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jueves, 1 de abril de 2010

1 de Abril 2010. JUEVES SANTO. MISA CRISMAL.


LITURGIA DE LA PALABRA.

Is 61,1-3ª.6ª.8b-9. El Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los que sufren y derramar sobre ellos perfume de fiesta.
Salmo 88. Cantaré eternamente las misericordias del Señor.
Ap 1, 5-8. Nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios Padre.
Lc 4,16-21. El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.

Homilía de monseñor Francisco Polti, obispo de Santiago del Estero, en la Misa Crismal (Catedral-Basílica Nuestra Señora del Carmen, 7 de abril de 2009)

Jesucristo, Nuestro Redentor, nos es necesario”

Querido hermano en el episcopado, estimados hermanos en el sacerdocio, diáconos, hermanas y hermanos todos en Cristo Jesús:

La Mesa de la Palabra y de la Eucaristía nos convoca una vez más, en la Iglesia Catedral de Santiago del Estero. En esta oportunidad nos reunimos para la concelebración de la Misa Crismal en la que serán bendecidos los santos óleos de los enfermos y catecúmenos, y será consagrado el Santo Crisma.

“Con el santo crisma consagrado por el Obispo, son ungidos los nuevos bautizados y son signados los que son confirmados. Con el óleo de los catecúmenos se prepara y se dispone a éstos para el bautismo. Finalmente, con el óleo de los enfermos, éstos son aliviados en su enfermedad”.

Asimismo, después de esta homilía y como signo de comunión que existe entre los presbíteros y el obispo, los sacerdotes de la Diócesis renovarán ante mí y toda la Iglesia sus promesas sacerdotales que emitieran el día de su ordenación como presbíteros.

Durante este tiempo de cuaresma, nuestro Dios de Bondad y misericordia, nos ofreció, a cada uno de nosotros, miembros de su Pueblo que peregrina en Santiago del Estero, un tiempo de gracia y reconciliación, alentado por Cristo, para volver a Él, y obedeciendo más plenamente al Espíritu Santo, nos entreguemos al servicio de todos los hombres.

En esta homilía me quiero detener en la necesidad que, tanto laicos como ministros ordenados, tenemos de Jesucristo. Sí, Jesucristo nos es necesario. En El lo tenemos todo. San Ambrosio de Milán exclama: “Cristo es todo para nosotros. Si tú quieres curar tus heridas, él es médico; si estás ardiendo de fiebre, él es fuente refrescante; si estás oprimido por la iniquidad, él es justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es vigor; si temes la muerte, él es vida; si deseas el cielo, él es el camino; si huyes de las tinieblas, él es la luz; si buscas comida, él es el alimento”.

El Papa Benedicto XVI, expresará esta misma idea, pero con otras palabras, en la Eucaristía del inicio de su Pontificado: ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él-, miedo de que El pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada- de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y nos libera.

Esa necesidad que tenemos de Él, como discípulos y misioneros suyos, como de comunicarlo a los demás –no podemos callar lo que hemos visto y oído- nos llevará ante todo a redescubrir, a diario, la persona de Jesucristo, especialmente en los Evangelios.

Es allí, como dice la Novo Milenio Ineunte, donde emerge el rostro del Nazareno. El rostro humano de Dios y el rostro divino de los hombres. En la lectura asidua de la Palabra de Dios, personal y comunitaria, no sólo conocemos más a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, sino también nos sentimos impulsados a identificarnos más con Él.

Era costumbre de Jesús, nos recuerda Lucas en el Evangelio de la Misa, entrar en la sinagoga y acercarse a la palabra de Dios, leerla, meditarla y anunciarla a los demás. Todos, laicos y sacerdotes, debemos esforzarnos en hacer nuestras, a través de la lectura meditada y de la oración personal, las palabras y las obras de Jesucristo, “el Alfa y la Omega…, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”.

Ustedes queridos hermanos en el sacerdocio y yo, “somos ministros de la Palabra de Dios, para evangelizar y formar evangelizadores, para despertar, enseñar y alimentar la fe -la fe de la Iglesia-, para invitar a los hombres a la conversión y a la santidad”. El Sínodo de la Palabra de Dios realizado en Roma y todo este año paulino ha sido una constante invitación a poner, hoy más que nunca, en el centro de toda la tarea pastoral de la Iglesia, la Buena Noticia del Evangelio.

También en la recitación cotidiana de la Liturgia de las Horas, donde junto con los Padres de la Iglesia y la Tradición milenaria de la Iglesia, el sacerdote no sólo “alaba al Señor e intercede por todo” -como dice el Concilio Vaticano II-, sino que también se aproxima a la persona, palabras y obras, de Jesucristo, el Señor de la Historia.

Asimismo, ustedes como guías de la comunidad encomendada, deberán acompañar a los fieles laicos, en la difícil misión de llevar a todos los rincones e iluminar todas sus acciones, con la Buena Noticia del Evangelio. En la primera lectura de la Misa escuchábamos cómo el profeta Isaías relata su vocación y su misión que le encarga el Señor de “llevar la Buena Noticia a los pobres”.

Les recuerdo y me recuerdo, que la nueva Misión Bíblica Familiar está convocada desde el 25 de julio de 2008, y espero que dé abundantes frutos espirituales para toda nuestra querida Diócesis de Santiago del Estero, como lo fue hace ya veinte años atrás.

No menos importante es redescubrir el rostro de Cristo que se esconde detrás del pan y del vino. En cada Eucaristía, centro y raíz de la vida cristiana, Jesucristo se parte y reparte entre nosotros, como alimento necesario para nuestro peregrinar hacia la Casa del Padre.

Cada sacerdote es, ante todo, para la Eucaristía, y vive de la Eucaristía. Nosotros -sacerdotes- nos podemos encontrar personalmente con Cristo, cada jornada, en la Santa Misa. Podemos comulgar con Jesús, verdadero y real, y podemos distribuirlo a nuestros hermanos. La Eucaristía como centro propulsor del día y encuentro íntimo con Jesús transformará nuestra vida de discípulos y misioneros de Él.

Nuestra actividad pastoral exige que estemos cerca de cada hombre y cada mujer y de sus problemas, tanto personales y familiares como sociales, pero exige también que estemos cerca de estos problemas como sacerdotes y descubriendo a Cristo en cada hermano, ya que cada uno de nosotros, de cualquier raza y condición social, valemos la sangre de Cristo derramada en la Cruz.

El Papa Juan Pablo II, que hace pocos días recordábamos en el cuarto aniversario de su partida a la Casa del Padre, nos exhortaba a “buscar con gran perspicacia junto con todos los hombres, la verdad y la justicia, cuya dimensión verdadera y definitiva sólo la podemos encontrar en el Evangelio, más aún, en Cristo mismo”. Hoy más que nunca debemos recordar a todos que, para realizar una nación argentina y un Santiago del Estero más justo y más fraterno, Cristo es necesario; y que para superar las crisis que cíclicamente se repiten en nuestra sociedad debemos reconstruir el tejido social que se ha roto, dejando nuestra condición de simples habitantes pasando a ser verdaderos ciudadanos comprometidos y constructores de una patria mejor.

No puedo terminar esta homilía sin acudir a la Virgen María, Madre de los sacerdotes.

PRIMERA LECTURA.
Isaías 61, 1-3a. 6a. 8b-9
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. 

Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor, el día del desquite de nuestro Dios, para consolar a los afligidos, los afligidos de Sión; para cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos. Vosotros os llamaréis “Sacerdotes del Señor”, dirán de vosotros: «Ministros de nuestro Dios.»
Les daré su salario fielmente y haré con ellos un pacto perpetuo.
Su estirpe será célebre entre las naciones, y sus vástagos entre los pueblos.
Los que los vean reconocerán que son la estirpe que bendijo el Señor.

Palabra de Dios

SALMO RESPONSORTAL
Sal 88, 21-22. 25 y 27
R/.Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.

 Encontré a David, mi siervo, y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga valeroso. R.
Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder. El me invocará: «Tú eres mi padre, mi Dios, mi Roca salvadora.» R.

SEGUNDA LECTURA
Apocalipsis 1, 5-8 

Gracia y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra.
Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho
sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloría y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Mirad: Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se
lamentarán por su causa.
Sí. Amén.
Dice el Señor Dios:
«Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso.»

SANTO EVANGELIO  Lc 4, 16-21 

En aquel tiempo, fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.

Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor”

Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirle: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.”

Palabra del  Señor.
---------- O ----------
Acabada la Homilia

RENOVACIÓN DE LAS PROMESAS SACERDOTALES
Acabada la homilía, el Obispo dialoga con los presbíteros estas o semejantes palabras:
Obispo:
Hijos amadísimos: En esta conmemoración anual del día en que Cristo confirió su sacerdocio a los apóstoles y a nosotros, ¿queréis renovar las promesas que hicisteis un día ante vuestro Obispo y ante el pueblo santo de Dios?

Los presbíteros, conjuntamente y, responden:
Sí, quiero.

Obispo:
¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la iglesia?

Presbíteros:
Sí, quiero.

Obispo:
¿Deseáis permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas, y desempeñar fielmente el ministerio de la predicación como seguidores de Cristo, cabeza y pastor, sin pretender los bienes temporales, sino movidos únicamente por el celo de las almas?

Presbíteros:
Sí, quiero.

Seguidamente, el Obispo se dirige al pueblo y prosigue:

Y ahora vosotros, hijos muy queridos, orad por vuestros presbíteros, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus bendiciones: que sean ministros fieles de Cristo sumo sacerdote, y os conduzcan a él, única fuente de salvación.

Pueblo:
Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

Obispo:
Y rezad también por mí para que sea fiel al ministerio apostólico confiado a mi humilde persona y sea imagen,
cada vez más viva y perfecta, de Cristo sacerdote, buen pastor, maestro y siervo de todos.

Pueblo:
Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

Obispo:
El Señor nos guarde en su, caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna.
Todos:

Amén
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MISA VESPERTINA “In Cena Domini” JUEVES SANTO. SOLEMNIDAD.
-Jesús celebra la Última Cena con los Apóstoles.
-Institución de la Sagrada Eucaristía y del sacerdocio ministerial.
-El Mandamiento Nuevo del Señor.

Este Jueves Santo nos trae el recuerdo de aquella Última Cena del Señor con los Apóstoles. Como en años anteriores, Jesús celebrará la Pascua rodeado de los suyos. Pero esta vez tendrá características muy singulares, por ser la última Pascua del Señor antes de su tránsito al Padre y por los acontecimientos que en ella tendrán lugar. Todos los momentos de esta Última Cena reflejan la Majestad de Jesús, que sabe que morirá al día siguiente, y su gran amor y ternura por los hombres.

La Pascua era la principal de las fiestas judías y fue instituida para conmemorar la liberación del pueblo judío de la servidumbre de Egipto. Este día será para vosotros memorable, y lo celebraréis solemnemente en honor de Yavé, de generación en generación. Será una fiesta a perpetuidad. Todos los judíos están obligados a celebrar esta fiesta para mantener vivo el recuerdo de su nacimiento como pueblo de Dios.

Jesús encomendó la disposición de lo necesario a sus discípulos predilectos: Pedro y Juan. Los dos Apóstoles hacen con todo cuidado los preparativos. Llevaron el cordero al Templo y lo inmolaron, luego vuelven para asarlo en la casa donde tendrá lugar la cena. Preparan también el agua para las abluciones, las «hierbas amargas» (que representan la amargura de la esclavitud), los «panes ácimos» (en recuerdo de los que tuvieron que dejar de cocer sus antepasados en la precipitada salida de Egipto), el vino, etc. Pusieron un especial empeño en que todo estuviera perfectamente dispuesto.

Estos preparativos nos recuerdan a nosotros la esmerada preparación que hemos de realizar en nosotros mismos cada vez que participamos en la Santa Misa. Se renueva el mismo Sacrificio de Cristo, que se entregó por nosotros, y nosotros somos también sus discípulos, que ocupamos el lugar de Pedro y Juan.

La Última Cena comienza a la puesta del sol. Jesús recita los salmos con voz firme y con un particular acento. San Juan nos ha transmitido que Jesús deseó ardientemente comer esta cena con sus discípulos.

En aquellas horas sucedieron cosas singulares que los Evangelios nos han dejado consignadas: la rivalidad entre los Apóstoles, que comenzaron a discutir quién sería el mayor; el ejemplo sorprendente de humildad y de servicio al realizar Jesús el oficio reservado al ínfimo de los siervos: se puso a lavarles los pies; Jesús se vuelca en amor y ternura hacia sus discípulos: Hijitos míos..., llega a decirles. «El mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de recuerdo, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte».

Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin. Hoy es un día particularmente apropiado para meditar en ese amor de Jesús por cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato asiduo con Él, en el amor a la Iglesia, en los actos de desagravio y de reparación, en la caridad con los demás, en la preparación y acción de gracias de la Sagrada Comunión, en nuestro afán de corredimir con Él, en el hambre y sed de justicia...

II. Y ahora, mientras estaban comiendo, muy probablemente al final, Jesús toma esa actitud trascendente y a la vez sencilla que los Apóstoles conocen bien, guarda silencio unos momentos y realiza la institución de la Eucaristía.

El Señor anticipa de forma sacramental —«mi Cuerpo entregado, mi Sangre derramada»— el sacrificio que va a consumar al día siguiente en el Calvario. Hasta ahora la Alianza de Dios con su pueblo estaba representada en el cordero pascual sacrificado en el altar de los holocaustos, en el banquete de toda la familia en la cena pascual. Ahora, el Cordero inmolado es el mismo Cristo: Esta es la nueva alianza en mi Sangre... El Cuerpo de Cristo es el nuevo banquete que congrega a todos los hermanos: Tomad y comed...

El Señor anticipó sacramentalmente en el Cenáculo lo que al día siguiente realizaría en la cumbre del Calvario: la inmolación y ofrenda de Sí mismo —Cuerpo y Sangre— al Padre, como Cordero sacrificado que inaugura la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres, y que redime a todos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.

Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo. A las puertas de su Pasión y Muerte, ordenó las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo. Porque Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en memoria mía. Junto con la Sagrada Eucaristía, que ha de durar hasta que el Señor venga, instituye el sacerdocio ministerial.

Jesús se queda con nosotros para siempre en la Sagrada Eucaristía, con una presencia real, verdadera y sustancial. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el Sagrario. En aquella noche los discípulos gozaron de la presencia sensible de Jesús, que se entregaba a ellos y a todos los hombres. También nosotros, esta tarde, cuando vayamos a adorarle públicamente en el Monumento, nos encontraremos de nuevo con Él; nos ve y nos reconoce. Podemos hablarle como hacían los Apóstoles y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa, y darle gracias por estar con nosotros, y acompañarle recordando su entrega amorosa. Siempre nos espera Jesús en el Sagrario.
III. La señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis lo unos a los otros.

Jesús habla a los Apóstoles de su inminente partida. Él se marcha para prepararles un, lugar en el Cielo, pero, mientras, quedan unidos a Él por la fe y la oración.

Es entonces cuanto enuncia el Mandamiento Nuevo, proclamado, por otra parte, en cada página del Evangelio: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Desde entonces sabemos que «la caridad es la vía para seguir a Dios más de cerca» y para encontrarlo con más prontitud. El alma entiende mejor a Dios cuando vive con más finura la caridad, porque Dios es Amor, y se ennoblece más y más en la medida en que crece en esta virtud teologal.

El modo de tratar a quienes nos rodean es el distintivo por el que nos conocerán como sus discípulos. Nuestro grado de unión con Él se manifestará en la comprensión con los demás, en el modo de tratarles y de servirles. «No dice el resucitar a muertos, ni cualquier otra prueba evidente, sino esta: que os améis unos a otros»14. «Se preguntan muchos si aman a Cristo, y van buscando señales por las cuales poder descubrir y reconocer si le aman: la señal que no engaña nunca es la caridad fraterna (...). Es también la medida del estado de nuestra vida interior, especialmente de nuestra vida de oración».

Os doy un mandamiento nuevo: que os améis... Es un mandato nuevo porque son nuevos sus motivos: el prójimo es una sola cosa con Cristo, el prójimo es objeto de un especial amor del Padre. Es nuevo porque es siempre actual el Modelo, porque establece entre los hombres nuevas relaciones. Porque el modo de cumplirlo será nuevo: como yo os he amado; porque va dirigido a un pueblo nuevo, porque requiere corazones nuevos; porque pone los cimientos de un orden distinto y desconocido hasta ahora. Es nuevo porque siempre resultará una novedad para los hombres, acostumbra dos a sus egoísmos y a sus rutinas.

En este día de Jueves Santo podemos preguntar nos, al terminar este rato de oración, si en los lugares donde discurre la mayor parte de nuestra vida conocen que somos discípulos de Cristo por la forma amable, comprensiva y acogedora con que tratamos a los demás. Si procuramos no faltar jamás a la caridad de pensamiento, de palabra o de obra; si sabemos reparar cuando hemos tratado mal a alguien; si tenemos muchas muestras de caridad con quienes nos rodean: cordialidad, aprecio, unas palabras de aliento, la corrección fraterna cuando sea necesaria, la sonrisa habitual y el buen humor, detalles de servicio, preocupación verdadera por sus problemas, pequeñas ayudas que pasan inadvertidas... «Esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria».

Cuando está ya tan próxima la Pasión del Señor recordamos la entrega de María al cumplimiento de la Voluntad de Dios y al servicio de los demás. «La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)»18.

LITURGIA DE LA PALABRA

Ex 12, 1-8.11-14. Prescripciones sobre la Cena Pascual.
Salmo 115. R/. El cáliz de la bendición es Comunión con la Sangre de Cristo.
1Co 11, 23-26. Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la Muerte del Señor.
Jn 13, 1-15. Los amó hasta el extremo.

PRIMERA LECTURA
Éxodo 12, 1-8. 11-14
En aquellos días, dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: —«Este mes será para vosotros el principal de los meses; será para vosotros el primer mes del año. Decid a toda la asamblea de Israel: “El diez de este mes cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo. Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito.

Lo guardaréis hasta el día catorce del mes, y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomaréis la sangre y la rociaréis las dos jambas y el dintel de la casa donde la hayáis comido.

Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas.
Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor.

Esta noche pasaré por todo el país de Egipto, dando muerte a todos sus primogénitos, de hombres y de animales; y haré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo soy el Señor.

La sangre será vuestra señal en las casas donde estéis cuando vea la sangre, pasaré de largo; no os tocará la plaga exterminadora, cuando yo pase hiriendo a Egipto.

Este día será para vosotros memorable, en él celebraréis la fiesta del Señor, ley perpetua para todas las generaciones.»

Palabra de Dios.

SALMO 115, 12-13. 15-16bc. 17-18.
R/. El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo.

¿
Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. R
Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. R,

Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo. R

SEGUNDA LECTURA
Corintios 11, 23-26
Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo; —“Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.”
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: —“Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía.”
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Palabra de Dios

SANTO EVANGELIO
Juan 13, 1-15
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre,
habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Estaban cenando, ya el diablo le había, metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.

Llegó a Simón Pedro, éste le dijo: —“Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?”
Jesús le replicó: —«Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde»
Pedro le dijo: -“No me lavarás los pies jamás”.

Jesús le contestó: —«Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo,»
Simón Pedro le dijo: -“Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo: —«Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpió. También vosotros estáis limpios, aunque no todos.»

Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.»
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: —“¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?” Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy; Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»

Palabra del Señor.
---------- O ----------
(Después de la homilia se procede al Lavatorio de los pies)

LAVATORIO DE LOS PIES
Después de la homilía, en aquellos lugares dónde lo aconseje el bien pastoral, se lleva a cabo el lavatorio de los pies. Los varones designados, acompañados por los ministros, van a ocupar los asientos preparados para ellos en un lugar visible a los fieles. El sacerdote (dejada la casulla, si es necesario) se acerca a da una de las personas designadas y, con la ayuda de los ministros, les lava los pies y se los seca.

Mientras tanto se cantan algunas de las siguientes antífonas o algún otro canto apropiado.

El Señor, después de levantarse de la Cena, echó agua en la jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos. Este fue el ejemplo que les dejó.

—«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?» Jesús le replicó:
«Si no te lavo a ti los pies, no tienes nada que ver conmigo.»
Llega a Simón Pedro y éste le dice:
—«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»...
«Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.»
—«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»...
Si yo, vuestro Maestro y Señor, os he lavado los pies, cuánto más vosotros debéis lavaros los pies unos a otros.
La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.
Dijo Jesús a sus discípulos:
—La señal por la que conocerán...
Os doy un mandamiento nuevo:
que os améis unos a otros como yo os he amado
—dice el Señor.

Comentarios de la lecturas de la misa anterior VÍspera Pascual

Comentario de la Primera lectura: Éxodo 12,1-8.11-14
El presente texto tiene un carácter prescriptivo: el acontecimiento histórico de la última cena de los hebreos en Egipto, en espera del paso del Señor que libera de la esclavitud, aparece aquí en clave litúrgica para convertirse en “un rito perpetuo “. La memoria se hace memorial (zikkarôn, v. 14), y, en él, la eficacia salvífica de cuanto Yavé ha ejecutado de una vez por todas se actualiza para cada generación en y mediante la liturgia; de ahí la preocupación por dar normas concretas y detalladas para la celebración (vv. 3-8.1 1). El rito hebraico funde elementos originariamente distintos y los historifica. El sacrificio anual del cordero, con la aspersión de la sangre —la pascua (pesaj, fiesta primaveral de los pastores nómadas) —, se convierte para los israelitas en signo de la protección del Señor (vv. 7.12s). La ofrenda de las primicias —los ázimos (fiesta agrícola vinculada al ciclo de las estaciones) —, puesta en referencia con la liberación de Egipto, recuerda ahora, de generación en generación, la rápida huida de aquel país de esclavitud.

En un momento preciso de la historia de un pueblo oprimido, Dios interviene con su poder: aquel momento no pertenece sólo a fluir de los tiempos, sino a la dimensión de Dios. Por eso es un “hoy” ofrecido siempre al que quiera entrar en aquella historia de salvación mediante la celebración del memorial.

Comentario del Salmo 115
Es un salmo de acción de gracias individual. Una persona se encontraba en peligro de muerte, clamó al Señor, fue escuchada y ahora da gracias delante de todo el pueblo.

Existen diferentes propuestas. Presentamos una de ellas, según la cual este salmo constaría de introducción (1-2), cuerpo (3- 11) y conclusión (12-19).

En la introducción (1-2), el salmista declara su amor por el Señor, exponiendo a continuación el motivo: Dios escucha su voz suplicante e inclina su oído hacia él el día en que lo invoca. Aparece aquí por vez primera el verbo invocar. En la introducción, todos los verbos están en presente.

En el cuerpo (3-11) encontramos referencia al pasado, al presente y al futuro. El pasado caracteriza la situación que dio origen a la invocación: «Lazos de muerte me rodeaban...» (3), «invoqué el nombre del Señor...» (4; Esta es la segunda vez en que aparece el verbo invocar), «yo desfallecía» (6b), «yo tenía fe» (10a), «yo decía...» (11a). También caracteriza la intervención del Señor: «ha sido bueno» (7b), «libró» (8a). Las afirmaciones en presente expresan el convencimiento que esta persona tiene, ahora, acerca del Señor: «El Señor es justo y clemente y compasivo (5), «protege a los sencillos» (6). También pone de manifiesto el estado de ánimo del salmista, muy distinto del de antes: «Recobra la calma, alma mía» (7 a). Las afirmaciones referidas al futuro hablan de la disposición de este individuo después de haber sido liberado: «Caminaré en la presencia del Señor en la tierra de los vivos» (9).

En la conclusión (12-19), se habla una vez del pasado “rompiste mis cadenas”, (16b), dos del presente (15-16), pero se pone toda la atención en el futuro: «pagaré» (12), «levantaré» (13), «cumpliré» (14.18), «te ofreceré» (17). La conclusión se caracteriza principalmente por la promesa de un sacrificio de alabanza, típica de muchos salmos de acción de gracias individual. En esta parte, encontramos el verbo invocar dos veces más (13b.17b).

Este salmo nos habla de la superación de un peligro mortal. Encontramos varias afirmaciones que aluden a él: «Lazos de muerte me rodeaban, eran redes mortales, caí en la angustia y la aflicción» (3) «Libró mi vida de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies le la caída» (8), «Caminaré en la presencia del Señor en la tierra de los vivos» (9). Todo parece indicar que se trata de una enfermedad mortal. La imagen empleada es enérgica: el salmista se vio afectado por sorpresa, como un animal o un pájaro que cae en las redes del cazador. Pero tenemos también otra referencia que nos lleva a pensar en la esclavitud: «Rompiste mis cadenas» (16b). Este individuo tenía fe (10a), a pesar de que su situación fuera dramática también desde el punto de vista psicológico: vivía en medio de la angustia y de la aflicción (3), en medio de lágrimas (8), estaba totalmente devastado (10b) y pasando apuros (ha). Desde el punto de vista económico, el salmista se sitúa entre la gente sencilla (6a) y, desde el punto de vista religioso, se considera un fiel y siervo del Señor, cuya madre exhibe las mismas características (15-16), como se suele decir, «ha salido a su madre».

El conflicto no parece ser sólo personal, pues, en el momento de la angustia, esta persona se desahoga así: “¡Todos los hombres son unos mentirosos!” (11b). Tenía la sensación de estar viviendo en una sociedad en la que nadie puede confiar en nadie. Tal vez haya sido víctima de una calumnia. Además, el salmista afirma haber sido librado de la caída (8b). ¿Se referirá aquí al posible abandono de la fe en el Señor que escucha su clamor? Asociando la idea de los «mentirosos» a la de una posible «caída», detectamos indicios de un conflicto social.

La persona curada se encuentra en Jerusalén, en los atrios del templo («la casa del Señor», 19), rodeada de gente (14.18) que aprende de su testimonio; va a ofrecer un sacrificio de acción de gracias (17), en cumplimiento de las promesas que había hecho en el momento del peligro (14). El gesto de «levantar la copa de la salvación» (13a) no resulta claro del todo. Puede referirse a una porción de vino, agua o aceite que se derramara sobre la víctima ofrecida en sacrificio al Señor; o bien puede referirse a un cáliz de vino que pasaría de mano en mano (y de boca en boca) entre los compañeros que celebraban con el salmista su liberación.

“¡Todos los hombres son unos mentirosos!”, pero, en el Señor, se puede confiar, pues escucha a la gente cuando lo invoca (nótese la insistencia con que se habla del Señor en este salmo). ¿Por qué se puede confiar en él? Porque escucha la voz suplicante (2), inclina el oído (2), salva (6) y libra (8). Tenemos aquí el mismo esquema del éxodo. Y el Dios de este salmo es el mismo Dios que el del éxodo y el de la alianza. El salmista afirma que «El Señor es justo y clemente, nuestro Dios es compasivo. El Señor protege a los sencillos»
(5-6ª).

Hay un detalle que explica todo esto a la perfección. Lo tenemos en esta afirmación: «Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles» (15). A la luz de todo lo que hemos dicho, podemos entender el significado de esta expresión. Con otras palabras, es tanto como decir que el Señor no aprueba este tipo de muerte de sus fieles, pues con ella estaría perdiendo a uno de sus aliados y a un testigo en medio de esta tierra de «mentirosos». Dios no se resigna a aceptar que la vida de sus fieles desaparezca de forma prematura. Él Señor sufre cuando uno de sus siervos muere de una enfermedad fatal, Él Dios de este salmo siente que le roban y se debilita cuando la enfermedad acaba con la vida de uno de sus siervos. Porque él es el Dios de la vida.

Por eso Jesús curó a todos los enfermos que se cruzaron en su camino, derrotando incluso a la misma muerte. Muchos llegaron, por ello, a amar al Señor y a Jesús.

Es un salmo que podemos rezar cuando nos sentimos liberados de peligros mortales; después de superar conflictos personales (físicos o psíquicos) o sociales; cuando tenemos la experiencia de que Dios ha escuchado nuestro clamor, ha roto nuestras cadenas y nos ha salvado...

Segunda lectura: 1 Corintios 11,23-26

En la última cena en esta tierra de destierro, Jesús sustituye el memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto con su memorial. Cumplimiento de la Ley y los profetas, lleva a plenitud el antiguo rito con su sacrificio de amor.

“Por nosotros” se dejó entregar a la muerte (en el v. 23, el término “entregar” hace alusión a todo el misterio pascual, no sólo a la entrega). “Nueva”: así es la alianza con Dios, sancionada con la sangre del verdadero Cordero, que con su inmolación nos libera de la esclavitud del mal y, consumada en la comunión del Pan de la ofrenda que, roto en la muerte, nos da la vida. También debería ser nueva la conducta del cristiano: cada vez que come de este pan y bebe de este cáliz, graba en su propia existencia la extraordinaria riqueza de la pascua de Cristo, testimoniándolo en el tiempo hasta el día de la venida gloriosa del Señor (v. 26).

Comentario del Santo Evangelio: Juan 13,1-15.

“Llevó su amor hasta el fin “: también Juan, como los sinópticos, quiere evidenciar en la narración de la última cena la total entrega del amor por parte de Jesús, que anticipa para “los suyos” el sacrificio de la cruz; pero en vez de describir la institución de la eucaristía, ya presente en los otros evangelios y en la tradición oral (cf. 1 Cor 11,23), Juan expresa el significado del acontecimiento por medio del episodio del lavatorio de los pies. El fragmento pone en evidencia el lúcido conocimiento de Jesús (vv.1-3: “sabía”). Se abraza libremente con el designio de Dios, reconociendo como inminente esa “hora” hacia la cual se dirigían todos sus días terrenos: la hora del verdadero paso (Ex 12,12s), de la nueva pascua, del amor que llega a su plenitud definitiva (v. 1).

Esta cumbre del amor se manifiesta concretamente en el más profundo abatimiento: si el v. 3b alude a la encarnación, primer paso decisivo de la kénosis del Hijo eterno, los versículos siguientes muestran hasta qué punto ha asumido la condición de siervo (cf. Flp 2,7s), ya que la tarea de lavar los pies se reservaba a los esclavos e incluso un rabbí no podía exigírselo a un esclavo hebreo. Y Jesús nos pide a nosotros esta misma humildad, este espíritu de servicio recíproco que sólo puede inspirar el amor (vv.12-15). Acoger el escándalo de la humillación del Hijo de Dios y dejarnos purificar por su caridad (v. 8) nos implica en el dinamismo de la oblación divina, nos impone seguir el ejemplo de Cristo: ésta es la condición indispensable para participar en su memorial, para celebrar la pascua con él.

El discurso de Jesús en la última cena fue una conversación en un clima de amistad, de confianza y, a la vez, el último adiós, que nos da abriendo su corazón. ¡Cómo debió de esperar Jesús esta hora! Era la hora para la cual había venido, la hora de darse a los discípulos, a la humanidad, a la Iglesia. Las palabras del Evangelio rebosan una energía vital que nos supera. El memorial de Jesús —el recuerdo de su cena pascual— no se repite en el tiempo, sino que se renueva, se nos hace presente. Lo que Jesús hizo aquel día, en aquella hora, es lo que él todavía, aquí presente, hace para nosotros. Por eso no dudamos en sentirnos de verdad en aquella única hora en la que Jesús se entregó a sí mismo por todos, como don y testimonio del amor del Padre.

Nosotros, por consiguiente, debemos aprender de Jesús, que nos dice: “Os he dado ejemplo...” Debemos aprender de él a decir siempre “gracias” y a celebrar la eucaristía en la vida entrando en la dinámica del amor que se ofrece y sacrifica a sí mismo para hacer vivir al otro. El rito del lavatorio de los pies tiene como finalidad recordarnos que el mandamiento del Señor debe llevarse a la práctica en el día a día: servirnos mutuamente con humildad. La caridad no es un sentimiento vago, no es una experiencia de la que podemos esperar gratificaciones psicológicas, sino que es la voluntad de sacrificarse a sí mismo con Cristo por los demás, sin cálculos. El amor verdadero siempre es gratuito y siempre está disponible: se da pronta y totalmente.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 13, 1-17, para nuestros Mayores. Comunión con Jesús.
Antes de describir la obra de Jesús, el evangelista ha narrado cómo reunió en torno a sí a sus primeros discípulos. Estos aparecen como sus acompañantes. Sin embargo, durante su vida pública, Jesús se dirigió sobre todo al pueblo y a sus enemigos. Son las últimas horas de su vida las que él transcurre a solas con los discípulos, explicándoles lo que será de ellos en el futuro. Esta enseñanza dirigida a los discípulos está contenida en sus palabras de despedida.

La hora de la despedida se caracteriza por la fiesta de la Pascua y por el conocimiento y el amor de Jesús. El sabe que es inminente su pasión y su muerte. Para Jesús no es la hora que se echa ciegamente sobre él, sino la hora que Dios ha establecido para él (cf. 12,27-28). Entre los muchos elementos que la distinguen, dos son aquí puestos de relieve. En primer lugar, es la hora en que Jesús vuelve a la casa del Padre. Jesús conoce con total seguridad su camino y su meta. La muerte no es para él el final, sino el paso hacia el Padre. Y, en segundo lugar, es también la hora en la que él ofrece la máxima prueba de su amor y en la que su amor encuentra cumplimiento, llegando hasta su punto culminante. Todo cuanto Jesús dice y hace está sostenido por este conocimiento y por este amor y tiene lugar en el trasfondo de la fiesta judía de la Pascua. Israel festeja con gratitud los beneficios de Dios, que le ha liberado de la esclavitud y le ha convertido en su pueblo. Jesús lleva a cumplimiento esta liberación, sustrayéndonos de la esclavitud del pecado y de la muerte y dándonos la plena comunión con Dios. Jesús muestra el significado de la entrega de su vida y el valor ejemplar de la misma con el gesto simbólico del lavatorio de los pies.

El marco en el que se lleva a cabo este gesto es señalado a propósito: tiene lugar durante el banquete, en el que queda simbolizada y encuentra su cumplimiento la comunión de vida. Sobre esta cena pesa la sombra de la traición, que rompe la amistad y la transforma en enemistad. Lo que hace Jesús viene de su unión con Dios; el traidor, sin embargo, se deja arrastrar por el demonio. Jesús es conocedor de su mandato y de su misión, como también de su dignidad. En estas circunstancias lava los pies a sus discípulos, prestándoles este humilde servicio de esclavo.

Durante su vida pública, mediante sus acciones de poder y de las declaraciones que comienzan con las palabras «Yo soy», él ha dado a conocer su identidad, lo que ha venido a traer y nuestra necesidad de recurrir a él. El lavatorio de los pies, que es comprendido en su verdadero significado (cf. 13,7), posee un carácter simbólico similar. Con él quiere poner de manifiesto el significado que tiene la entrega de su vida, tal como explica él mismo en el coloquio con Pedro (13,6-11).

Jesús debe comenzar por vencer la resistencia de Pedro y por frenar, después, su celo excesivo. Pedro le reconoce como el Señor y no quiere aceptar su servicio de esclavo. Jesús le hace comprender que lo debe aceptar: quien no lo acepta, no tiene comunión con él, no tiene parte en su destino, en su plenitud de vida con el Padre. Sólo dirigiendo con fe los ojos hacia el Señor clavado en la cruz obtenemos la vida eterna (3,14-15); sólo el Señor elevado en la cruz es el que nos comunica la plenitud del Espíritu (7,38-39). Entregando la vida, Jesús lleva a cumplimiento su amor y su obra; sólo si nos dejamos servir por él, obtenemos la vida eterna.

Pedro da gran valor al hecho de estar unido a Jesús, pero todavía no ha comprendido a Jesús. Por eso no se conforma con aceptar el gesto simbólico; quiere que le sean lavadas también la cabeza y las manos. Jesús hace referencia a la praxis y a la experiencia común, aduciendo así el motivo por el que lava a los discípulos sólo los pies. Su gesto tiene significado simbólico. Pero no es un mero gesto, sino que corresponde a la costumbre y a la necesidad. Cuando uno vuelve a casa del baño, tiene necesidad de lavarse sólo los pies, que se han manchado con el polvo del camino (se acostumbraba entonces a andar descalzos). Jesús hace a sus discípulos este servicio práctico que, como la curación del ciego, está lleno de significado en sí mismo, siendo al mismo tiempo un signo. La purificación externa significa que sólo él, con el don de la propia vida, hace puros a los discípulos, es decir, les capacita y dispone para la unión perfecta con Dios.

El lavatorio de los pies expresa también otra realidad: simboliza el servicio insustituible que Jesús nos ofrece y muestra a la vez cómo debemos comportarnos los unos con los otros. Jesús nos obliga a seguir su ejemplo. Servicio y ejemplo de Jesús quedan unidos en igual medida a cuanto él dice: «Pues el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar la propia vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Aquí explica Jesús el significado y la eficacia de su muerte, al mismo tiempo que da un fundamento esencial al deber que sus discípulos tienen de servir (Mc 10,43-44). Al don de la vida que él nos ha hecho es al que nosotros debemos nuestra plena comunión con él y, a través de él, con Dios. Esta unión no podemos dárnosla nunca nosotros mismos; es puro don. Pero no es una unión pasiva, basada sobre un estado nuestro de inercia, dejándonos servir. Precisamente la comunión con Jesús nos hace participar en su servicio. Quien rechaza este servicio se excluye de la comunión. Todo cuanto el Señor y el Maestro hace, muestra al que es siervo y criado lo que debe hacer también él. Al evangelista le gusta mirar continuamente más allá de los acontecimientos externos, tender su mirada hacia el interior, reconocer los valores decisivos y las fuerzas dominantes. También nosotros debemos contemplar estos valores y fuerzas, intentando percibir toda su importancia y su significado. Sólo así podremos llegar a comprender el sentido de la misión y de las palabras de Jesús. Estos valores son la vinculación de Jesús con el Padre, de donde él viene y a donde él vuelve; el amor que él muestra por los suyos, entregando la propia vida y haciendo así posible la plena participación en su destino; su ejemplo, que compromete al servicio también a sus seguidores.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 13,1-15, de Joven para Joven. “IN CENA DOMINI”
La Iglesia conmemora en este día la Última Cena de Jesús, cena que se hace presente en la Eucaristía.

Según los Sinópticos, la Última Cena tuvo lugar con ocasión de la Pascua judía. Por eso, la primera lectura de hoy refiere las disposiciones dadas por Dios al pueblo judío para la Pascua, antes de la salida de Egipto. La segunda lectura es el relato que hace Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, de la cena del Señor en la noche en que iba a ser entregado. El evangelio refiere otro episodio de esa misma noche: Jesús, en actitud de servicio, lava los pies a sus discípulos.

La Pascua ha sido un momento decisivo en la vida del pueblo judío. El pueblo se encuentra en Egipto, esclavo, sufriendo una opresión que se volvía cada vez más pesada y mortífera porque, además de las medidas de represión adoptadas por el faraón, estaba también la muerte de los niños judíos varones.

El Señor interviene y ordena a Moisés y Aarón preparar la Pascua. Los judíos deben procurarse un cordero por familia; después, a la noche, deben matarlo y untar con su sangre las jambas y el dintel de las puertas de las casas donde habitan.

El Señor anuncia: «Esa noche atravesaré todo el territorio egipcio dando muerte a todos sus primogénitos, de hombres y de animales; y haré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo soy el Señor». De este modo, gracias a esta intervención decisiva del Señor, se pondrá fin a la opresión.

«La sangre será vuestra contraseña en las casas donde estéis: cuando vea la sangre, pasaré de largo; no os tocará la plaga exterminadora cuando yo pase hiriendo a Egipto.» La sangre será la señal para que el flagelo pase de largo. La palabra «Pascua» significa, en efecto, «pasar de largo».

Así empieza la historia del pueblo judío, la historia del Éxodo, del camino hacia la tierra prometida. Y cada año se conmemora este acontecimiento con el rito de la Pascua en toda familia judía.

Jesús debe celebrar su Pascua durante esta fiesta judía, y la hace preparar con gran cuidado.

Pablo refiere en la segunda lectura: «El Señor, la noche que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo, después de cenar, tomó la copa y dijo: Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que la bebéis en memoria mía».

Ésta es la Pascua cristiana: un paso extraordinariamente dramático y positivo. En efecto, Jesús transforma toda la situación con estos gestos sencillos y con estas palabras inesperadas.

Sabe que va a ser entregado; sabe que será procesado, condenado, maltratado, ajusticiado con el suplicio de los esclavos, la cruz. Ya se lo había dicho a los apóstoles. Pero en la noche del Jueves Santo toma por anticipado todos estos acontecimientos, los hace presentes en el pan partido y en el vino, y transforma todos estos acontecimientos en ocasión de la entrega más generosa, más completa, de sí mismo por nuestra salvación.

No es posible imaginar una transformación del acontecimiento más radical que ésta: unos acontecimientos crueles se convierten en ocasión de una entrega de amor, de una fundación de alianza.

Toda nuestra vida cristiana se basa en esta transformación de la muerte de Jesús en acontecimiento de alianza, en virtud de la generosidad de corazón que Jesús manifiesta la noche de la Última Cena.

Deberíamos reflexionar a menudo sobre este suceso extraordinario y darnos cuenta de la generosidad de corazón que Jesús mostró en tales circunstancias. Jesús ha invertido el sentido de la muerte: ésta, que de por sí es un acontecimiento de ruptura, se ha convertido, gracias a él, en un acontecimiento de alianza.

El evangelio de Juan no refiere este episodio de la Última Cena. El evangelista ya ha hablado de él en el discurso del Pan de Vida (cf. Juan 6), en el que Jesús había dicho: «El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne» (Juan 6,51); «si no coméis la carne y bebéis la sangre de este Hombre, no tenéis vida en vosotros» (6,53); «Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (6,56). Es preciso recibir la Eucaristía para estar verdaderamente llenos de amor.

Juan, en vez de la Última Cena de Jesús, refiere otro episodio, muy significativo y que, en cierto sentido, es de más utilidad para nuestra vida cristiana, en cuanto modelo de comportamiento. Jesús dice, en efecto, al final del episodio: «Os he dado ejemplo para que hagáis lo que yo he hecho».

Dar la propia vida por los otros es un acto que no realiza todo el mundo: es un acto raro. No es algo que pase cada día, no es algo que hagan muchas personas. Sin embargo, servir a los otros sí es algo que podemos y debemos hacer cada día. Toda nuestra vida cristiana debe ser un servicio. Y Jesús lo ha querido indicar de una manera muy expresiva con el episodio del lavatorio de los pies.

Jesús, Maestro y Señor, se quita el manto, coge una toalla, se la ciñe a la cintura, echa agua en una jofaina y empieza a prestar el servicio del esclavo. En efecto, lavar los pies de los invitados era tarea del esclavo. Jesús quiso hacerlo.

Simón Pedro no quiere aceptar este servicio. Le parece que el Señor renuncia de este modo a su dignidad. Y así es de hecho; el Señor renuncia a su propia dignidad para servir humildemente: se humilla ante sus discípulos. Jesús le dice entonces a Pedro: «Si no te lavo, no tienes que ver conmigo».

Todos debemos aceptar que el Señor nos lave los pies, que nos libere de nuestros pecados, para poder tener parte con él. Debemos aceptar, en particular, que nos purifique con el sacramento de la reconciliación, a fin de poder participar en la Eucaristía.

Después de oír estas palabras de Jesús, Pedro acepta. Todavía no ha comprendido bien, pero comprenderá más tarde.

Jesús nos brinda así una enseñanza fundamental, expresa el sentido de todo su misterio pascual. Ya había dicho: «Pues el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mc 10,45).

La pasión de Jesús es un servicio llevado al extremo, un servicio en el que todo el ser humano de Jesús se consuma, por así decirlo, por nosotros.

Esto nos hace comprender que la Eucaristía es Jesús que se pone a nuestro servicio. El se hace nuestro alimento, nuestra bebida. No es posible ponerse al servicio de otra persona de una manera más completa, más perfecta que ésta.

Jesús desea mostrarnos precisamente con toda claridad este sentido en el servicio, porque es esencial para la vida cristiana. Los cristianos no están hechos para ser servidos, sino para servir y para vivir en el amor de una manera efectiva.

Nuestra vocación es una vocación al amor. Dios nos ha creado para comunicarnos su amor y para hacernos capaces de vivir en el amor. Ahora bien, el amor sin el servicio es un amor vacío, no es un amor auténtico. Y, por otra parte, el servicio sin amor es una esclavitud y, en consecuencia, no es digno del ser humano. Es preciso mantener estrechamente la unión de estos dos elementos: el servicio y el amor. Esta es la gran enseñanza que nos brinda Jesús en la Última Cena.

Al recibir la Comunión, aceptamos que el Señor Jesús nos plasme, en el sentido de hacernos siervos, a cada uno según su vocación. No hay, de hecho, vocaciones idénticas, pero todas las vocaciones son modalidades de servicio con amor.

Amar y servir: ésta es la gran enseñanza del Jueves Santo.

Pidamos al Señor que infunda en nuestro corazón este espíritu de amor y de servicio, que puede transformar el mundo que nos rodea. Si en vez de la búsqueda del dinero, del poder y del placer, reinara por todas partes este espíritu de amor y de servicio, el mundo se convertiría en un paraíso. Nuestra vocación es impulsar al mundo en esta dirección.

Elevación Espiritual para este día.
Mi Señor se quita el manto, se ciñe una toalla, echa agua en la jofaina y lava los pies a sus discípulos: también quiere lavarnos los pies a nosotros. Y no sólo a Pedro, sino a cada uno de los fieles nos dice: “Si no te lavo los pies, no podrás contarte entre los míos”. Ven, Señor Jesús, deja el manto que te has puesto por mí. Despójate, para revestirte de tu misericordia. Cíñete una toalla, para que nos ciñas con tu don: la inmortalidad. Echa agua en la jofaina y lávanos no sólo los pies, sino también la cabeza; no sólo los pies de nuestro cuerpo, sino también los del alma. Quiero despojarme de toda suciedad propia de nuestra fragilidad.

¡Qué grande es este misterio! Como un siervo lavas los pies a tus siervos y como Dios mandas rocío del cielo. También yo quiero lavar los pies a mis hermanos, quiero cumplir el mandato del Señor. Él me mandó no avergonzarme ni desdeñar el cumplir lo que él mismo hizo antes que yo. Me aprovecho del misterio de la humildad: mientras lavo a los otros, purifico mis manchas (san Ambrosio, El Espíritu Santo 1, 12-15).

Reflexión Espiritual para el día.
El día de Jueves Santo se celebra la memoria de la primera vez que Nuestro Señor tomó el pan y lo convirtió en su cuerpo, tomó el vino y lo transformó en su sangre. Esta verdad requiere de nosotros una gran humildad, que sólo puede ser un don suyo. Me refiero a esa humildad de mente por la que conocemos la verdad de que lo que antes era pan ahora es su cuerpo y lo que antes era vino ahora es su sangre. Por eso nos arrodillamos para honrar a Jesús en el Santísimo Sacramento. Sucesivamente, cuando se ora ante el altar de la Reserva, nos damos cuenta de cómo estamos unidos a él en el sufrimiento del huerto de Getsemaní, tan cercanos a él como María Magdalena cuando lo encontró en el huerto el primer domingo de pascua: este hecho es el que nos causa más extrañeza.

El día de Jueves Santo evocamos también cómo nuestro Señor, durante la última cena, se levantó y se puso a lavar los pies da sus apóstoles y, con este gesto, nos mostró algo de la divina bondad. Jesús nos revela en qué consiste lo divino. Jesús lavó los pies de sus discípulos para mostrar las atenciones y la gran bondad que Dios tiene con nosotros. Es un pensamiento maravilloso que podría ocupar nuestra mente y nuestras plegarias.

Si esta bondad divina puede manifestársenos, ¿qué podremos hacer nosotros a cambio? ¿No deberíamos igualar esta dulce bondad suya, que rebosa amor por nosotros, y brindar la misma bondad y el mismo amor? Esto demostraría que el amor, la caridad cristiana, no es sólo una palabra fácil, sino algo que nos lleva a la acción y al servicio, especialmente al de los pobres y al de cuantos pasan necesidad.

El Rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia.
Descripción del ceremonial judío de la comida pascual.
Este análisis proviene de los medios sacerdotales, así como de las últimas disposiciones legislativas de la Escritura, en las que se subraya un interés especial porque el judío instalado en la Tierra Prometida adopte de nuevo la actitud de disponibilidad que caracterizó a sus antepasados el día de su liberación de Egipto.

Cuando come de pie, ceñida la cintura y de prisa, el israelita pone de manifiesto que la Pascua le concierne personalmente y opera su propia liberación. Que el rito de la comida sea un calco, en este ceremonial, de los antiguos ritos de inmolación del cordero y de la aspersión de las puertas, es significativo.

El cordero no sólo es inmolado, sino también comido, comprometiendo aún más a los comensales en el misterio de la fiesta.

Los redactores sacerdotales de este ritual lo incluyen en el calendario perpetuo en uso dentro de ciertas capas de la población. Según este nuevo cómputo, el mes de la Pascua (marzo-abril) es el primero del año, mientras que la fiesta del Año Nuevo coincidía hasta entonces con la de los Tabernáculos (septiembre). Una prescripción de esta clase preludia a la era cristiana, en que la fiesta de los Tebernáculos será asimilada totalmente a la de Pascua.

Por otra parte, el ritual de los panes sin levadura proviene de una costumbre campesina relacionada con la cosecha de la cebada. Estaba prohibido mezclar levadura añeja con la harina nueva: era, pues, preciso esperar a que la nueva harina formase su propia levadura, lo que implicaba que durante cierto tiempo se comiese pan sin levadura. Pero los judíos han incorporado este rito de origen campesino en la perspectivas nómadas de su religión y han visto en esto panes ázimos el signo de la prisa con que los hebreos han huido de Egipto (Ex. 12, 33-34). Esta "prisa" ha quedado ligada al ritual de la comida pascual judía.

El elemento esencial del rito pascual, costumbre nómada en su origen, consistía en la inmolación de un cordero, cuya sangre era considerada como una salvaguarda contra epidemias y enfermedades (Ex. 12, 21-22; 22, 14-17; Lev. 23, 10-12). Es posible que la práctica de tal rito haya coincidido algún día con una preservación efectiva de la plagas de Egipto: el cordero inmolado deviene entonces, a los ojos del pueblo hebreo dejado en libertad, el signo de su liberación y de su constitución como pueblo libre (Ex. 12, 23-29).

El ceremonial de esta fiesta se amplía al paso de los siglos: se extiende a siete días durante los cuales estaba prohibido toda clase de trabajos y se fundió, finalmente, con la fiesta agrícola de los ázimos (Dt. 16, 1-8; 2 Re. 23, 21-23). Pero el elemento más original de esta institución es el resultado de la reflexión de los primeros profetas y del Deuteronomio: el padre de familia se veía obligado a explicar el rito celebrado durante la comida.

Gracias a esta catequesis añadida al rito, los comensales se sentían auténticamente concernidos e impulsados a renovar por sí mismos el rito liberador (Ex. 12, 25-27; 13, 7-8; Dt. 16, 1-8: precisamente tú, que has salido de Egipto). Al insistir en la manducación del cordero, más incluso que en su inmolación o la aspersión de su sangre, el Antiguo Testamento hacia resaltar este carácter de liberación personal (Dt. 16, 6-7; Ex. 12, 1-12).

Más que un rito que se limita a evocar un hecho antiguo, el ritual del cordero era un signo que concernía directamente a los que tomaban parte en la comida y contribuía a su propia liberación.

Cuando los profetas anunciaron el fin inminente del exilio en Babilonia, hicieron alusión a un nuevo Éxodo, recurriendo de nuevo a la imagen del cordero pascual. La fiesta de la Pascua, durante la cual este cordero era inmolado y consumido, pasó a ser entonces el signo de la liberación futura, considerada, sobre todo, como una liberación del pecado.

Algunos textos, dedicados en su totalidad a esa escatología, tales como Is. 10, 25-27; 40, 1-11; 2 Mac. 2, 7-8; Eclo. 36, 10-13, podrían haber sido pronunciados o leídos con ocasión de la fiesta de la Pascua. Con Ezequiel, la fiesta de la Pascua deviene esencialmente fiesta de la restauración del pueblo, en la que se multiplicaron los ritos de expiación (Ez. 45, 18-25; Lev. 23, 5-14; 2 Cro. 30-35) para obtener de ella el máximo fruto.

Después de reconocer en Jesús el verdadero cordero (Jn. 13, 1; 18, 28) y haber visto la estrecha relación entre la inmolación de los corderos en el Templo con la muerte de Cristo (Jn. 19, 14, 31, 42; 1 Cor. 5, 6-8), Juan invita a su lector a que haga lo posible por comprender que toda la doctrina del rito pascual se halla realizada plenamente en el sacrificio de Cristo, que es quien sienta las bases del pueblo definitivo, le procura la liberación total del mal y sitúa al cristiano como un peregrino en marcha hacia la Tierra Prometida (1 Pe. 1, 17) donde reinará el Cordero rodeado de todo el pueblo rescatado por El (Ap. 5, 6-13; 7, 2-17; 12, 11; 19, 1-9) 
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