11 de abril 2010. II DOMINGO DE PASCUA O DE LA DIVINA MISERICORDIA. (CicloC). 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Estanislao ob mr, Isaac mj, Beata Elena Guerra vg.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Hch 5, 12-16: Crecía el número de los creyentes
Salmo 117: Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19: Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos
Jn 20, 19-31: Felices los que crean sin haber visto.
El libro de los Hechos, el Apocalipsis y el evangelio de Juan se escribieron casi por la misma época. La Iglesia de Jesús, formada por muchas y diferentes comunidades, estaba recogiendo las diversas tradiciones sobre Jesús histórico y cada comunidad las reelaboraba y contaba de acuerdo a las nuevas situaciones que estaban viviendo. Era tiempos de grandes conflictos con el imperio romano y con los fariseos de Yamnia, el único grupo oficial judío que había sobrevivido a la destrucción del templo el año 70. Las Iglesias estaban descubriendo su propia identidad y Pedro (que por este tiempo ya había sido martirizado en Roma) ya era reconocido como autoridad dentro y fuera de la Iglesia. Con textos de estos tres libros la liturgia de hoy nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre el fundamento de nuestra fe.
Así como en nuestras rutas necesitamos señales que nos indiquen las curvas, los puentes, los caminos estrechos, también en el camino de la Iglesia necesitamos esas señales que nos indican si andamos en la buena ruta o no. Las señales son las mismas de siempre: la práctica liberadora de Jesús, su opción por los/as más necesitados y su trabajo por la vida. Comenzando por la buena sombra de Pedro que curaba a los enfermos, vemos cómo, en medio de conflictos, las primeras comunidades repetían la práctica liberadora de Jesús. También el Apocalipsis nos invita a mirar al Hijo del Hombre, centro de la vida de la Iglesia.
El evangelio de Juan nos traslada a un día como hoy, ocho días después de la pascua.
Jesús entra y se coloca en medio de la comunidad. Sopla sobre ellos/as y les da el Espíritu Santo. Para la Comunidad de Juan, la Pascua de Resurrección y Pentecostés acontecieron el mismo día en que Jesús resucitó. (Para Lucas que tiene otra teología, y que tal vez por razones catequéticas es la única que recogió la Iglesia, hay que esperar 50 días para Pentecostés). Y en esta Pascua-Pentecostés toda la comunidad de discípulos y discípulas recibe la autoridad para perdonar los pecados. Esto corresponde a la tradición que también Mateo ha conservado en su evangelio (Mt 18,18) y que luego la Iglesia, en su proceso de clericalización fue perdiendo, pero que sí recuperaron las Iglesias Evangélicas.
En la segunda parte de este evangelio nos encontramos con el diálogo de Jesús y Tomás. Ojos que no ven corazón que no siente, dice el refrán. Cuentan que cuando July Gagarin, el astronauta ruso regresó de aquel primer paseo a las estrellas, dijo: “Anduve por el cielo y no he visto a Dios”. Pobre July tan parecido a Tomás, que podría llamarse su mellizo.
Es que fuera de la comunidad no se ve a Jesús, ni en el cielo ni en la tierra. Es en la comunidad donde se percibe la presencia del Señor. Es allí donde se realiza el seguimiento de Jesús. La comunidad no es optativa. Es parte esencial del mensaje cristiano, lo mismo que la opción por los pobres. En las Comunidades Eclesiales de Base tenemos experiencias que se asemejan a las que vivían las primeras comunidades. Evaluamos el camino volviendo siempre a la práctica liberadora de Jesús y sus opciones; experimentamos en la lucha por la vida la fuerza de la Pascua-Pentecostés y también tenemos la experiencia del perdón en la comunidad. ¿Por qué retacear el perdón cuando la alegría de Dios es perdonar, sanar y salvar?
Cuando Jesús no está en el centro se pierde parte de su mensaje liberador impidiendo la novedad que brota de su Espíritu.
PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 5, 12-16
Crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor
Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.
La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno.
Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 117
R/.Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia. Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia. R.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. R.
Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor; el Señor es Dios, él nos ilumina. R.
SEGUNDA LECTURA.
Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19
Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos
Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios, y haber dado testimonio de Jesús.
Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente que decía: "Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete Iglesias de Asia."
Me volví a ver quién me hablaba, y, al volverme, vi siete candelabros de oro, y en medio de ellos una figura humana, vestida de larga túnica, con un cinturón de oro a la altura del pecho.
Al verlo, caí a sus pies como muerto.
Él puso la mano derecha sobre mí y dijo: "No temas: Yo soy el primero y el Último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo.
Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde."
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Juan 20, 19-31
A los ocho días, llegó Jesús
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a vosotros."
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo."
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
- "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos."
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor."
Pero él les contesto: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo."
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: "Paz a vosotros."
Luego dijo a Tomás: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente."
Contestó Tomás: "¡ Señor mío y Dios mío!"
Jesús le dijo: "¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto."
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Hch 5, 12-16: Crecía el número de los creyentes
Salmo 117: Den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19: Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos
Jn 20, 19-31: Felices los que crean sin haber visto.
El libro de los Hechos, el Apocalipsis y el evangelio de Juan se escribieron casi por la misma época. La Iglesia de Jesús, formada por muchas y diferentes comunidades, estaba recogiendo las diversas tradiciones sobre Jesús histórico y cada comunidad las reelaboraba y contaba de acuerdo a las nuevas situaciones que estaban viviendo. Era tiempos de grandes conflictos con el imperio romano y con los fariseos de Yamnia, el único grupo oficial judío que había sobrevivido a la destrucción del templo el año 70. Las Iglesias estaban descubriendo su propia identidad y Pedro (que por este tiempo ya había sido martirizado en Roma) ya era reconocido como autoridad dentro y fuera de la Iglesia. Con textos de estos tres libros la liturgia de hoy nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre el fundamento de nuestra fe.
Así como en nuestras rutas necesitamos señales que nos indiquen las curvas, los puentes, los caminos estrechos, también en el camino de la Iglesia necesitamos esas señales que nos indican si andamos en la buena ruta o no. Las señales son las mismas de siempre: la práctica liberadora de Jesús, su opción por los/as más necesitados y su trabajo por la vida. Comenzando por la buena sombra de Pedro que curaba a los enfermos, vemos cómo, en medio de conflictos, las primeras comunidades repetían la práctica liberadora de Jesús. También el Apocalipsis nos invita a mirar al Hijo del Hombre, centro de la vida de la Iglesia.
El evangelio de Juan nos traslada a un día como hoy, ocho días después de la pascua.
Jesús entra y se coloca en medio de la comunidad. Sopla sobre ellos/as y les da el Espíritu Santo. Para la Comunidad de Juan, la Pascua de Resurrección y Pentecostés acontecieron el mismo día en que Jesús resucitó. (Para Lucas que tiene otra teología, y que tal vez por razones catequéticas es la única que recogió la Iglesia, hay que esperar 50 días para Pentecostés). Y en esta Pascua-Pentecostés toda la comunidad de discípulos y discípulas recibe la autoridad para perdonar los pecados. Esto corresponde a la tradición que también Mateo ha conservado en su evangelio (Mt 18,18) y que luego la Iglesia, en su proceso de clericalización fue perdiendo, pero que sí recuperaron las Iglesias Evangélicas.
En la segunda parte de este evangelio nos encontramos con el diálogo de Jesús y Tomás. Ojos que no ven corazón que no siente, dice el refrán. Cuentan que cuando July Gagarin, el astronauta ruso regresó de aquel primer paseo a las estrellas, dijo: “Anduve por el cielo y no he visto a Dios”. Pobre July tan parecido a Tomás, que podría llamarse su mellizo.
Es que fuera de la comunidad no se ve a Jesús, ni en el cielo ni en la tierra. Es en la comunidad donde se percibe la presencia del Señor. Es allí donde se realiza el seguimiento de Jesús. La comunidad no es optativa. Es parte esencial del mensaje cristiano, lo mismo que la opción por los pobres. En las Comunidades Eclesiales de Base tenemos experiencias que se asemejan a las que vivían las primeras comunidades. Evaluamos el camino volviendo siempre a la práctica liberadora de Jesús y sus opciones; experimentamos en la lucha por la vida la fuerza de la Pascua-Pentecostés y también tenemos la experiencia del perdón en la comunidad. ¿Por qué retacear el perdón cuando la alegría de Dios es perdonar, sanar y salvar?
Cuando Jesús no está en el centro se pierde parte de su mensaje liberador impidiendo la novedad que brota de su Espíritu.
PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 5, 12-16
Crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor
Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo.
Los fieles se reunían de común acuerdo en el pórtico de Salomón; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor.
La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno.
Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 117
R/.Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. Diga la casa de Aarón: eterna es su misericordia. Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia. R.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. R.
Señor, danos la salvación; Señor, danos prosperidad. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor; el Señor es Dios, él nos ilumina. R.
SEGUNDA LECTURA.
Apocalipsis 1, 9-11a. 12-13. 17-19
Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos
Yo, Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra de Dios, y haber dado testimonio de Jesús.
Un domingo caí en éxtasis y oí a mis espaldas una voz potente que decía: "Lo que veas escríbelo en un libro, y envíaselo a las siete Iglesias de Asia."
Me volví a ver quién me hablaba, y, al volverme, vi siete candelabros de oro, y en medio de ellos una figura humana, vestida de larga túnica, con un cinturón de oro a la altura del pecho.
Al verlo, caí a sus pies como muerto.
Él puso la mano derecha sobre mí y dijo: "No temas: Yo soy el primero y el Último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo.
Escribe, pues, lo que veas: lo que está sucediendo y lo que ha de suceder más tarde."
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Juan 20, 19-31
A los ocho días, llegó Jesús
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a vosotros."
Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo."
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
- "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos."
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor."
Pero él les contesto: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo."
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: "Paz a vosotros."
Luego dijo a Tomás: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente."
Contestó Tomás: "¡ Señor mío y Dios mío!"
Jesús le dijo: "¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto."
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 5,12-16
El fragmento presenta el tercero de los «compendios» de los Hechos de los Apóstoles. Se trata de resúmenes usados en la narración de Lucas como «puentes» entre diferentes secciones. Muestran cómo vivía la comunidad cristiana en aquellos tiempos y, a la vez, cómo debería vivir siempre. En este compendio se encuentran, en efecto, siete verbos en imperfecto destinados a indicar una situación habitual de la comunidad. Esta ha hallado un lugar estable de encuentro junto al templo (el pórtico de Salomón), se reúne en torno a los apóstoles y muestra poseer una identidad bien definida frente a los otros.
En el centro de la narración aparece la presencia y la acción de los apóstoles en particular la de Pedro. Éstos realizan signos y prodigios que atestiguan el poder del Resucitado. El pueblo los exalta; aumenta el número de los creyentes; aumenta también la fe suscitada por el poder de curación de los apóstoles, incluso por la sombra de Pedro. Se perfilan aquí los rasgos de la Iglesia, que, mientras se va formando, agrega siempre, por el poder del Espíritu, nuevos miembros, sobre todo mediante la actividad de los apóstoles.
Comentario del Salmo 117
En el conjunto del salterio, este salmo concluye la «alabanza» o «Hallel» (Sal 113-118) que cantan los judíos en las principales solemnidades y que cantaron también Jesús y sus discípulos después de la Ultima Cena, No cabe deuda de que se trata de una acción de gracias. La única dificultad que plantea estriba en de terminar si quien da gracias es un individuo o se trata, más bien, de todo el pueblo. A simple vista, parece que se trata de una sola persona. Sin embargo, la expresión «todas las naciones me rodearon» (10a) lleva a pensar más en todo el pueblo que en un solo individuo, En este caso, el salmista estaría dando gracias, en nombre de todo Israel, por la liberación obtenida. Por eso lo consideramos un salmo de acción de gracias colectiva.
Existen diversas maneras de entender la estructura de este salmo. La que aquí proponemos supone la presencia del pueblo congregado (tal vez en el templo de Jerusalén) para dar gracias. Podemos imaginar a una persona que habla en nombre de todos, y al pueblo, dividido en grupos que aclaman por medio de estribillos. De este modo, en el salmo podemos distinguir una introducción (1-4), un cuerpo (5-28, que puede dividirse, a su vez, en dos partes 5-18 y 19-28) y una conclusión (29), que es idéntica al primer versículo.
La introducción (1-4) comienza exhortando al pueblo a que dé gracias por la bondad y el amor eternos del Señor (1; compárese con la conclusión en el v. 29). A continuación, la persona que representa al pueblo se dirige a tres grupos distintos (los mismos que aparecen en Sal 115,9-11), para que, de uno en uno, respondan con la aclamación: « ¡Su amor es para siempre!». Es tos tres grupos representan a la totalidad del pueblo: la casa de Israel, la casa de Aarón (los sacerdotes, funcionarios del templo) y los que temen a Dios (2-4). El pueblo se reúne con una única convicción: el amor del Señor no se agota nunca.
La primera parte del cuerpo (5-18) presenta también algunas intervenciones del salmista en las que se intercalan aclamaciones de todo el pueblo. Habla del conflicto a que han tenido que hacer frente (6-7); la intervención del Señor colmé al pueblo de una confianza inconmovible. A continuación viene la respuesta del pueblo (8-9), que confirma que el Señor no traiciona la confianza de cuantos se refugian en él. El salmista vuelve a describir el conflicto (10-14) La situación ha ido volviéndose cada vez más dramática. Se compara a los enemigos con un enjambre de avispas que atacan y con el fuego que arde en un zarzal seco (12). Pero el Señor ha sido auxilio y salvación. El pueblo interviene (15-16) manifestando su alegría y hace tres elogios de la diestra del Señor, su mano fuerte y liberadora. En el pasado, esa mano liberó a los israelitas de Egipto. Tras la nueva liberación, pueden oírse los gritos de alegría y de victoria en las tiendas de los justos. Vuelve a tomar la palabra el salmista, pero no habla ahora de la situación de peligro, sino del convencimiento que invade al pueblo tras la superación del peligro (17-13); habla de una vida consagrada a narrar las hazañas del Señor. La opresión es vista como castigo de Dios, un castigo que no condujo a la muerte.
En la segunda parte del cuerpo (19-28) tenemos restos de un rito de entrada en el templo. Se supone que el salmista y los diferentes grupos se encontraban presentes desde el comienzo del salmo. El primero pide que se abran las puertas del triunfo (del templo) para entrar a dar gracias (19). Alguien de la casa de Aarón (por tanto, un sacerdote) responde, indicando la puerta (que probablemente se abriría en ese momento). Es la puerta por la que entran los vencedores (20). El salmista comienza su acción de gracias (21-24): en no del pueblo da gracias por la salvación y por el cambio de suerte. La imagen de la piedra angular (22-23) está tomada de la construcción de arcos. La piedra que se coloca en el vértice de un arco es la que sostiene toda la construcción. El día de la victoria es llamado «el día en que actuó el Señor» (24a). El pueblo responde, pidiendo la salvación, que se traduce en prosperidad (25). Los sacerdotes (los descendientes de Aarón) bendicen al pueblo (26), invitándole a formar filas para la procesión hasta el altar (27). Interviene por última vez el salmista, dando gracias y ensalzando a Dios (28). Se su pone que, a continuación, se ofrecerían sacrificios en el templo, culminando la alegría de la fiesta con un banquete para todos.
Este salmo respira fiesta, alegría, es una acción de gracias que concluye con una procesión por la superación de un conflicto. La situación en que se encontraba el pueblo antes de la súplica era muy grave. El salmo nos habla del clamor en el momento de la angustia (de los enemigos (7b) y de los jefes (Más aún, las naciones habían plantado un cerco contra el pueblo, aumentando cada vez más la opresión. El pueblo estaba siendo empujado, en una situación que hace pensar en la muerte (17a). Con el auxilio del nombre del Señor, el pueblo rechazó a sus enemigos, provocando gritos de júbilo y de victoria en las tiendas de los justos (15). El pueblo volvió a la vida (17) y ahora tiene la misión de contar las maravillas del Señor, que se sintetizan en la salvación (14b). El Señor cambió radicalmente la suerte de su pueblo; convirtió la piedra rechazada en piedra clave que sostiene el edificio (22). Esto se considera una «maravilla» (23), término que nos lleva a pensar en las grandes intervenciones liberadoras del Señor en el Antiguo Testamento. El día en que se produjo este cambio, es llamado aquí «el día del Señor», rescatándose así toda la esperanza que esta expresión le transmitía al pueblo, sobre todo en tiempos de dificultad. Resulta difícil determinar a qué momento de la historia se refiere este salmo. Pero esto, no obstante, no es de terminante. La petición de «prosperidad» (25b) nos lleva a pensar en la posterior inmediatamente posterior al exilio en Babilonia.
Lo primero que nos llama la atención es la frecuencia con que aparecen el nombre «el Señor» y la expresión «en nombre del Señor». Sabemos que el nombre propio de Dios en el Antiguo Testamento es «el Señor» —Yavé, en hebreo— y que este nombre está unido a la liberación de Egipto. Su nombre recuerda la liberación, la alianza y la conquista de la tierra. Se entiende, pues, que este salmo insista en que su amor es para siempre. Amor y fidelidad son las dos características fundamentales del Señor en su alianza con Israel. El salmo dice que Dios escucha y alivia (5), que carnina junto a su pueblo y le ayuda (7a), haciendo que venia a sus enemigos (7b). El recuerdo de la «diestra» de Dios hace pensar en la primera «maravilla» del Señor: la liberación de Egipto. El pueblo ha experimentado una nueva liberación, semejan te a la que se narra en el libro del Éxodo. El «día del Señor», expresión que subyace al v. 24, muestra otra importante característica de Dios. Durante el caminar del pueblo, esta expresión hacía soñar con las grandes intervenciones del Dios que libera a su aliado de todas las opresiones. La expresión «mi Dios» (28) también surgió en un contexto de alianza entre el Señor y su pueblo.
Jesús es la máxima expresión del amor de Dios. En Jesús aprendemos que Dios es amor (1Jn 4,8). Jesús fue también capaz de manifestar a todos ese amor, entregando su vida a causa de él Qn 13,1). La liturgia cristiana ha leído este salmo a la luz de la muerte y resurrección de Jesús. La carta a los Efesios (1,3- 14) nos ayuda a bendecid a Dios, por Jesús, con una alabanza universal.
La liturgia nos invita a rezarlo en el Tiempo de Pascua, a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús. Conviene rezarlo en comunión con otros creyentes, dando gracias por las «maravillas» que Dios ha realizado y sigue realizando en medio de nosotros; también podemos rezarlo cuando celebramos las duras conquistas del pueblo y de Los grupos populares en la lucha por la vida...
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 1,9- 11 a. 12-13.17-19
El Apocalipsis es, por excelencia, el libro de la «revelación» de Jesús, aunque requiere por parte del lector el paciente trabajo de entrar en su lenguaje cargado de símbolos. Juan recibe esta revelación en favor de los hermanos mientras se encontraba confinado en la isla de Patmos a causa de la fe. La profunda experiencia espiritual (v. 10) vivida por él tiene lugar precisamente el domingo, día memorial de la resurrección del Señor. Oye a su espalda una voz potente, «como de trompeta», que le ordena escribir lo que vea. Los elementos con los que se describe esta primera experiencia recuerdan la revelación del Sinaí, comprendida, no obstante, en su plenitud gracias al misterio pascual. En efecto, Juan tiene que volverse (el verbo usado es epistréphein, el mismo término que indica la «conversión» como retorno a Dios) y precisamente porque se «convierte» puede ver. Se presenta entonces ante sus ojos un misterioso personaje, «una especie de figura humana» (v. 13) en medio de siete candelabros de siete brazos.
El único candelabro de siete brazos del templo de Jerusalén se ha transformado, por consiguiente, en muchos candelabros a fin de indicar que ha tenido lugar un paso desde el único ámbito del culto —o sea, el templo— a la totalidad de la comunidad eclesial. En medio de ellos está Cristo resucitado, descrito con elementos tomados del Antiguo Testamento. Éstos expresan la función mesiánica, que ha llegado a su culminación. La larga túnica y la banda de oro (v. 13) son un rasgo distintivo sacerdotal (cf. Dn 10,5); el pelo blanco (v. 14a) alude al «anciano de los días» de Dn 7,9. El Hijo del hombre es Dios mismo. Frente a él reacciona Juan con el desconcierto propio de quien entra en contacto con Dios, pero el personaje glorioso le tranquiliza y se presenta con cinco expresiones que le califican como el Resucitado. En efecto, es «el primero y el último», es decir, el creador y señor del cosmos y de la historia (cf. Is 44,8; 48,12); «el que vive», a saber: el que tiene la vida en sí mismo, según una terminología muy estimada por el Antiguo Testamento. No sólo es el que vive, sino el que una fe sincera y de todo el amor que se debe al mismo Dios, exclama: « ¡Señor mío y Dios mío!». El Señor le responde: «Porque me has visto, has creído. Bienaventurados los que creen sin haberme visto. Tomás, anuncia la resurrección a quienes no me han visto. Arrastra a toda la gente a creer no en lo que ven sus ojos, sino en lo que dice tu palabra».
Éstos son los nuevos reclutas del Señor. Han seguido a Cristo sin haberlo visto, lo han deseado, han creído en él. Lo han reconocido con los ojos de la fe, no con los del cuerpo. No han puesto sus dedos en la herida de los clavos, pero se han unido a su cruz y han abrazado sus sufrimientos. No han visto el costado del Señor, pero se han unido a sus miembros a través de la gracia.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 20, 19-31.
Estos dos episodios, próximos y relacionados con un mismo tema —el de la fe— son, el eco fiel de cuanto ha sucedido en los corazones de los apóstoles tras la muerte de Jesús.
En el primero de ellos (vv. 19-22), el Resucitado se aparece a los once, que, a pesar del anuncio de María Magdalena (v. 18), están encerrados todavía en el cenáculo por miedo a los judíos. Jesús supera las barreras que se le interponen: pasa a través de las puertas, manifestando que su condición es completamente nueva, aunque no ha desaparecido nada de los sufrimientos que padeció en la carne. La insistente referencia al costado traspasado de Jesús es propia de Juan, que, de este modo, quiere indicar el cumplimiento de las profecías en Jesús (Ez 47,1; Zac 12,10.14). El tradicional saludo de paz asume también en sus labios un sentido nuevo: de augurio —«la paz esté con vosotros»— se convierte en presencia —«la paz está con vosotros». La paz, don mesiánico por excelencia, que incluye todo bien, es, por tanto, una persona: es el Señor crucificado y resucitado en medio de los suyos («se presentó»: vv. 19b.26b y, antes, v. 14). Al verlo, los discípulos quedan colmados de alegría y confirmados en la fe. El Espíritu que Jesús sopla sobre ellos, principio de una creación nueva (Gn 2,7), confiere a los apóstoles una misión que prolonga la suya en el tiempo y en el espacio y les concede el poder divino de liberar del pecado.
El segundo cuadro (vv. 24-2 9) personaliza en Tomás las dudas y el escepticismo que atribuyen los sinópticos, de manera genérica, a “algunos” de los Doce, y que pueden surgir en cualquiera. Tomás ha visto la agonía de su Maestro y se niega a creer ahora en una realidad que no sea concreta, tangible, en cuanto al sufrimiento del que ha sido testigo (v. 25). Jesús condesciende a la obstinada pretensión del discípulo (v. 27), pues es necesario que el grupo de los apóstoles se muestre firme y fuerte en la fe para poder anunciar la resurrección al mundo. Precisamente a Tomás se le atribuye la confesión de fe más elevada y completa: « ¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Aplica al Resucitado los nombres bíblicos de Dios, Yavé y Elohím, y el posesivo «mío» indica su plena adhesión de amor, más que de fe, a Jesús. La visión conduce a Tomás a la fe, pero el Señor declara, de manera abierta, para todos los tiempos: bienaventurados aquellos que crean por la palabra de los testigos, sin pretender ver. Estos experimentarán la gracia de una fe pura y desnuda que, sin embargo, es confirmada por el corazón y lo hace exultar con una alegría inefable y radiante (1 Pe 1,8). Los vv. 30s constituyen la primera conclusión del evangelio de Juan: se trata de un testimonio escrito que no pretende ser exhaustivo, sino sólo suscitar y corroborar la fe en que «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mc 1,1).
Jesús quiere que expresemos nuestra unión con él y que correspondamos a su amor viviendo en comunión entre nosotros, dejándonos plasmar de verdad como criaturas nuevas que no viven aisladas, sino unidas, por haber sido incorporadas todas a él. Ese es el fruto de la pascua del Señor. Los que han nacido del mismo seno de la Iglesia forman una sola familia. La novedad consiste precisamente en poder vivir con un solo corazón y una sola alma en el amor.
En el evangelio se aparece Jesús a los discípulos cuando están reunidos. Los abraza con su mirada, les da la paz, les entrega el Espíritu Santo y les muestra sus llagas, signos de la crucifixión. Jesús les hace constatar a través de las dudas de Tomás que el que está delante de ellos es de verdad el Señor resucitado. También nosotros estamos reunidos hoy para tocar las llagas de Jesús, unas llagas gloriosas ahora, aunque siguen visibles en su cuerpo glorificado, como signo de su amor. Aparecen justamente como la declaración escrita, en su cuerpo, del amor que le llevó a morir por nosotros en la cruz.
Bienaventurados nosotros sí, aunque no lo veamos con los ojos del cuerpo, creemos en el Señor, creemos en su amor y besamos sus llagas. ¿Cómo? Besaremos a Jesús cuando también nosotros seamos traspasados por clavos, por esas espinas que son las pruebas de la vida. Porque es siempre él quien sufre en nosotros, es siempre él quien es crucificado en nuestra humanidad, una humanidad que debe pasar también por el crisol del dolor. Es siempre él: es él quien ya ha sido glorificado en nosotros y, por consiguiente, está lleno de alegría; es él quien sigue sufriendo y, por consiguiente, gime. Por eso, si tenemos fe, también nosotros podremos sufrir juntos y alegrarnos, porque siempre estaremos unidos a él, en su misterio.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 20,19-31, para nuestros Mayores, Aparición de Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo.
La resurrección de Jesús nos impulsa a la fe. Hoy vemos el camino de fe de los apóstoles y de Tomás. Vemos también la fecundidad de la resurrección de Jesús, porque los apóstoles obraron milagros y prodigios con su fe en el Resucitado.
El evangelio de Juan nos cuenta que Jesús se apareció a sus discípulos el día de Pascua en el cenáculo. Los discípulos se habían retirado a aquel lugar por miedo a los judíos. Sin embargo, a pesar de tener las puertas cerradas, Jesús entró y se puso en medio de ellos.
Jesús resucitado ya no está condicionado por las necesidades materiales de nuestra vida; las puertas cerradas ya no le pueden detener. Se puede hacer presente donde y cuando quiere; o, dicho con mayor exactitud, puede hacerse visible donde y cuando quiere, dado que con su divinidad está presente en todas partes.
Jesús resucitado lleva a los discípulos la paz, la alegría y el dinamismo apostólico.
Las primeras palabras que dice a los discípulos son: «Paz a vosotros». Éste es el saludo habitual de los judíos, pero en la boca del Resucitado adquiere un significado mucho más importante y profundo.
Jesús lleva realmente la paz; más aún, como dice Pablo, «él es nuestra paz» (Efesios 2,14), porque ha llevado a cabo en su humanidad la reconciliación entre los hombres y Dios, venciendo al pecado y a la muerte. Las fuerzas hostiles al hombre han sido aniquiladas, y de este modo puede traernos la paz.
Los discípulos tienen una gran necesidad de esta paz, porque se encuentran en una situación de inquietud, de preocupación y de miedo.
Jesús se pone en medio de ellos, pero no les dirige ningún reproche. Todos los discípulos habían huido después de la captura de Jesús; Pedro le había negado. Sin embargo, Jesús no se lo reprocha, sino que les trae la paz a todos.
Jesús les muestra las manos y el costado, es decir, sus llagas, para indicarles la fuente de esta paz. «Por sus llagas fuimos curados», leemos en el tercer canto del Siervo de Yavé (cf. Isaías 52,13—53,12). Las manos y el costado de Jesús son la fuente de la paz, porque constituyen la manifestación del enorme amor del Señor, que ha superado todo obstáculo.
Junto con la paz, Jesús trae a los discípulos la alegría. Dice el Evangelio: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor».
El Tiempo Pascual es un tiempo de alegría. La liturgia nos hace repetir en la Octava de Pascua: «Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Salmos 117,24), como aclamación al Evangelio. Para nosotros no hay motivo más grande de alegría que la resurrección de Jesús. El ha vencido a todas las fuerzas hostiles y negativas; así, toda nuestra existencia se encuentra ahora bajo un signo positivo, y esto constituye para nosotros un motivo de verdadera alegría.
Además de la paz y la alegría, Jesús trae también a sus discípulos el dinamismo apostólico. Les dice: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
La resurrección de Jesús supone el comienzo de un dinamismo extraordinario, capaz de transformar el mundo. Se propaga por medio de sus discípulos: sobre todo por medio de los apóstoles y de sus sucesores, aunque también por medio de los fieles. Jesús resucitado da, en efecto, a cada cristiano una vocación, en continuidad con su propia misión. Cada cristiano está llamado a dar testimonio de Cristo y de su resurrección, a fin de llevar la alegría y la paz al mundo.
Jesús da también a los apóstoles el poder de perdonar y de retener los pecados. Con ello les hace participar en su poder de juzgar. Lo que se propone a los hombres es el perdón de Dios, pero esto no se puede conceder a quienes se cierran a la gracia de Dios.
Llegados aquí, el evangelista señala que Tomás no estaba con los otros discípulos cuando vino Jesús. Los discípulos le dicen: «Hemos visto al Señor», pero él no quiere creerles. La resurrección de Jesús es un acontecimiento extraordinario, inesperado, que no entra en las perspectivas humanas habituales. Tomás no quiere creer, y para hacerlo pone una condición que es significativa. En efecto, no dice: «Si no veo el rostro de Jesús, si no oigo su voz, no creeré», sino: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en la herida de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
Tomás ha comprendido que las verdaderas marcas de Jesús son ahora sus llagas, porque éstas son la manifestación de su amor extremo, de un amor como nadie podría tener otro igual.
Ocho días después tiene lugar otra aparición de Jesús en el cenáculo, estando las puertas cerradas, y esta vez Tomás está presente.
Jesús saluda de nuevo a los discípulos con la paz, y después se dirige a Tomás. Jesús no estaba presente de manera visible cuando Tomás puso su condición para creer, pero, en cuanto resucitado, sabe lo que Tomás había dicho. Por eso le invita ahora a poner el dedo en sus manos, a extender la mano y meterla en su costado, y a no ser incrédulo, sino creyente.
Ahora todas las resistencias de Tomás caen de golpe, y realiza una magnífica profesión de fe, la más bella que hay en los evangelios: « ¡Señor mío y Dios mío!».
Tomás reconoce no sólo la victoria del Jesús resucitado, sino también su divinidad; esto es producto de una inspiración. Jesús resucitado es el Hijo de Dios: lo era desde el principio, pero lo es ahora de una manera más visible por medio de su resurrección.
Jesús le dice a Tomás: « ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Así pone de relieve la bienaventuranza de quien cree sin haber visto.
Ésta es nuestra bienaventuranza. Hay un valor especial en la fe que se profesa sin haber tenido los signos inconfundibles de la resurrección de Cristo. Esta fe establece una relación profunda con Cristo, una relación que es un don maravilloso de Dios. Todos los cristianos están llamados a vivir esta bienaventuranza.
La resurrección de Cristo es objeto de fe, pero también es fuente de muchas gracias. En la primera lectura vemos cómo éstas se manifestaron por medio de milagros y prodigios realizados por los apóstoles.
Era sugestivo ver cómo el pueblo exaltaba a los apóstoles porque se daba cuenta de que hacían milagros. Y los apóstoles declaraban con toda franqueza que no eran ellos los que realizaban estos milagros, sino la fuerza de Cristo resucitado.
Bastaba la sombra de Pedro para obrar milagros. La muchedumbre acudía para llevarles a los enfermos y pedirles su curación.
Se trataba de una manifestación de la nueva vida del Cristo resucitado.
En el Apocalipsis vemos que Cristo resucitado se puede manifestar también de una manera impresionante: no con la naturaleza descrita por los evangelios, sino de una manera que suscita un temor religioso.
El autor cuenta que tuvo una visión mientras estaba en la isla de Patmos a causa de la palabra de Dios y por haber dado testimonio de Jesús. Vio, en medio de siete lámparas de oro, una figura humana, pero con un aspecto absolutamente extraordinario. «Al verla —dice el autor—, caí a sus pies como muerto.» Esto nos hace comprender el carácter extraordinario del poder de Cristo resucitado.
Él mismo, que es quien ha suscitado este temor, le pone fin, diciendo: «No temas». Y se presenta: «Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive». Cristo resucitado es el que vive por excelencia, porque ha vencido a la muerte y vive ahora para toda la eternidad. «Estaba muerto —precisa el Señor—, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno».
Nuestra fe acoge estas palabras que nos describen al Cristo resucitado. El ha vencido a la muerte de manera definitiva. Su resurrección no se asemeja a la de Lázaro, que volvió a la vida pero sólo durante algunos años. El Cristo resucitado vive, en cambio, para siempre.
Tiene las llaves de la muerte y el infierno. Tiene el poder de hacer resucitar a los muertos, como afirma él mismo en el cuarto evangelio: «Como el Padre resucita a los muertos y da la vida, así también el Hijo da la vida a quien quiere» (Juan 5,21), gracias a su sacrificio, que ha vencido a la muerte.
Nuestros corazones deben estar llenos de paz, de alegría y de dinamismo apostólico. Estamos en un tiempo maravilloso, porque vivimos después de la resurrección de Jesús. Él está presente en nuestra vida y puede manifestarse como quiere; se manifiesta a nosotros de una manera discreta en la Eucaristía, pero puede manifestarse también de otros modos, como, por ejemplo, las curaciones y los milagros.
Por nuestra parte, no debemos exigir signos milagrosos para creer en su resurrección, sino que debemos aceptar el testimonio de los apóstoles, y acoger la alegría y la paz que el Cristo resucitado pone en nuestros corazones, porque con la fuerza de su amor ha vencido todos los obstáculos.
Cristo resucitado nos comunica también un vigoroso dinamismo destinado a transformar el mundo, cada uno según su propia vocación.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 20, 19-23, de Joven para Joven. “¡Paz a vosotros!”
En la oscuridad del alba, María Magdalena se ha dirigido al sepulcro de Jesús y lo ha encontrado abierto y vacío. Sus dos mensajes (20,2.17) han dominado hasta ahora el día de Pascua. Al atardecer de este largo día, el Resucitado se presenta ante sus discípulos. Los encuentra con las puertas cerradas. Están todavía en el sepulcro del miedo; no participan aún de su vida. Jesús comienza entonces demostrándoles que le tienen a él, el Resucitado, vivo en medio de ellos (20,19-20); después les hace partícipes de su misma misión, de su misma vida y de su mismo poder para perdonar los pecados (20,2 1-23). En un mundo que les inspira miedo, ellos tienen junto a sí al vencedor del mundo (16,33) y se ven llenos de su paz y de su alegría. Jesús les abre las puertas y les capacita para entrar en este mundo y llevar a él sus dones. Los discípulos no deben cerrarse en el miedo ante el mundo; deben, por el contrario, entrar en él llenos de confianza.
El don fundamental del Resucitado es la paz (20,19.21.26). Ya en los discursos de despedida había prometido Jesús a sus discípulos esta paz. El está en condiciones de darla en cuanto que va al Padre (14,27) y en cuanto que vence al mundo (16,33). Ahora ha vencido realmente a la muerte, manifestación extrema del poder destructivo del mundo, y ha subido realmente al Padre. Ha alcanzado su meta y está vivo en medio de ellos como vencedor. El mismo es el fundamento de su paz. Jesús resucitado no libera a los discípulos de las aflicciones del mundo (16,33), pero les da seguridad, imperturbabilidad y confianza serena.
El Resucitado no se limita a hablar de la paz; se legitima también ante los discípulos y ofrece sólido fundamento a su palabra: les muestra sus llagas. Los discípulos deben convencerse de que aquel que está vivo ante ellos es el mismo que ha muerto en la cruz; deben reconocer que él ha ido realmente más allá de la muerte, venciéndola. Las llagas son también el signo de su inmenso amor, que le ha impulsado a poner en juego la vida. Jesús estará para siempre lleno de este amor. De su herida en el costado han salido sangre y agua. Esta herida sigue siendo la prueba de que él es la fuente de la vida (7,38-39). El se ha presentado en medio de ellos y está vivo entre ellos. Los discípulos le sienten en su amor ilimitado y sin medida y tienen experiencia de él como vencedor de la muerte y dador de la vida. Cuanto más le comprenden tanto más se convierte para ellos en el fundamento de la paz y en la fuente de la alegría. Ellos experimentan aquel gozo que Jesús les había prometido para cuando se volvieran a ver (16,20-22). Lo que él les muestra y les da en esta hora sigue siendo válido para siempre. Jesús ha alcanzado definitivamente su meta, la casa del Padre. Permanece para siempre el fundamento inquebrantable de la paz y la fuente inagotable de la alegría.
Una vez más da Jesús a los discípulos su paz (20,21) y une este don a su misión. Como enviados suyos, ellos necesitan de modo especial la seguridad y la confianza profunda que sólo él puede dar. Jesús les ha preparado ya para el rechazo y el odio con los que han de contar (15,18- 20; 17,14). A la participación en su misión corresponde la participación en su destino. Sólo si están afianzados en su paz, podrán responder a la misión que se les ha confiado.
Jesús ha sido enviado por el Padre y ha venido al mundo como luz del mundo (8,12). El permanece para siempre como el enviado de Dios, que ha hecho conocer a Dios como Padre de amor sin medida y que ha abierto el acceso a la comunión con él. Jesús sigue siendo «el camino, la verdad y la vida» (14,6). Como el Padre le ha enviado, así envía él ahora a sus discípulos al mundo (cf. 4,38; 17,18). En cuanto Hijo, ha dado a conocer al Padre. Los discípulos deben dar testimonio del Hijo, a quien han conocido desde el momento de su llamada hasta el actual encuentro con el Resucitado (15,27). Así es como deben conducir a los demás a creer en el Hijo y, en él, a la comunión con el Padre.
Para esta misión, Jesús provee a los discípulos del Espíritu Santo. Juan Bautista le había anunciado como aquel que bautizaría en el Espíritu Santo (1,33). Ahora él es el que ha sido elevado, aquel de cuyo costado han salido sangre y agua, aquel que da el Espíritu Santo (7,39). Como en la creación insufló Dios en el hombre el soplo vital (Gén 2,7), así ahora da Jesús a los discípulos el Espíritu Santo. Les da la nueva vida que no pasa, en la que ha entrado él después de haber sido elevado en la cruz y haber resucitado; les da la vida que él tiene en común con el Padre. Por medio del Espíritu Santo, los discípulos se capacitan también para comprender su obra (14,26; 15,26-2 7) y para estar a la altura de su misión, dando un testimonio vivo.
Jesús ha iniciado su vida y ha llegado al final de la misma como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (1,29). Ahora envía a los discípulos con plenos poderes para perdonar y retener los pecados. Su obra tiende a la salvación del mundo entero, pero se encuentra frente a reacciones diversas por parte de los hombres. Para quien le acoge y cree en él, se convierte en el Salvador, que perdona sus pecados y le otorga la comunión con Dios. A quien no le acoge y se niega a creer, le echa en cara abiertamente la ceguera y el pecado (cf. 9,39-4 1; 15,22.24). Por encargo suyo, los discípulos deben continuar su obra. Cuando su testimonio sea acogido con fe, ellos deberán perdonar los pecados. Cuando su testimonio sea rechazado, ellos deberán llamar por su nombre esta obstinación, deberán «retener». Este doble poder de los discípulos corresponde al libre arbitrio del hombre. El «retener» no es una condena inapelable, sino sobre todo una renovada llamada a la conversión. Concediendo este poder a los discípulos, Jesús manifiesta ser «el salvador del mundo» (4,42), que da la paz con Dios.
Reflexión Espiritual para el día.
¡Encontrar a Dios! Mira, estoy sin luz. Me parece que podría decir frases bonitas (y entusiasmarme con ellas), pero justamente pronunciadas demasiado deprisa, de manera superficial. Me encuentro en una situación en la que mi creer ya no se me presenta como un conocer algo sobre Dios, como un «Credo», sino como la piedra de toque de mi fe. Si yo creyera de verdad, ¿seguiría siendo aún presa de insignificantes contrariedades con tanta frecuencia? ¿Me sentiría alarmado por proyectos tan mediocres? No, entonces nada sería objeto de desprecio, sino que todo quedaría iluminado por este inimaginable y rico cumplimiento de todo. En consecuencia, es mi fe la que tiene que ser reanimada...
Pero ¿dónde se encuentra su debilidad? Creo, a buen seguro, que Jesús es Dios que ha venido entre nosotros y ha dado vida a mi vida. Creo, ciertamente, en Jesús, verdadero hombre, que murió crucificado y resucitó de entre los muertos: como Dios verdadero, «la muerte ya no tiene poder sobre él». Sí, Jesús, creo que has resucitado. Tú, el Hijo de Dios encarnado, «la fidelidad encarnada de Dios», has resucitado con tu cuerpo de hombre. Creo que has vencido a la muerte, también la mía. ¿Pero creo de una manera vital en esta resurrección de la carne, de mi carne, como afirmo en el Credo? ¿Justamente como la vivió Jesús y como la leo en los cuatro evangelios? No entraré de verdad en la resurrección de Jesús más que si digo un «sí» incondicional a mi resurrección. Este «sí» a mi destino personal es el que debo pronunciar antes que nada, más allá de todas las falsas apariencia de los sentidos, un «sí» a un «yo que continúa en una vida nueva».
Es preciso que mi voluntad se comprometa con este «sí» a mi supervivencia gloriosa, para que mi «sí» a Cristo sea algo diferente a un simple sonido vocal.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia. He 5,12-16; Ap 1,9-13.17-19; Jn 20,19-31. Zacarías, padre de Juan Bautista.
Ya hemos hablado de él anteriormente: Tomás, en el centro del Evangelio de este domingo, ya ha entrado en la historia como el discípulo incrédulo. Pero hay otras figuras de incrédulos o, al menos, de los que tienen dudas, dentro de la Biblia. Vamos a escoger uno de ellos cuyo nombre es muy común en el Antiguo Testamento, Zacarías, padre de Juan Bautista. Nombre que también lleva un profeta al que mencionaremos más adelante; y son más los que llevan este nombre de significado relevante: «el Señor se ha acordado», y el «recuerdo divino» es eficaz, creativo, transformador (pensemos en el «¡recuerdo-memorial» de la Pascua hebrea). Además del citado profeta, también se llamará Zacarías un desafortunado rey de Israel, sucesor de Jeroboán II (siglo VIII a.C.), eliminado en un golpe de estado cuando sólo llevaba seis meses de gobierno (2Re 15,8-12). Pensemos también en otros dos profetas, el hijo del sacerdote Yehoyadá, lapidado en el atrio del templo (2Crón 24,20-2 2) y un tal Zacarías que profetizó en el siglo VIII a.C., un poco anterior a Isaías (2Crón 26,5).
Volviendo al Zacarías neotestamentario, que nos ocupa, del que trata Lucas en el primer capítulo de su Evangelio, él pertenecía a una de las veintidós clases en que estaba subdividido el sacerdocio en Israel, la de Abías, la octava (1Crón 24,10), y estaba casado con Isabel, una descendiente de Aarón, el cabeza de la línea genealógica sacerdotal. La presidencia del rito para los sacrificios en el templo estaba regulada por un sorteo, pues el número de los sacerdotes era elevado. Aquel día le correspondía a Zacarías celebrar el sacrificio del incienso. Tomando con las tenazas un carbón ardiente del altar de los holocaustos, había encendido los diversos aromas rituales puestos en un brasero, había entrado en el templo y había depositado la ofrenda en el altar para que las volutas de humo subiesen a Dios como signo de la donación de Israel a su Señor.
Pero, de improviso, tiene lugar una epifanía angélica: el ángel Gabriel, el mensajero divino presentado en el libro del profeta Daniel, le anuncia una alegría imposible, la de un hijo; imposible a causa de la esterilidad y ancianidad de su mujer. Por consiguiente su objeción es lógica: « ¿Cómo sabré que es así? Pues yo soy viejo, y mi mujer de avanzada edad» (1,18). El ángel responderá enérgica y severamente:
«Te quedarás mudo y no podrás hablar hasta que suceda todo esto por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su tiempo» (1,20).
Ya sabemos cómo se desarrollan los hechos: Isabel, como también su joven parienta María, concebirá un hijo, lo dará a luz y lo llamará Juan, nombre que le puso el ángel. «Inmediatamente se le soltó la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios» (1,64). Y sus palabras formaron ese grandioso cántico que es el Benedictus (1,68-79), un himno que probablemente formaba ya parte de la oración cristiana de los orígenes, que Lucas adapta y pone en labios de Zacarías y que todavía hoy se proclama en nuestra Liturgia de los Laudes. En el original griego el texto se compone de dos únicas frases fluidas: son una especie de síntesis de toda la alianza entre Dios e Israel que ahora llega a su culminación con la venida de Cristo.
El fragmento presenta el tercero de los «compendios» de los Hechos de los Apóstoles. Se trata de resúmenes usados en la narración de Lucas como «puentes» entre diferentes secciones. Muestran cómo vivía la comunidad cristiana en aquellos tiempos y, a la vez, cómo debería vivir siempre. En este compendio se encuentran, en efecto, siete verbos en imperfecto destinados a indicar una situación habitual de la comunidad. Esta ha hallado un lugar estable de encuentro junto al templo (el pórtico de Salomón), se reúne en torno a los apóstoles y muestra poseer una identidad bien definida frente a los otros.
En el centro de la narración aparece la presencia y la acción de los apóstoles en particular la de Pedro. Éstos realizan signos y prodigios que atestiguan el poder del Resucitado. El pueblo los exalta; aumenta el número de los creyentes; aumenta también la fe suscitada por el poder de curación de los apóstoles, incluso por la sombra de Pedro. Se perfilan aquí los rasgos de la Iglesia, que, mientras se va formando, agrega siempre, por el poder del Espíritu, nuevos miembros, sobre todo mediante la actividad de los apóstoles.
Comentario del Salmo 117
En el conjunto del salterio, este salmo concluye la «alabanza» o «Hallel» (Sal 113-118) que cantan los judíos en las principales solemnidades y que cantaron también Jesús y sus discípulos después de la Ultima Cena, No cabe deuda de que se trata de una acción de gracias. La única dificultad que plantea estriba en de terminar si quien da gracias es un individuo o se trata, más bien, de todo el pueblo. A simple vista, parece que se trata de una sola persona. Sin embargo, la expresión «todas las naciones me rodearon» (10a) lleva a pensar más en todo el pueblo que en un solo individuo, En este caso, el salmista estaría dando gracias, en nombre de todo Israel, por la liberación obtenida. Por eso lo consideramos un salmo de acción de gracias colectiva.
Existen diversas maneras de entender la estructura de este salmo. La que aquí proponemos supone la presencia del pueblo congregado (tal vez en el templo de Jerusalén) para dar gracias. Podemos imaginar a una persona que habla en nombre de todos, y al pueblo, dividido en grupos que aclaman por medio de estribillos. De este modo, en el salmo podemos distinguir una introducción (1-4), un cuerpo (5-28, que puede dividirse, a su vez, en dos partes 5-18 y 19-28) y una conclusión (29), que es idéntica al primer versículo.
La introducción (1-4) comienza exhortando al pueblo a que dé gracias por la bondad y el amor eternos del Señor (1; compárese con la conclusión en el v. 29). A continuación, la persona que representa al pueblo se dirige a tres grupos distintos (los mismos que aparecen en Sal 115,9-11), para que, de uno en uno, respondan con la aclamación: « ¡Su amor es para siempre!». Es tos tres grupos representan a la totalidad del pueblo: la casa de Israel, la casa de Aarón (los sacerdotes, funcionarios del templo) y los que temen a Dios (2-4). El pueblo se reúne con una única convicción: el amor del Señor no se agota nunca.
La primera parte del cuerpo (5-18) presenta también algunas intervenciones del salmista en las que se intercalan aclamaciones de todo el pueblo. Habla del conflicto a que han tenido que hacer frente (6-7); la intervención del Señor colmé al pueblo de una confianza inconmovible. A continuación viene la respuesta del pueblo (8-9), que confirma que el Señor no traiciona la confianza de cuantos se refugian en él. El salmista vuelve a describir el conflicto (10-14) La situación ha ido volviéndose cada vez más dramática. Se compara a los enemigos con un enjambre de avispas que atacan y con el fuego que arde en un zarzal seco (12). Pero el Señor ha sido auxilio y salvación. El pueblo interviene (15-16) manifestando su alegría y hace tres elogios de la diestra del Señor, su mano fuerte y liberadora. En el pasado, esa mano liberó a los israelitas de Egipto. Tras la nueva liberación, pueden oírse los gritos de alegría y de victoria en las tiendas de los justos. Vuelve a tomar la palabra el salmista, pero no habla ahora de la situación de peligro, sino del convencimiento que invade al pueblo tras la superación del peligro (17-13); habla de una vida consagrada a narrar las hazañas del Señor. La opresión es vista como castigo de Dios, un castigo que no condujo a la muerte.
En la segunda parte del cuerpo (19-28) tenemos restos de un rito de entrada en el templo. Se supone que el salmista y los diferentes grupos se encontraban presentes desde el comienzo del salmo. El primero pide que se abran las puertas del triunfo (del templo) para entrar a dar gracias (19). Alguien de la casa de Aarón (por tanto, un sacerdote) responde, indicando la puerta (que probablemente se abriría en ese momento). Es la puerta por la que entran los vencedores (20). El salmista comienza su acción de gracias (21-24): en no del pueblo da gracias por la salvación y por el cambio de suerte. La imagen de la piedra angular (22-23) está tomada de la construcción de arcos. La piedra que se coloca en el vértice de un arco es la que sostiene toda la construcción. El día de la victoria es llamado «el día en que actuó el Señor» (24a). El pueblo responde, pidiendo la salvación, que se traduce en prosperidad (25). Los sacerdotes (los descendientes de Aarón) bendicen al pueblo (26), invitándole a formar filas para la procesión hasta el altar (27). Interviene por última vez el salmista, dando gracias y ensalzando a Dios (28). Se su pone que, a continuación, se ofrecerían sacrificios en el templo, culminando la alegría de la fiesta con un banquete para todos.
Este salmo respira fiesta, alegría, es una acción de gracias que concluye con una procesión por la superación de un conflicto. La situación en que se encontraba el pueblo antes de la súplica era muy grave. El salmo nos habla del clamor en el momento de la angustia (de los enemigos (7b) y de los jefes (Más aún, las naciones habían plantado un cerco contra el pueblo, aumentando cada vez más la opresión. El pueblo estaba siendo empujado, en una situación que hace pensar en la muerte (17a). Con el auxilio del nombre del Señor, el pueblo rechazó a sus enemigos, provocando gritos de júbilo y de victoria en las tiendas de los justos (15). El pueblo volvió a la vida (17) y ahora tiene la misión de contar las maravillas del Señor, que se sintetizan en la salvación (14b). El Señor cambió radicalmente la suerte de su pueblo; convirtió la piedra rechazada en piedra clave que sostiene el edificio (22). Esto se considera una «maravilla» (23), término que nos lleva a pensar en las grandes intervenciones liberadoras del Señor en el Antiguo Testamento. El día en que se produjo este cambio, es llamado aquí «el día del Señor», rescatándose así toda la esperanza que esta expresión le transmitía al pueblo, sobre todo en tiempos de dificultad. Resulta difícil determinar a qué momento de la historia se refiere este salmo. Pero esto, no obstante, no es de terminante. La petición de «prosperidad» (25b) nos lleva a pensar en la posterior inmediatamente posterior al exilio en Babilonia.
Lo primero que nos llama la atención es la frecuencia con que aparecen el nombre «el Señor» y la expresión «en nombre del Señor». Sabemos que el nombre propio de Dios en el Antiguo Testamento es «el Señor» —Yavé, en hebreo— y que este nombre está unido a la liberación de Egipto. Su nombre recuerda la liberación, la alianza y la conquista de la tierra. Se entiende, pues, que este salmo insista en que su amor es para siempre. Amor y fidelidad son las dos características fundamentales del Señor en su alianza con Israel. El salmo dice que Dios escucha y alivia (5), que carnina junto a su pueblo y le ayuda (7a), haciendo que venia a sus enemigos (7b). El recuerdo de la «diestra» de Dios hace pensar en la primera «maravilla» del Señor: la liberación de Egipto. El pueblo ha experimentado una nueva liberación, semejan te a la que se narra en el libro del Éxodo. El «día del Señor», expresión que subyace al v. 24, muestra otra importante característica de Dios. Durante el caminar del pueblo, esta expresión hacía soñar con las grandes intervenciones del Dios que libera a su aliado de todas las opresiones. La expresión «mi Dios» (28) también surgió en un contexto de alianza entre el Señor y su pueblo.
Jesús es la máxima expresión del amor de Dios. En Jesús aprendemos que Dios es amor (1Jn 4,8). Jesús fue también capaz de manifestar a todos ese amor, entregando su vida a causa de él Qn 13,1). La liturgia cristiana ha leído este salmo a la luz de la muerte y resurrección de Jesús. La carta a los Efesios (1,3- 14) nos ayuda a bendecid a Dios, por Jesús, con una alabanza universal.
La liturgia nos invita a rezarlo en el Tiempo de Pascua, a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús. Conviene rezarlo en comunión con otros creyentes, dando gracias por las «maravillas» que Dios ha realizado y sigue realizando en medio de nosotros; también podemos rezarlo cuando celebramos las duras conquistas del pueblo y de Los grupos populares en la lucha por la vida...
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 1,9- 11 a. 12-13.17-19
El Apocalipsis es, por excelencia, el libro de la «revelación» de Jesús, aunque requiere por parte del lector el paciente trabajo de entrar en su lenguaje cargado de símbolos. Juan recibe esta revelación en favor de los hermanos mientras se encontraba confinado en la isla de Patmos a causa de la fe. La profunda experiencia espiritual (v. 10) vivida por él tiene lugar precisamente el domingo, día memorial de la resurrección del Señor. Oye a su espalda una voz potente, «como de trompeta», que le ordena escribir lo que vea. Los elementos con los que se describe esta primera experiencia recuerdan la revelación del Sinaí, comprendida, no obstante, en su plenitud gracias al misterio pascual. En efecto, Juan tiene que volverse (el verbo usado es epistréphein, el mismo término que indica la «conversión» como retorno a Dios) y precisamente porque se «convierte» puede ver. Se presenta entonces ante sus ojos un misterioso personaje, «una especie de figura humana» (v. 13) en medio de siete candelabros de siete brazos.
El único candelabro de siete brazos del templo de Jerusalén se ha transformado, por consiguiente, en muchos candelabros a fin de indicar que ha tenido lugar un paso desde el único ámbito del culto —o sea, el templo— a la totalidad de la comunidad eclesial. En medio de ellos está Cristo resucitado, descrito con elementos tomados del Antiguo Testamento. Éstos expresan la función mesiánica, que ha llegado a su culminación. La larga túnica y la banda de oro (v. 13) son un rasgo distintivo sacerdotal (cf. Dn 10,5); el pelo blanco (v. 14a) alude al «anciano de los días» de Dn 7,9. El Hijo del hombre es Dios mismo. Frente a él reacciona Juan con el desconcierto propio de quien entra en contacto con Dios, pero el personaje glorioso le tranquiliza y se presenta con cinco expresiones que le califican como el Resucitado. En efecto, es «el primero y el último», es decir, el creador y señor del cosmos y de la historia (cf. Is 44,8; 48,12); «el que vive», a saber: el que tiene la vida en sí mismo, según una terminología muy estimada por el Antiguo Testamento. No sólo es el que vive, sino el que una fe sincera y de todo el amor que se debe al mismo Dios, exclama: « ¡Señor mío y Dios mío!». El Señor le responde: «Porque me has visto, has creído. Bienaventurados los que creen sin haberme visto. Tomás, anuncia la resurrección a quienes no me han visto. Arrastra a toda la gente a creer no en lo que ven sus ojos, sino en lo que dice tu palabra».
Éstos son los nuevos reclutas del Señor. Han seguido a Cristo sin haberlo visto, lo han deseado, han creído en él. Lo han reconocido con los ojos de la fe, no con los del cuerpo. No han puesto sus dedos en la herida de los clavos, pero se han unido a su cruz y han abrazado sus sufrimientos. No han visto el costado del Señor, pero se han unido a sus miembros a través de la gracia.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 20, 19-31.
Estos dos episodios, próximos y relacionados con un mismo tema —el de la fe— son, el eco fiel de cuanto ha sucedido en los corazones de los apóstoles tras la muerte de Jesús.
En el primero de ellos (vv. 19-22), el Resucitado se aparece a los once, que, a pesar del anuncio de María Magdalena (v. 18), están encerrados todavía en el cenáculo por miedo a los judíos. Jesús supera las barreras que se le interponen: pasa a través de las puertas, manifestando que su condición es completamente nueva, aunque no ha desaparecido nada de los sufrimientos que padeció en la carne. La insistente referencia al costado traspasado de Jesús es propia de Juan, que, de este modo, quiere indicar el cumplimiento de las profecías en Jesús (Ez 47,1; Zac 12,10.14). El tradicional saludo de paz asume también en sus labios un sentido nuevo: de augurio —«la paz esté con vosotros»— se convierte en presencia —«la paz está con vosotros». La paz, don mesiánico por excelencia, que incluye todo bien, es, por tanto, una persona: es el Señor crucificado y resucitado en medio de los suyos («se presentó»: vv. 19b.26b y, antes, v. 14). Al verlo, los discípulos quedan colmados de alegría y confirmados en la fe. El Espíritu que Jesús sopla sobre ellos, principio de una creación nueva (Gn 2,7), confiere a los apóstoles una misión que prolonga la suya en el tiempo y en el espacio y les concede el poder divino de liberar del pecado.
El segundo cuadro (vv. 24-2 9) personaliza en Tomás las dudas y el escepticismo que atribuyen los sinópticos, de manera genérica, a “algunos” de los Doce, y que pueden surgir en cualquiera. Tomás ha visto la agonía de su Maestro y se niega a creer ahora en una realidad que no sea concreta, tangible, en cuanto al sufrimiento del que ha sido testigo (v. 25). Jesús condesciende a la obstinada pretensión del discípulo (v. 27), pues es necesario que el grupo de los apóstoles se muestre firme y fuerte en la fe para poder anunciar la resurrección al mundo. Precisamente a Tomás se le atribuye la confesión de fe más elevada y completa: « ¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Aplica al Resucitado los nombres bíblicos de Dios, Yavé y Elohím, y el posesivo «mío» indica su plena adhesión de amor, más que de fe, a Jesús. La visión conduce a Tomás a la fe, pero el Señor declara, de manera abierta, para todos los tiempos: bienaventurados aquellos que crean por la palabra de los testigos, sin pretender ver. Estos experimentarán la gracia de una fe pura y desnuda que, sin embargo, es confirmada por el corazón y lo hace exultar con una alegría inefable y radiante (1 Pe 1,8). Los vv. 30s constituyen la primera conclusión del evangelio de Juan: se trata de un testimonio escrito que no pretende ser exhaustivo, sino sólo suscitar y corroborar la fe en que «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (cf. Mc 1,1).
Jesús quiere que expresemos nuestra unión con él y que correspondamos a su amor viviendo en comunión entre nosotros, dejándonos plasmar de verdad como criaturas nuevas que no viven aisladas, sino unidas, por haber sido incorporadas todas a él. Ese es el fruto de la pascua del Señor. Los que han nacido del mismo seno de la Iglesia forman una sola familia. La novedad consiste precisamente en poder vivir con un solo corazón y una sola alma en el amor.
En el evangelio se aparece Jesús a los discípulos cuando están reunidos. Los abraza con su mirada, les da la paz, les entrega el Espíritu Santo y les muestra sus llagas, signos de la crucifixión. Jesús les hace constatar a través de las dudas de Tomás que el que está delante de ellos es de verdad el Señor resucitado. También nosotros estamos reunidos hoy para tocar las llagas de Jesús, unas llagas gloriosas ahora, aunque siguen visibles en su cuerpo glorificado, como signo de su amor. Aparecen justamente como la declaración escrita, en su cuerpo, del amor que le llevó a morir por nosotros en la cruz.
Bienaventurados nosotros sí, aunque no lo veamos con los ojos del cuerpo, creemos en el Señor, creemos en su amor y besamos sus llagas. ¿Cómo? Besaremos a Jesús cuando también nosotros seamos traspasados por clavos, por esas espinas que son las pruebas de la vida. Porque es siempre él quien sufre en nosotros, es siempre él quien es crucificado en nuestra humanidad, una humanidad que debe pasar también por el crisol del dolor. Es siempre él: es él quien ya ha sido glorificado en nosotros y, por consiguiente, está lleno de alegría; es él quien sigue sufriendo y, por consiguiente, gime. Por eso, si tenemos fe, también nosotros podremos sufrir juntos y alegrarnos, porque siempre estaremos unidos a él, en su misterio.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 20,19-31, para nuestros Mayores, Aparición de Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo.
La resurrección de Jesús nos impulsa a la fe. Hoy vemos el camino de fe de los apóstoles y de Tomás. Vemos también la fecundidad de la resurrección de Jesús, porque los apóstoles obraron milagros y prodigios con su fe en el Resucitado.
El evangelio de Juan nos cuenta que Jesús se apareció a sus discípulos el día de Pascua en el cenáculo. Los discípulos se habían retirado a aquel lugar por miedo a los judíos. Sin embargo, a pesar de tener las puertas cerradas, Jesús entró y se puso en medio de ellos.
Jesús resucitado ya no está condicionado por las necesidades materiales de nuestra vida; las puertas cerradas ya no le pueden detener. Se puede hacer presente donde y cuando quiere; o, dicho con mayor exactitud, puede hacerse visible donde y cuando quiere, dado que con su divinidad está presente en todas partes.
Jesús resucitado lleva a los discípulos la paz, la alegría y el dinamismo apostólico.
Las primeras palabras que dice a los discípulos son: «Paz a vosotros». Éste es el saludo habitual de los judíos, pero en la boca del Resucitado adquiere un significado mucho más importante y profundo.
Jesús lleva realmente la paz; más aún, como dice Pablo, «él es nuestra paz» (Efesios 2,14), porque ha llevado a cabo en su humanidad la reconciliación entre los hombres y Dios, venciendo al pecado y a la muerte. Las fuerzas hostiles al hombre han sido aniquiladas, y de este modo puede traernos la paz.
Los discípulos tienen una gran necesidad de esta paz, porque se encuentran en una situación de inquietud, de preocupación y de miedo.
Jesús se pone en medio de ellos, pero no les dirige ningún reproche. Todos los discípulos habían huido después de la captura de Jesús; Pedro le había negado. Sin embargo, Jesús no se lo reprocha, sino que les trae la paz a todos.
Jesús les muestra las manos y el costado, es decir, sus llagas, para indicarles la fuente de esta paz. «Por sus llagas fuimos curados», leemos en el tercer canto del Siervo de Yavé (cf. Isaías 52,13—53,12). Las manos y el costado de Jesús son la fuente de la paz, porque constituyen la manifestación del enorme amor del Señor, que ha superado todo obstáculo.
Junto con la paz, Jesús trae a los discípulos la alegría. Dice el Evangelio: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor».
El Tiempo Pascual es un tiempo de alegría. La liturgia nos hace repetir en la Octava de Pascua: «Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Salmos 117,24), como aclamación al Evangelio. Para nosotros no hay motivo más grande de alegría que la resurrección de Jesús. El ha vencido a todas las fuerzas hostiles y negativas; así, toda nuestra existencia se encuentra ahora bajo un signo positivo, y esto constituye para nosotros un motivo de verdadera alegría.
Además de la paz y la alegría, Jesús trae también a sus discípulos el dinamismo apostólico. Les dice: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
La resurrección de Jesús supone el comienzo de un dinamismo extraordinario, capaz de transformar el mundo. Se propaga por medio de sus discípulos: sobre todo por medio de los apóstoles y de sus sucesores, aunque también por medio de los fieles. Jesús resucitado da, en efecto, a cada cristiano una vocación, en continuidad con su propia misión. Cada cristiano está llamado a dar testimonio de Cristo y de su resurrección, a fin de llevar la alegría y la paz al mundo.
Jesús da también a los apóstoles el poder de perdonar y de retener los pecados. Con ello les hace participar en su poder de juzgar. Lo que se propone a los hombres es el perdón de Dios, pero esto no se puede conceder a quienes se cierran a la gracia de Dios.
Llegados aquí, el evangelista señala que Tomás no estaba con los otros discípulos cuando vino Jesús. Los discípulos le dicen: «Hemos visto al Señor», pero él no quiere creerles. La resurrección de Jesús es un acontecimiento extraordinario, inesperado, que no entra en las perspectivas humanas habituales. Tomás no quiere creer, y para hacerlo pone una condición que es significativa. En efecto, no dice: «Si no veo el rostro de Jesús, si no oigo su voz, no creeré», sino: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en la herida de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
Tomás ha comprendido que las verdaderas marcas de Jesús son ahora sus llagas, porque éstas son la manifestación de su amor extremo, de un amor como nadie podría tener otro igual.
Ocho días después tiene lugar otra aparición de Jesús en el cenáculo, estando las puertas cerradas, y esta vez Tomás está presente.
Jesús saluda de nuevo a los discípulos con la paz, y después se dirige a Tomás. Jesús no estaba presente de manera visible cuando Tomás puso su condición para creer, pero, en cuanto resucitado, sabe lo que Tomás había dicho. Por eso le invita ahora a poner el dedo en sus manos, a extender la mano y meterla en su costado, y a no ser incrédulo, sino creyente.
Ahora todas las resistencias de Tomás caen de golpe, y realiza una magnífica profesión de fe, la más bella que hay en los evangelios: « ¡Señor mío y Dios mío!».
Tomás reconoce no sólo la victoria del Jesús resucitado, sino también su divinidad; esto es producto de una inspiración. Jesús resucitado es el Hijo de Dios: lo era desde el principio, pero lo es ahora de una manera más visible por medio de su resurrección.
Jesús le dice a Tomás: « ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Así pone de relieve la bienaventuranza de quien cree sin haber visto.
Ésta es nuestra bienaventuranza. Hay un valor especial en la fe que se profesa sin haber tenido los signos inconfundibles de la resurrección de Cristo. Esta fe establece una relación profunda con Cristo, una relación que es un don maravilloso de Dios. Todos los cristianos están llamados a vivir esta bienaventuranza.
La resurrección de Cristo es objeto de fe, pero también es fuente de muchas gracias. En la primera lectura vemos cómo éstas se manifestaron por medio de milagros y prodigios realizados por los apóstoles.
Era sugestivo ver cómo el pueblo exaltaba a los apóstoles porque se daba cuenta de que hacían milagros. Y los apóstoles declaraban con toda franqueza que no eran ellos los que realizaban estos milagros, sino la fuerza de Cristo resucitado.
Bastaba la sombra de Pedro para obrar milagros. La muchedumbre acudía para llevarles a los enfermos y pedirles su curación.
Se trataba de una manifestación de la nueva vida del Cristo resucitado.
En el Apocalipsis vemos que Cristo resucitado se puede manifestar también de una manera impresionante: no con la naturaleza descrita por los evangelios, sino de una manera que suscita un temor religioso.
El autor cuenta que tuvo una visión mientras estaba en la isla de Patmos a causa de la palabra de Dios y por haber dado testimonio de Jesús. Vio, en medio de siete lámparas de oro, una figura humana, pero con un aspecto absolutamente extraordinario. «Al verla —dice el autor—, caí a sus pies como muerto.» Esto nos hace comprender el carácter extraordinario del poder de Cristo resucitado.
Él mismo, que es quien ha suscitado este temor, le pone fin, diciendo: «No temas». Y se presenta: «Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive». Cristo resucitado es el que vive por excelencia, porque ha vencido a la muerte y vive ahora para toda la eternidad. «Estaba muerto —precisa el Señor—, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno».
Nuestra fe acoge estas palabras que nos describen al Cristo resucitado. El ha vencido a la muerte de manera definitiva. Su resurrección no se asemeja a la de Lázaro, que volvió a la vida pero sólo durante algunos años. El Cristo resucitado vive, en cambio, para siempre.
Tiene las llaves de la muerte y el infierno. Tiene el poder de hacer resucitar a los muertos, como afirma él mismo en el cuarto evangelio: «Como el Padre resucita a los muertos y da la vida, así también el Hijo da la vida a quien quiere» (Juan 5,21), gracias a su sacrificio, que ha vencido a la muerte.
Nuestros corazones deben estar llenos de paz, de alegría y de dinamismo apostólico. Estamos en un tiempo maravilloso, porque vivimos después de la resurrección de Jesús. Él está presente en nuestra vida y puede manifestarse como quiere; se manifiesta a nosotros de una manera discreta en la Eucaristía, pero puede manifestarse también de otros modos, como, por ejemplo, las curaciones y los milagros.
Por nuestra parte, no debemos exigir signos milagrosos para creer en su resurrección, sino que debemos aceptar el testimonio de los apóstoles, y acoger la alegría y la paz que el Cristo resucitado pone en nuestros corazones, porque con la fuerza de su amor ha vencido todos los obstáculos.
Cristo resucitado nos comunica también un vigoroso dinamismo destinado a transformar el mundo, cada uno según su propia vocación.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 20, 19-23, de Joven para Joven. “¡Paz a vosotros!”
En la oscuridad del alba, María Magdalena se ha dirigido al sepulcro de Jesús y lo ha encontrado abierto y vacío. Sus dos mensajes (20,2.17) han dominado hasta ahora el día de Pascua. Al atardecer de este largo día, el Resucitado se presenta ante sus discípulos. Los encuentra con las puertas cerradas. Están todavía en el sepulcro del miedo; no participan aún de su vida. Jesús comienza entonces demostrándoles que le tienen a él, el Resucitado, vivo en medio de ellos (20,19-20); después les hace partícipes de su misma misión, de su misma vida y de su mismo poder para perdonar los pecados (20,2 1-23). En un mundo que les inspira miedo, ellos tienen junto a sí al vencedor del mundo (16,33) y se ven llenos de su paz y de su alegría. Jesús les abre las puertas y les capacita para entrar en este mundo y llevar a él sus dones. Los discípulos no deben cerrarse en el miedo ante el mundo; deben, por el contrario, entrar en él llenos de confianza.
El don fundamental del Resucitado es la paz (20,19.21.26). Ya en los discursos de despedida había prometido Jesús a sus discípulos esta paz. El está en condiciones de darla en cuanto que va al Padre (14,27) y en cuanto que vence al mundo (16,33). Ahora ha vencido realmente a la muerte, manifestación extrema del poder destructivo del mundo, y ha subido realmente al Padre. Ha alcanzado su meta y está vivo en medio de ellos como vencedor. El mismo es el fundamento de su paz. Jesús resucitado no libera a los discípulos de las aflicciones del mundo (16,33), pero les da seguridad, imperturbabilidad y confianza serena.
El Resucitado no se limita a hablar de la paz; se legitima también ante los discípulos y ofrece sólido fundamento a su palabra: les muestra sus llagas. Los discípulos deben convencerse de que aquel que está vivo ante ellos es el mismo que ha muerto en la cruz; deben reconocer que él ha ido realmente más allá de la muerte, venciéndola. Las llagas son también el signo de su inmenso amor, que le ha impulsado a poner en juego la vida. Jesús estará para siempre lleno de este amor. De su herida en el costado han salido sangre y agua. Esta herida sigue siendo la prueba de que él es la fuente de la vida (7,38-39). El se ha presentado en medio de ellos y está vivo entre ellos. Los discípulos le sienten en su amor ilimitado y sin medida y tienen experiencia de él como vencedor de la muerte y dador de la vida. Cuanto más le comprenden tanto más se convierte para ellos en el fundamento de la paz y en la fuente de la alegría. Ellos experimentan aquel gozo que Jesús les había prometido para cuando se volvieran a ver (16,20-22). Lo que él les muestra y les da en esta hora sigue siendo válido para siempre. Jesús ha alcanzado definitivamente su meta, la casa del Padre. Permanece para siempre el fundamento inquebrantable de la paz y la fuente inagotable de la alegría.
Una vez más da Jesús a los discípulos su paz (20,21) y une este don a su misión. Como enviados suyos, ellos necesitan de modo especial la seguridad y la confianza profunda que sólo él puede dar. Jesús les ha preparado ya para el rechazo y el odio con los que han de contar (15,18- 20; 17,14). A la participación en su misión corresponde la participación en su destino. Sólo si están afianzados en su paz, podrán responder a la misión que se les ha confiado.
Jesús ha sido enviado por el Padre y ha venido al mundo como luz del mundo (8,12). El permanece para siempre como el enviado de Dios, que ha hecho conocer a Dios como Padre de amor sin medida y que ha abierto el acceso a la comunión con él. Jesús sigue siendo «el camino, la verdad y la vida» (14,6). Como el Padre le ha enviado, así envía él ahora a sus discípulos al mundo (cf. 4,38; 17,18). En cuanto Hijo, ha dado a conocer al Padre. Los discípulos deben dar testimonio del Hijo, a quien han conocido desde el momento de su llamada hasta el actual encuentro con el Resucitado (15,27). Así es como deben conducir a los demás a creer en el Hijo y, en él, a la comunión con el Padre.
Para esta misión, Jesús provee a los discípulos del Espíritu Santo. Juan Bautista le había anunciado como aquel que bautizaría en el Espíritu Santo (1,33). Ahora él es el que ha sido elevado, aquel de cuyo costado han salido sangre y agua, aquel que da el Espíritu Santo (7,39). Como en la creación insufló Dios en el hombre el soplo vital (Gén 2,7), así ahora da Jesús a los discípulos el Espíritu Santo. Les da la nueva vida que no pasa, en la que ha entrado él después de haber sido elevado en la cruz y haber resucitado; les da la vida que él tiene en común con el Padre. Por medio del Espíritu Santo, los discípulos se capacitan también para comprender su obra (14,26; 15,26-2 7) y para estar a la altura de su misión, dando un testimonio vivo.
Jesús ha iniciado su vida y ha llegado al final de la misma como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (1,29). Ahora envía a los discípulos con plenos poderes para perdonar y retener los pecados. Su obra tiende a la salvación del mundo entero, pero se encuentra frente a reacciones diversas por parte de los hombres. Para quien le acoge y cree en él, se convierte en el Salvador, que perdona sus pecados y le otorga la comunión con Dios. A quien no le acoge y se niega a creer, le echa en cara abiertamente la ceguera y el pecado (cf. 9,39-4 1; 15,22.24). Por encargo suyo, los discípulos deben continuar su obra. Cuando su testimonio sea acogido con fe, ellos deberán perdonar los pecados. Cuando su testimonio sea rechazado, ellos deberán llamar por su nombre esta obstinación, deberán «retener». Este doble poder de los discípulos corresponde al libre arbitrio del hombre. El «retener» no es una condena inapelable, sino sobre todo una renovada llamada a la conversión. Concediendo este poder a los discípulos, Jesús manifiesta ser «el salvador del mundo» (4,42), que da la paz con Dios.
Reflexión Espiritual para el día.
¡Encontrar a Dios! Mira, estoy sin luz. Me parece que podría decir frases bonitas (y entusiasmarme con ellas), pero justamente pronunciadas demasiado deprisa, de manera superficial. Me encuentro en una situación en la que mi creer ya no se me presenta como un conocer algo sobre Dios, como un «Credo», sino como la piedra de toque de mi fe. Si yo creyera de verdad, ¿seguiría siendo aún presa de insignificantes contrariedades con tanta frecuencia? ¿Me sentiría alarmado por proyectos tan mediocres? No, entonces nada sería objeto de desprecio, sino que todo quedaría iluminado por este inimaginable y rico cumplimiento de todo. En consecuencia, es mi fe la que tiene que ser reanimada...
Pero ¿dónde se encuentra su debilidad? Creo, a buen seguro, que Jesús es Dios que ha venido entre nosotros y ha dado vida a mi vida. Creo, ciertamente, en Jesús, verdadero hombre, que murió crucificado y resucitó de entre los muertos: como Dios verdadero, «la muerte ya no tiene poder sobre él». Sí, Jesús, creo que has resucitado. Tú, el Hijo de Dios encarnado, «la fidelidad encarnada de Dios», has resucitado con tu cuerpo de hombre. Creo que has vencido a la muerte, también la mía. ¿Pero creo de una manera vital en esta resurrección de la carne, de mi carne, como afirmo en el Credo? ¿Justamente como la vivió Jesús y como la leo en los cuatro evangelios? No entraré de verdad en la resurrección de Jesús más que si digo un «sí» incondicional a mi resurrección. Este «sí» a mi destino personal es el que debo pronunciar antes que nada, más allá de todas las falsas apariencia de los sentidos, un «sí» a un «yo que continúa en una vida nueva».
Es preciso que mi voluntad se comprometa con este «sí» a mi supervivencia gloriosa, para que mi «sí» a Cristo sea algo diferente a un simple sonido vocal.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia. He 5,12-16; Ap 1,9-13.17-19; Jn 20,19-31. Zacarías, padre de Juan Bautista.
Ya hemos hablado de él anteriormente: Tomás, en el centro del Evangelio de este domingo, ya ha entrado en la historia como el discípulo incrédulo. Pero hay otras figuras de incrédulos o, al menos, de los que tienen dudas, dentro de la Biblia. Vamos a escoger uno de ellos cuyo nombre es muy común en el Antiguo Testamento, Zacarías, padre de Juan Bautista. Nombre que también lleva un profeta al que mencionaremos más adelante; y son más los que llevan este nombre de significado relevante: «el Señor se ha acordado», y el «recuerdo divino» es eficaz, creativo, transformador (pensemos en el «¡recuerdo-memorial» de la Pascua hebrea). Además del citado profeta, también se llamará Zacarías un desafortunado rey de Israel, sucesor de Jeroboán II (siglo VIII a.C.), eliminado en un golpe de estado cuando sólo llevaba seis meses de gobierno (2Re 15,8-12). Pensemos también en otros dos profetas, el hijo del sacerdote Yehoyadá, lapidado en el atrio del templo (2Crón 24,20-2 2) y un tal Zacarías que profetizó en el siglo VIII a.C., un poco anterior a Isaías (2Crón 26,5).
Volviendo al Zacarías neotestamentario, que nos ocupa, del que trata Lucas en el primer capítulo de su Evangelio, él pertenecía a una de las veintidós clases en que estaba subdividido el sacerdocio en Israel, la de Abías, la octava (1Crón 24,10), y estaba casado con Isabel, una descendiente de Aarón, el cabeza de la línea genealógica sacerdotal. La presidencia del rito para los sacrificios en el templo estaba regulada por un sorteo, pues el número de los sacerdotes era elevado. Aquel día le correspondía a Zacarías celebrar el sacrificio del incienso. Tomando con las tenazas un carbón ardiente del altar de los holocaustos, había encendido los diversos aromas rituales puestos en un brasero, había entrado en el templo y había depositado la ofrenda en el altar para que las volutas de humo subiesen a Dios como signo de la donación de Israel a su Señor.
Pero, de improviso, tiene lugar una epifanía angélica: el ángel Gabriel, el mensajero divino presentado en el libro del profeta Daniel, le anuncia una alegría imposible, la de un hijo; imposible a causa de la esterilidad y ancianidad de su mujer. Por consiguiente su objeción es lógica: « ¿Cómo sabré que es así? Pues yo soy viejo, y mi mujer de avanzada edad» (1,18). El ángel responderá enérgica y severamente:
«Te quedarás mudo y no podrás hablar hasta que suceda todo esto por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su tiempo» (1,20).
Ya sabemos cómo se desarrollan los hechos: Isabel, como también su joven parienta María, concebirá un hijo, lo dará a luz y lo llamará Juan, nombre que le puso el ángel. «Inmediatamente se le soltó la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios» (1,64). Y sus palabras formaron ese grandioso cántico que es el Benedictus (1,68-79), un himno que probablemente formaba ya parte de la oración cristiana de los orígenes, que Lucas adapta y pone en labios de Zacarías y que todavía hoy se proclama en nuestra Liturgia de los Laudes. En el original griego el texto se compone de dos únicas frases fluidas: son una especie de síntesis de toda la alianza entre Dios e Israel que ahora llega a su culminación con la venida de Cristo.
Copyright © Reflexiones Católicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario