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domingo, 7 de febrero de 2010

Día 07-02-2010. Ciclo C.

7 de febrero de 2010. V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. (Ciclo C ). Año par. 5ª semana del Salterio. SS Ricardo pf, Juliana vd. Beatos Anselmo Polanco ob y Felipe pb mrs, Pío IX pp

LITURGIA DE LA PALABRA.
Is 6, 1-2a. 3-8: "¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?"
Salmo: 137: “Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor”
1Cor 15, 1-11: “Porque yo soy el menor de los apóstoles”
Lc 5, 1-11: "No temas; desde ahora serás pescador de hombres." 
El autor de la primera lectura ubica la escena en un tiempo concreto, año 740 a.C. que corresponde a la muerte del rey Osías (740 a.C). El relato se divide en dos partes: la visión (vv. 1-4) y la reacción del profeta (vv. 5-8). Una tercera parte, que ha sido excluida en nuestro texto liturgico (vv. 9-13), cuenta la misión que recibe el profeta. Realmente todo el capítulo 13 forma una unidad literaria. Por su similitud con los relatos de vocación de Jeremías y Ezequiel, que tienen estas mismas tres partes, algunos consideran este relato como de vocación. Sin embargo, el contenido nos lleva a pensar en un relato de misión.
La escena comienza a desarrollarse probablemente en el templo de Jerusalén, donde el profeta recibe la visión de una liturgia celeste. El profeta ve a Yahvé con los rasgos de un rey, ejerciendo su poder. También sobresale un lenguaje de plenitud expresado en frases como “el ruedo de su manto llenaba el templo”, “su gloria llena la tierra toda”... Los serafines (serafín = ardiente), seres alados de fuego, que no son todavía los ángeles de la tradición posterior, están por encima del rey, en actitud de servicio. Los serafines entonan el canto del «santo, santo, santo». La santidad de Dios se hace visible a través de su gloria, y la gloria de Dios se manifiesta a través de sus obras en la creación y de sus acciones liberadoras a favor de su pueblo.
En los vv. 5-7 se nos muestra la reacción de Isaías ante la visión, poniendo el acento en la impureza de sus labios y los de su pueblo. Se siente perdido por que tal vez no habló en el momento que lo debía hacer, esto lo hace impuro e incapacitado para ejercer su vocación de hablar en le nombre de Yahvé. La exclamación angustiosa que expresa conversión es atendida con un serafín quien a través de un carbón encendido toca su boca para que le sean perdonados sus pecados. Isaías entonces está habilitado de nuevo como profeta, no sólo para hablar sino para escuchar la voz de Dios que busca un profeta. Pasando de la angustia del pecado a la seguridad de estar acreditado para hacer de profeta, responde de inmediato “aquí me tienes”, manifestando así su disponibilidad y pertenencia absoluta a la voluntad del Señor.
Todo el capítulo 15 de 1 Corintios tiene como eje temático la resurrección de Jesucristo, puesta en duda en el v.12: “¿cómo dice alguno que no hay resurrección de los muertos?”. Al comenzar el capítulo Pablo recuerda la Buena Nueva como el mejor regalo entregado a la comunidad de Corinto, regalo que fue recibido y mantenido con fidelidad a las palabras anunciadas. Aparece claro que el elemento común a los cristianos de todos los pueblos, culturas y tradiciones es la palabra de Dios. El contenido de la Buena Nueva lo describe Pablo citando un fragmento del primer credo cristiano que tiene como protagonista a Cristo, como testimonio de solidaridad, su muerte por nuestros pecados, como punto de referencia, las Escrituras, como respuesta solidaria humana, su sepultura, como intervención directa de Dios, su resurrección, como testigos de la resurrección, a todos los que se les apareció. El Dios de la Vida y la vida de nuestro pueblo es la razón de ser de toda vocación cristiana, que es vocación a defender y acrecentar la vida. «Para que tengan Vida y Vida en abundancia».
En el evangelio de hoy nos encontramos con un diálogo entre Jesús y Pedro, sencillo y profundo a la vez, diálogo que podríamos hacer nuestro en medio de las aguas tempestuosas de este mundo mientras nos esforzamos en nadar contra corriente. Pedro, por el oficio, era el experto en lugares y horas precisas para pescar. Sabía que en la noche y con las aguas tranquilas se pesca mejor, eso había estado haciendo toda la noche ¡y no habían cogido ni un pececito! Pero llega Jesús que sin ser pescador le dice sencillamente, que eche las redes para pescar...
Pedro, el experto, pudo haber dicho que no, que no era ni la hora ni el lugar para pescar y todo hubiera quedado ahí. Pero no, calla su experiencia y sabiduría (“hemos pasado toda la noche bregando”); reconoce su fracaso y desilusión (“no hemos cogido nada”), y “en nombre de Jesús echa las redes”. Y ya conocemos el final del relato: ¡una pesca maravillosa! Cuando Jesús le pide a Pedro que “reme mar adentro” lo está invitando a una aventura que lo lleva más allá de las playas cotidianas en busca de un horizonte mucho más amplio. Y Pedro cree en la palabra de Jesús.
Este es el verdadero milagro: creer cuando todo parece ilógico. La abundante pesca y las redes llenas de peces son sólo la consecuencia de la fe. Todos los relatos de milagros en el evangelio comienzan con la fe o la suscitan, es la condición para ver la acción de Jesús, cuando no la hay, Jesús simplemente se va a la otra orilla como veremos en las próximas semanas. Si creemos en Jesús entonces se realiza el milagro!
Claro, la cosa no es tan sencilla, se necesita una fe muy grande dada por Dios. Pidamos esa fe para que igual que Pedro, creamos en Jesús, obedezcamos su palabra, rememos mar adentro y echemos las redes para pescar, entonces, veremos otro milagro en nuestras vidas y en nuestra comunidad.
Y es que ser discípulos de Jesús exige confiar en la palabra de Cristo. La misión a la que Jesús nos quiere enviar es osada y, hoy por hoy, con pocas probabilidades de éxito. Jesús quiere contar con nosotros y nosotras para el proyecto de Reino. Jesús convoca a los Apóstoles para que sean pescadores de hombres, por eso toda vocación exige "remar mar adentro" para abandonar las seguridades de la orilla, tener un horizonte ilimitado asumir responsabilidades y meterse en una gran obra: la salvación de todos los hombres y mujeres del mundo.
Sin demeritar el oficio de los pescadores lo que le propone Jesús a Pedro es una superación en el oficio que hasta ahora había desempeñado, pescar hombres y mujeres para el Reino es una empresa más noble y difícil que pescar peces, es algo más milagroso que la pesca que acaban de hacer.
Pero los llamados a esta nueva labor son también invitados a “dejarlo todo” para seguir a Cristo. Los necesita dedicados a tiempo completo, dedicándole a esta “misión” todas las fuerzas, pescar hombres y mujeres para el Reino exige renunciar a todo lo demás y asumir a Jesús como única posesión. La misión a la que se llama exige desprenderse por completo del mundo, para apegarse totalmente a Jesús. En el relato de hoy se van con Jesús que vale mucho más que las dos barcas llenas de pescados que les acaba de regalar. Dejaron esa abundante pesca que los había admirado tanto porque comprenden que la vocación compromete al ser humano en un trabajo que está por encima de los trabajos humanos ordinarios. La vocación – misión es una invitación a colaborarle a Dios, un trabajo milagroso. Oremos hoy por aquellos que dejándolo todo se han ido tras el Señor.

PRIMERA LECTURA.
Isaías 6, 1-2a. 3-8
Aquí estoy, mándame 
El año de la muerte del rey Ozías, vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la orla de su manto llenaba el templo.
Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro, diciendo: "¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!"
Y temblaban los umbrales de las puertas al clamor de su voz, y el templo estaba lleno de humo.
Yo dije: "¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos."
Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: "Mira; esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado."
Entonces, escuché la voz del Señor, que decía: "¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?"
Contesté: "Aquí estoy, mándame."
Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 137
R/.Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor. 
Te doy gracias, Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tañeré para ti,
me postraré hacia tu santuario. R.
Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera a tu fama; cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma. R.
Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra, al escuchar el oráculo de tu boca; canten los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande. R.
Tu derecha me salva. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos. R.
 

SEGUNDA LECTURA.
1Corintios 15, 1-11
Esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados, y que os está salvando, si es que conserváis el Evangelio que os proclamé; de lo contrario, se ha malogrado vuestra adhesión a la fe.
Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía, otros han muerto; después se le apareció a Santiago, después a todos los  apóstoles; por último, se me apareció también a mí.
Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios.
Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he  sido yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues bien; tanto ellos como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído.
Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 5, 1-11
Dejándolo todo, lo siguieron 
En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.
Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: "Rema mar adentro, y echad las redes para pescar."
Simón contestó: "Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes."
Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador."
Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón: "No temas; desde ahora serás pescador de hombres."
Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
Palabra del Señor.


Comentario de la Primera Lectura: Is 6, 1-2ª.3-8. El texto nos habla de la vocación de Isaías, ejemplo de la profunda experiencia religiosa del profeta. Fue escrito en torno al año 742 a. de C., que fue el de la muerte de Ozías, fin de un período de prosperidad y autonomía para Israel. El tema de fondo sigue siendo la santidad y la gloria de Dios, que trasciende toda grandeza y poder humanos. El escenario es el templo de Jerusalén, y la descripción nos presenta con rasgos antropomórficos al Señor en el trono, rodeado de serafines. La primera parte (vv. 1-4) nos presenta la teofanía de Dios y su trascendencia con diferentes términos simbólicos y litúrgicos: «Trono alto y excelso», «la orla de su manto llenaba el templo. De pie, junto a él, había serafines con seis alas cada uno. Y se gritaban el uno al otro:
“Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso”.
En la segunda parte (vv. 5-8), la visión del profeta describe al hombre frente al trono de la divinidad. Ante la grandeza de Dios nace de improviso en el profeta la conciencia de su indignidad y de su propio pecado. En ese momento, interviene Dios: purifica al hombre y le infunde una nueva vida al tocar sus labios. El Señor se dirige después a la asamblea de los serafines y les consulta sobre el gobierno del mundo (v. 8a). Sin embargo, de una manera indirecta, la voz de Dios interpela y llama a Isaías para que, investido de la gloria y de la santidad de Dios, vaya a profetizar en su nombre. El profeta se declara dispuesto para su misión y responde a la petición que Dios le dirige: «Aquí estoy yo, envíame» (v. 8). Es la plena disponibilidad de quien se deja invadir por un Dios que salva.

Comentario del Salmo 137 El salterio nos ofrece este bellísimo poema en el que el salmista, en nombre de todo el pueblo, saca de su corazón un dolor, unos lamentos, que conmueven las más escondidas e inescrutables fibras del alma.
Israel está en Babilonia. Exiliado en una nación extraña y gentil, vaga desconsolado por su nuevo desierto; y la terrible nostalgia de habitar lejos de la Ciudad Santa, de la que, a igual que su templo, no quedan sino despojos, aviva su dolor como si un hierro candente atravesara de parte a parte todo su ser: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos, con nostalgia de Sión. En los sauces de sus orillas colgamos nuestras arpas».
Los habitantes de Babilonia, conocedores de la belleza de las liturgias que Israel celebraba en su Templo santo, piden a los judíos que les canten algunos de los maravillosos himnos de alabanza con los que bendecían y alababan a Yavé, su Dios. Los israelitas consideran esta solicitud como algo irreverente e insultante. Es ofensivo que un pueblo que alaba con sus himnos al Dios que manifiesta su gloria en su Templo santo, acceda a degradarlos con el fin de alegrar el corazón de los gentiles que nunca le han conocido: «Allí, los que nos deportaron pedían canciones, nuestros raptores querían diversión: “¡Cantadnos un cantar de Sión!”. “¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!”.
El profeta Jeremías, dotado de una sensibilidad poco común, es probablemente quien con mayor intensidad ha expresado el dolor de su pueblo ante la hiriente realidad del destierro, Escribe el libro de las Lamentaciones que manifiesta, en toda su crudeza, su dolor incomparable por el abatimiento a que ha llegado el pueblo santo: «Ha cesado la alegría de nuestro corazón, se ha trocado en duelo nuestra danza. Ha caído la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que hemos pecado! Por eso está dolorido nuestro corazón, por eso se nublan nuestros ojos» (Lam 5,15-17).
No obstante, el profeta nos deja abierta una puerta a la esperanza: suplica a Yavé para que vuelva a ser propicio con su pueblo: « ¿Por qué has de olvidarnos para siempre, por qué toda la vida abandonarnos? ¡Haznos volver a ti, Yavé y volveremos! Renueva nuestros días como antaño» (Lam 5,20-21).
 El tema bíblico del destierro nos plantea un interrogante. ¿Cómo es posible que Dios, cuya misericordia y bondad sean ilimitadas, castigue con tanta severidad al pueblo de sus entrañas a causa de su infidelidad? No es difícil aventurar que Israel se hiciese esta pregunta, tan cruel y descarnada, cuando se vio sumido bajo el dominio del rey de Babilonia. Parece como si aflorase una terrible duda: ¿es posible creer en medio de tanta desolación?

Tenemos que distinguir entre castigo y corrección. El castigo, la punición, no son buenos en sí mismos, podría entenderse como pagar por un mal que se ha hecho. En este sentido no podemos hablar del destierro como castigo de Dios. La corrección viene en ayuda del hombre, es un corregir para enderezar lo que se ha torcido. La corrección está en función de la madurez. Sabemos que durante su destierro, Israel desarrolló una madurez espiritual impensable. El pueblo había cerrado sus oídos a las palabras de los profetas enviados por Dios, y adulaban servilmente a los falsos profetas que nunca les pusieron en la verdad.
Es en el destierro cuando Israel valora la palabra de los verdaderos profetas. Se multiplican los lugares de culto en los que la Palabra es predicada, bendecida y alabada. Además, su relación con Yavé se hace desde la verdad, sin esconder su pecado, cosa que antes hacían y muy elegantemente, amparándose en el esplendor de sus liturgias.
Como expresión de la nueva dimensión espiritual del pueblo, recogemos unos textos de Daniel, profeta que vivió como pocos el exilio de Babilonia. Daniel bendice a Yavé en este pueblo extraño porque no por ello deja de ser el Dios de sus padres: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado eternamente. Bendito el santo nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente. Bendito seas en el templo de tu santa gloria...» (Dan 3,5 1-53).
Así como reconoce que Yavé es bendito, también le reconoce como justo y fiel por la corrección que están sufriendo. Pone delante de sus ojos el pecado del pueblo: «Juicio fiel has hecho en todo lo que sobre nosotros has traído y sobre la ciudad santa de nuestros padres, Jerusalén. Sí, pecamos, obramos inicuamente alejándonos de ti, sí, mucho en todo pecamos» (Dan 3,28—29). Hecha esta confesión, el profeta sabe que puede pedir a Yavé clemencia: «Trátanos conforme a tu bondad y según la abundancia de tu misericordia. Líbranos según tus maravillas, y da, Señor, gloria a tu nombre» (Dan 3,4 1-42).
La súplica del profeta alcanza su cumplimiento y plenitud en Jesucristo, enviado por el Padre para liberar, y para siempre, a todos los hombres, Escuchemos: «Los judíos dijeron a Jesús: Nosotros somos descendencia de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo... Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8,33 -36)

Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 15,1-11. El texto paulino está motivado por las objeciones de los corintios: la duda sobre la verdad de la resurrección de Cristo, en detrimento no sólo de la integridad de la fe, sino también de la unidad de la misma Iglesia. Pablo responde con argumentos de fe y con el “Credo” que él les ha transmitido. El acontecimiento de la resurrección de Cristo es objeto del testimonio apostólico: son muchos, y todos dignos de fe, los que constataron el sepulcro vacío y vieron resucitado al Señor. Entre ellos estoy también yo —afirma Pablo—, que «por la gracia de Dios soy lo que soy» (v. 10).
El acontecimiento de la resurrección de Jesús ha entrado también en la predicación apostólica. A partir de ella, los apóstoles no sólo se adhirieron a la novedad de Cristo con todas sus fuerzas, sino que invistieron también con ella su tarea misionera. Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra predicación —afirma todavía Pablo— y nosotros habríamos trabajado en vano. El mismo acontecimiento de la resurrección de Cristo es objeto directo e inmediato de la fe de los primeros cristianos: si Cristo no hubiera resucitado, vana sería también vuestra fe —remacha el apóstol— y todos nosotros seríamos las personas más infelices del mundo. Infelices por haber sido engañadas y decepcionadas. Está claro, por consiguiente, que al servicio de este acontecimiento fundador del cristianismo está no sólo la tradición apostólica, sino también el testimonio de la comunidad creyente y de todo auténtico discípulo de Jesús.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 5,1-11 El evangelista nos presenta la vocación de los discípulos con una simple nota final, después de la enseñanza a las muchedumbres (vv 1-3) y de una serie de milagros a través de los cuales Jesús manifiesta el poder de Dios en Cafarnaún (4,33-41). Lucas nos recuerda en la vocación de los primeros discípulos, como también hace Marcos, las estructuras esenciales del discipulado —la iniciativa de Cristo y la urgencia de la llamada—, pero subraya sobre todo el desprendimiento y el seguimiento. El abandono debe ser radical por parte del discípulo: «Dejaron todo y lo siguieron» (v. 11), y el seguimiento es consecuencia de una toma de conciencia respecto a Jesús de una manera consciente y libre.
Con todo, el tema principal del relato no es ni el desprendimiento ni el seguimiento, sino brindarnos unas palabras seguras del Maestro: “Desde ahora serás pescador de hombres” (v. 10). Existe una estrecha relación entre el milagro de la pesca milagrosa y la vocación del discípulo, y esa relación está afirmada en el hecho de que la acción del hombre sin Cristo es estéril, mientras que con Cristo se vuelve fecunda. Es la Palabra de Jesús la que ha llenado las redes y es la misma Palabra la que hace eficaz el trabajo apostólico del discípulo. Este se siente llamado así, como el apóstol Pedro, a abandonarse con confianza a la Palabra de Jesús, a reconocer su propia situación de pecador y a responder a su invitación obedeciendo incluso cuando un mandato pueda parecerle absurdo o inútil. La respuesta de la fe es así fruto de la acogida de una revelación y de un encuentro personal con el Señor.
Los dos relatos que nos han referido la primera lectura y el evangelio de hoy siguen el esquema bíblico clásico de las llamadas a colaborar con Dios en la salvación del pueblo. En ese esquema está previsto siempre un primer movimiento, «centrípeto», en el que Dios (o Jesús) atrae de una manera irresistible al llamado hacia él, haciéndole pasar por una intensa experiencia religiosa; y, después, viene un segundo movimiento, «centrífugo», en el que el llamado es vuelto a enviar a su pueblo, repleto de fuerza y de valor para obrar en favor del mismo: « ¿A quién enviare?, ¿quién irá por nosotros?» «Vete a decir a este pueblo» (Is 6,8.9). “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5,10).
La llamada de Dios no se dirige a unos de manera exclusiva (sacerdotes religiosos, religiosas), sino que, como ha confirmado en sus documentos el Concilio Vaticano II, se dirige a todos y cada uno de los bautizados. Cada uno de nosotros está invitado a «trabajar» por la salvación de los hermanos, según las hermosas palabras de Pablo que aparecen en el fragmento de la primera Carta a los Corintios que acabamos de leer: “La gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Al contrarío, he trabajado más que todos los demás; bueno, no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Cor 15,10).
En consecuencia, deberemos preguntarnos si nuestro «trabajo» se encuadra en la visión evangélica de las cosas. Habremos de preguntarnos entre otras cosas, si es consecuencia de habernos dejado fascinar, como los discípulos y Pedro, por Jesucristo y por su preocupación central. Porque ésa es la raíz de toda auténtica actividad eclesial. El resto puede ser activismo, mera búsqueda de nuestra propia satisfacción e incluso exhibicionismo: un “pescar hombres” no para aquella vida abundante que Jesús ha venido a traernos (Jn 10,10), sino para nosotros mismos, o sea, para la muerte. Sólo volviendo a reavivar con frecuencia el fuego en nuestro contacto con él podremos también nosotros ir a los otros, como Pablo, llevándoles el gran anuncio de la resurrección, que es victoria de la vida sobre la muerte.

Comentario del Santo Evangelio Lc 5,1-11), para nuestros Mayores. Jesús y su primer apóstol. El resultado de cuanto Jesús ha hecho en Nazaret es decepcionante. Él, que viene de Dios y trae la buena nueva de Dios, se ve radicalmente rechazado. Este fracaso no le impide, sin embargo, permanecer fiel a su misión, anunciando el reino de Dios en Cafarnaún o en las sinagogas de Judea (4,3 1-44). Que encuentra también personas dispuestas a escucharle lo demuestra la muchedumbre que se agolpa en torno a él junto al lago de Genesaret, a la que él enseña desde la barca (5,1-3). En seguida designa Jesús a algunos colaboradores. El episodio de la pesca milagrosa nos muestra la naturaleza de la relación entre él y sus colaboradores. Aquí todo deriva de la iniciativa de Jesús y todo queda orientado hacia la experiencia que Simón debe hacer de él. Simón experimenta lo que significa llevar a cabo un encargo de Jesús.
Experimenta lo que es él mismo frente a Jesús. Llega a comprender así que, frente a una promesa de Jesús, son secundarias las probabilidades de éxito aparentemente escasas y las incapacidades personales.
En este episodio Jesús aparece actuando sólo en dos momentos: al inicio da una orden (5,4); al final hace una promesa (5,10). En el medio está la acción y la reacción de Simón y de sus compañeros. La orden de Jesús es: «Rema mar adentro y echad las redes para pescar». También a propósito de Simón nos son referidas dos frases que dirige a Jesús: una afirmación (5,5) y una exhortación (5,8). Durante toda la noche, es decir, en el tiempo propicio para la pesca, ellos se han fatigado y no han conseguido nada. Ahora que es de día, es decir, un tiempo tan desfavorable para la pesca, su valoración de la situación no podría inducirlos de ningún modo a intentarlo de nuevo. Pero a esto se contrapone la palabra de Jesús. El no ofrece ninguna motivación ni ninguna aclaración. Todo depende de su palabra. Para Simón, Jesús no es ya un desconocido. Ha asistido a la curación de su suegra y ha experimentado el poder de Jesús (4,38-39). Se fía, pues, de la palabra de Jesús, aunque sea una palabra que ordena cosas aparentemente abocadas al fracaso o cosas que parecen absurdas desde toda experiencia humana.
La pesca abundantísima demuestra que uno puede fiarse de la palabra de Jesús. Las redes amenazan con romperse. Las dos barcas llegan a tener tanta carga que casi se hunden. Simón experimenta quién es Jesús y experimenta quién es él mismo. A Jesús se dirige como al «Señor», tal como había sido ya anunciado a los pastores: el Salvador, el Cristo, el Señor (2,11). Simón ha experimentado el poder efectivo de este Señor. Y no sólo sabe que no está sobre el mismo plano que él; sabe también que, frente a él, es un pecador. La experiencia del Señor le ha abierto los ojos para reconocer la situación real de la propia persona. Son muchas las cosas que en él están equivocadas, que se oponen a este Señor y le hacen indigno e impuro. El ve la solución de esta insoportable situación en el distanciamiento del Señor: «¡Señor, apártate de mí! Así podré yo soportarme de nuevo y recuperaré mi aparente paz». Pero el comportamiento de Jesús no es en absoluto el de alejarse de los pecadores y abandonarlos en su pecado y en su destino. Jesús no ha venido a hacer que se conviertan los justos, sino los pecadores (5,32). Justa es, sin duda, la toma de conciencia que Pedro realiza sobre sí mismo, pero la solución del problema no es aceptada por Jesús, que no se aleja de él ni lo aleja de sí, sino que lo toma consigo y a su servicio. Precisamente Simón, que había dicho «Señor, apártate de mí», seguirá a Jesús junto con sus compañeros (5,11).
La promesa de Jesús —«Desde ahora serás pescador de hombres»— se añade a la experiencia que Simón ha hecho de la validez de su palabra. Simón conoce a Jesús como aquel que quiere que los hombres acojan la Buena Nueva. De un modo todavía poco preciso, Jesús le hace comprender que también él ha de participar un día en esta tarea. La palabra de Jesús no es directamente una invitación a seguirlo y a desempeñar el servicio apostólico. En cuanto promesa, ella es más que una invitación. Jesús dice a Simón: «Tú debes poner de tu parte las experiencias y las consideraciones humanas. Es cierto que desde el punto de vista humano no hay esperanza alguna de éxito. Es cierto que tú eres un pecador. Pero todo esto debe ser olvidado frente a mi palabra. Tú serás mi apóstol y serás pescador de hombres». Todo el episodio está orientado a infundir coraje para el servicio apostólico, a pesar de todas las dificultades externas e internas. Este coraje puede venir sólo de la palabra y de la persona de Jesús. El servicio apostólico no se fundamenta ni sobre la capacidad de los apóstoles ni sobre la buena voluntad de aquellos a los que son enviados, sino sólo sobre el encargo y el poder del Señor. Puede ser asumido sólo «sobre su palabra».
Simón puede experimentar el poder y la validez de la palabra de Jesús y debe experimentar la inadecuación de su propia persona. Al mismo tiempo experimenta la benévola condescendencia de este Señor poderoso, que lo pone a su servicio. El servicio de Simón queda vinculado para siempre a estas experiencias fundamentales y no puede convertirse en un servicio independiente y autónomo. Tanto Simón como todos los demás deben reconocer que este servicio se basa no sobre las propias cualidades personales, sino sobre la palabra del Señor. No se puede reprochar a Simón el hecho de ser pecador. Él lo sabe ya, y lo experimentará un día amargamente (22,33-34.54- 60). Pero Jesús ha tomado a su servicio a este pecador, ha rezado por él (22,31-32), le ha dirigido su mirada benévola (22,6 1-62). Simón puede así cumplir su servicio no apoyándose jamás en las propias fuerzas, sino confiando siempre en la palabra del Señor.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 5,1-11, de Joven para Joven. Remar mar a dentro. La liturgia nos propone hoy el sugestivo relato de la vocación de Pedro, preparado por la primera lectura, que nos relata la vocación del profeta Isaías. La segunda lectura muestra cómo se convirtieron los apóstoles en predicadores de la resurrección de Jesús y, por consiguiente, en «pescadores de hombres».
El evangelio nos presenta predicando en la orilla del lago a Jesús, que, para no ser aplastado por la muchedumbre, decide subirse a una barca, la de Simón. Cuando acaba de predicar, le dice a Simón: «Rema mar adentro».
Esta expresión («Duc in altum», en latín) fue recogida por el papa Juan Pablo II en su carta apostólica Novo millennio ineunte, al comienzo del nuevo milenio. Jesús nos invita a ir al fondo de las cosas, a ser emprendedores, audaces; y el Papa quiere que nosotros escuchemos esta invitación de Jesús, que la tomemos en serio y demos a nuestra vida un impulso, un dinamismo vigoroso, basado, naturalmente, en la gracia de Dios.
«Rema mar adentro y echad las redes para pescar», le dice Jesús a Simón. Y éste le responde, primero, con una objeción: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada».
Podemos imaginarnos los sentimientos de estos pescadores, que habían recorrido a lo largo y a lo ancho el lago de Genesaret durante toda la noche sin coger nada. A buen seguro, son sentimientos de desconfianza, de decepción.
Sin embargo, Simón tiene de inmediato una inspiración y dice: «Pero, por tu palabra, echaré las redes». Recibe esta inspiración de Dios. Se trata de una inspiración de fe: una fe no sólo «intelectual», sino «activa», que impulsa a la acción.
También nosotros estamos llamados a dar una respuesta de fe. Cuando todo parece inútil, cuando la vida parece absurda, debemos acudir al Señor, que nos dirige una palabra de confianza, de aliento y de empuje. Si acogemos esta palabra, siempre podremos hacer algo, siempre podremos tener una reacción positiva, aunque sea modesta, en vez de renunciar a toda iniciativa.
La orden dada por Jesús a Pedro se revela extraordinariamente fecunda: «Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían». Se trata de una pesca milagrosa, signo del poder de la palabra de Jesús. Él no es sólo un hombre como todos los demás, sino el Hijo de Dios, partícipe del poder creador de Dios. Cuando una persona se pone generosamente a su servicio, hace cosas maravillosas por ella.
La pesca milagrosa provoca una profunda impresión en Simón, que ve aquí la manifestación del poder de Dios. Una impresión semejante a la que tuvo el profeta Isaías cuando recibió, en el templo, la visión de Dios Simón experimenta un «asombro» religioso. El término usado por el evangelista indica precisamente ese sentido de temor religioso que se experimenta ante la manifestación del poder y de la santidad de Dios.
El profeta Isaías tiene en la primera lectura una visión impresionante, según lo que nos refiere: «Vi al Señor sentado sobre un trono alto y excelso: la gloria de su manto llenaba el templo. Y vi serafines en pie junto a él. Y se gritaban uno a otro diciendo: “¡Santo, santo, santo, el Señor de los Ejércitos!”».
Los serafines proclaman la santidad de Dios. En todas las misas repetimos sus palabras. Ahora bien, ¿cómo lo hacemos? ¿Tal vez con ligereza, sin pensar en la santidad de Dios, que es algo extraordinario y que nos supera por todas partes?
Para nosotros es una gracia tener la percepción de la grandeza y de la santidad de Dios. Ella nos procura, en efecto, un contacto verdadero, profundo, con él, un contacto que no pueden proporcionarnos nuestras oraciones superficiales.
Pidamos, por tanto, al Señor esta gracia de quedar, como Isaías y Pedro, profundamente impresionados por su grandeza y por su santidad.
Frente a esta visión de Dios, exclama Isaías: « ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros». El profeta se da cuenta de su impureza, mientras compara su ser, y el ser de todo el pueblo, con la pureza inmaculada de la visión de Dios.
En ese momento interviene Dios a fin de purificar al profeta. Uno de los serafines coge un ascua del altar del templo y toca la boca del profeta, diciendo: «Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado».
Ahora Isaías se siente preparado para la misión, como él mismo nos refiere: «Entonces escuché la voz del Señor, que decía: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí? Contesté: Aquí estoy, mándame». Tras haber sido purificado por Dios, Isaías está preparado para ser enviado en misión.
Del mismo modo, al final del episodio evangélico, Simón Pedro recibe una misión de Jesús. El Señor le dice primero: «No temas». Así pone fin a su tremendo asombro. Después le promete: «Desde ahora, serás pescador de hombres».
La misión de Simón será análoga a la del pescador, pero también profundamente distinta. En efecto, no se puede coger a los hombres como a los peces. Ser pescador de hombres es, en realidad, una actividad divina, y el hombre, el apóstol, es sólo un instrumento en manos de Dios: un instrumento que debe seguir siendo humilde y, al mismo tiempo, generoso, para llevar a cabo con Cristo la obra de Cristo.
Al final, Pedro y sus compañeros lo dejan todo para seguir a Jesús y prepararse para la misión de pescadores de hombres.
Ser pescadores de hombres es una misión comprometedora, fatigosa, que implica un gran trabajo, no menor que el de la pesca. Pablo declara en la segunda lectura que en su actividad apostólica ha trabajado más que los otros apóstoles, pero después añade: «Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo». Esta obra no es del hombre, sino de Cristo, de la gracia de Dios, que le hace posibles al hombre cosas imposibles.
La misión de Pablo consistía en anunciar el Evangelio de la muerte y resurrección de Cristo. Propagó desde el principio esta Buena Noticia: «Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras».
Pablo enumera, a continuación, las apariciones del Resucitado: no sólo a Cefas (nombre arameo de Pedro, que significa «piedra») y a los Doce, sino también a más de quinientos hermanos de una sola vez, y después a Santiago, a todos los apóstoles y, por último, también a Pablo.
Así, en este fragmento de la Primera Carta a los Corintios, más antiguo que los textos evangélicos, pero no que el testimonio de los apóstoles, se atestigua la resurrección de Cristo de un modo muy vigoroso, y nosotros encontramos en él un fundamento firme para nuestra fe.
Pidamos al Señor estar disponibles para su obra, cada uno según su propia vocación. En la Iglesia hay una gran diversidad de vocaciones, pero cada uno tiene la suya, o sea, que está llamado a realizar la obra de Cristo con Cristo. Se trata de una obra divina, que propaga la fe, la esperanza y la caridad, comunica la alegría y la paz, y atrae a la gente a la Iglesia.
Debemos tener la ambición de realizar una obra grande con Cristo, poniendo en práctica sus palabras: «Rema mar adentro». Debemos responder con fe, con disponibilidad a la llamada de Jesús, y realizar también la experiencia profunda de la grandeza, del poder y de la santidad de Dios. De este modo, nuestra vida será verdaderamente una vida realizada y nos proporcionará una alegría profunda.

Elevación Espiritual para este día. Llamar amado al Verbo y proclamarlo «bello» significa atestiguar sin ficción y sin fraude que ama y que es amado, admirar su condescendencia y estar llenos de estupor frente a su gracia. Su belleza es, verdaderamente, su amor, y ese amor es tanto más grande en cuanto previene siempre.
¡Qué bello eres, Señor Jesús, en presencia de tus ángeles, en forma de Dios, en tu eternidad! ¡Qué bello eres para mí, Señor mío, en tu eternidad! ¡Qué bello eres para mí, Señor mío, en tu mismo despojarte de esta belleza tuya! En efecto, desde el momento en que te anonadaste, en que te despojaste —tú, luz perenne— de los rayos naturales, refulgió aún más tu piedad, resaltó aún más tu caridad, más espléndida irradió tu gracia.
¡Qué bella eres para mí en tu nacimiento, oh estrella de Jacob!, ¡qué espléndida brotas, flor, de la raíz de Jesé!; al nacer de lo alto, me visitaste como luz de alegría a mí, que yacía en las tinieblas. ¡Qué admirable y estupendo fuiste también por las eternas virtudes cuando fuiste concebido por obra del Espíritu Santo, cuando naciste de la Virgen, en la inocencia de tu vida! Y, después, en la riqueza de tu enseñanza, en el esplendor de los milagros, en la revelación de los misterios. ¡Qué espléndido resurgiste, después del ocaso, como Sol de justicia, del corazón de la tierra!
¡Qué bello, por último, en tu vestido, oh Rey de la gloria, te volviste a lo más alto de los cielos! Cómo no dirán mis huesos por todas estas cosas: “¿Quién como tú, Señor?”

Reflexión Espiritual para este día. El encuentro con Dios me hace entrever continuamente nuevos espacios de amor y no me hace pensar lo más mínimo en haber hecho bastante, porque el amor me impulsa y me hace entrar en la ecología de Dios, donde el sufrimiento del mundo se convierte en mi alforja de peregrino. En esta alforja hay un deseo continuo: «Señor, si quieres, envíame. Aquí estoy, dispuesto a liberar al hermano, a calmar su hambre, a socorrerle. Si quieres, envíame».
En un mundo tan poco humano, donde la gente llora por las guerras, por el hambre, el encuentro con Dios nos transforma, nos hace tener impresos en el rostro los rasgos de Dios, nos hace tener en el rostro el amor que hemos encontrado, junto con un poco de tristeza por no ver realizado este amor. Yo he encontrado al Señor, pero he encontrado asimismo nuestras miserias y, ante las más grandes injusticias —y muchas de ellas las he visto de manera directa—, nunca he podido ni he querido decir: «Dios, no eres Padre». Sólo me he visto obligado a decir justamente: «Hombre, hombre, no eres hermano». Y he vuelto a prometer a mi corazón el deseo de llegar a ser yo más fraterno, más hombre de Dios, más santo, a fin de propagar más el amor concreta que nos lleva a socorrer a los hambrientos, a las víctimas de la violencia, a los que no conocen ni siquiera sus derechos, a los que ya no se preguntan de dónde vienen ni a dónde se dirigen.
Es preciso vivir el carácter cotidiano del encuentro con él, cambiando nosotros mismos. He visto realizarse muchos sueños inesperados. Pero el acontecimiento más extraordinario, que todavía me sorprende, empezó cuando niños, jóvenes, personas de todas las edades, me eligieron como padre, como consejero y como cabeza de cordada. No me esperaba precisamente esto, y cada vez que un alma, un corazón, se confía a mí para que le aconseje, dentro de mí caigo de rodillas y me repito: « ¿Quién soy yo, quién soy yo para ser digno de guiar a personas más buenas que yo? No, no soy digno, pero, Señor, por tu Palabra, también yo “me volveré red” para tu pesca milagrosa».

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Isaías 6, 1-8. Ozías. Nos encontramos en torno al año 740 a.C. En Jerusalén, en una residencia apartada, se apagaba el rey Ozías, un soberano especialmente desgraciado por estar atacado de lepra, una enfermedad que —a causa de la norma bíblica— lo había obligado a vivir aislado. En aquel mismo año un sacerdote perteneciente a la aristocracia de la ciudad santa, llamado Isaías («el Señor es salvación»), mientras celebraba el culto en el templo había tenido una extraordinaria experiencia mística. Se le había aparecido la corte celeste y, en el centro, «el rey, el Señor de los ejércitos», es decir, el Creador de todo el universo (los «ejércitos» divinos en el lenguaje bíblico son los ángeles y las estrellas).
De improviso, ante el terror de Isaías, un serafín (el vocablo indica algo ardiente y llameante), es decir, uno de los mensajeros angélicos, había cogido un carbón encendido del altar de los holocaustos con unas tenazas y se lo había acercado a los labios, como para quitarle las impurezas y las escorias. El acto simbólico era iluminador: Isaías estaba llamado a ser un profeta, es decir, el hombre de la Palabra divina. Y su respuesta había sido consciente y decidida: «Aquí estoy yo, mándame».
La liturgia de este domingo nos ofrece precisamente el relato de la vocación de Isaías (capítulo 6). Vamos a sacar desde el fondo histórico de este relato a aquel rey que estaba muriéndose, Ozías (en hebreo ‘Uzzijjah, «mi fuerza es el Señor»), hijo y sucesor de Amasías. Su reinado había sido larguísimo, había durado más de cuarenta años. Todo había empezado de manera bastante extraña, según el antiguo Oriente Próximo: Se le había elegido «democráticamente», porque había sido el pueblo mismo quien lo había querido en el trono, deponiendo a su padre, Amasías, e imponiéndolo contra la voluntad de la corte, a lo que el príncipe Azarías —entonces se llamaba así— se oponía.
Era el año 780 a.C. y en aquel período la superpotencia asiria, que tenía bajo su esfera de influencia el reino de Judá, vivía una fase de debilidad. Esta coyuntura le permitió al soberano hebreo reinar largo tiempo y en paz. La Biblia nos informa que él consiguió reconquistar el puerto estratégico de Elat en el mar Rojo y fortificarlo (2Re 14,22). La misma Biblia da un juicio parcialmente positivo de su gobierno: «Hizo lo que es recto a los ojos del Señor, como había hecho su padre Amasías. Sin embargo no desaparecieron las colinas, de modo que el pueblo ofrecía aún sacrificios y quemaba incienso en ellas» (2Re 15,3-4).
Otra página bíblica, mucho más amplia, el capítulo 26 del segundo libro de las Crónicas, nos ofrece muchas otras informaciones sobre el reino de Ozías, que subió al trono cuando sólo tenía dieciséis años. Luchó contra los filisteos y algunas tribus del desierto, fortificó Jerusalén, reorganizó el ejército dotándolo de nuevos armamentos. Pero en esta misma página se explica en clave religiosa el drama de la lepra, que lo obliga a investir como regente a su hijo Jotán algunos años antes de su fin, que sucedió precisamente en el tiempo en que Isaías iniciaba su misión profética.
El Cronista cuenta que, un día, Ozías se arrogó la prerrogativa sacerdotal de presidir el sacrificio del incienso en el templo. Había reaccionado con rabia a la prohibición de los sacerdotes, y «al instante, brotó la lepra en su frente. Se apresuraron a echarlo de allí, cuando él mismo salía ya precipitadamente, porque el Señor lo había castigado. El rey Ozías continuó leproso hasta el día de su muerte. Vivió recluido en una casa aislada, pues, como leproso, estaba excluido del templo del Señor. Fue sepultado con sus padres en el campo de las sepulturas de los reyes, porque decían, “es un leproso”» (2Crón 26,19-23). Un trágico epílogo debido a la tentación del poder político de prevaricar sobre el religioso, después de un reino próspero y probablemente justo. Esta es, por lo menos, la versión del episodio que nos ofrece aquel historiador, el Cronista, que, sin embargo era «juez y parte», por ser de origen sacerdotal.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Isaías 6, 1-8 (6, 1-2a. 3-8/6, 1. 6-8). Así se descubre la llamada de Dios. La visión de Isaías, fuerza motriz de su vocación profética, está perfectamente encuadrada, en la historia: el año de la muerte del rey Ozías.
Esta precisión histórica ha sido con frecuencia causa de no pequeñas desviaciones exegéticas a la hora de intentar penetrar en el contenido de este relato vocacional. Seducidos por la grandiosidad descriptiva, no pocas veces se ha pretendido reconstruir fenomenológicamente lo que no fue sino una profunda vivencia religiosa. El cuadro resultante no podía ser más caricaturesco. Yavé, a semejanza de un príncipe oriental, sentado sobre el trono con un vestido tan amplio que cubría el templo entero. Ante él seres mitológicos mitad ave mitad hombre, con seis alas, llamados serafines. A su triple grito de “Santo” tiemblan las puertas desde sus quicios y, sin que se sepa su origen, la casa aparece llena de humo. Inútil continuar la descripción fáctica. Ninguna persona sensata pensará que el autor está fotografiando lo que ve.
Gran místico, vivencialmente unido a Yavé, Isaías llega a comprender la santidad y trascendencia de su Dios a través de los simbolismos litúrgicos. Lo que contempla durante una fiesta de entronización o aniversario será para él el mejor instrumento humano para transmitir su profunda experiencia interior. La grandeza de Yavé queda reflejada en el rey que tiene delante sentado sobre el trono y cuyo poder, identificado con la orla de su manto, se le imagina extendiéndose sobre la tierra. Su presencia lo llena todo, como el humo del incienso llenaba todo el Templo. Ante él todos los demás dioses mitológicos, representados en los serafines del arca, se inclinarán reconociendo su santidad en grado superlativo —tres veces santo—. El hombre, Isaías es uno más, sólo podrá reconocer su impureza congénita y la necesidad de purificación. Conversión e indulgencia, que únicamente le vienen de Dios, que purifica sus labios con fuego como se purifica el oro en el crisol.
Isaías limpio ya de pecado y en contraste con la oposición de los demás profetas se ofrece voluntario para colaborar con Dios. Esquema vocacional semejante al de Ezequiel y carente de doble en toda la historia bíblica.
Cualquiera de nosotros habría comenzado el libro de Isaías con este relato de su vocación. En la obra actual se encuentra al principio del capítulo 6 prologando una colección de escritos autobiográficos (6, 1—8, 18), relacionados con la guerra sirioefraimita. Es un testimonio más de la existencia de colecciones aisladas de vaticinios y de la ausencia de interés que tenía para él historiador antiguo la ordenación cronológica de los hechos.
Lo realmente importante era el contenido, el mensaje. La vida de Isaías, como más tarde la de Saulo, sólo podrán comprenderse partir de esta visión inaugural. Visión objetiva -rey, serafines sobre el arca, fuego de los sacrificios, humear de las víctimas inmoladas -común a cuantos estaban en el templo y que motiva en Isaías una vivencia religiosa única en su género. Cuando más tarde se la cuente a sus discípulos y al pueblo intentará provocar en ellos, sirviéndose de las mismas imágenes, la profunda vivencia interior que transformara su vida.
El misterio de la elección gratuita de Dios es patente. Penetrar el contenido de los signos todos podemos hacerlo. De hecho, sólo lo realizan salvíficamente aquéllos a quienes la fuerza del Espíritu agudiza la mirada penetrante de su fe. 
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