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domingo, 23 de mayo de 2010

Lecturas del día 23-05-2010. Ciclo C.

23 de Mayo de 2010.  DOMINGO. VIGILIA DE DE PENTECOSTÉS. MES DEDICADO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA. LA VIRGEN NUESTRA SEÑORA DEL ROCIO. DEL ROCIO. DÍA DE LA ACCIÓN CATÓLICA Y DEL APOSTOLADO SEGLAR. ( Ciclo C). 3ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Lucio y co mrs, Desiderio ob, Eutiquio ab, Quiteria vg, Domingo Ngòn pf mr,

LITURGIA DE LA PALABRA

Hch 2, 1-11. Se llenaron todos del Espíritu santo y empezaron a hablar.
Sal 103. R/ Envía tu Espíritu Santo, y repuebla la faz de la tierra.
Rm 8, 8-17. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.
o bien
1 Co 12, 3B-7.12-13. Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo

Secuencia. Ven, Espíritu divino,.
manda tu luz desde el ciélo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando nó envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su méríto; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Jn 14, 15-16.23b26. El EspirítuSanto os enseñará todo.
o bien
Jn 20. 19-23. Como el Padre me ha enviado, así también os envio yo,. Recibid el Espíritu Santo.
El Espíritu es la misma vida de Dios. En la Biblia es sinónimo de vitalidad, de dinamismo y novedad. El Espíritu animó la misión de Jesús y se encuentra también a la raíz de la misión de la Iglesia. El evento de Pentecostés nos remonta al corazón mismo de la experiencia cristiana y eclesial: una experiencia de vida nueva con dimensiones universales.

La primera lectura (Hch 2,1-11) es el relato del evento de Pentecostés. En ella se narra el cumplimiento de la promesa hecha por Jesús al final del evangelio de Lucas y al inicio del libro de los Hechos (Lc 24,49: “Por mi parte, les voy a enviar el don prometido por mi Padre... quédense en la ciudad hasta que sean revestidos de la fuerza que viene de lo alto”; Hch 1,5.8: “Ustedes serán bautizados con Espíritu Santo dentro de pocos días... ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo”).

Con esta narración Lucas profundiza un aspecto fundamental del misterio pascual: Jesús resucitado ha enviado el Espíritu Santo a la naciente comunidad, capacitándola para una misión con horizonte universal. El relato inicia dando algunas indicaciones relativas al tiempo, al lugar y a las personas implicadas en el evento. Todo ocurre “al llegar el día de Pentecostés” (Hch 2,1). Pentecostés es una fiesta judía conocida como “fiesta de las semanas” (Ex 34,22; Num 28,26; Dt 16,10.16; etc.) o “fiesta de la cosecha” (Ex 23,16; Num 28,26; etc.), que se celebraba siete semanas después de la pascua.

Parece ser que en algunos ambientes judíos en época tardía, en esta fiesta se celebraban las grandes alianzas de Dios con su pueblo, particularmente la del Sinaí que estaba directamente relacionada con el don de la Ley. Aunque Lucas no desarrolla esta temática en el relato de Pentecostés, seguramente conocía esta tradición y es probable que haya querido asociar el don del Espíritu, enviado por Cristo resucitado, al don de la Ley recibido en el Sinaí. En la comunidad de Qumrán, contemporánea a Jesús, Pentecostés había llegado a ser la fiesta de la Nueva Alianza que aseguraba la efusión del Espíritu de Dios al nuevo pueblo purificado (cf. Jer 31,31-34; Ez 36).

El texto de los Hechos da otra indicación: “estaban todos juntos en un mismo lugar” (Hch 2,1). Con estas palabras se quiere sugerir que los presentes estaban unidos, no sólo en un mismo sitio, sino con el corazón. Aunque no se habla de una reunión cultual, no sería extraño que Lucas imaginara a los creyentes en oración, esperando la venida del Espíritu, de la misma forma que Jesús estaba orando cuando el Espíritu bajó sobre él en el bautismo (Lc 3,21: “Mientras Jesús oraba... el Espíritu Santo bajó sobre él”; Hch 1,14: “Solían reunirse de común acuerdo para orar en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de los hermanos de éste”).

Lucas utiliza en primer lugar el símbolo del viento para hablar del don del Espíritu: “De repente vino del cielo un ruido, semejante a una ráfaga de viento impetuoso y llenó la casa donde se encontraban” (Hch 2,2). Aunque los discípulos estaban a la espera del cumplimiento de la promesa del Señor resucitado, el evento ocurre “de repente” y, por tanto, en forma imprevisible. Es una forma de decir que se trata de una manifestación divina, ya que el actuar de Dios no puede ser calculado ni previsto por el ser humano. El ruido llega “del cielo”, es decir, del lugar de la trascendencia, desde Dios. Su origen es divino. Y es como el rumor de una ráfaga de viento impetuoso.

El evangelista quería describir el descenso del Espíritu Santo como poder, como potencia y dinamismo y, por tanto, el viento era un elemento cósmico adecuado para expresarlo. Además, tanto en hebreo como en griego, espíritu y viento se expresan con una misma palabra (hebreo: ruah; griego: pneuma). No es extraño, por tanto, que el viento sea uno de los símbolos bíblicos del Espíritu. Recordemos el gesto de Jesús en el evangelio, cuando “sopla” sobre los discípulos y les dice: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22), o la visión de los esqueletos calcinados narrada en Ezequiel 37, donde el viento–espíritu de Dios hace que aquellos huesos se revistan de tendones y de carne, recreando el nuevo pueblo de Dios.

“Entonces aparecieron lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos” (Hch 2,3). Lucas se sirve luego de otro elemento cósmico que era utilizado frecuentemente para describir las manifestaciones divinas en el Antiguo Testamento: el fuego, que es símbolo de Dios como fuerza irresistible y trascendente. La Biblia habla de Dios como un “fuego devorador” (Dt 4,24; Is 30,27; 33,14); “una hoguera perpetua” (Is 33,14). Todo lo que entra en contacto con él, como sucede con el fuego, queda transformado. El fuego es también expresión del misterio de la trascendencia divina. En efecto, el ser humano no puede retener el fuego entre sus manos, siempre se le escapa; y, sin embargo, el fuego lo envuelve con su luz y lo conforta con su calor. Así es el Espíritu: poderoso, irresistible, trascendente.

El evento extraordinario expresado simbólicamente en los vv. 2-3 se explicita en el v. 4: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo”. Dios mismo llena con su poder a todos los presentes. No se les comunica un auxilio cualquiera, sino la plenitud del poder divino que se identifica en la Biblia con esa realidad que se llama: el Espíritu. Se trata de un evento único que marca la llegada de los tiempos mesiánicos y que permanecerá para siempre en el corazón mismo de la Iglesia. Desde este momento el Espíritu será una presencia dinámica y visible en la vida y la misión de la comunidad cristiana.

La fuerza interior y transformadora del Espíritu, descrita antes con los símbolos del viento y del fuego, se vuelve ahora capacidad de comunicación que inaugura la eliminación de la antigua división entre los seres humanos a causa de la confusión de lenguas en Babel (Gen 11). “Y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les concedía expresarse” (v. 4). En Jerusalén, no en la casa donde están los discípulos, ni en el espacio cerrado de unos pocos elegidos, sino en el espacio abierto donde hay gente de todos las naciones (v. 5), en la plaza y en la calle, el Espíritu reconstruye la unidad de la humanidad entera e inaugura la misión universal de la Iglesia.

El pecado condenado en el relato de la torre de Babel es la preocupación egoísta de los seres humanos que se cierran y no aceptan la existencia de otros grupos y otras sociedades, sino que desean permanecer unidos alrededor de una gran ciudad cuya torre toque el cielo. El Espíritu debe venir continuamente para perdonar y renovar a los seres humanos para que no se repitan más las tragedias causadas por el racismo, la cerrazón étnica y los integrismos religiosos.

El Espíritu de Pentecostés inaugura una nueva experiencia religiosa en la historia de la humanidad: la misión universal de la Iglesia. La palabra de Dios, gracias a la fuerza del Espíritu, será pronunciada una y otra vez a lo largo de la historia en diversas lenguas y será encarnada en todas las culturas. El día de Pentecostés, la gente venida de todas las partes de la tierra “les oía hablar en su propia lengua” (Hch 2,6.8). El don del Espíritu que recibe la Iglesia, al inicio de su misión, la capacita para hablar de forma inteligible a todos los pueblos de la tierra.

En el evangelio se narra la aparición del Señor Resucitado a los discípulos el día de pascua. Todo el relato está determinado por una indicación temporal (es el primer día de la semana) y una indicación espacial (las puertas del lugar donde están los discípulos están cerradas).

La referencia al primer día de la semana, es decir, el día siguiente al sábado (el domingo), evoca las celebraciones dominicales de la comunidad primitiva y nuestra propia experiencia pascual que se renueva cada domingo. La indicación de las puertas cerradas quiere recordar el miedo de los discípulos que todavía no creen, y al mismo tiempo quiere ser un testimonio de la nueva condición corporal de Jesús que se hará presente en el lugar. Jesús atravesará ambas barreras: las puertas exteriores cerradas y el miedo interior de los discípulos. A pesar de todo, están juntos, reunidos, lo que parece ser en la narración una condición necesaria para el encuentro con el Resucitado; de hecho Tomás sólo podrá llegar a la fe cuando está con el resto del grupo.

Jesús “se presentó en medio de ellos” (v.19). El texto habla de “resurrección” como venida del Señor. Cristo Resucitado no se va, sino que viene de forma nueva y plena a los suyos (cf. Jn 14,28: “me voy y volveré a vosotros”; Jn 16,16-17) y les comunica cuatro dones fundamentales: la paz, el gozo, la misión, y el Espíritu Santo.

Los dones pascuales por excelencia son la paz (el shalom bíblico) y el gozo (la járis bíblica), que no son dados para el goce egoísta y exclusivo, sino para que se traduzcan en misión universal. La misión que el Hijo ha recibido del Padre ahora se vuelve misión de la Iglesia: el perdón de los pecados y la destrucción de las fuerzas del mal que oprimen al ser humano. Para esto Jesús dona el Espíritu a los discípulos. En el texto, en efecto, sobresale el tema de la nueva creación: Jesús “sopló sobre ellos”, como Yahvé cuando creó al ser humano en Gen 2,7 o como Ezequiel que invoca el viento de vida sobre los huesos secos (Ez 37).

Con el don del Espíritu el Señor Resucitado inicia un mundo nuevo, y con el envío de los discípulos se inaugura un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la verdad de la resurrección. Como “seres humanos nuevos”, llenos del aliento del Espíritu en virtud de la resurrección de Jesús, deberán continuar la misión del “Cordero que quita el pecado del mundo”: la misión de la Iglesia que continúa la obra de Cristo realiza la renovación de la humanidad como en una nueva obra creadora en virtud del poder vivificante del Resucitado.

PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 2,1-11
Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar 

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.

Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: "¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 103
R/.Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Bendice, alma mía, al Señor: / ¡Dios mío, qué grande eres! / Cuántas son tus obras, Señor; / la tierra está llena de tus criaturas. R.

Les retiras el aliento, y expiran / y vuelven a ser polvo; / envías tu aliento, y los creas, / y repueblas la faz de la tierra. R.

Gloria a Dios para siempre, / goce el Señor con sus obras. / Que le sea agradable mi poema, / y yo me alegraré con el Señor. R.

SEGUNDA LECTURA
1Corintios 12,3b-7.12-13
Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo
Hermanos: Nadie puede decir "Jesús es Señor", si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común.

Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todo hemos bebido de un solo Espíritu.

Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO
Juan 20,19-23
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en su casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a vosotros." Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envió yo." Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos."

Palabra del Señor.

EN EL PRESENTE CICLO C PUEDEN UTILIZARSE ESTAS LECTURAS:

SEGUNDA LECTURA
Romanos 8, 8-17
Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios
Hermanos: Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo.

Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.

Así pues, hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.

Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.

Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: "¡Abba!" (Padre).

Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO
Juan 14, 15-16. 23b-26
El Espíritu Santo os lo enseñará todo 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros.

El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.

El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.

Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho."

Palabra del Señor

Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11
Cuando el día de Pentecostés llegaba a su conclusión —aunque el acontecimiento narrado tiene lugar hacia las nueve de la mañana, la fiesta había comenzado ya la noche precedente— se cumple también la promesa de Jesús (1,1-5) en un contexto que recuerda las grandes teofanías del Antiguo Testamento y, en particular, la de Ex 19, preludio del don de la Ley, que el judaísmo celebraba precisamente el día de Pentecostés (vv. 1s). Se presenta al Espíritu como plenitud. El es el cumplimiento de la promesa. Como un viento impetuoso llena toda la casa y a todos los presentes; como fuego teofánico asume el aspecto de lenguas de fuego que se posan sobre cada uno, comunicándoles el poder de una palabra encendida que les permite hablar en múltiples lenguas extrañas (vv. 3s).

El acontecimiento tiene lugar en un sitio delimitado (v. 1) e implica a un número restringido de personas, pero a partir de ese momento y de esas personas comienza una obra evangelizadora de ilimitadas dimensiones (“todas las naciones de la tierra”: v. 5b). El don de la Palabra, primer carisma suscitado por el Espíritu, está destinado a la alabanza del Padre y al anuncio para que todos, mediante el testimonio de los discípulos, puedan abrirse a la fe y dar gloria a Dios (v. 11b).

Dos son las características que distinguen esta nueva capacidad de comunicación ampliada por el Espíritu: en primer lugar, es comprensible a cada uno, consiguiendo la unidad lingüística destruida en Babel (Gn 11,1-9); en segundo lugar, parece referirse a la palabra extática de los profetas más antiguos (cf. 1 Sm 10,5-7) y, de todos modos, es interpretada como profética por el mismo Pedro, cuando explica lo que les ha pasado a los judíos de todas procedencias (vv 17s).

El Espíritu irrumpe y transforma el corazón de los discípulos volviéndolos capaces de intuir, seguir y atestiguar los caminos de Dios, para guiar a todo el mundo a la plena comunión con él, en la unidad de la fe en Jesucristo, crucificado y resucitado (vv. 22s y 38s; cf. Ef. 4,13).

Comentario del Salmo 103
Este salmo es un himno de alabanza que bendice y da gracias al Dios creador. Una persona (1a.33-35) alaba a Dios ante las maravillas de la creación, recorriendo la totalidad de las cosas creadas, como si se tratara de un nuevo relato de la creación. De hecho, este salmo tiene muchos elementos en común con Gén 1.

El salmo tiene iguales la introducción y la conclusión: « ¡Bendice, alma mía, al Señor!» (1a.35b). El cuerpo del salmo (1b-35a) se puede dividir en cuatro partes: 1b-4; 5-24; 25-32; 33-35a.

La primera parte (1b-4) celebra la grandeza y la majestad del Señor en el cielo. Según Gén 1,3, la luz fue lo primero que creó Dios, Se la presenta aquí como un manto que envuelve al mismo Dios (2a). El salmista no es capaz de describir plenamente la grandeza del Señor. Se contenta con decir algo, hablando de sus ropas: esplendor, majestad, luz. Están presentes los elementos celestes: los cielos, las aguas superiores (por oposición a las aguas inferiores), nubes, vientos, fuego (tres de los cuatro elementos de la naturaleza; el cuarto, la tierra, vendrá a continuación). Toda la creación está al servicio de Dios: los vientos y el fuego (los relámpagos) son sus mensajeros.

La segunda parte (5-24) vuelve su atención hacia la tierra y hacia todo lo que contiene, especialmente, el ser humano, centro de la creación (se recuerdan los días tercero y sexto de la misma, Gén 1,9-13.24-25). En primer lugar, se trae a la memoria lo que hizo Dios en el segundo día de la creación (Gén 1,6-8), cuando separó las aguas de la tierra (5-9). Para el pueblo de la Biblia, el océano (el abismo) era algo terrible. En cambio, aquí, no es más que el manto que cubre la tierra (6). Los israelitas consideraban un hecha admirable que la furia del mar nunca invadiera la tierra, sino que viniera a disolverse mansamente en la playa. El salmo lo atribuye a la sabiduría del Señor (9), mostrando cómo la tierra y el mar viven en perfecta armonía. De las aguas saladas se pasa al agua dulce, hablando de las fuentes (10) que calman la sed de los animales salvajes y de las aves (11-12), y de las lluvias (13) que fecundan la tierra. De este modo, llegamos al centro de la creación, el ser humano, que recibe todas estas cosas como un don de Dios (14). Pero no todo está acabado. El ser humano, del mismo modo que el Señor, también es creador. De hecho, trabaja todo el día cultivando la tierra para obtener de ella el pan, el vino, el aceite y el alimento que le da fuerzas (14b-15). No obstante, no todo lo ha plantado el ser humano. Hay árboles, llamados «del Señor», en los que anidan los pájaros. Se trata de los imponentes cedros del Líbano, en los montes donde habitan otros animales salvajes (16-18).

A continuación, la alabanza se vuelve a la creación de la luna y del sol, en sintonía con el cuarto día del relato del Génesis (Gén 1,14-19). Aparece, de este modo, la alternancia entre la noche y el día (19-23), entre el momento en que los animales buscan el alimento (la noche) y aquel en el que el hombre sale para su trabajo cotidiano (el día). El salmista elogia la sabiduría con que Dios ha hecho todas estas cosas, llenando la tierra con sus criaturas (24).

Inmediatamente se pasa al mar (25-32). Estamos en la tercera parte, que recuerda el quinto día de la creación (Gén 1,20- 23). Además de mencionar alguna de sus características (su amplitud, la inmensidad de sus brazos), el salmista fija su atención en los innumerables seres que pueblan las aguas saladas, en los navíos que las surcan y en el Leviatán, el monstruo mitológico. Pero este monstruo no asusta en absoluto, pues Dios lo ha hecho como su juguete, para jugar con él (26). La vida de estos seres depende de Dios y es un misterio. Dios conserva a las criaturas del mar proporcionándoles alimento y manteniendo su aliento (respiración). La vida está siempre renovándose pues, aunque muchos seres mueran, el soplo de Dios renueva la faz de la tierra (30). La contemplación de todas las cosas creadas (cielo, tierra, mar y todo lo que hay en ellos) concluye con un deseo: “¡Sea por siempre la gloria del Señor, que él se alegre con sus obras!” (31).

La cuarta parte (33-35a) presenta la conclusión a que ha llegado el salmista. Va a dedicar toda su vida a cantar y alabar al Señor. Es una alabanza incesante, que enseguida nos hace pensar en el séptimo día de la creación, el día de fiesta y de la comunión con Dios. Es una especie de dedicatoria, en nombre de toda la creación, al Creador y dador de la vida. Se hace mención de los pecadores y de los malvados (35a), lo que indica que no todos piensan y actúan como el salmista. Se expresa el deseo de que estas personas desaparezcan de la tierra, que es pura manifestación de la gloria de Dios, pues no merecen vivir en ella. ¿De quién puede tratarse? ¿Son terratenientes o «latifundistas»? En cualquier caso, se trata de gente que le da la vuelta al proyecto del Señor, que consiste en que todos y todo tengan libertad y vida.

El principal motivo es la alabanza. Este salmista ha querido componer un gran himno de alabanza al Dios Creador, repasando toda la creación y viéndola como un espejo del mismo Dios, Se habla también de «pecadores» y «malvados» y se pide su muerte, tal vez porque no merecen vivir en un espacio en el que todo es fruto de Dios que da su aliento y que alimenta.

Este salmo está basado en un himno egipcio al dios Sol. Sin embargo, las diversas adaptaciones practicadas lo convirtieron en una liturgia de alabanza que sintetiza la actitud fundamental del ser humano ante el Dios que ha hecho todas las cosas: la alabanza. Todo lo que hizo el Señor era bueno (cf. el estribillo que se repite en Gén 1), y la mejor respuesta que puede encontrar el ser humano no es, ni más ni menos, que la alabanza.

El rasgo principal de Dios en este salmo es su condición de Creador o, si se prefiere, de Creador aliado con el ser humano en la aventura de la vida. El nombre propio de Dios —Yavé, el Señor— no aparece muchas veces, pero está presente en cada una de las realidades creadas, que reflejan su esplendor, su majestad y su luz. Para profundizar en este detalle, basta que prestemos atención a todas las acciones de Dios que se describen, especialmente, a partir del versículo 5. Todo es vida y expresión de la vida que hay en él, Al ser humano no le queda sino la alabanza, convirtiéndose en la voz de toda la creación. De hecho, no se dice que las cosas creadas alaben al Señor. Es el ser humano —la persona de nuestro salmo— quien tiene que hacerlo en nombre de toda la creación.

En este salmo resuenan de varios modos las palabras y las acciones de Jesús. El nos invitó a contemplar la naturaleza, para que nos demos cuenta del cariño con que Dios nos trata. Y, si se comporta de este modo con las cosas creadas, ¿qué no hará con nosotros? (Mt 6,25-34). Además, nos enseñó a alabar a Dios (Mt 11,25-27), llamándolo Padre de todos nosotros (Mt 6,9ss).

En el evangelio de Juan (Jn 5,17), Jesús afirma que su Padre trabaja sin cesar y que él también trabaja. Ambos están empeñados en poner cada vez más vida en la creación, recreando constantemente la vida y renovando la faz de la tierra…

Hemos dicho que se trata de un himno de alabanza y, por tanto, se presta para la alabanza, Conviene rezarlo en comunión con todo el mundo, con todas las personas, criaturas preferidas de Dios, y en comunión con todas las cosas creadas, reflejo de la luz que hay en él. La liturgia relaciona Sal 104,29-30 con el Espíritu Santo. Es bueno rezarlo para fortalecer nuestra conciencia de la creación y nuestro compromiso con la vida...
Otros salmos que son himnos de alabanza: 8; 19; 29; 33; 100; 103; (105); 111; 113; 114; 117; 135; 136; 145; 146; 147; 148; 149; 150.

Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 12,3b-7.12s 
Pablo dirige a los corintios, entusiasmados por las manifestaciones del Espíritu que tienen lugar en su comunidad, algunas consideraciones importantes para un recto discernimiento. ¿Cómo reconocer la acción del Espíritu en una persona? No por hechos extraordinarios, sino antes que nada por la fe profunda con la que cree y profesa que Jesús es Dios (v.3b).

¿Cómo reconocer también la acción del Espíritu en la comunidad? El Espíritu es un incansable operador de unidad: él es quien edifica la Iglesia como un solo cuerpo, el cuerpo místico de Cristo (v. 12), en el que es insertado el cristiano como miembro vivo por medio del bautismo. Esta unidad, que se encuentra en el origen de la vida cristiana y es el término al que tiende la acción del Espíritu, se va llevando a cabo a través de la multiplicidad de carismas —don del único Espíritu—, ministerios —servicios eclesiales confiados por el único Señor— y actividades que hace posible el único Dios, fuente de toda realidad (vv 4-6).

¿Cómo reconocer, entonces, la autenticidad —es decir, la efectiva procedencia divina— de los distintos carismas, ministerios y actividades presentes en la comunidad? Pablo lo aclara en el v. 7: «A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos», o sea, para hacer crecer todo el cuerpo eclesial en la unidad, «en la medida que conviene a la plena madurez de Cristo» (Ef. 4,13): por eso el mayor de todos los carismas, el indispensable, el único que durará para siempre, es la caridad (12,3 1—13,13).

O bién.
Comentario de la Segunda lectura: Romanos 8,8-17
En su Carta a los Romanos pone Pablo de relieve el carácter dramático de la condición humana, una condición sometida a la esclavitud del pecado (cf. 7, 14b-25). Para indicar esta fragilidad congénita a la naturaleza emplea el término «carne», vertido en nuestra traducción por «apetitos». Los que se dejan dominar por este principio no pueden agradar a Dios, puesto que «el propósito de la carne es enemistad contra Dios» (v. 7 al pie de la letra). ¿Cómo escapar entonces de la ira divina? Hay otro principio que mora y actúa en los bautizados: el Espíritu Santo. El bautismo nos hace morir al pecado (6,3-6) para sumergirnos en la muerte salvífica de Cristo (vv. 3s). Es tarea del cristiano, por consiguiente, dejar que actúe en él cada día el dinamismo de la muerte —al pecado— inherente al bautismo, para vivir cada vez más de la misma vida de Dios (vv. 10-12).

Es el Espíritu quien hace al hombre hijo adoptivo de Dios, insertándolo en la filiación única de Cristo. Ahora bien, esta realidad no se lleva a cabo en un solo momento. Es un germen que se va desarrollando a diario en la medida en que se muestra dócil a su «guía». En el centro de la carta aparece por primera vez esta espléndida definición de los cristianos: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios», que por eso son hijos de Dios (v. 14). El Espíritu confirma interiormente esta nueva adopción, dando la libertad de orar a Dios con la misma confianza que Jesús, con su misma invocación filial (vv. 15s), y abriendo el horizonte ilimitado de la nueva condición: el que es hijo es también heredero del Reino de Dios junto con Cristo, primogénito entre los hermanos (v. 29).

Ahora bien, esto significa aceptar asimismo compartir con Jesús la hora del sufrimiento, de la pasión, para pasar con él de la muerte a la vida y ser instrumento de salvación para la redención de muchos (v. 7; cf. 1 Pe 4,14).

Comentario del Santo Evangelio: Juan 20,19-23.
La noche de pascua, Jesús, a quien el Padre ha resucitado de entre los muertos mediante el poder del Espíritu Santo (Rom 1,4), se aparece a los apóstoles reunidos en el cenáculo y les comunica el don unificador y santificador de Dios. Es el Pentecostés joaneo, que el evangelista aproxima al tiempo de la resurrección para subrayar su particular perspectiva teológica: es única la «hora» a la que tendía toda la existencia terrena de Jesús, es la hora en la que glorifica al Padre mediante el sacrificio de la cruz y la entrega del Espíritu en la muerte (19,3ab, al pie de la letra), y es también, inseparablemente, la hora en la que el Padre glorifica al Hijo en la resurrección. En esta hora única Jesús transmite a los discípulos el Espíritu (v. 27) y, con ello, su paz (vv. 19.2 1), su misión (v. 21b) y el poder sobrenatural para llevarla a cabo.

El Espíritu —como repite la Iglesia en la fórmula sacramental de la absolución— fue derramado para la remisión de los pecados. El Cordero de Dios ha tomado sobre sí el pecado del mundo (1,29), destruyéndolo en su cuerpo inmolado en la cruz (cf. Col 2,13s; Ef. 2,15-18). Y continúa su acción salvífica a través de los apóstoles, haciendo renacer a una vida nueva y restituyendo a la pureza originaria a los que se acercan a recibir el perdón de Dios y se abren, a través de un arrepentimiento sincero, a recibir el don del Espíritu Santo (Hch 2,38s).

El domingo de Pentecostés recoge toda la alegría pascual como un haz de luz resplandeciente y la difunde con una impetuosidad incontenible no sólo en los corazones, sino en toda la tierra. El Resucitado se ha convertido en el Señor del universo: todas las cosas tocadas por él quedan como investidas por el fuego, envueltas en su luz, se vuelven incandescentes y transparentes ante la mirada de la fe. Ahora bien, ¿es posible decir que «Jesús es el Señor» sólo con la palabra?

Que Jesús es el Señor sólo puede ser dicho de verdad con la vida, demostrando de manera concreta que él ocupa todos los espacios de nuestra existencia. En él, todas las diferencias se convierten en una expresión de la belleza divina, todas las diferencias forman la armonía de la unidad en el amor. Hemos sido reunidos conjuntamente «para formar un solo cuerpo» y, al mismo tiempo, tenemos dones diferentes, diferentes carismas, cada uno tiene su propio rostro de santidad. El amor, antes que reducirlo, incrementa todo lo que hay de bueno en nosotros y nos hace a los unos don para los otros. Sin embargo, no podemos vivir en el Espíritu si no tenemos paz en el corazón y si no nos convertimos en instrumentos de paz entre nuestros hermanos, testigos de la esperanza, custodios de la verdadera alegría.

O bién.
Evangelio: Juan 14,15-16.23b-26
En esta perícopa evangélica se presenta el discurso que dirigió Jesús a los suyos en el cenáculo antes de la pasión. En él se presenta al Espíritu Santo como «otro Paráclito» —o sea, como un testigo a favor— que, después de Jesús y gracias a su oración, enviará el Padre a los discípulos para que se quede siempre con ellos (v. 16). El Espíritu es, por tanto, una realidad personal —no es una energía cósmica impersonal— y divina que entra en comunión con el hombre y lo colma de amor. También aquí es preciso introducir una precisión: no se trata de un amor genérico, sino del amor a Jesús, que se realiza a través del cumplimiento concreto de sus mandamientos, de sus palabras; a través de la fe profunda en que él nos ha hablado según la voluntad de Dios, su Padre y —en él— Padre nuestro (vv. 15.23s).

Guardar en el corazón y en la vida esta Palabra dilata la intimidad del que se hace discípulo y le vuelve capaz de acoger la presencia de Dios, que corresponde al infinitamente humilde amor del hombre poniendo en él su tienda (según la imagen bíblica de la shekhînah, la presencia gloriosa de Dios en medio de su pueblo) para habitar en él junto con Jesús (v. 23). Es la promesa de una comunión lo que Jesús nos ofrece a todos: «Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos... y viviremos en él». Tras su partida, no permitirá que les falte a los suyos la enseñanza de vida eterna (6,68), puesto que el Espíritu Santo vendrá en su nombre a completar su revelación, haciéndosela comprender profundamente y haciendo que la recuerden, o sea, iluminando de manera constante el camino cotidiano, oscuro a menudo, con rayos de eternidad (vv. 25-27).

Como sedientos, acerquémonos a la fuente del agua viva. Reconociendo nuestras fatigas interiores, pidamos al Señor que encienda un fuego nuevo en nuestro corazón, cerrado a la alegría por motivos efímeros, por vanos entusiasmos. El está dispuesto a verter en nosotros el agua que apaga la sed profunda, que lava una vida ofuscada por los errores y los pecados.

Quiere darnos la llama que ilumina, calienta y purifica al hombre.

Si amamos, si queremos aprender a amar únicamente en la escuela de Cristo, guardando sus palabras, se nos dará una nueva condición de existencia: el Espíritu de Dios vivirá en nosotros como en Jesús, haciéndonos en él hijos de Dios, liberados de la esclavitud del pecado y, por tanto, libres de elegir el seguimiento de Cristo como camino de vida.

Como maestro interior, enseña al corazón la oración filial, el abandono-confiado del niño que se sabe amado y llevado por su padre. Como artista divino, transfigura el rostro interior de cada uno como imagen irrepetible del Hijo unigénito. Como testigo veraz, nos hará comprender y recordar los secretos del Reino de los Cielos.

Sí, nuestra vida puede ser transformada por este viento que se abate impetuoso, por este fuego celeste que baja y planta su tienda en el corazón; pero, entonces, será vida entregada, perdida por nosotros y reencontrada en Dios y en los hermanos, porque es hacia él hacia quien nos impulsa el Espíritu de manera inexorable.

«Envía, Señor, tu Espíritu, y renovarás la faz de la tierra, invocamos en la liturgia. Envíalo, y renovarás también nuestro rostro, haciéndolo radiante con tu luz.»

Comentario del Santo Evangelio: Juan 14,15-16.23b-26, para nuestros Mayores. Pentecostés.
Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, una fiesta decisiva para la vida de la Iglesia.

El acontecimiento de Pentecostés se cuenta en los Hechos de los Apóstoles con detalles impresionantes. El Espíritu se manifiesta, desciende sobre los apóstoles, que estaban reunidos con María. Se ponen a hablar en lenguas. La gente se queda sorprendida: cada uno los oye hablar en su propia lengua. Es ésta una manifestación verdaderamente excepcional de la acción del Espíritu.

Éste se manifiesta con diferentes símbolos, todos ellos significativos. El primero es el viento: «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban».

En efecto, la palabra hebrea ruah, que nosotros traducimos por «espíritu», significa también «viento». Como sopla el viento, así también el Espíritu. Esto significa que el Espíritu es una fuerza, un poder. Su dinamismo es inigualable y, si en nuestra vida fuéramos dóciles a él, también nosotros podríamos tener un dinamismo inagotable.

El segundo símbolo es el del fuego. El Espíritu no sólo nos pone en movimiento exteriormente, sino que nos comunica también un ardor interior. De este modo, su dinamismo se revela interior, profundo. Se trata del ardor del amor, que nos impulsa a realizar obras de servicio y de entrega extraordinarias.

El tercer símbolo es el de las lenguas. Dice el autor de los Hechos de los Apóstoles: «Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno».
El Espíritu hace hablar. Estaba ya presente en el Antiguo Testamento, cuando inspiraba a los hombres de Dios, y nosotros decimos en el Credo: «Y que habló por los profetas».

El Espíritu proporciona una inspiración sobrenatural. Nosotros hablamos de «inspiración poética» cuando los poetas se encuentran, en determinados momentos, bajo el influjo de una especie de fuerza interior que los guía en la composición de sus poemas. El Espíritu Santo proporciona una inspiración que no es de orden poético, sino de orden sobrenatural, una inspiración que impulsa a hablar.

Esta inspiración impulsa antes que nada a alabar a Dios y, a continuación, a comunicar el mensaje divino. La muchedumbre dice: «Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua». Los apóstoles, llenos de Espíritu Santo, alaban a Dios por sus maravillas.

El Espíritu rompe las barreras y establece una comunicación entre los hombres. El lenguaje ya es de por sí instrumento de comunicación y, por otra parte, el viento pone en comunicación todas las partes de la atmósfera. El Espíritu Santo crea no sólo la comunicación, sino también la comunión con Dios y con los hermanos.

La descripción de Pentecostés hecha por Lucas está repleta de enseñanzas. Es muy hermosa e interesante en su contenido; introduce en nosotros el deseo de ser guiados e impulsados por el Espíritu Santo, a fin de poder alabar a Dios y realizar su obra, que es una obra de comunión entre las personas.

En el episodio de la torre de Babel, que se encuentra al comienzo de la Biblia, se habla de la división de las lenguas (cf. Génesis 11,1-9). En Pentecostés sucede lo contrario: las lenguas, en vez de ser motivo de división, son ahora medio de comunicación entre todos, gracias al Espíritu, que crea la unión entre todos.

El Evangelio expresa aspectos más interiores de la venida del Espíritu Santo. Jesús anuncia más veces esta venida, en el discurso de la Última Cena, y designa al Espíritu Santo como «otro Valedor», como otro defensor, el Paráclito.

Jesús mismo fue el Valedor, el defensor de los apóstoles. Sin embargo, ahora debe partir, debe recorrer el camino de la pasión, a fin de salvar a todos los hombres; por eso anuncia:

El Espíritu Santo no se encarnó como Jesús: sigue siendo siempre el Espíritu. De ahí que su vida no sea una vida terrena limitada, como la de Jesús. El puede seguir siempre con nosotros. La suya es una presencia interior, invisible, pero permanente.

Jesús dice: «El Valedor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os dije». El Espíritu interioriza la enseñanza de Jesús.

Los apóstoles habían oído, hasta la pasión, la enseñanza del Maestro, pero con frecuencia no habían conseguido comprenderle (cf., por ejemplo, Marcos 6,52 y par.; 8, 17-18 y par.). En efecto, para comprenderle plenamente les hacía falta una enseñanza interior: precisamente la que proporciona el Espíritu Santo.

Éste hace saborear las cosas que Jesús dijo, las hace comprender a fondo, en su sentido espiritual, y proporciona la alegría de la inteligencia espiritual. «El os lo enseñará todo», dice Jesús. El Espíritu nos guía a la verdad completa, y nos recuerda todo lo que Jesús dijo.

Podemos decir, en definitiva, que el Espíritu Santo se caracteriza en este fragmento del Evangelio por su presencia interior y por su enseñanza interior.

Pablo nos ofrece, en la segunda lectura, otras perspectivas sobre el Espíritu Santo. Cuando escribe a los cristianos de Roma, habla del contraste entre el Espíritu y la carne. Afirma: «Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios».

Con el término «carne» entiende Pablo el hombre pecador, el hombre egoísta, el hombre que se cierra a las cosas espirituales y busca sólo las materiales. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios, están lejos de Dios, precisamente porque carecen de vida espiritual.

«Pero vosotros —dice el apóstol— no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros». Se subraya aquí de nuevo el aspecto de la inhabitación interior del Espíritu Santo.

Esta inhabitación tiene diferentes aspectos que el apóstol pone de relieve. El primero de ellos es la relación filial con Dios: «Habéis recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: “Abba! (Padre)”».

El Espíritu Santo nos establece en una relación filial con Dios, nos hace decir el Padre nuestro con un profundo sentimiento filial. Nos ayuda a orar como oraba Jesús, que decía: “Abba” (Padre)», con una extraordinaria intensidad de amor filial.

«Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios.» Es algo maravilloso sentirse hijos de Dios, en unión con Jesús, gracias a la acción interior del Espíritu Santo.

Todo esto nos confiere asimismo una libertad extraordinaria. Es el Espíritu quien nos da la verdadera libertad interior, como afirma Pablo en otra carta: «Donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Corintios 3,17).

Todos somos esclavos de nuestras tendencias malas, pero el Espíritu nos libera de ellas y nos hace practicar el bien con un impulso interior. De este modo nos hacemos verdaderamente libres.

Es una realidad espléndida ser libre gracias a este impulso interior del Espíritu, que nos hace superar el nivel terreno, en el que encontramos tantos obstáculos, y nos sitúa en un nivel espiritual.

Ahora bien, Pablo expresa asimismo las exigencias de la vida según el Espíritu: es menester secundar la acción del Espíritu contra las tendencias malas que anidan en nuestra persona y que el apóstol llama «carne». Por eso nos dice: «Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis». Con la ayuda del Espíritu, debemos dar muerte a las obras de la carne, a las obras egoístas.

Con la guía del Espíritu, somos hijos de Dios, libres, animosos. No nos dejaremos detener por ningún obstáculo en nuestra vida espiritual; iremos siempre hacia delante, con un progreso continuo en la fe, la esperanza y la caridad.

Todo esto se le ha concedido al cristiano. Pero es preciso que sea dócil al Espíritu; es preciso meditar, con su ayuda, la palabra de Dios, y es necesario que sea dócil también en la vida concreta, en la vida de servicio y de entrega a Dios y a los hermanos.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 14, 15-16.23b-26, de Joven para Joven. Envías tu Espíritu y son creados.
La tarde de Pascua, Jesús en el cenáculo «sopló sobre ellos (sus discípulos) y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo"» (Jn 20,19-23 Ndr). Este soplo de Cristo evoca el gesto de Dios que, en la creación, «sopló sobre el hombre, hecho de polvo del suelo, un aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente» (Gn 2,7). Con aquel gesto Jesús viene a decir, por lo tanto, que el Espíritu Santo es el soplo divino que da vida a la nueva creación, como dio vida a la primera creación. El Salmo responsorial subraya este tema: «Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 103,1-34. Ndr).

Proclamar que el Espíritu Santo es creador significa decir que su esfera de acción no se restringe sólo a la Iglesia, sino que se extiende a toda la creación. Ningún tiempo, ningún lugar está privados de su presencia activa. Él actúa en la Biblia y fuera de ella; actúa antes de Cristo, en el tiempo de Cristo y después de Cristo, si bien nunca separadamente de Él. «Toda verdad, de donde quiera que venga dicha -escribió Santo Tomás de Aquino-, viene del Espíritu Santo». Cierto: la acción del Espíritu de Cristo fuera de la Iglesia no es la misma que dentro de la Iglesia y en los sacramentos. Allí Él actúa por poder, aquí por presencia, en persona.

Lo más importante, a propósito del poder creador del Espíritu Santo, no es en cambio comprenderlo o explicar sus implicaciones, sino experimentarlo. ¿Y qué significa experimentar al Espíritu como creador? Para descubrirlo partimos del relato de la creación. «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1, 1-2). Se deduce que el universo existía ya en el momento en que interviene el Espíritu, pero aún era informe y tenebroso, caos. Es después de su acción cuando lo creado asume contornos precisos; la luz se separa de las tinieblas, la tierra del mar, y todo adquiere una forma definida.

El Espíritu Santo es, por lo tanto, Aquél que permite pasar -a la creación- del caos al cosmos, el que hace así algo bello, ordenado, limpio ( cosmos viene de la misma raíz que cosmético, ¡y quiere decir bello!), realiza así un «mundo», según el doble significado de esta palabra. La ciencia nos enseña hoy que este proceso ha durado miles de millones de años, pero lo que la Biblia quiere decirnos, con lenguaje sencillo e imaginativo, es que la lenta evolución hacia la vida y el orden actual del mundo no ocurrió por casualidad, obedeciendo a impulsos ciegos de la materia, sino por un proyecto aplicado en él, desde el inicio, por el creador.

La acción creadora de Dios no se limita al instante inicial; Él está siempre en acto de crear. Aplicado al Espíritu Santo, esto significa que Él es siempre el que hace pasar del caos al cosmos, esto es, del desorden al orden, de la confusión a la armonía, de la deformidad a la belleza, de la vejez a la juventud. Esto a todos los niveles: en el macrocosmos y en el microcosmos, o sea, en el universo entero así como en cada hombre.

Debemos creer que, a pesar de las apariencias, el Espíritu Santo está a la obra en el mundo y lo hace progresar. ¡Cuántos descubrimientos nuevos, no sólo en el campo físico, sino también en el moral y social! Un texto del Concilio Vaticano II dice que el Espíritu Santo está a la obra en la evolución del orden social del mundo («Gaudium et spes», 26). No es sólo el mal el que crece, sino también el bien, con la diferencia de que el mal se elimina, termina consigo mismo, mientras que el bien se acumula, permanece. Ciertamente aún existe mucho caos a nuestro alrededor: caos moral, político, social. El mundo tiene todavía mucha necesidad del Espíritu Santo; por ello no debemos cansarnos de invocarle con las palabras del Salmo: « ¡Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra!».

Elevación Espiritual para este día.
Muéstrate solícito en unirte al Espíritu Santo. Él viene apenas se le invoca, y sólo hemos de invocarlo, porque ya está presente. Cuando se le invoca, viene con la abundancia de las bendiciones de Dios. El es el río impetuoso que da alegría a la ciudad de Dios (cf. Sal 45,5) y, cuando viene, si te encuentra humilde y tranquilo, aunque estés tembloroso ante la Palabra de Dios, reposará sobre ti y te revelará lo que esconde el Padre a los sabios y a los prudentes de este mundo. Empezarán a resplandecer para ti aquellas cosas que la sabiduría pudo revelar en la tierra a los discípulos, pero que ellos no pudieron soportar hasta la venida del Espíritu de la verdad, que les habría de enseñar la verdad completa.

Es vano esperar recibir y aprender de boca de cualquier hombre lo que sólo es posible recibir y aprender de la lengua de la verdad. En efecto, como dice la verdad misma, «Dios es Espíritu» (Jn 4,24). Dado que es preciso que sus adoradores lo adoren en Espíritu y en verdad, los que desean conocerlo y experimentarlo deben buscar sólo en el Espíritu la inteligencia de la fe y el sentido puro y simple de esa verdad.

El Espíritu es —para los pobres de espíritu— la luz iluminadora, la caridad que atrae, la mansedumbre más benéfica, el acceso del hombre a Dios, el amor amante, la devoción, la piedad en medio de las tinieblas y de la ignorancia de esta vida.

Reflexión Espiritual para el día. 
La Iglesia tiene necesidad de su perenne Pentecostés. Necesita fuego en el corazón, palabras en los labios, profecía en la mirada. La Iglesia necesita ser templo del Espíritu Santo, necesita una pureza total, vida interior. La Iglesia tiene necesidad de volver a sentir subir desde lo profundo de su intimidad personal, como si fuera un llanto, una poesía, una oración, un himno, la voz orante del Espíritu Santo, que nos sustituye y oro en nosotros y por nosotros «con gemidos inefables» y que interpreta el discurso que nosotros solos no sabemos dirigir a Dios. La Iglesia necesita recuperar la sed, el justo, la certeza de su verdad, y escuchar con silencio inviolable y dócil disponibilidad la voz, el coloquio elocuente en la absorción contemplativa del Espíritu, el cual nos enseña «toda verdad».

A continuación, necesita también la Iglesia sentir que vuelve a fluir, por todas sus facultades humanas, la onda del amor que se llama caridad y que es difundida en nuestros propios corazones «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». La Iglesia, toda ella penetrada de fe, necesita experimentar la urgencia, el ardor, el celo de esta caridad; tiene necesidad de testimonio, de apostolado. ¿Lo habéis escuchado, hombres vivos, jóvenes, almas consagradas, hermanos en el sacerdocio? De eso tiene necesidad la Iglesia. Tiene necesidad del Espíritu Santo en nosotros, en cada uno de nosotros y en todos nosotros a la vez, en nosotros como Iglesia. Sí, es del Espíritu Santo de lo que, sobre todo hoy, tiene necesidad la Iglesia. Decidle, por tanto, siempre: «¡Ven!».

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: He 2,1-11; Rom 8,8-17; Sant 14,15-16.23-26. Balaán.
La escena de Pentecostés con el Espíritu de Dios que traspasa con su soplo las ventanas del Cenáculo y se irradia en la multiplicidad de las lenguas y de las culturas (He 2) nos impulsa a hacer avanzar del remoto fondo de la escena en el territorio de Moab, más allá del Jordán, la figura de un mago transformado por Dios, contra la voluntad del elegido, en un profeta. Su nombre en hebreo es Bil’am, que las versiones traducen como Balaán y tal vez significaba «el elocuente». El rey Balac de Moab, viendo avanzar por su territorio al grupo tribal hebreo procedente de Egipto, decide recurrir a las técnicas mágicas de este personaje, aclamado entonces por la eficacia de sus maldiciones y de sus nigromancias.

Tan eficaces eran sus rituales que en Jordania, en la localidad de Deir’ Allah, se ha descubierto una inscripción con este texto: «Inscripción / libro de Balaán, hijo de Beor, el hombre que veía a los dioses...». Hay que tener en cuenta que este texto es del siglo VIII a.C. por lo menos, y por tanto se trata de una valiosa confirmación de los datos bíblicos referentes a este adivino originario —según el libro de los Números, que en los capítulos 22-24 conserva el relato de su historia— de «Petor, en el río Eufrates, en el país de los amonitas» (22,5), quizá la ciudad aramea de Pitru. El nombre de su padre, según la Biblia y según la inscripción, era Beor.

Su historia merece ser leída íntegramente en los capítulos bíblicos indicados: es inolvidable la escena de su diálogo con la burra que no quería proseguir hacia el campamento hebreo contra el que Balaán tenía que pronunciar sus maldiciones. El principio, a primera vista fabulesco (los animales que hablan son típicos de las fábulas), es un modo de describir el contraste en el interior de la conciencia del mago que querría ejecutar las órdenes bien remuneradas del rey Balac, pero que al mismo tiempo está ya invadido por el Espíritu profético divino.

Llegado a una altura delante de las tribus hebreas, Balaán, en vez de maldecir, pronuncia cuatro cantos oráculo que celebran, exaltan y bendicen a Israel. En el cuarto de ellos hay una frase que la tradición judía ha transformado incluso en un anuncio mesiánico. Exaltando la dinastía davídica futura, Balaán exclama: «Lo veo, pero no ahora; lo contemplo, pero no de cerca: Una estrella se destaca de Jacob, surge un cetro de Israel» (24,17). Pues bien, la antigua versión aramea, llevada al original hebreo en este párrafo, en lugar de «estrella» ha traducido «Mesías». La estrella se convierte así en un símbolo mesiánico, como confirma el relato de los Magos y como se define a Cristo en el Apocalipsis: «estrella radiante de la mañana» (22,16).

El desarrollo del relato bíblico es, sin embargo, hostil a Balaán, acusado posteriormente de haber arrastrado a Israel a la idolatría (Núm 25). Por eso en el Nuevo Testamento el mago se convierte en un signo de perversión: « ¡Ay de ellos!, porque siguieron el camino de Caín, se precipitaron en el pecado de Balaán, por ansia de dinero, y perecieron en la rebelión de Coré» (Jds 11; cf también 2Pe 2,15-16; Ap 2,14). 
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