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domingo, 16 de mayo de 2010

Lecturas del día 16-05-2010. Ciclo C.

16 de Mayo de 2010. VII DOMINGO DE PACUA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR, Solemnidad. MES DEDICADO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA. ( Ciclo C). 3ª. 7º semana de Pascua 3ª semana del Salterio. JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOLCIALES. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Simón Stock pb, Gema Galgani vg, Andres Bobola pb mr, Alipio y Posidio. Beato Gil de Santarem pb.. 

LITURGIA DE LA PALABRA

Hch 1, 1-11. Lovieron loevantarse.
Salmo 46. R/. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor,  al son de trompetas 
Ef 1, 17-23. Lo sentó a su derecha en el cielo.
o bien
Hb 9, 24-28;10, 19-23. Cristo ha entrado en el mismo cielo.
Lc 24, 46-53. MNientras los bendecía, iba subiendo al cielo

Lucas ha escrito dos libros: un evangelio y los Hechos de los apóstoles. En Hch 1,1-2 Lucas retoma la referencia a Teófilo que hizo al comienzo de su Evangelio (“ilustre Teófilo” Lc 1,3). Teófilo significa “amigo de Dios”. El hecho de agregarlo aquí, después de separarse su obra en dos, refuerza la idea que Teófilo es una designación simbólica general. Todos los que leemos estos libros somos Teófilos. Su evangelio termina con «Jesús llevado al cielo» (Lc 24,51). Los Hechos comienzan con el relato de «Jesús yéndose al cielo» (Hch 1,6-11). En el evangelio se presenta a Jesús con su cuerpo. En los Hechos ya no está corporalmente. Actúa por medio de su Espíritu. La orden que Jesús da a los apóstoles en Hch 1,4 exige pasividad total: no ausentarse de la ciudad y aguardar. En Lc 24,49 es semejante: permanecer en la ciudad (con la connotación de esperar sin hacer nada). La permanencia y espera pasiva debe durar “hasta que sean bautizados en el Espíritu Santo” (Hch 1,5) o “hasta que sean revestidos del poder de lo alto” (Lc 24,49). Lucas se está aquí refiriendo claramente a Pentecostés.

El misterio del resucitado se expresa de muchas maneras en el Nuevo Testamento: está vivo, se ha despertado, se ha levantado... En la Carta a los Efesios vemos un ejemplo de estas manifestaciones: Pablo hace un claro énfasis en la glorificación de Jesús a la derecha del Padre. Y es a partir de esta glorificación que nosotros y nosotras, sus discípulos, recibiremos la fuerza del Espíritu Santo, espíritu de sabiduría y de revelación, para conocerle perfectamente y conocer así su voluntad, asumiendo por completo el desafío de continuar su tarea a favor del Reino.

Lucas quiere mostramos también que Jesús ha sido «glorificado» por Dios: ha entrado en la gloria del Padre. Separa ambos eventos (resurrección y ascensión), para subrayar el carácter histórico que cada uno de ellos tiene. Jesús resucitado, antes de su ascensión-exaltación-glorificación, convive con sus discípulos: come con ellos y los instruye. La ascensión de Jesús señala, en Lucas, la tensión en la que entra la comunidad de los discípulos desde aquel momento, una vez que han terminado las apariciones del Resucitado: tensión entre la ausencia y al mismo tiempo la presencia del Señor. Jesús continúa su acción y enseñanza después de ser llevado al cielo; Jesús resucitado sigue actuando y enseñando en la comunidad después de su ascensión. Lucas (como también Pablo en el pasaje de la segunda lectura) une íntimamente la ausencia física con el Don del Espíritu Santo.

La insistencia de que los discípulos veían a Jesús subiendo hacia el cielo, podría considerarse alusiva a las escenas de asunción de Elías, cuando Eliseo tuvo asegurado el espíritu de profecía del maestro porque pudo verlo. Así, la comunidad de los discípulos queda configurada en la ascensión como la comunidad profética que hereda el Espíritu de Jesús para continuar su misión. En la ascensión Jesús no se va, sino que es exaltado, glorificado. La parusía no es el retorno de un Jesús ausente, sino la manifestación gloriosa de un Jesús que siempre ha estado presente en la comunidad. Esto aparece claramente en las últimas palabras de Jesús en Mt 28,19: “he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de este mundo”. La ascensión expresa el cambio en Jesús resucitado, una nueva manera de ser, gloriosa, glorificada, pero siempre histórica, pues Jesús glorificado sigue viviendo en la comunidad.

La narración de la ascensión es para Lucas, la culminación del itinerario de Jesús, y el tránsito entre el “tiempo de Jesús” y el “tiempo de la Iglesia”, inaugurada con el Espíritu Santo, prometido por Jesús. Al recibir el Espíritu la comunidad de los creyentes asume en sí la misión de continuar el trabajo inaugurado por Jesús, de manifestar el Reino del Padre.

PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 1, 1-11
Lo vieron levantarse

En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.

Una vez que comían juntos, les recomendó: "No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo."

Ellos lo rodearon preguntándole: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?"

Jesús contestó: "No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo."

Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 46
R/. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra. R.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas; tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey, tocad. R.

Porque Dios es el rey del mundo;

tocad con maestría.

Dios reina sobre las naciones,

Dios se sienta en su trono sagrado. R.

SEGUNDA LECTURA.
Efesios 1, 17-23
Lo sentó a su derecha en el cielo

Hermanos: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.

Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

Palabra de Dios.

O BIEN


Hebreos 9, 24-28; 10, 19-23
Cristo ha entrado en el mismo cielo.

Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres -imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.

Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces -como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.

Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio.

De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.

La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos.

Hermanos, teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura.

Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO
Lucas 24, 46-53
Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto."

Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo.

Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo.

Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 1,1-11.

Este breve prólogo une el libro de los Hechos de los Apóstoles al evangelio según san Lucas, como la segunda parte (discurso, v. 1 al pie de la letra) de un mismo escrito y ofrece una síntesis del cuadro del ministerio terreno de Jesús (v 1-3). Se trata de un resumen que contiene preciosas indicaciones: Lucas quiere subrayar, en efecto, que los apóstoles, elegidos en el Espíritu, son testigos de toda la obra, enseñanza, pasión y resurrección de Jesús, y depositarios de las instrucciones particulares dadas por el Resucitado antes de su ascensión al cielo. Su autoridad, por consiguiente, ha sido querida por el Señor, que los ha puesto como fundamento de la Iglesia de todos los tiempos (Ef. 2,20; Ap 12,14). Jesús muestra tener un designio que escapa a los suyos (v. 6s). El Reino de Dios del que habla (v. 3b) no coincide con el reino mesiánico de Israel; los tiempos o momentos de su cumplimiento sólo el Padre los conoce. Sus fronteras son «los confines de la tierra» (vv. 7s).

Los apóstoles reciben, por tanto, una misión, pero no les corresponde a ellos «programarla». Sólo deben estar completamente disponibles al Espíritu prometido por el Padre (v 4-8). Como hizo en un tiempo Abrahán, también los apóstoles deben salir de su tierra —de su seguridad, de sus expectativas— y llevar el Evangelio a tierras lejanas, sin tener miedo de las persecuciones, fatigas, rechazos. La encomienda de la misión concluye la obra salvífica de Cristo en la tierra. Cumpliendo las profecías ligadas a la figura del Hijo del hombre apocalíptico, se eleva a lo alto, al cielo (esto es, a Dios), ante los ojos de los apóstoles —testigos asimismo, por consiguiente, de su glorificación— hasta que una nube lo quitó de su vista (cf. Dn 7,13).

Lucas presenta todo el ministerio de Jesús como una ascensión (desde Galilea a Jerusalén, y desde Jerusalén al cielo) y como un éxodo, que ahora llega a su cumplimiento definitivo: en la ascensión se realiza plenamente el «paso» (pascua) al Padre. Como anuncian dos hombres «con vestidos blancos» —es decir, dos enviados celestiales—, vendrá un día, glorioso, sobre las nubes (v. 11). No es preciso escrutar ahora con ansiedad los signos de los tiempos, puesto que se tratará de un acontecimiento tan manifiesto como su partida. Tendrá lugar en el tiempo elegido por el Padre (v. 7) para el último éxodo, el paso de la historia a la eternidad, la pascua desde el orden creado a Dios, la ascensión de la humanidad al abrazo trinitario.

Comentario del Salmo 46.

Este es el primer salmo que canta y celebra la realeza del Señor. Menciona en cuatro ocasiones que el Señor es rey (3.7.8.9), no sólo de Israel, sino de toda la tierra (3.8.9). La palabra Dios aparece siete veces. Con frecuencia, este número significa totalidad. Dios, por tanto, es el rey de toda la tierra.

Este salmo ha llegado hasta nosotros muy bien estructurado y organizado, lo que indica que fue importante en la historia y en las fiestas del pueblo de Dios. Tiene dos partes (2-6 y 7-10) bien armonizadas entre sí. Los temas y elementos de la primera combinan con los temas y elementos de la segunda. Podemos comparar las dos partes del salmo con las dos filas de una procesión, que discurren en paralelo. Primera fila: 2.3.4.5.6; segunda: 7,89.10a.10b. Al frente de cada una de ellas van las invitaciones (2 y 7); en la primera (2), a batir palmas, a aclamar a Dios con gritos de júbilo; y, en la segunda (7), a tocar instrumentos (la invitación tocad se repite cuatro veces).

Detrás de las invitaciones vienen los motivos (3 y 8): ¿Por qué habría que hacer lo que se pide? Los motivos son varios, pero todos ellos van encabezados por este: «Porque el Señor Altísimo es terrible» (3a) y es «el gran rey sobre toda la tierra» (3b y 8a).

A continuación, vienen las consecuencias de la realeza universal de Dios (4 y 9): la realeza del Señor se lleva a cabo mediante las acciones de Israel, que conquista a otros pueblos y los domina. Dios pone los pueblos bajo los pies de los israelitas (4). De este modo, el Señor reina sobre las naciones y se sienta en su trono sagrado (9).

A continuación vienen otras consecuencias (5 y 10a). Conquistando naciones, el pueblo de Dios toma posesión de la tierra prometida en heredad, tierra que es el orgullo del pueblo, al que se llama «Jacob» (5). En lugar de rebelarse, los jefes de los pueblos dominados se alían con el pueblo del Dios de Abrahán (10a), pues la promesa que se le hizo a este patriarca, fue esta: que se convertiría en padre de pueblos numerosos. Por su medio, los pueblos dominados sellan una alianza con el Señor y aceptan su realeza sobre todo el mundo.

La procesión termina mostrando la subida de Dios (6 y 10b). ¿Cómo sube Dios? Entre las aclamaciones y los aplausos del pueblo, acompañados de toques de trompeta, es decir, del toque de cuernos de carnero que, desde la época de la conquista, daban la señal que convocaba para el ataque a los ejércitos del pueblo de Dios (6). El Señor sube como jefe de los grandes de la tierra, y sube hasta el punto más alto (10b), como rey universal.

Las procesiones nos recuerdan celebraciones populares. Este salmo nació en el contexto de las celebraciones en torno a la realeza del Señor. El pueblo participaba en ellas activamente, acompañando con palmas (2a), gritos de júbilo y aclamaciones (2b.6a) la música que interpretaban correctamente los instrumentos (7.8b) y el toque de las trompetas (6b). Nuestras fiestas populares también suelen ser muy alegres, con procesiones festivas, danzas, palmas, instrumentos y aclamaciones.

En el trasfondo de este salmo podemos intuir una procesión. Dios asciende, no sólo simbólicamente, sino también en sentido real. Tal vez la marcha ascendiera a los lugares más altos de la ciudad de Jerusalén (templo), aclamando los participantes a Dios como rey de toda la tierra.

El salmo habla de naciones sometidas y de pueblos puestos bajo los pies de los israelitas (4); habla de conflictos a propósito de la herencia (la tierra prometida, 5) y de los jefes de Estado que se someten al pueblo de Dios, cumpliéndose así la promesa hecha a Abrahán (10a), padre de Israel, de que se convertiría en padre de naciones (Gén 12,3; 17,5-6), Se pensaba que Dios iba a convertirse en rey universal por medio de las armas y las conquistas militares de su pueblo, favoreciendo de este modo un imperialismo que contaba con las bendiciones del mismo Dios. Este tipo de mentalidad es contraria a la que hoy conocemos como autodeterminación de los pueblos.

, entregando su vida. Podemos rezar este salmo cuando queremos que todos conozcan el proyecto de Dios, Cuando soñamos con la libertad de los pueblos. Cuando queremos que nuestras celebraciones sean más vivas. Cuando necesitamos sentir la presencia de Dios en nuestro caminar.

Los salmos de la realeza del Señor, así como los que hablan de la persona del rey, están cargados de una ideología que favorece la dominación y el imperialismo. Con toda su buena voluntad, el salmo 47 pretende hacer reinar a Dios por medio de los ejércitos, las armas y las conquistas de Israel. Todo esto no deja de ser ambiguo y peligroso. Israel pretende mostrar que el Señor es el único Dios (Dt 6,4-5), pero lo logra con la fuerza de las armas. Cuanto mayor sea el número de las conquistas, más se manifiesta Dios como aliado y rey de toda la tierra. Así es como pensaba este salmo.

El Señor Altísimo y terrible es el gran rey sobre toda la tierra (3), porque la espada de Israel es terrible y somete por la fuerza a los pueblos y las naciones (4). Desde la distancia en que nos encontramos, podemos preguntarnos si la explotación y las muertes que se producen en esas circunstancias también engrandecen la realeza del Señor. También podemos preguntarnos si vale la pena celebrar a un Dios como este.

Mirando a Jesús, el salmo 47 cobra tintes nuevos y adquiere un rumbo diferente. Jesús cambió por completo el sentido de la realeza, dando una nueva orientación al ejercicio del poder. El es rey universal, pero su ascensión fue a la cruz, para dar vida a todos (Jn 10,10). Desde la cruz atrae a todos hacia sí, como rey universal (Jn 12,32). Como el grano de trigo que muere para dar fruto (Jn 12,24), resucita y vuelve al Padre, convirtiéndose en camino para la humanidad que busca la vida Un 14,6). 

Los cuatro evangelios presentan a Jesús como Rey, sobre todo en los relatos de la pasión (la liturgia reza este salmo en la fiesta de la Ascensión). Pero su realeza no se identifica con la que propone este salmo. El pueblo de Dios tiene, ciertamente, una misión histórica indispensable: hacer que todos acepten a Dios y a Jesús como lo absoluto de la vida. Pero los métodos y caminos para lograrlo no pueden ser los que se proponen en el salmo 47. 

Comentario de la Segunda lectura. Efesios 1, 15-23 

He tenido noticia de vuestra fe... y no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones. Una buena manera de orar: recordar a los que amamos... dar gracias a Dios por ellos..., pronunciar sus nombres... Juan, Ignacio, María Teresa, Eulalia... etc. 

Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda el espíritu de sabiduría para conocerle perfectamente. Detenerse para descubrir y conocer a Cristo. ¡Dame esa «sabiduría», Señor! ¡Concédela a todos los que amo! A todos los hombres. ¡Que sepa yo trabajar para que te descubran y conozcan! 

La soberana grandeza de su poder para con nosotros los creyentes es la misma fuerza, el poder y el vigor que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos. He ahí una de esas frases humanamente inverosímiles y que hay que ser san Pablo para inventarla. Hay que dejarse captar por esa fórmula audaz. ¡La «fuerza divina» que trabaja en mi corazón de creyente, es, ni más ni menos, la misma que resucitó a Jesús y lo elevó a los cielos! ¡Y me atreveré a desesperar de mis pecados y de mis debilidades! Pero, ¿lo creo de veras, firmemente? ¿Qué hago de hecho, para conectar con esa «corriente de fuerza» con este voltaje divino? En lugar de gemir en mis momentos bajos, ¿busco la comunión con Cristo, me aferro a la fuerza de resurrección que trabaja en el fondo de mi mismo? 

Dios estableció a Cristo por encima de todas las potestades y seres que nos dominan, sea cual fuere su nombre, no sólo en este mundo sino también en el venidero. Pablo se complace en contemplar a Cristo elevado por encima de todas las potencias angélicas. Los efesios vivían en el temor de los «espíritus»: se trata de una tendencia supersticiosa, todavía hoy, lejos de desaparecer completamente. El cristiano es un hombre liberado de esos miedos. Jesucristo es vencedor. 

Dios sometió bajo sus pies todas las cosas... Le constituyó «Cabeza suprema de la Iglesia» que es su Cuerpo, la Plenitud total del que lo llena todo en todo. Esta es también una frase intraducible que hay que saber saborear en silencio. ¡La Iglesia es el «cuerpo» de Cristo! ¡El lugar de su presencia activa, el cumplimiento total de Cristo! Entre Cristo y la Iglesia rigen las relaciones de la cabeza con el resto del organismo. Un influjo vital pasa de Cristo a la Iglesia. La Iglesia es también «el pueblo que todos nosotros formamos», un pobre grupo humano, lleno de debilidad y de pecado y que a menudo hace de pantalla que oculta a Cristo, en lugar de ser su «cumplimiento». Ruego, Señor, por la Iglesia... para que sea de veras lo que Tú quieras que sea.


o bien
Comentario de la Segunda Lectura: Hebreos 9, 24-28; 10, 19-23.

En los dos fragmentos que componen esta perícopa litúrgica se presenta a Cristo en su función sacerdotal, infinitamente superior a la instituida en la antigua alianza.

En el primer fragmento (9,24-28), se compara el culto celebrado el día de la Expiación con el culto ofrecido por Jesús. El no entró en el santuario, como hacía una sola vez al año el sumo sacerdote para expiar los pecados del pueblo con la sangre de las víctimas sacrificiales, sino que penetró nada menos que en los cielos —en la trascendencia de Dios— para interceder eternamente en favor de los hombres, tras haber ofrecido de una vez por todas el sacrificio de sí mismo: una ofrenda cuyo valor infinito puede rescatar a la humanidad del pecado (vv 24-26). Desde el cielo, como dice el símbolo de la fe, “vendrá a juzgar a vivos y muertos, y su Reino no tendrá fin”: precisamente por la eficacia de su sacrificio redentor podrá juzgar a cada hombre según la verdad y la misericordia, y dar la salvación eterna a cuantos le esperan (vv. 27s).

En el segundo fragmento se extraen las consecuencias de estas afirmaciones. En él se considera el misterio de la ascensión en relación con los creyentes: en virtud de la sangre de Jesús, quien crea puede confiar en que entrará en el santuario del cielo, en la comunión plena con el Dios santo, puesto que Cristo ha abierto el camino «a través del velo de su carne» (en el culto hebreo había una tienda que separaba el santuario del resto del templo). Para acceder al cielo no hacen falta, por consiguiente medios particulares (ritos complejos, prácticas ascéticas extenuantes): basta con seguir a Cristo, que ha dicho de sí mismo: “Yo soy el camino”. El Señor, fiel a sus promesas, no abandona al hombre; gracias a él está llamado el hombre a acercarse al Padre con fe plena y sincera, con el corazón purificado, con una vida que es recuerdo constante del lavado bautismal y de sus exigencias (10,21s). Mantengámonos, pues, firmes en la esperanza que profesamos (v. 23), y que ella nos haga avanzar en la caridad (v. 24) hasta el día en que se abra definitivamente a toda la humanidad el acceso al cielo.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 24,46-53.

El relato de la ascensión de Jesús en el evangelio según san Lucas tiene muchos rasgos en común con el que se nos presenta en Hechos de los Apóstoles; con todo, los matices y acentos diferentes son significativos. El acontecimiento aparece narrado inmediatamente a continuación de la pascua, significando de este modo que se trata de un único misterio: la victoria de Cristo sobre la muerte coincide con su exaltación a la gloria por obra del Padre (v. 51: «Fue llevado al cielo»). Al aparecerse a los discípulos, el Resucitado eles abrió la mente a la inteligencia de las Escrituras”, mostrándoles a través de ellas que toda su obra terrena formaba parte de un designio de Dios, que ahora se extiende directamente a los discípulos, llamados a dar testimonio de él. En efecto, a todas las naciones deberá llegar la invitación a la conversión para el perdón de los pecados, a fin de participar en el misterio pascual de Cristo (vv 47s). Jerusalén, hacia la que tendía toda la misión de Jesús en el tercer evangelio, se convierte ahora en punto de partida de la misión de los apóstoles: en ella es donde deben esperar el don del Espíritu, que, según había prometido Dios en las Escrituras (cf. Jl 3, ls; Ez 36,24-27; etc.), les enviará Jesús desde el Padre (v. 40).

Una vez les hubo dado las últimas consignas, Jesús llevó fuera a los discípulos, recorriendo al revés el camino que le había llevado a la ciudad el día de las Palmas. Sobre el monte de los Olivos, donde se encuentra Betania, y con un gesto sacerdotal de bendición, se separa de los suyos. Elevado al cielo, entra para siempre en el santuario celestial (Heb 9,24). Los discípulos, postrados ante él en actitud de adoración, reconocen su divinidad; a renglón seguido, cumpliendo el mandamiento de Jesús, se vuelven llenos de alegría a Jerusalén, donde frecuentan asiduamente el templo, alabando a Dios (vv. 52s): el evangelio concluye allí donde había empezado (1,7-10). El tiempo de Cristo acaba con la espera del Espíritu, cuya venida abre el tiempo de la Iglesia, preparado en medio de la oración y de la alabanza, repleto de la alegría del Resucitado.

La solemnidad de la ascensión nos hace vivir uno de los muchos aspectos paradójicos de la vida cristiana, que la hacen tan adecuada a las exigencias más profunda del corazón humano. Un corazón desgarrado entre su estar en la tierra y, al mismo tiempo, tener su casa ya en los cielos. Cuando Jesús anunció, durante la última cena, su propio «éxodo» ya próximo, predijo que ese acontecimiento produciría tristeza en sus discípulos. Lucas, por el contrario, describe a los apóstoles, que vuelven a Jerusalén tras haber visto desaparecer a Jesús de su mirada, “rebosantes de alegría”. ¿No hay aquí una contradicción?

Es preciso hablar de dos tipos diferentes de alegría o, por lo menos, de dos grados. Jesús ha dicho: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días», pero también nosotros podemos decir que, en cierto sentido, estamos siempre con él allí donde él ha «subido» con nuestra humanidad a la derecha del Padre, porque el bautismo nos ha incorporado profundamente a él. Por consiguiente, también nosotros tenemos el cielo como patria. Nuestra alegría será, en consecuencia, proporcional a la fe con que vivamos, a la certeza con que creamos que ahora, después de que Jesús ha llevado a cumplimiento la voluntad del Padre en el misterio pascual, ya nada es para el hombre como antes. Dios está con nosotros y nosotros estamos con él, siempre.
Nos corresponde a nosotros mantener viva nuestra fe, gozando por el bien del amado: Jesús, que, ahora asumido a la derecha del Padre, vive para siempre en la gloria. Allí, intercediendo en nuestro favor, hace que cada uno de nosotros lleve a cumplimiento el designio del Padre para vernos definitiva y eternamente consumados en el amor.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 24,46-53, para nuestros Mayores. “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?

El acontecimiento de la Ascensión aparece dos veces en las lecturas de hoy: en los Hechos de los Apóstoles, de modo más detallado; y al final del evangelio de Lucas. La segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, hace una alusión al mismo, al hablar de la entrada de Cristo en el cielo.

En la primera lectura vemos que los apóstoles están ligados todavía a una perspectiva política, de restauración del reino de Israel. Le preguntan a Jesús: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?». Los apóstoles no han comprendido todavía hasta el fondo la obra de Jesús en el misterio pascual, el designio de Dios.

Jesús les responde que no les toca a ellos conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido. Pero les promete la fuerza del Espíritu Santo, que bajará sobre ellos y les hará ser testigos en Jerusalén, en toda Galilea y Sanaría y hasta los confines de la tierra.

La perspectiva se ensancha de una manera impresionante: en vez de la restauración del reino de Israel, se trata de ser testigos de Cristo resucitado no sólo en Jerusalén, en Judea y Samaría, sino hasta los confines del mundo. De este modo, gracias a la fuerza y a la luz que recibirán del Espíritu Santo, los apóstoles harán frente a la tarea extraordinaria de propagar la fe en Cristo —con todas las gracias que la acompañan— entre todos los pueblos.

Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Los apóstoles se quedan mirando al cielo como encantados. Pero dos hombres con vestiduras blancas —en los que reconocemos a dos ángeles— les dicen: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?».

No es éste el momento de mirar al cielo, sino de llevar a cabo la obra apostólica, de trabajar en la tierra para propagar la fe en Jesús y, con ella, la esperanza y la caridad. Es el momento de transformar la tierra para que, cuando vuelva Jesús —y ciertamente volverá—, la encuentre preparada para su venida.

En consecuencia, la Ascensión no es para nosotros únicamente el fundamento de nuestra esperanza de reunirnos al final con Cristo en el cielo, sino un estímulo para trabajar en la transformación del mundo según el plan de Dios.

En el fragmento del Evangelio encontramos también una perspectiva universal como la de los Hechos de los Apóstoles. Jesús resucitado comunica a sus discípulos que «en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén».

Jerusalén es el punto de partida para ir a todas las gentes y ofrecerles el fruto del misterio pascual de Jesús: la conversión y el perdón de los pecados. Y, por nuestra parte, podríamos añadir: la gracia de Dios y el amor.

Esto será posible gracias al Espíritu Santo prometido por el Padre. Afirma Jesús: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto». Jesús promete la venida del Espíritu Santo: una venida que debemos preparar y esperar con la oración, como hicieron de hecho los apóstoles y María.

Jesús lleva después a los apóstoles a Betania y, levantando las manos, los bendice. Mientras los bendice, se separa de ellos. Este gesto suyo de bendecir levantando las manos es significativo, porque es el gesto del sumo sacerdote después del sacrificio.

Este gesto sólo aparece dos veces en el Antiguo Testamento, y en ambos casos se trata del sumo sacerdote, que bendice al pueblo después del sacrificio solemne.

Lucas nos hace comprender así que la muerte de Jesús ha sido el sacrificio más perfecto, porque gracias a ella se ha convertido en el sumo sacerdote que bendice, propaga las gracias del Señor, difunde el Espíritu Santo y transforma toda nuestra vida.

La segunda lectura presenta, explícitamente, la muerte de Jesús como un sacrificio, el más perfecto de los sacrificios, y compara el resultado de este sacrificio, a saber, la entrada de Jesús en el cielo, con la entrada del sumo sacerdote en el Santo de los Santos del templo de los judíos.

El autor nos hace comprender que el objeto de los sacrificios era introducir al sumo sacerdote en la morada de Dios, pero este objeto no se alcanzó nunca en el Antiguo Testamento, porque el Santo de los Santos no era realmente la morada de Dios, sino un santuario material, «hecho por manos de hombre» (Hechos 7,48; 17,24; cf. 1 Reyes 8,27).

Cristo, en cambio, ha entrado verdaderamente «en el mismo cielo», de modo definitivo, por medio de su sacrificio. Su sesión a la diestra de Dios es para nosotros un motivo de plena confianza, porque ahora él se presenta en el cielo en favor nuestro ante el rostro de Dios, y porque, por otra parte, ha trazado el camino que nos permitirá también a nosotros entrar en el santuario. En efecto, él «ha entrado por nosotros como precursor» (Hebreos 6,20).

Ya podemos llegar a él desde ahora, espiritualmente, porque su sangre, que es la «sangre de la alianza» (Hebreos 10,29; Mateo 26,28), ha abolido todas las antiguas barreras y nos da «entrada libre en el santuario».

La naturaleza humana de Cristo resucitado, glorificada por completo, es «el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros» y está a nuestra disposición. Cristo es nuestro sumo sacerdote perfecto.

El bautismo ha purificado por completo nuestras conciencias. En consecuencia, estamos invitados a acercarnos a Dios «con fe colmada», con una esperanza inquebrantable (10,23) y un paroxismo de caridad (10,24).

De este modo, podremos esperar con plena confianza la segunda venida de nuestro Salvador, anunciada por los ángeles el día de la Ascensión (Hechos 1,11) y predicha también por la Carta a los Hebreos (Hebreos 9,28).

En la segunda lectura alternativa, tomada de la Carta a los Efesios, Pablo nos hace admirar la extraordinaria grandeza del poder divino que se manifiesta en la Ascensión de Jesús.

Comentario del Santo Evangelio: Lc 24, 46-53, de Joven para Joven. La revelación conclusiva del Señor resucitado.

Jesús había muerto de un modo atroz e ignominioso sobre la cruz. Parecía que sus enemigos tenían razón al decir que Dios no quería saber nada de él y que su obra había fracasado. En esta situación, no es cierto —como dicen algunos— que sus discípulos, tras un primer momento de profundo abatimiento, habrían caído en la cuenta de que sus palabras seguían siendo válidas y que debían ser transmitidas; comenzarían así a afirmar que había resucitado. Al contrario, los discípulos quedaron profundamente decepcionados y desconcertados (24,20-21) y consideraron la noticia de la tumba vacía y de la resurrección de Jesús como un desvarío (cf. 24,11). Jesús mismo, en su condición de Resucitado, tuvo que convencer a sus discípulos de que él no permanecía en la muerte, de que estaba vivo y participaba de la vida de Dios. Por propia iniciativa sale al encuentro de dos discípulos que se alejaban de la comunidad y se dirigían a Emaús (24,13-35). Se aparece a Simón Pedro (24,34). Se presenta a toda la comunidad, vence las dudas que tenían los discípulos y les convence de que él, el Crucificado, vivía realmente (24,36-43). A esta comunidad, conducida por él tan fatigosamente a la fe en su resurrección, le abre su entendimiento para que comprendiera las Escrituras y le da su último encargo (24,44-49). Conduce a los discípulos a Betania y se despide de ellos con su bendición. Su ascensión es para ellos un signo de que las apariciones del Resucitado han terminado y de que, a partir de su resurrección, su puesto no está ya junto a ellos en la tierra, sino junto a Dios Padre en el cielo (24,50-53).

Jesús comienza por resolver una dificultad que embargaba a los discípulos y a todos los miembros de su pueblo: el escándalo de la cruz (cf 1Cor 1,18-24). ¿Cómo puede un crucificado ser el Mesías, es decir, el último y definitivo rey que Dios mismo envía a su pueblo para otorgarle, a través de él, la vida en plenitud? Jesús remite a las Escrituras. En ellas ha expresado Dios su voluntad y ha fijado su plan de salvación. Ellas gozan además de la mayor autoridad en el pueblo de Israel. Jesús muestra que las Escrituras hablan de él y de los principales acontecimientos de su camino: «Así está escrito: el Mesías tiene que morir y resucitar de entre los muertos» (24,46; cf. 24,26). Mostrando la conexión existente entre las Escrituras y su propio camino, Jesús indica que aquellos acontecimientos tan escandalosos para los hombres forman parte del plan divino de salvación. Quien comprenda y acoja su explicación de las Escrituras, tendrá que reconocer al Mesías en el Crucificado.

Los discípulos, por sí solos, no están en condiciones de comprender de este modo las Escrituras. No se trata de descifrar o de explicar con más o menos acierto determinados pasajes de la Escritura. Ya en el camino hacia Jerusalén había declarado Jesús que su destino correspondía a las Escrituras, sin que los discípulos comprendieran lo más mínimo (18,31-34). Esta comprensión de las Escrituras es el don del Resucitado. Las Escrituras pueden ser entendidas correctamente y en su pleno significado sólo a partir del «cumplimiento». El Señor resucitado es el que las explica de manera competente, y su resurrección es la clave para comprenderlas.

Aclarando que, según el plan divino de salvación, él es el Cristo en cuanto crucificado y resucitado, Jesús ha puesto el fundamento firme para la predicación de los discípulos y ha fijado el contenido esencial. El mismo plan de salvación prevé que, en su nombre, se anuncie a todos los pueblos la conversión para el perdón de los pecados. Los discípulos, que han sido testigos de toda la obra y todo el camino de Jesús, deben iniciar esta predicación en Jerusalén, en el lugar donde se ha cumplido la misión de Jesús.

La predicación tiene como finalidad el perdón de los pecados, es decir, la reconciliación y la comunión con Dios. El presupuesto para esta paz con Dios es la conversión a él. Si Jesús dice que la predicación se ha de hacer en su nombre, esto no significa que en ella deba ser recordado sólo su nombre; su nombre está por todo lo que pertenece a Jesús y por todo lo que le caracteriza; comprende toda su obra y todo su camino. Jesús subraya sobre todo el hecho de que él es el Cristo crucificado y resucitado. En él se manifiesta Dios de un modo nuevo y definitivo. En la pasión de Jesús, Dios, que ha proyectado para su Hijo amado este camino (cf. 20,13), muestra hasta dónde llega su amor por nosotros, pecadores. En la resurrección de Jesús, Dios manifiesta su poder sobre la muerte y revela el destino de nuestra vida humana, es decir, la comunión eterna con él. La predicación en el nombre de Jesús desemboca en la llamada a convertirse al Dios que se ha revelado en Jesús, a creer en él, a depositar en él toda confianza y toda esperanza. Quien se convierte de este modo a Dios, recibe el perdón de las culpas y es acogido en su comunión.

El Resucitado hace además que sus discípulos sean testigos. El reencuentro con él y su ascensión a los cielos completan la serie de los acontecimientos que deben testimoniar (He 1,2 1-22). Todo anuncio debe partir de estos testigos. Se trata de un anuncio que no se fundamenta en especulaciones, ideas u opiniones personales, sino en acontecimientos históricos y en instrucciones dadas por Jesús. Por eso ha de provenir sólo de aquellos que han acompañado y escuchado a Jesús, de aquellos a quienes él mismo ha explicado su destino. Ellos deben poner en marcha el anuncio destinado a todo el mundo. Son los testigos oculares. Toda transmisión del mensaje depende precisamente de que son testigos oculares, dignos de todo crédito, y de que han prestado un servicio fiel a la Palabra (cf. 1,2).

Los discípulos no pueden cumplir con sus propias fuerzas una tarea tan inmensa. Jesús les anuncia el envío del don que el Padre ha prometido. El los revestirá de poder desde lo alto. Les enviará el Espíritu Santo, que los capacitará para anunciar con valentía y de manera convincente la obra de Jesús y su resurrección (cf. He 2,22-36). Penetrados e impregnados de la fuerza del Espíritu podrán ya percibir todo el alcance y significado de lo que Dios ha cumplido en la obra y la resurrección de Jesús. Este Espíritu sostiene el coraje y la convicción de su testimonio. Este Espíritu los une a Dios, les da el acceso a él y les muestra lo que ha llevado a cabo en la persona de Jesús.

Tras haber convencido de muchos modos a los discípulos de su resurrección y después de haberles preparado para su misión, Jesús se despide de ellos. En adelante no estará ya presente junto a ellos de manera visible. Pero los acompañará en su camino, será su huésped en la comunión de la mesa y estará activo en su interpretación de las Escrituras y en el creciente convencimiento de su plenitud de vida. Esto es lo que había indicado ya a los dos discípulos de Emaús. El se despide con las manos elevadas. Mientras se sustrae a sus ojos, los bendice. Les otorga toda la fuerza de su bendición, que permanecerá con ellos y sostendrá toda su vida y toda su obra.

También Dios, al final de la creación, bendijo el séptimo día (Gén 2,3). Los patriarcas Isaac (Gén 27) y Jacob (Gén 48,9-49,28), al final de sus días, bendijeron igualmente a sus descendientes; invocaron sobre ellos la bendición de Dios. De manera similar, la bendición de Jesús es un don de despedida. Con él quiere conservar a los suyos en la vida y en la salvación.

La ascensión de Jesús, de la que Lucas habla también en He 1,9-10, no significa que Jesús alcance sólo ahora, a través de un alto vuelo, su destino: la plena comunión con Dios. La ascensión tiene un carácter simbólico, de signo. El «cielo» no se ha de entender aquí en sentido cosmológico, como «la esfera sobre la tierra», sino en un sentido teológico: «El ámbito de la presencia patente de Dios». Con su resurrección, Jesús ha entrado ya en su gloria (cf. 24,26.46), en la participación plena de la gloria de Dios. La ascensión y la desaparición a los ojos de los discípulos es el signo de que las apariciones han terminado, de que el puesto de Jesús no está ya sobre esta tierra, junto a sus discípulos, sino en el cielo, junto a Dios, su Padre.

Sólo ahora se menciona el gozo de los discípulos y su alabanza a Dios. Lucas habla de «gran gozo» únicamente en 2,10 y 24,52: en el nacimiento de Jesús y en su ascensión. Este gozo singular caracteriza a los que han podido encontrar a Jesús en esos dos puntos extremos de su camino, que señalan su venida a los hombres y el cumplimiento de su destino.

Sólo ahora habla el evangelista del gozo de los discípulos y de su alabanza a Dios. Ya Zacarías (1,64.68-79) y Simeón (2,28-32) habían alabado a Dios. Continuamente ha resonado la alabanza a Dios tras las acciones prodigiosas de Jesús (7,16; 13,13.; 17,15; 18,43). Después que los discípulos han experimentado a través del Resucitado la acción más grande del poder de Dios, es decir, la resurrección de Jesús, para ellos hay sólo una respuesta adecuada: la alabanza gozosa y llena de gratitud a Dios. Lucas ha iniciado su obra con el sacrificio del incienso por parte de Zacarías y con la oración del pueblo en el templo (1,8- 10). De esta manera se pide a Dios que se acuerde de su pueblo y que se muestre benévolo hacia él. Lucas concluye su evangelio con los discípulos de Jesús que alaban a Dios en el templo. Ellos, que han acompañado a Jesús hasta su ascensión, saben mejor que nadie que Dios se ha acordado efectivamente de su pueblo. Y todos los que, a través de su testimonio y a través de la obra de Lucas, experimentan la grandeza de la misericordia de Dios no pueden hacer nada mejor que participar en la alabanza a Dios.

Elevación Espiritual para este día.

¿Te maravillas de que el Espíritu Santo esté al mismo tiempo con nosotros y allá arriba, visto que también el cuerpo de Cristo está en el cielo y con nosotros? El cielo ha tenido su santo cuerpo y la tierra ha recibido el Santo Espíritu; Cristo ha venido y nos ha traído el Espíritu Santo; Cristo ha ascendido y se ha llevado consigo nuestro cuerpo. ¡Oh tremenda y estupenda economía! ¡Oh gran Rey, grande en todo, verdaderamente grande y admirable! Gran profeta, gran sacerdote, gran luz, grande desde todos los puntos de vista. Y, sin embargo, no sólo es grande según la divinidad, sino también según la humanidad. Del mismo modo que es grande como Dios, Señor y Rey por su divinidad, también es gran sacerdote y gran profeta…

Tenemos, pues, en el cielo la prenda de nuestra vida: hemos sido asumidos junto con Cristo. Es cierto que seremos arrebatados también entre las nubes si somos encontrados dignos de ir a su encuentro entre las nubes. El reo no va al encuentro del juez, sino que se le hace comparecer ante él, y no se presenta a él nunca, como es natural, porque no se siente tranquilo. Por eso, carísimos, oremos todos para poder estar entre los que irán a su encuentro, aunque sea entre los últimos.

Reflexión Espiritual para el día.

Si Cristo nos ha dado la vida eterna, es para Vivirla, anunciarla, manifestarla, celebrarla como la cima de todas las felicidades, como nuestra bienaventuranza. Hace dos mil años que Cristo habló del pan, de la paz y de la libertad. Pero lo que ha traído a la tierra es más: ha traído la vida eterna. Y es la vida eterna lo que nosotros con él, en la Iglesia, debemos continuar llevando. Si no somos nosotros quienes damos la vida eterna, nadie lo hará en nuestro lugar. Eso equivale a afirmar que ésta es la base de nuestra vocación cristiana; es distinguir de manera infalible nuestra vocación religiosa de una vocación política, de un sistema de pensamiento; es demostrar que a nosotros no nos interesa en absoluto la conquista del mundo; lo que nos apremia es que cada hombre pueda encontrar, como nosotros lo hemos encontrado, un Dios al que amamos y que antes ha amado a cada hombre. Necesitamos aprender, expresar la vida de un hombre invadido de vida eterna, y eso, tal vez, hasta nuestra muerte. Ahora bien, esta vida existe para ser cantada, cantada después o antes de la muerte; y a lo largo del camino no se canta con un folio de papel: se canta con el corazón. No debéis ninguna fidelidad al pasado en cuanto pasado; sólo debéis fidelidad a lo que os ha traído de eterno, es decir, de caridad.

El rosto de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: He 1,1-11; Heb 9,24-28; 10,19-23; Lc 24,46-53 Ascensión del Señor. Henoc.

Cristo resucitado que sube al cielo, volviendo a la gloria de la divinidad, nos permite recordar —además de la famosa ascensión al cielo del profeta Elías— una noticia breve respecto a uno de los patriarcas anteriores al relato del diluvio, y a la aparición de Abrahán. Si recorremos la larga lista genealógica del capítulo V del Génesis, nos damos cuenta de que, partiendo de Adán y de su hijo Set, está redactada con fórmulas fijas: «A tenía tantos años cuando engendró a B; después de haber engendrado a B, vivió todavía tantos años y engendró hijos e hijas. Toda la vida de A fuer de tantos años; después murió». Pues bien, al llegar a Henoc nos encontramos con una curiosa variante: «Henoc, a la edad de sesenta y cinco años, engendró a Matusalén; y después de haber engendrado a Matusalén, siguió los caminos de Dios trescientos años, y engendró hijos e hijas. Henoc vivió en total trescientos sesenta y cinco años, y siguió los caminos de Dios; después no fue visto más, porque Dios se lo llevó» (5,21-24).

Dejamos entre paréntesis los llamativos números, a menudo de valor simbólico (los 365 años de Henoc nos están recordando los días del año solar) y fijamos nuestra atención en esa frase final: Henoc es un justo, como dice la imagen de «siguió los caminos de Dios», que se dice también de Noé (Gén 6,9), y en el ocaso de su vida Dios «se lo lleva consigo». El verbo hebreo laqah se usa también para decir que Elías fue arrebatado (2Re 2,11), es un «ser asumido» a la comunión plena con Dios. Este es el destino del justo cuya vida, ya durante la existencia terrena, está íntimamente ligada a su Señor y que, en la muerte, es atraído a la luz eterna de Dios.

Por eso Henoc entra en la misma tradición bíblica posterior como un modelo para todos los fieles. Escribe Sirácida, sabio del siglo II a.C.: «Henoc fue grato a Dios, ejemplo aleccionador para todas las generaciones. Nadie fue creado sobre la tierra semejante a Henoc, porque también él fue arrebatado de la tierra» (44,16; 49,14). Signo de inmortalidad feliz con Dios, a esta figura pre israelítica la incluye también Lucas en la genealogía universal de Jesús (3,37), y la Carta a los hebreos, al incluirlo entre los héroes de la fe, nos advierte que este es el camino a seguir para vivir eternamente en la gloria divina: «Por la fe fue arrebatado de este mundo Henoc, sin experimentar la muerte y la Escritura dice que antes de ser arrebatado había agradado a Dios. Ahora bien, sin la fe es imposible agradarle; porque aquel que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensará a aquellos que lo buscan» (11,5-6).

La fama de Henoc se difundió de tal modo en el judaísmo que a él se refiere uno de los más importantes textos apócrifos («no canónicos» e «inspirados») del Antiguo Testamento, los llamados Libros de Henoc, del que ha llegado a nosotros uno en versión etíope y el otro en una traducción eslava. En la Carta de Judas, uno de los escritos neo testamentarios, se cita precisamente el primero de estos libros, el Henoc etíope, y es la última vez que el patriarca ascendido al cielo aparece en la Biblia: «Ya profetizó de ellos Henoc, séptimo patriarca después de Adán, diciendo: “Mirad, el Señor viene con miles y miles de ángeles a entablar juicio contra todos y a condenar a todos los criminales por todos los crímenes que cometieron y por todas las blasfemias que estos pecadores pronunciaron contra él”» (vv. 14-15). 
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