9 de Mayo de 2010. MES DEDICADO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA. VI DOMINGO DE PASCUA. ( Ciclo C). 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Catalina de Bolonia vg. Ntra. Sra. de los Desamparados. SS Isaías prof, Hermes Nuevo Testamento, Pacomio ab,
LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 15,1-2.22-29. Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.
Salmo 66 R/. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
Ap 21,10-14,22-23. Me enseñó la ciudad santa , que bajaba del cielo.
O bien: Ap 22,12-14.16-17.20. Ven Señor Jesus.
Jn 14,23-29. El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho.
El libro de los Hechos nos presenta nuevamente la controversia de los apóstoles con algunas personas del pueblo que decían que los no circuncidados no podían entrar en el reino de Dios. Los apóstoles descartaban el planteamiento judío de la circuncisión.
Esta se realizaba a los ocho días del nacimiento al niño varón, a quien sólo así se le aseguraban todas las bendiciones prometidas por ser un miembro en potencia del pueblo elegido y por participar de la Alianza con Dios. Todo varón no circuncidado según esta tradición debía ser expulsado del pueblo, de la tierra judía, por no haber sido fiel a la promesa de Dios (cf. Gn 17,9-12).
El acto ritual de la circuncisión estaba cargado -y aún lo está- de significado cultural y religioso para el pueblo judío. Estaba ligado también al peso histórico-cultural de exclusión de las mujeres, las cuales no participaban de rito alguno para iniciarse en la vida del pueblo: a ellas no se les concebía como ciudadanas.
Para los cristianos la circuncisión ya no es ni será importante. Este rito y tradición ha perdido toda vigencia. Ya no es necesario hacer ritos externos alejados de la justicia y del amor misericordioso de Dios. En el cristianismo hombres y mujeres somos iguales, y en el Bautismo adquirimos todos la dignidad de hijos de Dios y miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Creemos necesario realizar una constante «circuncisión del corazón» (cf. Dt 10,16) para que tanto hombres como mujeres logremos purificarnos del egoísmo, del odio, de la mentira y de todo aquello que nos degenera.
El Apocalipsis nos presenta también una crítica a la tradición judía excluyente. Juan vio en sus revelaciones la nueva Jerusalén que bajaba del cielo y que era engalanada para su esposo, Cristo resucitado. Esta nueva Jerusalén es la Iglesia, triunfante e inmaculada, que ha sido fiel al Cordero y no se ha dejado llevar por las estructuras que muchas veces generan la muerte. Aquí yace la crítica del cristianismo al judaísmo que se dejó acaparar por el Templo, en el cual los varones, y entre éstos especialmente los cobijados por la Ley, eran los únicos que podían relacionarse con Dios; un Templo que era señal de exclusión hacia los sencillos del pueblo y los no judíos.
La Nueva Jerusalén que Juan describe en su libro no necesita templo, porque Dios mismo estará allí, manifestando su gloria y su poder en medio de los que han lavado sus ropas en la sangre del Cordero. Ya no habrá exclusión -ni puros ni impuros-, porque Dios lo será todo en todos, sin distinción alguna.
En el evangelio de Juan, Jesús, dentro del contexto de la Ultima Cena y del gran discurso de despedida, insiste en el vínculo fundamental que debe prevalecer siempre entre los discípulos y él: el amor. Judas Tadeo ha hecho una pregunta a Jesús: “¿por qué vas a mostrarte a nosotros y no a la gente del mundo”? Obviamente, Jesús, su mensaje, su proyecto del reino, son para el mundo; pero no olvidemos que para Juan la categoría “mundo” es todo aquello que se opone al plan o querer de Dios y, por tanto, rechaza abiertamente a Jesús; luego, el sentido que da Juan a la manifestación de Jesús es una experiencia exclusiva de un reducido número de personas que deben ir adquiriendo una formación tal que lleguen a asimilar a su Maestro y su propuesta, pero con el fin de ser luz para el “mundo”; y el primer medio que garantiza la continuidad de la persona y de la obra de Jesús encarnado en una comunidad al servicio del mundo, es el amor. Amor a Jesús y a su proyecto, porque aquí se habla necesariamente de Jesús y del reino como una realidad inseparable.
Ahora bien, Jesús sabe que no podrá estar por mucho tiempo acompañando a sus discípulos; pero también sabe que hay otra forma no necesariamente física de estar con ellos. Por eso los prepara para que aprendan a experimentarlo no ya como una realidad material, sino en otra dimensión en la cual podrán contar con la fuerza, la luz, el consuelo y la guía necesaria para mantenerse firmes y afrontar el diario caminar en fidelidad. Les promete pues, el Espíritu Santo, el alma y motor de la vida y de su propio proyecto, para que acompañe al discípulo y a la comunidad.
Finalmente, Jesús entrega a sus discípulos el don de la paz: “mi paz les dejo, les doy mi paz” (v. 27); testamento espiritual que el discípulo habrá de buscar y cultivar como un proyecto que permite hacer presente en el mundo la voluntad del Padre manifestada en Jesús. Es que en la Sagrada Escritura y en el proyecto de vida cristiana la paz no se reduce a una mera ausencia de armas y de violencia; la paz involucra a todas las dimensiones de la vida humana y se convierte en un compromiso permanente para los seguidores de Jesús.
PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 15, 1-2. 22-29
Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables
En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia.
Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsaba y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y les entregaron esta carta: "Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo.
Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. En vista de esto, mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 66
R/.Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. R.
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra. R.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe. R.
SEGUNDA LECTURA.
Apocalipsis 21, 10-14. 22-23
Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo
El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios.
Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido.
Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel.
A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas.
La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.
Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero.
La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Juan 14, 23-29
El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y vuelvo a vuestro lado." Si me amárais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo."
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 15,1-2.22-29. Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.
Salmo 66 R/. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
Ap 21,10-14,22-23. Me enseñó la ciudad santa , que bajaba del cielo.
O bien: Ap 22,12-14.16-17.20. Ven Señor Jesus.
Jn 14,23-29. El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho.
El libro de los Hechos nos presenta nuevamente la controversia de los apóstoles con algunas personas del pueblo que decían que los no circuncidados no podían entrar en el reino de Dios. Los apóstoles descartaban el planteamiento judío de la circuncisión.
Esta se realizaba a los ocho días del nacimiento al niño varón, a quien sólo así se le aseguraban todas las bendiciones prometidas por ser un miembro en potencia del pueblo elegido y por participar de la Alianza con Dios. Todo varón no circuncidado según esta tradición debía ser expulsado del pueblo, de la tierra judía, por no haber sido fiel a la promesa de Dios (cf. Gn 17,9-12).
El acto ritual de la circuncisión estaba cargado -y aún lo está- de significado cultural y religioso para el pueblo judío. Estaba ligado también al peso histórico-cultural de exclusión de las mujeres, las cuales no participaban de rito alguno para iniciarse en la vida del pueblo: a ellas no se les concebía como ciudadanas.
Para los cristianos la circuncisión ya no es ni será importante. Este rito y tradición ha perdido toda vigencia. Ya no es necesario hacer ritos externos alejados de la justicia y del amor misericordioso de Dios. En el cristianismo hombres y mujeres somos iguales, y en el Bautismo adquirimos todos la dignidad de hijos de Dios y miembros del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Creemos necesario realizar una constante «circuncisión del corazón» (cf. Dt 10,16) para que tanto hombres como mujeres logremos purificarnos del egoísmo, del odio, de la mentira y de todo aquello que nos degenera.
El Apocalipsis nos presenta también una crítica a la tradición judía excluyente. Juan vio en sus revelaciones la nueva Jerusalén que bajaba del cielo y que era engalanada para su esposo, Cristo resucitado. Esta nueva Jerusalén es la Iglesia, triunfante e inmaculada, que ha sido fiel al Cordero y no se ha dejado llevar por las estructuras que muchas veces generan la muerte. Aquí yace la crítica del cristianismo al judaísmo que se dejó acaparar por el Templo, en el cual los varones, y entre éstos especialmente los cobijados por la Ley, eran los únicos que podían relacionarse con Dios; un Templo que era señal de exclusión hacia los sencillos del pueblo y los no judíos.
La Nueva Jerusalén que Juan describe en su libro no necesita templo, porque Dios mismo estará allí, manifestando su gloria y su poder en medio de los que han lavado sus ropas en la sangre del Cordero. Ya no habrá exclusión -ni puros ni impuros-, porque Dios lo será todo en todos, sin distinción alguna.
En el evangelio de Juan, Jesús, dentro del contexto de la Ultima Cena y del gran discurso de despedida, insiste en el vínculo fundamental que debe prevalecer siempre entre los discípulos y él: el amor. Judas Tadeo ha hecho una pregunta a Jesús: “¿por qué vas a mostrarte a nosotros y no a la gente del mundo”? Obviamente, Jesús, su mensaje, su proyecto del reino, son para el mundo; pero no olvidemos que para Juan la categoría “mundo” es todo aquello que se opone al plan o querer de Dios y, por tanto, rechaza abiertamente a Jesús; luego, el sentido que da Juan a la manifestación de Jesús es una experiencia exclusiva de un reducido número de personas que deben ir adquiriendo una formación tal que lleguen a asimilar a su Maestro y su propuesta, pero con el fin de ser luz para el “mundo”; y el primer medio que garantiza la continuidad de la persona y de la obra de Jesús encarnado en una comunidad al servicio del mundo, es el amor. Amor a Jesús y a su proyecto, porque aquí se habla necesariamente de Jesús y del reino como una realidad inseparable.
Ahora bien, Jesús sabe que no podrá estar por mucho tiempo acompañando a sus discípulos; pero también sabe que hay otra forma no necesariamente física de estar con ellos. Por eso los prepara para que aprendan a experimentarlo no ya como una realidad material, sino en otra dimensión en la cual podrán contar con la fuerza, la luz, el consuelo y la guía necesaria para mantenerse firmes y afrontar el diario caminar en fidelidad. Les promete pues, el Espíritu Santo, el alma y motor de la vida y de su propio proyecto, para que acompañe al discípulo y a la comunidad.
Finalmente, Jesús entrega a sus discípulos el don de la paz: “mi paz les dejo, les doy mi paz” (v. 27); testamento espiritual que el discípulo habrá de buscar y cultivar como un proyecto que permite hacer presente en el mundo la voluntad del Padre manifestada en Jesús. Es que en la Sagrada Escritura y en el proyecto de vida cristiana la paz no se reduce a una mera ausencia de armas y de violencia; la paz involucra a todas las dimensiones de la vida humana y se convierte en un compromiso permanente para los seguidores de Jesús.
PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 15, 1-2. 22-29
Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables
En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre la controversia.
Los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsaba y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y les entregaron esta carta: "Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo.
Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. En vista de esto, mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 66
R/.Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. R.
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra. R.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe. R.
SEGUNDA LECTURA.
Apocalipsis 21, 10-14. 22-23
Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo
El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios.
Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido.
Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel.
A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas.
La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.
Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero.
La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Juan 14, 23-29
El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y vuelvo a vuestro lado." Si me amárais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 15,1-2.22-29.
La difusión del Evangelio entre los paganos pone, casi de inmediato, a la Iglesia naciente frente al grave problema de su relación con la ley de Moisés: ¿qué valor sigue teniendo la Torá, con todas sus prescripciones cultuales, después de Cristo? Esto lleva a la Iglesia a sentir la necesidad de hacer frente a algunas cuestiones fundamentales para su misma vida y para su misión evangelizadora.
Con la asamblea de Jerusalén tiene lugar el primer concilio «ecuménico»: un acontecimiento de importancia central, paradigmática para la Iglesia de todos los tiempos. De su éxito dependían la comunión interna y su difusión. Es, en efecto, el deseo de comunión interna en la verdad lo que impulsa a la comunidad de Antioquía, que era donde surgió el problema, a enviar a Bernabé y Pablo a Jerusalén para consultar a «los apóstoles y demás responsables» (v. 2). La Iglesia-madre los recibe y discute animadamente el problema (vv. 4-7a). La intervención de Pedro, el informe de Bernabé y Pablo, que atestiguan las maravillas realizadas por Dios entre los paganos, y, por último, la palabra autorizada de Santiago, responsable de la Iglesia de Jerusalén, ayudan a discernir los caminos del Espíritu (v. 28). Bajo su guía, llegan a un acuerdo pleno “dos apóstoles y demás responsables, de acuerdo con el resto de la comunidad, decidieron...”: vv. 22-25), dado a conocer en un documento oficial donde afirman que no se puede imponer las «observancias judías» a los pueblos paganos.
En cierto sentido, como Jesús recogió todos los preceptos en el único mandamiento del amor, ahora las distintas prescripciones de orden cultual han sido «superadas» en lo que corresponde a la letra, para hacer emerger lo esencial, o sea, la necesidad del camino de conversión, la muerte al pecado. Si aún subsisten algunas normas no es tanto por su valor en sí mismas, cuanto por favorecer la serena convivencia eclesial entre judeocristianos y paganos convertidos. La historia no procede sólo por principios abstractos, sino que requiere discernimiento, que es la sabiduría de esperar el momento oportuno para proponer cambios, de modo que sirvan para el crecimiento y no sean causa de divisiones más graves.
Comentario Salmo 66
Este salmo es una mezcla de diversos tipos: súplica colectiva (2- 3), himno de alabanza (4.6) y acción de gracias colectiva (5.7-8). Nosotros lo consideraremos como un salmo de acción de gracias colectiva. El pueblo da gracias a Dios después de la fiesta de la Recolección, y toma conciencia de que él es el Señor del mundo.
El estribillo, que se repite en los versículos 4 y 6, divide el salmo en tres partes: 2-3; 5; 7-8. La primera (2-3) es una súplica. El pueblo le pide a Dios que tenga piedad y lo bendiga, exponiendo el motivo de esta petición, a saber, que se conozcan en la tierra los caminos de Dios y que todas las naciones tengan noticia de su salvación. La expresión «iluminar el rostro sobre alguien» significa mostrar benevolencia, mostrarse favorable. Tal vez tenga que ver con los instrumentos que empleaban los sacerdotes para echar las suertes. Si quedaba a la vista el lado pulido de la chapa o la moneda, entonces Dios estaría haciendo brillar su rostro, es decir, sería propicio. Aquí aparecen ya algunos de los términos más importantes de todo el salmo: Señor (Dios), bendición, naciones, tierra (las otras son: mundo, juzgar, gobernar).
El estribillo (4,6) formula un deseo de alcance universal: que toda la humanidad (los pueblos) alaben al Dios de Israel.
La segunda parte (5) presenta el tema central: Dios juzga al mundo con justicia, juzga a los pueblos con rectitud y gobierna las naciones de la tierra.
En la tercera parte (7-8) se muestra uno de los resultados de la bendición de Dios: la tierra ha dado su fruto. Y también se expresa un deseo: que esa bendición continúe y llegue a todo el mundo, que temerá a Dios (8).
Este salmo está muy bien estructurado: un estribillo, repetido en dos ocasiones, y dos partes que se corresponden muy bien entre sí. De hecho, si comparamos la primera parte (2-3) con la última (7-8), podemos darnos cuenta de que tienen elementos en común: Dios, la tierra (3 y 8b) y el tema de la bendición (2a y 7b). La segunda parte (5) no se corresponde con las Otras dos. Tenemos, pues, el siguiente cuadro: en el centro, como eje o motor del salmo, la segunda parte (5). Por delante y por detrás, el estribillo (4.6). En los extremos, la primera parte (2-3) y la tercera (7-8). Lo que podemos interpretar del siguiente modo: Dios juzga al mundo y a los pueblos con justicia y con rectitud, y gobierna a las naciones de la tierra (5); por eso lo alaban todos los pueblos (4.6); Dios ilumina con su rostro (su rostro brilla) (2), sus caminos son conocidos (3) y su bendición se traduce en que la tierra produce frutos abundantes (7).
Cuando nos encontramos con una estructura semejante, tenernos que acudir al eje central para encontrar el sentido del salmo. Se trata de un movimiento desde dentro hacia fuera.
Este salmo pone de manifiesto las conquistas que fue realizando el pueblo de Dios a lo largo de su caminar. En un primer momento, se creía que existían muchos dioses, uno o más por cada pueblo o nación, Con el paso del tiempo, sin embargo, Israel fue tomando conciencia de que, en realidad, existe un solo Dios, Señor de todo y de todos, y así lo enseñó a otros pueblos. El Señor no es sólo el Dios de Israel, sino el Dios de toda la humanidad. Israel tuvo que llegar al convencimiento de ello para poder enseñárselo a los demás pueblos. Por eso, en este salmo, se habla tanto de “naciones”, «pueblos», «mundo» y «tierra». Se había superado —o se estaba en proceso de superación— un conflicto «religioso» o «teológico». No existen muchos dioses. Sólo hay uno y no puede ser exclusivo de Israel. Todos los pueblos y naciones están invitados a aclamar a este Dios.
El contexto en el que se sitúa este salmo es el de la fiesta de la Recolección (7). El pueblo acaba de cosechar el cereal y, por eso, acude al templo para dar gracias. De ahí que este salmo sea una acción de gracias colectiva. Una cosecha abundante es signo de la bendición divina, una bendición que engendra vida para el pueblo. Así, Israel confiesa que su Dios está vinculado a la tierra y a la vida, convirtiendo la tierra en el seno donde brota la vida. Pero, por causa de la tierra, Israel se preguntaba: ¿Acaso Dios, Señor de la vida y de la tierra, es Dios solamente para nosotros? ¿No será también el Dios de todos los pueblos? De este modo, surge el tema central del salmo (5). Dios juzga al mundo con justicia, juzga a los pueblos con rectitud y gobierna las naciones de la tierra. Es el señor de todo el mundo y de todos los pueblos. Así, la justicia se irá implantando en todas las relaciones internacionales, de modo que todos los pueblos puedan disfrutar de las bendiciones de Dios que, en este salmo, se traducen en una cosecha abundante.
Partiendo de la recolección de los frutos de la tierra, este salino llega a la conclusión de que Dios es Señor de todos los pueblos y de todas las naciones, y que Dios reparte sus bendiciones entre todos. Este salmo está muy lejos de la mentalidad imperialista que, en nombre de Dios, pretende que todo el mundo se someta a una nación determinada. El es el único que gobierna la tierra, el único capaz de juzgar al mundo y a los pueblos con justicia y con rectitud (5).
Se trata, una vez más, del Dios de la Alianza, pero esto no es algo exclusivo de Israel, no se trata de un privilegio suyo. El es el Dios de todos los pueblos. Los juzga con justicia y rectitud. Todos los pueblos lo aclaman; y el resultado de ello es la vida que brota de la tierra. En la Biblia, la bendición es sinónimo de fecundidad. Además de lo dicho, se trata de un Dios profundamente vinculado a dos realidades: la justicia y la tierra que da su fruto. La tierra, al producir (para todos), le ha brindado a Israel la posibilidad de descubrir que Dios es el Señor del mundo y de los pueblos, sin imperialismos, sin que un pueblo tenga que dominar sobre otros. Todos los pueblos se encuentran en torno al único Dios, aclamándolo y disfrutando de su bendición, que toma cuerpo en la fecundidad de la tierra.
En el Nuevo Testamento, además de lo que ya hemos dicho a propósito de otros salinos de acción de gracias colectiva, puede ser bueno fijarse en cómo Jesús se relacionó con los que no pertenecían al pueblo de Dios, y cómo ellos creyeron en Jesús, tratándolo con cariño (por ejemplo, Lc 7,1-10; Jn 4,1-42).
Hay que rezarlo juntos, soñando con la justicia internacional, con la fraternidad entre los pueblos, con las conquistas en la lucha por la posesión de la tierra. Podemos rezarlo cuando queremos dar gracias por el don de la tierra...
Otros salmos de acción de gracias colectiva: 65; 66; 68; 118; 124.
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 21,10-14.22-23
Con la visión de la Jerusalén celestial concluye el libro del Apocalipsis y llega a su final toda la revelación bíblica. En claro contraste con la visión precedente de la ciudad del mal, Babilonia la prostituta, y con el castigo a que es sometida (capítulos 17s), describe Juan ahora la espléndida realidad que «bajaba del cielo», es decir, como don divino: Jerusalén, la esposa del Cordero, la ciudad santa. En ella se manifiesta la misma belleza de Dios, y el fulgor iridiscente que emana de ella es semejante al suyo (v. 11; cf. 4,3).
La perfección de la ciudad está descrita con imágenes tomadas de los profetas (Ez 40,2; Is 54,11s; 60,1-22; Zac 14; etc.) e incrustadas en una síntesis nueva y más elevada. Tres elementos simbólicos recuerdan su edificación: la muralla, las puertas y los pilares. La muralla indica delimitación, carácter compacto, seguridad, pero no clausura. En efecto, a cada lado, hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales, se abren tres puertas (cf. Ez 48,30-35), por las que entran en la ciudad todos los pueblos de la tierra, llegando a constituir el único pueblo de Dios, al que se entrega la revelación. Por otra parte, en las puertas están escritos los nombres de las doce tribus de Israel y son custodiadas por doce ángeles, mediadores de la ley antigua (vv. 12s). Los pilares de las murallas son los apóstoles de Cristo crucificado y resucitado, sobre cuyo testimonio se edifica la Iglesia (Ef. 2,19s).
Ahora bien, en la ciudad falta el lugar santo por excelencia, el templo, que hacía de la Jerusalén terrena «la ciudad santa». Esta aparente falta constituye su mayor «plenitud»: el Todopoderoso y el Cordero son el Templo. El encuentro con Dios no se realiza ya en un lugar particular con exclusión de todos los demás. El encuentro con Dios en la Jerusalén celestial es una realidad nupcial, una comunión de vida: Dios y el Cordero serán todo en todos (1 Cor 15,28), la Presencia gloriosa de Dios (shekhînah) y del Cristo resucitado es la luz que lo envuelve todo y en la que todos se sumergen (vv. 22-24; cf. Is 60,19s).
Comentario del Santo Evangelio: Juan 14,23-29
Jesús, en la víspera de su partida, consuela a sus discípulos con la promesa de que volverá y se manifestará aún a los que le aman (v. 21b), esto es, a los que guardan sus palabras. El amor a Jesús es caridad activa, arraigada en la fe de que él es el Enviado del Padre, venido a la tierra para revelarlo y anunciar todo lo que le ha oído (v. 24b; cf. 15,15). El que, creyendo, dispone sus días en la obediencia a la Palabra, se vuelve morada de Dios (v. 23) y conoce por gracia —o sea, en el Espíritu— la comunión con el Padre y con el Hijo.
La hora para los discípulos es grave, pero no deben temer quedarse huérfanos. El Padre les enviará al Espíritu Santo como guía para el camino del último tiempo. En efecto, la obra de la salvación está totalmente realizada con la pasión-muerte-resurrección de Cristo. Sin embargo, es preciso que cada uno de nosotros entre en ella y se deje salvar. Esa es la tarea del Espíritu: abrir los corazones de los hombres a la comprensión del misterio divino y moverlos a la conversión. Por obra del Espíritu es como Cristo sigue siendo contemporáneo de cada hombre que nace. Por obra del Espíritu son las Escrituras Palabra viva, dirigida al corazón de cada uno.
El Espíritu tiene la misión de «recordar» y «explicar» todo cuanto Jesús ha dicho y hecho en su vida terrena.
Ese recuerdo y esa explicación no llevan, sin embargo, muy lejos en el tiempo y en el espacio, pero proporcionan una visión profunda sobre el presente, porque es en el presente donde Jesús, el Emmanuel, está-con-nosotros. El mismo lo afirmó cuando añadió un don a la promesa del Espíritu: “Os dejo la paz, os doy mi propia paz”. Ahora bien, la paz es él mismo. Por eso es diferente de la que el mundo puede ofrecer: es una persona, es vida eterna, es amor. Volvemos así al principio: Jesús habita en el corazón del hombre para hacerle capaz de amar; el hombre, amando, se abre cada vez más a Dios y se vuelve cooperador de la salvación, irradiación de paz y profecía del cielo con él.
A nosotros —siempre inquietos e inseguros, incluso cuando levantamos la voz para hacernos valer— nos da hoy Jesús su paz, diferente a la que da el mundo, quizás diferente a la que queremos. A buen seguro, más preciosa para el tiempo y para la eternidad. Del mismo modo que en la última cena entregó su corazón y todos los tesoros encerrados en él a sus discípulos, así hace con nosotros hoy, ofreciéndonos la clave de su paz y dejándonos entrever su desenlace. La clave de la paz es el amor, adhesión concreta a su Palabra, que hace de nosotros morada de Dios. Y el desenlace es, ya desde ahora, la alegría. ¡Sencillo y arduo programa! Sin embargo, está a nuestro alcance, porque nos ha entregado al Espíritu Santo, memoria viviente de Jesús, lámpara para los pasos de nuestro camino y vigor en la fatiga del compromiso cristiano.
Si abrimos la puerta del corazón a la paz del Señor, la mayoría de las veces se produce, al principio, un alboroto en nuestro mundo interior: creíamos que los otros ya no nos fastidiarían o molestarían más; pensábamos que el Espíritu nos había calmado del todo; y, sin embargo... Su paz es un dinamismo de amor, no una quietud estática: si le abrimos la puerta del corazón, podrán entrar en él todos los hermanos, con todas sus preguntas apremiantes. Pensábamos que al menos nos sentiríamos ricos por dentro para dar y, sin embargo, seguimos igual de pobres. Es entonces cuando el «Padre de los pobres», el Espíritu Santo, se vuelve Paráclito en nosotros y nos enseña, antes que nada, a escuchar sin preconceptos y sin presunciones (porque somos pobres) a los otros; a recordar la Palabra de Jesús, que se vuelve en nosotros luz que indica el camino de la paz a los hermanos. Es un poco lo que sucedió también hace dos mil años en el concilio de Jerusalén... Se trata de una obra continua, pues la paz de Jesús, ofrecida al corazón de cada discípulo, debe propagarse por el mundo: a él está destinada, en efecto, una meta de alegría y de gloria celestial, que es don de Dios. Pero a nosotros se nos ha dado la tarea de prepararla desde ahora.
Comentario del Santo Evangelio: (Jn 14,22-31), para nuestros Mayores. No están abandonados.
En el hombre suscita un miedo atávico el hecho de sentirse hasta la muerte a merced de fuerzas frecuentemente amenazadoras, de tener que afrontarlas por sí solo, de verse privado de ayuda y de defensa. Es este un miedo que, ante la muerte de Jesús, perturba a sus discípulos. Jesús, sin embargo, no se cansa de intentar que comprendan su situación en el sentido adecuado y de mostrarles que no están abandonados. El Padre y el Hijo vendrán a ellos y morarán con ellos (14,23-24). El Espíritu Santo los acompañará y los instruirá (14,25-26). Jesús deja a los discípulos su paz (14,27). El hecho mismo de que se vaya es un motivo para alegrarse (14,28). Lo que él les anuncia de manera anticipada debe ayudar su fe (14,29) y su muerte debe mostrar al mundo hasta qué punto ama él al Padre (14,30-3 1). Para todos los creyentes es de fundamental importancia acoger esta visión de las cosas y asumirla.
Una vez más afirma Jesús que es necesario el amor hacia él, que uno se ha de atenerse a su anuncio y reconocer con fe todo cuanto él ha reivindicado (cf. 14,15.2 1). No sólo los primeros discípulos, sino todo el que cree en él y le ama, vinculándose a él por este camino, se dispone a la venida del Padre y del Hijo, que harán morada en él y permanecerán de manera estable con él. Jesús repite continuamente: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (16,32; cf. 8,29). Esto vale también para el que ama a Jesús: él no está solo, no está perdido y abandonado a sí mismo; aunque de manera invisible, Jesús y el Padre están con él. Debe saber siempre, incluso en la aflicción de la muerte, que Jesús y el Padre están a su lado, que nunca le dejan solo en la tribulación. La comunión con Jesús y con el Padre no comienza sólo cuando somos acogidos en la casa del Padre (14,2-3), sino que es ya ahora una realidad y se completará con la visión de la gloria.
Jesús recuerda una vez más que vendrá el Espíritu Santo (cf. 14,16-17); el Padre lo enviará a petición suya. El deja a los discípulos su palabra, su mensaje y aquello que él reivindica. Estos seguirán siendo los elementos que dan acceso a él. Pero los discípulos y todos los creyentes no se verán abandonados a sus propias fuerzas para comprender su palabra; tendrán la ayuda del Espíritu Santo. Su asistencia eficaz se manifestará a la hora de enseñar a comprender la palabra de Jesús. El Espíritu Santo no traerá una enseñanza nueva. Efectivamente, toda la revelación se ha manifestado ya en Jesús. Toda la acción del Espíritu Santo hará referencia a lo que Jesús ha dicho, explicándolo a los discípulos. Instruidos por él, ellos podrán seguir todavía mejor la palabra de Jesús y prepararse para la comunión con el Padre y el Hijo.
Jesús no deja a los discípulos en situación de orfandad (14,18), es decir, abandonados, llenos de miedo, sin ayuda y protección. Les deja y les da su paz. Deja a los discípulos con una paz, con una seguridad y una protección que sólo pueden venir de él. Esta paz no es simplemente una palabra; se apoya sobre el anuncio hecho por Jesús, sobre la comunión con el Padre y con el Hijo y sobre la presencia del Espíritu Santo. Tal comunión es el lugar de la seguridad y de la protección. Si Dios está con nosotros, ¿quién puede constituir un peligro para nosotros y erguirse contra nosotros? Esta comunión elimina preocupaciones, miedo e inseguridad, tanto más cuanto más sea vivida y experimentada en la fe. Puesto que sólo Jesús nos permite acceder a la comunión con el Padre, sólo él puede darnos esta paz.
El amor hacia Jesús impulsa a los discípulos a observar su palabra (14,15. 21.23). Debería impulsarles también a alegrarse por su partida. En efecto, con su muerte, Jesús vuelve a la casa del Padre (13,1). Para él no hay gozo mayor que el originado por la comunión perfecta con el Padre. Esto debería valer también para sus discípulos. La comunión con el Padre y con el Hijo, que les es dada desde ahora, constituye el fundamento de su paz. La unión perfecta del Hijo con el Padre es el fundamento más firme de su gozo.
Jesús alcanza el punto final y la meta de su camino sobre la tierra. Estar junto al Padre también como Verbo hecho carne significa para él la plenitud de la bienaventuranza. Su gozo debería ser también el gozo de sus discípulos. Ellos deberían alegrarse también por sí mismos. Que Jesús haya alcanzado la meta es para ellos garantía de que también ellos la alcanzarán, cuando sean acogidos por él en su bienaventuranza (14,3).
El hecho de que Jesús desvele todo esto a los discípulos no debe inquietarlos; debe, por el contrario, fortificar su fe en él. Para ellos significa ante todo hacer suya la concepción que él tiene de los acontecimientos, reconocer su muerte como retorno al Padre y observar su palabra con una confianza incondicionada. Su muerte podría parecer la victoria del príncipe de este mundo y de los poderes de las tinieblas, el triunfo de sus adversarios, que se han cerrado a él y, llevándole a la muerte, cumplen la obra del demonio (8,40-41). Pero Jesús no es avasallado por una fuerza externa, contra su propia voluntad. El asume voluntariamente su propia muerte, porque así lo ha establecido el Padre para él (10,18). Su muerte es un signo de su amor al Padre, que se manifiesta en la obediencia a todo lo que ha sido dispuesto para él. Si el mundo ha de saber reconocer esto, mucho más han de saberlo hacer los discípulos de Jesús. Creyendo, ellos deben comprender que la muerte de Jesús, que tanto les inquieta, es su retorno al Padre y la expresión perfecta de su amor al Padre. Si observan los mandamientos de Jesús, demostrándole así su amor, ellos siguen su ejemplo. Efectivamente, de este modo es como él se comporta en relación con el Padre (cf. 15,10).
Todo depende de cómo se vean las cosas. Vista desde el exterior, la muerte de Jesús parece catástrofe y aniquilación. Pero quien observa la palabra de Jesús, no pierde la seguridad a causa de su muerte, sino que se ve confirmado en su fe y en el gozo por su victoria.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 14,23-29, de Joven para Joven. “El que me ama Guardará mi palabra”.
El evangelio de este domingo contiene promesas maravillosas de intimidad extraordinaria con el Padre, con Jesús y con el Espíritu Santo. Jesús anuncia en el discurso que siguió a la Cena: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él».
La vida cristiana es una vida vivida en la intimidad con Dios y teniendo a Dios como huésped interior. Debemos ser conscientes de este privilegio del que gozamos. El amor a Jesús nos impulsa a observar su palabra; la consecuencia es que el Padre nos ama y, junto con Jesús, viene a nosotros, hace morada en nosotros.
La comunión eucarística manifiesta esta morada divina en nosotros y la refuerza. Nunca estamos solos: Dios está siempre con nosotros, porque se ha dignado habitar en nosotros. Nunca habríamos podido imaginar un privilegio tan grande. Somos templo de Dios, como dice Pablo en sus Cartas (cf. 1 Corintios 3,16-17; 6,19; 2 Corintios 6,16; Efesios 2,21).
Naturalmente, esta morada divina requiere de nosotros un respeto profundo y una docilidad sincera. No podemos disgustar a nuestros huéspedes interiores, sino que debemos vivir en armonía con ellos: una armonía llena de confianza y de amor.
Jesús anuncia, a continuación, la venida del Espíritu Santo, a quien llama el Paráclito y que consolará a los discípulos de su ausencia y les proporcionará constantemente ánimos y consuelos interiores.
El Espíritu Santo tiene una función con respecto a nuestra intimidad con Jesús y con el Padre. Viene a nosotros. En efecto, como puede penetrar en todas partes, penetra también en nosotros.
Dice Jesús: «El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo tiene la tarea de interiorizar la enseñanza de Jesús.
Los discípulos oían la enseñanza de Jesús durante su vida pública, pero a menudo no le comprendían, porque tenían el corazón endurecido. No basta con oír con las orejas: es preciso que el mensaje encuentre acogida en nuestro corazón. Y esto no tuvo lugar en los discípulos antes de la pasión de Jesús. Sin embargo, Jesús nos ha obtenido, por medio de su pasión y resurrección, el Espíritu Santo, que viene a nosotros para proporcionarnos un conocimiento interior de la enseñanza de Jesús.
El Espíritu Santo nos proporciona el gusto por las cosas espirituales. El hombre natural aprecia las cosas y las ventajas materiales: el dinero, la riqueza, los placeres..., pero no es capaz de apreciar las cosas espirituales: la fe en Cristo, la vida de unión con él, incluso a través de los sufrimientos de la vida, el amor auténtico. Estas realidades sólo nos las hace apreciar el Espíritu Santo.
Él nos enseña la docilidad interior a la voluntad de Dios, haciéndonos comprender que ésta es la expresión del amor de Dios, y que, en consecuencia, no hay nada más grande que ella para nosotros.
La Iglesia nos prepara con este fragmento evangélico para la fiesta, ahora próxima, de Pentecostés, sugiriéndonos que seamos cada vez más dóciles al Espíritu Santo, a fin de que lleguemos a ser verdaderamente cristianos en lo más profundo de nuestro ser. Esto implica un prolongado ejercicio, un continuo dinamismo.
Jesús anuncia después: «La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo». La paz, don de Cristo resucitado, es un don interior. No se trata de la ausencia de conflictos exteriores, sino de armonía interior, que resulta de nuestra conformidad con Dios, de la reconciliación que ha llevado a cabo Jesús por medio de su pasión.
La paz que Jesús nos da «es una paz que sobrepasa toda inteligencia» (Filipenses 4,7). No es la paz que da el mundo. Como vemos a diario, el mundo no es capaz de dar una paz verdadera: da una paz frágil, exterior, destruida muy pronto por un montón de conflictos. Jesús, en cambio, nos da una paz que resiste incluso a las circunstancias más adversas.
«Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde.» Cuando estamos de acuerdo con la voluntad de Cristo, gozamos de una paz que nada puede turbar. Quien está con el Señor se encuentra en la paz, no teme nada, porque hasta las circunstancias más negativas y difíciles se convierten para él en ocasión de ahondamiento en la paz interior y en el amor.
En la primera lectura vemos cómo la Iglesia apostólica recupera la paz, después de que durante cierto tiempo esta paz pareciera comprometida.
Los cristianos de Antioquía procedían de naciones paganas. Se habían adherido a Cristo con fe y vivían en la caridad. Pero algunos judeocristianos habían venido a turbarlos. Sostenían que era necesario la circuncisión y, con ella, la observancia de todos los preceptos de la ley de Moisés.
Pablo y Bernabé se oponen a esta opinión. Entienden que no corresponde a la voluntad de Dios respecto a los cristianos. Los cristianos procedentes del paganismo no están obligados a entrar en el círculo de los judíos, no tienen que asimilarse a ellos, sino que puede conservar su identidad nacional y cultural en todo lo que no se oponga al culto del verdadero Dios y a la fe en Jesús.
Así las cosas, celebran un concilio en Jerusalén, en el que interviene Pedro, Santiago, Pablo y Bernabé, a fin de resolver el problema La conclusión es que los apóstoles de Jerusalén y toda la Iglesia envían una carta a Antioquía. En ella afirman que no es necesaria la circuncisión. «Nos hemos enterado —dice la carta— de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras». Esta iniciativa había quitado la paz a la comunidad, pero, con la ayuda del Espíritu Santo, se recupera y confirma ahora esa paz.
«Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación». Se trata de algunas cosas necesarias para hacer posible la convivencia entre los cristianos procedentes del paganismo y los procedentes del judaísmo. Por «fornicación» se entienden las uniones conyugales declaradas ilícitas por la ley de Moisés.
Vemos así cómo el Espíritu Santo va haciendo comprender la verdadera enseñanza de Jesús (cf. Juan 14,26) y pone la paz no sólo en el interior de cada cristiano, sino también en el interior de la comunidad.
Nosotros debemos orar para que la Iglesia sea siempre dócil al Espíritu Santo, para que sea guiada por él, a fin de que se mantenga en la luz de Cristo y en la paz de Dios.
La segunda lectura nos presenta una visión sorprendente. El proyecto de Dios para su Iglesia y para toda la humanidad es una ciudad santa, Jerusalén, que baja del cielo y resplandece con la gloria de Dios.
El autor del Apocalipsis intenta describir esta ciudad maravillosa comparándola con las gemas más preciosas. Precisa que tiene doce puertas, con los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel. En consecuencia, esta ciudad está en línea de continuidad con el proyecto de Dios en el Antiguo Testamento.
El autor señala que «el muro tenía doce cimientos que llevaban doce nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero». La ciudad está fundada sobre la persona y sobre el mensaje de los apóstoles.
La Jerusalén celestial no necesita templo, porque Dios nuestro Señor y el Cordero son su templo. Tampoco necesita «sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero».
También aquí podemos advertir la estrechísima relación con Dios y con el Cordero que caracteriza la vida de esta ciudad. La vida en la Iglesia es un anticipo del fin al que estamos llamados: vivir en la intimidad con Dios, a la luz de Dios y en su amor.
En este tiempo pascual podemos volver a contemplar con frecuencia y a saborear esta visión maravillosa. Eso nos dará impulso para vivir nuestra vida cristiana con docilidad a Dios y con generosidad para con los hermanos.
Elevación Espiritual para este día.
“Cuando venga el Espíritu Santo, os lo explicará todo” (Jn 14,26), también las realidades futuras. Queridos hijos: no se trata aquí de cómo se resolverá ésta o aquella guerra, o si crecerá bien el grano. No, no, hijos míos, no se trata de eso. Aquel «todo» se refiere a todas las cosas necesarias para una vida divina y para un secreto conocimiento de la verdad y de la maldad de la naturaleza. Seguid a Dios y caminad por el santo y recto sendero, cosa que algunas personas no hacen: cuando Dios las quiere dentro, salen, y cuando las quiere fuera, entran; todo al revés. Esto es «todo», todo lo que nos es necesario interior y exteriormente, conocer de manera profunda e íntima, pura y claramente nuestros defectos, la aniquilación de nosotros mismos, grandes reproches por cómo estamos lejos de la verdad y nos apegamos de manera peligrosa a las cosas pequeñas.
El Espíritu Santo nos enseña a sumergirnos en una profunda humildad y a conseguir una total sumisión a Dios y a todas las criaturas. Es ésta una ciencia en la que están encerradas todas las ciencias necesarias para la verdadera santidad. Esta sería la verdadera santidad, sin comentarios, no de palabra o en apariencia, sino real y profunda. Podemos disponemos de tal modo que se nos conceda de verdad el Espíritu Santo. Que Dios nos ayude en esto. Amén.
Reflexión Espiritual para el día.
Sin el Espíritu Santo, es decir, si el Espíritu Santo no nos plasma interiormente y si nosotros no recurrimos a él de manera habitual, prácticamente, puede ocurrir que caminemos al paso de Jesucristo, pero no con su corazón. El Espíritu nos hace conformes en lo íntimo al Evangelio de Jesucristo y nos hace capaces de anunciarlo al exterior (con la vida). El viento del Señor, el Espíritu Santo, pasa sobre nosotros y debe imprimir a nuestros actos cierto dinamismo que le es propio, un estímulo al que nuestra voluntad no permanece extraña, sino que la trasciende. Dios nos dará el Espíritu Santo en la medida en que acojamos la Palabra allí donde la oigamos.
Debería haber en nosotros una sola realidad, una sola verdad, un Espíritu omnipotente que se apoderara de toda nuestra vida, para obrar en ella, según las circunstancias, como espíritu de caridad, espíritu de paciencia, espíritu de mansedumbre, aunque es el único Espíritu, el Espíritu de Dios. Todos nuestros actos deberían ser la continuación de una misma encarnación. Sería preciso que entregáramos todas nuestras acciones al Espíritu que hay en nosotros, de tal modo que se pueda reconocer su rostro en cada una de ellas. El Espíritu no pide más que esto. No ha venido a nosotros para descansar; es infatigable, insaciable en el obrar; sólo una cosa se lo puede impedir: el hecho de que nosotros, con nuestra mala voluntad, no se lo permitamos, o bien no le otorguemos la suficiente confianza y no estemos convencidos hasta el fondo de que él tiene una sola cosa que hacer: obrar. Si le dejáramos hacer, el Espíritu se mostraría absolutamente incansable y se serviría de todo. Basta con nada para apagar un fuego diminuto, mientras que un fuego inflamador lo consume todo. Si fuéramos gente de fe, podríamos confiarle al Espíritu todas las acciones de nuestra jornada, sean cuales sean, y las transformaría en vida.
El rostro y los pasajes de los personajes de la Sagrada Biblia: He 15,1-2.22-29; Ap 21,10-14.22-23; Jn 14,23-29. Tabita.
Igual que hemos hecho en el capítulo anterior, nos gustaría destacar en esta ocasión, de la muchedumbre de personajes que aparecen en los Hechos de los Apóstoles —el libro que se propone como primera lectura de la liturgia de este tiempo pascual— otra figura menor. Después de Ágabo, el profeta, hemos pensado hablar de una mujer. Estamos en Jafa, antigua ciudad de la costa palestina, convertida ahora en una especie de ciudad satélite o de barrio antiguo y hermoso de la moderna Tel Aviv. Aquí vivía una cristiana de nombre Tabita, un vocablo que en arameo significa «gacela» y que Lucas, en su segunda obra los Hechos, traduce con el griego Dorcas. La gacela, palabra que viene del árabe ghazzal, es uno de los animales simbólicos preferidos en el Cantar de los Cantares (2,9.17; 4,5; 7,4; 8,14).
Tabita-Dorcas era una mujer generosa, caritativa, solidaria con todos los que tenían necesidad. Por eso, cuando muere y la preparan en el lecho mortuorio en el piso superior de su casa, acuden muchas mujeres viudas o pobres llorando. También san Pedro, al que informaron enseguida de la muerte, acudió a visitar el cadáver, y «allí le rodearon todas las viudas, llorando y mostrando las túnicas y mantos que les hacía Gacela cuando vivía con ellas» (9,39). Entonces Pedro toma una audaz decisión: ¿por qué no invocar la ayuda de Cristo, que había resucitado de los muertos no sólo a Lázaro o al hijo de la viuda de Naín sino también a la hija de doce años del jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, para que también Tabita sea devuelta a la comunidad cristiana de Jafa?
«Pedro echó fuera a todos; luego se arrodilló y se puso a orar; se acercó después al cadáver y dijo: “Tabita, levántate”. Ella abrió sus ojos y, al ver a Pedro, se incorporó. Pedro le dio la mano y la levantó. Llamó a los fieles y a las viudas y se la presentó viva. Esto fue notorio en toda Jafa, y muchos creyeron en el Señor» (9,40-42). Es evidente que Lucas imita en este acto, cosa no extraña en él, el modelo del de su Maestro, Cristo, como para hacer intuir cuál es la verdadera fuente de la curación o de la vida recuperada, según los diferentes casos de los milagros realizados por los apóstoles.
En el episodio de Tabita, el pensamiento vuela tanto al episodio de la hija de Jairo como al del hijo de la viuda de Naín. En el primer caso se recuerda explícitamente que Jesús, «al llegar a la casa, no dejó entrar a nadie», mientras que fuera «todos lloraban y se lamentaban». Después «tomándola de la mano, dijo en voz alta: ¡Niña, despierta!» (Lc 8,51-54). También al joven muerto de Naín le dice Jesús: «Joven, yo te lo mando, levántate» (7,14). Por tanto, Pedro repite los gestos y palabras de Cristo y por eso su acción es una proclamación del poder salvador del Resucitado. Es sabido que la escena de la resurrección de Tabita la pintará Masolino de Panicale dentro del extraordinario complejo de frescos sobre San Pedro que Masaccio llevará después a término en la capilla Brancacci de Santa María del Carmen en Florencia (1425).
La difusión del Evangelio entre los paganos pone, casi de inmediato, a la Iglesia naciente frente al grave problema de su relación con la ley de Moisés: ¿qué valor sigue teniendo la Torá, con todas sus prescripciones cultuales, después de Cristo? Esto lleva a la Iglesia a sentir la necesidad de hacer frente a algunas cuestiones fundamentales para su misma vida y para su misión evangelizadora.
Con la asamblea de Jerusalén tiene lugar el primer concilio «ecuménico»: un acontecimiento de importancia central, paradigmática para la Iglesia de todos los tiempos. De su éxito dependían la comunión interna y su difusión. Es, en efecto, el deseo de comunión interna en la verdad lo que impulsa a la comunidad de Antioquía, que era donde surgió el problema, a enviar a Bernabé y Pablo a Jerusalén para consultar a «los apóstoles y demás responsables» (v. 2). La Iglesia-madre los recibe y discute animadamente el problema (vv. 4-7a). La intervención de Pedro, el informe de Bernabé y Pablo, que atestiguan las maravillas realizadas por Dios entre los paganos, y, por último, la palabra autorizada de Santiago, responsable de la Iglesia de Jerusalén, ayudan a discernir los caminos del Espíritu (v. 28). Bajo su guía, llegan a un acuerdo pleno “dos apóstoles y demás responsables, de acuerdo con el resto de la comunidad, decidieron...”: vv. 22-25), dado a conocer en un documento oficial donde afirman que no se puede imponer las «observancias judías» a los pueblos paganos.
En cierto sentido, como Jesús recogió todos los preceptos en el único mandamiento del amor, ahora las distintas prescripciones de orden cultual han sido «superadas» en lo que corresponde a la letra, para hacer emerger lo esencial, o sea, la necesidad del camino de conversión, la muerte al pecado. Si aún subsisten algunas normas no es tanto por su valor en sí mismas, cuanto por favorecer la serena convivencia eclesial entre judeocristianos y paganos convertidos. La historia no procede sólo por principios abstractos, sino que requiere discernimiento, que es la sabiduría de esperar el momento oportuno para proponer cambios, de modo que sirvan para el crecimiento y no sean causa de divisiones más graves.
Comentario Salmo 66
Este salmo es una mezcla de diversos tipos: súplica colectiva (2- 3), himno de alabanza (4.6) y acción de gracias colectiva (5.7-8). Nosotros lo consideraremos como un salmo de acción de gracias colectiva. El pueblo da gracias a Dios después de la fiesta de la Recolección, y toma conciencia de que él es el Señor del mundo.
El estribillo, que se repite en los versículos 4 y 6, divide el salmo en tres partes: 2-3; 5; 7-8. La primera (2-3) es una súplica. El pueblo le pide a Dios que tenga piedad y lo bendiga, exponiendo el motivo de esta petición, a saber, que se conozcan en la tierra los caminos de Dios y que todas las naciones tengan noticia de su salvación. La expresión «iluminar el rostro sobre alguien» significa mostrar benevolencia, mostrarse favorable. Tal vez tenga que ver con los instrumentos que empleaban los sacerdotes para echar las suertes. Si quedaba a la vista el lado pulido de la chapa o la moneda, entonces Dios estaría haciendo brillar su rostro, es decir, sería propicio. Aquí aparecen ya algunos de los términos más importantes de todo el salmo: Señor (Dios), bendición, naciones, tierra (las otras son: mundo, juzgar, gobernar).
El estribillo (4,6) formula un deseo de alcance universal: que toda la humanidad (los pueblos) alaben al Dios de Israel.
La segunda parte (5) presenta el tema central: Dios juzga al mundo con justicia, juzga a los pueblos con rectitud y gobierna las naciones de la tierra.
En la tercera parte (7-8) se muestra uno de los resultados de la bendición de Dios: la tierra ha dado su fruto. Y también se expresa un deseo: que esa bendición continúe y llegue a todo el mundo, que temerá a Dios (8).
Este salmo está muy bien estructurado: un estribillo, repetido en dos ocasiones, y dos partes que se corresponden muy bien entre sí. De hecho, si comparamos la primera parte (2-3) con la última (7-8), podemos darnos cuenta de que tienen elementos en común: Dios, la tierra (3 y 8b) y el tema de la bendición (2a y 7b). La segunda parte (5) no se corresponde con las Otras dos. Tenemos, pues, el siguiente cuadro: en el centro, como eje o motor del salmo, la segunda parte (5). Por delante y por detrás, el estribillo (4.6). En los extremos, la primera parte (2-3) y la tercera (7-8). Lo que podemos interpretar del siguiente modo: Dios juzga al mundo y a los pueblos con justicia y con rectitud, y gobierna a las naciones de la tierra (5); por eso lo alaban todos los pueblos (4.6); Dios ilumina con su rostro (su rostro brilla) (2), sus caminos son conocidos (3) y su bendición se traduce en que la tierra produce frutos abundantes (7).
Cuando nos encontramos con una estructura semejante, tenernos que acudir al eje central para encontrar el sentido del salmo. Se trata de un movimiento desde dentro hacia fuera.
Este salmo pone de manifiesto las conquistas que fue realizando el pueblo de Dios a lo largo de su caminar. En un primer momento, se creía que existían muchos dioses, uno o más por cada pueblo o nación, Con el paso del tiempo, sin embargo, Israel fue tomando conciencia de que, en realidad, existe un solo Dios, Señor de todo y de todos, y así lo enseñó a otros pueblos. El Señor no es sólo el Dios de Israel, sino el Dios de toda la humanidad. Israel tuvo que llegar al convencimiento de ello para poder enseñárselo a los demás pueblos. Por eso, en este salmo, se habla tanto de “naciones”, «pueblos», «mundo» y «tierra». Se había superado —o se estaba en proceso de superación— un conflicto «religioso» o «teológico». No existen muchos dioses. Sólo hay uno y no puede ser exclusivo de Israel. Todos los pueblos y naciones están invitados a aclamar a este Dios.
El contexto en el que se sitúa este salmo es el de la fiesta de la Recolección (7). El pueblo acaba de cosechar el cereal y, por eso, acude al templo para dar gracias. De ahí que este salmo sea una acción de gracias colectiva. Una cosecha abundante es signo de la bendición divina, una bendición que engendra vida para el pueblo. Así, Israel confiesa que su Dios está vinculado a la tierra y a la vida, convirtiendo la tierra en el seno donde brota la vida. Pero, por causa de la tierra, Israel se preguntaba: ¿Acaso Dios, Señor de la vida y de la tierra, es Dios solamente para nosotros? ¿No será también el Dios de todos los pueblos? De este modo, surge el tema central del salmo (5). Dios juzga al mundo con justicia, juzga a los pueblos con rectitud y gobierna las naciones de la tierra. Es el señor de todo el mundo y de todos los pueblos. Así, la justicia se irá implantando en todas las relaciones internacionales, de modo que todos los pueblos puedan disfrutar de las bendiciones de Dios que, en este salmo, se traducen en una cosecha abundante.
Partiendo de la recolección de los frutos de la tierra, este salino llega a la conclusión de que Dios es Señor de todos los pueblos y de todas las naciones, y que Dios reparte sus bendiciones entre todos. Este salmo está muy lejos de la mentalidad imperialista que, en nombre de Dios, pretende que todo el mundo se someta a una nación determinada. El es el único que gobierna la tierra, el único capaz de juzgar al mundo y a los pueblos con justicia y con rectitud (5).
Se trata, una vez más, del Dios de la Alianza, pero esto no es algo exclusivo de Israel, no se trata de un privilegio suyo. El es el Dios de todos los pueblos. Los juzga con justicia y rectitud. Todos los pueblos lo aclaman; y el resultado de ello es la vida que brota de la tierra. En la Biblia, la bendición es sinónimo de fecundidad. Además de lo dicho, se trata de un Dios profundamente vinculado a dos realidades: la justicia y la tierra que da su fruto. La tierra, al producir (para todos), le ha brindado a Israel la posibilidad de descubrir que Dios es el Señor del mundo y de los pueblos, sin imperialismos, sin que un pueblo tenga que dominar sobre otros. Todos los pueblos se encuentran en torno al único Dios, aclamándolo y disfrutando de su bendición, que toma cuerpo en la fecundidad de la tierra.
En el Nuevo Testamento, además de lo que ya hemos dicho a propósito de otros salinos de acción de gracias colectiva, puede ser bueno fijarse en cómo Jesús se relacionó con los que no pertenecían al pueblo de Dios, y cómo ellos creyeron en Jesús, tratándolo con cariño (por ejemplo, Lc 7,1-10; Jn 4,1-42).
Hay que rezarlo juntos, soñando con la justicia internacional, con la fraternidad entre los pueblos, con las conquistas en la lucha por la posesión de la tierra. Podemos rezarlo cuando queremos dar gracias por el don de la tierra...
Otros salmos de acción de gracias colectiva: 65; 66; 68; 118; 124.
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 21,10-14.22-23
Con la visión de la Jerusalén celestial concluye el libro del Apocalipsis y llega a su final toda la revelación bíblica. En claro contraste con la visión precedente de la ciudad del mal, Babilonia la prostituta, y con el castigo a que es sometida (capítulos 17s), describe Juan ahora la espléndida realidad que «bajaba del cielo», es decir, como don divino: Jerusalén, la esposa del Cordero, la ciudad santa. En ella se manifiesta la misma belleza de Dios, y el fulgor iridiscente que emana de ella es semejante al suyo (v. 11; cf. 4,3).
La perfección de la ciudad está descrita con imágenes tomadas de los profetas (Ez 40,2; Is 54,11s; 60,1-22; Zac 14; etc.) e incrustadas en una síntesis nueva y más elevada. Tres elementos simbólicos recuerdan su edificación: la muralla, las puertas y los pilares. La muralla indica delimitación, carácter compacto, seguridad, pero no clausura. En efecto, a cada lado, hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales, se abren tres puertas (cf. Ez 48,30-35), por las que entran en la ciudad todos los pueblos de la tierra, llegando a constituir el único pueblo de Dios, al que se entrega la revelación. Por otra parte, en las puertas están escritos los nombres de las doce tribus de Israel y son custodiadas por doce ángeles, mediadores de la ley antigua (vv. 12s). Los pilares de las murallas son los apóstoles de Cristo crucificado y resucitado, sobre cuyo testimonio se edifica la Iglesia (Ef. 2,19s).
Ahora bien, en la ciudad falta el lugar santo por excelencia, el templo, que hacía de la Jerusalén terrena «la ciudad santa». Esta aparente falta constituye su mayor «plenitud»: el Todopoderoso y el Cordero son el Templo. El encuentro con Dios no se realiza ya en un lugar particular con exclusión de todos los demás. El encuentro con Dios en la Jerusalén celestial es una realidad nupcial, una comunión de vida: Dios y el Cordero serán todo en todos (1 Cor 15,28), la Presencia gloriosa de Dios (shekhînah) y del Cristo resucitado es la luz que lo envuelve todo y en la que todos se sumergen (vv. 22-24; cf. Is 60,19s).
Comentario del Santo Evangelio: Juan 14,23-29
Jesús, en la víspera de su partida, consuela a sus discípulos con la promesa de que volverá y se manifestará aún a los que le aman (v. 21b), esto es, a los que guardan sus palabras. El amor a Jesús es caridad activa, arraigada en la fe de que él es el Enviado del Padre, venido a la tierra para revelarlo y anunciar todo lo que le ha oído (v. 24b; cf. 15,15). El que, creyendo, dispone sus días en la obediencia a la Palabra, se vuelve morada de Dios (v. 23) y conoce por gracia —o sea, en el Espíritu— la comunión con el Padre y con el Hijo.
La hora para los discípulos es grave, pero no deben temer quedarse huérfanos. El Padre les enviará al Espíritu Santo como guía para el camino del último tiempo. En efecto, la obra de la salvación está totalmente realizada con la pasión-muerte-resurrección de Cristo. Sin embargo, es preciso que cada uno de nosotros entre en ella y se deje salvar. Esa es la tarea del Espíritu: abrir los corazones de los hombres a la comprensión del misterio divino y moverlos a la conversión. Por obra del Espíritu es como Cristo sigue siendo contemporáneo de cada hombre que nace. Por obra del Espíritu son las Escrituras Palabra viva, dirigida al corazón de cada uno.
El Espíritu tiene la misión de «recordar» y «explicar» todo cuanto Jesús ha dicho y hecho en su vida terrena.
Ese recuerdo y esa explicación no llevan, sin embargo, muy lejos en el tiempo y en el espacio, pero proporcionan una visión profunda sobre el presente, porque es en el presente donde Jesús, el Emmanuel, está-con-nosotros. El mismo lo afirmó cuando añadió un don a la promesa del Espíritu: “Os dejo la paz, os doy mi propia paz”. Ahora bien, la paz es él mismo. Por eso es diferente de la que el mundo puede ofrecer: es una persona, es vida eterna, es amor. Volvemos así al principio: Jesús habita en el corazón del hombre para hacerle capaz de amar; el hombre, amando, se abre cada vez más a Dios y se vuelve cooperador de la salvación, irradiación de paz y profecía del cielo con él.
A nosotros —siempre inquietos e inseguros, incluso cuando levantamos la voz para hacernos valer— nos da hoy Jesús su paz, diferente a la que da el mundo, quizás diferente a la que queremos. A buen seguro, más preciosa para el tiempo y para la eternidad. Del mismo modo que en la última cena entregó su corazón y todos los tesoros encerrados en él a sus discípulos, así hace con nosotros hoy, ofreciéndonos la clave de su paz y dejándonos entrever su desenlace. La clave de la paz es el amor, adhesión concreta a su Palabra, que hace de nosotros morada de Dios. Y el desenlace es, ya desde ahora, la alegría. ¡Sencillo y arduo programa! Sin embargo, está a nuestro alcance, porque nos ha entregado al Espíritu Santo, memoria viviente de Jesús, lámpara para los pasos de nuestro camino y vigor en la fatiga del compromiso cristiano.
Si abrimos la puerta del corazón a la paz del Señor, la mayoría de las veces se produce, al principio, un alboroto en nuestro mundo interior: creíamos que los otros ya no nos fastidiarían o molestarían más; pensábamos que el Espíritu nos había calmado del todo; y, sin embargo... Su paz es un dinamismo de amor, no una quietud estática: si le abrimos la puerta del corazón, podrán entrar en él todos los hermanos, con todas sus preguntas apremiantes. Pensábamos que al menos nos sentiríamos ricos por dentro para dar y, sin embargo, seguimos igual de pobres. Es entonces cuando el «Padre de los pobres», el Espíritu Santo, se vuelve Paráclito en nosotros y nos enseña, antes que nada, a escuchar sin preconceptos y sin presunciones (porque somos pobres) a los otros; a recordar la Palabra de Jesús, que se vuelve en nosotros luz que indica el camino de la paz a los hermanos. Es un poco lo que sucedió también hace dos mil años en el concilio de Jerusalén... Se trata de una obra continua, pues la paz de Jesús, ofrecida al corazón de cada discípulo, debe propagarse por el mundo: a él está destinada, en efecto, una meta de alegría y de gloria celestial, que es don de Dios. Pero a nosotros se nos ha dado la tarea de prepararla desde ahora.
Comentario del Santo Evangelio: (Jn 14,22-31), para nuestros Mayores. No están abandonados.
En el hombre suscita un miedo atávico el hecho de sentirse hasta la muerte a merced de fuerzas frecuentemente amenazadoras, de tener que afrontarlas por sí solo, de verse privado de ayuda y de defensa. Es este un miedo que, ante la muerte de Jesús, perturba a sus discípulos. Jesús, sin embargo, no se cansa de intentar que comprendan su situación en el sentido adecuado y de mostrarles que no están abandonados. El Padre y el Hijo vendrán a ellos y morarán con ellos (14,23-24). El Espíritu Santo los acompañará y los instruirá (14,25-26). Jesús deja a los discípulos su paz (14,27). El hecho mismo de que se vaya es un motivo para alegrarse (14,28). Lo que él les anuncia de manera anticipada debe ayudar su fe (14,29) y su muerte debe mostrar al mundo hasta qué punto ama él al Padre (14,30-3 1). Para todos los creyentes es de fundamental importancia acoger esta visión de las cosas y asumirla.
Una vez más afirma Jesús que es necesario el amor hacia él, que uno se ha de atenerse a su anuncio y reconocer con fe todo cuanto él ha reivindicado (cf. 14,15.2 1). No sólo los primeros discípulos, sino todo el que cree en él y le ama, vinculándose a él por este camino, se dispone a la venida del Padre y del Hijo, que harán morada en él y permanecerán de manera estable con él. Jesús repite continuamente: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (16,32; cf. 8,29). Esto vale también para el que ama a Jesús: él no está solo, no está perdido y abandonado a sí mismo; aunque de manera invisible, Jesús y el Padre están con él. Debe saber siempre, incluso en la aflicción de la muerte, que Jesús y el Padre están a su lado, que nunca le dejan solo en la tribulación. La comunión con Jesús y con el Padre no comienza sólo cuando somos acogidos en la casa del Padre (14,2-3), sino que es ya ahora una realidad y se completará con la visión de la gloria.
Jesús recuerda una vez más que vendrá el Espíritu Santo (cf. 14,16-17); el Padre lo enviará a petición suya. El deja a los discípulos su palabra, su mensaje y aquello que él reivindica. Estos seguirán siendo los elementos que dan acceso a él. Pero los discípulos y todos los creyentes no se verán abandonados a sus propias fuerzas para comprender su palabra; tendrán la ayuda del Espíritu Santo. Su asistencia eficaz se manifestará a la hora de enseñar a comprender la palabra de Jesús. El Espíritu Santo no traerá una enseñanza nueva. Efectivamente, toda la revelación se ha manifestado ya en Jesús. Toda la acción del Espíritu Santo hará referencia a lo que Jesús ha dicho, explicándolo a los discípulos. Instruidos por él, ellos podrán seguir todavía mejor la palabra de Jesús y prepararse para la comunión con el Padre y el Hijo.
Jesús no deja a los discípulos en situación de orfandad (14,18), es decir, abandonados, llenos de miedo, sin ayuda y protección. Les deja y les da su paz. Deja a los discípulos con una paz, con una seguridad y una protección que sólo pueden venir de él. Esta paz no es simplemente una palabra; se apoya sobre el anuncio hecho por Jesús, sobre la comunión con el Padre y con el Hijo y sobre la presencia del Espíritu Santo. Tal comunión es el lugar de la seguridad y de la protección. Si Dios está con nosotros, ¿quién puede constituir un peligro para nosotros y erguirse contra nosotros? Esta comunión elimina preocupaciones, miedo e inseguridad, tanto más cuanto más sea vivida y experimentada en la fe. Puesto que sólo Jesús nos permite acceder a la comunión con el Padre, sólo él puede darnos esta paz.
El amor hacia Jesús impulsa a los discípulos a observar su palabra (14,15. 21.23). Debería impulsarles también a alegrarse por su partida. En efecto, con su muerte, Jesús vuelve a la casa del Padre (13,1). Para él no hay gozo mayor que el originado por la comunión perfecta con el Padre. Esto debería valer también para sus discípulos. La comunión con el Padre y con el Hijo, que les es dada desde ahora, constituye el fundamento de su paz. La unión perfecta del Hijo con el Padre es el fundamento más firme de su gozo.
Jesús alcanza el punto final y la meta de su camino sobre la tierra. Estar junto al Padre también como Verbo hecho carne significa para él la plenitud de la bienaventuranza. Su gozo debería ser también el gozo de sus discípulos. Ellos deberían alegrarse también por sí mismos. Que Jesús haya alcanzado la meta es para ellos garantía de que también ellos la alcanzarán, cuando sean acogidos por él en su bienaventuranza (14,3).
El hecho de que Jesús desvele todo esto a los discípulos no debe inquietarlos; debe, por el contrario, fortificar su fe en él. Para ellos significa ante todo hacer suya la concepción que él tiene de los acontecimientos, reconocer su muerte como retorno al Padre y observar su palabra con una confianza incondicionada. Su muerte podría parecer la victoria del príncipe de este mundo y de los poderes de las tinieblas, el triunfo de sus adversarios, que se han cerrado a él y, llevándole a la muerte, cumplen la obra del demonio (8,40-41). Pero Jesús no es avasallado por una fuerza externa, contra su propia voluntad. El asume voluntariamente su propia muerte, porque así lo ha establecido el Padre para él (10,18). Su muerte es un signo de su amor al Padre, que se manifiesta en la obediencia a todo lo que ha sido dispuesto para él. Si el mundo ha de saber reconocer esto, mucho más han de saberlo hacer los discípulos de Jesús. Creyendo, ellos deben comprender que la muerte de Jesús, que tanto les inquieta, es su retorno al Padre y la expresión perfecta de su amor al Padre. Si observan los mandamientos de Jesús, demostrándole así su amor, ellos siguen su ejemplo. Efectivamente, de este modo es como él se comporta en relación con el Padre (cf. 15,10).
Todo depende de cómo se vean las cosas. Vista desde el exterior, la muerte de Jesús parece catástrofe y aniquilación. Pero quien observa la palabra de Jesús, no pierde la seguridad a causa de su muerte, sino que se ve confirmado en su fe y en el gozo por su victoria.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 14,23-29, de Joven para Joven. “El que me ama Guardará mi palabra”.
El evangelio de este domingo contiene promesas maravillosas de intimidad extraordinaria con el Padre, con Jesús y con el Espíritu Santo. Jesús anuncia en el discurso que siguió a la Cena: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él».
La vida cristiana es una vida vivida en la intimidad con Dios y teniendo a Dios como huésped interior. Debemos ser conscientes de este privilegio del que gozamos. El amor a Jesús nos impulsa a observar su palabra; la consecuencia es que el Padre nos ama y, junto con Jesús, viene a nosotros, hace morada en nosotros.
La comunión eucarística manifiesta esta morada divina en nosotros y la refuerza. Nunca estamos solos: Dios está siempre con nosotros, porque se ha dignado habitar en nosotros. Nunca habríamos podido imaginar un privilegio tan grande. Somos templo de Dios, como dice Pablo en sus Cartas (cf. 1 Corintios 3,16-17; 6,19; 2 Corintios 6,16; Efesios 2,21).
Naturalmente, esta morada divina requiere de nosotros un respeto profundo y una docilidad sincera. No podemos disgustar a nuestros huéspedes interiores, sino que debemos vivir en armonía con ellos: una armonía llena de confianza y de amor.
Jesús anuncia, a continuación, la venida del Espíritu Santo, a quien llama el Paráclito y que consolará a los discípulos de su ausencia y les proporcionará constantemente ánimos y consuelos interiores.
El Espíritu Santo tiene una función con respecto a nuestra intimidad con Jesús y con el Padre. Viene a nosotros. En efecto, como puede penetrar en todas partes, penetra también en nosotros.
Dice Jesús: «El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo tiene la tarea de interiorizar la enseñanza de Jesús.
Los discípulos oían la enseñanza de Jesús durante su vida pública, pero a menudo no le comprendían, porque tenían el corazón endurecido. No basta con oír con las orejas: es preciso que el mensaje encuentre acogida en nuestro corazón. Y esto no tuvo lugar en los discípulos antes de la pasión de Jesús. Sin embargo, Jesús nos ha obtenido, por medio de su pasión y resurrección, el Espíritu Santo, que viene a nosotros para proporcionarnos un conocimiento interior de la enseñanza de Jesús.
El Espíritu Santo nos proporciona el gusto por las cosas espirituales. El hombre natural aprecia las cosas y las ventajas materiales: el dinero, la riqueza, los placeres..., pero no es capaz de apreciar las cosas espirituales: la fe en Cristo, la vida de unión con él, incluso a través de los sufrimientos de la vida, el amor auténtico. Estas realidades sólo nos las hace apreciar el Espíritu Santo.
Él nos enseña la docilidad interior a la voluntad de Dios, haciéndonos comprender que ésta es la expresión del amor de Dios, y que, en consecuencia, no hay nada más grande que ella para nosotros.
La Iglesia nos prepara con este fragmento evangélico para la fiesta, ahora próxima, de Pentecostés, sugiriéndonos que seamos cada vez más dóciles al Espíritu Santo, a fin de que lleguemos a ser verdaderamente cristianos en lo más profundo de nuestro ser. Esto implica un prolongado ejercicio, un continuo dinamismo.
Jesús anuncia después: «La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo». La paz, don de Cristo resucitado, es un don interior. No se trata de la ausencia de conflictos exteriores, sino de armonía interior, que resulta de nuestra conformidad con Dios, de la reconciliación que ha llevado a cabo Jesús por medio de su pasión.
La paz que Jesús nos da «es una paz que sobrepasa toda inteligencia» (Filipenses 4,7). No es la paz que da el mundo. Como vemos a diario, el mundo no es capaz de dar una paz verdadera: da una paz frágil, exterior, destruida muy pronto por un montón de conflictos. Jesús, en cambio, nos da una paz que resiste incluso a las circunstancias más adversas.
«Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde.» Cuando estamos de acuerdo con la voluntad de Cristo, gozamos de una paz que nada puede turbar. Quien está con el Señor se encuentra en la paz, no teme nada, porque hasta las circunstancias más negativas y difíciles se convierten para él en ocasión de ahondamiento en la paz interior y en el amor.
En la primera lectura vemos cómo la Iglesia apostólica recupera la paz, después de que durante cierto tiempo esta paz pareciera comprometida.
Los cristianos de Antioquía procedían de naciones paganas. Se habían adherido a Cristo con fe y vivían en la caridad. Pero algunos judeocristianos habían venido a turbarlos. Sostenían que era necesario la circuncisión y, con ella, la observancia de todos los preceptos de la ley de Moisés.
Pablo y Bernabé se oponen a esta opinión. Entienden que no corresponde a la voluntad de Dios respecto a los cristianos. Los cristianos procedentes del paganismo no están obligados a entrar en el círculo de los judíos, no tienen que asimilarse a ellos, sino que puede conservar su identidad nacional y cultural en todo lo que no se oponga al culto del verdadero Dios y a la fe en Jesús.
Así las cosas, celebran un concilio en Jerusalén, en el que interviene Pedro, Santiago, Pablo y Bernabé, a fin de resolver el problema La conclusión es que los apóstoles de Jerusalén y toda la Iglesia envían una carta a Antioquía. En ella afirman que no es necesaria la circuncisión. «Nos hemos enterado —dice la carta— de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras». Esta iniciativa había quitado la paz a la comunidad, pero, con la ayuda del Espíritu Santo, se recupera y confirma ahora esa paz.
«Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación». Se trata de algunas cosas necesarias para hacer posible la convivencia entre los cristianos procedentes del paganismo y los procedentes del judaísmo. Por «fornicación» se entienden las uniones conyugales declaradas ilícitas por la ley de Moisés.
Vemos así cómo el Espíritu Santo va haciendo comprender la verdadera enseñanza de Jesús (cf. Juan 14,26) y pone la paz no sólo en el interior de cada cristiano, sino también en el interior de la comunidad.
Nosotros debemos orar para que la Iglesia sea siempre dócil al Espíritu Santo, para que sea guiada por él, a fin de que se mantenga en la luz de Cristo y en la paz de Dios.
La segunda lectura nos presenta una visión sorprendente. El proyecto de Dios para su Iglesia y para toda la humanidad es una ciudad santa, Jerusalén, que baja del cielo y resplandece con la gloria de Dios.
El autor del Apocalipsis intenta describir esta ciudad maravillosa comparándola con las gemas más preciosas. Precisa que tiene doce puertas, con los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel. En consecuencia, esta ciudad está en línea de continuidad con el proyecto de Dios en el Antiguo Testamento.
El autor señala que «el muro tenía doce cimientos que llevaban doce nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero». La ciudad está fundada sobre la persona y sobre el mensaje de los apóstoles.
La Jerusalén celestial no necesita templo, porque Dios nuestro Señor y el Cordero son su templo. Tampoco necesita «sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero».
También aquí podemos advertir la estrechísima relación con Dios y con el Cordero que caracteriza la vida de esta ciudad. La vida en la Iglesia es un anticipo del fin al que estamos llamados: vivir en la intimidad con Dios, a la luz de Dios y en su amor.
En este tiempo pascual podemos volver a contemplar con frecuencia y a saborear esta visión maravillosa. Eso nos dará impulso para vivir nuestra vida cristiana con docilidad a Dios y con generosidad para con los hermanos.
Elevación Espiritual para este día.
“Cuando venga el Espíritu Santo, os lo explicará todo” (Jn 14,26), también las realidades futuras. Queridos hijos: no se trata aquí de cómo se resolverá ésta o aquella guerra, o si crecerá bien el grano. No, no, hijos míos, no se trata de eso. Aquel «todo» se refiere a todas las cosas necesarias para una vida divina y para un secreto conocimiento de la verdad y de la maldad de la naturaleza. Seguid a Dios y caminad por el santo y recto sendero, cosa que algunas personas no hacen: cuando Dios las quiere dentro, salen, y cuando las quiere fuera, entran; todo al revés. Esto es «todo», todo lo que nos es necesario interior y exteriormente, conocer de manera profunda e íntima, pura y claramente nuestros defectos, la aniquilación de nosotros mismos, grandes reproches por cómo estamos lejos de la verdad y nos apegamos de manera peligrosa a las cosas pequeñas.
El Espíritu Santo nos enseña a sumergirnos en una profunda humildad y a conseguir una total sumisión a Dios y a todas las criaturas. Es ésta una ciencia en la que están encerradas todas las ciencias necesarias para la verdadera santidad. Esta sería la verdadera santidad, sin comentarios, no de palabra o en apariencia, sino real y profunda. Podemos disponemos de tal modo que se nos conceda de verdad el Espíritu Santo. Que Dios nos ayude en esto. Amén.
Reflexión Espiritual para el día.
Sin el Espíritu Santo, es decir, si el Espíritu Santo no nos plasma interiormente y si nosotros no recurrimos a él de manera habitual, prácticamente, puede ocurrir que caminemos al paso de Jesucristo, pero no con su corazón. El Espíritu nos hace conformes en lo íntimo al Evangelio de Jesucristo y nos hace capaces de anunciarlo al exterior (con la vida). El viento del Señor, el Espíritu Santo, pasa sobre nosotros y debe imprimir a nuestros actos cierto dinamismo que le es propio, un estímulo al que nuestra voluntad no permanece extraña, sino que la trasciende. Dios nos dará el Espíritu Santo en la medida en que acojamos la Palabra allí donde la oigamos.
Debería haber en nosotros una sola realidad, una sola verdad, un Espíritu omnipotente que se apoderara de toda nuestra vida, para obrar en ella, según las circunstancias, como espíritu de caridad, espíritu de paciencia, espíritu de mansedumbre, aunque es el único Espíritu, el Espíritu de Dios. Todos nuestros actos deberían ser la continuación de una misma encarnación. Sería preciso que entregáramos todas nuestras acciones al Espíritu que hay en nosotros, de tal modo que se pueda reconocer su rostro en cada una de ellas. El Espíritu no pide más que esto. No ha venido a nosotros para descansar; es infatigable, insaciable en el obrar; sólo una cosa se lo puede impedir: el hecho de que nosotros, con nuestra mala voluntad, no se lo permitamos, o bien no le otorguemos la suficiente confianza y no estemos convencidos hasta el fondo de que él tiene una sola cosa que hacer: obrar. Si le dejáramos hacer, el Espíritu se mostraría absolutamente incansable y se serviría de todo. Basta con nada para apagar un fuego diminuto, mientras que un fuego inflamador lo consume todo. Si fuéramos gente de fe, podríamos confiarle al Espíritu todas las acciones de nuestra jornada, sean cuales sean, y las transformaría en vida.
El rostro y los pasajes de los personajes de la Sagrada Biblia: He 15,1-2.22-29; Ap 21,10-14.22-23; Jn 14,23-29. Tabita.
Igual que hemos hecho en el capítulo anterior, nos gustaría destacar en esta ocasión, de la muchedumbre de personajes que aparecen en los Hechos de los Apóstoles —el libro que se propone como primera lectura de la liturgia de este tiempo pascual— otra figura menor. Después de Ágabo, el profeta, hemos pensado hablar de una mujer. Estamos en Jafa, antigua ciudad de la costa palestina, convertida ahora en una especie de ciudad satélite o de barrio antiguo y hermoso de la moderna Tel Aviv. Aquí vivía una cristiana de nombre Tabita, un vocablo que en arameo significa «gacela» y que Lucas, en su segunda obra los Hechos, traduce con el griego Dorcas. La gacela, palabra que viene del árabe ghazzal, es uno de los animales simbólicos preferidos en el Cantar de los Cantares (2,9.17; 4,5; 7,4; 8,14).
Tabita-Dorcas era una mujer generosa, caritativa, solidaria con todos los que tenían necesidad. Por eso, cuando muere y la preparan en el lecho mortuorio en el piso superior de su casa, acuden muchas mujeres viudas o pobres llorando. También san Pedro, al que informaron enseguida de la muerte, acudió a visitar el cadáver, y «allí le rodearon todas las viudas, llorando y mostrando las túnicas y mantos que les hacía Gacela cuando vivía con ellas» (9,39). Entonces Pedro toma una audaz decisión: ¿por qué no invocar la ayuda de Cristo, que había resucitado de los muertos no sólo a Lázaro o al hijo de la viuda de Naín sino también a la hija de doce años del jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, para que también Tabita sea devuelta a la comunidad cristiana de Jafa?
«Pedro echó fuera a todos; luego se arrodilló y se puso a orar; se acercó después al cadáver y dijo: “Tabita, levántate”. Ella abrió sus ojos y, al ver a Pedro, se incorporó. Pedro le dio la mano y la levantó. Llamó a los fieles y a las viudas y se la presentó viva. Esto fue notorio en toda Jafa, y muchos creyeron en el Señor» (9,40-42). Es evidente que Lucas imita en este acto, cosa no extraña en él, el modelo del de su Maestro, Cristo, como para hacer intuir cuál es la verdadera fuente de la curación o de la vida recuperada, según los diferentes casos de los milagros realizados por los apóstoles.
En el episodio de Tabita, el pensamiento vuela tanto al episodio de la hija de Jairo como al del hijo de la viuda de Naín. En el primer caso se recuerda explícitamente que Jesús, «al llegar a la casa, no dejó entrar a nadie», mientras que fuera «todos lloraban y se lamentaban». Después «tomándola de la mano, dijo en voz alta: ¡Niña, despierta!» (Lc 8,51-54). También al joven muerto de Naín le dice Jesús: «Joven, yo te lo mando, levántate» (7,14). Por tanto, Pedro repite los gestos y palabras de Cristo y por eso su acción es una proclamación del poder salvador del Resucitado. Es sabido que la escena de la resurrección de Tabita la pintará Masolino de Panicale dentro del extraordinario complejo de frescos sobre San Pedro que Masaccio llevará después a término en la capilla Brancacci de Santa María del Carmen en Florencia (1425).
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