonista exclusivamente a Jesús.
Jesús «se puso a enseñar» en el día festivo, el sábado, en el lugar de la reunión litúrgica, la sinagoga. El verbo enseñar caracteriza una actividad privilegiada y bien registrada por el evangelista, que se la atribuye dieciséis veces (por una sola vez a los discípulos). Es fácil deducir que la actividad de enseñar es propia del Maestro. Por otra parte, la construcción aquí empleada, «se puso a enseñar», denota una acción prolongada, como para recordar la plena dedicación a esta actividad. No se refiere aquí el contenido de la enseñanza, ni se hace tampoco, excepto muy raras veces, en la continuación: esto tal vez se deba a que un anuncio temático sería pobre o al menos inoportuno. Es preciso estar junto al Maestro, recorrer con él todo el camino que ha elegido, y sólo entonces será posible entrar en posesión de su mensaje. Es más, ya podemos decir que el contenido de su mensaje es su misma persona, que debemos acoger y seguir como hicieron los primeros discípulos.
Falta el contenido de la enseñanza, pero no falta el efecto que produce (w 21s). Los oyentes están admirados por la incluso excesivamente clara diferencia con la que el Maestro de Nazaret se distingue de los otros maestros: éstos hablan basándose en la autoridad de otros, y Jesús habla con su propia autoridad. Su palabra se impone por sí misma, porque es capaz de liberar luz para la inteligencia, calor para el corazón y vigor para la vida. Se trata de una palabra poderosa, capaz de producir lo que dice, precisamente como la palabra creadora de Gn 1, en el origen del mundo. Se comprende bien por lo que sigue.
Las palabras de Jesús provocan una fuerte reacción en un hombre poseído por un espíritu inmundo (vv. 23-26).
«Espíritu inmundo» (o bien «impuro») es una expresión bíblica usada frecuentemente para referirse a un demonio. Se le llama «inmundo» porque su influjo se opone a la santidad de Dios y de su pueblo. En el caso que nos ocupa, reacciona a la santidad de Jesús gritando: « ¿Qué tenemos nosotros que ver contigo?» (Una fórmula bíblica usada para rechazar una intervención considerada inoportuna o para manifestar el rechazo de cualquier tipo de relación con una persona). Queda claro inmediatamente que entre Jesús y el espíritu inmundo no existe ningún vínculo, aunque el conocimiento que este último tiene del Maestro es óptimo: proporciona tanto su identidad personal (“Jesús de Nazaret”) como su identidad profunda (“el Santo de Dios”). Jesús es el Santo de Dios por excelencia, dado que es el Cristo (cf. Mc 1,1) y el Hijo de Dios (cf. 1,1.11). Entre esta santidad y la condición de impureza no puede haber ninguna relación, a no ser la de un fuerte antagonismo que llega a la anulación del otro: «Has venido a destruirnos».
El verbo empleado expresa no sólo un grave daño, sino la derrota total, la eliminación completa. El lector, que ya había deducido del choque en el desierto quién era el vencedor (cf. 1,12s), puede percibir ahora claramente que la presencia de Jesús asegura la victoria del bien sobre el mal. Satanás es el perdedor. Debe abandonar la presa que hizo suya al apoderarse de aquel hombre y unirle a él con este extraño plural: « ¿Que tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?». Podríamos pensar que se emplea el plural porque se incluye a otros demonios, pero tal vez sea mejor leerlo como englobando también al hombre poseído, víctima del demonio.
En este punto, la palabra que antes había suscitado tanta admiración toma la fuerza de un mandato perentorio compuesto de dos partes: « ¡Cállate y sal de ese hombre!». En la primera parte se prohíbe al demonio anunciar la identidad de Jesús. Comprender quién es verdaderamente Jesús supone una larga y fatigosa conquista que procede del hecho de frecuentarle y de la acogida de su persona en la vida del discípulo fiel. De poco o nada valen las «sugerencias», sobre todo cuando proceden de maestros sospechosos o, peor aún, inicuos.
La segunda parte del mandamiento muestra el poder creativo de la Palabra de Jesús, que le devuelve la salud al hombre y le hace nuevo, liberado ahora de la posesión demoníaca. La presencia de Satanás esclaviza, pero la presencia de Jesús «re-crea», permitiendo al hombre volver a encontrarse a sí mismo y encontrar su unión con Dios.
En la parte conclusiva (vv. 27s) resuena la pregunta de la gente, que, admirada por las palabras de Jesús, tan distintas y tan poderosas, se interroga por todo lo que está aconteciendo. Del hecho a la persona sólo media un paso breve. Nace un vivo interés por la persona de Jesús, que ha realizado la obra prodigiosa de la liberación de un endemoniado. Ya no es posible bloquear una fama que se difunde rápidamente. El comienzo de la actividad de Jesús está marcado por un acontecimiento clamoroso. Será importante conservar el asombro por su palabra y, sobre todo, por su persona.
«Palabras, palabras, palabras...», repetía una vieja canción que se hizo muy popular. No resulta fácil liberarse de la masa de palabras que nos invaden a diario y que nosotros mismos producimos con una generosa abundancia. Hay palabras solapadas, cubiertas con una pátina de verdad, pero con el corazón maléfico, como las del demonio; hay palabras sinceras, pero tal vez superficiales, como las de la gente con la que se encuentra Jesús; hay también palabras verdaderas y poderosas que proceden de un corazón bueno y miran al bien de los demás. Jesús sigue siendo el ejemplo y el modelo de una palabra buena y poderosa.
Antes que nada, querríamos ser capaces de distinguir las palabras, evaluando su calidad y su procedencia. A continuación, sería útil filtrarlas, de suerte que algunas puedan asombrarnos y tener acceso a nuestra vida y otras se queden en la periferia. De hecho, esto sucede, aunque no siempre del modo correcto y deseable. A veces son las palabras gruesas, pesadas, ofensivas, las que se albergan dentro de nosotros, creando divisiones, rencores y hasta sed de venganza. Sería hermoso que las palabras malas y ofensivas resbalaran tangencialmente por nuestra existencia, rozándonos sin dejar huella. Por el contrario, deberíamos abrir las puertas de nuestra inteligencia y de nuestro corazón a las palabras que iluminan la mente, nos estimulan a la solidaridad, promueven el bien y crean puentes de simpatía y de familiaridad con los otros.
Es siempre la Palabra la que nos ayuda a usar el texto como don, acogida, perdón y estímulo para una vida renovada. Fue la Palabra la que volvió a dar vida al endemoniado. Sumergirnos en la contemplación cotidiana de la Escritura es camino seguro para transformar todo lo que decimos y hacemos en semilla de vida.
Elevación Espiritual para este día.
Tu deseo es tu oración; si tu deseo es continuo, continua será tu oración. No en vano dijo el apóstol: «Orad sin cesar». ¿Acaso doblamos las rodillas, postramos el cuerpo o levantamos las manos sin interrupción para que pueda afirmar: Orad sin cesar? Si decimos que sólo podemos orar así, creo que no podemos orar sin cesar.
Ahora bien, hay otra oración interior y continua, y es el deseo. Hagas lo que hagas, si deseas aquel reposo sabático, no interrumpas nunca la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo.
Tu continuo deseo será tu voz, es decir, tu oración continua. Callarás si dejas de amar. La frialdad en la caridad es el silencio del corazón; el fervor de la caridad es el clamor del corazón. Si la caridad permanece constante, clamarás siempre; si clamas siempre, siempre desearás.
Reflexión Espiritual para el día.
A modo de imagen, voy a partir de la experiencia de ciertos monjes de los primeros tiempos de la Iglesia, allá por los siglos III y IV. De noche se mantenían de pie, en posición de espera. Se erguían allí, al aire libre, derechos como árboles, con las manos levantadas hacia el cielo, vueltos hacia el lugar del horizonte por el que debía salir el sol de la mañana. Su cuerpo, habitado por el deseo, esperaba durante toda la noche la llegada del día. Esa era su oración. No pronunciaban palabras. ¿Qué necesidad tenían de ellas? Su Palabra era su mismo cuerpo en actitud de trabajo y de espera. Este trabajo del deseo era su oración silenciosa. Estaban allí, nada más. Y cuando llegaban por la mañana los primeros rayos del sol a las palmas de sus manos, podían detenerse y reposar. Había llegado el sol.
Esta espera, de la que es imposible decir si es más corporal o espiritual, si es más específicamente conceptual o afectiva, se encuentra en la experiencia espiritual. Siempre será para nosotros una tentación constante pretender identificar a Dios con algo de orden afectivo o bien de orden racional, de orden físico o bien de orden cerebral. La espera afecta a todo nuestro ser. Y lo que llega a nosotros es, precisamente, el rayo que, iluminando las palmas de nuestras manos y cambiando poco a poco el paisaje, nos anuncia que viene el sol, diferente a lo que la noche nos permite conocer.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1 Sm 1, 9-20 (1, 10-18). Ana pide un hijo al Señor.
Como Sara, como Rebeca, como Raquel, como la madre de Sansón, como Isabel, la madre del Bautista, Ana era estéril. Lejos de humillarla y mortificarla, Elcana, su marido, intensifica las pruebas de afecto y de cariño hacia ella: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy yo para ti mejor que diez hijos?» (1Sam 1, 8).
Pero Ana, como toda mujer de Israel, considera la esterilidad como un castigo y su único consuelo y esperanza es la oración; oración simple y sencilla, pero urgente y apremiante: Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de tu esclava, si te acuerdas de mí y no me olvidas, si concedes a tu esclava un hijo varón, se lo ofreceré al Señor para toda la vida y la navaja no pasará por su cabeza. Es decir, será un nazir, un consagrado a Yavé.
La humildad y la sinceridad de la oración de Ana se ponen de manifiesto cuando escucha los reproches del anciano Elí, que la confunde con uno de tantos casos patológicos como había visto desfilar, sin duda, por el santuario de Silo. Con el alma dolorida y la sensibilidad a flor de piel, le responde: No es eso, señor; no he bebido vino ni licores; lo que pasa es que estoy afligida y me desahogo con el Señor. No me tengas por una mujer perdida, que hasta ahora he hablado movida por mi gran desazón y pesadumbre.
El sacerdote reconoció el signo de Dios y sus palabras indican implícitamente que la oración de Ana ha sido oída.
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