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jueves, 4 de marzo de 2010

Día 04-03-2010. Ciclo C.


Jueves 4 de marzo de 2010 . AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. (Ciclo C). II SEMANA DE CUARESMA. 2ª semana del Salterio. Feria, o  SAN CASIMIRO, Conmemoración. SS Apiano rl, Basino ob.
LITURGIA DE LA PALABRA.

Jr 17,5-10: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor
Salmo 1: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Lc 16,19-31: Recibiste bienes, y Lázaro males
Este pasaje ilustra mediante una imagen, el resultado de una vida orientada al servicio de los bienes materiales o al servicio del plan divino. Lucas nos está hablando de la incompatibilidad entre el seguimiento de Jesús y el servicio a la riqueza, y para redondear el tema “nos presenta esta parábola que, como las demás, muestra también algún aspecto particular de lo que Jesús concibe como realidad reino de Dios. Hay una clara la advertencia sobre la imposibilidad de servir a Dios y al dinero. La consecuencia más inmediata es el olvido de las más mínimas relaciones de justicia y de la finalidad de la misma vida.

El rico de la parábola no fue a parar al lugar donde Jesús lo ubica por una decisión divina, es el lugar que él mismo escogió desde el momento en que perdió, por su propia decisión, el horizonte de su destino; los bienes materiales tienen que ser los medios por los cuales el ser humano se va realizando, pero desde el momento en que dejan de ser medios para convertirse en fines en sí mismos, se comienza la curva de la deshumanización, y este es el caso del hombre rico de la parábola.

PRIMERA LECTURA.
Jeremías 17,5-10
Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor 

Así dice el Señor: "Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto. Nada más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo entenderá? Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas, para dar al hombre según su conducta, según el fruto de sus acciones."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 1
R/.Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.
Dichoso el hombre / que no sigue el consejo de los impíos, / ni entra por la senda de los pecadores, / ni se sienta en la reunión de los cínicos; / sino que su gozo es la ley del Señor, / y medita su ley día y noche. R.

Será como un árbol / plantado al borde de la acequia: / da fruto en su sazón / y no se marchitan sus hojas; / y cuanto emprende tiene buen fin. R.

No así los impíos, no así; / serán paja que arrebata el viento. / Porque el Señor protege el camino de los justos, / pero el camino de los impíos acaba mal. R.

SEGUNDA LECTURA.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 16,19-31
Recibiste tus bienes, y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: "Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle la llagas.

Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: "Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas." Pero Abrahán le contestó: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros." El rico insistió: "Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento." Abrahán le dice: "Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen." El rico contestó: "No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán." Abrahán le dijo: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.""


Palabra del Señor.

Comentario de la primera Lectura: Jeremías 17,5-10.
El profeta Jeremías nos ofrece dos sentencias sapienciales: en la primera (vv. 5-8), contraponiendo los extremos, con un típico estilo semítico, nos indica claramente dónde se encuentra la maldición del hombre cuyo final es la muerte y dónde la bendición portadora de vida.

Al impío no se le caracteriza directamente como el que obra mal, sino como el hombre que confía sólo en lo humano (“carne”) y se aleja interiormente del Señor: de esta actitud del corazón sólo pueden venir acciones malvadas. Aquello en lo que el hombre confía se asemeja al terreno del que succiona sus nutrientes un árbol. Por eso, al impío se le compara con un cardo arraigado en tierra salobre e inhóspita (v. 6): no dará fruto, ni durará mucho.

También al hombre piadoso se le describe partiendo del interior: confía en el Señor y se asemeja a un árbol plantado al borde de la acequia (cf. Sal 1) que no teme el estío ni las circunstancias adversas: prosperará y dará fruto (vv. 7s).

La segunda sentencia (vv. 9s) insiste más explícitamente en la importancia del “corazón”, centro de las decisiones y de los afectos del hombre. Sólo Dios puede conocerlo de verdad y sanarlo, sopesarlo y valorar con equidad la conducta y el fruto de las obras de cada uno.

Comentario del Salmo 1
El salmo 1 es de tipo sapiencial. De hecho, ya desde la primera palabra (dichoso) nos está mostrando que su preocupación es la felicidad del ser humano, su dicha. Con otras palabras, trata de aquello que más buscamos en la vida: la felicidad. ¿Dónde está? ¿Es posible alcanzarla? ¿En qué consiste?... Se trata, por tanto, de un salmo que habla del sentido de la vida, capaz de proporcionar felicidad a la gente. Otros temas propios de los salmos sapienciales son la fragilidad de la vida, la falsedad de las riquezas, la justicia como plena realización del ser humano, etc. Como los libros sapienciales, este tipo de salmo es un fruto que ha venido madurando lentamente en la historia del pueblo de Dios, De hecho, los salmos sapienciales son como determinadas frutas que absorben todo el calor del verano y que sólo alcanzan su punto de madurez en otoño o a comienzos del invierno. Sí, porque, en la Biblia, los textos sapienciales son los últimos que produjo e1 pueblo de Dios, Y por ser los últimos libros que aparecen en la línea del tiempo del Antiguo Testamento, es lógico que vengan cargados de siglos de experiencias, de siglos de vida. Y, al igual que la fruta que madura en otoño, que suele ser muy dulce, también los salmos sapienciales vienen cargados de dulzura, es decir, del sentido de la vida. Por eso este salmo se sitúa cuino puerta que da acceso a todo el libro. Al abrir el Libro de los Salmos, ¿con qué vamos a encontrarnos? Pues nada más y nada menos que con una propuesta de felicidad.

Este salmo tiene dos partes (1-3; 4) y una conclusión (5-6). La primera parte (1-3) habla de la felicidad del justo. Empieza diciendo lo que no hace el justo (1). A continuación, lo que hace (2) y lo compara con un árbol permanentemente lleno de vida (3). La segunda parte (4) es mucho más breve que la primera y habla de los injustos. Niega que sean como el justo y los compara con la paja que se lleva el viento.

En la conclusión (5-6) tenemos una especie de sentencia inapelable contra los injustos-pecadores en el momento del Juicio. Sólo al final se nos revela el porqué, y aquí es donde entra Dios en escena: él es el aliado de los justos, mientras que el camino de los injustos acaba mal.

Tenemos, al menos, dos imágenes poderosas, una en cada parte. En la primera, el justo es comparado con un árbol sorprendente por su vitalidad y fecundidad. Ciertamente, esta imagen está tomada de Jeremías 17,8, donde se desarrolla con mayor amplitud. El justo se compara con un árbol al que no afecta la sequía, cuyas hojas se mantienen siempre verdes y que da frutos en sazón. Para el pueblo de la Biblia, acostumbrado a convivir casi siempre con el desierto y con lugares semiáridos, esta era una imagen paradisíaca que recordaba el jardín de Edén. Así es el justo.

La otra imagen es exactamente la contraria: la paja que arrebata el viento. Aquí hay que recordar cómo trabajaban los agricultores de aquella época -y cómo se sigue trabajando todavía en algunos lugares-: se trilla la mies en la era batiéndola con el mayal. Hecho lo cual, se retira la paja más gruesa y se aventa el grano. La paja de la que habla el salino 1 es el polvillo que, al arrojar al aire la parva, el viento se lleva lejos de la era. Así son los injustos. Estas dos imágenes, a pesar de estar tomadas de la vida del campo, muestran un contraste increíble: el justo está lozano como un árbol; el injusto desaparece como la paja.

El salmo 1 muestra el conflicto entre el justo y los injustos. Afirma que el justo es feliz porque no participa en la vida de los injustos. Si nos fijamos con más atención, nos daremos cuenta de que los injustos están más organizados, pues se reúnen en consejo. Leyendo con detenimiento, nos da la impresión de que el justo está solo. De hecho, hasta el final no se dice que hay una asamblea de los justos. Y esto aumenta, para quien lee el salmo desde el principio, el dramatismo del texto: el justo padece el hostigamiento, el asedio y las burlas de los injustos. Pero se mantiene firme en la escucha y en la meditación de la ley del Señor.

El comienzo de este salmo se parece mucho a lo que podemos leer en Sal 73,1-17. El justo sufre constantemente la tentación de pasarse al otro bando, esto es, se ve sometido a la tentación de asumir la ideología y adoptar las prácticas de los que están implicados en la injusticia. Así lo demuestra el primer versículo. Tres son los verbos que caracterizan lo que no debe hacer el justo. Estos verbos están en progresión: no acude al consejo, no anda por el camino, no se sienta en la reunión. Los adversarios del justo son calificados como «injustos», «pecadores», «cínicos» (1). ¿Por qué cínicos? ¿Ante quién muestran su cinismo, sino ante quien se mantiene firme en su opción por la justicia? ¿Y de dónde vienen su cinismo y sus burlas, sino del supuesto convencimiento de que a Dios no le preocupa la justicia?

¿Qué es lo que estaría sucediendo en la época en que surgió el salmo 1? Probablemente estaría teniendo lugar un conflicto a causa de la tierra, lo que solemos llamar el enfrentamiento de la ciudad contra el campo. De hecho, las dos imágenes empleadas están tomadas del mundo rural; el árbol plantado junto a la acequia y que da fruto, y la paja que el viento arrebata y arroja fuera de la era. Quien compuso el salmo 1 era, con toda probabilidad, alguien relacionado con la lucha de los campesinos contra la explotación de los poderosos. O bien, este salmo habría nacido en un ambiente campesino en tiempos de terratenientes ambiciosos.

Dios prácticamente no aparece en este salmo. Se habla indirectamente de él (2), y sólo al final queda claro de parte de quién está: es el aliado del justo contra los que mantienen una sociedad fundada en la injusticia (6). Así pues, es el Dios de la Alianza, el Dios comprometido con la justicia. De hecho, todos los salmos muestran esa imagen de Dios, Si les quitáramos al Dios de la Alianza, ninguno de ellos sería capaz de mantenerse en pie. El justo medita la ley del Señor día y noche (2) y el Señor es su aliado contra los injustos. No obstante, este salmo sugiere que Dios hace justicia en la historia por medio del esfuerzo y la organización de los justos.

En el Nuevo Testamento, Jesús asume este compromiso. El es aquel que ha venido a cumplir toda justicia (Mt 345), de modo y manera que manifieste el reino de Dios. En este mismo Evangelio les pide a los suyos que sean capaces de practicar una nueva justicia (5,20) y que busquen primero «el reino de Dios y su justicia» (6,33). Jesús se presenta también como la sabiduría de Dios (Jn 1,1ss; Col 1,15ss), depositario de una sabiduría nueva que libera (Mc 6,2; Mt 11,25-30; véase también Lc 12,16-21).

¿Cuándo podemos o debernos rezarlo? Cuando andamos en busca de la felicidad, cuando tenemos que revisar el rumbo de nuestra vida o queremos recuperar el sentido de nuestra existencia; cuando soñamos con una sociedad justa, o tenemos la sensación de que ha desaparecido la justicia; cuando experimentarnos con fuerza la tentación de la corrupción o cuando los poderosos no mueven un dedo en la lucha por un inundo más justo; cuando necesitamos sentir que Dios no nos ha abandonado, sino que, por el contrario, es nuestro compañero fiel en la lucha por la justicia.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 16,19-31
Lucas recoge en el capítulo 16 de su evangelio la catequesis de Jesús sobre el uso de las riquezas. La conocida parábola que nos propone hoy la liturgia nos enseña en particular a considerar la presente condición a la luz de la eterna, que dará un vuelco total. Se sacan a continuación las consecuencias prácticas (v. 25). El hombre rico que nos presenta Jesús no tiene nombre. Pero como en el centro de sus intereses está el opíparo banquete cotidiano, tradicionalmente se le da el apelativo de Epulón (“comilón”). Jesús, por el contrario, saca del anonimato al pobre. Su mismo nombre es significativo, ya que significa “Dios ayuda”. El hambre y la enfermedad le hacen yacer a la puerta del rico, en espera (v. 21) de lo que cae descuidadamente de la mesa puesta. Hasta los perros le muestran piedad, pero pasa desapercibido para el rico.

Pero la vida humana acaba. Y Jesús levanta el telón del tiempo para mostrarnos otro banquete, el eterno predicho por los profetas. Los ángeles llevan a este banquete a Lázaro hasta el puesto de honor: recostado cerca del dueño de la casa, con la cabeza vuelta hacia su pecho (v. 22), goza de los bienes de la salvación.

La suerte del rico es precisamente la contraria, y solamente ahora, entre los tormentos infernales, “ve” a Lázaro y osa pedir por su mediación un mínimo alivio al ardor que devora su paladar (v. 24). Sin embargo, las opciones de la vida presente hacen definitiva e inmutable la condición eterna (v. 26). Ni siquiera un milagro como la resurrección de un muerto —dice Jesús aludiéndose a sí mismo— podría ablandar la dureza de corazón que hace oídos sordos a lo que el Señor dice incesantemente por medio de las Escrituras (vv. 27-31).

La Palabra de hoy presenta a nuestros ojos un cuadro de imágenes sencillísimas, de vivos colores, sin matices. El mismo estilo es ya una enseñanza: nos lleva a buscar sinceramente lo esencial. Emerge un tema fundamental: el hombre decide en el tiempo su destino eterno —vida o muerte—, sin que exista otra posibilidad. Quien confía en sí mismo y en una felicidad egoísta, obra de sus manos, penetra en las tinieblas y está ciego hasta el punto de no ver a un mendigo sentado a la puerta de su casa. Quien confía en Dios, reconociéndose criatura dependiente de él y amado por él, lleva en el corazón un germen de eternidad que florecerá en felicidad y paz eterna. ¿Cómo aprender a no confiar en nosotros mismos? Ni Jeremías ni Jesús lo explican con teorías. Utilizan imágenes: un árbol, un mendigo.

Fijemos la mirada en Lázaro. El silencio parece ser el rasgo principal de su rostro. Probado duramente a lo largo de la vida, olvidado por los que esperaba ayuda, él calla. Ni una palabra contra Dios, ni contra los hombres. Ni rebelión, ni envidia, ni crítica. La muerte libertadora, quizás largamente esperada, llega como amiga. Y la escena cambia. Él, el despreciado, es acogido por los ángeles y santos en el seno de Abrahán. En aquella luz, él sigue envuelto de silencio. Una belleza sobrenatural emana de su rostro. Su rostro deja transparentar otro Rostro. Jesús es el pobre Lázaro: él no consideró un tesoro celoso ser igual a Dios, sino que se despojó de su rango; se ha hecho pobre para enriquecernos con su pobreza. Su amor humilde le ha permitido subir y atravesar ese insondable abismo que separa la tierra del cielo. Y ahora, cada día, se sienta a la puerta de nuestro corazón y llama...

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 16, 19-31, para nuestros Mayores. Parábola del rico y Lázaro.
El relato de esta parábola ilustra la razón por la que el Reino de Dios y la dependencia de dinero y las propiedades se excluyen mutuamente.

El rico es caracterizado por su tren de vida. Esto se ve, por un lado, en su vestimenta: vestidos elegantes de color púrpura, ropa interior de algodón egipcio. Las telas teñidas de púrpura eran especialmente costosas. También en los linos había diferencias de calidad. Cuanto más delgada y fina era la tela, más costaba. Por otro lado, el tren de vida se ve en el gusto por las grandes comidas con invitados y en las bacanales. La palabra griega empleada por Lucas puede entenderse en este sentido.

Contrariamente al rico, el pobre es llamado por su nombre. El texto describe a Lázaro en su sufrimiento. La enfermedad, el hambre, estar afuera, en la puerta, y ser ignorado son los distintivos de un pobre.

Ambos mueren. La muerte es igual para todos, pobres y ricos. Pero después de la muerte hay una diferencia: Lázaro es llevado por los ángeles a un lugar de preferencia junto a Abraham; el rico es enterrado.

Según la imagen del mundo que existía en la antigüedad, el reino de los muertos se encuentra en el subsuelo. Según la creencia judía del Antiguo Testamento, la vida en el reino de los muertos consiste en una existencia sombría. Pero ya en la época de Jesús estaba ampliamente difundida la creencia de que las partes inferiores son el lugar del juicio de Dios y el castigo para los sin Dios. En el libro de Enoc se describe esto ilustrativamente (Enoc 22). Lucas presupone esta creencia y una escatología individual.

Ahora el rico ve al pobre Lázaro, a quien ignoró en su vida pese a que éste se encontraba tirado delante de su puerta. Según la creencia judía, ambos lugares, el lugar de la perdición y el lugar de la salvación, se encuentran uno frente al otro.

Lo que el rico había negado a Lázaro durante toda su vida es lo que pide ahora para sí mismo: el alivio de su miseria. Pero esto le es negado por Abraham. El rico reconoce a Abraham como su padre; Abraham le habla al rico como a hijo y con esto le confirma que es de su raza.

El abismo entre Lázaro y el rico es insuperable, y su separación definitiva. Es un mensaje para quienes, como los fariseos, se tienen como hijos de Abraham.

El rico quiere que Lázaro vaya a ver a sus hermanos para advertirles, a fin de que ellos no tengan su mismo destino. Pero no sirve de nada que un hombre regrese del mundo del más allá a este mundo: la gente no le va a creer. La voluntad de Dios les es conocida al hombre a través de Moisés y los profetas. Por un lado, las primeras dos partes de la Biblia hebrea definen a Moisés y a los profetas; se trata de los libros Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio (los libros de Moisés o la Torá), y también Josué, Jueces, 1 y 2 Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel y el libro de los doce profetas (Profetas). Desde el punto de vista neotestamentario, la fórmula “Moisés y los profetas” define a la totalidad de la tradición bíblica (también Lc 24,27).

En la creencia de la antigüedad estaba extendido el concepto de que los muertos, temporalmente, regresan a la vida para transmitir un mensaje del mundo del más allá. Se ha pensado que Lucas se refiere a Cristo al mencionar al muerto resucitado.

a) En la ética inculcada por Jesús y manifestada por Lucas, las riquezas tienen un papel social. Esto lo capta el lector desde el momento en que en la parábola no se mencionan injusticias de otra naturaleza como causa del tormento del rico. Simplemente, la parábola lo cataloga como malo por no fijarse en sus hermanos, por vivir la vida pensando sólo en él, por no compartir sus bienes.

b) Desde la creación del mundo, el universo fue hecho como hábitat de todos los hijos de Dios. Esta voluntad amorosa resultó perjudicada por el pecado. Lucas conoce un remedio: el Reino. La parábola insiste en un principio fundamental del Reino, la solidaridad con el hermano (cf. Lc 12,22-3 1). Es sólo así como podrán convivir el lobo con el cabrito y la osa con la vaca (Is 11,1-11).

c) El lector es invitado a decidir de parte de quién está o qué comportamientos aprueba: ¿está de parte del rico, que no ve a su hermano sufriente? ¿Piensa que las riquezas compartidas egoístamente son una bendición de Dios, como creían los fariseos?

Comentario del Santo Evangelio Lc: 16,19-31 de Joven para Joven. El rico epulón y el pobre Lázaro.

El tema y lema de la parábola es sencillo. Hay un rico que goza de su riqueza (material, intelectual o religiosa), mientras deja morir en su portal a un pobre hambriento, enfermo y solo, llamado Lázaro. Muere el mendigo, que estaba abierto al Dios de los desamparados, y “es llevado por los ángeles al seno de Abrahán”. Muere el rico y su vida termina en el sepulcro, que es el “hades”, el infierno del fracaso.

Hay que subrayar en relación con la parábola, en primer lugar, que mientras al pobre le da nombre, Lázaro (“Dios ayuda”), al rico lo deja en el anonimato; tradicionalmente se le llama con el nombre común de Epulón, el “banqueteador” o “comilón”, porque es un ser degradado, sin rostro, vacío.

En segundo término, hay que poner de relieve las situaciones tan extremadamente distintas de los dos personajes. La de Lázaro no puede ser más dramática. Sin embargo, el ricachón no ve, no se entera; los mismos perros, que lamen sus llagas, muestran más compasión que él. Ni siquiera le hace llegar las migajas con las que el mendigo “deseaba saciar su hambre”.

Jesús hace alusión también a la gran dureza de espíritu de sus hermanos, a los que quiere que un “aparecido” les abra los ojos, pero “no harán caso ni aunque resucite un muerto”.

La desigualdad del destino de Epulón y Lázaro no se debe exclusivamente a su condición sociológica, sino, sobre todo, a sus actitudes personales. El rico no se condena por el mero hecho de serlo, sino porque se cierra a Dios, prescinde de Él; y se cierra al hermano, no compartiendo lo suyo con el pobre que muere de hambre a su misma puerta. Tampoco el pobre se salva por el mero hecho de serlo, como si la condición sociológica y material de pobre ya fuera un sacramento universal e infalible de salvación. Hay pobres “económicos”, pero avarientos, que amasan febrilmente sueños de riqueza.

Lo que trata de subrayar Jesús con la parábola es la peligrosidad de las riquezas que son, sin duda, un explosivo muy peligroso en las manos del hombre. Tienen un increíble poder de seducción, lo que conduce a la dureza de corazón y de oídos para escuchar la palabra del Señor. La parábola no afirma en ningún momento que “Dios mandara al infierno” al ricachón. Dice que bajó al infierno (el “hades”). Su vida terminó en fracaso, en vacío. La condena no es un castigo impuesto por Dios, sino un destino que el mismo rico eligió neciamente, optando por el egoísmo que es muerte, en lugar de optar por el amor, que es vida (1 Jn 3,14).

El renacimiento pascual pasa necesariamente por la caridad; y la caridad pasa necesariamente por el compartir. Canta un prefacio: “Nos invitas a que con nuestras privaciones voluntarias repartamos nuestros bienes con los necesitados”.

Siempre se ha recomendado para Cuaresma la “limosna penitencial”. Es un medio muy eficaz de liberación: “La caridad (el amor) sepulta un sin fin de pecados” (1 P 4,8). Compartir los bienes es, al mismo tiempo, efecto y causa de conversión. Compartimos porque estamos, en parte, convertidos; y compartimos para reafirmar nuestra conversión. La fe verdadera pasa por el bolsillo.

El Nuevo Testamento ofrece numerosos ejemplos del compartir. Jesús, en primer lugar: “Siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2 Co 8,9). Así mismo, son un ejemplo cabal en el compartir los miembros de la comunidad de Jerusalén: “Lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía... De hecho, entre ellos nadie pasaba necesidad” (Hch 4,32-35). Ejemplo de comunión de bienes son los corintios (2 Co 8,13). Jesús ensalza a la viuda pobre del óbolo: “Ha echado en el cepillo más que nadie” (Mc 12,43).

Nos domina un consumismo escandaloso que se legitima así: “Es mío y hago con ello lo que quiero, sin tener que dar cuentas a nadie”. Esto, evidentemente, no tiene nada que ver con la mentalidad de Jesús. No todo lo que cuenta con el título civil de propiedad es propio según Cristo. Los Santos Padres afirman que los bienes superfluos pertenecen a los pobres; retenerlos es usurpárselos.

Escribía el H. Roger: “Realizar con otros la parábola del compartir concierne en principio a los bienes materiales. Empieza por transformar tu manera de vivir. Ello no significa caer en una austeridad puritana, sin belleza ni alegría. Compartiendo lo que tienes, encontrarás libertad. Resiste al consumo”.

Al escuchar la parábola evangélica tenemos el peligro de entender que se trata de una seria advertencia, pero sólo para ricos y potentados. Sin embargo, tiene una aplicación proporcional para todos. Pobre y rico son conceptos relativos. El propietario de un millón es pobre si se compara con el que tiene cien, pero es rico si se compara con el que apenas si tiene unas monedas. La viuda pobre del óbolo sintió la urgencia de compartir (Lc 21 ,3). Todos podemos tener a nuestro lado o encontrar a nuestro paso a algún Lázaro que es realmente más pobre que nosotros: personas o familias que pasan apuros, sin trabajo, enfermos y ancianos abandonados, toxicómanos, personas solas, deprimidas o marginadas que nos necesitan. Tal vez no podemos compartir recursos económicos, pero sí regalar tiempo. Hay personas que anhelan compañía, conversación, afecto, apoyo. La Madre Teresa de Calcuta repetía: “Es mucho peor el hambre de afecto que el hambre del estómago”

En el compartir, nuestro bolsillo ha de enterarse. Tal compartir ha de suponer renuncia, sacrificio, privación. Ha de alterar en algo nuestra vida, sea tiempo, medios económicos o ayuda profesional. Decía la Madre Teresa: “Hay que dar hasta que duela”

Compartir es una dicha y la mejor de las inversiones posibles: Se dan bienes terrenos y se reciben bienes celestiales. San Juan de Dios recorría las calles de Granada con dos grandes ollas colgadas de un yugo, gritando: “¿Quién quiere hacerse bien a sí mismo?”.

Elevación espiritual para el día
Extiende tus manos, padre Abrahán. Una vez más, oh Padre, extiende tus manos para acoger al pobre. Ensancha tu seno para que quepa un número cada vez mayor. Estaremos con los que descansan en el Reino de Dios junto con Abrahán, Isaac y Jacob, que invitados a la cena no buscaron excusas.

Iremos allí donde se encuentra el paraíso de las delicias, donde Adán, que tropezó con los ladrones, no tiene ya motivo para llorar por sus heridas. Allí donde el mismo ladrón se alegra por haber entrado a formar parte del Reino de los Cielos. Allí donde no existen ni huracanes, ni tinieblas, ni tarde, donde ni el verano ni el invierno cambiarán el curso de las estaciones. Allí donde no hace frío, ni cae granizo o lluvia, ni necesitaremos este sol o esta luna, ni brillarán las estrellas, porque sólo lucirá el fulgor de la gracia de Dios, puesto que el Señor será la luz de todos, y la luz verdadera que alumbra a todo hombre resplandecerá sobre todos. Iremos allí donde el Señor Jesús ha preparado moradas para sus siervos

Reflexión Espiritual para este día.
Quien sabe olvidarse y perderse en la ofrenda de sí mismo, quien puede sacrificar “gratuitamente” su corazón, es un hombre perfecto. En el lenguaje bíblico, poderse dar, poder entregarse, poder llegar a ser “pobre”, significa estar cerca de Dios, encontrar la propia vida escondida en Dios; en una palabra, esto es el cielo. Girar sólo alrededor de uno mismo, atrincherarse y hacerse fuerte significa, por el contrario, condenación, infierno. El hombre puede encontrarse a sí mismo y llegar a ser verdaderamente hombre solamente atravesando el dintel de la pobreza de un corazón sacrificado. Este sacrificio no es un vago misticismo que hace perder consistencia al mundo y al hombre, sino, al contrario, es una toma de consideración del hombre y del mundo. Dios mismo se ha acercado a nosotros como hermano, como prójimo; en resumen, como otro hombre cualquiera.

El amor al prójimo no es algo distinto del amor a Dios, sino, por así decir, su dimensión que nos toca, su aspecto terreno: ambas realidades son esencialmente una sola. Así queda garantizado nuestro espíritu de pobreza, nuestra disposición a la donación y al sacrificio desinteresado, por el que actualizamos nuestro ser humanos, siempre y necesariamente en relación con el hermano, con el prójimo. Dichoso el hombre que se ha puesto al servicio del hermano, que hace suyas las necesidades de los demás. Y desdichado el hombre que con su rechazo egoísta del hermano se ha cavado un abismo tenebroso que lo separa de la luz, del amor y de la comunión; el hombre que solamente ha deseado ser “rico” y “fuerte”, de suerte que los demás sólo constituyan para él una tentación, el enemigo, condición y componente de su infierno. En el sacrificio que se olvida totalmente de sí, en la donación total al otro es donde se abre y se revela la profundidad del misterio infinito; en el otro, el hombre llega contemporáneamente y realmente a Dios.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Jeremías 17, 5-10.
Parece entreverse en las lecturas una antítesis. Se contraponen la bendición para quien confía en Dios a la maldición para quien confía en el hombre (primera lectura, salmo responsorial). Lucas en el Evangelio opone la dicha de los pobres y hambrientos, de los que lloran y son odiados a los ayes de los ricos y de los satisfechos, de los que ríen y de los que son alabados por todos. Finalmente, en la segunda lectura, se da una contraposición entre los que no creen en la resurrección de los muertos (algunos corintios) y los que en ella creen, ya que Cristo ha resucitado (Pablo y toda la tradición cristiana).

Bendito quien confía en el Señor. La vida humana es un ejercicio continuo de confianza. Los hijos confían en sus padres, los padres en los hijos. El esposo confía en la esposa y viceversa. El alumno confía en el maestro, y el viajero aéreo confía en el piloto del avión...En la vida espiritual toda la confianza se ha de poner en Dios, porque esa vida es completamente obra de Dios, los hombres son sólo colaboradores. Puedo confiar en un sacerdote, pero en cuanto representa el poder, la bondad y la misericordia de Dios; puedo poner mi confianza en una religiosa, en un catequista, en la Palabra de Dios, en los sacramentos, pero no es tanto en ellos cuanto en el Dios que a través de ellos me habla, en el Dios que me comunican. Si pusiera sólo mi confianza en el sacerdote, religiosa, catequista, Biblia, sacramentos, sin llegar hasta Dios, tarde o temprano esa confianza se apagaría, quedaría decepcionado de todos ellos, mi vida perdería su brújula y su rumbo, y comenzaría a ser juguete de mí mismo y del ambiente que me rodea. La liturgia de hoy nos lo enseña mediante antítesis, a primera vista desconcertantes, pero que tienen un único fondo: confianza en Dios o confianza en los medios humanos. El pobre, el hambriento, el que llora y el que es odiado, es llamado dichoso porque, al no tener seguridades humanas, pone toda su confianza en el Señor (evangelio). La primera lectura nos dice que el que confía en el Señor es como un árbol plantado junto al agua, su follaje se conserva verde, y en año de sequía no deja de dar fruto. Es decir, Dios le infunde constantemente vida, juventud, dinamismo, que fructifican en buenas obras. Y ¿quiénes pueden creer en la resurrección de los muertos, sino aquellos que confían totalmente en que Dios ha resucitado a Jesucristo, como primicia de quienes duermen el sueño de la muerte?

"Maldito" el que confía en el hombre. Conviene aclarar que aquí no se habla del hombre "como mediador" entre Dios y los hombres, sino que se refiere a las cualidades, a las fuerzas y a las seguridades humanas, a los medios humanos, sean los míos, sean los de otros. En el campo espiritual, el poner la confianza en las "cosas humanas" termina en fracaso seguro. Por ello, el rico, el satisfecho, el que ríe y el que es por todos alabado, es llamado "maldito", no porque sea rico, satisfecho..., sino porque pone su seguridad en su riqueza, su satisfacción, su diversión, la alabanza humana; es decir, confía en sí y en sus cosas, y no en Dios (evangelio). Igualmente, el que confía en el hombre o en sí mismo es como un cardo en la estepa, seco y sin fruto. O sea, una vida estéril, improductiva para el Reino de Cristo. En la primera carta a los corintios, san Pablo habla de algunos que no creen en la resurrección de los muertos. ¿Por qué no creen, sino porque confían demasiado en los consejos de la sabiduría humana, de la propia inteligencia, de la evidencia de los sentidos?
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