11 de Junio 2010. MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. DE LA X SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. ("Liturgia de la Horas", tomo III, antes del ordinario) 2ª semana del Salterio. (Ciclo C).. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. María Rosa Molas vg, Alicia (Aleida) vg, Paula Frassinetti vg.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Ez 34, 11-16. Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear.
Sal 22 R/. El Señor es mi pastor nada me falta.
Rm 5,5b-11. La prueba que Dios nos ama.
Lc 15, 3-7. ¡Felicitdme!. he enontrado la oveja que se me había perdido.
PRIMERA LECTURA.
Ezequiel 34, 11-16
Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear
Así dice el Señor Dios: "Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro.
Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan,
así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré,
sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones.
Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países,
las traeré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel, en las cañadas y en los poblados del país.
Las apacentaré en ricos pastizales, tendrán sus dehesas en los montes más altos de Israel;
se recostarán en fértiles dehesas y pastarán pastos jugosos en los montes de Israel.
Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear -oráculo del Señor Dios.
Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas;
vendaré a las heridas; curaré a las enfermas;
a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 22
R/.El Señor es mi pastor, nada me falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. R.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. R.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. R.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. R.
SEGUNDA LECTURA.
Romanos 5, 5b-11
La prueba de que Dios nos ama
Hermanos: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos del castigo!
Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos, salvos por su vida!
Y no sólo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 15, 3-7
¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos y escribas esta parábola: "Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido."
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse."
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Ez 34, 11-16. Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear.
Sal 22 R/. El Señor es mi pastor nada me falta.
Rm 5,5b-11. La prueba que Dios nos ama.
Lc 15, 3-7. ¡Felicitdme!. he enontrado la oveja que se me había perdido.
PRIMERA LECTURA.
Ezequiel 34, 11-16
Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear
Así dice el Señor Dios: "Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro.
Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan,
así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré,
sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones.
Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países,
las traeré a su tierra, las apacentaré en los montes de Israel, en las cañadas y en los poblados del país.
Las apacentaré en ricos pastizales, tendrán sus dehesas en los montes más altos de Israel;
se recostarán en fértiles dehesas y pastarán pastos jugosos en los montes de Israel.
Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear -oráculo del Señor Dios.
Buscaré las ovejas perdidas, recogeré a las descarriadas;
vendaré a las heridas; curaré a las enfermas;
a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 22
R/.El Señor es mi pastor, nada me falta.
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. R.
Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. R.
Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. R.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. R.
SEGUNDA LECTURA.
Romanos 5, 5b-11
La prueba de que Dios nos ama
Hermanos: El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.
En efecto, cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos del castigo!
Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos, salvos por su vida!
Y no sólo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 15, 3-7
¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos y escribas esta parábola: "Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido."
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: Ez 34,11-16
El cap. 34 de Ezequiel puede ser llamado con todo derecho el capítulo del "buen pastor". Pero su exégesis no es nada simple. Parece que el profeta escribe después de la caída de Jerusalén mientras que el territorio de Judá está sumido en la más profunda anarquía (cf. Jer 40-42). El pueblo de los salvados no comprendió la lección de la caída de Jerusalén porque, a sus ojos, bastaba cambiar de política para recuperar un estatuto válido.
Ezequiel pronuncia entonces, sin duda hacia el 584, un discurso, resumido en nuestra lectura, en el que la emprende contra las bandas que aterrorizan la región, lamenta que no haya ya verdadero rey (v. 6) y anuncia un juicio de Dios contra los falsos pastores (vv. 10-15). En un segundo discurso, resumido en los vv. 17-22 (y ¿31?), Ezequiel cambia de perspectiva y no la emprende ya contra los falsos pastores, sino contra las ovejas ricas que explotan a las pobres; sin duda alude a los campesinos ricos que se negaban a ayudar al proletariado de las ciudades hambriento por el sitio.
A estos dos discursos, el profeta o uno de sus discípulos añade una conclusión contenida en los vv. 23-24 y que anuncia la solución a los dos problemas planteados en el reino de Yahvé y de su príncipe David.
Un siglo más tarde sin duda, un profeta insertó en Ez 34 un poema de consolación (vv. 25-30) que recoge los grandes temas de consolación del Deutero-Isaías presentando el futuro paradisíaco del rebaño de ovejas.
En la época del exilio, el pueblo está dividido en ovejas famélicas y en ovejas "dispersadas". Las primeras designan probablemente a los miembros del pueblo que permanecieron en Palestina, donde son entregados a la tiranía del ocupante y expoliados por los agentes del enemigo; las segundas designan a los que fueron llevados en cautiverio o huyeron a Egipto. El futuro se dibuja como una reunión o congregación de todas las ovejas, pero esta reunión reviste dos nuevas características: en primer lugar se realizará en torno al mismo Yahvé y no en torno al rey (v. 11); en segundo lugar estará formada por relaciones personales y de mutuo conocimiento entre Dios y cada uno de los miembros del pueblo (v. 16) y no ya por la pertenencia jurídica y exterior a la alianza.
Ezequiel tiene, pues, delante, un reino situado directamente bajo la dependencia divina y basado sobre relaciones esencialmente religiosas. Como tal, este reino es cualitativo y no compite con el reino terrestre ni se adhiere a instituciones humanas. Es de otro orden y puede extenderse por todos los reinos porque se limita a añadir una dimensión religiosa a las relaciones humanas ya existentes.
Ezequiel es uno de los primeros profetas que ofrece las bases más serias de la teología del reino de Dios. Bases que volveremos a encontrar explicitadas de nuevo por Jesús al declarar que su reino no es de este mundo (aspecto cualitativo), para afirmar a continuación que El ha venido a realizar una reunión general en dos tiempos: primero, la misión que convoca a todos los hombres, buenos o menos buenos (Mt 13 ; 22, 1-10) ; después, el juicio, que hace la criba de estas dos categorías (Mt 13, 30; 22, 11-14). La asamblea eucarística lleva estas marcas decisivas del reino de Dios; está constituida por aquellos a quienes Dios ha reunido ya, independientemente de tal o cual cultura, de tal o cual estructura política o social. Congrega a los buenos y a los otros indistintamente, porque es signo de la misión y no del juicio.
Comentario del salmo 22
Es un salmo de confianza individual. En él, una persona manifiesta su absoluta confianza en el Señor. Las expresiones «nada me falta» (1c), «no temo ningún mal» (4b), «todos los días de mi vida» (6a), “por días sin término” (6b) y otras, muestran que se trata de la total confianza en Dios pastor.
Este salmo cuenta con una breve introducción, compuesta por la expresión «el Señor es mi pastor» (1b); tiene un núcleo central, que comienza con la afirmación “nada me falta” (1c) y llega hasta la mitad del versículo 6. La conclusión consiste en la última frase: «Mi morada es la casa del Señor, por días sin término» (6b).
El núcleo central contiene dos imágenes importantes. La primera presenta al Señor como pastor, y el salmista se compara con una oveja (1b-4). Los términos de estos versículos pertenecen al contexto del pastoreo. Para entender esta imagen, tenemos que recordar brevemente cómo era la vida de los pastores en el país de Jesús. Normalmente tenían un puñado de ovejas y cuidaban de ellas con cariño, pues era todo lo que poseían. Por la noche, solían dejarlas en el redil junto con las de otros pastores, bajo la protección y vigilancia de unos guardas. Por la mañana, cada pastor llamaba a las suyas por su nombre, ellas reconocían la voz de su pastor y salían para iniciar una nueva jornada. El pastor caminaba al frente, conduciendo a sus ovejas hacia los pastos y fuentes de agua (véase Jn 10,1-4).
En la tierra de Jesús hay mucho desierto, de modo que los pastores habían de atravesarlo para llegar a los prados. En ocasiones, encontraban pastizales enseguida; otras veces tenían que caminar bastante para llegar hasta donde hubiera agua y verdes praderas. En estas ocasiones, podía suceder que la oscuridad de la noche sorprendiera al pastor con sus ovejas. Es sabido que estas, de noche, se desorientan totalmente y corren el riesgo de perderse. El pastor, entonces, caminaba al frente del rebaño y lo conducía de vuelta al redil. La oscuridad de la noche (el «valle tenebroso» del v. 4) no asustaba a las ovejas, pues caminaban protegidas por la vara y el cayado del pastor.
La segunda imagen (5-6a) es también muy interesante. Ya no se trata de ovejas. El contexto en que nos encontramos es el del desierto de Judá. Tenemos que imaginar a una persona que huye de sus enemigos a través del desierto. Los opresores están a punto de darle alcance cuando, de repente, se encuentra delante de la tienda de un jefe de los habitantes del desierto. La persona que huye es recibida con alegría y fiesta, convirtiéndose en huésped del jefe. En el país de Jesús la hospitalidad era algo sagrado. El que se refugiaba en la casa o en la tienda de otra persona, estaba a salvo de cualquier peligro.
Cuando los opresores llegan a la entrada de la tienda, ven la mesa preparada (los habitantes del desierto se limitaban a extender un mantel en el suelo), el huésped ya se ha dado un baño y se ha perfumado con ungüentos, y se dan cuenta de que el jefe y su huésped están brindando por una antigua amistad (la copa que rebosa). No pudiendo hacer nada, los enemigos se retiran avergonzados.
Pasado un tiempo, el huésped tendrá que proseguir su viaje. El jefe, entonces, le ofrece dos guardaespaldas, que, simbólicamente, reciben los nombres de «felicidad y misericordia», que lo acompañarán todos los días de su vida.
Aparentemente, este salmo no presenta ningún conflicto, pero esto es sólo a primera vista. De hecho, en él se menciona un «valle tenebroso» (4a) y se habla de «opresores» (5a). ¿Qué es lo que estaría pasando? La respuesta empieza por el final del salmo. El salmista afirma que su «morada es la casa del Señor, por días sin término» (6b). La casa del Señor es el templo de Jerusalén. Así pues, la persona que habla en el salmo se encuentra allí. ¿Qué podrían tener en su contra los opresores? Ciertamente, querían matarla. Este salmo, por tanto, pone de manifiesto un drama mortal. Una persona, injustamente condenada, huye a esconderse en el templo, que funcionaba como lugar de refugio para quien hubiera cometido un crimen sin intención.
Sabernos que en Israel funcionaba la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente; herida por herida, muerte por muerte. Quien hubiera herido o matado a alguien sin querer, tenía que huir lo más rápido posible. En tiempos de las tribus existían las ciudades de refugio. En la época de la monarquía, también el templo de Jerusalén servía de refugio en estos casos. El salmo 22, por tanto, habría surgido en una situación como la descrita. Y aquí, el refugiado toma la decisión de habitar en el templo para siempre (6b).
De este modo podemos entender estas dos imágenes. El inocente que huye de los que pretenden matarlo se siente protegido por el Señor como la oveja que, de noche, camina protegida por la vara y el cayado del pastor. Con este tipo de pastor, nada le falta a quien confía en él. El inocente se sentía perseguido por los opresores, pero logró refugiarse en la tienda del Señor, esto es, en el templo de Jerusalén. Y ahí nadie podrá hacerle ningún daño.
Una de las imágenes más hermosas de Dios en el Antiguo Testamento —y en este salmo— es la que nos lo muestra como pastor. Este motivo nos recuerda inmediatamente el éxodo. De hecho, la principal acción del Dios pastor consistió en haber sacado a su rebaño (los israelitas) del redil de Egipto y haberlo conducido por el desierto, haciéndolo entrar en la tierra prometida, la tierra que mana leche y miel. Varios son los textos bíblicos que nos hablan de esto (por ejemplo, Sal 78,52). Pastor, libertador y aliado son, por tanto, temas gemelos. El salmista tiene una confianza absoluta en el nombre del Señor (3) porque sabe que, en el pasado de su pueblo, Dios liberó, condujo e introdujo a los israelitas en la tierra de la libertad y de la vida, En esta tierra, el Señor dio acogida a su pueblo, preparándole una mesa opulenta, convirtiéndolo en su huésped preferido y protegiéndolo todos los días de su vida.
Jesús, en el evangelio de Juan, adopta las características del Dios pastor, libertador y aliado (Jn 10), que conduce a las ovejas fuera de los rediles que le impiden al pueblo acceder a la vida (Jn 9). Con su muerte y su resurrección, Jesús, buen pastor, inauguró el camino de vuelta al Padre: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6b).
Probablemente, este sea el salmo más rezado y más cantado. Pero el mejor momento para rezarlo es cuando tenemos necesidad de reforzar nuestra confianza en Dios, y ello en medio de los conflictos cotidianos. También conviene rezarlo en solidaridad con aquellos cuya muerte «está ya decidida», con los inocentes condenados y con las víctimas de la violencia y de la opresión.
Comentario de la Segunda Lectura: Rm 5, 5b-11.
El cristiano ¿es materialista? Pablo insiste en algo que para él llega a ser obsesivo: la gratuidad de la fe: «Hemos recibido el juicio favorable a partir de la fe». Y “a través de la fe hemos logrado el acceso a esta gracia en la que estamos”.
El cristianismo no puede ser enseñado como una asignatura forzosa en las escuelas oficiales: el cristianismo es una oferta que los creyentes hacen «con temor y temblor» a los que quieran escucharlo. Aún más, una vez instalados en esa situación «gratuita» de la fe, el cristiano sigue «apoyado únicamente en la esperanza de la gloria de Dios». La esperanza es siempre una especie de lotería.
Y de aquí parte toda una actitud existencial frente a la vida. Se aceptan las inevitables «tribulaciones» que lleva consigo el vivir humano, pero se sabe que estas tribulaciones producen «la constancia», y de aquí surge una cadena de casualidades siempre gratuitas: «la constancia produce autenticidad; la autenticidad, esperanza; y la esperanza no decepciona».
La situación actual del cristiano es de esperanza: por una parte, posee ya la reconciliación con Dios; pero, por otra, aún no ha superado todas las alienaciones, sobre todo la muerte. Dios ha tomado la iniciativa por puro amor gratuito, ya que en la existencia frustrada del hombre no había motivos atrayentes para un amor.
No podemos negar que en la visión paulina el pesimismo sobre la condición humana es un punto de partida. Así se explica que Pablo se asombre de que Cristo hubiera muerto «por unos hombres-sin-Dios». El adjetivo “asebés”, que muchos traducen por «impío», tiene un sentido más objetivo: «separado de Dios, lejos de Dios». Y, en consecuencia, lejos de la posibilidad de superar esa frustración originaria del hombre, abocado a la muerte.
«Morir por un justo» ya podría tener algún sentido, entendiendo por «justo» lo que Pablo viene subrayando en toda la carta: el que ha sido objeto de un «juicio» de salvación, o sea el que ya ha superado su frustración existencial
En una palabra, Cristo ha dado su vida por el ser humano, radicalmente incapacitado para superar la mayor sus alienaciones: la muerte. Por lo tanto, esto nos puede dar una buena esperanza de que este proceso iniciado seguirá su curso: «pues, si siendo enemigos, hemos recibido la reconciliación con Dios por medio de la muerte su hijo, con mayor razón, una vez reconciliados, seremos salvados mediante su vida». El proceso se ha producido ya en la primera parte del programa: la «reconciliación». La palabra original «katal-lage» significa precisamente «desalienación», «dejar de ser otro». Una lectura falsa y pietista de los textos neotestamentarios les ha quitado a estos términos toda su fuerza positiva.
Jesús ha venido a salvar al hombre; y la primera parte de este proceso es precisamente la oferta de «desalienar» al hombre, o sea de ofrecerle la posibilidad de superar todo aquello que le impide al hombre su propia realización, entendiendo que la meta de esta última es la superación de la muerte.
El «materialismo» cristiano alcanza aquí su más alta cota: ahora la desalienación, y más allá, por encima de todo, la superación de la mayor alienación humana: la muerte.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 15,3-7
La liturgia de hoy nos invita a contemplar la locura del amor de Cristo. Si el amor del hombre no es racional, el amor de Dios lo es todavía menos. El amor que manifiesta el corazón de Jesús es un amor humano loco, que revela un amor divino todavía más loco. Lo contemplamos en las lecturas de esta Misa.
Jesús responde en el evangelio a las críticas de los letrados y de los fariseos, a quienes no les parece nada razonable su comportamiento lleno de amor con los publicanos y los pecadores: «Este —decían— recibe a los pecadores y come con ellos».
Sus críticas eran razonables. En efecto, los pecadores no se merecían la acogida cordial que les dispensaba Jesús. Comer con ellos significaba establecer una relación amistosa, fraterna, con esas personas; y la razón nos dice que no conviene que un hombre honesto mantenga relaciones con personas deshonestas, porque, actuando de este modo, parece aprobar sus injusticias y hacerse cómplice de las mismas.
Jesús, para responder a estas críticas, les propone el ejemplo de un afecto humano loco: el de un pastor que tiene cien ovejas y, tras perder una, deja las otras noventa y nueve en el desierto para ir en busca de la pobre oveja rebelde que se ha alejado del rebaño y se ha perdido.
Semejante comportamiento no es razonable, sino que está determinado por un afecto excesivo. La pérdida de la oveja provoca en el pastor un sentimiento de privación que invade todo su corazón y le hace olvidar todos los otros afectos.
Del mismo modo, la alegría que recibe al encontrarla invade todo su corazón y le hace olvidar todos los otros motivos de alegría.
Razonando de una manera lógica, deberíamos decir que este comportamiento humano es criticable, porque no es justo reservar más amor a quien merece menos. Deberíamos concluir así que este comportamiento no es, a buen seguro, digno de Dios.
Los filósofos afirman que Dios no hace nunca nada que no sea razonable. Sin embargo, Jesús no es de esta opinión. Dice que Dios se comporta en el cielo como el pastor que ha perdido la oveja: «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
Dios está lleno de amor misericordioso, de un amor que no hace cálculos, razonamientos, sino que se echa adelante para salvar incluso al que no merece que le salven.
Jesús está perfectamente unido a su Padre celestial en este dinamismo loco del amor misericordioso. Su corazón no calcula, no razona, sino que se echa adelante para salvar, a pesar de las críticas de la gente razonable. Nuestra razón no puede comprenderlo, pero nuestro corazón sí puede.
La primera lectura nos recuerda que en el Antiguo Testamento ya se comparaba a Dios con un pastor lleno de solicitud para con las ovejas de su rebaño, y hasta había anunciado una intervención suya misericordiosa: «Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas».
Eran unas promesas bellísimas por parte de Dios, pero no se veía cómo hubieran podido realizarse, cómo hubiera podido Dios acercarse a la gente menesterosa.
El Evangelio nos lo revela: Dios se ha acercado a esta gente en la persona de su Hijo unigénito; Dios ha manifestado su amor a través de una presencia humana, a través de un corazón humano lleno de amor misericordioso, a través de un Buen Pastor locamente enamorado de sus ovejas, hasta el punto de dar su propia vida por ellas.
Pablo se esfuerza por hacernos percibir en la segunda lectura lo espléndida que se ha mostrado la generosidad de Dios con nosotros en el misterio pascual de Cristo, lo poco razonable que ha sido este exceso de amor misericordioso. El apóstol afirma: «Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Romanos 5,6).
De por sí, los pecadores merecen sólo castigos, no merecen que una persona justa muera por ellos. No es razonable que un inocente se ofrezca a sí mismo a la muerte, y a una muerte infame, en beneficio de unos hombres culpables.
«Difícilmente —afirma Pablo— se encuentra uno que quiera morir por un justo.» Desde el punto de vista de la razón, morir por otro, aunque se trate de un justo, es ya un exceso. Por lo general, nadie se ofrece a sí mismo voluntariamente a la muerte; un hombre muere cuando se le impone la muerte.
El corazón de Jesús no aceptó el punto de vista de la razón, sino que adoptó el de un amor sobreabundante, excesivo, el de un amor misericordioso por los pecadores, que no merecían la misericordia. Y remacha Pablo: «Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Romanos 5,8).
Jesús se entrega a sí mismo por nosotros en la Eucaristía: nos entrega su Cuerpo y su Sangre derramada por nosotros en remisión de los pecados. Su muerte en la cruz es la mayor locura de amor que se pueda concebir.
La fiesta de hoy nos lo recuerda, y debe suscitar en nosotros, en primer lugar, una intensa admiración ante este exceso ilimitado de amor; a continuación, una actitud de acogida, llena de fe y de gratitud, por este amor tan generoso; y, por último, una confianza absoluta en el corazón de Jesús.
Pablo nos impulsa a esta confianza cuando dice: «En efecto, si cuando éramos todavía enemigos de Dios fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, con más razón, reconciliados ya, seremos salvados por su vida» (Romanos 5,10).
Y más aún: la contemplación del corazón de Jesús, traspasado a causa de su exceso de amor, debe hacer nacer en nosotros el deseo de no dejarnos guiar en nuestra vida por la fría razón humana, que calcula, que busca dónde se encuentra lo que nos interesa, sino dejarnos guiar cada vez más en nuestra vida y en nuestra muerte por la locura del amor.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 15, 1-32 (15, 1-10/15, 1-3. 11-32/15, 1-7/15, 11-32/15,3-7), para nuestros Mayores. Las parábolas del perdón.
Las parábolas del perdón (15,3-7. 8-10. 11-32) defienden e iluminan la actitud del Cristo (o de la Iglesia) que perdona los pecados de los hombres, rompe sus barreras religiosas y convoca a los perdidos a su reino. Los representantes de Israel murmuran y se oponen; se sienten orgullosos de su seguridad moral, piensan que la religión les pertenece y no soportan que alguien hable de un Dios que es de los otros (los infames, enemigos, prostitutas). El Dios de Jesús está rompiendo su estructura de seguridades humanas y la misma visión del misterio en que se apoya su piedad y su esperanza. Por eso se han opuesto y protestan con violencia.
Las parábolas tienen dos fines:
a) Jesús defiende con ellas su postura y, sobre todo, el gesto del perdón que ofrece a los perdidos.
b) Jesús muestra con ellas el auténtico rostro de Dios sobre la tierra. A través de las parábolas, Dios se ha revelado como fuerza de un amor que salva y crea.
Veamos.
Cualquier pastor que ha perdido una oveja coloca a las otras en sitio seguro y se arriesga a buscar la que falta La mujer que ha extraviado una moneda no se ocupa de las otras; ilumina su morada y limpia todo hasta encontrarla. En ambos casos se suscita el mismo gozo: la alegría de encontrar de nuevo aquello que estaba ya perdido. Pues bien, dice Jesús, la forma de actuar de Dios es semejante. No le basta con los justos; no se ocupa simplemente de los buenos. Dios atiende especialmente a los que viven en peligro (15, 3-10). Este amor justifica la actitud de Jesús y de la Iglesia con respecto a los pequeños, los perdidos, pecadores y extranjeros.
Continúa el tema con la parábola del padre que perdona (15, 11-32). El hijo menor ha malgastado su vida y su fortuna lejos de casa. El padre le ha dejado porque sabe que ya es adulto y tiene libertad para trazar la ruta de su vida. Pero cuando el hijo vuelve, el padre le sale al encuentro y le abraza. No le reprocha nada, ni pregunta los motivos o razones de su vuelta. Sabe simplemente que retorna, conoce su miseria y le ofrece sin más amor y casa. Evidentemente esta imagen del padre que acoge al perdido y le ama es muy apropiada para indicar la fuerza del perdón de Dios y su manera de tratar a los necesitados y pecadores de la tierra.
Sin embargo, la parábola no acaba ni culmina en ese rasgo. Una simple comparación externa nos muestra que hasta ahora no se ha superado el plano de las comparaciones anteriores. El padre no ha salido al encuentro de su hijo, no va por los caminos y ciudades a buscarlo. Por el contrario, el pastor y la mujer lo dejaron todo y se esforzaron por hallar la oveja y la moneda que perdieron. Esto mismo indica que el punto culminante de nuestra parábola no está en el amor del padre que perdona. Ese amor se presupone. Lo que importa es la reacción del hijo bueno de la casa.
En nuestro caso el hijo bueno es Israel. Pues bien, a los justos de Israel les duele que el padre acoja a los perdidos y les ofrezca su banquete. Pensaban que la casa era de ellos y podían organizar a su manera las leyes de lo bueno y de lo malo. Ahora en cambio han descubierto que la ley del padre es diferente y se sienten postergados, contrariados y molestos.
Desde aquí podemos deducir tres grandes conclusiones: a)Dios se ha revelado en las parábolas a modo de principio de un amor que busca lo perdido, que perdona y crea; Dios es padre que a todos ofrece la gracia de un perdón y la posibilidad de una existencia nueva; su alegría está precisamente en ayudar a los que están extraviados o en peligro.
b) El evangelio se define a partir de esta revelación de amor. Jesús se ha presentado como la «encarnación» (o manifestación concreta) del perdón creador de Dios en medio de los hombres.
c) El escándalo que produce su actitud significa en el fondo un rechazo del auténtico Dios a partir de una fijación idolátrica de lo divino convertida en soporte o garantía de unas determinadas leyes de este mundo.
Comentario del Santo Evangelio : Lc 15, 3-7, de Joven para Joven. Siempre hay salida.
Tomás de Aquino decía que «a Dios no podemos ofenderlo a menos que actuemos contra nuestro bien». Es una frase poco citada y que, sin embargo, constituye una espléndida formulación de lo que es esa palabra, «pecado», que aparece en tantas páginas de la Biblia. En la misma línea, un gran exegeta, S. Lyonnet, afirma que para la Biblia el pecado aparece como la negativa del hombre a dejarse amar por Dios.
Hoy hemos escuchado un evangelio excepcionalmente largo. Las normas litúrgicas permiten que sólo se lean las dos primeras parábolas y que se pueda omitir la del «padre bueno» -y no tanto del hijo pródigo o de los dos hermanos-, que hemos escuchado otra vez durante la cuaresma. Pero, ¿quién se atreve a recortar este texto impresionante que es la mejor definición del amor de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo Jesús?
Un comentarista de estas parábolas afirma que constituyen la quintaesencia del evangelio o «el evangelio del evangelio»; la buena noticia dentro de un relato que es todo él, a su vez, una buena y feliz noticia. Porque Jesús no nos da grandes definiciones sobre quién es Dios, sino que nos lo presenta actuando, en esas parábolas que nos acercan más al misterio de Dios que los conceptos intelectuales.
Después de leer estas parábolas se entiende mejor por qué Jesús llama a Dios con ese nombre sorprendente -tan impresionante que ha sido conservado en la propia lengua de Jesús- Abba, «papaíto», la expresión familiar e infantil usada por los niños al dirigirse a su padre.
Las tres parábolas vienen precedidas por una introducción: el escándalo de los fariseos y letrados porque «ese acoge a los pecadores y come con ellos». Y ese aprovecha esta ocasión para darles y darnos una lección sobre quién es Dios. La parábola de la oveja perdida aparece también en el evangelio de Mateo, pero en un contexto distinto: mientras Mateo subraya la idea de ir a buscar la oveja perdida, Lucas pone en primer plano la alegría de haberla encontrado. La parábola de la dracma perdida está únicamente en Lucas: es la mujer que sólo tiene diez moneditas de plata para la sarta de su tocado. Barre la habitación oscura, que sólo tiene una apertura -la puerta- con la esperanza de oír el tintinear de la moneda en el suelo.
Las dos parábolas acaban con una formulación similar: «¡Felicitadme! He encontrado a la oveja o a la moneda que se me había perdido». No dice felicitad a la oveja que ha vuelto a la seguridad del redil, cargada sobre los hombros del pastor, sino que Dios dice: felicitadme a mí, compartid mi alegría porque yo he encontrado lo que amaba y se me había perdido. Y el relato del Padre bueno expresa la alegría del que ha recuperado a este hijo suyo que había muerto y ha vuelto a vivir, que se había perdido y se le ha encontrado. Por eso hay que hacer fiesta y alegrarse, porque «habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
Hace pocos días un joven me cuestionaba durante una confesión qué es lo que significa realmente la reconciliación con Dios. Es algo que tenemos como asumido y quizá poco rumiado y meditado. Recuerdo una vieja canción infantil, cuyo texto decía así: «Vamos, niños, al sagrario, que Jesús llorando está». Creo que ese texto refleja algo de lo que seguimos sintiendo sobre nuestro pecado.
En aquellos viejos ejercicios predicados del pasado se nos decía que nuestros pecados descargaban sobre el cuerpo de Jesús en su flagelación o se convertían en las espinas de la corona, sobre la que los soldados del pretorio descargaban sus golpes. En los días de carnaval se exponía el Santísimo y se organizaban «horas santas», porque el Señor estaba triste por los pecados de los hombres, y nosotros acudíamos a repararle. Hay que decir, con contundencia, que este planteamiento no es correcto: que Cristo resucitado está junto a Dios y participa del gozo del cielo definitivo que todos esperamos.
Romano Guardini afirmaba que cuando Jesús dice que ha venido a buscar no a los justos sino a los pecadores, en realidad significa que ha venido a buscar a todos, ya que nadie puede presumir de ser justo. Y esta es la experiencia de nuestro pecado personal: esa vivencia interior, que todos debemos tener, si somos honestos y no nos engañamos a nosotros mismos, de que no vivimos como debiéramos, de que no respondemos a las verdaderas exigencias que brotan de nuestro ser, de que estamos muy lejos de llegar al nivel que nos manifiesta el evangelio; de que hemos recibido muchos talentos y no les sacamos partido.
Es la misma experiencia personal que san Pablo reflejaba en la segunda lectura: «Yo era un blasfemo, un perseguidor y un violento». Y, si queréis, podemos también repetir las mismas palabras de justificación que usaba el Apóstol: «Yo no era creyente y no sabía lo que hacía», curiosamente las mismas palabras que Jesús pronuncia en la cruz.
Y, sin embargo, el Dios revelado por Jesús no reacciona como el Dios que dialoga con Moisés, amenazando con descargar su cólera contra un pueblo idólatra. Precisamente el texto de Pablo es la misma experiencia que tuvo aquel hijo pródigo al regresar a la casa paterna: «Dios tuvo compasión de mí..., derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano». Y si de Pablo, blasfemo, perseguidor y violento, Dios tuvo compasión, también «podéis fiaros -dice- y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí; para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia».
Por todo ello, Pablo da gracias a Cristo, «que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio». Es lo que también sintió el hijo pródigo al volver de sus caminos errados: recibió el mejor traje, el anillo de hijo, las sandalias en los pies, la fiesta con el ternero cebado. Para Dios, aquel hombre que había vivido disolutamente y había dilapidado sus bienes y talentos, volvía a ser otra vez hijo y había que organizar una gran fiesta... Es lo que podemos sentir todos al ponernos en paz con Dios.
Volvemos a Tomás de Aquino: «A Dios no podemos ofenderlo a menos que actuemos contra nuestro bien». Dios no es alguien que se enoja por nuestros pecados porque son una desobediencia a sus leyes y normas o violan su santísima y omnipotente voluntad. Dios es el Padre que nos quiere y que se llena de alegría cuando actuamos en nuestro bien y, porque nos quiere, no es indiferente a nuestro propio mal.
Nadie como los padres -y quizá más aún las madres- pueden entenderlo mejor: ante el hijo que se droga o va por malos caminos, lo primero no es la apelación. al desagradecimiento o a las normas de conducta violadas... Lo primario es el mal que ese hijo se está haciendo a sí mismo. Así es también, e infinitamente más, Dios. Por eso también, nadie mejor que los padres para comprender la gran alegría del hijo perdido y encontrado, del que estaba muerto y ha vuelto a la vida; sin duda mayor que por los otros hijos que no transitan por malos caminos.
Así es también Dios, así es el Abba que Jesús nos ha revelado: alguien que siempre nos busca, alguien que siempre nos espera, alguien que dice: «¡Felicitadme, porque este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida!». Cuando nos reconciliamos con Dios, cuando reconocemos ante él el mal uso que hacemos de nuestros talentos, solemos hablar de nuestra paz recuperada. ¿No deberíamos pensar también en la alegría de un Padre que exclama: «¡Felicitadme, porque este hijo estaba perdido y ha sido encontrado!»? El mismo Tomás de Aquino decía que «no hay que esperar de Dios algo menor que él mismo». Es lo que dice también un texto de J. A. Pagola: «Por muy perdidos que nos encontremos, por muy fracasados que nos sintamos, por muy culpables que nos veamos, siempre hay salida. Cuando nos encontramos perdidos, una cosa es segura: Dios nos está buscando». Dios me está buscando: siempre me espera un Dios que es Padre, un Dios del que no debo esperar algo menor que él mismo: su perdón y su amor.
Reflexión Espiritual para el día.
El Corazón de Jesús, en efecto, es el símbolo del amor humano que él, verdadero hombre, posee en grado perfecto. Y es amor que es compasión, que llora por la muerte del amigo, que llama a los tristes: “Vengan a mí todos los que van cansados y oprimidos y yo los aliviaré” (Mt. 11,28). Pero el Corazón de Jesús es además símbolo del amor de Dios que él, verdadero Dios, posee por razón de su unión personal con el Verbo. En Cristo, por lo tanto, está todo el amor eterno e infinito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que por medio de Él se derrama sobre la humanidad. Este amor divino-humano constituye “la infinita riqueza de Cristo” de la que habla la carta a los Efesios. De este amor procede “el misterio escondido desde siempre en Dios” (Ef. 3,9) es decir, “el designio eterno” (ib. 10) de la salvación abierta a todos los hombres que Dios ha trazado y que debe actualizarse “en Cristo, nuestro Señor” (ib. 11) en el cual podemos “acercarnos a Dios con plena confianza” (ib. 12).
Del Corazón de Jesús, de su amor eterno proviene el designio de salvación y la misión: “Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también” (Jn. 20,21). De este Corazón proviene el solemne mandato: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos...”. Aquí está la fuente de toda vocación misionera en la Iglesia, comenzando con los Apóstoles y Pablo quien en el encuentro de Damasco pudo intuir y “conocer el amor de Cristo que supera todo conocimiento” (Ef. 3,19), de aquí el ansia de todos los grandes evangelizadores, incluso su Fundador.
Para él el Corazón de Jesús es la “mejor escuela de vida para el cristiano”. Es una escuela donde se asimilan la virtudes y los sentimientos de Jesús. En 1895 escribió: “El Corazón de Jesús es el símbolo del amor de Cristo, de sus admirables virtudes, de sus dones divinos y de toda su divina vida interior. Procuremos, pues, adentrarnos en su latitud, profundidad y altura, hagámonos imitadores de sus virtudes y partícipes de sus dones, encendamos la crispa de su admirable caridad con la que él amó a Dios y a los hombres de manera tan generosa y heroica” (Co 1885 /416 ). “En conformidad con las palabras del Apóstol: “tengan los mismos sentimientos de Cristo” (Fil. 2,5)” (Co 1898/6.3).
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Los aprovechados pastores de Israel.
El Ezequiel que destapará a la conciencia de sus coexiliados la responsabilidad de las generaciones pasadas y la particular de los individuos concretos, la suya propia al aplicarse la parábola del centinela, no podía eximir de responsabilidad a los dirigentes del pueblo vistos en la imagen de pastores.
Estos pastores tan duramente interpelados a lo largo de la presente perícopa son todos aquellos que ejercieron alguna autoridad en Israel. Pero dada la vieja raigambre de este término en toda la literatura oriental —sumerios, babilonios, egipcios, cananeos lo aplican a los dioses y a los hombres— hemos de pensar especialmente en su referencia a los reyes. Desde el principio habían sido vistos en Israel como un constante peligro del equilibrio social por lo ilimitado de sus privilegios. Fundado en esta constante de injusticias sociales, Ezequiel no puede por menos de ensañarse contra la realeza.
Cuanto han hecho con el rebaño-Israel ha sido nefasto, ruinoso y mortal. Su derecho a cierta ayuda lo han convertido en robo abusivo; su autoridad de protección la han orientado hacia sí mismos, no apacentando sino apacentándose; han llegado a tratar a sus hermanos como esclavos, «maltratándolos brutalmente»; han provocado la dispersión por Asiria y Babilonia; los han dejado al capricho de las fieras del campo, de los poderes de los pueblos vecinos. La culpabilidad no puede ser mayor.
Por eso comienza con ese « ¡Ay!» de amenaza y continúa con esa palabra empeñada «lo juro por mi vida». Yavé terminará con todos ellos, Él mismo será su pastor, su rey, su mesías. Y así, el oráculo, comenzado en tono conminatorio, concluye en promesa salvífica. Los caminos del Señor siempre son los mismos.
La fuerza de esta denuncia es sorprendentemente actual, aunque falten ezequieles con el valor de proclamarla a la conciencia individual y colectiva. Cristo se basó en este pasaje para definir uno de los aspectos de su persona y de las facetas de su misión. Todos los evangelistas se han hecho eco de ello, cada uno a su estilo (Jn 10, 1-18; Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7). Con ese «Yo mismo en persona» Ezequiel inauguró la nueva teocracia divina, en la que Cristo está sentado a la derecha del Padre hasta que ponga a todos sus enemigos —los falsos pastores— como escabel de sus pies.
A partir de este momento sólo le queda al profeta describir la acción de Yavé-Pastor a través de las típicas imágenes del Éxodo: las libraré... las sacaré... las congregaré... las apacentaré. En una palabra, Ezequiel asienta la religión interior bajo la égida directa de Dios. En la patria o en el destierro sus ovejas siguen siendo suyas En el orden o en el pecado, el hombre sigue siendo siempre relación y dependencia de Dios.
«Un día de oscuridad y nubarrones», día de teofanía y castigo, día del fin de Jerusalén, sus ovejas se desperdigaron por todas las partes de la tierra. En, otro día teofánico, en que el sol también se oscureció y al chasquido de los truenos hasta las rocas se abrieron, sobre la cumbre de Jerusalén todos fuimos atraídos hacia la Cruz y seguimos siendo apacentados en los ricos pastizales de su místico cuerpo que es la Iglesia. Y sigue buscando... vendando... «cuidando como es debido».
Ezequiel pronuncia entonces, sin duda hacia el 584, un discurso, resumido en nuestra lectura, en el que la emprende contra las bandas que aterrorizan la región, lamenta que no haya ya verdadero rey (v. 6) y anuncia un juicio de Dios contra los falsos pastores (vv. 10-15). En un segundo discurso, resumido en los vv. 17-22 (y ¿31?), Ezequiel cambia de perspectiva y no la emprende ya contra los falsos pastores, sino contra las ovejas ricas que explotan a las pobres; sin duda alude a los campesinos ricos que se negaban a ayudar al proletariado de las ciudades hambriento por el sitio.
A estos dos discursos, el profeta o uno de sus discípulos añade una conclusión contenida en los vv. 23-24 y que anuncia la solución a los dos problemas planteados en el reino de Yahvé y de su príncipe David.
Un siglo más tarde sin duda, un profeta insertó en Ez 34 un poema de consolación (vv. 25-30) que recoge los grandes temas de consolación del Deutero-Isaías presentando el futuro paradisíaco del rebaño de ovejas.
En la época del exilio, el pueblo está dividido en ovejas famélicas y en ovejas "dispersadas". Las primeras designan probablemente a los miembros del pueblo que permanecieron en Palestina, donde son entregados a la tiranía del ocupante y expoliados por los agentes del enemigo; las segundas designan a los que fueron llevados en cautiverio o huyeron a Egipto. El futuro se dibuja como una reunión o congregación de todas las ovejas, pero esta reunión reviste dos nuevas características: en primer lugar se realizará en torno al mismo Yahvé y no en torno al rey (v. 11); en segundo lugar estará formada por relaciones personales y de mutuo conocimiento entre Dios y cada uno de los miembros del pueblo (v. 16) y no ya por la pertenencia jurídica y exterior a la alianza.
Ezequiel tiene, pues, delante, un reino situado directamente bajo la dependencia divina y basado sobre relaciones esencialmente religiosas. Como tal, este reino es cualitativo y no compite con el reino terrestre ni se adhiere a instituciones humanas. Es de otro orden y puede extenderse por todos los reinos porque se limita a añadir una dimensión religiosa a las relaciones humanas ya existentes.
Ezequiel es uno de los primeros profetas que ofrece las bases más serias de la teología del reino de Dios. Bases que volveremos a encontrar explicitadas de nuevo por Jesús al declarar que su reino no es de este mundo (aspecto cualitativo), para afirmar a continuación que El ha venido a realizar una reunión general en dos tiempos: primero, la misión que convoca a todos los hombres, buenos o menos buenos (Mt 13 ; 22, 1-10) ; después, el juicio, que hace la criba de estas dos categorías (Mt 13, 30; 22, 11-14). La asamblea eucarística lleva estas marcas decisivas del reino de Dios; está constituida por aquellos a quienes Dios ha reunido ya, independientemente de tal o cual cultura, de tal o cual estructura política o social. Congrega a los buenos y a los otros indistintamente, porque es signo de la misión y no del juicio.
Comentario del salmo 22
Es un salmo de confianza individual. En él, una persona manifiesta su absoluta confianza en el Señor. Las expresiones «nada me falta» (1c), «no temo ningún mal» (4b), «todos los días de mi vida» (6a), “por días sin término” (6b) y otras, muestran que se trata de la total confianza en Dios pastor.
Este salmo cuenta con una breve introducción, compuesta por la expresión «el Señor es mi pastor» (1b); tiene un núcleo central, que comienza con la afirmación “nada me falta” (1c) y llega hasta la mitad del versículo 6. La conclusión consiste en la última frase: «Mi morada es la casa del Señor, por días sin término» (6b).
El núcleo central contiene dos imágenes importantes. La primera presenta al Señor como pastor, y el salmista se compara con una oveja (1b-4). Los términos de estos versículos pertenecen al contexto del pastoreo. Para entender esta imagen, tenemos que recordar brevemente cómo era la vida de los pastores en el país de Jesús. Normalmente tenían un puñado de ovejas y cuidaban de ellas con cariño, pues era todo lo que poseían. Por la noche, solían dejarlas en el redil junto con las de otros pastores, bajo la protección y vigilancia de unos guardas. Por la mañana, cada pastor llamaba a las suyas por su nombre, ellas reconocían la voz de su pastor y salían para iniciar una nueva jornada. El pastor caminaba al frente, conduciendo a sus ovejas hacia los pastos y fuentes de agua (véase Jn 10,1-4).
En la tierra de Jesús hay mucho desierto, de modo que los pastores habían de atravesarlo para llegar a los prados. En ocasiones, encontraban pastizales enseguida; otras veces tenían que caminar bastante para llegar hasta donde hubiera agua y verdes praderas. En estas ocasiones, podía suceder que la oscuridad de la noche sorprendiera al pastor con sus ovejas. Es sabido que estas, de noche, se desorientan totalmente y corren el riesgo de perderse. El pastor, entonces, caminaba al frente del rebaño y lo conducía de vuelta al redil. La oscuridad de la noche (el «valle tenebroso» del v. 4) no asustaba a las ovejas, pues caminaban protegidas por la vara y el cayado del pastor.
La segunda imagen (5-6a) es también muy interesante. Ya no se trata de ovejas. El contexto en que nos encontramos es el del desierto de Judá. Tenemos que imaginar a una persona que huye de sus enemigos a través del desierto. Los opresores están a punto de darle alcance cuando, de repente, se encuentra delante de la tienda de un jefe de los habitantes del desierto. La persona que huye es recibida con alegría y fiesta, convirtiéndose en huésped del jefe. En el país de Jesús la hospitalidad era algo sagrado. El que se refugiaba en la casa o en la tienda de otra persona, estaba a salvo de cualquier peligro.
Cuando los opresores llegan a la entrada de la tienda, ven la mesa preparada (los habitantes del desierto se limitaban a extender un mantel en el suelo), el huésped ya se ha dado un baño y se ha perfumado con ungüentos, y se dan cuenta de que el jefe y su huésped están brindando por una antigua amistad (la copa que rebosa). No pudiendo hacer nada, los enemigos se retiran avergonzados.
Pasado un tiempo, el huésped tendrá que proseguir su viaje. El jefe, entonces, le ofrece dos guardaespaldas, que, simbólicamente, reciben los nombres de «felicidad y misericordia», que lo acompañarán todos los días de su vida.
Aparentemente, este salmo no presenta ningún conflicto, pero esto es sólo a primera vista. De hecho, en él se menciona un «valle tenebroso» (4a) y se habla de «opresores» (5a). ¿Qué es lo que estaría pasando? La respuesta empieza por el final del salmo. El salmista afirma que su «morada es la casa del Señor, por días sin término» (6b). La casa del Señor es el templo de Jerusalén. Así pues, la persona que habla en el salmo se encuentra allí. ¿Qué podrían tener en su contra los opresores? Ciertamente, querían matarla. Este salmo, por tanto, pone de manifiesto un drama mortal. Una persona, injustamente condenada, huye a esconderse en el templo, que funcionaba como lugar de refugio para quien hubiera cometido un crimen sin intención.
Sabernos que en Israel funcionaba la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente; herida por herida, muerte por muerte. Quien hubiera herido o matado a alguien sin querer, tenía que huir lo más rápido posible. En tiempos de las tribus existían las ciudades de refugio. En la época de la monarquía, también el templo de Jerusalén servía de refugio en estos casos. El salmo 22, por tanto, habría surgido en una situación como la descrita. Y aquí, el refugiado toma la decisión de habitar en el templo para siempre (6b).
De este modo podemos entender estas dos imágenes. El inocente que huye de los que pretenden matarlo se siente protegido por el Señor como la oveja que, de noche, camina protegida por la vara y el cayado del pastor. Con este tipo de pastor, nada le falta a quien confía en él. El inocente se sentía perseguido por los opresores, pero logró refugiarse en la tienda del Señor, esto es, en el templo de Jerusalén. Y ahí nadie podrá hacerle ningún daño.
Una de las imágenes más hermosas de Dios en el Antiguo Testamento —y en este salmo— es la que nos lo muestra como pastor. Este motivo nos recuerda inmediatamente el éxodo. De hecho, la principal acción del Dios pastor consistió en haber sacado a su rebaño (los israelitas) del redil de Egipto y haberlo conducido por el desierto, haciéndolo entrar en la tierra prometida, la tierra que mana leche y miel. Varios son los textos bíblicos que nos hablan de esto (por ejemplo, Sal 78,52). Pastor, libertador y aliado son, por tanto, temas gemelos. El salmista tiene una confianza absoluta en el nombre del Señor (3) porque sabe que, en el pasado de su pueblo, Dios liberó, condujo e introdujo a los israelitas en la tierra de la libertad y de la vida, En esta tierra, el Señor dio acogida a su pueblo, preparándole una mesa opulenta, convirtiéndolo en su huésped preferido y protegiéndolo todos los días de su vida.
Jesús, en el evangelio de Juan, adopta las características del Dios pastor, libertador y aliado (Jn 10), que conduce a las ovejas fuera de los rediles que le impiden al pueblo acceder a la vida (Jn 9). Con su muerte y su resurrección, Jesús, buen pastor, inauguró el camino de vuelta al Padre: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6b).
Probablemente, este sea el salmo más rezado y más cantado. Pero el mejor momento para rezarlo es cuando tenemos necesidad de reforzar nuestra confianza en Dios, y ello en medio de los conflictos cotidianos. También conviene rezarlo en solidaridad con aquellos cuya muerte «está ya decidida», con los inocentes condenados y con las víctimas de la violencia y de la opresión.
Comentario de la Segunda Lectura: Rm 5, 5b-11.
El cristiano ¿es materialista? Pablo insiste en algo que para él llega a ser obsesivo: la gratuidad de la fe: «Hemos recibido el juicio favorable a partir de la fe». Y “a través de la fe hemos logrado el acceso a esta gracia en la que estamos”.
El cristianismo no puede ser enseñado como una asignatura forzosa en las escuelas oficiales: el cristianismo es una oferta que los creyentes hacen «con temor y temblor» a los que quieran escucharlo. Aún más, una vez instalados en esa situación «gratuita» de la fe, el cristiano sigue «apoyado únicamente en la esperanza de la gloria de Dios». La esperanza es siempre una especie de lotería.
Y de aquí parte toda una actitud existencial frente a la vida. Se aceptan las inevitables «tribulaciones» que lleva consigo el vivir humano, pero se sabe que estas tribulaciones producen «la constancia», y de aquí surge una cadena de casualidades siempre gratuitas: «la constancia produce autenticidad; la autenticidad, esperanza; y la esperanza no decepciona».
La situación actual del cristiano es de esperanza: por una parte, posee ya la reconciliación con Dios; pero, por otra, aún no ha superado todas las alienaciones, sobre todo la muerte. Dios ha tomado la iniciativa por puro amor gratuito, ya que en la existencia frustrada del hombre no había motivos atrayentes para un amor.
No podemos negar que en la visión paulina el pesimismo sobre la condición humana es un punto de partida. Así se explica que Pablo se asombre de que Cristo hubiera muerto «por unos hombres-sin-Dios». El adjetivo “asebés”, que muchos traducen por «impío», tiene un sentido más objetivo: «separado de Dios, lejos de Dios». Y, en consecuencia, lejos de la posibilidad de superar esa frustración originaria del hombre, abocado a la muerte.
«Morir por un justo» ya podría tener algún sentido, entendiendo por «justo» lo que Pablo viene subrayando en toda la carta: el que ha sido objeto de un «juicio» de salvación, o sea el que ya ha superado su frustración existencial
En una palabra, Cristo ha dado su vida por el ser humano, radicalmente incapacitado para superar la mayor sus alienaciones: la muerte. Por lo tanto, esto nos puede dar una buena esperanza de que este proceso iniciado seguirá su curso: «pues, si siendo enemigos, hemos recibido la reconciliación con Dios por medio de la muerte su hijo, con mayor razón, una vez reconciliados, seremos salvados mediante su vida». El proceso se ha producido ya en la primera parte del programa: la «reconciliación». La palabra original «katal-lage» significa precisamente «desalienación», «dejar de ser otro». Una lectura falsa y pietista de los textos neotestamentarios les ha quitado a estos términos toda su fuerza positiva.
Jesús ha venido a salvar al hombre; y la primera parte de este proceso es precisamente la oferta de «desalienar» al hombre, o sea de ofrecerle la posibilidad de superar todo aquello que le impide al hombre su propia realización, entendiendo que la meta de esta última es la superación de la muerte.
El «materialismo» cristiano alcanza aquí su más alta cota: ahora la desalienación, y más allá, por encima de todo, la superación de la mayor alienación humana: la muerte.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 15,3-7
La liturgia de hoy nos invita a contemplar la locura del amor de Cristo. Si el amor del hombre no es racional, el amor de Dios lo es todavía menos. El amor que manifiesta el corazón de Jesús es un amor humano loco, que revela un amor divino todavía más loco. Lo contemplamos en las lecturas de esta Misa.
Jesús responde en el evangelio a las críticas de los letrados y de los fariseos, a quienes no les parece nada razonable su comportamiento lleno de amor con los publicanos y los pecadores: «Este —decían— recibe a los pecadores y come con ellos».
Sus críticas eran razonables. En efecto, los pecadores no se merecían la acogida cordial que les dispensaba Jesús. Comer con ellos significaba establecer una relación amistosa, fraterna, con esas personas; y la razón nos dice que no conviene que un hombre honesto mantenga relaciones con personas deshonestas, porque, actuando de este modo, parece aprobar sus injusticias y hacerse cómplice de las mismas.
Jesús, para responder a estas críticas, les propone el ejemplo de un afecto humano loco: el de un pastor que tiene cien ovejas y, tras perder una, deja las otras noventa y nueve en el desierto para ir en busca de la pobre oveja rebelde que se ha alejado del rebaño y se ha perdido.
Semejante comportamiento no es razonable, sino que está determinado por un afecto excesivo. La pérdida de la oveja provoca en el pastor un sentimiento de privación que invade todo su corazón y le hace olvidar todos los otros afectos.
Del mismo modo, la alegría que recibe al encontrarla invade todo su corazón y le hace olvidar todos los otros motivos de alegría.
Razonando de una manera lógica, deberíamos decir que este comportamiento humano es criticable, porque no es justo reservar más amor a quien merece menos. Deberíamos concluir así que este comportamiento no es, a buen seguro, digno de Dios.
Los filósofos afirman que Dios no hace nunca nada que no sea razonable. Sin embargo, Jesús no es de esta opinión. Dice que Dios se comporta en el cielo como el pastor que ha perdido la oveja: «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
Dios está lleno de amor misericordioso, de un amor que no hace cálculos, razonamientos, sino que se echa adelante para salvar incluso al que no merece que le salven.
Jesús está perfectamente unido a su Padre celestial en este dinamismo loco del amor misericordioso. Su corazón no calcula, no razona, sino que se echa adelante para salvar, a pesar de las críticas de la gente razonable. Nuestra razón no puede comprenderlo, pero nuestro corazón sí puede.
La primera lectura nos recuerda que en el Antiguo Testamento ya se comparaba a Dios con un pastor lleno de solicitud para con las ovejas de su rebaño, y hasta había anunciado una intervención suya misericordiosa: «Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas».
Eran unas promesas bellísimas por parte de Dios, pero no se veía cómo hubieran podido realizarse, cómo hubiera podido Dios acercarse a la gente menesterosa.
El Evangelio nos lo revela: Dios se ha acercado a esta gente en la persona de su Hijo unigénito; Dios ha manifestado su amor a través de una presencia humana, a través de un corazón humano lleno de amor misericordioso, a través de un Buen Pastor locamente enamorado de sus ovejas, hasta el punto de dar su propia vida por ellas.
Pablo se esfuerza por hacernos percibir en la segunda lectura lo espléndida que se ha mostrado la generosidad de Dios con nosotros en el misterio pascual de Cristo, lo poco razonable que ha sido este exceso de amor misericordioso. El apóstol afirma: «Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Romanos 5,6).
De por sí, los pecadores merecen sólo castigos, no merecen que una persona justa muera por ellos. No es razonable que un inocente se ofrezca a sí mismo a la muerte, y a una muerte infame, en beneficio de unos hombres culpables.
«Difícilmente —afirma Pablo— se encuentra uno que quiera morir por un justo.» Desde el punto de vista de la razón, morir por otro, aunque se trate de un justo, es ya un exceso. Por lo general, nadie se ofrece a sí mismo voluntariamente a la muerte; un hombre muere cuando se le impone la muerte.
El corazón de Jesús no aceptó el punto de vista de la razón, sino que adoptó el de un amor sobreabundante, excesivo, el de un amor misericordioso por los pecadores, que no merecían la misericordia. Y remacha Pablo: «Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Romanos 5,8).
Jesús se entrega a sí mismo por nosotros en la Eucaristía: nos entrega su Cuerpo y su Sangre derramada por nosotros en remisión de los pecados. Su muerte en la cruz es la mayor locura de amor que se pueda concebir.
La fiesta de hoy nos lo recuerda, y debe suscitar en nosotros, en primer lugar, una intensa admiración ante este exceso ilimitado de amor; a continuación, una actitud de acogida, llena de fe y de gratitud, por este amor tan generoso; y, por último, una confianza absoluta en el corazón de Jesús.
Pablo nos impulsa a esta confianza cuando dice: «En efecto, si cuando éramos todavía enemigos de Dios fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, con más razón, reconciliados ya, seremos salvados por su vida» (Romanos 5,10).
Y más aún: la contemplación del corazón de Jesús, traspasado a causa de su exceso de amor, debe hacer nacer en nosotros el deseo de no dejarnos guiar en nuestra vida por la fría razón humana, que calcula, que busca dónde se encuentra lo que nos interesa, sino dejarnos guiar cada vez más en nuestra vida y en nuestra muerte por la locura del amor.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 15, 1-32 (15, 1-10/15, 1-3. 11-32/15, 1-7/15, 11-32/15,3-7), para nuestros Mayores. Las parábolas del perdón.
Las parábolas del perdón (15,3-7. 8-10. 11-32) defienden e iluminan la actitud del Cristo (o de la Iglesia) que perdona los pecados de los hombres, rompe sus barreras religiosas y convoca a los perdidos a su reino. Los representantes de Israel murmuran y se oponen; se sienten orgullosos de su seguridad moral, piensan que la religión les pertenece y no soportan que alguien hable de un Dios que es de los otros (los infames, enemigos, prostitutas). El Dios de Jesús está rompiendo su estructura de seguridades humanas y la misma visión del misterio en que se apoya su piedad y su esperanza. Por eso se han opuesto y protestan con violencia.
Las parábolas tienen dos fines:
a) Jesús defiende con ellas su postura y, sobre todo, el gesto del perdón que ofrece a los perdidos.
b) Jesús muestra con ellas el auténtico rostro de Dios sobre la tierra. A través de las parábolas, Dios se ha revelado como fuerza de un amor que salva y crea.
Veamos.
Cualquier pastor que ha perdido una oveja coloca a las otras en sitio seguro y se arriesga a buscar la que falta La mujer que ha extraviado una moneda no se ocupa de las otras; ilumina su morada y limpia todo hasta encontrarla. En ambos casos se suscita el mismo gozo: la alegría de encontrar de nuevo aquello que estaba ya perdido. Pues bien, dice Jesús, la forma de actuar de Dios es semejante. No le basta con los justos; no se ocupa simplemente de los buenos. Dios atiende especialmente a los que viven en peligro (15, 3-10). Este amor justifica la actitud de Jesús y de la Iglesia con respecto a los pequeños, los perdidos, pecadores y extranjeros.
Continúa el tema con la parábola del padre que perdona (15, 11-32). El hijo menor ha malgastado su vida y su fortuna lejos de casa. El padre le ha dejado porque sabe que ya es adulto y tiene libertad para trazar la ruta de su vida. Pero cuando el hijo vuelve, el padre le sale al encuentro y le abraza. No le reprocha nada, ni pregunta los motivos o razones de su vuelta. Sabe simplemente que retorna, conoce su miseria y le ofrece sin más amor y casa. Evidentemente esta imagen del padre que acoge al perdido y le ama es muy apropiada para indicar la fuerza del perdón de Dios y su manera de tratar a los necesitados y pecadores de la tierra.
Sin embargo, la parábola no acaba ni culmina en ese rasgo. Una simple comparación externa nos muestra que hasta ahora no se ha superado el plano de las comparaciones anteriores. El padre no ha salido al encuentro de su hijo, no va por los caminos y ciudades a buscarlo. Por el contrario, el pastor y la mujer lo dejaron todo y se esforzaron por hallar la oveja y la moneda que perdieron. Esto mismo indica que el punto culminante de nuestra parábola no está en el amor del padre que perdona. Ese amor se presupone. Lo que importa es la reacción del hijo bueno de la casa.
En nuestro caso el hijo bueno es Israel. Pues bien, a los justos de Israel les duele que el padre acoja a los perdidos y les ofrezca su banquete. Pensaban que la casa era de ellos y podían organizar a su manera las leyes de lo bueno y de lo malo. Ahora en cambio han descubierto que la ley del padre es diferente y se sienten postergados, contrariados y molestos.
Desde aquí podemos deducir tres grandes conclusiones: a)Dios se ha revelado en las parábolas a modo de principio de un amor que busca lo perdido, que perdona y crea; Dios es padre que a todos ofrece la gracia de un perdón y la posibilidad de una existencia nueva; su alegría está precisamente en ayudar a los que están extraviados o en peligro.
b) El evangelio se define a partir de esta revelación de amor. Jesús se ha presentado como la «encarnación» (o manifestación concreta) del perdón creador de Dios en medio de los hombres.
c) El escándalo que produce su actitud significa en el fondo un rechazo del auténtico Dios a partir de una fijación idolátrica de lo divino convertida en soporte o garantía de unas determinadas leyes de este mundo.
Comentario del Santo Evangelio : Lc 15, 3-7, de Joven para Joven. Siempre hay salida.
Tomás de Aquino decía que «a Dios no podemos ofenderlo a menos que actuemos contra nuestro bien». Es una frase poco citada y que, sin embargo, constituye una espléndida formulación de lo que es esa palabra, «pecado», que aparece en tantas páginas de la Biblia. En la misma línea, un gran exegeta, S. Lyonnet, afirma que para la Biblia el pecado aparece como la negativa del hombre a dejarse amar por Dios.
Hoy hemos escuchado un evangelio excepcionalmente largo. Las normas litúrgicas permiten que sólo se lean las dos primeras parábolas y que se pueda omitir la del «padre bueno» -y no tanto del hijo pródigo o de los dos hermanos-, que hemos escuchado otra vez durante la cuaresma. Pero, ¿quién se atreve a recortar este texto impresionante que es la mejor definición del amor de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo Jesús?
Un comentarista de estas parábolas afirma que constituyen la quintaesencia del evangelio o «el evangelio del evangelio»; la buena noticia dentro de un relato que es todo él, a su vez, una buena y feliz noticia. Porque Jesús no nos da grandes definiciones sobre quién es Dios, sino que nos lo presenta actuando, en esas parábolas que nos acercan más al misterio de Dios que los conceptos intelectuales.
Después de leer estas parábolas se entiende mejor por qué Jesús llama a Dios con ese nombre sorprendente -tan impresionante que ha sido conservado en la propia lengua de Jesús- Abba, «papaíto», la expresión familiar e infantil usada por los niños al dirigirse a su padre.
Las tres parábolas vienen precedidas por una introducción: el escándalo de los fariseos y letrados porque «ese acoge a los pecadores y come con ellos». Y ese aprovecha esta ocasión para darles y darnos una lección sobre quién es Dios. La parábola de la oveja perdida aparece también en el evangelio de Mateo, pero en un contexto distinto: mientras Mateo subraya la idea de ir a buscar la oveja perdida, Lucas pone en primer plano la alegría de haberla encontrado. La parábola de la dracma perdida está únicamente en Lucas: es la mujer que sólo tiene diez moneditas de plata para la sarta de su tocado. Barre la habitación oscura, que sólo tiene una apertura -la puerta- con la esperanza de oír el tintinear de la moneda en el suelo.
Las dos parábolas acaban con una formulación similar: «¡Felicitadme! He encontrado a la oveja o a la moneda que se me había perdido». No dice felicitad a la oveja que ha vuelto a la seguridad del redil, cargada sobre los hombros del pastor, sino que Dios dice: felicitadme a mí, compartid mi alegría porque yo he encontrado lo que amaba y se me había perdido. Y el relato del Padre bueno expresa la alegría del que ha recuperado a este hijo suyo que había muerto y ha vuelto a vivir, que se había perdido y se le ha encontrado. Por eso hay que hacer fiesta y alegrarse, porque «habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
Hace pocos días un joven me cuestionaba durante una confesión qué es lo que significa realmente la reconciliación con Dios. Es algo que tenemos como asumido y quizá poco rumiado y meditado. Recuerdo una vieja canción infantil, cuyo texto decía así: «Vamos, niños, al sagrario, que Jesús llorando está». Creo que ese texto refleja algo de lo que seguimos sintiendo sobre nuestro pecado.
En aquellos viejos ejercicios predicados del pasado se nos decía que nuestros pecados descargaban sobre el cuerpo de Jesús en su flagelación o se convertían en las espinas de la corona, sobre la que los soldados del pretorio descargaban sus golpes. En los días de carnaval se exponía el Santísimo y se organizaban «horas santas», porque el Señor estaba triste por los pecados de los hombres, y nosotros acudíamos a repararle. Hay que decir, con contundencia, que este planteamiento no es correcto: que Cristo resucitado está junto a Dios y participa del gozo del cielo definitivo que todos esperamos.
Romano Guardini afirmaba que cuando Jesús dice que ha venido a buscar no a los justos sino a los pecadores, en realidad significa que ha venido a buscar a todos, ya que nadie puede presumir de ser justo. Y esta es la experiencia de nuestro pecado personal: esa vivencia interior, que todos debemos tener, si somos honestos y no nos engañamos a nosotros mismos, de que no vivimos como debiéramos, de que no respondemos a las verdaderas exigencias que brotan de nuestro ser, de que estamos muy lejos de llegar al nivel que nos manifiesta el evangelio; de que hemos recibido muchos talentos y no les sacamos partido.
Es la misma experiencia personal que san Pablo reflejaba en la segunda lectura: «Yo era un blasfemo, un perseguidor y un violento». Y, si queréis, podemos también repetir las mismas palabras de justificación que usaba el Apóstol: «Yo no era creyente y no sabía lo que hacía», curiosamente las mismas palabras que Jesús pronuncia en la cruz.
Y, sin embargo, el Dios revelado por Jesús no reacciona como el Dios que dialoga con Moisés, amenazando con descargar su cólera contra un pueblo idólatra. Precisamente el texto de Pablo es la misma experiencia que tuvo aquel hijo pródigo al regresar a la casa paterna: «Dios tuvo compasión de mí..., derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano». Y si de Pablo, blasfemo, perseguidor y violento, Dios tuvo compasión, también «podéis fiaros -dice- y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí; para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia».
Por todo ello, Pablo da gracias a Cristo, «que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio». Es lo que también sintió el hijo pródigo al volver de sus caminos errados: recibió el mejor traje, el anillo de hijo, las sandalias en los pies, la fiesta con el ternero cebado. Para Dios, aquel hombre que había vivido disolutamente y había dilapidado sus bienes y talentos, volvía a ser otra vez hijo y había que organizar una gran fiesta... Es lo que podemos sentir todos al ponernos en paz con Dios.
Volvemos a Tomás de Aquino: «A Dios no podemos ofenderlo a menos que actuemos contra nuestro bien». Dios no es alguien que se enoja por nuestros pecados porque son una desobediencia a sus leyes y normas o violan su santísima y omnipotente voluntad. Dios es el Padre que nos quiere y que se llena de alegría cuando actuamos en nuestro bien y, porque nos quiere, no es indiferente a nuestro propio mal.
Nadie como los padres -y quizá más aún las madres- pueden entenderlo mejor: ante el hijo que se droga o va por malos caminos, lo primero no es la apelación. al desagradecimiento o a las normas de conducta violadas... Lo primario es el mal que ese hijo se está haciendo a sí mismo. Así es también, e infinitamente más, Dios. Por eso también, nadie mejor que los padres para comprender la gran alegría del hijo perdido y encontrado, del que estaba muerto y ha vuelto a la vida; sin duda mayor que por los otros hijos que no transitan por malos caminos.
Así es también Dios, así es el Abba que Jesús nos ha revelado: alguien que siempre nos busca, alguien que siempre nos espera, alguien que dice: «¡Felicitadme, porque este hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida!». Cuando nos reconciliamos con Dios, cuando reconocemos ante él el mal uso que hacemos de nuestros talentos, solemos hablar de nuestra paz recuperada. ¿No deberíamos pensar también en la alegría de un Padre que exclama: «¡Felicitadme, porque este hijo estaba perdido y ha sido encontrado!»? El mismo Tomás de Aquino decía que «no hay que esperar de Dios algo menor que él mismo». Es lo que dice también un texto de J. A. Pagola: «Por muy perdidos que nos encontremos, por muy fracasados que nos sintamos, por muy culpables que nos veamos, siempre hay salida. Cuando nos encontramos perdidos, una cosa es segura: Dios nos está buscando». Dios me está buscando: siempre me espera un Dios que es Padre, un Dios del que no debo esperar algo menor que él mismo: su perdón y su amor.
Reflexión Espiritual para el día.
El Corazón de Jesús, en efecto, es el símbolo del amor humano que él, verdadero hombre, posee en grado perfecto. Y es amor que es compasión, que llora por la muerte del amigo, que llama a los tristes: “Vengan a mí todos los que van cansados y oprimidos y yo los aliviaré” (Mt. 11,28). Pero el Corazón de Jesús es además símbolo del amor de Dios que él, verdadero Dios, posee por razón de su unión personal con el Verbo. En Cristo, por lo tanto, está todo el amor eterno e infinito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que por medio de Él se derrama sobre la humanidad. Este amor divino-humano constituye “la infinita riqueza de Cristo” de la que habla la carta a los Efesios. De este amor procede “el misterio escondido desde siempre en Dios” (Ef. 3,9) es decir, “el designio eterno” (ib. 10) de la salvación abierta a todos los hombres que Dios ha trazado y que debe actualizarse “en Cristo, nuestro Señor” (ib. 11) en el cual podemos “acercarnos a Dios con plena confianza” (ib. 12).
Del Corazón de Jesús, de su amor eterno proviene el designio de salvación y la misión: “Como el Padre me envió a mí, así los envío yo también” (Jn. 20,21). De este Corazón proviene el solemne mandato: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos...”. Aquí está la fuente de toda vocación misionera en la Iglesia, comenzando con los Apóstoles y Pablo quien en el encuentro de Damasco pudo intuir y “conocer el amor de Cristo que supera todo conocimiento” (Ef. 3,19), de aquí el ansia de todos los grandes evangelizadores, incluso su Fundador.
Para él el Corazón de Jesús es la “mejor escuela de vida para el cristiano”. Es una escuela donde se asimilan la virtudes y los sentimientos de Jesús. En 1895 escribió: “El Corazón de Jesús es el símbolo del amor de Cristo, de sus admirables virtudes, de sus dones divinos y de toda su divina vida interior. Procuremos, pues, adentrarnos en su latitud, profundidad y altura, hagámonos imitadores de sus virtudes y partícipes de sus dones, encendamos la crispa de su admirable caridad con la que él amó a Dios y a los hombres de manera tan generosa y heroica” (Co 1885 /416 ). “En conformidad con las palabras del Apóstol: “tengan los mismos sentimientos de Cristo” (Fil. 2,5)” (Co 1898/6.3).
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Los aprovechados pastores de Israel.
El Ezequiel que destapará a la conciencia de sus coexiliados la responsabilidad de las generaciones pasadas y la particular de los individuos concretos, la suya propia al aplicarse la parábola del centinela, no podía eximir de responsabilidad a los dirigentes del pueblo vistos en la imagen de pastores.
Estos pastores tan duramente interpelados a lo largo de la presente perícopa son todos aquellos que ejercieron alguna autoridad en Israel. Pero dada la vieja raigambre de este término en toda la literatura oriental —sumerios, babilonios, egipcios, cananeos lo aplican a los dioses y a los hombres— hemos de pensar especialmente en su referencia a los reyes. Desde el principio habían sido vistos en Israel como un constante peligro del equilibrio social por lo ilimitado de sus privilegios. Fundado en esta constante de injusticias sociales, Ezequiel no puede por menos de ensañarse contra la realeza.
Cuanto han hecho con el rebaño-Israel ha sido nefasto, ruinoso y mortal. Su derecho a cierta ayuda lo han convertido en robo abusivo; su autoridad de protección la han orientado hacia sí mismos, no apacentando sino apacentándose; han llegado a tratar a sus hermanos como esclavos, «maltratándolos brutalmente»; han provocado la dispersión por Asiria y Babilonia; los han dejado al capricho de las fieras del campo, de los poderes de los pueblos vecinos. La culpabilidad no puede ser mayor.
Por eso comienza con ese « ¡Ay!» de amenaza y continúa con esa palabra empeñada «lo juro por mi vida». Yavé terminará con todos ellos, Él mismo será su pastor, su rey, su mesías. Y así, el oráculo, comenzado en tono conminatorio, concluye en promesa salvífica. Los caminos del Señor siempre son los mismos.
La fuerza de esta denuncia es sorprendentemente actual, aunque falten ezequieles con el valor de proclamarla a la conciencia individual y colectiva. Cristo se basó en este pasaje para definir uno de los aspectos de su persona y de las facetas de su misión. Todos los evangelistas se han hecho eco de ello, cada uno a su estilo (Jn 10, 1-18; Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7). Con ese «Yo mismo en persona» Ezequiel inauguró la nueva teocracia divina, en la que Cristo está sentado a la derecha del Padre hasta que ponga a todos sus enemigos —los falsos pastores— como escabel de sus pies.
A partir de este momento sólo le queda al profeta describir la acción de Yavé-Pastor a través de las típicas imágenes del Éxodo: las libraré... las sacaré... las congregaré... las apacentaré. En una palabra, Ezequiel asienta la religión interior bajo la égida directa de Dios. En la patria o en el destierro sus ovejas siguen siendo suyas En el orden o en el pecado, el hombre sigue siendo siempre relación y dependencia de Dios.
«Un día de oscuridad y nubarrones», día de teofanía y castigo, día del fin de Jerusalén, sus ovejas se desperdigaron por todas las partes de la tierra. En, otro día teofánico, en que el sol también se oscureció y al chasquido de los truenos hasta las rocas se abrieron, sobre la cumbre de Jerusalén todos fuimos atraídos hacia la Cruz y seguimos siendo apacentados en los ricos pastizales de su místico cuerpo que es la Iglesia. Y sigue buscando... vendando... «cuidando como es debido».
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