31 de Marzo de 2010. MIÉRCOLES SANTO. Feria. 2ª semana del Salterio. (Ciclo c). AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Bejamín di mr, Balbina mr, Guido ab.
LITURGIA DE LA PALABRA
Is 50, 4-9: Me ha instruido para que yo consuele a los cansados con palabras de aliento
Salmo 68: Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor
Mt 26, 14-25: ¿Soy yo, maestro?
Veíamos ayer la versión según san Juan de la traición de Judas; hoy nos presenta la liturgia la versión según san Mateo. ¿Era necesario que uno de ellos lo entregara? ¿No disponía el templo de un cuerpo de policía secreta capaz de echarle mano sin necesidad de que justamente uno de los doce lo entregara? ¿No era Jesús suficientemente conocido como para tener que ser “señalado” por el traidor?, “al que salude con un beso, ése es”.
De otra parte, causa asombro que a estas alturas, las palabras de Jesús, el anuncio de que uno de sus íntimos lo va a entregar, produzca entre los discípulos tal inseguridad y dudas. Según la versión mateana “muy tristes, uno por uno, comenzaron a preguntarle “¿seré yo, Señor”?, como si se tratara de un asunto de azar, algo que “debía” hacer uno de ellos contra su propia voluntad; sería la única razón para que “uno por uno” le hiciera esta pregunta al Señor. Esta actitud nos confirmaría aún más cuán lejos se hallaba cada uno de la comprensión exacta sobre los propósitos de Jesús, su propuesta de liberación y su decisión firme de enfrentar el statu quo vigente hasta sus últimas consecuencias
PRIMERA LECTURA
Isaías 50, 4-9.
En aquellos días dijo Isaías: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra
de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos.
Mi Señor me ayudaba, por eso no me quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos: ¿Quién es mi rival? Que se acerque. Mirad, mi Señor me ayuda: ¿quién probará que soy culpable?
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 68
R/.Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor
Por ti he aguantado afrentas, / la vergüenza cubrió mi rostro. / Soy un extraño para mis heermanos, / un extranjero para los hijos de mi madre; / porque me devora el celo de tu templo, / y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. R. La afrenta me destroza el corazón, / y desfallezco./ Espero compasión, y no la / hay, / consoladores, y no los encuentro. / En mi comida me echaron hiel, / para mi sed me dieron vinagre.R. Alabaré el nombre de Dios con cantos, / proclamaré su grandeza con acción de gracias. / Miradlo, los humildes, y alegráos, / buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón. / Que el Señor escucha a sus pobres, / no desprecia a sus cautivos. R
SANTO EVANGELIO.
Mateo 26, 14-25
En aquel tiempo, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: ¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego? Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua? El contesto: Id a casa de Fulano y decidle: "El Maestro dice: mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos".
Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los doce. Mientras comían, dijo: Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar. Ellos consternados se pusieron a preguntarle uno tras otro: ¿Soy yo acaso, Señor? El respondió: El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo el Hombre se va como está escrito de él; pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!, más le valdría no haber nacido. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: ¡Soy yo acaso, Maestro? El respondió: Así es.
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA
Is 50, 4-9: Me ha instruido para que yo consuele a los cansados con palabras de aliento
Salmo 68: Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor
Mt 26, 14-25: ¿Soy yo, maestro?
Veíamos ayer la versión según san Juan de la traición de Judas; hoy nos presenta la liturgia la versión según san Mateo. ¿Era necesario que uno de ellos lo entregara? ¿No disponía el templo de un cuerpo de policía secreta capaz de echarle mano sin necesidad de que justamente uno de los doce lo entregara? ¿No era Jesús suficientemente conocido como para tener que ser “señalado” por el traidor?, “al que salude con un beso, ése es”.
De otra parte, causa asombro que a estas alturas, las palabras de Jesús, el anuncio de que uno de sus íntimos lo va a entregar, produzca entre los discípulos tal inseguridad y dudas. Según la versión mateana “muy tristes, uno por uno, comenzaron a preguntarle “¿seré yo, Señor”?, como si se tratara de un asunto de azar, algo que “debía” hacer uno de ellos contra su propia voluntad; sería la única razón para que “uno por uno” le hiciera esta pregunta al Señor. Esta actitud nos confirmaría aún más cuán lejos se hallaba cada uno de la comprensión exacta sobre los propósitos de Jesús, su propuesta de liberación y su decisión firme de enfrentar el statu quo vigente hasta sus últimas consecuencias
PRIMERA LECTURA
Isaías 50, 4-9.
En aquellos días dijo Isaías: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra
de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos.
Mi Señor me ayudaba, por eso no me quedaba confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado. Tengo cerca a mi abogado, ¿quién pleiteará contra mí? Vamos a enfrentarnos: ¿Quién es mi rival? Que se acerque. Mirad, mi Señor me ayuda: ¿quién probará que soy culpable?
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 68
R/.Señor, que tu bondad me escuche en el día de tu favor
Por ti he aguantado afrentas, / la vergüenza cubrió mi rostro. / Soy un extraño para mis heermanos, / un extranjero para los hijos de mi madre; / porque me devora el celo de tu templo, / y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. R. La afrenta me destroza el corazón, / y desfallezco./ Espero compasión, y no la / hay, / consoladores, y no los encuentro. / En mi comida me echaron hiel, / para mi sed me dieron vinagre.R. Alabaré el nombre de Dios con cantos, / proclamaré su grandeza con acción de gracias. / Miradlo, los humildes, y alegráos, / buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón. / Que el Señor escucha a sus pobres, / no desprecia a sus cautivos. R
SANTO EVANGELIO.
Mateo 26, 14-25
En aquel tiempo, uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: ¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego? Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua? El contesto: Id a casa de Fulano y decidle: "El Maestro dice: mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos".
Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua. Al atardecer se puso a la mesa con los doce. Mientras comían, dijo: Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar. Ellos consternados se pusieron a preguntarle uno tras otro: ¿Soy yo acaso, Señor? El respondió: El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo el Hombre se va como está escrito de él; pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!, más le valdría no haber nacido. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: ¡Soy yo acaso, Maestro? El respondió: Así es.
Palabra del Señor.
Comentario de l Primera Lectura: Isaías 50, 4-9ª.
En este “tercer poema del Siervo de Yavé”, se acentúa el tema del fracaso, que ya estaba presente en Is 49,1-6: El profeta encuentra hostilidad y persecución, incluso violencia. Su vocación, con rasgos sapienciales, lo califica como un discípulo que, por don y misión del Señor Dios, transmite la Palabra a los descorazonados e indecisos. Sólo si el profeta se manifiesta cada día como un discípulo pronto a escuchar, podrá llegar a ser verdadero maestro: no dispone de la Palabra a su gusto.
Consciente desde el principio de las exigencias de su vocación, el Siervo no opone resistencia a Dios; y su pleno consentimiento le hace fuerte y manso de cara a los perseguidores: no se sustrajo a la Palabra, ni se echó atrás ante las injurias y la violencia de los que quisieran acallarla, reduciéndola al silencio (vv. 5s). No le rinde el sufrimiento, ni le desorienta. El profeta confía en la ayuda de Dios; él lo justificará ante los adversarios: ninguno podrá demostrar la culpabilidad de su Siervo, testigo fiel y veraz de la Palabra (vv. 7-9).
Comentario Salmo 68
Es un salmo de acción de gracias colectiva, El pueblo se encuentra congregado (tal vez después de la vuelta del exilio en Babilonia y la reconstrucción del templo) y celebra, con acción de gracias, la presencia de Dios a lo largo de todo el camino recorrido, recordando la gran peregrinación del pasado, esto es, la época en la que Dios caminaba al frente de su pueblo durante la conquista de la Tierra Prometida.
No resulta fácil exponer el modo en que se organiza este salmo. Existen diversas propuestas. Además, las traducciones no siempre coinciden entre sí. Nosotros vamos a dividirlo en seis partes: 2-4; 5-11; 12-19; 20-24; 25-34; 35-36. La primera (2-4) comienza diciendo que Dios se levanta. No se sabe a qué época se refiere. Tal vez a los tiempos de la esclavitud en Egipto. El hecho de que Dios se levante tiene dos consecuencias: enemigos, adversarios y malvados huyen, del mismo modo que se disipa el humo y se derrite la cera, mientras que los justos exultan y se alegran. Destacamos estas dos imágenes: la de la inconsistencia del humo en el aire y la de la cera en presencia del fuego (3).
La segunda parte (5-11) presenta el tema fundamental que recorre todo el salmo: la marcha del Señor, que avanza hasta llegar al santuario (el templo de Jerusalén). El es el jefe de la marcha del pueblo rumbo a la conquista de la Tierra Prometida. Aquí encontramos algunos de los títulos de Dios que no podemos olvidar: «Padre de huérfanos, protector de viudas» (6), el que da una casa (tierra) a los marginados, que libera a los cautivos y los enriquece (7a). La marcha del Señor por el desierto hace que tiemble la tierra y que se disuelvan los cielos. Es una expresión simbólica que habla de la reacción de la naturaleza ante el Dios de la Alianza. La marcha prosigue, presentando ahora a Dios como pastor que guía a su humilde rebaño (Israel) hacia la toma de posesión de la tierra.
La tercera parte (12-19) habla de la tierra, un tema que ya ha comenzado antes, Dios dispersaba a los reyes de Canaán, mientras que el pueblo descansaba. Se compara al pueblo con las ovejas que descansan en los apriscos y con palomas que baten sus alas plateadas, destilando oro de sus plumas (14). Los anteriores dueños de la tierra salen huyendo atemorizados ante la presencia del Señor, y las mujeres se reparten el botín, hartándose y enriqueciéndose (13). Vuelve, entonces, el tema de la marcha de Dios. El Señor camina desde el Sinaí, lugar de la Alianza, al santuario, lugar de su morada, como un héroe victorioso. Las montañas de Basán, altas y escarpadas, envidian inútilmente el monte Sión, que Dios ha elegido como morada en medio de su pueblo.
La cuarta parte (20-24) es una breve «bendición» de Dios por sus acciones: lleva las cargas del pueblo, salva, libera, también es Señor de la muerte, a los enemigos les aplasta la cabeza, conduce nuevamente al pueblo a la libertad (23) y permite vengarse del enemigo (24). Se trata de siete acciones en favor de su pueblo.
La quinta parte (25-34) retorna el tema central, la marcha victoriosa de Dios hacia el santuario. Es una marcha en el presente (momento en el que surge este salmo) y del pasado (época de las tribus en el desierto). Se pide que, al igual que en tiempos pasados, Dios reprimo, también en el presente, a los enemigos de Israel (31a), para que paguen tributo a Dios. Es interesante señalar que se quiere el fin de las guerras (31b) y que también los pueblos no judíos vayan en procesión al encuentro del Dios de Israel (32-34). Estamos, por tanto, después del exilio (cf. Sal 67), una época en la que se ve a Dios como Señor de todos los pueblos y naciones.
La última parte (35-36) presenta el objetivo que pretende alcanzar este salmo: que todos los pueblos reconozcan al Dios de Israel, quien, desde el santuario, meta definitiva de su marcha en la historia, impone reverencia y da fuerza y poder a su pueblo.
Con toda seguridad, este salmo habría surgido, una vez concluido el exilio en Babilonia, de las celebraciones del pueblo de Dios. En ellas se daba gracias por la presencia de Dios en el caminar de su pueblo, desde la época del éxodo (casi mil años antes), hasta el momento en que nació este salmo. De todo ello nacía una clara certeza: en todos los conflictos que hubo de afrontar Israel, allí estaba Dios, a su lado, llevando sus cargas, salvándolo, liberándolo, defendiéndolo, etc. La gran marcha del Señor había sido una marcha de liberación, hasta instalarse en el templo, su morada. A los enemigos del pueblo se les trata como enemigos de Dios, lo que viene a indicar que el Señor es un Dios que toma partido. Pero también se advierte una progresión en este salmo: mientras que, en la época de la conquista, los reyes salían huyendo y Dios aplastaba la cabeza de sus enemigos (13.22), al final se invita a los reyes de la tierra a cantar a Dios, a tocar para él. Así pues, ha habido un cambio en la visión de las cosas. Se trata de la superación de un nuevo conflicto «teológico» o «religioso».
Para los judíos que tuvieron que reconstruir su identidad nacional después del exilio en Babilonia, el templo adquirió una importancia fundamental. Se puede afirmar que, en ese período, la desaparición del templo hubiera supuesto la desaparición del judaísmo. De ahí la importancia del «santuario» y de la marcha que, hacia él, emprende Dios en este salmo.
Son muchos los elementos de este salmo que configuran el retrato de Dios. Indicarnos algunos de ellos. En primer lugar; nótese la variedad de nombres que recibe: «Dios», «Señor» (en ocasiones, detrás de este «Señor» está su nombre propio, Yavé), «Todopoderoso», «Dios del Sinaí», «Dios de Israel»... Son nombres que pretenden abarcar toda la historia del pueblo. Dios siempre está presente en su curso. En segundo lugar, algunas expresiones que identifican al Señor: «Padre de huérfanos, protector de viudas», aquel que da una casa (tierra) a los marginados, que libera y enriquece a los cautivos (6-7 a), pastor que conduce a su humilde rebaño hacia la conquista de la tierra (11.14). A continuación, las siete acciones descritas en 20-24: lleva las cargas del pueblo, salva, libera, también es Señor de la muerte, aplasto la cabeza de los enemigos, conduce nuevamente al pueblo a la libertad (23) y posibilito vengarse del enemigo (24). El motivo de la marcha hacia el santuario lo presenta como el «Dios-con-nosotros» que camina al frente de su pueblo (8), presidiéndolo y conduciéndolo hacia la conquista de la libertad y de la vida. Además, pone en movimiento una «peregrinación» de pueblos y de reyes que vienen a su encuentro, pues él es Señor de todos, para que reconozcan «la fuerza de Dios» (35a).
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 26,14-25
La escucha de la presente perícopa siempre es inquietante: “Uno de los doce”, uno de los amigos más íntimos, de los compañeros cotidianos, de los discípulos a los que enseñó con mimo particular, “fue...” por iniciativa propia, por libre opción, a proponer la entrega de Jesús a los sumos sacerdotes, que no deseaban otra cosa (vv. 3-5). Y desde entonces, como fiera al acecho, Judas vive al lado de Jesús buscando “la ocasión propicia” (vv. 16s). Aun siendo capaz de una iniquidad que supe r los límites humanos (es obra de Satanás: cf. Lc 22,3 y Jn 13,2), la libertad del hombre entra en el plan de Dios: es lo que Mateo deja entender en el v. 15, citando a Zac 11,12 sobre el precio pactado con Judas. Todavía más significativo es el uso teológico, común en todas las narraciones de la pasión y de sus predicciones, del ver b paradídomi, “entregar”. Este verbo expresa, por un lado, la entrega-traición por parte de los hombres y, por otro, la entrega-don que el Padre hace del Hijo y Jesús hace de sí mismo, hasta la suprema entrega del Espíritu en la cruz (Jn 19,).
El esmero con que tradicionalmente se prepara el rito pascual asume un significado más profundo (vv. 17-19): Jesús sabe que se acerca su kairós (v. 16), su hora, el tiempo del acontecimiento escatológico establecido por Dios. Y ordena disposiciones muy precisas, porque “ardientemente he deseado comer esta pascua”: en este rito, sustituirá el nuevo memorial al antiguo, dejándonos su cuerpo y su sangre como comida y bebida.
Esta entrega de sí mismo con el mayor amor acontece en una atmósfera cargada por el anuncio de la traición (“entrega”). Cada uno, herido en su interior, desconfía de sí mismo y también de sus propios compañeros. Surge un coro de preguntas, pero mientras los otros apóstoles se dirigen a Jesús con el apelativo de “kyrios”, Señor, Judas le llama simplemente “rabbí”. Este Maestro es realmente el Señor, que conoce a su traidor, por el cual se cumple la Escritura.
Jesús revela quién es Dios y quién es el hombre manifestándonos en su propia historia divino-humana el misterio de la libertad de ambos. Aparece claramente en la pasión, cuando personas y acontecimientos parecen coartarlo, quebrantarlo, hasta clavarlo en la cruz. En el Evangelio de hoy aparecen los dos polos extremos del poder humano: la libertad de entregar / traicionar (abismo de apostasía: Judas) y la de entregarse / darse (la cumbre del amor más grande por los demás: Jesús). Entre ambos polos, cada uno es libre de moverse, de llevar a cabo sus opciones cotidianas, pero el Evangelio nos hace conscientes de una realidad: en los dos extremos está o el poder de Dios o la fuerza del maligno. Pero hoy no sólo aparece la enorme y vertiginosa capacidad de la libertad humana, sino que también se nos muestra algo de la libertad de Dios: su omnipotencia, que brinda al hombre la salvación sin forzarle; su amor, que se entrega —en el Hijo— a sí mismo para que el hombre no sea presa eterna y casi ignorante del pecado. Desde siempre Dios había preparado esta pascua; y cuando el Hijo del hombre vino a cumplirla entre nosotros, se ha abierto a toda criatura un nuevo horizonte ilimitado de libertad: la libertad de amar incluso dando la vida para encontrarse en plenitud en el seno amoroso de la Trinidad.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 26, 14-25, para nuestros Mayores. La traición de Judas y el señalamiento del traidor.
En el corazón del drama de la pasión encontramos el entrelazado de dos iniciativas: la de Judas y la de Jesús. Por un lado, el traidor, que se alía con los jefes de los sacerdotes; por otro, Jesús y sus discípulos, que preparan lo necesario para comer juntos la Pascua. El verbo entregar (en griego paradídomai) se repite aquí cinco veces y adquiere un doble valor. Referido a Judas, expresa la traición (en latín, tradere significa precisamente «entregar»); referido a Jesús, la entrega en manos de los hombres para cumplir fielmente la voluntad del Padre.
El evangelista lee la figura-acción de Judas en función de las preocupaciones catequéticas de la comunidad para la que escribe. Se le presenta como un hombre venal que traiciona al Maestro por una cifra irrisoria: treinta monedas de plata era la indemnización prevista por la muerte de un esclavo (cf. Ex 21,32). El texto remite asimismo a Zac 11,12, donde los comerciantes de cabras valoran y pagan con esta suma al pastor-profeta que representa al Señor.
Mateo utiliza las citas del Primer Testamento con la intención de ayudar a dar al asunto de Judas el significado de un cumplimiento siniestro de la Escritura, a fin de amortiguar, al menos en parte, el escándalo vinculado al hecho de que precisamente uno de los Doce fuera el traidor. Jesús celebra después la Pascua con los suyos, tras haber establecido con precisión el lugar y realizando de este modo una anticipación consciente de su entrega.
El interés de Mateo en el relato es más cristológico que histórico, por lo que sus notas no son vinculantes para determinar los hechos con precisión: el punto central es que durante la comida pone al descubierto —mostrando conocerla bien— la trama secreta de Judas.
Todos los discípulos —y éste es el propósito catequético que persigue Mateo— se ponen en crisis por la afirmación de Jesús: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (v. 21), y le preguntan. Sólo Judas, al final, se dirige a él llamándole «Maestro» en vez de «Señor», como hacen todos en el evangelio según Mateo, reconociendo así en Jesús al Kyrios. Judas está ahora «fuera» del grupo de los discípulos solidarios con el destino del Maestro. Su presencia en medio de los Doce y la dura lamentación de Jesús muestran que cada uno puede verse implicado, desgraciadamente, en el drama de la defección y de la traición.
Jesús había tomado la defensa del amor gratuito de la mujer que le había honrado ungiendo su cuerpo después de que el anuncio de la pasión hubiera sumido en la angustia a los oyentes atentos. Este gesto de amor permanecerá, por voluntad del mismo Cristo, ligado para siempre al anuncio del Evangelio. Pero hay también una traición que se recordará siempre allí donde se predique la Buena Noticia. Judas, en efecto, está ahí, en las páginas del evangelio, para recordar que todos, incluso aquellos que fueron elegidos —llamados próximos—, llevan en el corazón un tremendo misterio de iniquidad.
Los mismos discípulos —elegidos por Jesús después de una noche de oración—, frente a la dolorosa perspectiva de la traición anunciada por el Maestro, se plantean angustiados la pregunta: « ¿Soy yo, Señor?». Cada uno de ellos, con humildad y temor, muestra que no está demasiado seguro de sí mismo. ¿Quién puede decir de lo que es capaz el corazón humano impulsado por el miedo o por las pasiones? La inminente huida de todos ilustrará adecuadamente que ninguno de ellos podía estar tranquilo.
También Judas plantea la pregunta de manera lúcida, como para desafiar a Jesús, para asegurarse de su previdencia o tal vez para intentar salvar al menos las apariencias ante los otros discípulos. ¿Qué le impulsó a tanto? No fueron, ciertamente, las treinta monedas de plata las que le llevaron a «entregar» al Maestro. En su comportamiento se intuye la amargura de una venganza por una desilusión padecida, por una especie de voluntad desesperada de eliminar aquel amor hecho Rostro que sus ojos ya no pueden resistir. Traiciona porque se siente traicionado. Y Judas está aquí, en el corazón de cada uno. Su siniestro negocio nos recuerda que no se puede matar al amor cuando no conseguimos apoderarnos de él, someterlo, instrumentalizarlo.
El amor es tan humilde que no lo puede destruir ninguna ingratitud. Jesús mismo muestra a Judas —y a cada uno de nosotros— que el verdadero amor nunca se deja detener. Frente a la entrega-traición de Judas, Jesús nos revela la verdadera entrega-confiada al designio del Padre, que consigue, precisamente derramando su propia sangre hasta la última gota, la destrucción del odio devastador desde su misma raíz. La fuerza «débil» de Jesús es tal que él, entregándose a la muerte, la transforma en vida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? Cristo ha resucitado.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 26,14-25, de Joven para Joven. El amor inagotable.
En los relatos evangélicos que se refieren a Judas, lo que más interesa no es su traición y la tragedia personal, sino el simbolismo que entraña. Por eso lo ponen de relieve los evangelistas. Jesús está prefigurado por José vendido por sus hermanos. Es Judá el que lo vende y entrega a los ismaelitas (Gn 37,27), pero con la complicidad de sus hermanos.
Judas, en realidad, no es más que un ejecutor de la traición de todo un pueblo. El desencanto de Judas es que esperaba un Mesías caudillo y guerrero que aplastara al pueblo opresor; por eso no sólo abandona al rabí, sino que lo traiciona y lo vende. Es el símbolo del pueblo judío, que no reconoce a un enviado de Dios que viene en humildad, como el siervo descrito por Isaías, y no como un caudillo vencedor al estilo de David.
Judas encarna a los escribas y fariseos, fiscales siempre en guardia, acosadores y acusadores, que no cesan de tender trampas a Jesús. Encarna a la masa amorfa a la que únicamente le interesa que alguien le solucione las cuestiones temporales y le saque de los sufrimientos. Judas es el pueblo de Dios, Jerusalén, de la que se queja Jesús con lágrimas en los ojos: “¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la clueca reúne a sus pollitos, pero no habéis querido!” (Mt 23,37).
La liturgia del viernes Santo pone en labios de Jesús una queja desgarradora: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme”. Los evangelistas, más que ensañarse con el traidor, una marioneta de los enemigos, ponen de relieve que Jesús lleva su amor hasta el extremo (Jn 13,1), hasta agotar sus ofertas de salvación. Sienta a su mesa al pecador Judas, le lava los pies, denuncia su traición para invitarle a reaccionar, le da el pan untado, gesto de afecto y preferencia, no permite que los otros miembros del grupo se echen sobre él, como sería lo lógico, le amonesta amistosamente cuando le da el beso de la alevosía... Por fin, cuando ha agotado inútilmente todos los gestos provocadores de amistad, le ofrece el perdón como venganza divina (Lc 23,34). Es todo el pueblo el que se responsabiliza de su muerte: “Caiga su sangre sobre nosotros” (Mt 27,25).
Por la negativa a responder a la Alianza, Judas termina ahorcándose (Mt 27,5) y Jerusalén arrasada por Tito el año 70. “Llorad por vosotras y por vuestros hijos” (Lc 23,28), dice Jesús a las mujeres compasivas. En la pasión y muerte de Jesús coinciden lo más sublime del ser humano y lo más vil. Es un contraste terrible. En las actitudes de los personajes se pone de relieve a qué alturas puede ascender el ser humano y hasta qué abismos puede rodar.
Pablo invita a los cristianos a escarmentar en cabeza ajena. Recuerda que los gestos liberadores de Dios hacia el primer pueblo fueron ineficaces por su protervia; por eso sufrieron duros escarmientos. Y agrega: “Todo esto sucedió para que aprendiéramos” (1 Co 10,6). La carta a los Hebreos está saturada de gritos de alerta para los cristianos: ¡Cuánto más culpables que ellos seremos si desoímos su mensaje de salvación! (Hb 2,2; 4,11). Más que Judas, llamado a formar parte de los íntimos de Jesús, y más que el pueblo judío, enriquecido por la revelación, somos personas y pueblo privilegiado, pues somos sus hermanos (Lc 8,21), su familia y pueblo de Dios.
¿Cómo es nuestra respuesta personal y comunitaria al amor incondicional del Amigo y Hermano más entrañable? Vende, traiciona y martiriza de nuevo a Jesús quien vende, traiciona y martiriza al prójimo, “carne de su carne” (Ef. 5,30).
Con frecuencia los discípulos de Jesús reiteramos la perfidia de Judas, la traición de los demás apóstoles y los tormentos causados por los cómplices de la pasión de Cristo, de nuevo crucificado en el hombre de nuestro tiempo. Juan, impulsado por el Espíritu, denuncia a algunas comunidades de Asia: “Tengo contra ti que has dejado el amor primero” (Ap 2,4).
También la vieja cristiandad ha experimentado, como el pueblo judío, sus exilios y tragedias provocadas por su corrupción. R. Tagore llamaba a Europa “canto sumergido en el río de la sangre de Cristo, pero reseco en sus entrañas”. ¿No lloraría, quizás, Jesús sobre nuestras ciudades como lloró sobre Jerusalén? Como a Judas y al pueblo judío, nos provoca a cada uno, a cada comunidad, a su amistad con gestos de amor. Como a ellos, “quiere cobijarnos bajo sus alas como la clueca a sus polluelos” (Mt 23,37). Nos provoca, aquí y ahora, con su Palabra; y nos ofrece no pan untado en salsa, sino su cuerpo mojado en su sangre, que hay que comer con fe y amor profundos. No como los apóstoles a los que bien poco les sirvió, porque a continuación lo abandonaron, sino con el ardor de Juan, que por eso le siguió y veló su agonía en el Calvario. ¿Es así como escuchamos su Palabra y comemos su Cuerpo inmolado?
Elevación Espiritual para este día.
Judas dejó el puesto que Jesús le había asignado en la comunidad apostólica para “irse a su lugar”. Se ha separado de los demás, de la comunidad; llegó hasta este extremo progresivamente: en primer lugar se fue replegando sobre sí mismo, siguiendo un camino muy suyo, y finalmente se fue a su lugar. Ciertamente, al principio estaba muy lejos de querer traicionar al Maestro. La situación política de Israel era muy compleja, y mucha gente prudente del pueblo se preguntaba si Jesús no era un motivo de desorden. En efecto, ¿qué pruebas había de la misión de Jesús?
Es cierto que Judas debió de atormentarse interiormente, rumiando muchas dudas y pensamientos oscuros. Pero no los compartió con los otros, y quizás fuese ésta la causa de sus ilusiones, de su ceguera y su obstinación. Estaba solo, cerrado en sí mismo. Y en estas circunstancias, nos hacemos incapaces de juzgar las cosas con objetividad. No se comunicaba con los hermanos, reflexionaba solo y andaba a su aire.
Reflexión Espiritual para el día.
Jesús no ignora esta presencia, no la pasa por alto; pero, a la vez, no descubre a Judas, no le acusa, no discute con él, no trata de defenderse. No calla a propósito de dicha presencia, para hacerse también presente a él hasta el final. Los doce, sin embargo, tratan de descubrir quién es el que de ellos miente: y en esta tentativa sucumben y caen en la antigua ley de la sospecha recíproca generalizada, de la acusación, de la división. De aquí nace siempre la crisis de la relación fraterna y de comunión: del temor de ser traicionados, del temor de que otro se aproveche, de la pretensión imposible de poner a prueba y verificar las intenciones del otro. No existe otra manera de vencer al traidor que entregarse en sus manos y poner en manos de Dios la propia causa. Pensemos en cuántos desavenencias, cuántas ofensas, cuántas prepotencias, se esconden en nuestra vida por la sospecha. Para sentarse en torno a la mesa de Jesús es preciso fiarse uno de otro sin pensar en el precio que puede costar esta confianza.
Judas aparece como el protagonista de la liturgia de los tres primeros días de la Semana Santa: el Evangelio siempre habla de él. Y Judas está presente también en el cenáculo.
La presencia de Judas en medio de los doce, en torno a la mesa de Jesús, es, indudablemente, el hecho más inquietante entre los hechos, todos inquietantes, que se condensan en vísperas de la pasión del Señor. Es la presencia del enemigo entre los amigos, del que golpea en el momento y lugar en que se precisa la confianza, porque nadie puede ya defenderse con ninguno.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Isaías 50, 5-10 (50, 4-9a150, 4-7). Misión profética del siervo doliente.
En hermoso contraste con el Israel histórico, el Israel de la carne de la perícopa anterior, nos encontramos de repente con el anverso de la medalla, con el Israel fiel, con el siervo de Yavé pintado en esta perícopa errante con nuevos, característicos e inconfundibles rasgos de una personalidad madura.
El poema es el testimonio personal de la función profética de Israel dentro del plan divino, a pesar de las vejaciones porque tiene que pasar al presente.
Este siervo de Yavé tiene lengua de discípulo, de receptor y transmisor de la enseñanza revelada, eslabón fiel en la tradición. Con su palabra, la que ha recibido, que es fuerza de Yavé, sostiene al cansado, al Israel histórico, escéptico y desilusionado. Y con la bella imagen del despertar mañanero a la voz de Yavé sugiere en nosotros el misterioso contenido de la inspiración.
Desterrado y lleno de vejaciones, azotado, escupido y abofeteado, realidades simbólicas de todos los escarnios y humillaciones, supo obedecer a Yavé, supo aguantar. Los Sinópticos dependen de este pasaje al pintarnos la situación de Jesús ante Pilato. Es que, aunque identifiquemos al Siervo de Yavé con el «Resto», con el Israel de la fe, no cabe duda de que este Israel no era un fantasma abstracto sino la suma de muchos individuos que sufrieron en su propia carne estas violencias físicas y escarnios. Entre ellos, de un modo eminente y pleno, está Jesús y con él cuantos completemos en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo.
Quizás también el Deuteroisaías se sintió identificado como uno más con este Siervo de Yavé, que, a pesar de todas las dificultades y contradicciones, de todos los sufrimientos y desprecios, supo confiar duramente en Yavé.
En él estaba su fuerza y vivía con la esperanza inminente de que estaba cerca su justificador. Es la seguridad de la cercanía de Yavé en su vida como defensor sentado a la derecha en el juicio para defender y justificar al inocente. Todos lo acusan. Humanamente no hay respuesta. Las circunstancias lo condenan. Pero Yavé sabe la verdad y está allí, a su lado, como justificador. ¿Quién contenderá contra él? La confianza es plena. Es el «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». Paso a paso el Siervo de Yavé nos va conduciendo hasta Cristo. Ellos lo vivieron a su modo. Nosotros al nuestro. Ambos mirando al Mesías y un Mesías crucificado.
En este “tercer poema del Siervo de Yavé”, se acentúa el tema del fracaso, que ya estaba presente en Is 49,1-6: El profeta encuentra hostilidad y persecución, incluso violencia. Su vocación, con rasgos sapienciales, lo califica como un discípulo que, por don y misión del Señor Dios, transmite la Palabra a los descorazonados e indecisos. Sólo si el profeta se manifiesta cada día como un discípulo pronto a escuchar, podrá llegar a ser verdadero maestro: no dispone de la Palabra a su gusto.
Consciente desde el principio de las exigencias de su vocación, el Siervo no opone resistencia a Dios; y su pleno consentimiento le hace fuerte y manso de cara a los perseguidores: no se sustrajo a la Palabra, ni se echó atrás ante las injurias y la violencia de los que quisieran acallarla, reduciéndola al silencio (vv. 5s). No le rinde el sufrimiento, ni le desorienta. El profeta confía en la ayuda de Dios; él lo justificará ante los adversarios: ninguno podrá demostrar la culpabilidad de su Siervo, testigo fiel y veraz de la Palabra (vv. 7-9).
Comentario Salmo 68
Es un salmo de acción de gracias colectiva, El pueblo se encuentra congregado (tal vez después de la vuelta del exilio en Babilonia y la reconstrucción del templo) y celebra, con acción de gracias, la presencia de Dios a lo largo de todo el camino recorrido, recordando la gran peregrinación del pasado, esto es, la época en la que Dios caminaba al frente de su pueblo durante la conquista de la Tierra Prometida.
No resulta fácil exponer el modo en que se organiza este salmo. Existen diversas propuestas. Además, las traducciones no siempre coinciden entre sí. Nosotros vamos a dividirlo en seis partes: 2-4; 5-11; 12-19; 20-24; 25-34; 35-36. La primera (2-4) comienza diciendo que Dios se levanta. No se sabe a qué época se refiere. Tal vez a los tiempos de la esclavitud en Egipto. El hecho de que Dios se levante tiene dos consecuencias: enemigos, adversarios y malvados huyen, del mismo modo que se disipa el humo y se derrite la cera, mientras que los justos exultan y se alegran. Destacamos estas dos imágenes: la de la inconsistencia del humo en el aire y la de la cera en presencia del fuego (3).
La segunda parte (5-11) presenta el tema fundamental que recorre todo el salmo: la marcha del Señor, que avanza hasta llegar al santuario (el templo de Jerusalén). El es el jefe de la marcha del pueblo rumbo a la conquista de la Tierra Prometida. Aquí encontramos algunos de los títulos de Dios que no podemos olvidar: «Padre de huérfanos, protector de viudas» (6), el que da una casa (tierra) a los marginados, que libera a los cautivos y los enriquece (7a). La marcha del Señor por el desierto hace que tiemble la tierra y que se disuelvan los cielos. Es una expresión simbólica que habla de la reacción de la naturaleza ante el Dios de la Alianza. La marcha prosigue, presentando ahora a Dios como pastor que guía a su humilde rebaño (Israel) hacia la toma de posesión de la tierra.
La tercera parte (12-19) habla de la tierra, un tema que ya ha comenzado antes, Dios dispersaba a los reyes de Canaán, mientras que el pueblo descansaba. Se compara al pueblo con las ovejas que descansan en los apriscos y con palomas que baten sus alas plateadas, destilando oro de sus plumas (14). Los anteriores dueños de la tierra salen huyendo atemorizados ante la presencia del Señor, y las mujeres se reparten el botín, hartándose y enriqueciéndose (13). Vuelve, entonces, el tema de la marcha de Dios. El Señor camina desde el Sinaí, lugar de la Alianza, al santuario, lugar de su morada, como un héroe victorioso. Las montañas de Basán, altas y escarpadas, envidian inútilmente el monte Sión, que Dios ha elegido como morada en medio de su pueblo.
La cuarta parte (20-24) es una breve «bendición» de Dios por sus acciones: lleva las cargas del pueblo, salva, libera, también es Señor de la muerte, a los enemigos les aplasta la cabeza, conduce nuevamente al pueblo a la libertad (23) y permite vengarse del enemigo (24). Se trata de siete acciones en favor de su pueblo.
La quinta parte (25-34) retorna el tema central, la marcha victoriosa de Dios hacia el santuario. Es una marcha en el presente (momento en el que surge este salmo) y del pasado (época de las tribus en el desierto). Se pide que, al igual que en tiempos pasados, Dios reprimo, también en el presente, a los enemigos de Israel (31a), para que paguen tributo a Dios. Es interesante señalar que se quiere el fin de las guerras (31b) y que también los pueblos no judíos vayan en procesión al encuentro del Dios de Israel (32-34). Estamos, por tanto, después del exilio (cf. Sal 67), una época en la que se ve a Dios como Señor de todos los pueblos y naciones.
La última parte (35-36) presenta el objetivo que pretende alcanzar este salmo: que todos los pueblos reconozcan al Dios de Israel, quien, desde el santuario, meta definitiva de su marcha en la historia, impone reverencia y da fuerza y poder a su pueblo.
Con toda seguridad, este salmo habría surgido, una vez concluido el exilio en Babilonia, de las celebraciones del pueblo de Dios. En ellas se daba gracias por la presencia de Dios en el caminar de su pueblo, desde la época del éxodo (casi mil años antes), hasta el momento en que nació este salmo. De todo ello nacía una clara certeza: en todos los conflictos que hubo de afrontar Israel, allí estaba Dios, a su lado, llevando sus cargas, salvándolo, liberándolo, defendiéndolo, etc. La gran marcha del Señor había sido una marcha de liberación, hasta instalarse en el templo, su morada. A los enemigos del pueblo se les trata como enemigos de Dios, lo que viene a indicar que el Señor es un Dios que toma partido. Pero también se advierte una progresión en este salmo: mientras que, en la época de la conquista, los reyes salían huyendo y Dios aplastaba la cabeza de sus enemigos (13.22), al final se invita a los reyes de la tierra a cantar a Dios, a tocar para él. Así pues, ha habido un cambio en la visión de las cosas. Se trata de la superación de un nuevo conflicto «teológico» o «religioso».
Para los judíos que tuvieron que reconstruir su identidad nacional después del exilio en Babilonia, el templo adquirió una importancia fundamental. Se puede afirmar que, en ese período, la desaparición del templo hubiera supuesto la desaparición del judaísmo. De ahí la importancia del «santuario» y de la marcha que, hacia él, emprende Dios en este salmo.
Son muchos los elementos de este salmo que configuran el retrato de Dios. Indicarnos algunos de ellos. En primer lugar; nótese la variedad de nombres que recibe: «Dios», «Señor» (en ocasiones, detrás de este «Señor» está su nombre propio, Yavé), «Todopoderoso», «Dios del Sinaí», «Dios de Israel»... Son nombres que pretenden abarcar toda la historia del pueblo. Dios siempre está presente en su curso. En segundo lugar, algunas expresiones que identifican al Señor: «Padre de huérfanos, protector de viudas», aquel que da una casa (tierra) a los marginados, que libera y enriquece a los cautivos (6-7 a), pastor que conduce a su humilde rebaño hacia la conquista de la tierra (11.14). A continuación, las siete acciones descritas en 20-24: lleva las cargas del pueblo, salva, libera, también es Señor de la muerte, aplasto la cabeza de los enemigos, conduce nuevamente al pueblo a la libertad (23) y posibilito vengarse del enemigo (24). El motivo de la marcha hacia el santuario lo presenta como el «Dios-con-nosotros» que camina al frente de su pueblo (8), presidiéndolo y conduciéndolo hacia la conquista de la libertad y de la vida. Además, pone en movimiento una «peregrinación» de pueblos y de reyes que vienen a su encuentro, pues él es Señor de todos, para que reconozcan «la fuerza de Dios» (35a).
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 26,14-25
La escucha de la presente perícopa siempre es inquietante: “Uno de los doce”, uno de los amigos más íntimos, de los compañeros cotidianos, de los discípulos a los que enseñó con mimo particular, “fue...” por iniciativa propia, por libre opción, a proponer la entrega de Jesús a los sumos sacerdotes, que no deseaban otra cosa (vv. 3-5). Y desde entonces, como fiera al acecho, Judas vive al lado de Jesús buscando “la ocasión propicia” (vv. 16s). Aun siendo capaz de una iniquidad que supe r los límites humanos (es obra de Satanás: cf. Lc 22,3 y Jn 13,2), la libertad del hombre entra en el plan de Dios: es lo que Mateo deja entender en el v. 15, citando a Zac 11,12 sobre el precio pactado con Judas. Todavía más significativo es el uso teológico, común en todas las narraciones de la pasión y de sus predicciones, del ver b paradídomi, “entregar”. Este verbo expresa, por un lado, la entrega-traición por parte de los hombres y, por otro, la entrega-don que el Padre hace del Hijo y Jesús hace de sí mismo, hasta la suprema entrega del Espíritu en la cruz (Jn 19,).
El esmero con que tradicionalmente se prepara el rito pascual asume un significado más profundo (vv. 17-19): Jesús sabe que se acerca su kairós (v. 16), su hora, el tiempo del acontecimiento escatológico establecido por Dios. Y ordena disposiciones muy precisas, porque “ardientemente he deseado comer esta pascua”: en este rito, sustituirá el nuevo memorial al antiguo, dejándonos su cuerpo y su sangre como comida y bebida.
Esta entrega de sí mismo con el mayor amor acontece en una atmósfera cargada por el anuncio de la traición (“entrega”). Cada uno, herido en su interior, desconfía de sí mismo y también de sus propios compañeros. Surge un coro de preguntas, pero mientras los otros apóstoles se dirigen a Jesús con el apelativo de “kyrios”, Señor, Judas le llama simplemente “rabbí”. Este Maestro es realmente el Señor, que conoce a su traidor, por el cual se cumple la Escritura.
Jesús revela quién es Dios y quién es el hombre manifestándonos en su propia historia divino-humana el misterio de la libertad de ambos. Aparece claramente en la pasión, cuando personas y acontecimientos parecen coartarlo, quebrantarlo, hasta clavarlo en la cruz. En el Evangelio de hoy aparecen los dos polos extremos del poder humano: la libertad de entregar / traicionar (abismo de apostasía: Judas) y la de entregarse / darse (la cumbre del amor más grande por los demás: Jesús). Entre ambos polos, cada uno es libre de moverse, de llevar a cabo sus opciones cotidianas, pero el Evangelio nos hace conscientes de una realidad: en los dos extremos está o el poder de Dios o la fuerza del maligno. Pero hoy no sólo aparece la enorme y vertiginosa capacidad de la libertad humana, sino que también se nos muestra algo de la libertad de Dios: su omnipotencia, que brinda al hombre la salvación sin forzarle; su amor, que se entrega —en el Hijo— a sí mismo para que el hombre no sea presa eterna y casi ignorante del pecado. Desde siempre Dios había preparado esta pascua; y cuando el Hijo del hombre vino a cumplirla entre nosotros, se ha abierto a toda criatura un nuevo horizonte ilimitado de libertad: la libertad de amar incluso dando la vida para encontrarse en plenitud en el seno amoroso de la Trinidad.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 26, 14-25, para nuestros Mayores. La traición de Judas y el señalamiento del traidor.
En el corazón del drama de la pasión encontramos el entrelazado de dos iniciativas: la de Judas y la de Jesús. Por un lado, el traidor, que se alía con los jefes de los sacerdotes; por otro, Jesús y sus discípulos, que preparan lo necesario para comer juntos la Pascua. El verbo entregar (en griego paradídomai) se repite aquí cinco veces y adquiere un doble valor. Referido a Judas, expresa la traición (en latín, tradere significa precisamente «entregar»); referido a Jesús, la entrega en manos de los hombres para cumplir fielmente la voluntad del Padre.
El evangelista lee la figura-acción de Judas en función de las preocupaciones catequéticas de la comunidad para la que escribe. Se le presenta como un hombre venal que traiciona al Maestro por una cifra irrisoria: treinta monedas de plata era la indemnización prevista por la muerte de un esclavo (cf. Ex 21,32). El texto remite asimismo a Zac 11,12, donde los comerciantes de cabras valoran y pagan con esta suma al pastor-profeta que representa al Señor.
Mateo utiliza las citas del Primer Testamento con la intención de ayudar a dar al asunto de Judas el significado de un cumplimiento siniestro de la Escritura, a fin de amortiguar, al menos en parte, el escándalo vinculado al hecho de que precisamente uno de los Doce fuera el traidor. Jesús celebra después la Pascua con los suyos, tras haber establecido con precisión el lugar y realizando de este modo una anticipación consciente de su entrega.
El interés de Mateo en el relato es más cristológico que histórico, por lo que sus notas no son vinculantes para determinar los hechos con precisión: el punto central es que durante la comida pone al descubierto —mostrando conocerla bien— la trama secreta de Judas.
Todos los discípulos —y éste es el propósito catequético que persigue Mateo— se ponen en crisis por la afirmación de Jesús: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (v. 21), y le preguntan. Sólo Judas, al final, se dirige a él llamándole «Maestro» en vez de «Señor», como hacen todos en el evangelio según Mateo, reconociendo así en Jesús al Kyrios. Judas está ahora «fuera» del grupo de los discípulos solidarios con el destino del Maestro. Su presencia en medio de los Doce y la dura lamentación de Jesús muestran que cada uno puede verse implicado, desgraciadamente, en el drama de la defección y de la traición.
Jesús había tomado la defensa del amor gratuito de la mujer que le había honrado ungiendo su cuerpo después de que el anuncio de la pasión hubiera sumido en la angustia a los oyentes atentos. Este gesto de amor permanecerá, por voluntad del mismo Cristo, ligado para siempre al anuncio del Evangelio. Pero hay también una traición que se recordará siempre allí donde se predique la Buena Noticia. Judas, en efecto, está ahí, en las páginas del evangelio, para recordar que todos, incluso aquellos que fueron elegidos —llamados próximos—, llevan en el corazón un tremendo misterio de iniquidad.
Los mismos discípulos —elegidos por Jesús después de una noche de oración—, frente a la dolorosa perspectiva de la traición anunciada por el Maestro, se plantean angustiados la pregunta: « ¿Soy yo, Señor?». Cada uno de ellos, con humildad y temor, muestra que no está demasiado seguro de sí mismo. ¿Quién puede decir de lo que es capaz el corazón humano impulsado por el miedo o por las pasiones? La inminente huida de todos ilustrará adecuadamente que ninguno de ellos podía estar tranquilo.
También Judas plantea la pregunta de manera lúcida, como para desafiar a Jesús, para asegurarse de su previdencia o tal vez para intentar salvar al menos las apariencias ante los otros discípulos. ¿Qué le impulsó a tanto? No fueron, ciertamente, las treinta monedas de plata las que le llevaron a «entregar» al Maestro. En su comportamiento se intuye la amargura de una venganza por una desilusión padecida, por una especie de voluntad desesperada de eliminar aquel amor hecho Rostro que sus ojos ya no pueden resistir. Traiciona porque se siente traicionado. Y Judas está aquí, en el corazón de cada uno. Su siniestro negocio nos recuerda que no se puede matar al amor cuando no conseguimos apoderarnos de él, someterlo, instrumentalizarlo.
El amor es tan humilde que no lo puede destruir ninguna ingratitud. Jesús mismo muestra a Judas —y a cada uno de nosotros— que el verdadero amor nunca se deja detener. Frente a la entrega-traición de Judas, Jesús nos revela la verdadera entrega-confiada al designio del Padre, que consigue, precisamente derramando su propia sangre hasta la última gota, la destrucción del odio devastador desde su misma raíz. La fuerza «débil» de Jesús es tal que él, entregándose a la muerte, la transforma en vida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? Cristo ha resucitado.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 26,14-25, de Joven para Joven. El amor inagotable.
En los relatos evangélicos que se refieren a Judas, lo que más interesa no es su traición y la tragedia personal, sino el simbolismo que entraña. Por eso lo ponen de relieve los evangelistas. Jesús está prefigurado por José vendido por sus hermanos. Es Judá el que lo vende y entrega a los ismaelitas (Gn 37,27), pero con la complicidad de sus hermanos.
Judas, en realidad, no es más que un ejecutor de la traición de todo un pueblo. El desencanto de Judas es que esperaba un Mesías caudillo y guerrero que aplastara al pueblo opresor; por eso no sólo abandona al rabí, sino que lo traiciona y lo vende. Es el símbolo del pueblo judío, que no reconoce a un enviado de Dios que viene en humildad, como el siervo descrito por Isaías, y no como un caudillo vencedor al estilo de David.
Judas encarna a los escribas y fariseos, fiscales siempre en guardia, acosadores y acusadores, que no cesan de tender trampas a Jesús. Encarna a la masa amorfa a la que únicamente le interesa que alguien le solucione las cuestiones temporales y le saque de los sufrimientos. Judas es el pueblo de Dios, Jerusalén, de la que se queja Jesús con lágrimas en los ojos: “¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la clueca reúne a sus pollitos, pero no habéis querido!” (Mt 23,37).
La liturgia del viernes Santo pone en labios de Jesús una queja desgarradora: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme”. Los evangelistas, más que ensañarse con el traidor, una marioneta de los enemigos, ponen de relieve que Jesús lleva su amor hasta el extremo (Jn 13,1), hasta agotar sus ofertas de salvación. Sienta a su mesa al pecador Judas, le lava los pies, denuncia su traición para invitarle a reaccionar, le da el pan untado, gesto de afecto y preferencia, no permite que los otros miembros del grupo se echen sobre él, como sería lo lógico, le amonesta amistosamente cuando le da el beso de la alevosía... Por fin, cuando ha agotado inútilmente todos los gestos provocadores de amistad, le ofrece el perdón como venganza divina (Lc 23,34). Es todo el pueblo el que se responsabiliza de su muerte: “Caiga su sangre sobre nosotros” (Mt 27,25).
Por la negativa a responder a la Alianza, Judas termina ahorcándose (Mt 27,5) y Jerusalén arrasada por Tito el año 70. “Llorad por vosotras y por vuestros hijos” (Lc 23,28), dice Jesús a las mujeres compasivas. En la pasión y muerte de Jesús coinciden lo más sublime del ser humano y lo más vil. Es un contraste terrible. En las actitudes de los personajes se pone de relieve a qué alturas puede ascender el ser humano y hasta qué abismos puede rodar.
Pablo invita a los cristianos a escarmentar en cabeza ajena. Recuerda que los gestos liberadores de Dios hacia el primer pueblo fueron ineficaces por su protervia; por eso sufrieron duros escarmientos. Y agrega: “Todo esto sucedió para que aprendiéramos” (1 Co 10,6). La carta a los Hebreos está saturada de gritos de alerta para los cristianos: ¡Cuánto más culpables que ellos seremos si desoímos su mensaje de salvación! (Hb 2,2; 4,11). Más que Judas, llamado a formar parte de los íntimos de Jesús, y más que el pueblo judío, enriquecido por la revelación, somos personas y pueblo privilegiado, pues somos sus hermanos (Lc 8,21), su familia y pueblo de Dios.
¿Cómo es nuestra respuesta personal y comunitaria al amor incondicional del Amigo y Hermano más entrañable? Vende, traiciona y martiriza de nuevo a Jesús quien vende, traiciona y martiriza al prójimo, “carne de su carne” (Ef. 5,30).
Con frecuencia los discípulos de Jesús reiteramos la perfidia de Judas, la traición de los demás apóstoles y los tormentos causados por los cómplices de la pasión de Cristo, de nuevo crucificado en el hombre de nuestro tiempo. Juan, impulsado por el Espíritu, denuncia a algunas comunidades de Asia: “Tengo contra ti que has dejado el amor primero” (Ap 2,4).
También la vieja cristiandad ha experimentado, como el pueblo judío, sus exilios y tragedias provocadas por su corrupción. R. Tagore llamaba a Europa “canto sumergido en el río de la sangre de Cristo, pero reseco en sus entrañas”. ¿No lloraría, quizás, Jesús sobre nuestras ciudades como lloró sobre Jerusalén? Como a Judas y al pueblo judío, nos provoca a cada uno, a cada comunidad, a su amistad con gestos de amor. Como a ellos, “quiere cobijarnos bajo sus alas como la clueca a sus polluelos” (Mt 23,37). Nos provoca, aquí y ahora, con su Palabra; y nos ofrece no pan untado en salsa, sino su cuerpo mojado en su sangre, que hay que comer con fe y amor profundos. No como los apóstoles a los que bien poco les sirvió, porque a continuación lo abandonaron, sino con el ardor de Juan, que por eso le siguió y veló su agonía en el Calvario. ¿Es así como escuchamos su Palabra y comemos su Cuerpo inmolado?
Elevación Espiritual para este día.
Judas dejó el puesto que Jesús le había asignado en la comunidad apostólica para “irse a su lugar”. Se ha separado de los demás, de la comunidad; llegó hasta este extremo progresivamente: en primer lugar se fue replegando sobre sí mismo, siguiendo un camino muy suyo, y finalmente se fue a su lugar. Ciertamente, al principio estaba muy lejos de querer traicionar al Maestro. La situación política de Israel era muy compleja, y mucha gente prudente del pueblo se preguntaba si Jesús no era un motivo de desorden. En efecto, ¿qué pruebas había de la misión de Jesús?
Es cierto que Judas debió de atormentarse interiormente, rumiando muchas dudas y pensamientos oscuros. Pero no los compartió con los otros, y quizás fuese ésta la causa de sus ilusiones, de su ceguera y su obstinación. Estaba solo, cerrado en sí mismo. Y en estas circunstancias, nos hacemos incapaces de juzgar las cosas con objetividad. No se comunicaba con los hermanos, reflexionaba solo y andaba a su aire.
Reflexión Espiritual para el día.
Jesús no ignora esta presencia, no la pasa por alto; pero, a la vez, no descubre a Judas, no le acusa, no discute con él, no trata de defenderse. No calla a propósito de dicha presencia, para hacerse también presente a él hasta el final. Los doce, sin embargo, tratan de descubrir quién es el que de ellos miente: y en esta tentativa sucumben y caen en la antigua ley de la sospecha recíproca generalizada, de la acusación, de la división. De aquí nace siempre la crisis de la relación fraterna y de comunión: del temor de ser traicionados, del temor de que otro se aproveche, de la pretensión imposible de poner a prueba y verificar las intenciones del otro. No existe otra manera de vencer al traidor que entregarse en sus manos y poner en manos de Dios la propia causa. Pensemos en cuántos desavenencias, cuántas ofensas, cuántas prepotencias, se esconden en nuestra vida por la sospecha. Para sentarse en torno a la mesa de Jesús es preciso fiarse uno de otro sin pensar en el precio que puede costar esta confianza.
Judas aparece como el protagonista de la liturgia de los tres primeros días de la Semana Santa: el Evangelio siempre habla de él. Y Judas está presente también en el cenáculo.
La presencia de Judas en medio de los doce, en torno a la mesa de Jesús, es, indudablemente, el hecho más inquietante entre los hechos, todos inquietantes, que se condensan en vísperas de la pasión del Señor. Es la presencia del enemigo entre los amigos, del que golpea en el momento y lugar en que se precisa la confianza, porque nadie puede ya defenderse con ninguno.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Isaías 50, 5-10 (50, 4-9a150, 4-7). Misión profética del siervo doliente.
En hermoso contraste con el Israel histórico, el Israel de la carne de la perícopa anterior, nos encontramos de repente con el anverso de la medalla, con el Israel fiel, con el siervo de Yavé pintado en esta perícopa errante con nuevos, característicos e inconfundibles rasgos de una personalidad madura.
El poema es el testimonio personal de la función profética de Israel dentro del plan divino, a pesar de las vejaciones porque tiene que pasar al presente.
Este siervo de Yavé tiene lengua de discípulo, de receptor y transmisor de la enseñanza revelada, eslabón fiel en la tradición. Con su palabra, la que ha recibido, que es fuerza de Yavé, sostiene al cansado, al Israel histórico, escéptico y desilusionado. Y con la bella imagen del despertar mañanero a la voz de Yavé sugiere en nosotros el misterioso contenido de la inspiración.
Desterrado y lleno de vejaciones, azotado, escupido y abofeteado, realidades simbólicas de todos los escarnios y humillaciones, supo obedecer a Yavé, supo aguantar. Los Sinópticos dependen de este pasaje al pintarnos la situación de Jesús ante Pilato. Es que, aunque identifiquemos al Siervo de Yavé con el «Resto», con el Israel de la fe, no cabe duda de que este Israel no era un fantasma abstracto sino la suma de muchos individuos que sufrieron en su propia carne estas violencias físicas y escarnios. Entre ellos, de un modo eminente y pleno, está Jesús y con él cuantos completemos en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo.
Quizás también el Deuteroisaías se sintió identificado como uno más con este Siervo de Yavé, que, a pesar de todas las dificultades y contradicciones, de todos los sufrimientos y desprecios, supo confiar duramente en Yavé.
En él estaba su fuerza y vivía con la esperanza inminente de que estaba cerca su justificador. Es la seguridad de la cercanía de Yavé en su vida como defensor sentado a la derecha en el juicio para defender y justificar al inocente. Todos lo acusan. Humanamente no hay respuesta. Las circunstancias lo condenan. Pero Yavé sabe la verdad y está allí, a su lado, como justificador. ¿Quién contenderá contra él? La confianza es plena. Es el «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». Paso a paso el Siervo de Yavé nos va conduciendo hasta Cristo. Ellos lo vivieron a su modo. Nosotros al nuestro. Ambos mirando al Mesías y un Mesías crucificado.
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