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martes, 13 de abril de 2010

Lecturas del día 13-04-2010. Ciclo C.

13 de abril 2010. MARTES II DE PASCUA.  (Ciclo C), Feria. 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS Martín I Papa mr (Memoria Libre). Hermenegildo mr (Memoria Libre). Sabás Reyes pb mr.

LITURGIA DE LA PALABRA.

Hch 4,32-37: Todos pensaban y sentían lo mis
Salmo 92: El Señor reina, vestido de majestad.
Jn 3,5a.7b-15: El viento sopla hacia donde quiere 

Hay en Jesús una novedad absoluta que comienza y que la Ley de Moisés no podía dar porque era una obligación externa. Jesús muestra que el reino está siendo inaugurado con su ministerio. Es el sí definitivo de Dios a la Humanidad. Para la comunidad cristiana la única fuente de vida y norma de conducta es Jesús crucificado (levantado en alto), que fue capaz de amar hasta el extremo con una libertad sorprendente porque se dejó guiar por el Espíritu toda su vida.

Cuando caemos en el ritualismo pretendemos manejar el Espíritu para domesticarlo. En nuestras comunidades ya casi nada nace de la vida. Estamos bajo la lluvia del Espíritu con paraguas. Nuestras pastorales repetitivas han ahogado la novedad. Nos asusta la libertad. Estamos paralizados por siglos de sedentarismo en la fe. Es urgente redescubrir la creatividad para poder responder a los desafíos que no vienen de la historia, de la naturaleza en peligro, del clamor de nuestros hermanos/as amenazados en su subsistencia. Necesitamos desprendernos de nuestro ego, de nuestra comodidad y dejarnos invadir por este viento renovador que nos lleva más allá de nuestros cálculos, privilegios y esquemas de poder tanlosamente conservados.

PRIMERA LECTURA.
Hechos 4,32-37
Todos pensaban y sentían lo mismo 

En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno. José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa Consolado, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 92
R/.El Señor reina, vestido de majestad. 

El Señor reina, vestido de majestad, / el Señor, vestido y ceñido de poder. R.

Así está firme el orbe y no vacila. / Tu trono está firme desde siempre, / y tú eres eterno. R.

Tus mandatos son fieles y seguros; / la santidad es el adorno de tu casa, / Señor, por días sin término. R.

SEGUNDA LECTURA.

SANTO EVANGELIO.
Juan 3,5a.7b-15
Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: "Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu." Nicodemo le preguntó: "¿Cómo puede suceder eso?" Le contestó Jesús: "Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo? Porque nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna."

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 4,32-37
Éste es el segundo «compendio», o cuadro recopilador, donde Lucas presenta el nuevo estilo de vida de la Iglesia, fruto del Espíritu. Se subraya aquí la comunión de bienes, descrita de un modo más bien detallado.

Aparecen dos prácticas de comunión: la primera consiste en poner en común los propios bienes o comunión de uso. Cada uno es propietario de sus bienes, pero se considera sólo administrador de los mismos, poniendo el fruto de los mismos a disposición de todos. La segunda práctica consiste en la venta de los bienes, seguida de la distribución de lo recaudado. Esta distribución la hacen los apóstoles después de que se deposita a sus pies el importe de la venta. Estas dos prácticas de comunión no son las únicas: los Hechos de los Apóstoles presentan otras. Pablo habla del trabajo de sus propias manos para proveer a las necesidades de los suyos y de «los débiles» (20,34s).

Lo que le importa a Lucas sobre todo es mostrar que las distintas prácticas de comunión de bienes están arraigadas en una profunda comunión de espíritus y de corazones. Del conjunto se desprende que estamos en presencia de la comunidad mesiánica, heredera de las promesas hechas a los padres: «No habrá ningún pobre entre los tuyos, porque Yavé te bendecirá abundantemente en la tierra que Yavé tu Dios te da en herencia para que la poseas, pero sólo si escuchas de verdad la voz de Yavé tu Dios» (Dt 15,4s).

Comentario del Salmo 92 
El Salterio nos ofrece el canto de bendición y alabanza de un fiel. Bendición y alabanza con el fin de ensalzar la concesión del amor y la lealtad de Dios para con él. Este hombre orante siente la necesidad de elevar su alma, llena de gratitud, hacia Dios: «Es bueno dar gracias al Señor, y tocar para tu nombre, OH Altísimo; proclamar por la mañana tu amor y de noche tu fidelidad».

Son varias las razones que motivan e impulsan su corazón hacia Dios para cantar sus favores. Nos vamos a detener en una que nos parece la más relevante: Su vida que, aun en la ancianidad, dará fruto. Esto le hace proclamar que en Dios —su Roca— no existe la mentira ni la maldad. Dios ha convertido en bien todos los acontecimientos de su vida, tanto los buenos como los malos: «El justo brota como una palmera, crece como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crece en los atrios de nuestro Dios. Incluso en la vejez dará fruto, estará lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es recto, que en mi Roca no existe la injusticia».

El profeta Jeremías llama bendito a aquel que, por fiarse de Dios, ha plantado su vida junto a Él como un árbol a la orilla de las corrientes de agua. Dará fruto siempre aun en tiempos de sequía: «Bendito sea aquel que se fía de Yavé, pues no defraudará Yavé su confianza. Es como árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces. No temerá cuando viene el calor, su follaje estará frondoso; en año de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto» (Jer 17,7-8).

Pero, ¿cómo puede un hombre plantar su vida junto a Dios si el concepto que la ley nos da de Él es el de un ser intransigente, que exige un perfeccionismo quimérico e inalcanzable? ¿Cómo puede el hombre, así marcado por la ley, dar fruto en tiempo de sequía, es decir, cuando está sometido por la tentación, las dudas, las pruebas, el desánimo? ¿Vale la pena acercarse en estas condiciones a Dios? ¿No es mejor establecer distancias? En realidad, no es necesario establecer distancias. La misma ley, al ser, como dice san Pablo, imposible de cumplir, ya levanta en el hombre el muro que le separa de Dios.

El mismo Jeremías infunde un rayo de esperanza a nuestra humanidad traumatizada por su querer acercarse a Dios con sus sentimientos, y no poder hacerlo a causa de su debilidad e impotencia.

Dios anuncia la Buena Noticia por medio del profeta. Del seno del pueblo hará surgir un soberano para restaurar a Israel. Dios mismo le acercará hacia El. ¡Dios mismo! Sí, tiene que ser el mismo Dios el que lo acerque, porque nadie se jugará nunca la vida por acercarse hasta Dios... en espíritu y en verdad. Oigámosle: «Será su soberano uno de ellos, su jefe de entre ellos saldrá, y le haré acercarse y él llegará hasta mí, porque ¿quién es el que se jugaría la vida por llegarse hasta mí? Oráculo de Yavé» (Jer 30,21). Es evidente el anuncio que Dios mismo hace del envío de su Hijo.

El Señor Jesús se llegó al Padre hasta tal punto que no eran dos palabras sino una, dos voluntades sino una sola. Tanto se llegó el Hijo al Padre que escuchamos esta proclamación de sus labios: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10,30).

Jesucristo, unido así al Padre que le ha enviado, es el árbol bueno que da fruto. Recordando lo que hemos dicho antes del profeta Jeremías, echó sus raíces junto a las corrientes de agua.

Su vida, sus sentimientos, su espíritu, su corazón, su voluntad..., todo su ser, estaban enraizados en la Palabra que recibía del Padre; por eso es el árbol bueno que da buen fruto anunciado por el salmo y, como hemos visto, por Jeremías.

El buen fruto es el Evangelio, Palabra vivificante, medicina que fructificó desde la cruz y que cura nuestra necedad e impotencia. Sabiduría que enseña al hombre a fiarse de Dios anulando el miedo de acercarse a Él. Fiarse de Dios es ver el Evangelio como don y como gracia, y no como exigencia. Fruto bueno porque al nacer del seno del Hijo de Dios perforado por una lanza, lleva consigo el poder de divinizar al hombre, Ya decía san Agustín que Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser hecho Dios.

El Evangelio es el fruto bueno y perenne que contiene semillas que, a su vez, hacen florecer árboles buenos con frutos buenos. Esta promesa está anunciada por el Señor Jesús: «No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto... El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno...» (Lc 6,43-45).

A la luz de las palabras de Jesucristo, vemos que el fruto bueno nace del buen tesoro guardado en el corazón. Lo que no es otra cosa sino escuchar la Palabra, guardarla hasta empaparse de ella; lo cual sólo es posible cuando la Palabra se convierte en el Tesoro de los tesoros. «La palabra de Dios es más preciosa que el oro y más dulce que la miel... por eso tu servidor se instruye de ella, y guardarla es de gran provecho» (Sal 19,11-12).

Comentario del Santo Evangelio: Juan 3,7b-15
El diálogo de Jesús con Nicodemo se transforma aquí en un monólogo ininterrumpido que el evangelista pone en los labios de Jesús. Nos encontramos frente a palabras auténticas de Jesús y a testimonios pospascuales fundidos por el autor en un solo discurso. Se trata de una profesión de fe usada en el interior de la vida litúrgica de la Iglesia joanea. En ella se contiene, en síntesis, la historia de la salvación.

El tema desarrolla lo que vimos en el fragmento de ayer, centrado en el testimonio de Cristo, Hijo del hombre bajado del cielo, el único que está en condiciones de revelar el amor de Dios por los hombres a través de su propia muerte y resurrección (vv. 11-15). El evangelista insiste ahora en la importancia de la fe. Si ésta no crece con la revelación hecha por Jesús sobre su destino espiritual, ¿cómo podrá ser acogida la gran revelación relacionada con su éxodo pascual? Los hombres deben dar crédito a Cristo, aunque ninguno de ellos haya subido al cielo para captar los misterios celestiales, ya que sólo él, que ha bajado del cielo (v. 13), está en condiciones de anunciar la realidad del Espíritu, y es el verdadero puente entre el hombre y Dios. Sólo Jesús es el lugar ideal de la presencia de Dios. Y esta revelación tendrá su cumplimiento en la cruz, cuando Jesús sea ensalzado a la gloria, para que «todo el que crea en él tenga la vida eterna» (v. 15).

La humanidad podrá comprender el escandaloso y desconcertante acontecimiento de la salvación por medio de la cruz y curar de su mal, como los judíos curaron en el desierto de las picaduras de las serpientes mirando la serpiente de bronce (cf. Nm 2 1,4-9). El simbolismo de la serpiente de Moisés afirma la verdad de que la salvación consiste en someternos a Dios y dirigir nuestra mirada al Crucificado, verdadero acto de fe que comunica la vida eterna (cf. Jn 19,37).

El texto de Hechos de los Apóstoles es uno de los más frecuentados por parte de la tradición espiritual de la Iglesia. A partir del primer monacato, en todos los momentos de crisis o de dificultades en la vida cristiana se ha hecho referencia a este texto como a un modelo fundador e insuperable de la vida de la Iglesia y, por consiguiente, como a una piedra sobre la que es posible construir formas auténticas de vida cristiana.

En este fragmento aparecen toda la fascinación y la nostalgia de la fraternidad; más aún: de una Iglesia fraterna. En un momento en el que parecen desaparecer otras perspectivas, he aquí la posibilidad de retomar el camino del renacimiento a partir de la fraternidad, la fuente inagotable del estilo de vida cristiano. La novedad cristiana se expresa sobre todo en la fraternidad: a través de comunidades fraternas, a través de una Iglesia fraterna, a través de una mentalidad fraternal que busca por encima de todo crear relaciones fraternas, como signo de la venida del Reino de Dios.

¿Qué lugar ocupa la fraternidad en mis preocupaciones? ¿Qué importancia tiene la construcción de la fraternidad en mi vida espiritual? ¿Es acaso mi espiritualidad una espiritualidad individualista, de la que están prácticamente excluidos los hermanos y las hermanas?

Comentario del Santo Evangelio: Jn 3,11-15, para nuestros Mayores. El que bajó del cielo.
Tenían un solo corazón. La comunidad fraternal es el proyecto central de Jesús, que vino para congregar (Jn 11,52). Lucas presenta hoy a la comunidad de Jerusalén como el proyecto realizado. Evidentemente, no se trata de una crónica rigurosamente histórica, puesto que Lucas seguidamente nos da cuenta de conflictos surgidos en ella (Hch 5,1-11; 6,1-4), sino de una visión idealizada, para que en ella inspiren su vida todas las comunidades que el Espíritu haga surgir a lo ancho del mundo y a lo largo de la historia.

¿Con qué rasgos fundamentales define Lucas la comunidad de Jerusalén y, en ella, a toda auténtica comunidad cristiana? Con estas palabras rotundas: Aquel grupo de personas tenían un alma común. Es importante subrayar esta afirmación porque, justamente, con estas palabras define Aristóteles la amistad. Lucas escribe para griegos y, sin duda, conoce esta definición, con lo que quiere indicar que los miembros de la comunidad cristiana estaban unidos por la amistad. Define, pues, la comunidad cristiana como un grupo de amigos. ¿No nos invita el Señor a amarnos como él nos ama, es decir, como amigos? (Jn 15,15).

Eran constantes en la enseñanza y en la oración. La “común-unión” de la comunidad es la meta; pero, ¿cuál es el camino que conduce a ella? En primer lugar, compartir intensamente la Palabra: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen por obra” (Lc 8,21). Si la escucha dócil de la Palabra nos transforma en hermanos de Jesús, también nos transforma en hermanos de sus hermanos. Si, iluminados por la Palabra, todos nos dejamos fascinar por la persona de Jesús, todos asumimos los mismos valores, los mismos sentimientos y realizamos las mismas opciones; todos, indefectiblemente, tendremos un alma común, seremos “un-ánimes”.

Lucas, en el libro de los Hechos, manifiesta un interés especial por describir la conciencia litúrgica y oracional de la comunidad-madre y de las comunidades paulinas. Como nuevo Pueblo sacerdotal, la comunidad vive y se reúne ante Dios con frecuencia e intensidad (1 P 2,9). Unas traducciones dirán: “perseveraban”; otras: “eran constantes” en la oración (Hch 2,42). “A diario frecuentaban el templo en grupo” (Hch 2,46). De la comunidad hay que decir lo mismo que se dice de la familia: Comunidad que ora unida, vive -unida. Y también a la inversa. La comunidad refuerza la oración y la oración refuerza a la comunidad.

Eran constantes en el partir el pan y en la comunión. Lucas lo afirma dos veces (Hch 2,42 y 2,46). Las diversas referencias neotestamentarias ponen de manifiesto que la Eucaristía (el partir el Pan) era el centro de las primeras comunidades cristianas. Era la “cumbre” y “fuente” de su vida, como dirá más tarde el Concilio Vaticano II. Por eso Pablo fustiga con vehemencia toda división en ella (1 Co 11,30).

Tenían un doble momento: compartir el pan y las viandas que cada uno aportaba, y compartir el Pan consagrado. Esto significa que la celebración requiere vivencia de la fraternidad, reconciliación sincera de todos los miembros (Mt 5,23-24) y empeño en el crecimiento real en ellas después de la celebración.

Esto nos urge a preguntarnos: ¿Por qué, después de tantas eucaristías, seguimos comunitariamente tan fríos de corazón? La comunidad de vida a la que alude Lucas comprende la intensidad, la frecuencia y la calidez de las relaciones y encuentros de los miembros de la comunidad y la comunión de bienes. “Entre ellos ninguno pasaba necesidad” (Hch 4,34). Con esto está todo dicho.

El “poseerlo todo en común” no se refiere, ciertamente, a un régimen jurídico de propiedad, sino más bien a una disponibilidad total que cada uno tenía con respecto a sus casas y a sus cosas. No hay que olvidar que la comunión de bienes era un rasgo que caracterizaba a los amigos entre los griegos. Es claro que la verdadera comunidad cristiana supone necesariamente compartir también los bienes, como exigencia de un amor cristiano “efectivo” y no sólo “afectivo” (1 Jn 3,18). Cada comunidad y cada miembro habrán de encontrar el cauce y la forma. Por supuesto que compartir los bienes no puede agotarse en la interioridad del grupo. Este procedimiento sería típicamente sectario.

Cada uno con su carisma. La comunidad de Jerusalén se lanza a la calle; no es una comunidad esotérica o encerrada en sí misma. Pedro insiste en que han sido constituidos “testigos” y, por tanto, “no pueden callar” (Hch 4,20).

Ahora bien, la misión no es exclusiva de algunos testigos cualificados, sino que descansa sobre toda la comunidad. “Los prófugos (que no eran los apóstoles) iban difundiendo la buena noticia”. Toda la comunidad colabora orando, apoyando, dando testimonio (Hch 4,23-31; 13,3) con su vivencia y con-vivencia. “La gente se hacía lenguas de ellos” (Hch 5,13). Esto hace que se produzca una verdadera explosión de conversiones (Hch 2,41; 5,14; 6,7).

En el campo de siembra siempre habrá zonas de tierra fértil que den fruto. Echar la culpa de la esterilidad de nuestra evangelización al espíritu indispuesto de los destinatarios es simple y llanamente una hipocresía. En la comunidad de Jerusalén hay corresponsabilidad y una cierta democracia. Pedro pide a los miembros de la comunidad que le presenten nombres para llenar el hueco de Judas y para designar a los diáconos (Hch 1,23; 6,5). Los que presiden la comunidad no absorben todas las funciones. Pedro, en su discurso al pueblo, deja bien claro que el Espíritu ha sido derramado sobre todos los miembros del nuevo Pueblo de Dios (Hch 2,16-19). No sólo evangelizan los apóstoles; evangelizan también los prófugos de Jerusalén (Hch 8,4) y los diáconos Esteban y Felipe.

Pablo, para expresar la corresponsabilidad de todos, presenta a la comunidad bajo la alegoría del cuerpo humano, en el que cada miembro tiene su función (1 Co 12,14-30). Pide en nombre de Dios que no se apague ningún carisma (1 Co 14,26-33; 1 Ts 5,19-22; Rm 12,3-8; 1 P 4,10-11), que se reconozca el carisma específico de cada uno y que se ponga al servicio de la vida y misión de la comunidad.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 3,5ª.7b-15, de Joven para Joven. Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo.
Estos versículos del cuarto evangelio (Jn. 3, 13-17) pertenecen al diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn. 3, 1-27). Nicodemo era un fariseo que, atraído por los milagros de Jesús y reconociendo que Él había venido de parte de Dios, buscó Jesús y se entrevistó con Él, aunque en la oscuridad de la noche y de su fe insuficiente. Nicodemo era un maestro de Israel, y sin embargo llamó “Maestro” a Jesús y se dejó enseñar por Él. Jesús, respondiendo a sus preguntas, le dijo a Nicodemo que para entrar al reino de Dios es necesario un nuevo nacimiento. Y para respaldar con autoridad lo que le estaba diciendo, Jesús afirmó que Él hablaba y daba testimonio de lo que había visto. Aquí es donde se inserta el evangelio de la liturgia de hoy. Jesús ante Nicodemo hablaba y daba testimonio de lo que había visto porque: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre que está en el cielo” (Jn. 3, 13).

La iniciación que está dando Jesús a Nicodemo le remonta hasta el seno mismo de Dios, al misterio de la Trinidad Santísima. Lo que el Hijo del Hombre vio, Él, que sin dejar de permanecer siempre junto al Padre, al encarnarse “bajó del cielo”, lo revela y manifiesta, da testimonio de lo que ha visto en el Padre. El discípulo oye de Jesús, ve en Jesús, la Palabra de Vida, quien desde toda la eternidad contempla el Rostro del Padre, lo que Jesús en el Padre vio y del Padre oyó y trasmite.

Continuando la Iglesia la misión de Jesús, quien salió del Padre y fue enviado por el Padre, el discípulo también debe dar testimonio y anunciar lo que de la Palabra de Vida oyó y vio. El autor del cuarto evangelio escribe al respecto en el comienzo de su Primera Carta refiriéndose a los apóstoles y discípulos de Jesús: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos. Y éste es el mensaje que hemos oído de Él y que os anunciamos: Dios es Luz, en él no hay tiniebla. Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.” (1 Jn. 1-7). Jesús incluyó en cierto modo a todos sus discípulos, incluyó a la Iglesia de la Nueva Alianza, en aquel “nosotros” que usó cuando le dijo a Nicodemo, que representaba todavía a la Alianza Antigua y caminaba en las tinieblas de la noche: “Tú eres maestro de Israel, ¿y no entiendes estas cosas? Te lo aseguro: nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio” (Jn. 3, 10-11).

“Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre que está en el cielo” (Jn. 3, 13). Sólo a Él debemos escuchar. Él es más grande

Elevación Espiritual para este día.
Nuestro Creador y Señor dispone todas las cosas de tal modo que si alguien quisiera ensoberbecerse por el don que ha recibido, debe humillarse por las virtudes de que carece. El Señor dispone todas las cosas de tal modo que cuando eleva a uno mediante una gracia que ha recibido, mediante una gracia diferente lo somete a otro. Dios dispone todas las cosas de tal modo que mientras todas las cosas son de todos, en virtud de cierta exigencia de la caridad, todo se vuelve de cada uno, y cada uno posee en el otro lo que no ha recibido, de tal modo que cada uno ofrece como don al otro lo que ha recibido.

Es lo que dice Pedro: “Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios” (1 Pe 4,10).

Reflexión Espiritual para el día.
El fin de una comunidad no puede ser sólo ofrecer a sus componentes un sentimiento de bienestar. Su objetivo y su significado son más bien hacer que todos los miembros puedan incitarse unos a otros, día a día, a recorrer juntos el camino de la confianza, con madurez, con lealtad y en medio de la afectividad; que puedan aclarar los malentendidos que se producen; que puedan resolver los conflictos y, sobre todo, que puedan arraigarse en Dios. Y es que, en una comunidad, sólo podremos vivir bien a la larga si dirigimos de continuo nuestra mirada a Dios como nuestra verdadera meta y causa última de nuestra vida.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 4, 32-37 (4, 32-35). Comunidad de bienes.
Este segundo sumario del libro de los Hechos amplia nuestra información sobre la vida de la primitiva comunidad cristiana. Se acentúan dos rasgos importantes: la eficacia del testimonio apostólico sobre la resurrección —puesta de relieve una vez más aquí, porque ella es el principio de la nueva creación, desde la que únicamente puede justificarse la vida de la comunidad cristiana—, eficacia que estaba garantizada con el poder de los apóstoles en la realización de hechos extraordinarios; junto a la valentía y eficacia del testimonio evangélico se pone también de relieve la gracia divina de la que todos, no sólo los apóstoles, participaban.

El segundo rasgo que definía aquella comunidad cristiana —en el que aquí vamos a fijarnos— era la unanimidad existente entre ellos, no había divisiones de ninguna clase. Esto es lo que afirma la expresión «tenían un solo corazón y una sola alma». Esta unanimidad se manifestaba en la comunidad de bienes. Ningún cristiano consideraba su propiedad personal como posesión—exclusiva, sino que todo era común entre ellos. No nos dicen cómo se realizaba en concreto esta posesión común de los bienes. Para Lucas, más importante que los detalles era el conjunto de aquella vida. Él ha presentado una imagen de la comunidad cristiana original con conceptos tomados del Antiguo Testamento: «Así no habrá pobres junto a ti...» (Dt 15, 4). Esta apetencia de que no hubiese pobres, nunca se había cumplido a lo largo de la historia del pueblo judío. Se cumpliría, por tanto, en los «últimos días», que habían comenzado con la historia de la Iglesia. El lector griego se sentía igualmente cautivado por la descripción de una comunidad que vivía su vida en común. Era el ideal griego de comunidad. La expresión del libro de los Hechos «pantakoiná» equivale a todas las cosas en común, la encontramos, casi idéntica, en Aristóteles, «los amigos tienen todas las cosas en común». Del mismo modo pensaba Platón. La descripción ofrecida por Lucas pretendía acentuar que la comunidad cristiana realizaba también el ideal griego de comunidad.

¿Cómo era posible que en una comunidad no hubiese necesidades? (recuérdese el texto de Dt 15, 4). Sencillamente porque los que tenían posesiones las vendían cuando era necesario y ponían el dinero a disposición de los apóstoles. Así cada uno recibía conforme a lo que necesitaba. Dos ejemplos lo ilustran: el de Bernabé (vv. 36-37) y el de Ananías y Safira (5, 1-1 1). Al aducir Lucas estos ejemplos, parece inevitable la conclusión que se trataba no de algo habitual, sino de algo verdaderamente excepcional. Es conocida la tendencia de Lucas, ya en su evangelio, a generalizar partiendo de casos singulares.

Por otra parte, este procedimiento no podía resolver para siempre el problema. Un sistema económico no puede fundamentarse en tales principios. De hecho, no todos lo vendían. Más adelante se nos habla de María, madre de Juan Marcos, que poseía una casa que servía para las reuniones. Nunca más se alude a este proceder en todo el Nuevo Testamento y ello habla claramente de que no fue práctica extendida ni permanente en la primitiva Iglesia. Las exhortaciones de Pablo a sus lectores para que sean generosos presuponen que conservan sus propiedades. Lo normal de aquellos cristianos era que se ganasen la vida como jornaleros. Había también muchos siervos.

En todo caso, la situación de la comunidad era, sin duda, muy precaria. Esto explica aquellos gestos extraordinarios y heroicos. Recordemos que las tres «columnas» de la Iglesia, en el concilio de Jerusalén, pidieron a los representantes de la Iglesia antioquena que se acordasen de los pobres de la Iglesia de Jerusalén (Gál 2, 10). Lucas ha idealizado excesivamente, en este sumario, la vida de la comunidad cristiana original. 
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