2 de Mayo de 2010. MES DEDICADO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA. V DOMINGO DE PASCUA. ( Ciclo C). 5ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. JORNADA DEL CLERO NATIVO Y CAMPAÑA MISIONERA " PRIMAVERA DE LA IGLESIA" SS Felix de Sevilla di mr, Hesperio y Zoes es e hijos mrs.LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 14, 21b-27. Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medio de ellos.
Salmo 144. R/. Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mio, mi rey.
Ap 21,1-5a. Dios enjugará las lágrims de sus ojos.
Jn 13,31-33a.34-35. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros.
El libro de los Hechos nos sigue presentado el éxito misionero de Pablo y Bernabé entre los gentiles, pues “Dios les había abierto la puerta a los no judíos para que también ellos pudieran creer” (v.27). Sus desvelos misioneros serían fuente de esa propagación del Evangelio que, extendiéndose a lo ancho del mundo “gentil”, llegaría hasta nosotros.
Por su parte Juan, el vidente de Patmos, alienta nuestra esperanza con su magnífica visión de “un cielo nuevo y una tierra nueva”, como la gran meta de nuestros esfuerzos por transformar las realidades de muerte que nos rodean y redimir al mundo con la fuerza vital arrolladora del Resucitado. Una nueva realidad de justicia, paz y amor fraterno habrá de traer “la nueva Jerusalén que descendía del cielo enviada por Dios y engalanada como una novia”. Es la esperanza maravillosa que podemos enarbolar frente a los catastrofistas que nos amenazan con una destrucción inexorable del mundo, sobre la base de supuestas profecías que en nada se condicen con las promesas de la Nueva Alianza que Cristo ha sellado con su pasión y su triunfo sobre la muerte. “Esta es la morada de Dios con los hombres –señala un entusiasmado Juan-; acampará entre ellos. Serán su pueblo, y Dios estará con ellos. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado. El que estaba sentado sobre el trono dijo: Ahora hago el universo nuevo”.
El evangelio nos presenta unos cuantos versículos del gran discurso de despedida de Jesús en la noche de la Cena, donde el Maestro entrega su testamento espiritual a los discípulos: el gran mandato del amor como signo visible de la adhesión de sus discípulos a él y de la vivencia real y afectiva de la fraternidad. El mundo podrá identificar de qué comunidad se trata si los discípulos guardan entre sí este mandato del amor. Jesús rescata la Ley, pero le pone como medio de cumplimiento el amor; quien ama demuestra que está cumpliendo con los demás preceptos de la Ley. Es posible que en la comunidad primitiva se hubiera discutido cuál debía ser su distintivo propio e inequívoco. Para eso apelan a las palabras mismas de Jesús. En un mundo cargado de egoísmo, de envidias, rencores y odios, la comunidad está llamada a dar testimonio de otra realidad completamente nueva y distinta: el testimonio del amor.
Una de las principales causas por las que tantos cristianos abandonan la Iglesia radica justamente en la falta de un testimonio mucho más abierto y decidido respecto al amor. Con mucha frecuencia nuestras comunidades son verdaderos campos de batalla donde nos enfrentamos unos contra otros; donde no reconocemos en el otro la imagen de Dios. Y eso afecta la fe y la buena voluntad de muchos creyentes. Por cierto, no se trata de que nuestras comunidades y agrupaciones sean totalmente ajenas al conflicto, no; el conflicto es necesario en cierta medida, porque a partir de él se puede crear un ambiente de discernimiento, de acrisolamiento de la fe y de las convicciones más profundas respecto al Evangelio; en el conflicto –llevado en términos de respeto y amor cristiano mutuo- aprendemos justamente el valor de la tolerancia, del respeto a la diversidad, y el mejoramiento de nuestra manera de entender y practicar el amor. Del conflicto así entendido -inevitable donde hay más de una persona-, es posible hacer el espacio para construir y crecer. Para ello hacen falta la fe, la apertura al cambio y, sobre todo, la disposición de ser llenados por la fuerza viva de Jesús. Sólo en esa medida nuestra vida humana y cristiana va adquiriendo cada vez mayor sentido y va convirtiéndose en testimonio auténtico de evangelización.
PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 14, 21b-27
Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medio de ellos
En aquellos días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios.
En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir.
Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 144
R/.Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey.
El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. R.
Que todas tus criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles; que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas. R.
Explicando tus hazañas a los hombres, la gloria y majestad de tu reinado. Tu reinado es un reinado perpetuo, tu gobierno va de edad en edad. R,
SEGUNDA LECTURA.
Apocalipsis 21, 1-5a
Dios enjugará las lágrimas de sus ojos
Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: "Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado." Y el que estaba sentado en el trono dijo: "Todo lo hago nuevo."
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Juan 13, 31-33a. 34-35
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: "Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará.
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros.
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros."
Palabra del Señor
Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 14,21b-27
El primer viaje misionero de Pablo y Bernabé toca a su fin. Recorren hacia atrás el camino y visitan las ciudades evangelizadas «confirmando» a los discípulos (y. 22): se trata de un término típico del lenguaje misionero del siglo 1. Indica, en efecto, la consolidación en la fe y en la praxis cristianas de los que han acogido hace poco el kerygma (el anuncio) y pueden verse desorientados con facilidad por la experiencia de la persecución, que acompaña a la predicación casi por doquier, golpeando a los apóstoles. Se exhorta, pues, a los nuevos discípulos a perseverar en la fe, abrazando las tribulaciones como participación en la pasión de Cristo. Dado que las comunidades recientemente evangelizadas deben seguir por sí solas su camino, los apóstoles instituyen en cada una de ellas un primer tipo de organización eclesial y nombran presbíteros en ellas.
Se trata de un momento de importancia fundamental para la vida de la comunidad y, por consiguiente, tiene que ir acompañado de la oración, del ayuno, de la entrega confiada en manos del Señor (y. 23). Pablo y Bernabé vuelven a la Iglesia de Antioquía de Siria (y. 26), que era la que había preparado su viaje. La misión apostólica, así como la responsabilidad eclesial, son, en efecto, tareas que el Señor mismo confía a algunos (13,2s), pero de las que debe hacerse cargo toda la comunidad, sosteniéndolos con la oración y el ofrecimiento del sacrificio. De ahí que los apóstoles, apenas llegados a su destino, reúnan a todos los hermanos para contarles lo que «Dios» había obrado sirviéndose de ellos y cómo había abierto él mismo a los paganos «la puerta de la fe». Suya es la misión, suya es la gracia, suyo el fruto. A él dan toda la gloria los apóstoles (y. 27).
Comentario del Salmo 144
Israel recuerda, agradecido, las victorias que Yavé ha realizado por su medio en sus combates contra sus enemigos. El presente salmo canta estas hazañas y puntualiza con insistencia que Yavé ha sido quien ha dado vigor y destreza a su brazo en todas sus batallas. Es tan palpable la ayuda que han recibido de Dios que siente la necesidad de alabarlo y bendecirlo. Proclaman que Él es su aliado, su alcázar, su escudo, su liberador, etc. «Bendito sea el Señor, mi roca, que adiestra mis manos para la batalla y mis dedos para la guerra. Mi bienhechor, mi alcázar, mi baluarte y mi libertador, mi escudo y mi refugio, que me somete los pueblos».
Victorias y prosperidad van de la mano, de ahí la plasmación de toda una serie de imágenes poéticas que describen el crecimiento y desarrollo de Israel como pueblo elegido y bendecido por Dios: «Sean nuestros hijos como plantas, crecidos desde su adolescencia. Nuestras hijas sean columnas talladas, estructuras de un templo. Que nuestros graneros estén repletos de frutos de toda especie. Que nuestros rebaños, a millares, se multipliquen en nuestros campos».
El pueblo, que tan festivamente canta las bendiciones que Dios ha prodigado sobre él, deja una puerta abierta a todos los pueblos de la tierra. Todos ellos serán también bendecidos en la medida en que sean santos, es decir, en la medida en que su Dios sea Yavé: « ¡Dichoso el pueblo en el que esto sucede! ¡Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!».
La intuición profética del salmista llega a su cumplimiento con Jesucristo. Él, mirando a lo lejos, no ve una multitud de pueblos fieles a Dios, sino un enorme y universal pueblo de multitudes.
Así nos lo hace ver al alabar la fe del centurión, quien le dijo que no era necesario que fuese hasta su casa para curar a su criado enfermo, Le hizo saber que creía en el poder absoluto de su Palabra, que era suficiente que sus labios pronunciasen la curación sobre su criado y esta se realizaría. Fue entonces cuando Jesús expresó su admiración, ensalzó la fe de este hombre y le anunció el futuro nuevo pueblo santo establecido a lo largo de todos los confines de la tierra: «Al oír esto, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande, Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos» (Mt 8,10-11).
Pueblo santo, pueblo universal, llamado a ser tal como fruto de la misión llevada a cabo por Jesús, el Buen Pastor. En Él, el pueblo cristiano es congregado y vive la experiencia de participar de «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef. 4,5-6).
El apóstol Pedro anuncia la elección de la Iglesia como nación santa, rescatada y, al mismo tiempo, dispersa en medio de todos los pueblos de la tierra. Es un pueblo bendecido que canta la grandeza de su Dios. Cada discípulo del Señor Jesús proclama su acción de gracias que nace de su experiencia salvífica. Sabe que, por Jesucristo, ha vencido en sus combates, alcanzando así la fe, y ha sido trasladado de las tinieblas a la luz: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1Pe 2,9).
San Agustín nos ofrece un texto bellísimo acerca del combate que todo discípulo del Señor Jesús debe enfrentar contra el príncipe del mal, y que es absolutamente necesario para su crecimiento y maduración en la fe, en su amor a Dios: “Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación; y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigos y tentaciones”.
Todo discípulo sabe y es consciente de que sus victorias contra el Tentador no surgen de sí mismo, de sus fuerzas sino que son un don de Jesucristo: su Maestro y vencedor. Por eso, bendice y da gloria a Dios con las mismas alabanzas que hemos oído entonar al salmista: Bendito seas, Señor y Dios mío, porque has adiestrado mis manos para el combate, has llenado de vigor mi brazo, has fortalecido mi alma; tú has sido mi escudo y mí alcázar en mis desfallecimientos. ¡Bendito seas, mi Dios! ¡Bendito seas Señor Jesús!
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 21,1 -5a
Tras haber contemplado la derrota definitiva de las fuerzas del mal y el juicio de Dios (19,11—20,15), el Vidente es considerado digno de conocer la cara luminosa de esa lucha encarnizada: la realidad que aparece ante sus ojos se caracteriza por una novedad radical, sustancial y universal: todo el cosmos está implicado en esa transformación. El universo marcado por el mal —cuyo símbolo en la Biblia es con frecuencia el mar— ha sido sustituido por una realidad cualitativamente diferente (v. 1). Si bien los profetas habían vaticinado ya unos cielos nuevos y una tierra nueva (cf. Is 65,17) y habían presentado a Jerusalén como esposa de Dios (Is 62), su horizonte seguía siendo, no obstante, temporal, y la referencia inmediata era la restauración material de la ciudad mediante la intervención recreadora de Dios. Juan ve descender ahora, desde el nuevo cielo a la nueva tierra, a esta ciudad-esposa, símbolo de la morada de Dios con los hombres.
Es éste un tema que, de manera velada, recorre toda la historia sagrada y, en cierto sentido, indica asimismo su significado último. Desde la intimidad entre Dios y el hombre en el Edén, pasando por la tienda de la presencia (shekhînah) que acompañó al pueblo de Israel en el Éxodo, por el templo de Jerusalén, hasta la encarnación, Dios se ha ido revelando cada vez más profundamente como el Emmanuel, el «Dios-con». Tras la muerte-resurrección de Cristo, se está cumpliendo un nuevo y último paso en la revelación: el-hombre-está-con-Dios. Una vez destruido por completo el mal (capítulo 20), aparece un nuevo pueblo que pertenece plenamente al Señor, y él está eternamente «con-ellos» (v. 3). Las citas de los profetas se suceden para describir esta espléndida realidad (Ez 37,27; Is 25,8; 35,10; 65,19) de comunión, de consuelo, de vida, de fiesta: algo que el hombre aún no ha conocido —porque Dios hace nuevas todas las cosas—, pero que, no obstante, puede ya pregustar en cierto modo desde ahora, porque “el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor 5,17; Is 43,19).
Comentario del Santo Evangelio: Juan 13,31-33a.34-35.
Con este pasaje comienza el «discurso de despedida» de Jesús. Se abre la puerta del cenáculo, sale Judas para consumar la traición al Maestro. El evangelio señala con brevedad: «Era de noche». La noche del pecado, la noche del príncipe de este mundo. Jesús sabe que, al cabo de pocas horas, estará allí, solo, en el huerto de Getsemaní, envuelto por esas mismas tinieblas que intentarán engullirlo y contra las que deberá luchar hasta la sangre. Sabe todo esto y, sin embargo, habla a los discípulos de «glorificación» del Hijo del hombre. La «gloria» de Dios, en efecto, no es el fácil éxito mundano, sino más bien el triunfo del bien, que, para nacer, debe pasar a través de la gran tribulación. La cruz es así el seno materno de la vida verdadera.
Jesús no puede «explicar» ahora a los suyos el significado de su muerte. La afronta solo y la ofrece. En sus palabras se siente vibrar la solicitud por los discípulos, que, dentro de poco, también se quedarán solos, a merced de la duda y del escándalo. Por ahora no pueden seguirle. Por eso necesitan más que nunca ser custodiados en su nombre. Es ahora cuando les deja en testamento el «mandamiento nuevo» del amor recíproco. Al vivirlo, estarán para siempre en comunión con él y nada podrá arrancarlos de su mano. Más aún, podrán vivirlo porque él lo ha vivido primero. «Ningún discípulo es superior a su maestro», aunque todo discípulo está llamado a configurarse con el Maestro y a glorificarlo con su vida. El «mandamiento nuevo» no es un yugo pesado, sino comunión personal con Dios, que quiere permanecer presente entre los suyos como amor, como caridad.
El pueblo cristiano es siempre un «pequeño resto» en medio de los miles de millones de hombres que viven sobre la faz de la tierra, pero es un fermento de masa «nueva» que debe hacer fermentar desde el interior toda la masa. Y aunque la evidencia de la situación parece desmentir su eficacia, la Palabra de Dios nos autoriza a no dudar y a dejar de sentir miedo. El fruto del árbol sólo se ve después de un laborioso tiempo de germinación y de crecimiento a lo largo de la sucesión de las estaciones. ¿No es éste el mismo camino de Jesús, el Hijo del hombre glorificado a través de la muerte en la cruz? Todo se ha vuelto nuevo: se dan cuenta de ello los que tienen los ojos límpidos y penetrantes de la fe, aquellos que, resucitados con Cristo, caminan sobre la tierra pero a quienes su corazón les empuja ya hacia arriba. La transformación acaece ya día tras día a través de nuestro morir a toda clase de orgullo y de egoísmo para pasar de la decadencia del pecado a la plenitud de la vida nueva.
Son muchos los que buscan hoy no la novedad traída por Cristo, sino las novedades; no la realidad nueva, sino las informaciones en tiempo real sobre los hechos más o menos triviales de la crónica. Se corre fácilmente detrás de las «novedades viejas», de las modas y de los modelos de vida ofrecidos por una sociedad privada de verdadera capacidad creativa. Si el hombre no se renueva a sí mismo, no hace más que repetir un esquema anticuado o hacer la parodia de la originalidad. Y como sólo Dios es creador, sólo confiándonos al soplo del Espíritu podremos renovarnos y convertirnos en artífices de renovación en la Iglesia y en toda la comunidad.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 13,31-33a.34-35, para nuestros Mayores. La glorificación del Hijo del hombre.
El evangelio de este domingo es breve, pero significativo. Jesús habla de la glorificación del Hijo del hombre; después anuncia su partida y da un mandamiento nuevo: el del amor recíproco, tal como él lo practicó.
Estamos en el tiempo pascual, tiempo de la glorificación de Jesús. El evangelio nos recuerda que esta glorificación ha sido producto de la pasión. La pasión y la glorificación están estrechamente unidas entre sí en el misterio pascual, forman una unidad inseparable.
Dice Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él». Jesús hace esta afirmación en el mismo momento en que Judas sale del cenáculo. Así pues, precisamente este momento es el comienzo de la glorificación de Jesús.
Es éste un hecho característico del cuarto evangelio. Juan no dice que Jesús hubiera sido glorificado sólo después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que muestra que su glorificación empezó precisamente con la pasión. Jesús manifiesta en ella su gloria, que es la gloria del amor generoso.
La gloria de Dios es la gloria de amar. Del mismo modo, la gloria de Jesús es también la gloria de amar. El amó al Padre cumpliendo su voluntad con una generosidad perfecta; nos amó a los hombres dando, como Buen Pastor, su vida por nosotros. Así fue glorificado ya en su pasión, y Dios fue glorificado en él.
Ahora bien, la pasión es sólo un comienzo. Por eso afirma Jesús que su glorificación será también futura: «Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará».
Jesús anuncia ahora a sus discípulos su partida: «Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros». Y, como para continuar de un modo nuevo su presencia entre ellos, les da un mandamiento: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado».
Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente en medio de nosotros, de una manera muy concreta. La presencia de Jesús en el mundo es múltiple: en su Palabra, en la Eucaristía, pero también en el amor que une a los cristianos, si lo practican con docilidad a su gracia.
Jesús habla de un «mandamiento nuevo». ¿Cuál es la novedad de este mandamiento? Dios había dado ya el mandamiento del amor en el Antiguo Testamento, como recuerda el mismo Jesús al letrado que le había preguntado por el primer mandamiento de la ley: «Amarás al Señor tu Dios de todo corazón, con toda el alma, con toda tu mente. Este es el precepto más importante; pero el segundo es equivalente: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mateo 22,37-39; cf. Marcos 12,29-30).
Este mandamiento del amor, que existía ya en el Antiguo Testamento, se ha vuelto nuevo, por cuanto Jesús le ha aportado un añadido muy importante: «amaos unos a otros como yo os he amado». Lo nuevo es precisamente este «amar como Jesús ha amado».
No podía haber un modelo tan perfecto de amor en el Antiguo Testamento. En efecto, el primer Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que se limitaba a formular el precepto de amar. Jesús, en cambio, nos ha dado un modelo, se nos ha dado a sí mismo como modelo de amor.
Se trata de un amor generosísimo, sin límites, de un amor universal, de una actitud capaz de transformar incluso las circunstancias negativas y todos los obstáculos en ocasión de progreso en el amor.
Nunca se había presentado una situación tan contraria al amor como aquélla en la que Jesús se encontró en su pasión: rechazado por todos, escarnecido, condenado, ajusticiado. Y, sin embargo, la transformó en ocasión del amor más grande.
Jesús, al darnos el mandamiento nuevo, nos pide que sigamos su ejemplo. Naturalmente, nosotros no somos capaces de hacerlo contando sólo con nuestras propias fuerzas. Somos demasiado débiles, demasiado limitados; hay siempre en nosotros una resistencia al amor: la incapacidad de superar los obstáculos; en nuestra vida hay también muchas dificultades que se oponen al amor y provocan divisiones, resentimientos, rencores y odios. Sin embargo, el mismo Señor nos ha prometido que estará presente en nuestro corazón, haciéndonos capaces de este amor generosísimo, que supera todos los obstáculos.
Si permanecemos unidos al corazón de Jesús, podremos amar de este modo. Amar a los otros como Jesús los ha amado sólo es posible con la fuerza de amor que se nos comunica en la Eucaristía. Cuando recibimos a Cristo en nuestro corazón, recibimos su corazón, repleto de un amor generosísimo, que va hasta la entrega total de sí mismo.
Y Jesús concluye: «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». La marca distintiva del cristiano es el amor fraterno, vivido a ejemplo de Jesús, con su gracia.
No basta con haber sido bautizados para ser verdaderos discípulos de Jesús: es preciso imitar su ejemplo con generosidad, siguiendo la inspiración de la gracia, y con la fuerza que nos viene de su amor.
Sabemos que, en los primeros siglos, los paganos se maravillaban del comportamiento de los cristianos, porque notaban que reinaba entre ellos un amor fraterno muy fuerte, generoso, y decían admirados: « ¡Mirad cómo se aman!». Nosotros debemos desearnos mutuamente poder suscitar también hoy entre nuestros contemporáneos esta admiración con nuestro amor recíproco en nuestras familias, en nuestra parroquia, en el medio en el que trabajemos.
Debemos desearnos mutuamente poder ser reconocidos como discípulos de Jesús, convirtiendo nuestra vida en una continua manifestación de amor, no sólo de palabra, sino con hechos.
Si vivimos de este modo, poseeremos la alegría de Jesús. Él ha querido siempre comunicarnos su alegría. Y el gran secreto para tener su alegría en nosotros es dejar que su gracia obre en nosotros, supere todos los obstáculos, transformándolos en ocasión de progreso en el amor.
La primera lectura nos presenta un modo particular de glorificación de Jesús: por medio del apostolado y de sus frutos.
Pablo y Bernabé concluyen su primer viaje apostólico por Asia Menor. Vuelven a las ciudades ya visitadas y animan a los discípulos, exhortándoles a permanecer firmes en la fe, porque, como ellos dicen, «hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios».
La vida cristiana no es fácil: es preciso hacer frente a muchas dificultades, muchas tribulaciones; pero con la gracia de Dios y con la fuerza del Resucitado es posible superarlas. Así vivían los primeros cristianos, como nos recuerda este mismo pasaje de los Hechos de los Apóstoles.
Una vez de vuelta en Antioquía, Pablo y Bernabé cuentan a la comunidad «lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe». Todo esto es fruto de la resurrección de Jesús.
Fue el amor universal de Cristo resucitado el que impulsó a los apóstoles a difundir la palabra de Dios entre los paganos. Así, a través de ellos, Dios realizó grandes cosas. En particular, manifestó la fuerza universal del amor de Cristo abriendo a los paganos la puerta de la fe.
El Resucitado posee una fuerza de amor que supera todo límite, no se detiene ante ningún obstáculo y quiere reunir a toda la humanidad en un solo pueblo, en una sola Iglesia.
La segunda lectura nos muestra el resultado final de la resurrección de Jesús, que es «la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo».
El objeto de nuestra esperanza es llegar a reunirnos todos en el amor de Cristo, en el amor recíproco, para gloria de Cristo y de Dios. Se trata de una esperanza extraordinaria, porque, como dice el Apocalipsis, Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado». La resurrección de Jesús ha puesto en movimiento un dinamismo que se encamina hacia esta maravillosa realización.
El fragmento del Apocalipsis acaba con la afirmación: «Y el que estaba sentado en el trono dijo: “Ahora hago el universo nuevo”».
Lo primero verdaderamente nuevo que ha hecho Dios ha sido la resurrección de Jesús, su glorificación celestial. Esta es el comienzo de toda una serie de cosas nuevas, en las que también participamos nosotros.
Cosas nuevas son, según el Apocalipsis, un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos ni tensiones, no hay rencor alguno ni odio, sino sólo el amor que viene de Dios y que lo transforma todo.
Acojamos este domingo el mandamiento del amor como presencia de Cristo en nuestros corazones. Acojamos la fe en el Cristo resucitado, que suscita un dinamismo intenso de esperanza y de amor.
Comentario del Santo Evangelio Jn 13,31-35, de Joven para Joven. Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él.
Jesús habla en la situación narrativa real. Porque Judas se ha ido, puede comenzar ahora su glorificación; tendrá lugar dentro del más breve tiempo. Tiene que ver con el encargo de su Padre, pues El mismo está implicado en este proceso de glorificación. Jesús «tiene» que hacerlo, aunque ello signifique la despedida de sus discípulos; «Hijos míos» los llama Jesús. Ellos no lo podrán seguir en ese viaje. Pero él les deja un mandato: así como Jesús los ha amado, así deben obrar también ellos recíprocamente. El amor, el amor recíproco, une a Jesús y a sus discípulos mutuamente.
Tres temas, entonces, son tratados. Comienza con una comparación entre el Padre y el Hijo del Hombre (13,3 1-32). Se da entre ellos una suerte de intercambio: en el Hijo del Hombre el Padre será glorificado y el Padre, entonces, volverá a glorificar nuevamente al Hijo del Hombre. Se trata también de dos tiempos: ya ha sucedido, y sucederá. Las frases remiten retrospectivamente a la escena de los griegos (en 12,23 y 12,28), donde también se usan tanto el perfecto como el futuro: «La hora de la glorificación ya ha llegado y llegará todavía». En sus palabras y acciones Jesús ha dado gloria a Dios, y Dios se la ha dado a Jesús por cuanto que le ha permitido hacer esas obras. Ahora viene un nuevo momento de esta honra recíproca: el glorioso viaje de Jesús de nuevo hacia el Padre.
Este viaje «celestial» es el segundo tema: la partida de Jesús hacia un sitio, donde los discípulos-niños no pueden seguirlo (13,33). La referencia retrospectiva es ahora explícita: como Jesús le había dicho a los judíos en la fiesta de las Tiendas que ellos no podían ir adonde él iba (7,33-34; 8,2 1- 22), así le dice ahora esto a sus discípulos. En los diálogos siguientes (pero cf. también 13,1.3) este «ir» y «venir» de Jesús y de su Padre es un tema obligado. Este versículo, entonces, es una preparación temática a lo que se da a partir de ahora.
El tercer tema es el amor en sus distintas modalidades: el amor de Jesús a sus discípulos; el amor recíproco de los discípulos y la relación entre ambos. Amor como un mandamiento y como una característica del grupo de los discípulos de Jesús (13,34-35). También el amor es una temática central en el resto de los diálogos de despedida. Esto ya ha sido introducido temáticamente en las frases iniciales de la escena del banquete (13,1) y alcanzará su punto culminante en el dicho sobre el amor «mayor»: la disposición a dar la vida por los amigos (15,12).
Se trata, por ahora, aún de frases exhortativas. Expresan más claro que nunca que Jesús está solo: me voy y vosotros no podéis seguirme. Pero las frases muestran también cómo Jesús se sabe unido con sus discípulos: el amor nos mantiene unidos, mi amor hacia vosotros y vuestro amor recíproco.
Desde el punto de vista de la comunicación se trata, entonces, de la necesidad de una despedida y de las posibilidades de tratarla: la despedida es un suceso glorioso; el amor permanece y procura que el contacto recíproco se vea siempre renovado, y hace que el grupo permanezca unido.
Elevación Espiritual para este día.
“Os doy un mandamiento nuevo.” Como era de esperar que los discípulos, al oír esas palabras y considerarse abandonados, fueran presa de la desesperación, Jesús les consuela proveyéndoles, para su defensa y protección, de la virtud que está en la raíz de todo bien, es decir, la caridad. Es como si dijera: « ¿Los entristecéis porque yo me voy? Pues si os amáis los unos a los otros, seréis más fuertes». ¿Y por qué no lo dijo precisamente así? Porque les impartió una enseñanza mucho más útil: «Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos». Con estas palabras da a entender que su grupo elegido no hubiera debido disolverse nunca, tras haber recibido de él este signo distintivo. Él lo hizo nuevo del mismo modo que lo formuló. De hecho, precisó: « Como yo os he amado»
Y dejando de lado cualquier alusión a los milagros que hubieran de realizar, dice que se les reconocerá por su caridad. ¿Sabéis por qué? Porque la caridad es el mayor signo que distingue a los santos: es la prueba segura e infalible de toda santidad. Es sobre todo con la caridad como todos conseguimos la salvación. Y en esto consiste principalmente ser discípulo suyo.
Precisamente gracias a la caridad os alabarán todos, al ver que imitáis mi amor. Los paganos, es verdad, no se conmueven tanto frente a los milagros como frente a la vida virtuosa. Y nada educa la virtud como la caridad. En efecto, los paganos llamarán con frecuencia «impostores» a los que obran milagros, pero nunca podrán encontrar nada criticable en una vida íntegra.
Reflexión Espiritual para el día.
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22,37-39). Empiezo a experimentar que un amor a Dios total e incondicionado hace posible un amor al prójimo visible, solícito y atento. Lo que a menudo defino como «amor al prójimo» se muestra con excesiva frecuencia como una abstracción experimental, parcial y provisional, de sólito muy inestable y huidiza. Pero si mi objetivo es el amor a Dios, me es posible desarrollar asimismo un profundo amor al prójimo. Hay otras dos consideraciones que pueden explicarlo mejor.
Antes que nada, en el amor a Dios me descubro a «mí mismo» de un modo nuevo. En segundo lugar, no nos descubriremos sólo a nosotros mismos en nuestra individualidad, sino que descubriremos también a nuestros hermanos humanos, porque es la gloria misma de Dios la que se manifiesta en su pueblo a través de una rica variedad de formas y de modos. La unicidad del prójimo no se refiere a esas cualidades peculiares, irrepetibles de un individuo a otro, sino al hecho de que la eterna belleza y el eterno amor de Dios se hacen visibles en las criaturas humanas únicas, insustituibles, finitas. Es precisamente en la preciosidad del individuo donde se refracta el amor eterno de Dios, convirtiéndose en la base de una comunidad de amor. Si descubrimos nuestra misma unicidad en el amor de Dios y si nos es posible afirmar que podemos ser amados porque el amor de Dios mora en nosotros, podremos llegar entonces a los otros, en los que descubriremos una nueva y única manifestación del mismo amor, entrando en una íntima comunión con ellos.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Hch 14,21-27: Ágabo.
En estos domingos de Pascua la primera lectura de la liturgia está sacada de la segunda obra de Lucas, los Hechos de los Apóstoles. En este escrito los protagonistas de la escena son primero Pedro y después Pablo. Sin embargo, como hemos observado otras veces hablando de personajes presentes en esta obra de Lucas, hay un numeroso grupo de cristianos que aparecen en sus páginas y cuyos nombres están minuciosamente verificados: José Barsabá, Felipe, Judas, Ananías, Esteban, Eneas, Simón el curtidor, Blasto, Manaén, Lucio de Cirene, Dionisio Areopagita, Damaris, Apolo, Aquila, Priscila, Dorcas-Tabita, Silas, Lidia, Eutico, y decenas y decenas más de nombres. Pues nosotros quisiéramos hacer subir ahora al escenario a una de estas figuras, de entre esa masa que hemos mencionado algunas veces sólo por su nombre.
El suyo es un nombre extraño, Ágabo, tal vez la deformación griega de un término semítico. Aparece por primera vez en escena en el capítulo 11 de los Hechos de los Apóstoles y pertenece a una categoría más amplia de «profetas» judeo-cristianos. Con esta denominación se indicaban algunas figuras carismáticas, testigos más fervientes de Cristo, dotados de dones especiales del Espíritu por los que podían escrutar los corazones, pero además intuir los desarrollos futuros de la historia. Cuando san Pablo enumera los «carismas», es decir, los dones especiales del Espíritu, sitúa a la profecía en el segundo lugar, después de la misión apostólica (1Cor 12,28).
Pues bien Ágabo es uno de los «profetas que bajaron de Jerusalén a Antioquía». Pero dejemos hablar a Lucas: «Se levantó uno de ellos, llamado Ágabo, y, movido por el Espíritu, anunció que iba a sobrevenir sobre toda la tierra una gran escasez. Fue la que vino en tiempo de Claudio» (11,28). Así es, porque en torno al 49-50 el Imperio romano sufrió un período de fuerte disminución de la producción agrícola, primero en Grecia y después en Roma y, desde allí en el resto del área mediterránea. El anuncio que hace Ágabo tiene una finalidad caritativa y de solidaridad: así es, porque la más rica comunidad cristiana de Antioquía de Siria (ahora la ciudad es territorio turco) pagó una tasa para sostener a los «hermanos» más pobres de Judea (11,29).
Agabo, sin embargo, no desaparece de este panorama, sino que más adelante vuelve a aparecer cuando Pablo se dirige por última vez a Jerusalén. Al llegar al puerto de Cesarea, se hospeda en casa de un predicador («evangelizador») cristiano, Felipe, uno de los Siete (los llamados «diáconos» entre los que también estaba san Esteban) que tenía cuatro hijas, dotadas también ellas del carisma profético. Ágabo también llega de Judea y, una vez más, se revela como capaz de intuir el futuro, en este caso del apóstol. Este es el relato de los Hechos de los Apóstoles que explica la acción simbólica realizada por Ágabo al estilo de los profetas del Antiguo Testamento, sobre todo de Ezequiel.
«Ágabo tomó el cinto de Pablo, se ató los pies y las manos, y dijo. “Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán en Jerusalén los judíos al hombre de quien es este cinto y lo entregarán en manos de los paganos”, Cuando oímos esto, le suplicamos, tanto nosotros como los de aquel lugar, que no fuera a Jerusalén. Pablo respondió: “¿Qué hacéis llorando y partiéndome el corazón? Yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén, por el nombre de Jesús, el Señor”» (2 1,11-13).
El primer viaje misionero de Pablo y Bernabé toca a su fin. Recorren hacia atrás el camino y visitan las ciudades evangelizadas «confirmando» a los discípulos (y. 22): se trata de un término típico del lenguaje misionero del siglo 1. Indica, en efecto, la consolidación en la fe y en la praxis cristianas de los que han acogido hace poco el kerygma (el anuncio) y pueden verse desorientados con facilidad por la experiencia de la persecución, que acompaña a la predicación casi por doquier, golpeando a los apóstoles. Se exhorta, pues, a los nuevos discípulos a perseverar en la fe, abrazando las tribulaciones como participación en la pasión de Cristo. Dado que las comunidades recientemente evangelizadas deben seguir por sí solas su camino, los apóstoles instituyen en cada una de ellas un primer tipo de organización eclesial y nombran presbíteros en ellas.
Se trata de un momento de importancia fundamental para la vida de la comunidad y, por consiguiente, tiene que ir acompañado de la oración, del ayuno, de la entrega confiada en manos del Señor (y. 23). Pablo y Bernabé vuelven a la Iglesia de Antioquía de Siria (y. 26), que era la que había preparado su viaje. La misión apostólica, así como la responsabilidad eclesial, son, en efecto, tareas que el Señor mismo confía a algunos (13,2s), pero de las que debe hacerse cargo toda la comunidad, sosteniéndolos con la oración y el ofrecimiento del sacrificio. De ahí que los apóstoles, apenas llegados a su destino, reúnan a todos los hermanos para contarles lo que «Dios» había obrado sirviéndose de ellos y cómo había abierto él mismo a los paganos «la puerta de la fe». Suya es la misión, suya es la gracia, suyo el fruto. A él dan toda la gloria los apóstoles (y. 27).
Comentario del Salmo 144
Israel recuerda, agradecido, las victorias que Yavé ha realizado por su medio en sus combates contra sus enemigos. El presente salmo canta estas hazañas y puntualiza con insistencia que Yavé ha sido quien ha dado vigor y destreza a su brazo en todas sus batallas. Es tan palpable la ayuda que han recibido de Dios que siente la necesidad de alabarlo y bendecirlo. Proclaman que Él es su aliado, su alcázar, su escudo, su liberador, etc. «Bendito sea el Señor, mi roca, que adiestra mis manos para la batalla y mis dedos para la guerra. Mi bienhechor, mi alcázar, mi baluarte y mi libertador, mi escudo y mi refugio, que me somete los pueblos».
Victorias y prosperidad van de la mano, de ahí la plasmación de toda una serie de imágenes poéticas que describen el crecimiento y desarrollo de Israel como pueblo elegido y bendecido por Dios: «Sean nuestros hijos como plantas, crecidos desde su adolescencia. Nuestras hijas sean columnas talladas, estructuras de un templo. Que nuestros graneros estén repletos de frutos de toda especie. Que nuestros rebaños, a millares, se multipliquen en nuestros campos».
El pueblo, que tan festivamente canta las bendiciones que Dios ha prodigado sobre él, deja una puerta abierta a todos los pueblos de la tierra. Todos ellos serán también bendecidos en la medida en que sean santos, es decir, en la medida en que su Dios sea Yavé: « ¡Dichoso el pueblo en el que esto sucede! ¡Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!».
La intuición profética del salmista llega a su cumplimiento con Jesucristo. Él, mirando a lo lejos, no ve una multitud de pueblos fieles a Dios, sino un enorme y universal pueblo de multitudes.
Así nos lo hace ver al alabar la fe del centurión, quien le dijo que no era necesario que fuese hasta su casa para curar a su criado enfermo, Le hizo saber que creía en el poder absoluto de su Palabra, que era suficiente que sus labios pronunciasen la curación sobre su criado y esta se realizaría. Fue entonces cuando Jesús expresó su admiración, ensalzó la fe de este hombre y le anunció el futuro nuevo pueblo santo establecido a lo largo de todos los confines de la tierra: «Al oír esto, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande, Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos» (Mt 8,10-11).
Pueblo santo, pueblo universal, llamado a ser tal como fruto de la misión llevada a cabo por Jesús, el Buen Pastor. En Él, el pueblo cristiano es congregado y vive la experiencia de participar de «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef. 4,5-6).
El apóstol Pedro anuncia la elección de la Iglesia como nación santa, rescatada y, al mismo tiempo, dispersa en medio de todos los pueblos de la tierra. Es un pueblo bendecido que canta la grandeza de su Dios. Cada discípulo del Señor Jesús proclama su acción de gracias que nace de su experiencia salvífica. Sabe que, por Jesucristo, ha vencido en sus combates, alcanzando así la fe, y ha sido trasladado de las tinieblas a la luz: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1Pe 2,9).
San Agustín nos ofrece un texto bellísimo acerca del combate que todo discípulo del Señor Jesús debe enfrentar contra el príncipe del mal, y que es absolutamente necesario para su crecimiento y maduración en la fe, en su amor a Dios: “Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación; y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigos y tentaciones”.
Todo discípulo sabe y es consciente de que sus victorias contra el Tentador no surgen de sí mismo, de sus fuerzas sino que son un don de Jesucristo: su Maestro y vencedor. Por eso, bendice y da gloria a Dios con las mismas alabanzas que hemos oído entonar al salmista: Bendito seas, Señor y Dios mío, porque has adiestrado mis manos para el combate, has llenado de vigor mi brazo, has fortalecido mi alma; tú has sido mi escudo y mí alcázar en mis desfallecimientos. ¡Bendito seas, mi Dios! ¡Bendito seas Señor Jesús!
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 21,1 -5a
Tras haber contemplado la derrota definitiva de las fuerzas del mal y el juicio de Dios (19,11—20,15), el Vidente es considerado digno de conocer la cara luminosa de esa lucha encarnizada: la realidad que aparece ante sus ojos se caracteriza por una novedad radical, sustancial y universal: todo el cosmos está implicado en esa transformación. El universo marcado por el mal —cuyo símbolo en la Biblia es con frecuencia el mar— ha sido sustituido por una realidad cualitativamente diferente (v. 1). Si bien los profetas habían vaticinado ya unos cielos nuevos y una tierra nueva (cf. Is 65,17) y habían presentado a Jerusalén como esposa de Dios (Is 62), su horizonte seguía siendo, no obstante, temporal, y la referencia inmediata era la restauración material de la ciudad mediante la intervención recreadora de Dios. Juan ve descender ahora, desde el nuevo cielo a la nueva tierra, a esta ciudad-esposa, símbolo de la morada de Dios con los hombres.
Es éste un tema que, de manera velada, recorre toda la historia sagrada y, en cierto sentido, indica asimismo su significado último. Desde la intimidad entre Dios y el hombre en el Edén, pasando por la tienda de la presencia (shekhînah) que acompañó al pueblo de Israel en el Éxodo, por el templo de Jerusalén, hasta la encarnación, Dios se ha ido revelando cada vez más profundamente como el Emmanuel, el «Dios-con». Tras la muerte-resurrección de Cristo, se está cumpliendo un nuevo y último paso en la revelación: el-hombre-está-con-Dios. Una vez destruido por completo el mal (capítulo 20), aparece un nuevo pueblo que pertenece plenamente al Señor, y él está eternamente «con-ellos» (v. 3). Las citas de los profetas se suceden para describir esta espléndida realidad (Ez 37,27; Is 25,8; 35,10; 65,19) de comunión, de consuelo, de vida, de fiesta: algo que el hombre aún no ha conocido —porque Dios hace nuevas todas las cosas—, pero que, no obstante, puede ya pregustar en cierto modo desde ahora, porque “el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor 5,17; Is 43,19).
Comentario del Santo Evangelio: Juan 13,31-33a.34-35.
Con este pasaje comienza el «discurso de despedida» de Jesús. Se abre la puerta del cenáculo, sale Judas para consumar la traición al Maestro. El evangelio señala con brevedad: «Era de noche». La noche del pecado, la noche del príncipe de este mundo. Jesús sabe que, al cabo de pocas horas, estará allí, solo, en el huerto de Getsemaní, envuelto por esas mismas tinieblas que intentarán engullirlo y contra las que deberá luchar hasta la sangre. Sabe todo esto y, sin embargo, habla a los discípulos de «glorificación» del Hijo del hombre. La «gloria» de Dios, en efecto, no es el fácil éxito mundano, sino más bien el triunfo del bien, que, para nacer, debe pasar a través de la gran tribulación. La cruz es así el seno materno de la vida verdadera.
Jesús no puede «explicar» ahora a los suyos el significado de su muerte. La afronta solo y la ofrece. En sus palabras se siente vibrar la solicitud por los discípulos, que, dentro de poco, también se quedarán solos, a merced de la duda y del escándalo. Por ahora no pueden seguirle. Por eso necesitan más que nunca ser custodiados en su nombre. Es ahora cuando les deja en testamento el «mandamiento nuevo» del amor recíproco. Al vivirlo, estarán para siempre en comunión con él y nada podrá arrancarlos de su mano. Más aún, podrán vivirlo porque él lo ha vivido primero. «Ningún discípulo es superior a su maestro», aunque todo discípulo está llamado a configurarse con el Maestro y a glorificarlo con su vida. El «mandamiento nuevo» no es un yugo pesado, sino comunión personal con Dios, que quiere permanecer presente entre los suyos como amor, como caridad.
El pueblo cristiano es siempre un «pequeño resto» en medio de los miles de millones de hombres que viven sobre la faz de la tierra, pero es un fermento de masa «nueva» que debe hacer fermentar desde el interior toda la masa. Y aunque la evidencia de la situación parece desmentir su eficacia, la Palabra de Dios nos autoriza a no dudar y a dejar de sentir miedo. El fruto del árbol sólo se ve después de un laborioso tiempo de germinación y de crecimiento a lo largo de la sucesión de las estaciones. ¿No es éste el mismo camino de Jesús, el Hijo del hombre glorificado a través de la muerte en la cruz? Todo se ha vuelto nuevo: se dan cuenta de ello los que tienen los ojos límpidos y penetrantes de la fe, aquellos que, resucitados con Cristo, caminan sobre la tierra pero a quienes su corazón les empuja ya hacia arriba. La transformación acaece ya día tras día a través de nuestro morir a toda clase de orgullo y de egoísmo para pasar de la decadencia del pecado a la plenitud de la vida nueva.
Son muchos los que buscan hoy no la novedad traída por Cristo, sino las novedades; no la realidad nueva, sino las informaciones en tiempo real sobre los hechos más o menos triviales de la crónica. Se corre fácilmente detrás de las «novedades viejas», de las modas y de los modelos de vida ofrecidos por una sociedad privada de verdadera capacidad creativa. Si el hombre no se renueva a sí mismo, no hace más que repetir un esquema anticuado o hacer la parodia de la originalidad. Y como sólo Dios es creador, sólo confiándonos al soplo del Espíritu podremos renovarnos y convertirnos en artífices de renovación en la Iglesia y en toda la comunidad.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 13,31-33a.34-35, para nuestros Mayores. La glorificación del Hijo del hombre.
El evangelio de este domingo es breve, pero significativo. Jesús habla de la glorificación del Hijo del hombre; después anuncia su partida y da un mandamiento nuevo: el del amor recíproco, tal como él lo practicó.
Estamos en el tiempo pascual, tiempo de la glorificación de Jesús. El evangelio nos recuerda que esta glorificación ha sido producto de la pasión. La pasión y la glorificación están estrechamente unidas entre sí en el misterio pascual, forman una unidad inseparable.
Dice Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él». Jesús hace esta afirmación en el mismo momento en que Judas sale del cenáculo. Así pues, precisamente este momento es el comienzo de la glorificación de Jesús.
Es éste un hecho característico del cuarto evangelio. Juan no dice que Jesús hubiera sido glorificado sólo después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que muestra que su glorificación empezó precisamente con la pasión. Jesús manifiesta en ella su gloria, que es la gloria del amor generoso.
La gloria de Dios es la gloria de amar. Del mismo modo, la gloria de Jesús es también la gloria de amar. El amó al Padre cumpliendo su voluntad con una generosidad perfecta; nos amó a los hombres dando, como Buen Pastor, su vida por nosotros. Así fue glorificado ya en su pasión, y Dios fue glorificado en él.
Ahora bien, la pasión es sólo un comienzo. Por eso afirma Jesús que su glorificación será también futura: «Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará».
Jesús anuncia ahora a sus discípulos su partida: «Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros». Y, como para continuar de un modo nuevo su presencia entre ellos, les da un mandamiento: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado».
Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente en medio de nosotros, de una manera muy concreta. La presencia de Jesús en el mundo es múltiple: en su Palabra, en la Eucaristía, pero también en el amor que une a los cristianos, si lo practican con docilidad a su gracia.
Jesús habla de un «mandamiento nuevo». ¿Cuál es la novedad de este mandamiento? Dios había dado ya el mandamiento del amor en el Antiguo Testamento, como recuerda el mismo Jesús al letrado que le había preguntado por el primer mandamiento de la ley: «Amarás al Señor tu Dios de todo corazón, con toda el alma, con toda tu mente. Este es el precepto más importante; pero el segundo es equivalente: Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mateo 22,37-39; cf. Marcos 12,29-30).
Este mandamiento del amor, que existía ya en el Antiguo Testamento, se ha vuelto nuevo, por cuanto Jesús le ha aportado un añadido muy importante: «amaos unos a otros como yo os he amado». Lo nuevo es precisamente este «amar como Jesús ha amado».
No podía haber un modelo tan perfecto de amor en el Antiguo Testamento. En efecto, el primer Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que se limitaba a formular el precepto de amar. Jesús, en cambio, nos ha dado un modelo, se nos ha dado a sí mismo como modelo de amor.
Se trata de un amor generosísimo, sin límites, de un amor universal, de una actitud capaz de transformar incluso las circunstancias negativas y todos los obstáculos en ocasión de progreso en el amor.
Nunca se había presentado una situación tan contraria al amor como aquélla en la que Jesús se encontró en su pasión: rechazado por todos, escarnecido, condenado, ajusticiado. Y, sin embargo, la transformó en ocasión del amor más grande.
Jesús, al darnos el mandamiento nuevo, nos pide que sigamos su ejemplo. Naturalmente, nosotros no somos capaces de hacerlo contando sólo con nuestras propias fuerzas. Somos demasiado débiles, demasiado limitados; hay siempre en nosotros una resistencia al amor: la incapacidad de superar los obstáculos; en nuestra vida hay también muchas dificultades que se oponen al amor y provocan divisiones, resentimientos, rencores y odios. Sin embargo, el mismo Señor nos ha prometido que estará presente en nuestro corazón, haciéndonos capaces de este amor generosísimo, que supera todos los obstáculos.
Si permanecemos unidos al corazón de Jesús, podremos amar de este modo. Amar a los otros como Jesús los ha amado sólo es posible con la fuerza de amor que se nos comunica en la Eucaristía. Cuando recibimos a Cristo en nuestro corazón, recibimos su corazón, repleto de un amor generosísimo, que va hasta la entrega total de sí mismo.
Y Jesús concluye: «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros». La marca distintiva del cristiano es el amor fraterno, vivido a ejemplo de Jesús, con su gracia.
No basta con haber sido bautizados para ser verdaderos discípulos de Jesús: es preciso imitar su ejemplo con generosidad, siguiendo la inspiración de la gracia, y con la fuerza que nos viene de su amor.
Sabemos que, en los primeros siglos, los paganos se maravillaban del comportamiento de los cristianos, porque notaban que reinaba entre ellos un amor fraterno muy fuerte, generoso, y decían admirados: « ¡Mirad cómo se aman!». Nosotros debemos desearnos mutuamente poder suscitar también hoy entre nuestros contemporáneos esta admiración con nuestro amor recíproco en nuestras familias, en nuestra parroquia, en el medio en el que trabajemos.
Debemos desearnos mutuamente poder ser reconocidos como discípulos de Jesús, convirtiendo nuestra vida en una continua manifestación de amor, no sólo de palabra, sino con hechos.
Si vivimos de este modo, poseeremos la alegría de Jesús. Él ha querido siempre comunicarnos su alegría. Y el gran secreto para tener su alegría en nosotros es dejar que su gracia obre en nosotros, supere todos los obstáculos, transformándolos en ocasión de progreso en el amor.
La primera lectura nos presenta un modo particular de glorificación de Jesús: por medio del apostolado y de sus frutos.
Pablo y Bernabé concluyen su primer viaje apostólico por Asia Menor. Vuelven a las ciudades ya visitadas y animan a los discípulos, exhortándoles a permanecer firmes en la fe, porque, como ellos dicen, «hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios».
La vida cristiana no es fácil: es preciso hacer frente a muchas dificultades, muchas tribulaciones; pero con la gracia de Dios y con la fuerza del Resucitado es posible superarlas. Así vivían los primeros cristianos, como nos recuerda este mismo pasaje de los Hechos de los Apóstoles.
Una vez de vuelta en Antioquía, Pablo y Bernabé cuentan a la comunidad «lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe». Todo esto es fruto de la resurrección de Jesús.
Fue el amor universal de Cristo resucitado el que impulsó a los apóstoles a difundir la palabra de Dios entre los paganos. Así, a través de ellos, Dios realizó grandes cosas. En particular, manifestó la fuerza universal del amor de Cristo abriendo a los paganos la puerta de la fe.
El Resucitado posee una fuerza de amor que supera todo límite, no se detiene ante ningún obstáculo y quiere reunir a toda la humanidad en un solo pueblo, en una sola Iglesia.
La segunda lectura nos muestra el resultado final de la resurrección de Jesús, que es «la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo».
El objeto de nuestra esperanza es llegar a reunirnos todos en el amor de Cristo, en el amor recíproco, para gloria de Cristo y de Dios. Se trata de una esperanza extraordinaria, porque, como dice el Apocalipsis, Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado». La resurrección de Jesús ha puesto en movimiento un dinamismo que se encamina hacia esta maravillosa realización.
El fragmento del Apocalipsis acaba con la afirmación: «Y el que estaba sentado en el trono dijo: “Ahora hago el universo nuevo”».
Lo primero verdaderamente nuevo que ha hecho Dios ha sido la resurrección de Jesús, su glorificación celestial. Esta es el comienzo de toda una serie de cosas nuevas, en las que también participamos nosotros.
Cosas nuevas son, según el Apocalipsis, un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos ni tensiones, no hay rencor alguno ni odio, sino sólo el amor que viene de Dios y que lo transforma todo.
Acojamos este domingo el mandamiento del amor como presencia de Cristo en nuestros corazones. Acojamos la fe en el Cristo resucitado, que suscita un dinamismo intenso de esperanza y de amor.
Comentario del Santo Evangelio Jn 13,31-35, de Joven para Joven. Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él.
Jesús habla en la situación narrativa real. Porque Judas se ha ido, puede comenzar ahora su glorificación; tendrá lugar dentro del más breve tiempo. Tiene que ver con el encargo de su Padre, pues El mismo está implicado en este proceso de glorificación. Jesús «tiene» que hacerlo, aunque ello signifique la despedida de sus discípulos; «Hijos míos» los llama Jesús. Ellos no lo podrán seguir en ese viaje. Pero él les deja un mandato: así como Jesús los ha amado, así deben obrar también ellos recíprocamente. El amor, el amor recíproco, une a Jesús y a sus discípulos mutuamente.
Tres temas, entonces, son tratados. Comienza con una comparación entre el Padre y el Hijo del Hombre (13,3 1-32). Se da entre ellos una suerte de intercambio: en el Hijo del Hombre el Padre será glorificado y el Padre, entonces, volverá a glorificar nuevamente al Hijo del Hombre. Se trata también de dos tiempos: ya ha sucedido, y sucederá. Las frases remiten retrospectivamente a la escena de los griegos (en 12,23 y 12,28), donde también se usan tanto el perfecto como el futuro: «La hora de la glorificación ya ha llegado y llegará todavía». En sus palabras y acciones Jesús ha dado gloria a Dios, y Dios se la ha dado a Jesús por cuanto que le ha permitido hacer esas obras. Ahora viene un nuevo momento de esta honra recíproca: el glorioso viaje de Jesús de nuevo hacia el Padre.
Este viaje «celestial» es el segundo tema: la partida de Jesús hacia un sitio, donde los discípulos-niños no pueden seguirlo (13,33). La referencia retrospectiva es ahora explícita: como Jesús le había dicho a los judíos en la fiesta de las Tiendas que ellos no podían ir adonde él iba (7,33-34; 8,2 1- 22), así le dice ahora esto a sus discípulos. En los diálogos siguientes (pero cf. también 13,1.3) este «ir» y «venir» de Jesús y de su Padre es un tema obligado. Este versículo, entonces, es una preparación temática a lo que se da a partir de ahora.
El tercer tema es el amor en sus distintas modalidades: el amor de Jesús a sus discípulos; el amor recíproco de los discípulos y la relación entre ambos. Amor como un mandamiento y como una característica del grupo de los discípulos de Jesús (13,34-35). También el amor es una temática central en el resto de los diálogos de despedida. Esto ya ha sido introducido temáticamente en las frases iniciales de la escena del banquete (13,1) y alcanzará su punto culminante en el dicho sobre el amor «mayor»: la disposición a dar la vida por los amigos (15,12).
Se trata, por ahora, aún de frases exhortativas. Expresan más claro que nunca que Jesús está solo: me voy y vosotros no podéis seguirme. Pero las frases muestran también cómo Jesús se sabe unido con sus discípulos: el amor nos mantiene unidos, mi amor hacia vosotros y vuestro amor recíproco.
Desde el punto de vista de la comunicación se trata, entonces, de la necesidad de una despedida y de las posibilidades de tratarla: la despedida es un suceso glorioso; el amor permanece y procura que el contacto recíproco se vea siempre renovado, y hace que el grupo permanezca unido.
Elevación Espiritual para este día.
“Os doy un mandamiento nuevo.” Como era de esperar que los discípulos, al oír esas palabras y considerarse abandonados, fueran presa de la desesperación, Jesús les consuela proveyéndoles, para su defensa y protección, de la virtud que está en la raíz de todo bien, es decir, la caridad. Es como si dijera: « ¿Los entristecéis porque yo me voy? Pues si os amáis los unos a los otros, seréis más fuertes». ¿Y por qué no lo dijo precisamente así? Porque les impartió una enseñanza mucho más útil: «Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos». Con estas palabras da a entender que su grupo elegido no hubiera debido disolverse nunca, tras haber recibido de él este signo distintivo. Él lo hizo nuevo del mismo modo que lo formuló. De hecho, precisó: « Como yo os he amado»
Y dejando de lado cualquier alusión a los milagros que hubieran de realizar, dice que se les reconocerá por su caridad. ¿Sabéis por qué? Porque la caridad es el mayor signo que distingue a los santos: es la prueba segura e infalible de toda santidad. Es sobre todo con la caridad como todos conseguimos la salvación. Y en esto consiste principalmente ser discípulo suyo.
Precisamente gracias a la caridad os alabarán todos, al ver que imitáis mi amor. Los paganos, es verdad, no se conmueven tanto frente a los milagros como frente a la vida virtuosa. Y nada educa la virtud como la caridad. En efecto, los paganos llamarán con frecuencia «impostores» a los que obran milagros, pero nunca podrán encontrar nada criticable en una vida íntegra.
Reflexión Espiritual para el día.
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22,37-39). Empiezo a experimentar que un amor a Dios total e incondicionado hace posible un amor al prójimo visible, solícito y atento. Lo que a menudo defino como «amor al prójimo» se muestra con excesiva frecuencia como una abstracción experimental, parcial y provisional, de sólito muy inestable y huidiza. Pero si mi objetivo es el amor a Dios, me es posible desarrollar asimismo un profundo amor al prójimo. Hay otras dos consideraciones que pueden explicarlo mejor.
Antes que nada, en el amor a Dios me descubro a «mí mismo» de un modo nuevo. En segundo lugar, no nos descubriremos sólo a nosotros mismos en nuestra individualidad, sino que descubriremos también a nuestros hermanos humanos, porque es la gloria misma de Dios la que se manifiesta en su pueblo a través de una rica variedad de formas y de modos. La unicidad del prójimo no se refiere a esas cualidades peculiares, irrepetibles de un individuo a otro, sino al hecho de que la eterna belleza y el eterno amor de Dios se hacen visibles en las criaturas humanas únicas, insustituibles, finitas. Es precisamente en la preciosidad del individuo donde se refracta el amor eterno de Dios, convirtiéndose en la base de una comunidad de amor. Si descubrimos nuestra misma unicidad en el amor de Dios y si nos es posible afirmar que podemos ser amados porque el amor de Dios mora en nosotros, podremos llegar entonces a los otros, en los que descubriremos una nueva y única manifestación del mismo amor, entrando en una íntima comunión con ellos.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Hch 14,21-27: Ágabo.
En estos domingos de Pascua la primera lectura de la liturgia está sacada de la segunda obra de Lucas, los Hechos de los Apóstoles. En este escrito los protagonistas de la escena son primero Pedro y después Pablo. Sin embargo, como hemos observado otras veces hablando de personajes presentes en esta obra de Lucas, hay un numeroso grupo de cristianos que aparecen en sus páginas y cuyos nombres están minuciosamente verificados: José Barsabá, Felipe, Judas, Ananías, Esteban, Eneas, Simón el curtidor, Blasto, Manaén, Lucio de Cirene, Dionisio Areopagita, Damaris, Apolo, Aquila, Priscila, Dorcas-Tabita, Silas, Lidia, Eutico, y decenas y decenas más de nombres. Pues nosotros quisiéramos hacer subir ahora al escenario a una de estas figuras, de entre esa masa que hemos mencionado algunas veces sólo por su nombre.
El suyo es un nombre extraño, Ágabo, tal vez la deformación griega de un término semítico. Aparece por primera vez en escena en el capítulo 11 de los Hechos de los Apóstoles y pertenece a una categoría más amplia de «profetas» judeo-cristianos. Con esta denominación se indicaban algunas figuras carismáticas, testigos más fervientes de Cristo, dotados de dones especiales del Espíritu por los que podían escrutar los corazones, pero además intuir los desarrollos futuros de la historia. Cuando san Pablo enumera los «carismas», es decir, los dones especiales del Espíritu, sitúa a la profecía en el segundo lugar, después de la misión apostólica (1Cor 12,28).
Pues bien Ágabo es uno de los «profetas que bajaron de Jerusalén a Antioquía». Pero dejemos hablar a Lucas: «Se levantó uno de ellos, llamado Ágabo, y, movido por el Espíritu, anunció que iba a sobrevenir sobre toda la tierra una gran escasez. Fue la que vino en tiempo de Claudio» (11,28). Así es, porque en torno al 49-50 el Imperio romano sufrió un período de fuerte disminución de la producción agrícola, primero en Grecia y después en Roma y, desde allí en el resto del área mediterránea. El anuncio que hace Ágabo tiene una finalidad caritativa y de solidaridad: así es, porque la más rica comunidad cristiana de Antioquía de Siria (ahora la ciudad es territorio turco) pagó una tasa para sostener a los «hermanos» más pobres de Judea (11,29).
Agabo, sin embargo, no desaparece de este panorama, sino que más adelante vuelve a aparecer cuando Pablo se dirige por última vez a Jerusalén. Al llegar al puerto de Cesarea, se hospeda en casa de un predicador («evangelizador») cristiano, Felipe, uno de los Siete (los llamados «diáconos» entre los que también estaba san Esteban) que tenía cuatro hijas, dotadas también ellas del carisma profético. Ágabo también llega de Judea y, una vez más, se revela como capaz de intuir el futuro, en este caso del apóstol. Este es el relato de los Hechos de los Apóstoles que explica la acción simbólica realizada por Ágabo al estilo de los profetas del Antiguo Testamento, sobre todo de Ezequiel.
«Ágabo tomó el cinto de Pablo, se ató los pies y las manos, y dijo. “Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán en Jerusalén los judíos al hombre de quien es este cinto y lo entregarán en manos de los paganos”, Cuando oímos esto, le suplicamos, tanto nosotros como los de aquel lugar, que no fuera a Jerusalén. Pablo respondió: “¿Qué hacéis llorando y partiéndome el corazón? Yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén, por el nombre de Jesús, el Señor”» (2 1,11-13).
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