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domingo, 21 de marzo de 2010

Día 21-03-2010. Ciclo C.

21 de marzo de 2010. V DOMINGO DEL SALTERIO. DÍA DEL SEMINARIO. (Ciclo C). 1ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELA Y SACERDOTAL. SS. Nicolás de Flue pf er, Agustín Zhao Rong pb mr.

LITURGIA DE LA PALABRA.

Is 43, 16-21: Miren que realizo algo nuevo
Salmo 125, 1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
Flp 3, 8-14: Todo es nada, comparado con el conocimiento de Jesús
Jn 8, 1-11: Quien esté sin pecado, que tire la primera piedra

o bien
- Ez 37,12-14. Os infundiré mi espíritu y viviréis.
- SaI 129. Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.
- Rm 8,8-11. El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
-Jn 11, 1-45. Yo soy la Resurrección y la Vida
En el contexto litúrgico cuaresmal, la resurrección de Lázaro, además de ser anuncio y signo de la Pascua del Señor, presenta también una dimensión bautismal. A veces nos cuesta creer en las palabras claves de este domingo: «Yo soy la Resurrección y la Vida». Son la raíz de nuestra fe y esperanza. Ezequiel, con la imagen de la reanimación, anuncia la reconstrucción de Israel y proclama una vida nueva para el pueblo (1 lect.). Cristo restituye a Lázaro a la vida (Ev.). La resurrección de Lázaro es anticipo de la Resurrección de Cristo y de todos aquellos en los que habita el Espíritu (2 lect.).

Si no se lee el Evangelio de la resurrección de Lázaro, y para favorecer
la catequesis bautismal en Cuaresma, pueden emplearse cualquier día
de la semana las siguientes lecturas del vol. VII del Leccionario, pág. 183:

o bien
- 2 R 4,18b-21.32-37. Se echó sobre el niño, y la carne del niño fue entrando en calor.
- Sal 16.R/. Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
-Jn 11,1-45. Yo soy la Resurrección y la vida.
El texto del discípulo de Isaías es característico de su teología. Se lo ha llamado con frecuencia el “profeta del nuevo éxodo” (35,6; 41,18ss) y el texto que comentamos lo muestra claramente. Con la fórmula clásica del “enviado” (“así dice...”) comienza la unidad; como ocurre con mucha frecuencia Dios es presentado por lo que “hace”. La misma concluye en el v.21 ya que en v.22 comienza un nuevo oráculo de estilo muy diferente, con lo que el texto de la liturgia presenta claramente una unidad “redonda”. El estilo es hímnico, como se nota en los paralelismos (semejante a 40,22s; Sal 104,2ss; 136,5ss).

Es interesante que presenta una larga introducción (vv.16-17) sobre el pasado haciendo memoria de los acontecimientos del éxodo (Ex 13-14), pero con una serie de tiempos verbales que debemos tener presentes ya que se los dos primeros son participios (que traza, que hace salir), los dos segundos son imperfectos (se echarán, no se levantarán) y recién los dos últimos son imperfectos, y claramente pasados (se apagaron, se extinguieron), por lo que el marco principal es el presente que pone al lector “en medio” de los acontecimientos, con lo que recuerda a Israel que su fe no radica en los acontecimientos del pasado sino en Dios que “hace” esas cosas.

Lo llamativo es que después de toda esta introducción nos viene a decir en v. 18: “no se acuerden de las cosas pasadas” (no debe leerse como pregunta, como hacen algunas Biblias); las cosas “pasadas” son las del éxodo, como vemos en 41,22; 42,9; 43,9; 49,9; 48,3. ¿Por qué no recordar lo que acaba de poner en la memoria? La memoria (“¡recuerda!”) es fundamental en Israel (Sal 78), y por eso es importante la historia. Ciertamente porque lo que viene “es nuevo”, ya no estamos ante un río que se seca para que un pueblo pase, sino ante un desierto que se llena de agua para que el pueblo beba; lo nuevo es el camino en el desierto (35,8-10; 40,3-4), y el agua y la vegetación en ese lugar (35,6-7; 41,18-19). Es interesante recordar que el desierto es -para el tiempo del éxodo- un lugar terrible (“enorme y temible”, Dt 1,19; 8,15), allí Dios dio agua de la roca, y alimento del cielo; lo que ahora va a realizar -y realiza- es notablemente superior que hace empalidecer lo “antiguo”. Los acontecimientos que narra nos recuerdan lo que nos dice que no debemos recordar, y ahora en imperfecto: es algo que “se está haciendo”. Entre la doble referencia al agua en el desierto, aparece una extraña imagen: los que glorifican a Dios son los animales del desierto, no el pueblo (aunque estos parecen ocupar su lugar, como es frecuente, por ejemplo en los sacrificios, y se confirma en el relato con la doble referencia “mi pueblo, mi elegido”). Es este pueblo el que contará las alabanzas de Yavé (ver 43,10; 44,8), y es presentado como el pueblo que “me modelé”, con lo que regresamos a las imágenes de creación, muy frecuentes en el discípulo de Isaías (ver 43,1.7).

Lo que quiere destacar el autor es que no hay que quedarse en los acontecimientos del pasado por más maravillosos que hayan sido; quedarse en los acontecimientos y no en Dios es una forma sutil de idolatría, lo que hay que recordar es a Dios que es quien las hizo, hace y hará. El éxodo es el acontecimiento arquetípico y por eso es modelo de acontecimientos nuevos, no es algo en lo que Dios se ha estancado en el pasado. La “sola memoria” puede ser peligrosa, no puede ser un permanecer “estancados”, no tiene valor si no va acompañada de la esperanza, si no prepara futuro.

La carta a los Filipenses presenta un problema con respecto a la unidad de su composición. No sólo porque Ignacio de Antioquía en su carta a los filipenses (3,2) les habla de “las cartas que Pablo les escribió”, sino porque el mismo dice “volver a escribirles las mismas cosas (?) no me es molestia” (3,1b). Pablo no les había escrito que nosotros sepamos. Dado que muchos han pensado (quizá por no poder aceptar que si esas cartas existieron podrían estar perdidas) que muchas de esas cartas “perdidas” se encuentran en los “pliegues” de la misma carta, veamos brevemente esto: la frase “alégrense en el Señor” (3,1a) parece dar un tema por terminado, y sin embargo comienza abruptamente una apología de Pablo que aparentemente no tenía sentido por el tono de la carta; 4,2-3 tiene apariencia de conclusión y saludo y en 4,4 retoma “estén siempre alegres en el Señor, se los repito”. Por eso muchos han pensado que 3,1b-4,3 representan una breve esquela separada que Pablo les envía alertado por algunos peligros que se han introducido en la comunidad, y que al reunirse el “corpus” de las cartas paulinas se introdujo en el medio de la carta “para que no se perdiera”. Sea como fuere, lo que aquí nos interesa es que 3,1b-4,3 parece una unidad (ya literaria, ya cronológica) alertando sobre los peligros en la comunidad preferida de Pablo (“mi gozo y mi corona”, 4,1). El texto de la segunda lectura de hoy pertenece a una parte de esta “carta 2" o “paréntesis apologético”.

Dentro de esta unidad, Pablo pone en estado de alerta a los filipenses poniéndose él mismo como ejemplo (vv.2-17), y criticando abiertamente la posición de los adversarios (vv.18-21). Dentro de la primera unidad, una primera parte (vv.2-3) alerta sobre los adversarios, que parecen judeo-cristianos que quieren insistir en la circuncisión y las leyes judías insistiendo que los cristianos que provienen del mundo pagano deben hacerse primero judíos para poder gozar der las bendiciones de Dios. Pablo se presenta a sí mismo (de vv.4 a 14 se usa la 1ª persona del singular) como verdadero judío fiel (vv.4-7) y desvaloriza todo eso que había vivido porque Cristo Jesús da plenitud a todo lo pasado (vv.8-14) y relaciona -como al principio- esto con los discípulos (1ª persona del plural, vv.15-17) que deben imitar a Pablo. Este es el contexto del párrafo que ahora debemos comentar brevemente:

Lo que ha cambiado a Pablo dando un nuevo enfoque a su vida es el “conocimiento de Cristo Jesús”. Es cierto que otro “conocimiento” puede ser inútil o hasta perverso, pero si de conocimiento de Cristo se trata, ese llegará a su plenitud al final de los tiempos donde “conoceré, como soy conocido (por Dios)”, 1 Cor 13,12. Todo es “a causa de Cristo” (v.7). La esperanza judía en el mesías era ciertamente futura, pero Pablo es consciente que ya ha conocido. Sin embargo, todas las esperanzas de Israel, que tan bien quedan expresadas en Rom 9,4-5 no han “conocido” y han quedado al margen. Esto es, para Pablo, un motivo de gran dolor, como lo manifiesta especialmente (9,3). Pero para Pablo, todo lo que preparaba la llegada de Cristo, ya no tiene sentido, como el pedagogo (Gal 3,24-25) no tiene sentido una vez que el niño ha llegado a la escuela a la cual él lo llevaba. Es importante notar como Pablo empieza a poner los cimientos para una marcada separación entre Israel y la Iglesia, todo lo anterior, en comparación con Cristo es nada menos que estiércol.

El lenguaje que Pablo destaca es económico “pérdida - ganancia” pero sobre todo deportivo. Pablo pretende (notar la semejanza con el lenguaje de 1 Cor 13 que acabamos de mencionar): “ganar a Cristo y ser encontrado por él”. Las imágenes deportivas no son extrañas a Pablo (1 Cor 9,24-27; 2 Cor 4,8-9), y le sirven a Pablo como un ejemplo más para destacar algo que ya ha comenzado pero aún no ha concluido. Sin embargo, Pablo no pretende que las imágenes sean suficientes, él no corre con sus propias fuerzas, no espera llegar con su “justicia”, no lo ha alcanzado sino que fue él mismo alcanzado por Cristo . Aunque más “al pasar” que en Gálatas y Romanos, queda planteado el tema de la fe y las obras. Pablo sabe que colabora con la obra de Dios, pero sabe que no son sus fuerzas las que le permiten alcanzar la meta (notar esto tan característico de Pablo: conocer - ser conocido, ganar - ser hallado, alcanzar - ser alcanzado). La justificación -la meta- sólo puede venir de la iniciativa de Dios, no por la ley sino por la fe.

Notemos dos cosas más: los adversarios de Pablo parecen creer “haber llegado ya a la meta”, por eso el apóstol insiste tan vehementemente en que todavía no ha llegado, que sigue en carrera. Por otra parte, los adversarios parecen rechazar la imagen que da Pablo (esto ocurre en otros textos, particularmente en la gran apología de 2 Cor 10-12), parece que la “debilidad” la “comunión en sus padecimientos” causa rechazo. Pablo, sabe ver en su propia persona alguien que puede ser imitado, pero no por su “confianza en sus capacidades” sino por su confianza en la cruz, cruz que se manifiesta en sus incapacidades. Sólo haciéndonos semejantes a él en la muerte podremos participar de su resurrección, con lo que alcanzaremos la meta. En realidad, ambas cosas son una misma mirada: estar en camino es participar de la cruz, creer que ya hemos llegado a la meta es creer que ya hemos resucitado. Esta sensación de “haber llegado” es lo que adormece la vida creyente, adormece la colaboración con la que Dios cuenta en su gracia para anunciar el evangelio a los hermanos. Porque pone su confianza en Dios y no en sus fuerzas, Pablo es un modelo creíble (v.17), la gracia actúa en él y se derrama -por su intermedio- a toda la querida comunidad de Filipos. Los adversarios, confiando en sus propias fuerzas, y creyendo haber llegado a la meta, terminan siendo “enemigos de la cruz de Cristo” (v.18), la misma cruz que Pablo lleva en su vida.

El evangelio de hoy, de Juan, es un texto ligeramente complicado. Veamos algunos elementos aislados antes de introducirnos en lo fundamental.

Para comenzar, el texto no se encontraba originalmente en el Evangelio de Juan, sino que circuló “aislado”. De hecho el vocabulario, el estilo y algunos temas no son propios de Juan, y son más semejantes a Lucas. No es improbable que -para que no se perdiera- haya terminado donde ahora lo tenemos por la idea del juicio, de que Jesús no vino a condenar, que se desarrollan en Jn 7-8. Es posible que el texto no fuera incorporado en los primeros tiempos y anduviera errante debido a una posición muy rígida de la Iglesia frente al adulterio (ver 1 Cor 6,9s; Hb 13,4; 2 Pe 2,14; Mt 19,19 y Lc 16,18) que acá parece mitigada. Jesús es dador de perdón gratuito de parte de Dios.

Al recibir un texto aislado, hay muchas cosas que nos quedan “en el aire” y no las comprendemos ni tenemos forma de descubrirlas, por ejemplo: ¿dónde está el amante con el que fue “sorprendida” la mujer?; ¿dónde está el marido?; todo parece indicar que la mujer era casada, pero puede haber sido “comprometida”; ¿cuál es la “trampa” que le ponen a Jesús?; ¿por qué llevan la mujer a Jesús (no es una discusión de escuelas lo que se plantea, como otras veces)?; ¿qué escribe o que significa que Jesús escriba en tierra?; ¿Jesús debe intervenir en la sanción o esta ya fue decidida por el Sanedrín?; ¿el marido -en connivencia con escribas y fariseos- prepara una trampa a la mujer?; ¿Jesús rechaza que alguien pueda ser juez de otro por el hecho de ser aquel un pecador?; ¿la lectura es simbólica, legendaria o histórica? ¿los judíos podían aplicar pena de muerte?... las preguntas podrían multiplicarse, pero muchas respuestas sólo quedan en el terreno de las hipótesis. Veamos algunos elementos del relato y avancemos un poco en su interpretación.

El relato comienza en 7,53, donde “cada uno va a su casa y Jesús -como es claro en Lc 21,37- va al Monte de los Olivos. La presencia en el Templo es coherente con los últimos días de Jesús (Lc 21,1.37; 22,1.53), y va al amanecer (orthrou sólo lo encontramos en Lc y Hch, ver Lc 21,38).

La mujer que le es presentada es una mujer casada o comprometida ya que no se consideraba adulterio que un casado fuera con una mujer soltera; la mujer es propiedad del esposo, pero el esposo puede moverse con libertad. Una duda es si era casada o “comprometida” ya que la Mishna establece estrangulamiento para la casada adúltera y apedreamiento para la comprometida; pero no parece que las leyes de la Mishna se aplicaran ya en el NT, sino más tarde. La ley habla de apedrear (Lv 20,10 no aclara el tipo de muerte; Dt 22,21 manda apedrear a la comprometida; pero por Ez 16,38-40 sabemos que se aplicaba la lapidación).

No sabemos con certeza si los romanos impiden a los judíos aplicar la pena de muerte o no; una tradición en sentido negativo se ve en Jn 18,31; en sentido positivo, en 8,59 y Lc 4,29; las opiniones de los estudiosos no son unánimes; parece que en algunos momentos y para algunos temas los judíos podían aplicarla y no en otros. La trampa podría ser, si Jesús dijera que debe ser apedreada, estaría violando una prohibición romana, si dijera que no, violaría un mandato de la ley de Moisés. Sin embargo, es más probable que la trampa fuera: o no es obediente a la ley, o no es tan misericordioso como dice. El esquema, de todos modos, es semejante al de la moneda del impuesto al César (Mc 12,13-17p).

La pregunta por la escritura de Jesús es complicada. Lo más simple es pensar que su actitud es de desentenderse de una trampa que quieren aplicarle, pero algunos -es la lectura más común dentro de las diversas lecturas simbólicas- creen que Jesús escribe el texto de Jer 17,13: “Esperanza de Israel, Yavé: todos los que te abandonan serán avergonzados, y los que se apartan de ti, en la tierra serán escritos, por haber abandonado el manantial de aguas vivas, Yavé”. Otros piensan que la insistencia en “inclinar” (vv.6.8) e “incorporarse” (vv.7.10) alude simbólicamente a Jesús que se inclina hacia nuestra naturaleza caída por el pecado para levantarnos, pero no parece que se haga referencia a eso, además se inclina para escribir, no sobre la mujer. Muchas de estas lecturas, por ingeniosas, olvidan que Jesús escribe dos veces, por lo que difícilmente se aluda a un texto particular. Personalmente nos parece que un signo de no querer inmiscuirse en una trampa, con una ligera desatención es la lectura más simple.

Cuando alguien es acusado a muerte, los testigos son responsables de la primera piedra, con lo que quedan comprometidos con esa muerte (Lv 24,10-16;: Dt 17,2-7); es una nueva manera de garantizar que el testimonio sea verdadero y no cargar con una sangre inocente en la espalda cuyo clamor sería escuchado por Dios...

La frase “el que no tenga pecados...” se puede prestar a malos entendidos, como por ejemplo rechazar cualquier capacidad judicial, o ser libertinos con cualquier tipo de pecados. Hay que notar que, sea cual fuera la situación, la mujer no está allí porque preocupe su pecado, sino que ella es una excusa para poner una trampa a Jesús. La mujer no interesa. Una vez que Jesús se queda a solas con la mujer, ahora sí se dedica a ella; hasta ahora Jesús estaba cara a cara con los acusadores. Que la mujer es culpable no cabe duda, y no es tema en cuestión (no hay una sospecha de falso testimonio, como es el caso de Susana, en Dn 13), Jesús mismo sabe que ha pecado y la invita a no repetir el pecado. Pero Jesús, frente a la mujer, no toca el tema de su culpa o no, sino de la acusación, suyo sentido ha caído al no quedar nadie que la sostenga. La ausencia de acusadores hace que se levante la sesión, Jesús no la condena, pero invita a la mujer a que “no vuelva a pecar”. La mujer estaba preparada -al menos narrativamente- para la muerte, pero Jesús la despide viva. Propiamente, Jesús no la perdona, pero no la condena, que es lo que estaba en juego en el relato, él vino a salvar, no a condenar. Es notable cómo Jesús encarna la actitud de rechazo al pecado y amor al pecador. Esto fue magistralmente expresado por Agustín que dice, cuando quedan solos Jesús y la mujer: “sólo quedaron dos, la miserable y la misericordia”.

PRIMERA LECTURA.
Isaías 43, 16-21
Mirad que realizo algo nuevo y apagaré la sed de mi pueblo 

Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, tropa con sus valientes; caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue. "No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo.

Me glorificarán las bestias del campo, chacales y avestruces, porque ofreceré agua en el desierto, ríos en el yermo,
para apagar la sed de mi pueblo, de mi escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 125
R/.El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. 

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar:

la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. R.

Hasta los gentiles decían: "El Señor ha estado grande con ellos." El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. R.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. R.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas. R.

SEGUNDA LECTURA.
Filipenses 3, 8-14
Por Cristo lo perdí todo, muriendo su misma muerte 

Hermanos: Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.

Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía, la de la Ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe.

Para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos.

No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo a ver si lo obtengo, pues Cristo Jesús lo obtuvo para mí.

Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús.

Palabra del Dios.

SANTO EVANGELIO
Juan 8, 1-11
El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.

Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?"

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.

Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.

Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: "El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra."

E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.

Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.

Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?" Ella contestó: "Ninguno, Señor."

Jesús dijo: "Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más."


Palabra del Señor.


Comentario de la Primera lectura: Isaías 43,16-21.
Los capítulos 40-5 5 del libro del profeta Isaías se atribuyen a un discípulo suyo al que se llama Segundo Isaías, que vivió la experiencia del destierro a babilonia. Dirige la palabra consoladora de Dios a un pueblo sin esperanza, “sordo” y “ciego” (cf. Is 43,8). El fragmento, que forma parte de un oráculo de salvación, comienza con un recuerdo glorioso del Éxodo. Como entonces Dios, para el que nada es imposible (cf. Gn 18,14), “abrió un camino en el mar” (v. 16), así también ahora, incluso con más fuerza, se hace presente en la vida de Israel. Su intervención es hasta tal punto portadora de novedad (v. 19) que hará pasar a segundo plano los prodigios del primer Éxodo. Todo el cosmos está comprometido en esta transformación, anticipo y presagio de la novedad verdaderamente absoluta que tendrá lugar con la restauración de todas las cosas en Cristo. El pueblo, nuevamente salvado, se convertirá en cantor apasionado de la gloria de Dios.

Comentario del Salmo 125
El salterio nos ofrece este himno triunfal y de acción de gracias entonado por la gran asamblea de Israel. Lo situamos en una etapa histórica del pueblo. Sus hijos inician el fin del destierro en Babilonia que, en distintas oleadas, van asentándose en su propia tierra. Bajo Nehemías, gobernador de Judea, deciden, no sin graves dificultades, reconstruir el templo de Jerusalén, signo de su pertenencia a Yavé.

Alegría, gozo, risas y cánticos estallan jubilosos en las bocas de los hijos de Israel, y bendicen a Yavé que ha levantado el castigo del destierro, manifestándose una vez más como el Dios de misericordia que se mantiene fiel a su alianza a pesar de la infidelidad del pueblo: «Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: La boca se nos llenó de risas, la lengua de canciones».

Esta acción portentosa de Yavé no sólo ha provocado la alegría incontenible de su pueblo, sino también la admiración y el reconocimiento de las naciones paganas hasta el punto de reconocer que Yavé, el Dios de Israel, es poderoso con sus obras a favor de los suyos: «Hasta entre las naciones se comentaba: “¡El Señor ha estado grande con ellos!”. Sí, el Señor ha estado grande con nosotros, y, por eso, estamos alegres».

Ya los profetas habían anunciad6 que Yavé se apiadaría de su pueblo y que actuaría para que volviese a la tierra de donde fue arrancado, Profetizaban también que, ante tal acontecimiento, las naciones conocerían al Dios de Israel como aquel que tiene la fuerza y el poder que no poseen sus dioses. Dios, por medio de su pueblo y actuando en su favor, se va a dar a conocer a todos los pueblos. Reconocerán en él al Dios universal que acompaña, protege y salva. Escuchemos a Ezequiel: «Se dirá: esta tierra, hasta ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo fortificadas y habitadas. Y las naciones que quedan a vuestro alrededor sabrán que yo, Yavé, he reconstruido lo que estaba demolido y he replantado lo que estaba devastado. Yo, Yavé, lo digo y lo hago» (Ez 36,35-36).

Cristiano es aquel que ve nacer en su interior un torrente de gozo y alegría por lo que Dios ha hecho con y por él. Es alguien que, al igual que Israel, puede decir: Dios ha sido bueno conmigo porque ha hecho grandes obras en mí.

A este respecto, presentamos la figura de María de Nazaret, imagen de la fe de todo discípulo del Señor Jesús. Las primeras palabras que escucha de parte de Dios son una invitación al gozo y la alegría. Gozo y alegría que nacen del hecho de que Dios está con ella: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28).

María, portadora de un júbilo incontenible que le viene de Dios, irradia su felicidad de tal forma que Juan el Bautista, estando aún en el seno de su madre Isabel, salta de gozo ante su presencia y al oír su voz: “bendita!” tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿de dónde que la madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno» (Lc 1,42-44).

El impulso que movió a Juan el Bautista a saltar de gozo en el seno de su madre es el signo del júbilo y la esperanza que embargan a todo hombre ante la salvación de la que es portador Jesucristo, el Hijo de Dios, enviado para darle la vida en abundancia Un 10,10).

Todavía estaba María hablando con su prima Isabel cuando algo se produjo en su corazón, un impulso incontenible de júbilo que la movió a entonar un canto de alabanza a Dios. Embargado su espíritu de la alegría y de la fiesta, proclamó: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador..., porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre» (Lc 1,46-49). La alabanza no puede nacer nunca de algo prefijado en un ritual. Es una fuente, a veces serena, otras veces caudalosa, que tiene su origen en una experiencia: Dios ha sido grande contigo, Dios ha hecho maravillas en ti, Dios ha sobrepasado tus deseos y tus sueños, ¿cómo no hacer fiesta con él?, ¿cómo no alabarle y bendecirle?

La vida de todo hombre es preciosa a los ojos de Dios. Su drama y su tragedia estriba en situar su vida en una especie de estancamiento, sin darse cuenta de que es un ser valiosísimo para Dios; tan valioso como para ser comprado y rescatado de la mano del príncipe del mal con la misma sangre de su Hijo.

Consciente de que el corazón del hombre ha sido creado para vivir en fiesta con Dios, el apóstol Pablo invita a sus comunidades al gozo y a la alegría en el Señor Jesús: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida por todos los hombres» (Flp 4,4-5). Que vuestra mesura —sensatez, equilibrio, sencillez— sea conocida por todos los que os rodean de forma que puedan proclamar: «El Señor ha estado grande con ellos», como lo proclamaron las naciones paganas ante la liberación de Israel.
Comentario de la Segunda lectura: Filipenses 3,8-14

La perícopa nos ofrece el testimonio de un hombre tocado por la novedad de Dios. Pablo, que quizás como ningún otro podría jactarse de su pasado glorioso en el seno del judaísmo, cogido por Cristo, no duda en considerar basura lo que hasta ahora había sido para él motivo de prestigio.

Libre prisionero del amor de Cristo (v. 12), se presenta como un atleta que llega a la recta final de la meta en la carrera por la vida eterna (v. 14). Y ante los “espectadores” judaizantes, orgullosos de la justicia proveniente de la Ley, el apóstol traza magistralmente su biografía (vv. 4-14): el orgulloso fariseo de antaño (vv. 4-6) ha visto invertido paradójicamente su modo de entender ganancias y pérdidas (v. 7s). “Conquistado por Jesucristo”, creciendo en intimidad con “su” Señor (v. 8), ahora aspira exclusivamente a ganar (v. 8), conocer (v. 10), conquistar (v. 12), con la intensidad inefable de quien encuentra descanso e impulso siempre renovado al pregustar un premio inestimable (vv. 8.14).

Comentario del Santo Evangelio: Juan 8,1-11
Aunque de origen sinóptico —probablemente lucano—, el pasaje no desentona en el capítulo 8 deI evangelio de Juan; incluso se impone como una roca en un lugar solitario. Es ejemplo del tema de todo el capítulo: Cristo-luz (cf. v. 12) ejecuta inevitablemente un juicio (v. 15) no según las apariencias, sino de acuerdo a la verdad más profunda del corazón de cada uno. La trama es sencillísima: al amanecer (v. 2), después de pasar la noche orando en el monte de los Olivos (7,53-8,1), escribas y fariseos someten al juicio del rabbí a una mujer sorprendida públicamente en adulterio (8,3-9a). ¿Con qué intención? Para tender una trampa a Jesús (v.6), obligándole subrepticiamente (cf. Jr 17,13) a pronunciarse o contra la Ley de Moisés, que manda la lapidación en tales casos, o contra el derecho romano, que desde el año 30 d.C. ha privado al sanedrín del jus gladii, reservándose el poder de declarar las condenas a muerte.

Todo el fragmento converge en la pregunta: “Mujer; ¿dónde están tus acusadores?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. En el desierto creado por el pecado irrumpe la novedad: fluye un río de misericordia (cf. primera lectura: Is 43,19s) que purifica y sana a su alrededor (Ap 21,5), haciendo nueva a toda criatura.
El quinto domingo de cuaresma tiene como característica peculiar la intensidad de la voz del Justo rodeado por sus perseguidores. Es un presagio de la pasión.

Jesús está cada vez más solo. Está solo sobre todo porque ha decidido llevar a cabo su misión hasta sus últimas consecuencias llegando donde nadie ha llegado y nadie le puede ayudar fuera del Padre. Es admirable que, precisamente en esta hora de mayor soledad, él manifieste plenamente la grandeza de su amor por los hermanos, su capacidad de cargar con todo el peso del pecado de los hombres para expiarlo. Tenemos una prueba patente en el evangelio que nos ofrece la liturgia de hoy, y que podemos vivirlo como protagonistas.

La escena es impresionante: escribas y fariseos someten a Jesús a una especie de proceso poniéndole delante la mujer adúltera. En el silencio se oyen graves palabras..., los acusadores se alejan bajo el peso de su orgullo y su mentira. Sólo se queda la mujer, pobre pecadora, bajo la mirada misericordiosa de Jesús. Así puede recibir el perdón y ser renovada en su amor: “Anda, y no peques más”.

También nosotros debemos presentarnos a él, junto con nuestros hermanos, para pedir no la condena, sino el perdón. El perdón nos hace fieles al “mandamiento nuevo”, nos hace pasar a la “novedad” de vida, convirtiéndonos en testigos de esperanza, fuertes por la ayuda del Señor. Nos es necesaria la constancia para perseverar en nuestro camino de conversión y llegar a la pascua con plenitud de gozo.

Jesús enseña en el templo al pueblo que, en masa, ha acudido de madrugada a escucharlo. Los letrados y fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en medio (Jn 8,3). Los enemigos de Jesús traen a empujones a esta pecadora pública para tenderle un lazo. Estamos ante una escena llena de dramatismo y de suspense, y ante una gran lección de teología sobre Dios como misericordia, que es lo nuclear en el relato.

Protagonizan el hecho tres personajes: los letrados y fariseos, la adúltera y Jesús. Detengámonos en las aleccionadoras actitudes de cada uno de ellos.

Están, en primer término, los escribas y fariseos. Ellos son más pecadores que la mujer que traen. Por una parte, son culpables de los mismos adulterios que ella; la diferencia está en que los suyos son ocultos y el de la mujer es público. Pero ante Dios lo que importa es la honradez de la conciencia. Por otra parte, tienen el pecado de la envidia y la rabia que les corroe por dentro, como lo ponen de manifiesto en su relación hostil contra Jesús.

La situación de pecado es una banderilla insoportable clavada en la conciencia de la persona. Hay caminos acertados para liberarse de ella y hay mecanismos de defensa que son falsas soluciones al conflicto interior. Los letrados y fariseos optan por la falsa solución: la de proyectarla en los demás. Es la falsa solución por la que, con frecuencia, optamos todos. Y así resulta que para excusarse, se acusa; para defenderse, se ataca; para disculparnos, buscamos culpables. La misma sociedad inventa constantemente sus “chivos expiatorios” para proyectar en ellos la agresión que debería volverse contra ella misma. Así se señala un chivo expiatorio, tanto a nivel político y social gobierno/oposición), como conyugal y familiar (marido/mujer, padres/hijos), laboral y económico (sindicatos/patronal) o eclesial (jerarquía/seglares). Afirma un refrán: “Si la culpa fuera moza, soltera se quedaría”, porque nadie la quiere. La culpa siempre la tiene el “otro”. Esto lleva incluso al espejismo de ver la paja en el ojo ajeno y no percatarse de la viga que se tiene atravesada en el propio (Mt 7,3). Esta falta de valentía para reconocer la culpa desencadena una serie de trastornos a nivel individual y social. Es el origen de numerosos desajustes en la psicología personal y en la convivencia humana.

La adúltera es también, como los escribas y fariseos, pecadora; pero con una diferencia: ella es pecadora convicta y confesa. Con su silencio reconoce su pecado. No se defiende de las acusaciones de sus fiscales. Sabe que, con la Ley en la mano, debe morir. Nadie la puede salvar más que la misericordia y comprensión de quien vaya más allá de la Ley. Ella es pura pobreza moral y social. Están frente a frente Jesús y la adúltera, el santo y la pecadora, el pecado y la gracia. Es una escena tensa e intensa, con suspense. Jesús envuelve a la pecadora con una profunda mirada de misericordia: “Tampoco yo te condeno”, le dice con un acento de gran ternura. Juan escribe: “La Ley se dio por medio de Moisés, el amor y la gracia se hicieron realidad en Jesús el Mesías” (Jn 1,17).

Jesús se revela, una vez más, como el rostro del Dios misericordioso. Es la misericordia humanizada del Padre. En sus ojos cargados de comprensión y ternura, en sus brazos abiertos para la acogida, en el acento de sus palabras absolutorias se refleja toda la incomprensible bondad del Padre del pródigo, que somos nosotros.

Juan invita a la sinceridad radical que lleva a la persona a reconocer valiente y lealmente el pecado; lo denomina “andar en la luz”. Es preciso, pues, empezar reconociendo que estamos encarnados en la adúltera y en los fariseos y letrados al mismo tiempo, porque somos a la vez pecadores y fiscales intransigentes con los demás. Nuestro camino cuaresmal ha de culminar en un verdadero renacimiento, que tiene su momento celebrativo en la reconciliación sacramental y en la liturgia bautismal. Eso supone el reconocimiento sincero y contrito de nuestro pecado, de la cuota de muerte que llevamos dentro.

La palabra de Dios nos invita a adoptar una postura adulta ante nuestra situación de pecado, sin buscar el engaño de los mecanismos de defensa como hicieron los escribas y letrados del relato san Juan. Es preciso huir de estar entonando el mea culpa morboso o de la irritación contra uno mismo que se centra más en la densidad del pecado y en el narcisismo herido que en el poder liberador de Jesús. Es preciso huir de la tentación de ignorar o negar la propia culpabilidad, o, lo que es más grave, de culpar a los demás. Nosotros somos la adúltera que se ha prostituido con los ídolos de este mundo, traicionando la alianza de amor con Cristo; somos los escribas y fariseos, que nos constituimos, con frecuencia, en jueces severos de los demás.

Juan, en su primera carta, señala magistralmente las actitudes que el cristiano ha de tener ante su pecado. Reclama sinceridad (“andar en la luz”) y confianza en el poder rehabilitador de Jesús (1 Jn 1,6-10; 2,1- 2). No es cuestión de ocultar nuestras llagas, sino de mostrarlas suplicantes al que las puede curar. La aceptación del perdón supone, claro está, el compromiso de renunciar radicalmente al pecado: “Vete y en adelante no vuelvas a pecar”. Sólo quien renuncia rotundamente al pecado está abierto para aceptar el perdón del Señor.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 8, 1-14, para nuestros Mayores. Dios es Misericordioso.
La liturgia nos invita hoy a acoger las cosas nuevas que el Señor quiere hacer por nosotros. La primera lectura nos habla ya en este sentido. La segunda lectura nos refiere una cosa nueva, que es la conversión de Pablo. Y el evangelio, otra cosa nueva: la liberación de la mujer adúltera.

Dios es un Dios creador, un Dios que no se fija en el pasado, sino que tiende siempre a crear cosas nuevas, más bellas que las antiguas. Dice en el oráculo del profeta Isaías: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo». Las cosas pasadas eran cosas muy bellas para los judíos. Isaías nos hace pensar de modo particular en el Éxodo, en la maravillosa liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto: «Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas».

Pero todo eso es pasado, y no hay que pensar en ello como si fuera lo único real. El Señor quiere hacer cosas todavía más bellas.

El profeta Isaías escribe en un tiempo en que el pueblo pecador se encuentra exiliado en Babilonia, y parece que el retorno a la patria se ha vuelto imposible. Pero el profeta promete, en nombre de Dios, un nuevo éxodo, una nueva liberación: abrirá un camino por el desierto, ríos en el yermo.

Dios es siempre no sólo creador, sino también salvador, liberador. Así quiere ser también para nosotros. Nosotros necesitamos constantemente ser creados de nuevo, pero también ser salvados, liberados.

El tiempo de Cuaresma es un tiempo que nos prepara para el misterio pascual, que es la maravillosa nueva creación llevada a cabo por Dios, la salvación que nos ofrece y que nosotros debemos acoger con confianza y con alegría.

En el evangelio vemos que Jesús no vino al mundo para juzgar, sino para salvar, como dice él mismo: «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Juan 3,17).

Lo vemos en un caso muy concreto, real, en el que se aprecia la gran diferencia de perspectiva que existe entre los letrados y los fariseos, por una parte, y Jesús, por otra.

Una mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Los letrados y los fariseos se preocupan de condenarla y hacerla morir. «Colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?”».

Los letrados y los fariseos querían encerrar a Jesús en su propia perspectiva de juicio y de condena. Saben que Jesús tiene un corazón misericordioso, pero le ponen frente a la ley de Moisés, que manda lapidar a las mujeres adúlteras (la ley de Moisés no era, ciertamente, tierna, y preveía la pena capital para muchas culpas, a fin de cortar el mal de en medio del pueblo).

Sin embargo, Jesús no ha venido a juzgar y a condenar, sino a hacer posible una vida nueva, un nuevo comienzo, una nueva creación. Por eso encuentra en esta circunstancia el modo de liberar a aquella mujer, sin contradecir, no obstante, la ley de Moisés. Propone a los acusadores que apliquen esta ley, pero añade una condición: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».

En consecuencia, no se opone aquí —al menos de una manera directa— a la lapidación, pero pone una condición: el que quiera juzgar y condenar debe estar exento de culpa.

Ahora bien, ¿quién está exento de culpa? Los letrados y los fariseos saben que Jesús puede leer en las conciencias; en consecuencia, no pueden fingir que están exentos de culpa. Así, «al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último». Cuanto más larga sea nuestra vida, tanto más numerosas serán las ocasiones de culpa. Los ancianos se sienten culpables, y por eso renuncian a la lapidación.

Al final se queda Jesús solo con la mujer allí en medio. El evangelio nos hace asistir a un diálogo conmovedor. Jesús es el único que no tiene culpa, el único que podría tirar la primera piedra contra la mujer. Sin embargo, le dice: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: Ninguno, Señor. Jesús dijo: Tampoco yo te condeno». Pero inmediatamente después añade algo importante: «Anda, y en adelante no peques más».

Jesús no se contenta con liberar a la mujer del castigo merecido, sino que le enseña el camino justo que debe tomar: la libera de la tentación del pecado.

Al final de este episodio, que corría el riesgo de acabar muy mal para la mujer, ella se corrigió a buen seguro en su interior, fue liberada por dentro de sus tendencias pecadoras. Las palabras de Jesús «Anda, y en adelante no peques más» se han convertido para ella en un programa de vida, de una vida bella, libre del pecado, generosa.

En la segunda lectura, Pablo, que era un celoso observante de la ley, explica cómo le liberó el Señor de un pecado más escondido, más profundo y, por consiguiente, inconsciente: el pecado de quien se cree bueno, impecable, irreprensible, y de este modo se ensoberbece.

Pablo pensaba poseer la justicia derivada de la ley. Era un fariseo muy generoso, pero pensaba que no tenía necesidad de que le liberaran del pecado; se sentía inmune.

Sin embargo, Jesús le hizo comprender en el momento de la conversión que esta justicia derivada de la ley no es una verdadera justicia según Dios. Le hizo comprender que tenía necesidad de ser liberado de su orgullo, de su soberbia, tenía necesidad de ser salvado.

Pablo comprende ahora. Antes pensaba que hacía una cosa buena cuando perseguía a los cristianos; ahora comprende que, en realidad, estaba haciendo algo injusto, algo criminal.

Cuando Cristo le conquista, comprende que ahora todas las cosas pierden importancia: «Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor».

Pablo estima ahora todos sus méritos precedentes como pérdida. Sus virtudes humanas ya no cuentan, porque lo único que cuenta es su relación personal con Cristo, en la humildad y en el amor.

Afirma el apóstol: «Todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo (Cristo es el único tesoro de Pablo) y existir en él, no con una Justicia mía —la de la ley—, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia mía viene de Dios y se apoya en la fe».

La relación de fe con Cristo es una relación que libera a la persona del pecado y la establece en el reino del amor y de la gracia.

Pablo comprende que Cristo es verdaderamente el salvador y que, para ser salvados, es preciso seguirle y adherirse a su misterio pascual: «Para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos»

Aquí se recogen los dos aspectos del misterio pascual: la comunión en los padecimientos de Cristo es la condición para participar también en la alegría, en la vida nueva de la resurrección.

Pablo considera que no ha llegado todavía a la meta, y se esfuerza en correr para conquistar a Cristo: «Olvidándome de lo que queda atrás (el pasado ha sido bello, pero, comparado con el futuro, ya no tiene valor) y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta para ganar el premios al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús».
Este domingo se nos invita a una renovación interior: debemos dejar el pasado pecaminoso para acoger la novedad creada por Dios, el misterio pascual de Jesús. La salvación nos viene del amor de Cristo. El nos amó hasta el extremo, hasta morir por nosotros en la cruz, para crear un corazón nuevo y un espíritu nuevo para y en nosotros. Con ello nos ha dado la posibilidad de salvarnos y de vivir en la acción de gracias a Dios.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 8,1-11, de Joven para Joven. El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra. 
Así rehabilita a la persona el perdón de Dios. La escena evangélica de hoy es introducida por los escribas y fariseos, que le traen a Jesús una mujer sorprendida en flagrante adulterio. Así tienen ocasión de ponerlo a prueba. Su intención, además de capciosa, era claramente discriminatoria: ¿Por qué hacen caer sobre la mujer todo el rigor de una ley que, según el Pentateuco, era igual para los dos cómplices?

Mientras le acosan sus interlocutores, Jesús se toma un tiempo de ventaja escribiendo en el suelo. Quizá escribiera la frase que, incorporándose, lanza como contraataque a sus enemigos, tratando de romper la trampa que le tienden tan hipócritas celadores de la ley: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. Esta había de ser lanzada por los testigos de la acusación. Al oír la frase de Jesús, ellos se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos hasta el último. Y quedaron solos Jesús y la mujer en medio, de pie. Entonces, Jesús le preguntó: Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: Ninguno, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno, Vete, y en adelante no peques más.

Magnífica lección evangélica. Así rehabilita a la persona el perdón de Dios. Jesús no demuestra aquí una indulgencia especial para los pecados de la carne sino que, en un delicado equilibrio, absuelve al pecador: “Tampoco yo te condeno”, pero condena claramente el pecado: “En adelante no peques más”. La solución final de Jesús verifica la verdad de la afirmación del prólogo de san Juan: “La ley se dio por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (1,17).

Fáciles para condenar a los demás. Aunque todos somos imperfectos, acusando a los demás como fiscales nos creemos inocentes. Nos parece lo más natural echar la culpa a los otros. Por eso dice el refrán que “si la culpa fuera moza, soltera se quedaría”, porque nadie la quiere. Siempre se busca y se señala un chivo expiatorio, tanto a nivel político y social (gobierno/ oposición), como conyugal y familiar (marido/mujer, padres/hijos), laboral y económico (patronal/sindical), religioso y ecuménico (católicos/protestantes), y hasta a nivel técnico: siempre tiene la culpa el ordenador que se ha averiado. Todo el que puede, lanza la pelota al otro: el de arriba al de abajo y viceversa. ¡Hipócritas! Así creemos poder justificarnos.

Aquellos fariseos del evangelio no eran mucho peor que nosotros, que percibimos nítidamente la motita en el ojo del otro y no vemos la viga en el nuestro. Sin embargo, es un contrasentido clamoroso el constituirnos jueces de los demás. Eso es competencia exclusiva de Dios, el único que conoce íntegramente a la persona con sus condicionamientos sicológicos y sus limitaciones de la libertad, y por ende la responsabilidad y culpabilidad de cada uno.

Jesús habló y actuó de manera muy diferente a la nuestra. “Yo no te condeno... No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados. Con la misma medida con que midáis, seréis medidos”. La intolerancia nos lleva a pasar por alto la petición del padrenuestro: Perdona, Señor, nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. ¡Qué miopía!

Además de juzgar a los demás, todos, más o menos inconscientemente, tendemos a pensar que el mundo sería mejor y la sociedad más justa si cambiaran los demás, cuyos defectos bien conocemos, y se transformaran las leyes y estructuras sociales que impiden ser más humanos a las personas. Y así, como jueces improvisados, justificamos nuestro egoísmo visceral, nuestra apatía, nuestra comodidad y nuestra inacción.

Olvidamos que la raíz del mal y de la injusticia está dentro de cada uno de nosotros, en mí mismo. Si no reconozco esto, nada mejorará dentro ni fuera de mí. Las estructuras injustas y de opresión se limitan a hacer eco al mal y al pecado, al egoísmo e insolidaridad, al desamor y ambición que anidan en el corazón de cada uno. Pero todo esto suele camuflarse hipócritamente con supuestas razones de legítimo interés personal e incluso de bien común.

Última oportunidad de conversión. La liberación humana y la dignidad del hombre son posibles en nuestro bajo mundo porque fueron ya iniciadas en la resurrección y exaltación de Cristo, Dios y hombre, a la gloria del Padre. Pero tienen su precio: la conversión del corazón. Solamente así es posible el alumbramiento del hombre y del mundo nuevo. Por desgracia, y a pesar del progreso, vivimos en un mundo todavía inhumano. Se puede hacer estadística de los problemas en números, pero no se alcanza con ellos el drama humano de cada persona que los vive.

Hoy es ocasión de preguntarnos en qué podemos mejorar una situación que lamentamos en torno nuestro: crisis matrimonial y familiar, divorcio y aborto, insolidaridad e inseguridad, droga y desempleo, crispación y violencia. A estas preguntas muchos contestan llanamente: nada. Sin embargo hay mucho que puede y debe cambiar en mi vida personal, en las relaciones paterno-filiales y conyugales, laborales y económicas, políticas y sociales. Pero nos hemos dado a la indiferencia y al desánimo, convencidos de que no hay quien cambie el mundo, las personas y las cosas. ¡Falso! Mucho podría cambiar en la convivencia humana si cada uno aportara un poquito de amor, alegría y esperanza.

Estamos al final de la cuaresma, enfilando ya la recta final hacia la pascua. Aprovechemos la última oportunidad de conversión y hagamos la experiencia del amor y misericordia de Dios en el sacramento de la penitencia. El nos ofrece un perdón ilimitado. Solamente con un corazón convertido podremos celebrar dignamente la eucaristía, que comenzamos siempre con un acto penitencial, reconociendo ante Dios y los hermanos que somos pecadores necesitados de su perdón que nos regenera.

Elevación Espiritual para este día.
Llamo, Señor, a tu puerta invocando piedad de tu abundancia. Soy un pecador que, durante largos años, he abandonado tu camino. Concédeme confesar mis pecados, evitarlos y vivir en tu gracia. ¿A qué puerta llamaremos, Señor misericordioso, sino a la tuya? ¿Quién nos levantará en nuestras caídas si tu misericordia no nos socorre, oh rey ante cuya majestad se postran los reyes?

Padre, Hijo y Espíritu Santo, sed para nosotros un baluarte inexpugnable, un refugio contra los perversos que nos hacen la guerra y contra sus poderes. Protégenos a la sombra de tu misericordia, cuando separes a los buenos de los malvados.

Que el canto de nuestra oración sea la llave que abra la puerta del cielo y los arcángeles comenten a coro: “Qué dulce debe de ser el canto de los humanos, pues el Señor escucha enseguida sus clamores!”

Reflexión Espiritual para el día.
Quizás no hemos comprendido que Jesús se ha revelado a más lejano, al más despreciado. Jesús no pide a la samaritana, a la adúltera o al ladrón que se confiesen. Pero cuando les mira con ternura infinita se rinden.

Pero, en el fondo, ¿qué es el pecado?, ¿en qué consiste el mal? Donde vemos una injusticia, un pecado, quizás Dios descubra sólo un sufrimiento, un grito de socorro que él escucha. ¿Es esto misericordia? ¿Es éste el motivo de su venida a nuestro mundo? Cuando Dios se hace hombre, todo el mal del mundo cae sobre sus espaldas. Y él de este mal sabe sacar sólo amor, amor que manifestará hasta su último aliento de vida, hasta la última gota de sangre, hasta experimentar el mayor sufrimiento humano: la muerte.

Pero luego resucita: el amor es más fuerte que la muerte. El sufrimiento padecido por todos los humanos, desde el del más pequeño, el más frágil, el todavía no nacido, el niño que nunca crecerá, hasta el del criminal o el del santo, él lo ha rescatado en su propia piel, lo ha transformado en puro amor para la eternidad. Basta que le sigamos por el mismo camino. Se trata de aceptar, de acoger el sufrimiento tratando de impedir que se transforme en mal. En el otro sólo debo ver el sufrimiento que hay que superar con el amor.

Jesús asumió el sufrimiento de la Magdalena. Este sufrimiento que ella, por ligereza, o por venganza, o por miedo a sufrir, dejó transformar en pecado.

El que se ha equivocado mucho contra Cristo pero percibe que él ha asumido todo su sufrimiento, se convierte en loco de amor por Dios y no ve la hora de hacer por los demás lo que Jesús ha hecho con él. Los verdaderos convertidos no pueden menos de asemejarse a Cristo, uniéndose en su lucha contra el mal, convirtiéndose en otros tantos crucificados clavados por el sufrimiento de los otros hasta hacerlo resucitar en amor. El mundo habla de arrepentimiento, de penitencia... es sólo el amor el que arde.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia. Is 43,16-21. Betsabé. 
La intensidad expresiva con que Juan en su evangelio (8,1-11) describe esta página que no refieren muchos códices antiguos de los evangelios, y que se propone en este domingo cuaresmal, tiene como figura central una adúltera anónima.

Pero nosotros vamos a recordar a una cuyo nombre se conoce, Betsabé, y cuya historia se relata en dos capítulos inolvidables, el 11 y el 12 del segundo libro de Samuel, un texto para leer íntegramente, compuesto de varios actos. En el primer acto el personaje es el rey David, deslumbrado por la belleza de Betsabé desnuda, mujer de Urías, un oficial suyo, hitita nacionalizado hebreo. David hace llamar a la mujer y tiene con ella una relación adúltera. Ella le envía después una comunicación escueta: « ¡Estoy encinta! ». Las consecuencias para ella podían ser la pena de muerte, a causa del flagrante adulterio, puesto que su marido estaba luchando en el extranjero, en el asedio de la actual Amán, en Jordania.

Empieza entonces el segundo acto, cuyos actores son Urías y David. Este trata de convencer al marido de Betsabé, que está con un permiso militar, para que vaya a descansar a su casa, con el fin de que tenga relaciones sexuales con su mujer y se pueda así justificar su estado. Pero Urías se niega y David se ve obligado a eliminarlo. Estamos en la tercera escena, rápida y trágica: Urías lleva a su comandante, sin saberlo, su condena de muerte, porque en la orden que David le ha entregado para que lleve al general Joab se recomienda que ponga a Urías en la primera fila de combate y muera en la guerra, cosa que puntualmente se verifica.

Llega a la corte el despacho que se esperaba: «Ha muerto tu siervo Urías». Esto lo resuelve todo para David, porque por fin puede desposarse con su amada Betsabé, sin sentir remordimientos. Pero en el silencio cómplice del pueblo que teme al poder, se levanta solitaria una voz: la del profeta Natán. Se presenta al rey y le hace el relato de una concisa parábola, trazada con unas pocas pinceladas. Es la historia de una violencia perpetrada por un rico para con un pobre al que le arrebata su única oveja. David reacciona emitiendo una sentencia durísima contra ese prepotente. En este momento, el profeta le señala con su dedo, gritándole: « ¡Tú eres ese hombre!», Inconscientemente, el rey se ha querido condenar.

Natán pronuncia entonces un áspero discurso de condena contra el soberano, denunciando no sólo el adulterio, sino también el homicidio de Urías, aun cuando no lo haya hecho con sus propias manos.

David recobra la sinceridad de su conciencia y confiesa su culpa: « ¡He pecado contra el Señor!». Y estas palabras son el punto de partida del Salmo 50, el Miserere, que la tradición pondrá en labios de David. El Señor perdona, pero no ignora la necesidad de una expiación, que sucede de una manera que nos deja perplejos: el hijo nacido de su relación con Betsabé morirá, a pesar de los ruegos de David.

En realidad se trata de un modo de explicar el drama familiar de la muerte de aquel recién nacido, vinculándolo con el tema de la justicia divina.
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