El mensaje de la Resurrección es la coronación de la Buena Noticia del Reino. El anuncio comenzó en Navidad, con los mismos símbolos: la luz en medio de la noche; Jesús, el que librará al pueblo de sus pecados. Hoy el mensaje se culmina con la luz surgiendo de la noche, Jesús más fuerte que la muerte y el pecado, por la fuerza del Espíritu.
La resurrección de Jesús no fue un espectáculo triunfal contemplable con los ojos. Nadie fue testigo del hecho de la resurrección. Los testigos serán testigos de Jesús, de que está vivo y es el Señor. La fe en Jesús es ante todo fe en el crucificado, en que ni la muerte ni el pecado han podido con Él. Los testigos lo son ante todo porque son testigos del poder de Dios, y de que Dios estaba con Él.
Pablo nos da la dimensión más importante. No se trata sin más de la resurrección de uno de nosotros, aunque sea el Primero, el que está lleno del Espíritu. Se trata de la resurrección de todos. La fuerza del Espíritu hace Jesús vivo y Señor a pesar de la cruz y de la muerte. La misma fuerza del Espíritu hace nuestra vida nueva, más fuerte que la muerte y que el pecado.
La Resurrección es la fiesta de la Liberación: hemos sido liberados del temor; no tememos ni a la muerte ni al pecado. No tememos a la muerte porque hemos visto en Jesús que no acaba con nuestra vida. No tememos al pecado, porque hemos visto que Jesús acoge a los pecadores y come con ellos, y hemos entendido que contamos con la fuerza de Dios, que es nuestro médico.
Y, con todo eso, no tememos a Dios, porque Jesús ha destruido al juez implacable y ha revelado al Padre, cuyo amor hemos conocido precisamente en Jesús crucificado.
Pero hemos sido liberados también del mundo y sus seducciones: hemos visto en Jesús un modo de vida resucitada, sirviendo sólo al Reino, es decir, a los hijos; hemos visto en Jesús al hombre liberado por el Espíritu: liberado de la codicia, de la vanidad, del orgullo, de la venganza, de la necesidad de placer…
Nos sentimos criaturas nuevas. La vida anterior, esclavizada al mudo y sus seducciones, nos parece cosa de muertos. Y sabemos que nuestra vida es camino hacia la plena resurrección, que se ha realizado ya en nuestro Primogénito y se va realizando en nosotros.
La eucaristía es esta noche más que nunca, profética: es una reunión de resucitados que aún no lo están del todo, pero que celebran de antemano, todavía en camino, el Banquete final de todos los resucitados en la casa del Padre.
Resuenan en la eucaristía las palabras de Jesús en su cena de despedida: “Ya no beberé más el fruto de la vid hasta que lo beba con vosotros en el Reino de mi Padre”.
Jesús resucitado es el mismo; el que salva de los pecados, el que es fiel a sus amigos, el que cuenta con sus fallos, el que valora ante todo el amor de los que le siguen.
Como última consideración, más evidente y sencilla, pero muy significativa: los primeros testigos, los encargados de llevar el mensaje a los discípulos, son las mujeres y, entre ellas, con relevancia especial, María Magdalena.
La resurrección de Jesús no fue un espectáculo triunfal contemplable con los ojos. Nadie fue testigo del hecho de la resurrección. Los testigos serán testigos de Jesús, de que está vivo y es el Señor. La fe en Jesús es ante todo fe en el crucificado, en que ni la muerte ni el pecado han podido con Él. Los testigos lo son ante todo porque son testigos del poder de Dios, y de que Dios estaba con Él.
Pablo nos da la dimensión más importante. No se trata sin más de la resurrección de uno de nosotros, aunque sea el Primero, el que está lleno del Espíritu. Se trata de la resurrección de todos. La fuerza del Espíritu hace Jesús vivo y Señor a pesar de la cruz y de la muerte. La misma fuerza del Espíritu hace nuestra vida nueva, más fuerte que la muerte y que el pecado.
La Resurrección es la fiesta de la Liberación: hemos sido liberados del temor; no tememos ni a la muerte ni al pecado. No tememos a la muerte porque hemos visto en Jesús que no acaba con nuestra vida. No tememos al pecado, porque hemos visto que Jesús acoge a los pecadores y come con ellos, y hemos entendido que contamos con la fuerza de Dios, que es nuestro médico.
Y, con todo eso, no tememos a Dios, porque Jesús ha destruido al juez implacable y ha revelado al Padre, cuyo amor hemos conocido precisamente en Jesús crucificado.
Pero hemos sido liberados también del mundo y sus seducciones: hemos visto en Jesús un modo de vida resucitada, sirviendo sólo al Reino, es decir, a los hijos; hemos visto en Jesús al hombre liberado por el Espíritu: liberado de la codicia, de la vanidad, del orgullo, de la venganza, de la necesidad de placer…
Nos sentimos criaturas nuevas. La vida anterior, esclavizada al mudo y sus seducciones, nos parece cosa de muertos. Y sabemos que nuestra vida es camino hacia la plena resurrección, que se ha realizado ya en nuestro Primogénito y se va realizando en nosotros.
La eucaristía es esta noche más que nunca, profética: es una reunión de resucitados que aún no lo están del todo, pero que celebran de antemano, todavía en camino, el Banquete final de todos los resucitados en la casa del Padre.
Resuenan en la eucaristía las palabras de Jesús en su cena de despedida: “Ya no beberé más el fruto de la vid hasta que lo beba con vosotros en el Reino de mi Padre”.
Jesús resucitado es el mismo; el que salva de los pecados, el que es fiel a sus amigos, el que cuenta con sus fallos, el que valora ante todo el amor de los que le siguen.
Como última consideración, más evidente y sencilla, pero muy significativa: los primeros testigos, los encargados de llevar el mensaje a los discípulos, son las mujeres y, entre ellas, con relevancia especial, María Magdalena.
Blog católico de oraciones y reflexiones pastorales sobre la liturgia dominical. Para compartir y difundir el material brindado. Crremos que Dios regala Amor y Liberación gratuita e incondicionalmente.
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