VIERNES 9 DE ABRIL 2010. VIERNES DE LA OCTAVA DE PASCUA . (CICLO C). AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. 1ª sermana del salterio. SS. Cailda vg, Hugo ob, Liborio ob, Máximo ob.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Hch 4,1-12: Ningún otro puede salvar
Salmo 117: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Jn 21,1-14: Traigan algo de lo que acaban de pescar
En este texto aparecen 7 discípulos. Esta cifra significa la totalidad de la comunidad de Jesús. Sienten que todo ha terminado con la cruz de Jesús y regresan a sus antiguos trabajos. Hay sin embargo dos actitudes diferentes: los que ya no esperan ver nada nuevo y los que mantienen los ojos de la esperanza siempre abiertos.
Cuando estaban en plena tarea evangelizadora sin pescar nada, aparece Alguien en el claroscuro de la madrugada y pregunta por el trabajo realizado. No han pescado nada. Y reciben la orden de seguir tirando la red. Entonces la tarea da frutos. En ese momento el Discípulo Amado reconoce al Señor y lo anuncia a la comunidad. Pedro recibe el anuncio e inmediatamente se tira al agua. En la orilla los espera el Señor con el fuego preparado, peces y pan. Pero les pide que aporten el fruto de su trabajo. Siempre será así. Jesús pondrá su parte y nos exigirá aportar la nuestra. Necesita discípulos y discípulas misioneros capaces de trabajar por la vida. Y se repite el milagro de que poniendo en las manos de Jesús lo que tenemos, el bien se multiplica. Es necesario dar lo que tenemos, el resto lo hace Jesús.
PRIMERA LECTURA.
Hechos 4,1-12
Ningún otro puede salvar
En aquellos días, mientras hablaban al pueblo Pedro y Juan, se les presentaron los sacerdotes, el comisario del templo y los saduceos, indignados de que enseñaran al pueblo y anunciaran la resurrección de los muertos por el poder de Jesús. Les echaron mano y, como ya era tarde, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente. Muchos de los que habían oído el discurso, unos cinco mil hombres, abrazaron la fe.
Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas; entre ellos el sumo sacerdote Anás, Caifás y Alejandro, y los demás que eran familia de sumos sacerdotes. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan y los interrogaron: "¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho eso?" Pedro, lleno de Espíritu Santo, respondió: "Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 117
R/.La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: / eterna es su misericordia. R.
La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente. / Éste es el día en que actuó el Señor: / sea nuestra alegría y nuestro gozo. R.
Señor, danos la salvación; / Señor, danos prosperidad. / Bendito el que viene en nombre del Señor, / os bendecimos desde la casa del Señor; / el Señor es Dios, él nos ilumina. R.
SEGUNDA LECTURA.
SANTO EVANGELIO.
Juan 21,1-14
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: "Me voy a pescar." Ellos contestan: "Vamos también nosotros contigo." Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice: "Muchachos, ¿tenéis pescado?" Ellos contestaron: "No." Él les dice: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis." La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor." Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: "Traed de los peces que acabáis de coger." Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: "Vamos, almorzad." Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Hch 4,1-12: Ningún otro puede salvar
Salmo 117: La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Jn 21,1-14: Traigan algo de lo que acaban de pescar
En este texto aparecen 7 discípulos. Esta cifra significa la totalidad de la comunidad de Jesús. Sienten que todo ha terminado con la cruz de Jesús y regresan a sus antiguos trabajos. Hay sin embargo dos actitudes diferentes: los que ya no esperan ver nada nuevo y los que mantienen los ojos de la esperanza siempre abiertos.
Cuando estaban en plena tarea evangelizadora sin pescar nada, aparece Alguien en el claroscuro de la madrugada y pregunta por el trabajo realizado. No han pescado nada. Y reciben la orden de seguir tirando la red. Entonces la tarea da frutos. En ese momento el Discípulo Amado reconoce al Señor y lo anuncia a la comunidad. Pedro recibe el anuncio e inmediatamente se tira al agua. En la orilla los espera el Señor con el fuego preparado, peces y pan. Pero les pide que aporten el fruto de su trabajo. Siempre será así. Jesús pondrá su parte y nos exigirá aportar la nuestra. Necesita discípulos y discípulas misioneros capaces de trabajar por la vida. Y se repite el milagro de que poniendo en las manos de Jesús lo que tenemos, el bien se multiplica. Es necesario dar lo que tenemos, el resto lo hace Jesús.
PRIMERA LECTURA.
Hechos 4,1-12
Ningún otro puede salvar
En aquellos días, mientras hablaban al pueblo Pedro y Juan, se les presentaron los sacerdotes, el comisario del templo y los saduceos, indignados de que enseñaran al pueblo y anunciaran la resurrección de los muertos por el poder de Jesús. Les echaron mano y, como ya era tarde, los metieron en la cárcel hasta el día siguiente. Muchos de los que habían oído el discurso, unos cinco mil hombres, abrazaron la fe.
Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas; entre ellos el sumo sacerdote Anás, Caifás y Alejandro, y los demás que eran familia de sumos sacerdotes. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan y los interrogaron: "¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho eso?" Pedro, lleno de Espíritu Santo, respondió: "Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 117
R/.La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Dad gracias al Señor porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la casa de Israel: / eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: / eterna es su misericordia. R.
La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente. / Éste es el día en que actuó el Señor: / sea nuestra alegría y nuestro gozo. R.
Señor, danos la salvación; / Señor, danos prosperidad. / Bendito el que viene en nombre del Señor, / os bendecimos desde la casa del Señor; / el Señor es Dios, él nos ilumina. R.
SEGUNDA LECTURA.
SANTO EVANGELIO.
Juan 21,1-14
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: "Me voy a pescar." Ellos contestan: "Vamos también nosotros contigo." Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice: "Muchachos, ¿tenéis pescado?" Ellos contestaron: "No." Él les dice: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis." La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor." Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: "Traed de los peces que acabáis de coger." Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: "Vamos, almorzad." Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 4,1-12
Dos son los temas principales de este fragmento: la reacción de los jefes de Israel ante el éxito de los apóstoles y las importantes afirmaciones del discurso de Pedro.
Primer tema: sorprendentemente, el «caso Jesús» no se cerró con la crucifixión. Sus seguidores hacen prosélitos. Más aún, predican en el templo, convirtiéndose en maestros del pueblo (tarea reservada a los doctores de la Ley), y anuncian la resurrección de los muertos (lo que parece particularmente inoportuno a los saduceos). Los jefes del pueblo, sorprendidos y exasperados, se les echan encima y los meten en la cárcel. Esta fue la primera persecución, a la que siguió un ulterior incremento numérico de discípulos. El Sanedrín, el mismo que pocas semanas antes había juzgado a Jesús, se reúne. En él se concentran los diferentes poderes: el religioso, el económico, el teológico, el social y lo que queda del poder político. Unos poderes que se sentían amenazados por el mensaje subversivo de Jesús y que, ahora, deben ocuparse nuevamente de la cuestión.
El segundo tema es el breve y vigoroso discurso de Pedro. Este, «lleno del Espíritu Santo», tal como había prometido Jesús, habla con una gran parresía, es decir, con una audacia y un coraje inauditos, plantando cara a los jefes del pueblo y poniéndoles en una situación seriamente embarazosa. Parte del hecho de la curación para anunciar la salvación, la curación radical. Las afirmaciones de Pedro son solemnes y claras: aquel a quien vosotros condenasteis a muerte ha sido resucitado por Dios; y la piedra que vosotros desechasteis Dios la ha convertido en la piedra fundamental del nuevo edificio que pretende construir. Jesús, a quien los jefes rechazaron y mataron, ha sido elegido por Dios para dar cumplimiento a sus promesas. El conjunto está dominado por el «nombre de Jesús»; en ningún otro nombre hay salvación.
Comentario del Salmo 117
En el conjunto del salterio, este salmo concluye la «alabanza» o «Hallel» (Sal 113-118) que cantan los judíos en las principales solemnidades y que cantaron también Jesús y sus discípulos después de la Ultima Cena, No cabe deuda de que se trata de una acción de gracias. La única dificultad que plantea estriba en de terminar si quien da gracias es un individuo o se trata, más bien, de todo el pueblo. A simple vista, parece que se trata de una sola persona. Sin embargo, la expresión «todas las naciones me rodearon» (10a) lleva a pensar más en todo el pueblo que en un solo individuo, En este caso, el salmista estaría dando gracias, en nombre de todo Israel, por la liberación obtenida. Por eso lo consideramos un salmo de acción de gracias colectiva.
Existen diversas maneras de entender la estructura de este salmo. La que aquí proponemos supone la presencia del pueblo congregado (tal vez en el templo de Jerusalén) para dar gracias. Podemos imaginar a una persona que habla en nombre de todos, y al pueblo, dividido en grupos que aclaman por medio de estribillos. De este modo, en el salmo podemos distinguir una introducción (1-4), un cuerpo (5-28, que puede dividirse, a su vez, en dos partes 5-18 y 19-28) y una conclusión (29), que es idéntica al primer versículo.
La introducción (1-4) comienza exhortando al pueblo a que dé gracias por la bondad y el amor eternos del Señor (1; compárese con la conclusión en el v. 29). A continuación, la persona que representa al pueblo se dirige a tres grupos distintos (los mismos que aparecen en Sal 115,9-11), para que, de uno en uno, respondan con la aclamación: « ¡Su amor es para siempre!». Es tos tres grupos representan a la totalidad del pueblo: la casa de Israel, la casa de Aarón (los sacerdotes, funcionarios del templo) y los que temen a Dios (2-4). El pueblo se reúne con una única convicción: el amor del Señor no se agota nunca.
La primera parte del cuerpo (5-18) presenta también algunas intervenciones del salmista en las que se intercalan aclamaciones de todo el pueblo. Habla del conflicto a que han tenido que hacer frente (6-7); la intervención del Señor colmé al pueblo de una confianza inconmovible. A continuación viene la respuesta del pueblo (8-9), que confirma que el Señor no traiciona la confianza de cuantos se refugian en él. El salmista vuelve a describir el conflicto (10-14) La situación ha ido volviéndose cada vez más dramática. Se compara a los enemigos con un enjambre de avispas que atacan y con el fuego que arde en un zarzal seco (12). Pero el Señor ha sido auxilio y salvación. El pueblo interviene (15-16) manifestando su alegría y hace tres elogios de la diestra del Señor, su mano fuerte y liberadora. En el pasado, esa mano liberó a los israelitas de Egipto. Tras la nueva liberación, pueden oírse los gritos de alegría y de victoria en las tiendas de los justos. Vuelve a tomar la palabra el salmista, pero no habla ahora de la situación de peligro, sino del convencimiento que invade al pueblo tras la superación del peligro (17-13); habla de una vida consagrada a narrar las hazañas del Señor. La opresión es vista como castigo de Dios, un castigo que no condujo a la muerte.
En la segunda parte del cuerpo (19-28) tenemos restos de un rito de entrada en el templo. Se supone que el salmista y los diferentes grupos se encontraban presentes desde el comienzo del salmo. El primero pide que se abran las puertas del triunfo (del templo) para entrar a dar gracias (19). Alguien de la casa de Aarón (por tanto, un sacerdote) responde, indicando la puerta (que probablemente se abriría en ese momento). Es la puerta por la que entran los vencedores (20). El salmista comienza su acción de gracias (21-24): en no del pueblo da gracias por la salvación y por el cambio de suerte. La imagen de la piedra angular (22-23) está tomada de la construcción de arcos. La piedra que se coloca en el vértice de un arco es la que sostiene toda la construcción. El día de la victoria es llamado «el día en que actuó el Señor» (24a). El pueblo responde, pidiendo la salvación, que se traduce en prosperidad (25). Los sacerdotes (los descendientes de Aarón) bendicen al pueblo (26), invitándole a formar filas para la procesión hasta el altar (27). Interviene por última vez el salmista, dando gracias y ensalzando a Dios (28). Se su pone que, a continuación, se ofrecerían sacrificios en el templo, culminando la alegría de la fiesta con un banquete para todos.
Este salmo respira fiesta, alegría, es una acción de gracias que concluye con una procesión por la superación de un conflicto. La situación en que se encontraba el pueblo antes de la súplica era muy grave. El salmo nos habla del clamor en el momento de la angustia (de los enemigos (7b) y de los jefes (Más aún, las naciones habían plantado un cerco contra el pueblo, aumentando cada vez más la opresión. El pueblo estaba siendo empujado, en una situación que hace pensar en la muerte (17a). Con el auxilio del nombre del Señor, el pueblo rechazó a sus enemigos, provocando gritos de júbilo y de victoria en las tiendas de los justos (15). El pueblo volvió a la vida (17) y ahora tiene la misión de contar las maravillas del Señor, que se sintetizan en la salvación (14b). El Señor cambió radicalmente la suerte de su pueblo; convirtió la piedra rechazada en piedra clave que sostiene el edificio (22). Esto se considera una «maravilla» (23), término que nos lleva a pensar en las grandes intervenciones liberadoras del Señor en el Antiguo Testamento. El día en que se produjo este cambio, es llamado aquí «el día del Señor», rescatándose así toda la esperanza que esta expresión le transmitía al pueblo, sobre todo en tiempos de dificultad. Resulta difícil determinar a qué momento de la historia se refiere este salmo. Pero esto, no obstante, no es de terminante. La petición de «prosperidad» (25b) nos lleva a pensar en la posterior inmediatamente posterior al exilio en Babilonia.
Lo primero que nos llama la atención es la frecuencia con que aparecen el nombre «el Señor» y la expresión «en nombre del Señor». Sabemos que el nombre propio de Dios en el Antiguo Testamento es «el Señor» —Yavé, en hebreo— y que este nombre está unido a la liberación de Egipto. Su nombre recuerda la liberación, la alianza y la conquista de la tierra. Se entiende, pues, que este salmo insista en que su amor es para siempre. Amor y fidelidad son las dos características fundamentales del Señor en su alianza con Israel. El salmo dice que Dios escucha y alivia (5), que carnina junto a su pueblo y le ayuda (7a), haciendo que venía a sus enemigos (7b). El recuerdo de la «diestra» de Dios hace pensar en la primera «maravilla» del Señor: la liberación de Egipto. El pueblo ha experimentado una nueva liberación, semejan te a la que se narra en el libro del Éxodo. El «día del Señor», expresión que subyace al v. 24, muestra otra importante característica de Dios. Durante el caminar del pueblo, esta expresión hacía soñar con las grandes intervenciones del Dios que libera a su aliado de todas las opresiones. La expresión «mi Dios» (28) también surgió en un contexto de alianza entre el Señor y su pueblo.
Jesús es la máxima expresión del amor de Dios. En Jesús aprendemos que Dios es amor (1Jn 4,8). Jesús fue también capaz de manifestar a todos ese amor, entregando su vida a causa de él Qn 13,1). La liturgia cristiana ha leído este salmo a la luz de la muerte y resurrección de Jesús. La carta a los Efesios (1,3- 14) nos ayuda a bendecid a Dios, por Jesús, con una alabanza universal.
La liturgia nos invita a rezarlo en el Tiempo de Pascua, a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús. Conviene rezarlo en comunión con otros creyentes, dando gracias por las «maravillas» que Dios ha realizado y sigue realizando en medio de nosotros; también podemos rezarlo cuando celebramos las duras conquistas del pueblo y de Los grupos populares en la lucha por la vida...
Comentario del Santo Evangelio: Juan 21,1-14.
La «pesca milagrosa» presenta la tercera aparición del Resucitado a los discípulos-pescadores, reunidos junto a la orilla del lago Tiberíades. El encuentro de Jesús con los suyos, que habían vuelto a su trabajo, describe de manera simbólica la misión de la Iglesia primitiva y el retrato de cada comunidad. Estas permanecen estériles cuando se quedan privadas de Cristo, pero se vuelven fecundas cuando obedecen a su Palabra y viven de su presencia. El texto se compone de dos fragmentos en el ámbito de la redacción: a) ambientación de la aparición en Galilea (vv. 1-5); b) la pesca milagrosa y el reconocimiento de Jesús (vv. 6-14).
El reducido grupo de los discípulos, con Pedro a la cabeza, representa a toda la Iglesia en misión. Pero sin Jesús en la barca, el fracaso de la «pesca» (significa misión) es total y anda a tientas en la «noche» (v. 3). Frente a la conciencia de no triunfar por sí solos en la empresa, interviene Jesús —“al clarear el día” (v. 4) — con el don de su Palabra, premiando a la comunidad que ha perseverado unida en el trabajo apostólico: «Echad la red al lado derecho de la barca y pescaréis» (v. 6). La obediencia a la Palabra produce el resultado de una pesca abundante. Los discípulos se fiaron de Jesús y experimentaron con el Señor la desconcertante novedad de su vida de fe. Jesús les invita después al banquete que él mismo ha preparado: «Venid a comer» (v. 12).
En el banquete, figura de la eucaristía, es el mismo Jesús quien da de comer, haciéndose presente de una manera misteriosa. Los discípulos son ahora presa del escalofrío que les produce el misterio divino. La conclusión del evangelista es una invitación a la comunidad eclesial de todos los tiempos para que vuelva a encontrar el sentido de su propia vocación y ponga a Jesús como Señor de la vida, de suerte que, a través de la escucha de la Palabra y de la eucaristía (significa las dos mesas), la Iglesia haga fructuosos todos sus compromisos entre los hombres.
La seguridad de Pedro procede de la certeza interior de que Jesús es ahora el único Salvador. Toda la Iglesia de los orígenes vive de esta certeza, una certeza que la hace fuerte, intrépida, gozosa, misionera, irresistible. Las grandes epopeyas misioneras se han nutrido siempre de esta conciencia. La Iglesia será siempre misionera mientras se interese por la salvación del prójimo, a la luz de Cristo salvador.
Nuestros tiempos no resultan demasiado fáciles a este respecto: es preciso justamente respetar las conciencias, está el diálogo interreligioso, es preciso promover la paz, existe la propagación de un cierto relativismo, está la desconfianza con respecto a todo tipo de integrismo. A pesar de todo ello, Cristo, ayer como hoy y como mañana, sigue siendo el único Salvador. De lo que se trata es de convertir esta certeza no en un arma Contra nadie, sino en una propuesta paciente y firme, serena y motivada, testimoniada y hablada, orada y alegre, Suave y valiente, dialogadora y confesante. En todo ambiente, en todo momento de la vida, aun cuando parezca tiempo perdido, incluso cuando parezca fuera de moda.
De esta certeza nace una fuerza nueva: se liberan energías. Dejamos de tener miedo a los juicios de los hombres y nos convertimos en hombres y mujeres interior y exteriormente libres.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21,1-14, para nuestros Mayores. Encuentro junto al lago.
Todo encuentro es misión. El lugar en que se conmemora este encuentro pospascual de Jesús con los suyos, a orillas del lago de Tiberiades, es espectacular. La narración de Juan se desarrolla en un clima matinal, marino, cargado de poesía. Es un lugar cuajado de recuerdos para el grupo. En él se afanan los discípulos en la pesca como antes de irse con el Maestro. Ahora él se ha ido; la vida tiene sus exigencias y ellos vuelven a ganarse la vida con el sudor de su frente y la habilidad de sus manos. Están ahí en un gesto de solidaridad con Pedro que había dicho: “voy a pescar”.
Pero, más allá de la realidad histórica de lo narrado, estamos ante una catequesis con un claro mensaje, para el que el evangelista se sirve del oficio propio de la mayoría de los apóstoles. Jesús les había dicho: “Os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19). Cada detalle de la narración tiene su sentido simbólico. Se trata de la “misión” no sólo de los apóstoles, sino de la comunidad, de todo el nuevo pueblo de ¡Dios encarnado en ellos!
“La Iglesia existe para evangelizar”, afirma rotundamente Pablo VI. Y un teólogo ha dicho: “No es que la Iglesia tenga la misión de evangelizar; es la misión de evangelizar la que tiene a la Iglesia”. Los seglares son “la Iglesia en el mundo”, enviados también a anunciar el Evangelio. La fe es en sí misma un compromiso misionero; si el cirio de la fe personal no alumbra misionalmente, es señal de que está apagado. Es decir, que puede haber ritos, rezos, cultos... y estar apagada la fe (Mt 6,13). El equipo apostólico de pesca encarna a la comunidad cristiana misionera, con tareas y carismas propios.
Los apóstoles habían estado faenando durante toda la noche, pero no habían cogido nada, precisamente porque era de noche. La noche, en el evangelio de Juan, representa la ausencia de Jesús, luz del mundo (Jn 8,12). No echaron las redes en su nombre, no han ido impulsados por el Espíritu; por eso “no cogieron nada”. Sólo cuando son dóciles a la palabra del Señor: “Echad las redes a la derecha de la barca”, entonces hacen la gran redada.
Lucas señala que los misioneros iban impulsados por el Espíritu. Él inspiró la elección de Pablo y Bernabé (Hch 13,2). Es el Espíritu el que hincha las velas y arrastra la barca de Pedro, de las comunidades cristianas, de cada profeta mar adentro. El Espíritu impide a Pablo y Bernabé predicar el mensaje en la provincia de Asia y en Bitinia; en cambio, Pablo escucha en sueños a un macedonio que le ruega: “Pasa por Macedonia y ayúdanos” (Hch 16,9). El evangelista alerta, tanto individual como comunitariamente, a purificar las motivaciones de nuestra acción misionera.
Lamentablemente hay demasiadas apuestas misioneras personales, sin discernimiento, motivadas por el deseo de gratificación, de llenar el tiempo, de obtener diversas recompensas. Esto es lo que hace que estallen los conflictos y las rivalidades entre personas y grupos, de tal modo que, a veces, no sólo no se pesca nada, sino que se aleja la pesca que otros podrían conseguir. Hay muchas personas de dentro y de fuera de la Iglesia que se escandalizan de nuestras peleas por los primeros puestos y por la hegemonía de nuestro grupo o institución. San Antonio M. Claret testifica: “Jamás iba a misionar sin discernir y aconsejarme de los pastores y varones llenos del Espíritu”. Por eso sus faenas de pesca eran asombrosas.
Una gran redada. El grupo apostólico va a altamar siguiendo la consigna dada por el Maestro y en la dirección que les indica. Les acompaña también en la pesca: “El Señor confirmaba el mensaje con señales” (Mc 16,20). Aquella noche no cogieron nada.
La tarea evangelizadora, como la faena de la pesca, se realiza en compañía y bajo la inspiración del Maestro; por eso la redada es copiosa. Señala el evangelista: “Pedro arrastró la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres”. Sobre el número se han hecho diversas interpretaciones. Se coincide en que se trata de un número simbólico, que no sólo significa multitud, sino también plenitud. ¿Significa todas las especies de peces conocidas? ¿Todas las naciones existentes? ¿Es simplemente una suma que alude a totalidad? Todas las explicaciones son verosímiles. Pero lo importante es que el evangelista señala que fue todo un éxito, que cuando se actúa en nombre de Jesús y se trabaja a la luz de la Verdad, entonces el quehacer es fecundo.
El autor escribe el relato después de varios decenios de misión, cuando integran la Iglesia personas de diversas razas, culturas y niveles sociales, y “a pesar de que eran tantos, no se rompió la red”, es decir, a pesar de tanta diversidad no se rompía la unidad, porque estaban unidos en el amor fraterno y en la común amistad con el Maestro. Esto tiene bien poco que ver con muchos cristianos de hoy que no soportan la mínima diversidad.
Al concluir la faena, Jesús les prepara pan y peces asados, símbolos de la Eucaristía. “Se los entrega” con los mismos gestos y las mismas palabras con que les entregó el Pan y la Copa de la última cena. Es precisamente en la “fracción del pan”, en el hacer memoria de la entrega martirial y de la resurrección de Jesús, en la comida de fraternidad, donde los discípulos se encuentran con el Señor y se llenan de su Espíritu para realizar cabalmente su misión.
El relato nos interpela sobre el lugar que ocupa nuestra comunicación con el Señor y con los hermanos de comunidad a la hora de trabajar por el Reino. Una sabia programación, con medios y métodos eficaces técnicamente, sin comunión con Cristo será como la noche de pesca: un fracaso. Con Cristo, como compañero de fatigas, ya hemos visto el resultado.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21 1-14, de Joven para Joven. La pesca y la comida.
El relato comienza con una escena nocturna. Siete discípulos están juntos (21,1-2), algunos de ellos son conocidos de la historia anterior: Simón Pedro, Tomás y Natanael. Pero los hijos de Zebedeo aparecen de la nada ante los lectores, y «los otros dos de sus discípulos» son, evidentemente, anónimos. De estos últimos cuatro (muy probablemente) uno es «el discípulo amado», tal como resulta de la continuación del relato. El número siete es, naturalmente, un lindo número para hacer concluir un libro con él, pero aparentemente el autor no pone mucho valor en ese número en cuanto tal, pues no vuelve más sobre el mismo. De lo que se trata es de «el grupo». Como también en Jerusalén «los discípulos» estaban juntos (20,19) —no necesariamente los Doce discípulos, si se tiene en cuenta 20,24—, así también ahora en Galilea hay un grupo de discípulos que están juntos, en una escena que puede competir con la que ha tenido lugar en Jerusalén.
Simón Pedro es el que marca el paso; cuando dice que va a pescar, los demás lo siguen: « ¡También nosotros vamos contigo! (21,3). Esto muestra ya en las primeras frases que Pedro desempeña un papel central en esta narración. En Jerusalén las cosas no parecían así: desde la escena del banquete hasta la visita de la tumba vacía, Pedro ha sido el menor, en escenas que apenas si le reportaban alguna ventaja. Pero ahora se encuentra en el territorio seguro de Galilea; ahora, en general, le irá mejor.
La noche termina sin éxito. Cuando despuntan las primeras luces (21,4), comienzan los sucesos portentosos. Jesús está en la playa y nadie sabe que es él, excepto, naturalmente, el auditorio del relato (21,4). Pide algo de pescado, pero ellos no han pescado nada. Luego les dice que arrojen la red a la derecha y se llena tanto que ya no la pueden recoger (21,5-6). Es un relato en el que se suceden cosas extrañas: la inesperada presencia de Jesús, la disposición de los pescadores a obedecer a un extraño, la pesca inesperada y la inverosímil cantidad de peces. El mar de Tiberíades —para el autor de la historia no se trata de un lago, sino de un mar; él, pues, no está interesado en la geografía sino en los sucesos—, está rodeado de muchos acontecimientos. Jesús ha venido, después de su muerte, a enseñarles a pescar a sus discípulos. Han estado dispuestos a creer en su palabra, y su red está tan llena que ya no la pueden recoger.
El reconocimiento de Jesús es el privilegio del discípulo amado (21,7). También en Galilea es él el primero. El auditorio de la historia no sabía aún que él estaba entre los siete. Ahora es el primero que identifica a Jesús y lo reconoce como el Señor. Pero, a su manera, Pedro lo supera en atención. Esto recuerda a la escena del sepulcro, donde Pedro, a pesar de su celo y del respeto del discípulo amado, sin embargo, apareció como el menor.
Con su estilo típico, Pedro se toma ahora la revancha. Lo que exactamente hace con sus vestidos, no es del todo claro. Creo que mejor se debe traducir así: «Juntó sus ropas, porque estaba desnudo, y se lanzó al lago» (21,7). El hecho es que él, sin mucha reflexión, va al encuentro de Jesús lo más rápidamente posible. Hasta el final del relato Pedro mantiene su espontaneidad. El comportamiento de los demás discípulos sirve de contraste. Vienen con el bote, arrastrando la red (21,8). Se necesita también personas que llevan a cabo el trabajo necesario de cada día.
Se prepara la comida. A la pesca milagrosa suceden otras cosas también milagrosas. En verdad de la nada, pero hay un fuego con un pez y un pan encima (21,9). Jesús es capaz, por sí sólo, de proveer para sí mismo y para los demás. El no pide por necesidad. El ofrece la oportunidad de trabajar con él. La comida está lista y, sin embargo, Jesús les pide a todos los discípulos (¡plural!) pescados de su pesca (21,10). Pero es nuevamente Pedro quien corre a la barca para arrastrar la red. Se cuenta con exactitud: ciento cincuenta y tres pescados grandes y, con todo, la red no se ha roto (21,11).
Una vez más, es un lindo número que pone en movimiento la fantasía de los lectores, aunque es muy difícil colegir si eso pertenece a las intenciones del autor. El no romperse de la red, que está en un comentario (21,11), parece remitir muy verosímilmente al comentario de los soldados en la cruz acerca de la túnica sin costura de Jesús: «No la rompamos» (19,24). A pesar de los muchos pescados, la red permanece intacta: Jesús ha hecho de sus discípulos pescadores de hombres y quiere que se conserve la unidad de la comunidad.
Quizás se pretende también un clímax que, de manera anticipada (21,15ss.), remita al (¡nuevo!) papel destacado de Pedro: en 21,6 todos los discípulos juntos no logran recoger la red; en 21,8 sin Pedro la logran arrastrar hasta la playa —ellos, como Pedro, habían oído del «discípulo que Jesús amaba», que «es el Señor» (21,7)—, en 21,11 Pedro solo arrastra la red a tierra, aunque Jesús le pidió a muchos que hagan eso (21,10) y, en sus manos, ella no se rompe, a pesar de que está llena al punto de estallar. Por el encargo de Jesús, Pedro crece por encima de sí mismo, dotado de una fuerza sobrehumana.
La comida misma comienza con una expresión casi incomprensible: «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntar: ¿Quién eres? Pues, sabían que era el Señor» (21,12). ¿Por qué tendrían que preguntarle si ya lo sabían? Y ¿por qué no se atrevían, si es que no lo sabían? Supongo que la solución de este enigma hay que buscarla en la pregunta misma: « ¿Quién eres tú?». Los discípulos están misteriosamente atrapados en la posible respuesta de Jesús: «Yo soy», una respuesta que ellos ya una vez oyeron en el mar de Tiberíades (6,20) y, que también entonces, estaba unida a una misteriosa escena de comida. Saben que es el Señor y que su nombre, aunque no sea dicho, está presente. Jesús no va más allá en esto, sino que toma el pan y se lo da, lo mismo que el pescado (21,13). Es la última vez que Jesús come con sus discípulos. La relación con la comida popular en Galilea es clara (6,12), lo mismo que con los diálogos sobre la misma que Jesús tiene con el pueblo (6,35ss.), con sus discípulos (6,53ss.) y con los Doce (6,68-69).
Es la tercera vez que Jesús resucitado de entre los muertos se muestra a sus discípulos (21,14). En la primera vez, soplando sobre ellos un Espíritu nuevo, ha hecho a los discípulos sus enviados. La segunda vez se ha dejado palpar y sentir para garantizar que era realmente él. La tercera vez hace a sus discípulos pescadores y les deja comer de sus dones. Les da pan y pescado, una comunión de mesa que acerca nuevamente a los discípulos entre ellos, en una unidad que Jesús quiere para muchas personas. La crisis en Galilea ha sido superada. El pueblo se ha marchado. Muchos discípulos se han quedado en casa. Un pequeño grupo ha reconocido a Jesús como su anfitrión en la vida.
Elevación Espiritual para el día.
¿Quién es Cristo? ¿Quién es para mí? Cuando reflexionamos sobre estas preguntas sencillas, aunque terribles, no nos damos cuenta de que nos sentimos tentados a deslizarnos hacia un nominalismo cristiano y a eludir la lógica dramática del realismo cristiano. Si Cristo es aquél fuera del cual no hay solución a las cuestiones esenciales de nuestra existencia, si son verdaderas y actuales aquellas palabras de Pedro, “lleno del Espíritu Santo” (Hch 4,11s), entonces nos sentiremos agitados y quizás descompuestos. Ya no podremos considerar el nombre de Jesucristo como una pura y simple denominación que se ha insinuado en el lenguaje convencional de nuestra vida, sino que su presencia, su estatura —dotada de una infinita majestad— se levantará delante de nosotros. El es el Alfa y la Omega, el principio y el fin de todas las cosas, el centro del orden cósmico, que nos obliga a reconsiderar la dimensión de nuestra filosofía, de nuestra concepción del mundo, de nuestra historia personal. No hemos de sentirnos anonadados, como los apóstoles en la montaña de la transfiguración. La humildad del Dios hecho hombre nos confunde en la misma medida que su grandeza. Sin embargo, ésta no sólo hace posible el diálogo, sino que lo ofrece y lo impone.
Reflexión Espiritual para este día.
La vida es imprevisible. Podemos ser felices un día y estar tristes al siguiente, estar sanos un día y enfermos un día después, ser ricos un día y pobres al siguiente. ¿A quién podremos, entonces, aferrarnos? ¿En quién podremos confiar para siempre?
Sólo en Jesús, el Cristo. El es nuestro Señor, nuestro pastor, nuestra fortaleza, nuestro refugio, nuestro hermano, nuestro guía, nuestro amigo. Vino de Dios para estar con nosotros. Murió por nosotros y resucitó de entre los muertos para abrirnos el comino hacia Dios, y se ha sentado a la derecha de Dios y nos acogerá en su casa. Con Pablo, debemos estar seguros de que “ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia. El “caso de Jesús” no se cerró con la crucifixión.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf. Jn 20, 20. 27).
Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naif, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co 15, 35-50).
La resurrección como acontecimiento transcendente 647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el “Exulte” de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos.
Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo”.
La Resurrección obra de la Santísima Trinidad.
La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos". San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Ef. 1, 19-22;) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "doy mi vida, para recobrarla de nuevo ... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó".
Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: "Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas"
Sentido y alcance salvífico de la Resurrección.
"Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las Escrituras" (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: "La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros ... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy” (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef. 2, 4-5; 1 P 1, 3).
Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron ... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos "saborean los prodigios del mundo futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
Dos son los temas principales de este fragmento: la reacción de los jefes de Israel ante el éxito de los apóstoles y las importantes afirmaciones del discurso de Pedro.
Primer tema: sorprendentemente, el «caso Jesús» no se cerró con la crucifixión. Sus seguidores hacen prosélitos. Más aún, predican en el templo, convirtiéndose en maestros del pueblo (tarea reservada a los doctores de la Ley), y anuncian la resurrección de los muertos (lo que parece particularmente inoportuno a los saduceos). Los jefes del pueblo, sorprendidos y exasperados, se les echan encima y los meten en la cárcel. Esta fue la primera persecución, a la que siguió un ulterior incremento numérico de discípulos. El Sanedrín, el mismo que pocas semanas antes había juzgado a Jesús, se reúne. En él se concentran los diferentes poderes: el religioso, el económico, el teológico, el social y lo que queda del poder político. Unos poderes que se sentían amenazados por el mensaje subversivo de Jesús y que, ahora, deben ocuparse nuevamente de la cuestión.
El segundo tema es el breve y vigoroso discurso de Pedro. Este, «lleno del Espíritu Santo», tal como había prometido Jesús, habla con una gran parresía, es decir, con una audacia y un coraje inauditos, plantando cara a los jefes del pueblo y poniéndoles en una situación seriamente embarazosa. Parte del hecho de la curación para anunciar la salvación, la curación radical. Las afirmaciones de Pedro son solemnes y claras: aquel a quien vosotros condenasteis a muerte ha sido resucitado por Dios; y la piedra que vosotros desechasteis Dios la ha convertido en la piedra fundamental del nuevo edificio que pretende construir. Jesús, a quien los jefes rechazaron y mataron, ha sido elegido por Dios para dar cumplimiento a sus promesas. El conjunto está dominado por el «nombre de Jesús»; en ningún otro nombre hay salvación.
Comentario del Salmo 117
En el conjunto del salterio, este salmo concluye la «alabanza» o «Hallel» (Sal 113-118) que cantan los judíos en las principales solemnidades y que cantaron también Jesús y sus discípulos después de la Ultima Cena, No cabe deuda de que se trata de una acción de gracias. La única dificultad que plantea estriba en de terminar si quien da gracias es un individuo o se trata, más bien, de todo el pueblo. A simple vista, parece que se trata de una sola persona. Sin embargo, la expresión «todas las naciones me rodearon» (10a) lleva a pensar más en todo el pueblo que en un solo individuo, En este caso, el salmista estaría dando gracias, en nombre de todo Israel, por la liberación obtenida. Por eso lo consideramos un salmo de acción de gracias colectiva.
Existen diversas maneras de entender la estructura de este salmo. La que aquí proponemos supone la presencia del pueblo congregado (tal vez en el templo de Jerusalén) para dar gracias. Podemos imaginar a una persona que habla en nombre de todos, y al pueblo, dividido en grupos que aclaman por medio de estribillos. De este modo, en el salmo podemos distinguir una introducción (1-4), un cuerpo (5-28, que puede dividirse, a su vez, en dos partes 5-18 y 19-28) y una conclusión (29), que es idéntica al primer versículo.
La introducción (1-4) comienza exhortando al pueblo a que dé gracias por la bondad y el amor eternos del Señor (1; compárese con la conclusión en el v. 29). A continuación, la persona que representa al pueblo se dirige a tres grupos distintos (los mismos que aparecen en Sal 115,9-11), para que, de uno en uno, respondan con la aclamación: « ¡Su amor es para siempre!». Es tos tres grupos representan a la totalidad del pueblo: la casa de Israel, la casa de Aarón (los sacerdotes, funcionarios del templo) y los que temen a Dios (2-4). El pueblo se reúne con una única convicción: el amor del Señor no se agota nunca.
La primera parte del cuerpo (5-18) presenta también algunas intervenciones del salmista en las que se intercalan aclamaciones de todo el pueblo. Habla del conflicto a que han tenido que hacer frente (6-7); la intervención del Señor colmé al pueblo de una confianza inconmovible. A continuación viene la respuesta del pueblo (8-9), que confirma que el Señor no traiciona la confianza de cuantos se refugian en él. El salmista vuelve a describir el conflicto (10-14) La situación ha ido volviéndose cada vez más dramática. Se compara a los enemigos con un enjambre de avispas que atacan y con el fuego que arde en un zarzal seco (12). Pero el Señor ha sido auxilio y salvación. El pueblo interviene (15-16) manifestando su alegría y hace tres elogios de la diestra del Señor, su mano fuerte y liberadora. En el pasado, esa mano liberó a los israelitas de Egipto. Tras la nueva liberación, pueden oírse los gritos de alegría y de victoria en las tiendas de los justos. Vuelve a tomar la palabra el salmista, pero no habla ahora de la situación de peligro, sino del convencimiento que invade al pueblo tras la superación del peligro (17-13); habla de una vida consagrada a narrar las hazañas del Señor. La opresión es vista como castigo de Dios, un castigo que no condujo a la muerte.
En la segunda parte del cuerpo (19-28) tenemos restos de un rito de entrada en el templo. Se supone que el salmista y los diferentes grupos se encontraban presentes desde el comienzo del salmo. El primero pide que se abran las puertas del triunfo (del templo) para entrar a dar gracias (19). Alguien de la casa de Aarón (por tanto, un sacerdote) responde, indicando la puerta (que probablemente se abriría en ese momento). Es la puerta por la que entran los vencedores (20). El salmista comienza su acción de gracias (21-24): en no del pueblo da gracias por la salvación y por el cambio de suerte. La imagen de la piedra angular (22-23) está tomada de la construcción de arcos. La piedra que se coloca en el vértice de un arco es la que sostiene toda la construcción. El día de la victoria es llamado «el día en que actuó el Señor» (24a). El pueblo responde, pidiendo la salvación, que se traduce en prosperidad (25). Los sacerdotes (los descendientes de Aarón) bendicen al pueblo (26), invitándole a formar filas para la procesión hasta el altar (27). Interviene por última vez el salmista, dando gracias y ensalzando a Dios (28). Se su pone que, a continuación, se ofrecerían sacrificios en el templo, culminando la alegría de la fiesta con un banquete para todos.
Este salmo respira fiesta, alegría, es una acción de gracias que concluye con una procesión por la superación de un conflicto. La situación en que se encontraba el pueblo antes de la súplica era muy grave. El salmo nos habla del clamor en el momento de la angustia (de los enemigos (7b) y de los jefes (Más aún, las naciones habían plantado un cerco contra el pueblo, aumentando cada vez más la opresión. El pueblo estaba siendo empujado, en una situación que hace pensar en la muerte (17a). Con el auxilio del nombre del Señor, el pueblo rechazó a sus enemigos, provocando gritos de júbilo y de victoria en las tiendas de los justos (15). El pueblo volvió a la vida (17) y ahora tiene la misión de contar las maravillas del Señor, que se sintetizan en la salvación (14b). El Señor cambió radicalmente la suerte de su pueblo; convirtió la piedra rechazada en piedra clave que sostiene el edificio (22). Esto se considera una «maravilla» (23), término que nos lleva a pensar en las grandes intervenciones liberadoras del Señor en el Antiguo Testamento. El día en que se produjo este cambio, es llamado aquí «el día del Señor», rescatándose así toda la esperanza que esta expresión le transmitía al pueblo, sobre todo en tiempos de dificultad. Resulta difícil determinar a qué momento de la historia se refiere este salmo. Pero esto, no obstante, no es de terminante. La petición de «prosperidad» (25b) nos lleva a pensar en la posterior inmediatamente posterior al exilio en Babilonia.
Lo primero que nos llama la atención es la frecuencia con que aparecen el nombre «el Señor» y la expresión «en nombre del Señor». Sabemos que el nombre propio de Dios en el Antiguo Testamento es «el Señor» —Yavé, en hebreo— y que este nombre está unido a la liberación de Egipto. Su nombre recuerda la liberación, la alianza y la conquista de la tierra. Se entiende, pues, que este salmo insista en que su amor es para siempre. Amor y fidelidad son las dos características fundamentales del Señor en su alianza con Israel. El salmo dice que Dios escucha y alivia (5), que carnina junto a su pueblo y le ayuda (7a), haciendo que venía a sus enemigos (7b). El recuerdo de la «diestra» de Dios hace pensar en la primera «maravilla» del Señor: la liberación de Egipto. El pueblo ha experimentado una nueva liberación, semejan te a la que se narra en el libro del Éxodo. El «día del Señor», expresión que subyace al v. 24, muestra otra importante característica de Dios. Durante el caminar del pueblo, esta expresión hacía soñar con las grandes intervenciones del Dios que libera a su aliado de todas las opresiones. La expresión «mi Dios» (28) también surgió en un contexto de alianza entre el Señor y su pueblo.
Jesús es la máxima expresión del amor de Dios. En Jesús aprendemos que Dios es amor (1Jn 4,8). Jesús fue también capaz de manifestar a todos ese amor, entregando su vida a causa de él Qn 13,1). La liturgia cristiana ha leído este salmo a la luz de la muerte y resurrección de Jesús. La carta a los Efesios (1,3- 14) nos ayuda a bendecid a Dios, por Jesús, con una alabanza universal.
La liturgia nos invita a rezarlo en el Tiempo de Pascua, a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús. Conviene rezarlo en comunión con otros creyentes, dando gracias por las «maravillas» que Dios ha realizado y sigue realizando en medio de nosotros; también podemos rezarlo cuando celebramos las duras conquistas del pueblo y de Los grupos populares en la lucha por la vida...
Comentario del Santo Evangelio: Juan 21,1-14.
La «pesca milagrosa» presenta la tercera aparición del Resucitado a los discípulos-pescadores, reunidos junto a la orilla del lago Tiberíades. El encuentro de Jesús con los suyos, que habían vuelto a su trabajo, describe de manera simbólica la misión de la Iglesia primitiva y el retrato de cada comunidad. Estas permanecen estériles cuando se quedan privadas de Cristo, pero se vuelven fecundas cuando obedecen a su Palabra y viven de su presencia. El texto se compone de dos fragmentos en el ámbito de la redacción: a) ambientación de la aparición en Galilea (vv. 1-5); b) la pesca milagrosa y el reconocimiento de Jesús (vv. 6-14).
El reducido grupo de los discípulos, con Pedro a la cabeza, representa a toda la Iglesia en misión. Pero sin Jesús en la barca, el fracaso de la «pesca» (significa misión) es total y anda a tientas en la «noche» (v. 3). Frente a la conciencia de no triunfar por sí solos en la empresa, interviene Jesús —“al clarear el día” (v. 4) — con el don de su Palabra, premiando a la comunidad que ha perseverado unida en el trabajo apostólico: «Echad la red al lado derecho de la barca y pescaréis» (v. 6). La obediencia a la Palabra produce el resultado de una pesca abundante. Los discípulos se fiaron de Jesús y experimentaron con el Señor la desconcertante novedad de su vida de fe. Jesús les invita después al banquete que él mismo ha preparado: «Venid a comer» (v. 12).
En el banquete, figura de la eucaristía, es el mismo Jesús quien da de comer, haciéndose presente de una manera misteriosa. Los discípulos son ahora presa del escalofrío que les produce el misterio divino. La conclusión del evangelista es una invitación a la comunidad eclesial de todos los tiempos para que vuelva a encontrar el sentido de su propia vocación y ponga a Jesús como Señor de la vida, de suerte que, a través de la escucha de la Palabra y de la eucaristía (significa las dos mesas), la Iglesia haga fructuosos todos sus compromisos entre los hombres.
La seguridad de Pedro procede de la certeza interior de que Jesús es ahora el único Salvador. Toda la Iglesia de los orígenes vive de esta certeza, una certeza que la hace fuerte, intrépida, gozosa, misionera, irresistible. Las grandes epopeyas misioneras se han nutrido siempre de esta conciencia. La Iglesia será siempre misionera mientras se interese por la salvación del prójimo, a la luz de Cristo salvador.
Nuestros tiempos no resultan demasiado fáciles a este respecto: es preciso justamente respetar las conciencias, está el diálogo interreligioso, es preciso promover la paz, existe la propagación de un cierto relativismo, está la desconfianza con respecto a todo tipo de integrismo. A pesar de todo ello, Cristo, ayer como hoy y como mañana, sigue siendo el único Salvador. De lo que se trata es de convertir esta certeza no en un arma Contra nadie, sino en una propuesta paciente y firme, serena y motivada, testimoniada y hablada, orada y alegre, Suave y valiente, dialogadora y confesante. En todo ambiente, en todo momento de la vida, aun cuando parezca tiempo perdido, incluso cuando parezca fuera de moda.
De esta certeza nace una fuerza nueva: se liberan energías. Dejamos de tener miedo a los juicios de los hombres y nos convertimos en hombres y mujeres interior y exteriormente libres.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21,1-14, para nuestros Mayores. Encuentro junto al lago.
Todo encuentro es misión. El lugar en que se conmemora este encuentro pospascual de Jesús con los suyos, a orillas del lago de Tiberiades, es espectacular. La narración de Juan se desarrolla en un clima matinal, marino, cargado de poesía. Es un lugar cuajado de recuerdos para el grupo. En él se afanan los discípulos en la pesca como antes de irse con el Maestro. Ahora él se ha ido; la vida tiene sus exigencias y ellos vuelven a ganarse la vida con el sudor de su frente y la habilidad de sus manos. Están ahí en un gesto de solidaridad con Pedro que había dicho: “voy a pescar”.
Pero, más allá de la realidad histórica de lo narrado, estamos ante una catequesis con un claro mensaje, para el que el evangelista se sirve del oficio propio de la mayoría de los apóstoles. Jesús les había dicho: “Os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19). Cada detalle de la narración tiene su sentido simbólico. Se trata de la “misión” no sólo de los apóstoles, sino de la comunidad, de todo el nuevo pueblo de ¡Dios encarnado en ellos!
“La Iglesia existe para evangelizar”, afirma rotundamente Pablo VI. Y un teólogo ha dicho: “No es que la Iglesia tenga la misión de evangelizar; es la misión de evangelizar la que tiene a la Iglesia”. Los seglares son “la Iglesia en el mundo”, enviados también a anunciar el Evangelio. La fe es en sí misma un compromiso misionero; si el cirio de la fe personal no alumbra misionalmente, es señal de que está apagado. Es decir, que puede haber ritos, rezos, cultos... y estar apagada la fe (Mt 6,13). El equipo apostólico de pesca encarna a la comunidad cristiana misionera, con tareas y carismas propios.
Los apóstoles habían estado faenando durante toda la noche, pero no habían cogido nada, precisamente porque era de noche. La noche, en el evangelio de Juan, representa la ausencia de Jesús, luz del mundo (Jn 8,12). No echaron las redes en su nombre, no han ido impulsados por el Espíritu; por eso “no cogieron nada”. Sólo cuando son dóciles a la palabra del Señor: “Echad las redes a la derecha de la barca”, entonces hacen la gran redada.
Lucas señala que los misioneros iban impulsados por el Espíritu. Él inspiró la elección de Pablo y Bernabé (Hch 13,2). Es el Espíritu el que hincha las velas y arrastra la barca de Pedro, de las comunidades cristianas, de cada profeta mar adentro. El Espíritu impide a Pablo y Bernabé predicar el mensaje en la provincia de Asia y en Bitinia; en cambio, Pablo escucha en sueños a un macedonio que le ruega: “Pasa por Macedonia y ayúdanos” (Hch 16,9). El evangelista alerta, tanto individual como comunitariamente, a purificar las motivaciones de nuestra acción misionera.
Lamentablemente hay demasiadas apuestas misioneras personales, sin discernimiento, motivadas por el deseo de gratificación, de llenar el tiempo, de obtener diversas recompensas. Esto es lo que hace que estallen los conflictos y las rivalidades entre personas y grupos, de tal modo que, a veces, no sólo no se pesca nada, sino que se aleja la pesca que otros podrían conseguir. Hay muchas personas de dentro y de fuera de la Iglesia que se escandalizan de nuestras peleas por los primeros puestos y por la hegemonía de nuestro grupo o institución. San Antonio M. Claret testifica: “Jamás iba a misionar sin discernir y aconsejarme de los pastores y varones llenos del Espíritu”. Por eso sus faenas de pesca eran asombrosas.
Una gran redada. El grupo apostólico va a altamar siguiendo la consigna dada por el Maestro y en la dirección que les indica. Les acompaña también en la pesca: “El Señor confirmaba el mensaje con señales” (Mc 16,20). Aquella noche no cogieron nada.
La tarea evangelizadora, como la faena de la pesca, se realiza en compañía y bajo la inspiración del Maestro; por eso la redada es copiosa. Señala el evangelista: “Pedro arrastró la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres”. Sobre el número se han hecho diversas interpretaciones. Se coincide en que se trata de un número simbólico, que no sólo significa multitud, sino también plenitud. ¿Significa todas las especies de peces conocidas? ¿Todas las naciones existentes? ¿Es simplemente una suma que alude a totalidad? Todas las explicaciones son verosímiles. Pero lo importante es que el evangelista señala que fue todo un éxito, que cuando se actúa en nombre de Jesús y se trabaja a la luz de la Verdad, entonces el quehacer es fecundo.
El autor escribe el relato después de varios decenios de misión, cuando integran la Iglesia personas de diversas razas, culturas y niveles sociales, y “a pesar de que eran tantos, no se rompió la red”, es decir, a pesar de tanta diversidad no se rompía la unidad, porque estaban unidos en el amor fraterno y en la común amistad con el Maestro. Esto tiene bien poco que ver con muchos cristianos de hoy que no soportan la mínima diversidad.
Al concluir la faena, Jesús les prepara pan y peces asados, símbolos de la Eucaristía. “Se los entrega” con los mismos gestos y las mismas palabras con que les entregó el Pan y la Copa de la última cena. Es precisamente en la “fracción del pan”, en el hacer memoria de la entrega martirial y de la resurrección de Jesús, en la comida de fraternidad, donde los discípulos se encuentran con el Señor y se llenan de su Espíritu para realizar cabalmente su misión.
El relato nos interpela sobre el lugar que ocupa nuestra comunicación con el Señor y con los hermanos de comunidad a la hora de trabajar por el Reino. Una sabia programación, con medios y métodos eficaces técnicamente, sin comunión con Cristo será como la noche de pesca: un fracaso. Con Cristo, como compañero de fatigas, ya hemos visto el resultado.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21 1-14, de Joven para Joven. La pesca y la comida.
El relato comienza con una escena nocturna. Siete discípulos están juntos (21,1-2), algunos de ellos son conocidos de la historia anterior: Simón Pedro, Tomás y Natanael. Pero los hijos de Zebedeo aparecen de la nada ante los lectores, y «los otros dos de sus discípulos» son, evidentemente, anónimos. De estos últimos cuatro (muy probablemente) uno es «el discípulo amado», tal como resulta de la continuación del relato. El número siete es, naturalmente, un lindo número para hacer concluir un libro con él, pero aparentemente el autor no pone mucho valor en ese número en cuanto tal, pues no vuelve más sobre el mismo. De lo que se trata es de «el grupo». Como también en Jerusalén «los discípulos» estaban juntos (20,19) —no necesariamente los Doce discípulos, si se tiene en cuenta 20,24—, así también ahora en Galilea hay un grupo de discípulos que están juntos, en una escena que puede competir con la que ha tenido lugar en Jerusalén.
Simón Pedro es el que marca el paso; cuando dice que va a pescar, los demás lo siguen: « ¡También nosotros vamos contigo! (21,3). Esto muestra ya en las primeras frases que Pedro desempeña un papel central en esta narración. En Jerusalén las cosas no parecían así: desde la escena del banquete hasta la visita de la tumba vacía, Pedro ha sido el menor, en escenas que apenas si le reportaban alguna ventaja. Pero ahora se encuentra en el territorio seguro de Galilea; ahora, en general, le irá mejor.
La noche termina sin éxito. Cuando despuntan las primeras luces (21,4), comienzan los sucesos portentosos. Jesús está en la playa y nadie sabe que es él, excepto, naturalmente, el auditorio del relato (21,4). Pide algo de pescado, pero ellos no han pescado nada. Luego les dice que arrojen la red a la derecha y se llena tanto que ya no la pueden recoger (21,5-6). Es un relato en el que se suceden cosas extrañas: la inesperada presencia de Jesús, la disposición de los pescadores a obedecer a un extraño, la pesca inesperada y la inverosímil cantidad de peces. El mar de Tiberíades —para el autor de la historia no se trata de un lago, sino de un mar; él, pues, no está interesado en la geografía sino en los sucesos—, está rodeado de muchos acontecimientos. Jesús ha venido, después de su muerte, a enseñarles a pescar a sus discípulos. Han estado dispuestos a creer en su palabra, y su red está tan llena que ya no la pueden recoger.
El reconocimiento de Jesús es el privilegio del discípulo amado (21,7). También en Galilea es él el primero. El auditorio de la historia no sabía aún que él estaba entre los siete. Ahora es el primero que identifica a Jesús y lo reconoce como el Señor. Pero, a su manera, Pedro lo supera en atención. Esto recuerda a la escena del sepulcro, donde Pedro, a pesar de su celo y del respeto del discípulo amado, sin embargo, apareció como el menor.
Con su estilo típico, Pedro se toma ahora la revancha. Lo que exactamente hace con sus vestidos, no es del todo claro. Creo que mejor se debe traducir así: «Juntó sus ropas, porque estaba desnudo, y se lanzó al lago» (21,7). El hecho es que él, sin mucha reflexión, va al encuentro de Jesús lo más rápidamente posible. Hasta el final del relato Pedro mantiene su espontaneidad. El comportamiento de los demás discípulos sirve de contraste. Vienen con el bote, arrastrando la red (21,8). Se necesita también personas que llevan a cabo el trabajo necesario de cada día.
Se prepara la comida. A la pesca milagrosa suceden otras cosas también milagrosas. En verdad de la nada, pero hay un fuego con un pez y un pan encima (21,9). Jesús es capaz, por sí sólo, de proveer para sí mismo y para los demás. El no pide por necesidad. El ofrece la oportunidad de trabajar con él. La comida está lista y, sin embargo, Jesús les pide a todos los discípulos (¡plural!) pescados de su pesca (21,10). Pero es nuevamente Pedro quien corre a la barca para arrastrar la red. Se cuenta con exactitud: ciento cincuenta y tres pescados grandes y, con todo, la red no se ha roto (21,11).
Una vez más, es un lindo número que pone en movimiento la fantasía de los lectores, aunque es muy difícil colegir si eso pertenece a las intenciones del autor. El no romperse de la red, que está en un comentario (21,11), parece remitir muy verosímilmente al comentario de los soldados en la cruz acerca de la túnica sin costura de Jesús: «No la rompamos» (19,24). A pesar de los muchos pescados, la red permanece intacta: Jesús ha hecho de sus discípulos pescadores de hombres y quiere que se conserve la unidad de la comunidad.
Quizás se pretende también un clímax que, de manera anticipada (21,15ss.), remita al (¡nuevo!) papel destacado de Pedro: en 21,6 todos los discípulos juntos no logran recoger la red; en 21,8 sin Pedro la logran arrastrar hasta la playa —ellos, como Pedro, habían oído del «discípulo que Jesús amaba», que «es el Señor» (21,7)—, en 21,11 Pedro solo arrastra la red a tierra, aunque Jesús le pidió a muchos que hagan eso (21,10) y, en sus manos, ella no se rompe, a pesar de que está llena al punto de estallar. Por el encargo de Jesús, Pedro crece por encima de sí mismo, dotado de una fuerza sobrehumana.
La comida misma comienza con una expresión casi incomprensible: «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntar: ¿Quién eres? Pues, sabían que era el Señor» (21,12). ¿Por qué tendrían que preguntarle si ya lo sabían? Y ¿por qué no se atrevían, si es que no lo sabían? Supongo que la solución de este enigma hay que buscarla en la pregunta misma: « ¿Quién eres tú?». Los discípulos están misteriosamente atrapados en la posible respuesta de Jesús: «Yo soy», una respuesta que ellos ya una vez oyeron en el mar de Tiberíades (6,20) y, que también entonces, estaba unida a una misteriosa escena de comida. Saben que es el Señor y que su nombre, aunque no sea dicho, está presente. Jesús no va más allá en esto, sino que toma el pan y se lo da, lo mismo que el pescado (21,13). Es la última vez que Jesús come con sus discípulos. La relación con la comida popular en Galilea es clara (6,12), lo mismo que con los diálogos sobre la misma que Jesús tiene con el pueblo (6,35ss.), con sus discípulos (6,53ss.) y con los Doce (6,68-69).
Es la tercera vez que Jesús resucitado de entre los muertos se muestra a sus discípulos (21,14). En la primera vez, soplando sobre ellos un Espíritu nuevo, ha hecho a los discípulos sus enviados. La segunda vez se ha dejado palpar y sentir para garantizar que era realmente él. La tercera vez hace a sus discípulos pescadores y les deja comer de sus dones. Les da pan y pescado, una comunión de mesa que acerca nuevamente a los discípulos entre ellos, en una unidad que Jesús quiere para muchas personas. La crisis en Galilea ha sido superada. El pueblo se ha marchado. Muchos discípulos se han quedado en casa. Un pequeño grupo ha reconocido a Jesús como su anfitrión en la vida.
Elevación Espiritual para el día.
¿Quién es Cristo? ¿Quién es para mí? Cuando reflexionamos sobre estas preguntas sencillas, aunque terribles, no nos damos cuenta de que nos sentimos tentados a deslizarnos hacia un nominalismo cristiano y a eludir la lógica dramática del realismo cristiano. Si Cristo es aquél fuera del cual no hay solución a las cuestiones esenciales de nuestra existencia, si son verdaderas y actuales aquellas palabras de Pedro, “lleno del Espíritu Santo” (Hch 4,11s), entonces nos sentiremos agitados y quizás descompuestos. Ya no podremos considerar el nombre de Jesucristo como una pura y simple denominación que se ha insinuado en el lenguaje convencional de nuestra vida, sino que su presencia, su estatura —dotada de una infinita majestad— se levantará delante de nosotros. El es el Alfa y la Omega, el principio y el fin de todas las cosas, el centro del orden cósmico, que nos obliga a reconsiderar la dimensión de nuestra filosofía, de nuestra concepción del mundo, de nuestra historia personal. No hemos de sentirnos anonadados, como los apóstoles en la montaña de la transfiguración. La humildad del Dios hecho hombre nos confunde en la misma medida que su grandeza. Sin embargo, ésta no sólo hace posible el diálogo, sino que lo ofrece y lo impone.
Reflexión Espiritual para este día.
La vida es imprevisible. Podemos ser felices un día y estar tristes al siguiente, estar sanos un día y enfermos un día después, ser ricos un día y pobres al siguiente. ¿A quién podremos, entonces, aferrarnos? ¿En quién podremos confiar para siempre?
Sólo en Jesús, el Cristo. El es nuestro Señor, nuestro pastor, nuestra fortaleza, nuestro refugio, nuestro hermano, nuestro guía, nuestro amigo. Vino de Dios para estar con nosotros. Murió por nosotros y resucitó de entre los muertos para abrirnos el comino hacia Dios, y se ha sentado a la derecha de Dios y nos acogerá en su casa. Con Pablo, debemos estar seguros de que “ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia. El “caso de Jesús” no se cerró con la crucifixión.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf. Jn 20, 20. 27).
Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o "bajo otra figura" (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naif, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena "ordinaria". En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es "el hombre celestial" (cf. 1 Co 15, 35-50).
La resurrección como acontecimiento transcendente 647 "¡Qué noche tan dichosa, canta el “Exulte” de Pascua, sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos!". En efecto, nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Menos aún, su esencia más íntima, el paso a otra vida, fue perceptible a los sentidos.
Acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del Misterio de la fe en aquello que transciende y sobrepasa a la historia. Por eso, Cristo resucitado no se manifiesta al mundo (cf. Jn 14, 22) sino a sus discípulos, “a los que habían subido con él desde Galilea a Jerusalén y que ahora son testigos suyos ante el pueblo”.
La Resurrección obra de la Santísima Trinidad.
La Resurrección de Cristo es objeto de fe en cuanto es una intervención transcendente de Dios mismo en la creación y en la historia. En ella, las tres personas divinas actúan juntas a la vez y manifiestan su propia originalidad. Se realiza por el poder del Padre que "ha resucitado" a Cristo, su Hijo, y de este modo ha introducido de manera perfecta su humanidad - con su cuerpo - en la Trinidad. Jesús se revela definitivamente "Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos". San Pablo insiste en la manifestación del poder de Dios (cf. Rm 6, 4; 2 Co 13, 4; Ef. 1, 19-22;) por la acción del Espíritu que ha vivificado la humanidad muerta de Jesús y la ha llamado al estado glorioso de Señor.
En cuanto al Hijo, él realiza su propia Resurrección en virtud de su poder divino. Jesús anuncia que el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, morir y luego resucitar (sentido activo del término) (cf. Mc 8, 31; 9, 9-31; 10, 34). Por otra parte, él afirma explícitamente: "doy mi vida, para recobrarla de nuevo ... Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo" (Jn 10, 17-18). "Creemos que Jesús murió y resucitó".
Los Padres contemplan la Resurrección a partir de la persona divina de Cristo que permaneció unida a su alma y a su cuerpo separados entre sí por la muerte: "Por la unidad de la naturaleza divina que permanece presente en cada una de las dos partes del hombre, éstas se unen de nuevo. Así la muerte se produce por la separación del compuesto humano, y la Resurrección por la unión de las dos partes separadas"
Sentido y alcance salvífico de la Resurrección.
"Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe"(1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.
La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (cf. Lc 24, 26-27. 44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (cf. Mt 28, 6; Mc 16, 7; Lc 24, 6-7). La expresión "según las Escrituras" (cf. 1 Co 15, 3-4 y el Símbolo nicenoconstantinopolitano) indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.
La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: "Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy" (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, él era "Yo Soy", el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los Judíos: "La Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros ... al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy” (Hch 13, 32-33; cf. Sal 2, 7). La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.
Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef. 2, 4-5; 1 P 1, 3).
Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron ... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos "saborean los prodigios del mundo futuro" (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
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