5 de abril de 2010. LUNES DE LA OCTAVA DE PASCUA: (Ciclo C). Primera semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Vicente Ferrer pb, Irene Vg mr Catalina Thomás vg. Juliana vg, Guillermo ab, Gala Vd, Ireneo ob, Eutiquio ob.
LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 2,14.22-23: Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos
Salmo 15: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
Mt 28,8-15: Avisen a mis hermanos que vayan a Galilea, donde me verán.
Si este texto se escribiera en un diario de hoy, podría ser titulado: “Roban el cadáver de uno de los crucificados el viernes pasado” . Esa era la historia oficial que todavía circulaba cincuenta años después cuando se escribió el evangelio de Mateo. Sin embargo había otra historia que contaban las mujeres en las comunidades: el Señor resucitó. Y esta versión es la que ha corrido durante más de 2000 años y ha llegado hasta nosotros hoy.
La fe en que, ese Jesús que fue crucificado ha resucitado, es un don de Dios, que exige una respuesta y obliga a una tarea.
Nadie puede creer en Jesús si el Espíritu Santo no actúa con su gracia. Gracia que significa vida y gracia que significa gratis. “Amor saca amor” decía santa Teresa. Debemos responder al amor.
Quienes creemos que Jesús está vivo queremos comprometernos en la tarea de servir al reino, no por merecer recompensas sino por “urgencia retributiva” (J. Sobrino)
En medio de nuestras desesperanzas y miedos, Jesús nos dice: “No teman. Alégrense. Vuelvan al comienzo del camino y recórranlo nuevamente llenos de esperanza”. Y en la misión de hacer presente el reino experimentaremos con certeza que el Señor resucitó.
PRIMERA LECTURA.
Hechos 2,14.22-23
Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos
El día de Pentecostés, Pedro, de pie con los Once, pidió atención y les dirigió la palabra: "Judíos y vecinos todos de Jerusalén, escuchad mis palabras y enteraos bien de lo que pasa. Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús Nazareno, el hombre que Dios acreditó ante vosotros realizando por su medio los milagros, signos y prodigios que conocéis. Conforme al designio previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y vosotros, por mano de paganos, lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio, pues David dice, refiriéndose a él: "Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia."
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: El patriarca David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero era profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo; cuando dijo que "no lo entregaría a la muerte y que su carne no conocería la corrupción", hablaba previendo la resurrección del Mesías. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, de lo cual todos nosotros somos testigos. Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 15
R/.Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; / yo digo al Señor: "Tú eres mi bien." / El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; / mi suerte está en tu mano. R.
Bendeciré al Señor, que me aconseja, / hasta de noche me instruye internamente. / Tengo siempre presente al Señor, / con él a mi derecha no vacilaré. R.
Por eso se me alegra el corazón, / se gozan mis entrañas, / y mi carne descansa serena. / Porque no me entregarás a la muerte, / ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R.
Me enseñarás el sendero de la vida, / me saciarás de gozo en tu presencia, / de alegría perpetua a tu derecha. R.
SEGUNDA LECTURA.
SANTO EVANGELIO.
Mateo 28,8-15
Comunicad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán
En aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: "Alegraos." Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: "No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán."
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles: "Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros." Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy.
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,14.22-32.
El discurso de Pedro en Pentecostés presenta el kerigma, el anuncio fundamental: Jesús, hombre acreditado por Dios en vida con milagros de todo tipo, fue rechazado por los hombres. Pero Dios ha confirmado la justedad de su causa y le ha expresado su aceptación exaltándolo con la resurrección. El sello de Dios sobre Jesús, tanto en vida como en su muerte, está completo. Es más, todo estaba previsto en el plan de Dios, como se deduce del Sal 15, donde expresa David su esperanza de no verse abandonado a la corrupción de la muerte. Lo que no llegó a realizarse en David, se realiza ahora en Jesús de Nazaret, al que Dios resucitó de entre los muertos. « Y de ello somos testigos todos nosotros. » Pedro anuncia hechos reales, como la vida ejemplar de Jesús; su muerte como obra conjunta de los presentes y de los paganos; su resurrección; el testimonio de los apóstoles. Todo ello forma parte del plan de Dios diseñado en las Escrituras. El pasaje ofrece, por tanto, un ejemplo de la primera predicación apostólica, centrada en Jesús de Nazaret, sobre su extraordinario acontecimiento humano, sobre la responsabilidad de quienes le rechazaron, sobre la absoluta presencia de Dios en su vida.
Comentario del Salmo 15
Este salmo es un himno de alabanza. Se alaba al Señor con todas las fuerzas y se le da gracias por todos los beneficios que ha concedido a una persona (1b-2) y a todo el pueblo (7-19). El salmista bendice a Dios e invita a todas las realidades creadas a que hagan lo mismo.
Es un salmo de confianza individual, en el que alguien expone su absoluta confianza en el Señor (2), al que considera su refugio (1), amigo íntimo (7) y alguien siempre cercano (8); en él pone una confianza total incluso ante la barrera fatal, la muerte (10), con el convencimiento de que Dios le mostrará el camino de la vida, proporcionándole una alegría perpetua (11).
Las traducciones de este salmo suelen diferir bastante unas de otras. La razón es que el texto original (hebreo) se encuentra en mal estado de conservación y tiene palabras incomprensibles. Tal vez sea posible identificar tres partes: 1; 2-6; 7-11. La primera funciona a modo de introducción, Incluye una petición (“Protégeme”) y presenta un gesto de confianza («pues me refugio en ti»).
La segunda (2-6) es una especie de profesión de fe. El salmista ha elegido al Señor como su bien (2), rechazando, por consiguiente, todos los ídolos y señores del inundo y todas las prácticas de idolatría a que dan lugar (3-4). Vuelve a hablar del Señor como su bien absoluto, diciendo que es la parte de la herencia —una herencia deliciosa, la más bella— que le ha tocado (en Israel, tradicionalmente, la herencia era la tierra) y su copa, en cuyas manos está el destino del salmista (5-6).
La tercera parte (7-11) viene marcada por la idea del camino, El Señor es el consejero permanente del fiel, incluso de noche (7); va caminando por delante, impidiendo que el salmista vacile (8), lo llena de alegría (9) y no permite que el fiel conozca la muerte (10), sino que le enseña el camino de la vida y le proporciona una alegría sin fin (11).
«Confianza» y «alegría» son dos términos característicos de este salmo. Ambas realidades provienen, de hecho, de la gran intimidad que hay entre el salmista y Dios. En efecto, el Señor va por delante, mostrándole el camino, pero también está a la derecha del fiel (el lugar más importante). La conclusión del salmo sitúa al fiel, lleno de gozo y felicidad, ante el Señor e, inmediatamente después, es el fiel el que está a la derecha de Dios. Este baile de posiciones (delante, a la derecha) pone de manifiesto la intimidad entre estos dos amigos y compañeros.
El cuerpo del salmista viene a ser como una especie de caja de resonancia en la que vibran la confianza y la alegría. Se habla de manos que evitan derramar libaciones a los ídolos y de labios que se niegan a pronunciar sus nombres (4); también se habla del corazón que se alegra, de las entrañas que exultan, de la carne (el cuerpo entero) que reposa serena (9), pues no conocerá el sepulcro, porque la muerte, la que destruye el cuerpo, va a ser destruida (10). Confianza, gozo, alegría e intimidad con Dios determinan la vida de esta persona noche y día (7)
Quien compuso este salmo vivía en una situación difícil caracterizada por un ambiente hostil, De hecho, se habla de los «dioses y señores de la tierra» (3) que multiplican las estatuas de dioses extraños e invitan a la gente a que invoquen el nombre de los ídolos y les presenten ofrendas (4). Estamos, por tanto, en un período de idolatría generalizada bajo el patrocinio de los «señores de la tierra», los poderosos. ¿Qué es lo que le sucede al que no acepta esta situación? El Antiguo Testamento registra algunos casos paradigmáticos: ¿Qué es lo que pretendía hacer Jezabel en contra del profeta Elías? ¿Qué hizo el rey Nabucodonosor con quien no adoró la estatua que había levantado? (cf Dan 3,1-23). ¿Y qué le sucedió a Eleazar cuando se negó a violar la ley de su pueblo que prohibía comer carne de cerdo? (cf 2Mac 6,18-31).
Algo parecido sucede en este salmo. Resulta difícil identificar la época en que surgió, pero es evidente que estamos viviendo un tiempo de idolatría generalizada, con el consiguiente conflicto entre los seguidores de los ídolos y los fieles al Señor. La gente va aceptando pasivamente los ídolos y les presentan ofrendas (las libaciones de sangre llevan a pensar en sacrificios humanos), abandonando de este modo el culto al Señor. Los que no se conforman, ponen en peligro su vida. Por eso el salmista, expresando su confianza absoluta en el Dios de la vida, afirma: «No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel que conozca el sepulcro» (10). Lleno de confianza, esta persona pide: “Protégeme, Dios mío, pues me refugio en ti” (1b), ya que es consciente de que su vida corre peligro.
Los versículos 5 y 6 hablan de la herencia, un lugar delicioso, la heredad más bella. Estas palabras nos recuerdan la tierra, el don sagrado que el Señor hace a su pueblo. Parece ser que este fiel ha perdido la tierra, la herencia del Señor, pero no la confianza.
Tratándose de un salmo de confianza, muestra a un Dios próximo, refugio, el bien supremo de la persona, herencia y copa del fiel, aquel que tiene en sus manos el destino de la criatura, consejero que instruye incluso de noche, que camina por delante, que se pone a la derecha de la persona, que no la deja morir sino que, más bien, le enseña el camino de la vida y pone al salmista a su derecha, el puesto de honor.
Este Dios sólo puede ser Yavé, «el Señor», el Dios compañero que, en el pasado, selló una Alianza con todo el pueblo. El salmista tiene esa confianza porque sabe que el Señor es el aliado fiel. Es algo que tiene en su mente, en su carne y en su sangre. Por eso manifiesta una confianza incondicional.
En el Nuevo Testamento, Jesús es motivo de confianza para el pueblo (Mc 5,36; 6,50; Jn 14,1; 16,33). El mismo manifiesta una absoluta confianza en el Padre (Jn 11,42).
Los primeros cristianos leyeron los versículos finales de este salmo a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús.
Este salmo es adecuado para cuando deseamos manifestar una total y absoluta confianza en Dios; podemos rezarlo cuando vemos cómo se multiplican los ídolos y las prácticas idolátricas; cuando sentimos la tentación de abandonar la fe; cuando nuestra vida corre peligro; cuando queremos expresar con el cuerpo el gozo y la alegría que nos produce creer en Dios...
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 28,8-15.
El pasaje bíblico narra dos encuentros diferentes: el primero, entre Jesús y las mujeres, cuando éstas iban de camino para llevar el mensaje de la resurrección a los discípulos (vv 8-10); el segundo, entre los sumos sacerdotes y los guardianes del sepulcro, que se dirigen a los jefes del pueblo para informarles de las cosas que han pasado (vv. 11-15). El hecho central sigue siendo la tumba vacía, y, sobre ésta, Mateo nos ofrece dos posibles interpretaciones: o bien Jesús ha resucitado, o bien ha sido robado por sus discípulos. Al lector le corresponde la fácil elección, que no es, ciertamente, la de la mentira organizada por los sumos sacerdotes, sino la del testimonio dado por las mujeres. A ellas les dice Jesús: “Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán” (v. 10). El acontecimiento de la resurrección es un hecho sobrenatural, y sólo la fe puede penetrarlo, como es el caso de la fe de las mujeres, discípulas y mensajeras de Cristo resucitado.
No es difícil ver en el texto el trasfondo de una polémica entre los jefes del pueblo y los discípulos de Jesús en torno a la resurrección de Jesús. Mateo escribió su evangelio cuando todavía estaba vivo el contraste entre la comunidad cristiana del siglo 1, que con la resurrección del Señor ve inaugurados los tiempos del mundo nuevo e inaugurado el Reino de Dios basado en el amor, y las autoridades judías, que, una vez más, rechazan a Jesús como Mesías, esperando a otro salvador.
La resurrección será siempre un signo de contradicción para todos y cada uno de los hombres: para los que están abiertos a la fe y al amor, es fuente de vida y salvación; para los que la rechazan, se vuelve motivo de juicio y condena.
“Vosotros le matasteis, pero Dios le ha resucitado”: ésta es la primera predicación apostólica, y es y será la perenne predicación de la Iglesia basada en los apóstoles. Pedro y la Iglesia existen para repetir a lo largo de los siglos este anuncio. Un anuncio sorprendente, aunque no de una idea, sino de un hecho inimaginable, imprevisible, que contiene toda la dimensión negativa de la historia y toda la dimensión positiva de la voluntad de Dios, que reasume todo el poder destructivo de la maldad humana y todo el poder de reconstrucción de la bondad ilimitada de Dios.
Soy apóstol en la medida en que anuncio esta realidad, me siento identificado con este anuncio, tengo el valor de descubrir y de repetir, en las mil formas diferentes de la vida diaria, que el mal ha sido vencido y que será vencido, que el amor ha sido y será más fuerte que el odio, que no hay tinieblas que no puedan ser vencidas por el poder de Dios, porque Cristo ha resucitado, «pues era imposible que la muerte lo retuviera en su poder». Soy apóstol si anuncio la resurrección de Cristo con mi boca, con una actitud positiva hacia la vida, con el optimismo de quien sabe que el Padre quiere liberarme también a mí, también a nosotros, “de las ataduras de la muerte”, de la última y de las penúltimas; de quien sabe que ahora su amor está en acción para llevarlo todo hacia la Vida.
Me pregunto hoy si soy apóstol y si lo soy como Pedro o bien a mi manera, como anunciador inconsciente de mensajes, ideas y pensamientos más bien periféricos respecto al hecho fundamental de la resurrección.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 28,8-15 para nuestros Mayores. Aparición a las mujeres.
Relieve pascual. Socialmente las grandes celebraciones de Semana Santa terminan el mismo domingo de Pascua, en que se apagan los cirios de los pasos y callan las trompetas y los tambores de las procesiones. Está claro que vivimos más un cristianismo de Viernes Santo que de Domingo de Resurrección, es decir, más doloroso que jubiloso. Sin embargo, desde el pensamiento bíblico, la teología y la liturgia, la culminación de todas las celebraciones y “la fiesta de las fiestas” es la Vigilia Pascual.
Las primeras comunidades cristianas la prolongaban durante toda la noche hasta que asomaba el sol por el horizonte, al que aclamaban como símbolo de Cristo, vencedor con su resurrección del pecado y de la muerte. En la Vigilia Pascual tenía lugar la solemne celebración del bautismo de los catecúmenos. Muchas comunidades cristianas han recuperado esta celebración jubilosa y larga. Si los cincuenta días del tiempo pascual constituyen una sola y única fiesta, un “gran domingo”, según san Atanasio, la primera semana, la “octava”, goza de gran relieve, de modo que no se permite ninguna otra celebración.
La semana grande no es la semana de pasión, sino la de resurrección. Cada uno de sus días tiene mayor solemnidad litúrgica que un domingo. En las primeras comunidades cristianas los recién bautizados llevaban durante toda la semana túnicas blancas en señal de fiesta grande. La relevancia litúrgica responde a la teológica, y ha de ser la clave de la espiritualidad del cristiano. Estamos en el corazón mismo del misterio cristiano. La fe en la resurrección de Jesús es su mástil central; sin él, todo se viene abajo estrepitosamente (1 Co 15,14). Y es que la resurrección de Jesús no es un acontecimiento que le afecte únicamente a él, como si se tratara de la coronación de un héroe. En Jesús de Nazaret hemos resucitado todos, ya que él es la cabeza de la humanidad entera, pues somos un solo cuerpo (1 Co 15,23; 12,13). Él señala la meta y el camino (1 Co 12,13); él es la clave para entender al hombre y la historia; con él, la revelación llega a su plenitud, empieza la etapa final de la historia de la salvación, nace el hombre nuevo, la nueva humanidad redimida.
Por eso el anuncio nuclear (kerigma) de los apóstoles consistió en proclamar: “Jesús fue el hombre a quien Dios acreditó; lo crucificasteis y lo matasteis; Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte” (Hch 2,22-24). La pascua de Cristo nos señala el camino: “Si morimos con él, como el grano de trigo, entregando la vida, viviremos con él acumulando la vida que entregamos (2 Tm 2,11; Jn 12,24).
El Señor está con nosotros. Pascua evoca otra realidad fecunda. Jesús, al resucitar, no ha emigrado a una lejana galaxia, sino que ha iniciado una nueva forma de presencia espiritual que no está condicionada por las categorías de tiempo y espacio, y que por ello es omnipresencia (Mt 28,20). Pascua es celebración de esta presencia dinámica de Jesús resucitado y de su Espíritu entre nosotros. Muchos escritores entienden que los cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión, en los que Jesús resucitado se hace “visible”, simbolizan la historia entera hasta el fin de los siglos, y que la Ascensión no es sino la segunda venida del Señor, en la que culminará la historia. Entretanto sigue actuando “en” y “por” la comunidad (Mt 18,20), en la que proclama su Palabra, comparte su Cuerpo y Sangre y celebra el perdón.
Éste es el sentido de los relatos pascuales, en los que se muestra a Cristo compartiendo con los suyos Palabra y Pan (Lc 24,30-32), pan y peces (Jn 21,13). Por eso Marcos levanta acta: “El Señor cooperaba confirmando el mensaje con las señales” (Mc 16,20).
Los evangelistas invitan a superar la envidia de los contemporáneos de Jesús. Él se manifiesta en los sacramentos y en el hermano, pero sólo se le descubre con mirada de fe. Por eso, el espíritu pascual es para todo año. La auténtica espiritualidad evangélica es pascual, siempre más rica, más gozosa y más dinamizadora. Brota de la presencia del Resucitado, que infunde alegría y confianza.
Testigos y mensajeros. La resurrección de Jesús no fue un hecho constatable. Los testigos se encuentran con el hecho consumado sin información sobre el modo. Se trata de un acontecimiento sobrenatural, admisible únicamente desde la fe y por los signos de la fe. Para los que cierran el corazón a ella, la resurrección queda en el terreno de la leyenda. Es el caso de muchos judíos.
En el momento en que Mateo escribe su evangelio continúa el acoso de la sinagoga a las comunidades cristianas. La existencia de la comunidad de Jerusalén y su predicación eran una denuncia constante contra las autoridades judías, porque significaba que ya había tenido lugar la última y definitiva intervención de Dios en la historia y habían comenzado los tiempos últimos. Que los judíos siguiesen esperando todo esto para el futuro estaba, por tanto, fuera de lugar. Ellos habían perdido ya su razón de ser y debían convertirse a la nueva realidad. En lugar de hacerlo, divulgan la calumnia de que los discípulos habían desaparecido el cadáver de Jesús.
El relato de Mateo es la respuesta a la calumnia. Que Jesús vive, lo testifican muchos testigos a los que les ha salido al encuentro, como les ocurrió a sus amigas en la mañana de la resurrección. Pero ello requiere ir a su encuentro, tener la mirada de fe y un corazón trasparente como el suyo. Los modos serán distintos, pero lo cierto es que el Señor se manifiesta a quien le busca.
Y Jesús se nos manifiesta para que lo anunciemos. Él constituye a las mujeres amigas en testigos, aun cuando eran recusadas para tal función por el derecho judío: “Id a anunciar a mis hermanos. Todo encuentro con el Señor es una misión.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 28, 1-15, de Joven para Joven.
Mateo ha recogido, para refutarla, la hipótesis de la presencia de guardias en la tumba de Jesús. Eso explica algunas diferencias respecto a los otros evangelios. Dado que el sepulcro está sellado y vigilado, las mujeres se acercan simplemente a verlo. La presencia de la guardia implica que encuentren el sepulcro todavía cerrado y que se abra por la intervención sobrenatural de un ángel. El evangelista se burla de los guardias, muy sacudidos después del signo teofánico de la sacudida del terremoto: los que estaban encargados de custodiar a un muerto y de intimidar a eventuales ladrones se quedan como muertos de miedo (v. 4).
Las mujeres, en cambio, no deben temer, porque ellas buscan a Jesús. Su fidelidad al Maestro en la hora del dolor (27,55.61) obtiene un anuncio sorprendente: «No está aquí, ha resucitado» (v. 6). Se las invita a constatar que el sepulcro está vacío: de este modo se convierten en testigos autorizados precisamente las mujeres, cuyo testimonio no era considerado válido en el mundo judío.
La secuencia de los verbos y de los adverbios (vv 6b-7) expresa la urgencia de la misión confiada a las discípulas, que la acogen con una entrega total. La gran alegría que las anima se multiplica hasta el infinito cuando el Resucitado en persona es quien la augura y quien la otorga, saliéndoles al encuentro.
La carrera de las mujeres se detiene a los pies de Jesús. El mismo Señor les repite las palabras tranquilizadoras: «No temáis», y les confirma la tarea del anuncio a aquellos a los que llama «mis hermanos». La carrera de la palabra vuelve a partir para suscitar la fe, pero, al mismo tiempo, se difunde la calumnia de la incredulidad: a la primera la impulsa la alegría, mientras que la segunda pone en ridículo a sus mismos autores (vv. 11-15), unos centinelas de un espíritu tan torpe que no son capaces de reconocer el surgimiento de una aurora incomparablemente nueva en el horizonte de la humanidad.
Alborear del primer día después del sábado, alborear de una creación nueva: Jesús ha realizado por completo en la tierra la obra que el Padre le encomendó (cf. Jn 17,4), y en el séptimo día reposó en el seno de la misma tierra para preparar su transfiguración desde dentro. Sin embargo, no todos son capaces de captar lo que está sucediendo, puesto que sólo la fe y el amor iluminan la mirada interior. Los guardias del sepulcro ven también la intervención sobrenatural; sin embargo, quedan presos, primero, del terror y, después, de la avidez y de la mentira.
En cambio, ¡cuánta luz inunda el corazón de las discípulas de Jesús, mujeres humildes fieles en el amor hasta la muerte! En la oscuridad del sepulcro vacío se enciende la antorcha de su fe, que de inmediato se vuelve misión, camino hacia los hermanos. Tampoco faltan nunca, en la vida, las noches de la ausencia o incluso de la «muerte de Dios», cuando la esperanza parece verdaderamente sepultada bajo la decepción, bajo los repetidos fracasos. Sin embargo, el Señor prepara en esa oscuridad nuestra misma resurrección, la nueva criatura muerta al pecado y viva para Dios.
Debemos ser capaces de creer contra toda evidencia tomando del Evangelio la fuerza de la fidelidad: las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle (cf. 27,55) no renuncian a seguirle y a servirle también cuando, con su muerte, todo parece acabado. Por su perseverancia y entrega las espera el Resucitado; también nos espera a nosotros, precisamente allí donde son más densas las tinieblas, para introducirnos en su misterio pascual. Allí donde nosotros ya no esperaríamos nada, Cristo nos ha preparado la magna alegría de un encuentro vivificante con él, para hacernos verdaderos discípulos suyos y enviarnos, en su nombre, a nuestros hermanos. No hay noche sin aurora, porque el día y la noche fueron creados en vistas al alba de la resurrección, que se hace presente de nuevo, con toda su eficacia de gracia, en la vida de cada discípulo de Jesús.
Por su parte, él vino desde los cielos a la tierra a causa de los sufrimientos humanos; se revistió de la naturaleza humana en el vientre virginal y apareció como hombre; hizo suyas las pasiones y sufrimientos humanos con su cuerpo sujeto a la pasión, y destruyó las pasiones de la carne, de modo que quien por su espíritu no podía morir acabó con la muerte homicida.
Se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y así nos redimió de idolatrar al mundo, como en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos salvó de la esclavitud diabólica, como en otro tiempo a Israel de la mano del faraón; y marcó nuestras almas con su propio espíritu y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre.
Éste es el que cubrió a la muerte de confusión y dejó sumido al demonio en el llanto, como Moisés al faraón. Este fue el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia, como Moisés castigó a Egipto con la esterilidad.
Éste es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. El es la Pascua de nuestra salvación.
Éste es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en Abel y atado de pies y manos en Isaac; el mismo que peregrinó en Jacob y fue vendido en José; expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero; perseguido en David y deshonrado en los profetas.
Éste es el que se encarnó en la Virgen, colgado del madero, sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al cielo.
Éste es el cordero sin voz; el cordero inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado de vísperas y sepultado a la noche; el mismo que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro.
Oración.
Concédenos, Señor, la mirada límpida de la fe y enciende en nuestro corazón un amor ardiente por ti, a fin de que podamos entrever en cada acontecimiento la luz de tu misterio pascual, la ocasión de gracia en la que tú nos esperas para un encuentro siempre renovado, para una misión más eficaz con los hermanos, para una alegría grande y sin fin.
Muchas predicciones nos dejaron los profetas en torno al misterio de Pascua que es Cristo, a quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Elevación Espiritual para este día.
Nuestro Redentor aceptó morir para liberarnos del miedo a la muerte. Manifestó la resurrección para suscitar en nosotros la firme esperanza de que también nosotros resurgiremos. Quiso que su muerte no durara más de tres días porque, si su resurrección se hubiera demorado, habríamos podido perder toda esperanza en lo que corresponde a la nuestra. De él dice bien el profeta: “Mientras va de camino, bebe del torrente, por eso levantará la cabeza” (Sal 110,7). En efecto, él se dignó beber del torrente de nuestro sufrimiento, pero no parándose, sino yendo de camino, pues conoció la muerte de paso, durante tres días, y no se quedó en esta muerte que conoció, como sí lo haremos, en cambio, nosotros hasta el fin del mundo. Resucitando al tercer día manifestó, pues, lo que está reservado a su Cuerpo, esto es, a la Iglesia. Con su ejemplo mostró, ciertamente, lo que nos tiene prometido como premio, a fin de que los fieles, al reconocer que él ha resucitado, cultiven en ellos mismos la esperanza de que al final del mundo sean premiados con la resurrección.
Reflexión Espiritual para el día.
Jesús fue condenado a muerte por los hombres, pero fue resucitado por Dios.
Jesús, como ser humano que confiaba en Dios, se arriesgó hasta tal punto que no temía a la muerte, y empezó a vivir ya durante su vida. Quien ha comprendido este hecho, a saber: que la muerte ya no tiene ningún poder, que el miedo no es un argumento, que los aplazamientos no sirven, sino que está bien empezar a vivir hoy; quien ha comprendido todo esto verá lo que es una persona real y en qué está oculta la dignidad del Mesías Jesús. Aquí no existe ya la muerte, y la resurrección nos revelará que Dios está de parte de aquel que, en cuanto ser humano, se hace garante de la verdad de lo divino. En virtud de este Cristo-rey también nosotros nos despertamos como personas reales. Y Pedro, unos pocos capítulos más adelante, lo experimentará en su propia persona. Aquí ya no hay muros de cárceles que resistan. Aunque encerrado en una celda, encadenado, flanqueado por cuatro guardias, el ángel del Señor vendrá y lo despertará del sueño de la muerte, le hará atravesar la cárcel y nada lo detendrá. Estos son los milagros que Dios hace en el cielo y en la tierra. Nosotros somos personas maravillosas, llenas de gracia, y estamos llamados a descubrir y a realizar nuestro ser.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia.
Jesucristo, muerto por nuestros pecados, resucita glorioso y vencedor sobre la muerte.
La resurrección es una verdad fundamental del cristianismo. Cristo verdaderamente resucitó por el poder de Dios. No se trata de un fantasma, ni una mera fuerza de energía, ni de un cuerpo revivido como el de Lázaro que volvió a morir. La presencia de Jesús resucitado no se trata de alucinaciones por parte de los Apóstoles.
Cuando decimos “Cristo vive” no estamos usando una manera de hablar, como piensan algunos, para decir que vive solo en nuestro recuerdo. La cruz, muerte y resurrección de Cristo son hechos históricos que sacudieron el mundo de su época y transformaron la historia de todos los siglos. Cristo vive para siempre con el mismo cuerpo con que murió, pero este ha sido transformado y glorificado (Cf. Cor.15:20, 35-45) de manera que goza de un nuevo orden de vida como jamás vivió un ser humano.
La vida de Cristo la vivimos por la gracia. Los que son de Cristo participan ya de esta vida nueva de Cristo desde el bautismo. Esta vida activa en nosotros se llama gracia. Se puede perder por el pecado mortal, pero se puede recuperar por el perdón sacramental, y la debemos aumentar viviendo fielmente nuestra fe. La gracia nos da fortaleza, esperanza y la capacidad de un amor sobrenatural. Nos hace capaces de comprender el sentido profundo de la vida y de las luchas porque nos comunica la perspectiva de Dios. El cristiano, movido por el Espíritu Santo vive en gracia de Dios, preparándose para la continuación de su vida eterna después de la muerte. Esta vida de Cristo la vivieron los santos (Cf. Rom 6:8) de manera ejemplar. Todos debemos de imitarlos para ser también santos. Sin la gracia, los hombres caen en un gran vacío, en una vida sin sentido.
La muerte, tanto espiritual como física, es la consecuencia del pecado que entró en el mundo por rebelión de nuestros primeros padres. Estamos sujetos a la muerte física, pero el “aguijón” del pecado ha sido reemplazado por la esperanza cierta en la resurrección. Jesucristo pagó el precio por nuestros pecados con su muerte en la cruz. Conquistó así a todos sus enemigos. El último enemigo en ser destruido, al final del tiempo, será la muerte (Cf. 1 Cor. 15:26). Por eso, la muerte no es el final, tampoco nos encierra en un ciclo como piensan los proponentes de la reencarnación. Vivimos y morimos una sola vez. Durante nuestra vida mortal decidimos nuestra eternidad. Recibimos la gracia y la misericordia de Dios que nos abre las puertas del cielo. Al final del tiempo se establecerá plenamente el reino del Señor.
Todos resucitaremos. Cristo resucitado es el primer fruto (Cf.1 Cor 15:20) de la nueva creación. Con su cruz, Él ha abierto las puertas para que nuestros cuerpos también resuciten. Por eso los cristianos no solo creemos en la resurrección de Jesús sino también en “la resurrección de la carne”, como profesamos en el Credo de los Apóstoles, es decir en la resurrección de todos los hombres. Sobre esto escribe San Pablo: “Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Cor. 15:21,22) y más adelante: “En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados (1Corintios 15:52).
La resurrección es mucho más que la reencarnación. Es cierto que algunas religiones narran sobre dioses que mueren y resucitan pero ninguna habla de un cuerpo gloriosamente resucitado ni del poder para compartir esta nueva vida con otros. Los judíos no esperaban un Mesías que muriera y resucitara. Algunos tenían la esperanza de resucitar, pero no con cuerpos gloriosos sino en una resurrección análoga a la de Lázaro (Cf. Is. 26:19; Ez. 37:10; Dn 12:2).
Algunas filosofías y religiones han creído en la reencarnación o en la inmortalidad del alma apartada del cuerpo. Pero la fe en la resurrección solo se encuentra entre los cristianos.
¿Cómo será el cuerpo resucitado?
Nadie en este mundo puede comprenderlo del todo pero si sabemos que será como el cuerpo resucitado de Cristo. Similar en algunos aspectos a nuestros cuerpos en su forma actual, pero, para los redimidos, un cuerpo transformado y glorificado. Jesucristo resucitado ya no muere, ya no sufre las limitaciones del cuerpo mortal. Las paredes y las puertas cerradas ya no son un obstáculo para Él.
“Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.” 1 Juan 3:2.
El discurso de Pedro en Pentecostés presenta el kerigma, el anuncio fundamental: Jesús, hombre acreditado por Dios en vida con milagros de todo tipo, fue rechazado por los hombres. Pero Dios ha confirmado la justedad de su causa y le ha expresado su aceptación exaltándolo con la resurrección. El sello de Dios sobre Jesús, tanto en vida como en su muerte, está completo. Es más, todo estaba previsto en el plan de Dios, como se deduce del Sal 15, donde expresa David su esperanza de no verse abandonado a la corrupción de la muerte. Lo que no llegó a realizarse en David, se realiza ahora en Jesús de Nazaret, al que Dios resucitó de entre los muertos. « Y de ello somos testigos todos nosotros. » Pedro anuncia hechos reales, como la vida ejemplar de Jesús; su muerte como obra conjunta de los presentes y de los paganos; su resurrección; el testimonio de los apóstoles. Todo ello forma parte del plan de Dios diseñado en las Escrituras. El pasaje ofrece, por tanto, un ejemplo de la primera predicación apostólica, centrada en Jesús de Nazaret, sobre su extraordinario acontecimiento humano, sobre la responsabilidad de quienes le rechazaron, sobre la absoluta presencia de Dios en su vida.
Comentario del Salmo 15
Este salmo es un himno de alabanza. Se alaba al Señor con todas las fuerzas y se le da gracias por todos los beneficios que ha concedido a una persona (1b-2) y a todo el pueblo (7-19). El salmista bendice a Dios e invita a todas las realidades creadas a que hagan lo mismo.
Es un salmo de confianza individual, en el que alguien expone su absoluta confianza en el Señor (2), al que considera su refugio (1), amigo íntimo (7) y alguien siempre cercano (8); en él pone una confianza total incluso ante la barrera fatal, la muerte (10), con el convencimiento de que Dios le mostrará el camino de la vida, proporcionándole una alegría perpetua (11).
Las traducciones de este salmo suelen diferir bastante unas de otras. La razón es que el texto original (hebreo) se encuentra en mal estado de conservación y tiene palabras incomprensibles. Tal vez sea posible identificar tres partes: 1; 2-6; 7-11. La primera funciona a modo de introducción, Incluye una petición (“Protégeme”) y presenta un gesto de confianza («pues me refugio en ti»).
La segunda (2-6) es una especie de profesión de fe. El salmista ha elegido al Señor como su bien (2), rechazando, por consiguiente, todos los ídolos y señores del inundo y todas las prácticas de idolatría a que dan lugar (3-4). Vuelve a hablar del Señor como su bien absoluto, diciendo que es la parte de la herencia —una herencia deliciosa, la más bella— que le ha tocado (en Israel, tradicionalmente, la herencia era la tierra) y su copa, en cuyas manos está el destino del salmista (5-6).
La tercera parte (7-11) viene marcada por la idea del camino, El Señor es el consejero permanente del fiel, incluso de noche (7); va caminando por delante, impidiendo que el salmista vacile (8), lo llena de alegría (9) y no permite que el fiel conozca la muerte (10), sino que le enseña el camino de la vida y le proporciona una alegría sin fin (11).
«Confianza» y «alegría» son dos términos característicos de este salmo. Ambas realidades provienen, de hecho, de la gran intimidad que hay entre el salmista y Dios. En efecto, el Señor va por delante, mostrándole el camino, pero también está a la derecha del fiel (el lugar más importante). La conclusión del salmo sitúa al fiel, lleno de gozo y felicidad, ante el Señor e, inmediatamente después, es el fiel el que está a la derecha de Dios. Este baile de posiciones (delante, a la derecha) pone de manifiesto la intimidad entre estos dos amigos y compañeros.
El cuerpo del salmista viene a ser como una especie de caja de resonancia en la que vibran la confianza y la alegría. Se habla de manos que evitan derramar libaciones a los ídolos y de labios que se niegan a pronunciar sus nombres (4); también se habla del corazón que se alegra, de las entrañas que exultan, de la carne (el cuerpo entero) que reposa serena (9), pues no conocerá el sepulcro, porque la muerte, la que destruye el cuerpo, va a ser destruida (10). Confianza, gozo, alegría e intimidad con Dios determinan la vida de esta persona noche y día (7)
Quien compuso este salmo vivía en una situación difícil caracterizada por un ambiente hostil, De hecho, se habla de los «dioses y señores de la tierra» (3) que multiplican las estatuas de dioses extraños e invitan a la gente a que invoquen el nombre de los ídolos y les presenten ofrendas (4). Estamos, por tanto, en un período de idolatría generalizada bajo el patrocinio de los «señores de la tierra», los poderosos. ¿Qué es lo que le sucede al que no acepta esta situación? El Antiguo Testamento registra algunos casos paradigmáticos: ¿Qué es lo que pretendía hacer Jezabel en contra del profeta Elías? ¿Qué hizo el rey Nabucodonosor con quien no adoró la estatua que había levantado? (cf Dan 3,1-23). ¿Y qué le sucedió a Eleazar cuando se negó a violar la ley de su pueblo que prohibía comer carne de cerdo? (cf 2Mac 6,18-31).
Algo parecido sucede en este salmo. Resulta difícil identificar la época en que surgió, pero es evidente que estamos viviendo un tiempo de idolatría generalizada, con el consiguiente conflicto entre los seguidores de los ídolos y los fieles al Señor. La gente va aceptando pasivamente los ídolos y les presentan ofrendas (las libaciones de sangre llevan a pensar en sacrificios humanos), abandonando de este modo el culto al Señor. Los que no se conforman, ponen en peligro su vida. Por eso el salmista, expresando su confianza absoluta en el Dios de la vida, afirma: «No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel que conozca el sepulcro» (10). Lleno de confianza, esta persona pide: “Protégeme, Dios mío, pues me refugio en ti” (1b), ya que es consciente de que su vida corre peligro.
Los versículos 5 y 6 hablan de la herencia, un lugar delicioso, la heredad más bella. Estas palabras nos recuerdan la tierra, el don sagrado que el Señor hace a su pueblo. Parece ser que este fiel ha perdido la tierra, la herencia del Señor, pero no la confianza.
Tratándose de un salmo de confianza, muestra a un Dios próximo, refugio, el bien supremo de la persona, herencia y copa del fiel, aquel que tiene en sus manos el destino de la criatura, consejero que instruye incluso de noche, que camina por delante, que se pone a la derecha de la persona, que no la deja morir sino que, más bien, le enseña el camino de la vida y pone al salmista a su derecha, el puesto de honor.
Este Dios sólo puede ser Yavé, «el Señor», el Dios compañero que, en el pasado, selló una Alianza con todo el pueblo. El salmista tiene esa confianza porque sabe que el Señor es el aliado fiel. Es algo que tiene en su mente, en su carne y en su sangre. Por eso manifiesta una confianza incondicional.
En el Nuevo Testamento, Jesús es motivo de confianza para el pueblo (Mc 5,36; 6,50; Jn 14,1; 16,33). El mismo manifiesta una absoluta confianza en el Padre (Jn 11,42).
Los primeros cristianos leyeron los versículos finales de este salmo a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús.
Este salmo es adecuado para cuando deseamos manifestar una total y absoluta confianza en Dios; podemos rezarlo cuando vemos cómo se multiplican los ídolos y las prácticas idolátricas; cuando sentimos la tentación de abandonar la fe; cuando nuestra vida corre peligro; cuando queremos expresar con el cuerpo el gozo y la alegría que nos produce creer en Dios...
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 28,8-15.
El pasaje bíblico narra dos encuentros diferentes: el primero, entre Jesús y las mujeres, cuando éstas iban de camino para llevar el mensaje de la resurrección a los discípulos (vv 8-10); el segundo, entre los sumos sacerdotes y los guardianes del sepulcro, que se dirigen a los jefes del pueblo para informarles de las cosas que han pasado (vv. 11-15). El hecho central sigue siendo la tumba vacía, y, sobre ésta, Mateo nos ofrece dos posibles interpretaciones: o bien Jesús ha resucitado, o bien ha sido robado por sus discípulos. Al lector le corresponde la fácil elección, que no es, ciertamente, la de la mentira organizada por los sumos sacerdotes, sino la del testimonio dado por las mujeres. A ellas les dice Jesús: “Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán” (v. 10). El acontecimiento de la resurrección es un hecho sobrenatural, y sólo la fe puede penetrarlo, como es el caso de la fe de las mujeres, discípulas y mensajeras de Cristo resucitado.
No es difícil ver en el texto el trasfondo de una polémica entre los jefes del pueblo y los discípulos de Jesús en torno a la resurrección de Jesús. Mateo escribió su evangelio cuando todavía estaba vivo el contraste entre la comunidad cristiana del siglo 1, que con la resurrección del Señor ve inaugurados los tiempos del mundo nuevo e inaugurado el Reino de Dios basado en el amor, y las autoridades judías, que, una vez más, rechazan a Jesús como Mesías, esperando a otro salvador.
La resurrección será siempre un signo de contradicción para todos y cada uno de los hombres: para los que están abiertos a la fe y al amor, es fuente de vida y salvación; para los que la rechazan, se vuelve motivo de juicio y condena.
“Vosotros le matasteis, pero Dios le ha resucitado”: ésta es la primera predicación apostólica, y es y será la perenne predicación de la Iglesia basada en los apóstoles. Pedro y la Iglesia existen para repetir a lo largo de los siglos este anuncio. Un anuncio sorprendente, aunque no de una idea, sino de un hecho inimaginable, imprevisible, que contiene toda la dimensión negativa de la historia y toda la dimensión positiva de la voluntad de Dios, que reasume todo el poder destructivo de la maldad humana y todo el poder de reconstrucción de la bondad ilimitada de Dios.
Soy apóstol en la medida en que anuncio esta realidad, me siento identificado con este anuncio, tengo el valor de descubrir y de repetir, en las mil formas diferentes de la vida diaria, que el mal ha sido vencido y que será vencido, que el amor ha sido y será más fuerte que el odio, que no hay tinieblas que no puedan ser vencidas por el poder de Dios, porque Cristo ha resucitado, «pues era imposible que la muerte lo retuviera en su poder». Soy apóstol si anuncio la resurrección de Cristo con mi boca, con una actitud positiva hacia la vida, con el optimismo de quien sabe que el Padre quiere liberarme también a mí, también a nosotros, “de las ataduras de la muerte”, de la última y de las penúltimas; de quien sabe que ahora su amor está en acción para llevarlo todo hacia la Vida.
Me pregunto hoy si soy apóstol y si lo soy como Pedro o bien a mi manera, como anunciador inconsciente de mensajes, ideas y pensamientos más bien periféricos respecto al hecho fundamental de la resurrección.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 28,8-15 para nuestros Mayores. Aparición a las mujeres.
Relieve pascual. Socialmente las grandes celebraciones de Semana Santa terminan el mismo domingo de Pascua, en que se apagan los cirios de los pasos y callan las trompetas y los tambores de las procesiones. Está claro que vivimos más un cristianismo de Viernes Santo que de Domingo de Resurrección, es decir, más doloroso que jubiloso. Sin embargo, desde el pensamiento bíblico, la teología y la liturgia, la culminación de todas las celebraciones y “la fiesta de las fiestas” es la Vigilia Pascual.
Las primeras comunidades cristianas la prolongaban durante toda la noche hasta que asomaba el sol por el horizonte, al que aclamaban como símbolo de Cristo, vencedor con su resurrección del pecado y de la muerte. En la Vigilia Pascual tenía lugar la solemne celebración del bautismo de los catecúmenos. Muchas comunidades cristianas han recuperado esta celebración jubilosa y larga. Si los cincuenta días del tiempo pascual constituyen una sola y única fiesta, un “gran domingo”, según san Atanasio, la primera semana, la “octava”, goza de gran relieve, de modo que no se permite ninguna otra celebración.
La semana grande no es la semana de pasión, sino la de resurrección. Cada uno de sus días tiene mayor solemnidad litúrgica que un domingo. En las primeras comunidades cristianas los recién bautizados llevaban durante toda la semana túnicas blancas en señal de fiesta grande. La relevancia litúrgica responde a la teológica, y ha de ser la clave de la espiritualidad del cristiano. Estamos en el corazón mismo del misterio cristiano. La fe en la resurrección de Jesús es su mástil central; sin él, todo se viene abajo estrepitosamente (1 Co 15,14). Y es que la resurrección de Jesús no es un acontecimiento que le afecte únicamente a él, como si se tratara de la coronación de un héroe. En Jesús de Nazaret hemos resucitado todos, ya que él es la cabeza de la humanidad entera, pues somos un solo cuerpo (1 Co 15,23; 12,13). Él señala la meta y el camino (1 Co 12,13); él es la clave para entender al hombre y la historia; con él, la revelación llega a su plenitud, empieza la etapa final de la historia de la salvación, nace el hombre nuevo, la nueva humanidad redimida.
Por eso el anuncio nuclear (kerigma) de los apóstoles consistió en proclamar: “Jesús fue el hombre a quien Dios acreditó; lo crucificasteis y lo matasteis; Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte” (Hch 2,22-24). La pascua de Cristo nos señala el camino: “Si morimos con él, como el grano de trigo, entregando la vida, viviremos con él acumulando la vida que entregamos (2 Tm 2,11; Jn 12,24).
El Señor está con nosotros. Pascua evoca otra realidad fecunda. Jesús, al resucitar, no ha emigrado a una lejana galaxia, sino que ha iniciado una nueva forma de presencia espiritual que no está condicionada por las categorías de tiempo y espacio, y que por ello es omnipresencia (Mt 28,20). Pascua es celebración de esta presencia dinámica de Jesús resucitado y de su Espíritu entre nosotros. Muchos escritores entienden que los cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión, en los que Jesús resucitado se hace “visible”, simbolizan la historia entera hasta el fin de los siglos, y que la Ascensión no es sino la segunda venida del Señor, en la que culminará la historia. Entretanto sigue actuando “en” y “por” la comunidad (Mt 18,20), en la que proclama su Palabra, comparte su Cuerpo y Sangre y celebra el perdón.
Éste es el sentido de los relatos pascuales, en los que se muestra a Cristo compartiendo con los suyos Palabra y Pan (Lc 24,30-32), pan y peces (Jn 21,13). Por eso Marcos levanta acta: “El Señor cooperaba confirmando el mensaje con las señales” (Mc 16,20).
Los evangelistas invitan a superar la envidia de los contemporáneos de Jesús. Él se manifiesta en los sacramentos y en el hermano, pero sólo se le descubre con mirada de fe. Por eso, el espíritu pascual es para todo año. La auténtica espiritualidad evangélica es pascual, siempre más rica, más gozosa y más dinamizadora. Brota de la presencia del Resucitado, que infunde alegría y confianza.
Testigos y mensajeros. La resurrección de Jesús no fue un hecho constatable. Los testigos se encuentran con el hecho consumado sin información sobre el modo. Se trata de un acontecimiento sobrenatural, admisible únicamente desde la fe y por los signos de la fe. Para los que cierran el corazón a ella, la resurrección queda en el terreno de la leyenda. Es el caso de muchos judíos.
En el momento en que Mateo escribe su evangelio continúa el acoso de la sinagoga a las comunidades cristianas. La existencia de la comunidad de Jerusalén y su predicación eran una denuncia constante contra las autoridades judías, porque significaba que ya había tenido lugar la última y definitiva intervención de Dios en la historia y habían comenzado los tiempos últimos. Que los judíos siguiesen esperando todo esto para el futuro estaba, por tanto, fuera de lugar. Ellos habían perdido ya su razón de ser y debían convertirse a la nueva realidad. En lugar de hacerlo, divulgan la calumnia de que los discípulos habían desaparecido el cadáver de Jesús.
El relato de Mateo es la respuesta a la calumnia. Que Jesús vive, lo testifican muchos testigos a los que les ha salido al encuentro, como les ocurrió a sus amigas en la mañana de la resurrección. Pero ello requiere ir a su encuentro, tener la mirada de fe y un corazón trasparente como el suyo. Los modos serán distintos, pero lo cierto es que el Señor se manifiesta a quien le busca.
Y Jesús se nos manifiesta para que lo anunciemos. Él constituye a las mujeres amigas en testigos, aun cuando eran recusadas para tal función por el derecho judío: “Id a anunciar a mis hermanos. Todo encuentro con el Señor es una misión.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 28, 1-15, de Joven para Joven.
Mateo ha recogido, para refutarla, la hipótesis de la presencia de guardias en la tumba de Jesús. Eso explica algunas diferencias respecto a los otros evangelios. Dado que el sepulcro está sellado y vigilado, las mujeres se acercan simplemente a verlo. La presencia de la guardia implica que encuentren el sepulcro todavía cerrado y que se abra por la intervención sobrenatural de un ángel. El evangelista se burla de los guardias, muy sacudidos después del signo teofánico de la sacudida del terremoto: los que estaban encargados de custodiar a un muerto y de intimidar a eventuales ladrones se quedan como muertos de miedo (v. 4).
Las mujeres, en cambio, no deben temer, porque ellas buscan a Jesús. Su fidelidad al Maestro en la hora del dolor (27,55.61) obtiene un anuncio sorprendente: «No está aquí, ha resucitado» (v. 6). Se las invita a constatar que el sepulcro está vacío: de este modo se convierten en testigos autorizados precisamente las mujeres, cuyo testimonio no era considerado válido en el mundo judío.
La secuencia de los verbos y de los adverbios (vv 6b-7) expresa la urgencia de la misión confiada a las discípulas, que la acogen con una entrega total. La gran alegría que las anima se multiplica hasta el infinito cuando el Resucitado en persona es quien la augura y quien la otorga, saliéndoles al encuentro.
La carrera de las mujeres se detiene a los pies de Jesús. El mismo Señor les repite las palabras tranquilizadoras: «No temáis», y les confirma la tarea del anuncio a aquellos a los que llama «mis hermanos». La carrera de la palabra vuelve a partir para suscitar la fe, pero, al mismo tiempo, se difunde la calumnia de la incredulidad: a la primera la impulsa la alegría, mientras que la segunda pone en ridículo a sus mismos autores (vv. 11-15), unos centinelas de un espíritu tan torpe que no son capaces de reconocer el surgimiento de una aurora incomparablemente nueva en el horizonte de la humanidad.
Alborear del primer día después del sábado, alborear de una creación nueva: Jesús ha realizado por completo en la tierra la obra que el Padre le encomendó (cf. Jn 17,4), y en el séptimo día reposó en el seno de la misma tierra para preparar su transfiguración desde dentro. Sin embargo, no todos son capaces de captar lo que está sucediendo, puesto que sólo la fe y el amor iluminan la mirada interior. Los guardias del sepulcro ven también la intervención sobrenatural; sin embargo, quedan presos, primero, del terror y, después, de la avidez y de la mentira.
En cambio, ¡cuánta luz inunda el corazón de las discípulas de Jesús, mujeres humildes fieles en el amor hasta la muerte! En la oscuridad del sepulcro vacío se enciende la antorcha de su fe, que de inmediato se vuelve misión, camino hacia los hermanos. Tampoco faltan nunca, en la vida, las noches de la ausencia o incluso de la «muerte de Dios», cuando la esperanza parece verdaderamente sepultada bajo la decepción, bajo los repetidos fracasos. Sin embargo, el Señor prepara en esa oscuridad nuestra misma resurrección, la nueva criatura muerta al pecado y viva para Dios.
Debemos ser capaces de creer contra toda evidencia tomando del Evangelio la fuerza de la fidelidad: las mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle (cf. 27,55) no renuncian a seguirle y a servirle también cuando, con su muerte, todo parece acabado. Por su perseverancia y entrega las espera el Resucitado; también nos espera a nosotros, precisamente allí donde son más densas las tinieblas, para introducirnos en su misterio pascual. Allí donde nosotros ya no esperaríamos nada, Cristo nos ha preparado la magna alegría de un encuentro vivificante con él, para hacernos verdaderos discípulos suyos y enviarnos, en su nombre, a nuestros hermanos. No hay noche sin aurora, porque el día y la noche fueron creados en vistas al alba de la resurrección, que se hace presente de nuevo, con toda su eficacia de gracia, en la vida de cada discípulo de Jesús.
Por su parte, él vino desde los cielos a la tierra a causa de los sufrimientos humanos; se revistió de la naturaleza humana en el vientre virginal y apareció como hombre; hizo suyas las pasiones y sufrimientos humanos con su cuerpo sujeto a la pasión, y destruyó las pasiones de la carne, de modo que quien por su espíritu no podía morir acabó con la muerte homicida.
Se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y así nos redimió de idolatrar al mundo, como en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos salvó de la esclavitud diabólica, como en otro tiempo a Israel de la mano del faraón; y marcó nuestras almas con su propio espíritu y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre.
Éste es el que cubrió a la muerte de confusión y dejó sumido al demonio en el llanto, como Moisés al faraón. Este fue el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia, como Moisés castigó a Egipto con la esterilidad.
Éste es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al recinto eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. El es la Pascua de nuestra salvación.
Éste es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en Abel y atado de pies y manos en Isaac; el mismo que peregrinó en Jacob y fue vendido en José; expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero; perseguido en David y deshonrado en los profetas.
Éste es el que se encarnó en la Virgen, colgado del madero, sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al cielo.
Éste es el cordero sin voz; el cordero inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado de vísperas y sepultado a la noche; el mismo que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en la tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro.
Oración.
Concédenos, Señor, la mirada límpida de la fe y enciende en nuestro corazón un amor ardiente por ti, a fin de que podamos entrever en cada acontecimiento la luz de tu misterio pascual, la ocasión de gracia en la que tú nos esperas para un encuentro siempre renovado, para una misión más eficaz con los hermanos, para una alegría grande y sin fin.
Muchas predicciones nos dejaron los profetas en torno al misterio de Pascua que es Cristo, a quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Elevación Espiritual para este día.
Nuestro Redentor aceptó morir para liberarnos del miedo a la muerte. Manifestó la resurrección para suscitar en nosotros la firme esperanza de que también nosotros resurgiremos. Quiso que su muerte no durara más de tres días porque, si su resurrección se hubiera demorado, habríamos podido perder toda esperanza en lo que corresponde a la nuestra. De él dice bien el profeta: “Mientras va de camino, bebe del torrente, por eso levantará la cabeza” (Sal 110,7). En efecto, él se dignó beber del torrente de nuestro sufrimiento, pero no parándose, sino yendo de camino, pues conoció la muerte de paso, durante tres días, y no se quedó en esta muerte que conoció, como sí lo haremos, en cambio, nosotros hasta el fin del mundo. Resucitando al tercer día manifestó, pues, lo que está reservado a su Cuerpo, esto es, a la Iglesia. Con su ejemplo mostró, ciertamente, lo que nos tiene prometido como premio, a fin de que los fieles, al reconocer que él ha resucitado, cultiven en ellos mismos la esperanza de que al final del mundo sean premiados con la resurrección.
Reflexión Espiritual para el día.
Jesús fue condenado a muerte por los hombres, pero fue resucitado por Dios.
Jesús, como ser humano que confiaba en Dios, se arriesgó hasta tal punto que no temía a la muerte, y empezó a vivir ya durante su vida. Quien ha comprendido este hecho, a saber: que la muerte ya no tiene ningún poder, que el miedo no es un argumento, que los aplazamientos no sirven, sino que está bien empezar a vivir hoy; quien ha comprendido todo esto verá lo que es una persona real y en qué está oculta la dignidad del Mesías Jesús. Aquí no existe ya la muerte, y la resurrección nos revelará que Dios está de parte de aquel que, en cuanto ser humano, se hace garante de la verdad de lo divino. En virtud de este Cristo-rey también nosotros nos despertamos como personas reales. Y Pedro, unos pocos capítulos más adelante, lo experimentará en su propia persona. Aquí ya no hay muros de cárceles que resistan. Aunque encerrado en una celda, encadenado, flanqueado por cuatro guardias, el ángel del Señor vendrá y lo despertará del sueño de la muerte, le hará atravesar la cárcel y nada lo detendrá. Estos son los milagros que Dios hace en el cielo y en la tierra. Nosotros somos personas maravillosas, llenas de gracia, y estamos llamados a descubrir y a realizar nuestro ser.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia.
Jesucristo, muerto por nuestros pecados, resucita glorioso y vencedor sobre la muerte.
La resurrección es una verdad fundamental del cristianismo. Cristo verdaderamente resucitó por el poder de Dios. No se trata de un fantasma, ni una mera fuerza de energía, ni de un cuerpo revivido como el de Lázaro que volvió a morir. La presencia de Jesús resucitado no se trata de alucinaciones por parte de los Apóstoles.
Cuando decimos “Cristo vive” no estamos usando una manera de hablar, como piensan algunos, para decir que vive solo en nuestro recuerdo. La cruz, muerte y resurrección de Cristo son hechos históricos que sacudieron el mundo de su época y transformaron la historia de todos los siglos. Cristo vive para siempre con el mismo cuerpo con que murió, pero este ha sido transformado y glorificado (Cf. Cor.15:20, 35-45) de manera que goza de un nuevo orden de vida como jamás vivió un ser humano.
La vida de Cristo la vivimos por la gracia. Los que son de Cristo participan ya de esta vida nueva de Cristo desde el bautismo. Esta vida activa en nosotros se llama gracia. Se puede perder por el pecado mortal, pero se puede recuperar por el perdón sacramental, y la debemos aumentar viviendo fielmente nuestra fe. La gracia nos da fortaleza, esperanza y la capacidad de un amor sobrenatural. Nos hace capaces de comprender el sentido profundo de la vida y de las luchas porque nos comunica la perspectiva de Dios. El cristiano, movido por el Espíritu Santo vive en gracia de Dios, preparándose para la continuación de su vida eterna después de la muerte. Esta vida de Cristo la vivieron los santos (Cf. Rom 6:8) de manera ejemplar. Todos debemos de imitarlos para ser también santos. Sin la gracia, los hombres caen en un gran vacío, en una vida sin sentido.
La muerte, tanto espiritual como física, es la consecuencia del pecado que entró en el mundo por rebelión de nuestros primeros padres. Estamos sujetos a la muerte física, pero el “aguijón” del pecado ha sido reemplazado por la esperanza cierta en la resurrección. Jesucristo pagó el precio por nuestros pecados con su muerte en la cruz. Conquistó así a todos sus enemigos. El último enemigo en ser destruido, al final del tiempo, será la muerte (Cf. 1 Cor. 15:26). Por eso, la muerte no es el final, tampoco nos encierra en un ciclo como piensan los proponentes de la reencarnación. Vivimos y morimos una sola vez. Durante nuestra vida mortal decidimos nuestra eternidad. Recibimos la gracia y la misericordia de Dios que nos abre las puertas del cielo. Al final del tiempo se establecerá plenamente el reino del Señor.
Todos resucitaremos. Cristo resucitado es el primer fruto (Cf.1 Cor 15:20) de la nueva creación. Con su cruz, Él ha abierto las puertas para que nuestros cuerpos también resuciten. Por eso los cristianos no solo creemos en la resurrección de Jesús sino también en “la resurrección de la carne”, como profesamos en el Credo de los Apóstoles, es decir en la resurrección de todos los hombres. Sobre esto escribe San Pablo: “Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Cor. 15:21,22) y más adelante: “En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados (1Corintios 15:52).
La resurrección es mucho más que la reencarnación. Es cierto que algunas religiones narran sobre dioses que mueren y resucitan pero ninguna habla de un cuerpo gloriosamente resucitado ni del poder para compartir esta nueva vida con otros. Los judíos no esperaban un Mesías que muriera y resucitara. Algunos tenían la esperanza de resucitar, pero no con cuerpos gloriosos sino en una resurrección análoga a la de Lázaro (Cf. Is. 26:19; Ez. 37:10; Dn 12:2).
Algunas filosofías y religiones han creído en la reencarnación o en la inmortalidad del alma apartada del cuerpo. Pero la fe en la resurrección solo se encuentra entre los cristianos.
¿Cómo será el cuerpo resucitado?
Nadie en este mundo puede comprenderlo del todo pero si sabemos que será como el cuerpo resucitado de Cristo. Similar en algunos aspectos a nuestros cuerpos en su forma actual, pero, para los redimidos, un cuerpo transformado y glorificado. Jesucristo resucitado ya no muere, ya no sufre las limitaciones del cuerpo mortal. Las paredes y las puertas cerradas ya no son un obstáculo para Él.
“Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.” 1 Juan 3:2.
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