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miércoles, 3 de marzo de 2010

Día 03-03-2010. Ciclo C.

Miércoles 3 de marzo de 2010. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL.  (Ciclo C). II SEMANA DEL CUAREMA.  2ª semana del Salterio. SS. Emeterio y Celedonio mrs, Catalina Drexel vg, Cunegunda em,.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Jr 18,18-20: Vengan, lo heriremos con su propia lengua
Salmo: 30: Sálvame, Señor, por tu misericordia
Mt 20,17-28: Lo condenarán a muerte 

Las enseñanzas de Jesús están orientadas a generar en sus oyentes la necesidad de la realización del reinado de Dios, pero a través de una dinámica y unas actitudes completamente contrarias a las que movían el orden social, político, económico y religioso del momento. Jesús pretende instaurar el reinado de Dios sobre las bases del amor mutuo, del servicio, de la ausencia del poder concentrado en una persona o en un grupo, en fin, sobre la base de una sociedad justa, solidaria e igualitaria.

Seguramente él era consciente de que semejante propuesta, que él anunciaba con palabras y realizaba a través de signos, chocaría frontalmente con el proyecto de sociedad y con el concepto de Dios vigentes, y con el fin y la orientación política imperante; por eso anuncia que a causa de esto, él va a padecer mucho a manos de los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley.

Hay que enfatizar que es a causa de su opción por el Reino que Jesús prevé el sufrimiento y la muerte; no como podría deducirse de una teología mal enfocada, que es a causa de un “oscuro” plan de Dios que lo envía para que “muera crucificado”.

PRIMERA LECTURA.
Jeremías 18,18-20
Venid, lo heriremos con su propia lengua
Dijeron: "Venid, maquinemos contra Jeremías, porque no falta la ley del sacerdote, ni el consejo del sabio, ni el oráculo del profeta; venid, lo heriremos con su propia lengua y no haremos caso de sus oráculos." Señor, hazme caso, oye cómo me acusan. ¿Es que se paga el bien con mal, que han cavado una fosa para mí? Acuérdate de cómo estuve en tu presencia, intercediendo en su favor, para apartar de ellos tu enojo.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 30
R/.Sálvame, Señor, por tu misericordia. 

Sácame de la red que me han tendido, / porque tú eres mi amparo. / A tus manos encomiendo mi espíritu: / tú, el Dios leal, me librarás. R.

Oigo el cuchicheo de la gente, / y todo me da miedo; / se conjuran contra mí / y traman quitarme la vida. R.

Pero yo confío en ti, Señor, / te digo: "Tú eres mi Dios." / En tu mano están mis azares: / líbrame de los enemigos que me persiguen. R.

SANTO EVANGELIO.
Mateo 20,17-28
Lo condenarán a muerte
En aquel tiempo, mientras iba subiendo Jesús a Jerusalén, tomando aparte a los Doce, les dijo por el camino: "Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará."

Entonces se le acercó la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: "¿Qué deseas?" Ella contestó: "Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda." Pero Jesús replicó: "No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?" Contestaron: "Lo somos." Él les dijo: "Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre."

Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, les dijo: "Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos."


Palabra del Señor.

Comentario de la Primera lectura: Jeremías 18,18-20
El versículo introductorio (v. 18) enmarca históricamente el presente fragmento: de nuevo Jeremías es amenazado de muerte (cf. Jr 11,1 8s). El complot es ahora más grave que el precedente, porque lo han urdido los mismos guías espirituales del pueblo que pretenden acallar al profeta que les resulta incómodo. Esta situación aclara la dura invocación de venganza —según la ley veterotestamentaria del talión— que brota de los labios del profeta, aunque la liturgia de hoy omite estos versículos. La perícopa presente pretende llevar la atención del lector en otra dirección con vistas a preparar el relato evangélico.

El profeta es del Siervo doliente (cf. Is 53,8-10) y padece persecución por la fidelidad a su vocación, por el amor a su pueblo, a favor del cual él —nuevo Moisés— se ha atrevido a interceder a pesar de la prohibición del Señor (cf. 11,14; 14,11; 15,1). Su confesión es un abandonarse confiadamente en Dios, del único que espera la salvación. Lo que Jeremías ha hecho “en favor” del pueblo elegido y lo que formula en su oración se realizará plenamente en el verdadero Siervo doliente, en Jesús. Los jefes lo ejecutarán efectivamente. Y en ese momento Jesús no sólo no pedirá venganza, sino que impetrará el perdón, ofreciendo libremente la vida “en favor” de los que le crucificaron.

Comentario del Salmo 30
Este es un salmo de súplica individual, en el que se mezclan elementos de acción de gracias (8-9; 22-25). Alguien está atravesando una gran dificultad y, por eso, dama al Señor, Según Lc 24,46, Jesús habría rezado en la cruz este salmo o parte de él, ya que este Evangelio pone en su boca, como sus últimas palabras, la frase: «En tus manos encomiendo mi espíritu».

El hecho de incluir elementos de acción de gracias hace más difícil establecer una clara división. No obstante, podemos distinguir tres partes: 2-9; 10-19; 20-25. En la primera (2-9), se concentran casi todas las peticiones urgentes qué esta persona le dirige al Señor a causa de la dramática situación en que se encuentra. Tenemos siete de estas peticiones: «sálvame», «inclina tu oído», «ven aprisa», «sé tú mi roca», «guíame», «sácame», “rescátame”. El salmista hace estas peticiones basado en la confianza que ha depositado en el Señor, considerado como último recurso. De hecho, se presenta a Dios como «roca fuerte», fortaleza», «roca y baluarte» y «el que rescata». Algunos versículos presentan ya la acción de gracias (8-9) por el rescate llevado a cabo. Tal vez se hayan añadido más tarde.

La segunda parte (10-19) comienza con una súplica («ten piedad», y. 10), que se extiende bastante a la hora de describir la desastrosa situación en que se encuentra el salmista: está arrasado física y psicológicamente y por eso todos lo rechazan como a un cacharro inútil, como a algo repugnante (10-13). Describe con detalle las acciones de sus adversarios, que pretenden darle el golpe de gracia (14). Vuelve la confianza en el Señor (15-16a) y, a causa de ello, surgen nuevas peticiones («líbrame», «haz brillar», «sálvame», 16b-17). La persona pide un cambio de destino y sigue con la descripción de las acciones criminales de sus enemigos (18-19).

En la tercera parte (20-25), ya no encontrarnos súplica, sino acción de gracias al Señor (20-22) y una catequesis dirigida a los fieles (23-25), es decir a los justos, quienes, hasta este momento, parecían ausentes y acobardados ante tanta opresión e injusticia. Es la resurrección de la lucha por la justicia.

Como los demás salmos de súplica, también este revela un terrible conflicto social entre una persona justa y un grupo de personas injustas. El enfrentamiento es desigual: uno contra muchos. ¿Es que sólo había un justo? Claro que no, pero los demás estaban asustados y permanecían callados, con miedo a morir a la mínima reacción.

¿Cuál es la situación del justo? Este salmo lo describe como alguien que ha caído en la red que le han tendido los malvados (5). Ha caído en las manos de su enemigo (9), que le oprime y le causa dolor (10), dejándolo sumido en la tristeza y entre gemidos (11), sin fuerzas para reaccionar (11). El justo llama «opresores» a sus enemigos (12), y, a causa de la opresión que padece, es rechazado por vecinos y amigos (12), se le considera ya como si estuviera muerto (13), como un caso perdido. El salmo lo presenta también como perseguido por los enemigos (16) y lo califica como «justo» (19).

¿Y los enemigos? Aparte de lo que se dice de ellos al exponer cómo se siente y cómo se encuentra el justo, este salmo los presenta como adoradores de ídolos vanos (7), como enemigos (16), malvados (18), mentirosos (19), responsables de intrigas (21).

Así pues, podemos reconstruir el marco social que dio origen a este salmo. Un justo trató, él solo, de oponerse a la injusticia generalizada (idolatría) presente en la sociedad. Los malvados injustos reaccionaron con violencia, intimidando a los demás justos, que se ocultan acobardados. El justo lleno de valor hace frente a las consecuencias de su valentía, Los malvados, sirviéndose de calumnias e intrigas, tratan de capturar al justo, que acaba en sus manos, cayendo en la trampa que le han tendido. Estando solo, el justo no tiene a quién recurrir. Se siente perdido. Sus amigos y vecinos le han dado la espalda. Se siente como muerto, como un caso perdido. Físicamente debilitado (cf el vigor que se le debilita y los huesos que se le consumen del v. 11b) y psicológicamente derrumbado (se siente como un ser repugnante para sus vecinos y un espanto para sus antiguos amigos, v. 12), escucha los cuchicheos de los enemigos que traman su muerte, ¿Qué puede hacer? Todos lo han abandonado: justos, amigos, vecinos, conocidos… Entonces clama al Señor, pues ya no le queda nadie a quién recurrir. Así nació este salmo: a partir del tremendo conflicto entre justicia e injusticia, con la aparente y fácil victoria de los injustos, que tienen al justo en sus manos y quieren matarlo.

Una vez más, Dios es visto y experimentado como el amigo y aliado fiel que no falla en los momentos de angustia. ¿Por qué tiene tanta confianza esta persona y clama a Dios? Porque sabe que, en el pasado, el Señor escuchó el clamor de los israelitas, se solidarizó con ellos, bajó y los liberó de la trampa de muerte que les había tendido el Faraón. El Señor es el aliado que hace justicia (2).

En este salmo, el Señor recibe algunos títulos significativos, que imprimen vivos colores al retrato de Dios: «roca» (3), «fortaleza» (3), «baluarte» (4). Se trata de términos vinculados con la idea de defensa y protección (contexto militar). El Señor se presenta también como «mi Dios» (15), expresión profundamente unida a la idea de Alianza; además de lo dicho, hay referencias a Dios como «refugio de acogida» (20), como alguien que «esconde» (21) y «oculta en su tienda» (21).

En el Nuevo Testamento, Jesús fue todo esto para los excluidos y los que sufrían: enfermos, leprosos, muertos, personas que necesitaban recuperar su dignidad. Además, según Lucas, este salmo es un retrato del mismo Jesús, víctima de las maquinaciones e intrigas de los poderosos. Abandonado por todos, entrega su espíritu al Padre, depositando en él toda su confianza.

Tratándose de un salmo de súplica individual, podemos rezarlo cuando nos encontremos en una situación próxima o parecida a la de la persona que lo compuso. O bien, podemos rezarlo en solidaridad con tantas y tantas personas que viven circunstancias de opresión y exclusión semejantes a las que nos describe el salmo. Desde el punto de vista personal, es conveniente rezarlo cuando tenemos la sensación de haber sido abandonados; cuando nos sentimos físicamente debilitados y psicológicamente arrasados; cuando el dolor nos consume los ojos, la garganta y las entrañas; cuando nos sentirnos víctimas de las intrigas humanas...

Si no vivimos una situación semejante, puede ser bueno rezarlo en comunión con tantos excluidos como hay en la sociedad, con los perseguidos por causa de la justicia, con aquellos cuya muerte ha sido ya fijada. Además, los versículos 12-14 nos invitan a pensar en la situación de los enfermos terminales, de los enfermos de sida y de otros que viven un drama existencial irreversible.

Comentario del Santo Evangelio: Mateo 20, 17-28.
Jesús, de peregrinación a Jerusalén, sube a la ciudad santa perfectamente consciente del final de su camino humano y por tercer vez predice a sus discípulos la pasión. Y lo hace del modo más explícito y desconcertante para la mentalidad de los contemporáneos: no sólo se identifica con el Hijo del hombre, figura celeste y gloriosa esperada para inaugurar el Reino escatológico de Dios, sino que, con audacia y autoridad, funde este personaje con otra figura bíblica de signo aparentemente opuesto, la del Siervo doliente (v 18-19.28).

Los discípulos no estaban preparados para comprenderlo. Prefieren abrigar —para el Maestro y para sí mismos— perspectivas de éxito y poder (vv. 20-23). Y Jesús les explica el sentido de su misión y del seguimiento: ha venido a “beber la copa” (v. 22), término que en el lenguaje profético indica el castigo divino reservado a los pecadores. Quien desee los puestos más importantes en el Reino debe, como él, estar dispuesto a espiar el pecado del mundo. Este es el único “privilegio” que él puede conceder. No le incumbe establecer quién debe sentarse a su derecha o a su izquierda (v. 23). El es el Hijo de Dios, pero no ha venido a dominar, sino a servir, como Siervo de Yave, ofreciendo la vida como rescate (lytron), para que todos los hombres esclavos del pecado y sometidos a la muerte sean liberados.

En la Palabra de Dios que hemos escuchado aparecen dos mentalidades opuestas y que suscitan una pregunta fundamental: ¿qué sentido tiene la vida? ¿Vale la pena vivirla?

El mundo nos sugiere: adquiere fama, busca alcanzar el poder, usa tu capacidad para demostrar que eres... Por el contrario, el profeta, hombre de Dios, y Jesús, el Hijo predilecto del Padre, nos brindan el ejemplo de una existencia gastada en el servicio, por amor.

Este servicio logra su plenitud cuando se convierte en ofrenda total de la vida: el otro se convierte de este modo en algo más importante que nosotros mismos, tiene la primacía. En el fondo, se requiere una actitud de humildad, virtud que autentifica cualquier gesto de amor y lo libera de equívocos o de buscar segundas intenciones.
Éste es el camino emprendido por el profeta. Pero sólo recorriéndolo es como ha aprendido a conocer lo que realmente significa. De ahí su grito de lamentación al Señor: “¿Por qué, después de haber hecho el bien, me pagan con males?”

La tentación de desconfianza se clava en lo íntimo del corazón. Sólo Jesús puede dar fuerza para hacer el bien incondicionalmente: “El Hijo del hombre va a ser entregado... para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen, pero al tercer día resucitará” (Mt 20,18s). El bien no cae en el vacío, sino que dará fruto a su debido tiempo, un tiempo que es vida eterna, gozo sin fin para todos.

Comentario del Santo Evangelio: Mt 20, 17-28, para nuestros Mayores. Tercer anuncio de la pasión.
Jesús, muy consciente de que su “hora” está a punto de llegar, se encamina hacia Jerusalén y, mientras sube hacia la ciudad santa, toma aparte a los Doce y les habla de lo que le espera para precaverlos contra el escándalo de la cruz. Esta tercera predicción de la pasión se presenta más precisa y detallada respecto a las dos precedentes; en efecto, Jesús declara aquí abiertamente que será condenado a la «crucifixión» (cf. v. 19). Dibuja con sus mismas palabras su rostro de Mesías con los rasgos del Siervo sufriente.

Los discípulos, en vez de sentirse implicados por el anuncio del Maestro, se preocupan por acaparar los primeros puestos en el Reino mesiánico, cuya inauguración consideran inminente. Y tal vez se deba sólo al respeto que Mateo siente por Santiago y Juan el hecho de que ponga en labios de su madre —y no en sus mismos labios, como ocurre en Mc 10,35-37— la petición de sentarse a la derecha y a la izquierda de Cristo. Tampoco la afirmación de Jesús —“No sabéis lo que pedís” (v. 22a) — y la pregunta que sigue —“¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber?” (v. 22b) — son suficientes para iluminar a los dos hijos de Zebedeo, cegados por la búsqueda de una gloria mundana. Sin embargo, la expresión bíblica empleada por Jesús —«beber la copa de amargura»— debía ser para ellos por lo menos elocuente para indicar que Jesús se estaba encaminando hacia un destino de sufrimiento y de muerte, Cordero inocente que carga sobre sí el castigo reservado a los pecadores (cf. Jr 25,15; 49,12; Is 51,17; Sal 75,9).

Frente a la indignación de los otros discípulos, igualmente codiciosos de poder, Jesús, con una paciencia infinita, reúne una vez más a los Doce a su alrededor y —ahora en la víspera de su pasión— vuelve a empezar desde el principio su enseñanza. Los que quieran seguirle deben estar dispuestos a abrazar un modo de vida contrapuesto por completo al que propone el mundo como modelo ideal para seguir. La dominación romana —a la que estaba sometido Israel— constituía un ejemplo concreto del despotismo de los grandes, que —ironía de la suerte— exigían ser llamados «benefactores» (cf. Lc 22,25); para los discípulos de Jesús, por el contrario, «mandar» debe significar «servir», porque la verdadera grandeza se encuentra en la humildad, no en el poder; se encuentra en la entrega, no en el dominio. El Hijo del hombre ha venido, en efecto, como Siervo sufriente para rescatar a la humanidad; ha ofrecido su vida «en favor» de las multitudes, es decir, de todos, para expiar los pecados que hacían a los hombres esclavos de Satanás. Al proceder de este modo, nos ha dejado un ejemplo para que sigamos sus huellas (cf. Jn 13,15; 1 Pe 2,21).

Precisamente en el momento en que Jesús comparte su secreto de amor con los discípulos, anunciándoles su muerte inminente, ellos muestran tener en su corazón unas preocupaciones completamente distintas. Qué dolor representó, ciertamente, para Jesús darse cuenta de que estaba tan solo —casi un anticipo de la soledad del Getsemaní—, pero qué dolor debió suponer también para los discípulos darse cuenta de lo lejos que estaban de los pensamientos de su Maestro. ¿Y nosotros? ¿Cuáles son nuestros sentimientos cuando sentimos acercarse la hora de la «prueba»? ¿Cuáles son nuestros pensamientos habituales sobre el sentido de la vida? ¿A qué aspiramos? ¿Cuáles son nuestras expectativas y nuestras secretas aspiraciones? Jesús, que nos habla a través del evangelio, nos invita a seguirle por la vía del amor humilde, de la pobreza, del don y de la pérdida de nosotros mismos en favor de los otros. El mundo nos propone la búsqueda de la gloria clamorosa, del éxito, del poder, sin importarle el daño que puedan sufrir los otros... Nos hallamos siempre frente al encuentro-desencuentro entre dos lógicas: la del amor, que quiere servir hasta dejarse aniquilar, y la del egoísmo, que somete a los otros poniéndolos a nuestros propios pies. ¿En qué parte nos encontramos? Hemos oído repetir, ciertamente, mil veces —y tal vez hasta lo hayamos dicho o predicado— que la verdadera grandeza está en el servir, y, probablemente, también nos mostremos deseosos de convertir nuestra vida en un servicio a Dios y a los hermanos.

Ahora bien, ¿hemos valorado suficientemente la poderosa atracción que ejerce sobre todos —también sobre nosotros— el espíritu mundano que nos rodea y penetra en nosotros? ¿Qué defensas levantamos constantemente para ser fuertes contra las sutiles tentaciones que nos impulsan desde todas partes a vivir no según el Evangelio, sino según el mundo, es decir, de una manera egoísta e idolátrica? ¿Pedimos al Señor que nos convierta en verdaderos cristianos, en santos?

Las llamadas del Señor encuentran en nosotros a menudo más resistencia que adhesión. Jesús nos llama cada día a seguirle más cerca con una vida enteramente entregada a los otros, y permanece ahí, en espera silenciosa, mirándonos desde lo alto de la cruz. Su silencio grita a nuestro corazón. Será precisamente la toma de conciencia del abismo que existe entre nuestro deseo más profundo y lo concreto de nuestras opciones lo que abra en nosotros la vía a la oración. Sólo la invocación humilde e incesante podrá obtenemos del Señor, efectivamente, la gracia de entrar en su misteriosa lógica de amor, tan diferente de nuestra búsqueda del humano bienestar. Beber con fe su cáliz en la mesa eucarística irá transformando poco a poco nuestro sentir hasta hacernos capaces —por pura gracia— del verdadero y único amor que es capaz de perderse para encontrarse.

Comentario del Santo Evangelio: Mt 20,17-28, de Joven para Joven. El cáliz que he de beber.
Los apóstoles, como todos los judíos, esperaban un mesías político con poder y reino temporal; por eso les ha resbalado por completo el anuncio de su pasión y muerte humillantes como camino para la glorificación. Jesús les anuncia: “Vamos a Jerusalén; allí me espera el gran combate. Ya habéis visto cómo los escribas y fariseos están en una actitud hostil; buscan aplastarme”. Pero los apóstoles no se enteran.

En este contexto, según Marcos, se acercan los Zebedeos; según Mateo, que quiere salvar el prestigio de los apóstoles, es su madre quien pide que les conceda los dos puestos más importantes en el reino político que creen que va a instaurar. Los otros discípulos no están menos equivocados ni son menos ambiciosos. Al darse cuenta de las pretensiones de los dos compañeros, se indignan fuertemente contra ellos, porque todos tienen las mismas ambiciones. Jesús pregunta a los dos hermanos si serán capaces de beber el cáliz de la amargura que él habrá de beber. Responden resueltamente que sí; pero sabemos bien lo que pasó a la hora de la verdad.

Toda religiosidad que busca el interés temporal y eludir la entrega sacrificada al Reino reproduce la actitud egoísta de los apóstoles. La intención del evangelista no es brindar una crónica del incidente, sino ofrecer una catequesis válida para los discípulos de todos los tiempos.

Jesús viene a repetirnos en este relato el mensaje que ha repetido en otras ocasiones: El Hijo del hombre va a instaurar el Reino, no un reino político y temporal, sino un orden nuevo, la nueva humanidad. Él entrará en su gloria, pero a través del servicio, la entrega a los demás y la lucha hasta el martirio; y por este camino entrarán en su gloria sus verdaderos discípulos. Por tanto: “El que quiera ser mi discípulo, que me siga” (Lc 9,23).

Este evangelio enfoca la pasión de Jesús y su resurrección pensando en su repercusión sobre la vida cristiana: Sólo bebiendo su cáliz, muriendo con él, viviremos con él (2 Tm 2,11). El sufrimiento entra con pleno derecho en la vida del discípulo, y no sólo ese sufrimiento accidental, moral y físico, que forma parte de la condición humana, sino también el sufrimiento característico de la repulsión y el abandono que ha conducido a Jesús a la cruz. El discípulo ha de vivir con la actitud radical del servicio, como el Maestro (Mt 20,28). Se trata de la desautorización de un cristianismo facilón, cómodo, que consiste en dar a Dios, a su Causa y a los hermanos, nada más que las sobras, pretendiendo con ello participar de los frutos de la fe sin renunciar a vivir pensando en sí y sólo en sí, como preocupación fundamental.

Pablo recuerda que la vida del cristiano es análoga a la del atleta que se priva de todo para ganar una simple corona de laurel (1 Co 9,24). Jesús se presenta como el hombre-Dios que vive para servir y ayudar a los demás: “No he venido a ser servido, sino a servir y dar la vida por la liberación de todos” (Mt 20,28). Por este camino ha entrado en su gloria: “Se anonadó haciéndose el servidor de todos; por eso Dios lo exaltó y le dio un nombre sobre todo nombre” (Flp 2,9).

Jesús nos invita a entender así la vida; no sólo a hacer favores, prestar servicios, dar cosas, ceder... sino a “vivir para servir”, como actitud vital. Dios me ha puesto en una vocación, en un lugar, entre unas personas, en un contexto, para servir. En este sentido, hay que afirmar con L. Boff: “Quien no vive para servir, no sirve para vivir”. Con esta intención Jesús instituyó su Iglesia, y ésta es la misión de cada una de sus comunidades. Mons. Galot escribió un libro con este título: “Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada”.

No a todos se les presentan situaciones martiriales. Con frecuencia “beber el cáliz” es un proceso callado, silencioso, no buscándose a sí mismo en los acontecimientos ordinarios de la vida, llevando con alegría las pequeñas cruces, realizando con fidelidad las tareas diarias; no pensando en nosotros mismos, sino sirviendo en lo que Dios nos ha encomendado. Es el morir callado y fecundo del grano de trigo bajo la tierra (Jn 12,24). Así es el imprescindible proceso pascual para participar en el destino glorioso de Jesús.

Este camino lleva también a la paz y felicidad de este mundo. No hay mayor satisfacción que sentir que nuestra vida es útil para los que nos rodean y que somos capaces de repartir optimismo. Recordemos la luminosa sentencia de R. Tagore: “Me dormí y soñé que la vida era alegría; desperté y descubrí que la vida era servicio. Me puse a servir y descubrí que el servicio es alegría”. Señala la Madre Teresa de Calcuta: “La vida es un don maravilloso de Dios. Todos hemos sido creados para amar y ser amados. Ayudar a los pobres material y espiritualmente, más que un deber, es un privilegio, porque Jesús nos ha asegurado: “Cuanto hagáis a uno de estos hermanos míos, más pequeños, me lo hacéis a mí” (Mt 25,40)”. Cuando ayudamos a otras personas, la recompensa es la paz y el gozo, porque hemos dado sentido a nuestra vida. No dejéis que falsas metas de la vida, como el dinero, el poder o el placer os conviertan en esclavos y os hagan perder el auténtico sentido de la vida.

Elevación Espiritual para el día.
Hijo, habla así en cualquier cosa: Señor, si te agradare, hágase esto así. Señor, si es honra tuya, hágase esto en tu nombre.
Señor, si vieres que me conviene y hallares serme provechoso, concédemelo, para que use de ello a honra tuya. Más si conocieres que me sería dañoso y nada provechoso a la salvación de mi alma, desvía de mí tal deseo. Porque no todo deseo procede del Espíritu Santo, aunque parezca justo y bueno al hombre.
Dificultoso es juzgar si te incita buen espíritu o malo a desear esto o aquello, o si te mueve tu propio espíritu.
Muchos que al principio parecían ser movidos por buen espíritu se hallan engañados al fin.

Por eso, sin verdadero temor de Dios y humildad de corazón, no debes desear pedir cosa que al pensamiento se te ofreciere digna de desear, y especialmente con entera renunciación lo remites todo a mí y me puedes decir: ¡Oh Señor! ¡Tú sabes lo mejor, haz que se haga esto o aquello como te agradare!

Dame lo que quisieres, y cuanto quisieres y cuando quisieres. Haz conmigo como sabes, y como más te pluguiere, y fuere mayor honra tuya.

Reflexión Espiritual para este día.
La ley de Cristo sólo puede vivirse por corazones mansos y humildes. Cualquiera que sean sus dones personales y su puesto en la sociedad, sus funciones o sus bienes, su clase o su raza, los cristianos permanecen como personas humildes: pequeños.

Pequeños ante Dios, porque son creados por él y de él dependen. Cualquiera que sea el camino de la vida o de sus bienes, Dios está en el origen y fin de toda cosa. Mansos como niños y débiles y amantes, cercanos al Padre fuerte y amante. Pequeños porque están ante Dios, porque saben pocas cosas, porque son limitados en conocimiento y amor, porque son capaces de muy poco. No discuten la voluntad de Dios en los acontecimientos que suceden ni lo que Cristo ha mandado hacer: en tales acontecimientos, sólo cumplen la voluntad de Dios.

Pequeños ante los hombres. Pequeños, no importantes, no superhombres: sin privilegios, sin derechos, sin posesiones, sin superioridad. Mansos, porque son tiernamente respetuosos con lo creado por Dios y está maltratado o lesionado por la violencia. Mansos, porque ellos mismos son víctimas del mal y están contaminados por el mal. Todos tienen la vocación de perdonados, no de inocentes. El cristiano es lanzado a la lucha. No tiene privilegios. No tiene derechos. Tiene el deber de luchar contra la desdicha, consecuencia del mal. Por esta razón, sólo dispone de un arma: su fe. Fe que debe proclamar, fe que transforma el mal en bien, si sabe acoger el sufrimiento como energía de salvación para el mundo; si morir para él es dar la vida; si hace suyo el dolor de los demás.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Jeremías 18, 18-20.
Jeremías sufriente es una figura de Cristo, que precisamente en el evangelio de hoy anuncia su Pasión. Jeremías es un poeta, un alma sensible, que sufre como tantos de hoy por causa de la verdad, de la justicia: “Te ruego, Señor, por todos los perseguidos, criticados, desestimados a causa de lo que hacen o de lo que dicen.
«Venid, le heriremos a lenguaradas».

Temible poder el de la lengua: puede destruir a un hombre. Calumnia, maledicencia... Su daño es mucho peor que un puñetazo o un tajo de espada. La herida es a veces muy profunda. Ocasión para mí de preguntarme si presto atención a lo que digo y cómo lo digo. ¿Hay quizá personas a las que daña el tono de mis palabras? Pero Tú, Señor, escúchame, y oye lo que dicen mis adversarios” . (El Salmo es como una glosa de todo esto). Dicen que mientras Sócrates meditaba, un discípulo se acercó diciéndole: "Maestro, quiero contarle algo, un amigo suyo habló de usted con malevolencia". El inmortal filósofo ateniense lo interrumpe preguntando: “¿Ya hiciste pasar por las tres cribas lo que me vas a contar? La primera de ellas es la verdad: ¿ya examinaste si lo que quieres decirme es verdadero en todos sus puntos?” El sorprendido discípulo contestó: "No, lo he oído decir a unos vecinos".

Sócrates replicó: "-al menos habrás hecho pasar por la criba de la bondad; lo que me quieres contar ¿Es bueno por lo menos?” El discípulo dijo "No, en realidad es todo lo contrario". 

-“Ah... -interrumpió Sócrates-. Entonces, vamos a la tercera criba: ¿Es necesario que me cuentes eso?” -"Para ser sincero no, necesario no es", dijo el intrigante.

Entonces Sócrates le respondió: "-Si no es verdadero, ni bueno, ni necesario... no merece ser conocido por nadie, sepultémoslo en el olvido". ¡Cuánto daño, por esparcir maledicencias! ¡Cuántos sufrimientos, se podrían evitar callando, o pensando un poco, antes de dejar ir aquello en un momento cargado de emotividad! Hay personas que primero hablan, envalentonadas por el alcohol o el afán de quedar bien, por “el climax” del momento, y por la hinchazón de gloria de un momento pierden amigos por haber tocado su honra. Recordemos que somos dueños de nuestro silencio, y esclavos de nuestras palabras.

El clamor del profeta («Tú, Señor, escúchame») es anuncio del desahogo de Jesús en la Cruz, y su petición por sus verdugos: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen». Es un buen momento para unirnos a la vida y sufrimientos de todos los que padecen... que de algún modo son imagen de los sufrimientos de Cristo, quien está con ellos padeciendo
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