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domingo, 13 de junio de 2010

Lecturas del día 13-06-2010

13 de Junio 2010. MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. DOMINGO DE LA XI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. 3ª semana del Salterio. (Ciclo C).. AÑO SANTO COMPOSTELANO. SS. Antonio de Padua pb dc, Eulogio ob, Aquileo ob.

LITURGIA DE LA PALABRA.

2S 12, 7-10,13. El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás.
Sal 31 R/. Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado.
Gá 2, 16.19-21. Vivo yo, pero no soy yo, es cristo quien vive en mí.
Lc 7, 36- 8,3. Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor.
En la primera lectura, David, el rey elegido por Dios, ha pecado gravemente. No sólo ha cometido adulterio con Betsabé, esposa de uno de sus generales más leales, sino que además hizo matar al esposo engañado. Se ha mofado así del mismo Dios, al arrogarse un derecho abusivo sobre la vida y la muerte en beneficio de sus deseos depravados, poniendo en entredicho la absolutez de la realeza divina, única fuente del auténtico derecho. Esto merece un castigo. Pero el rey reconoce su delito y se manifiesta humildemente arrepentido. Muestra así la profundidad de su fe, real a pesar de su pecado. Por eso Dios lo perdona. David quedará para siempre como el ejemplo vivo del hombre que, sobrepasando sus miserias, se ha situado en la dinámica divina que, sin desatender la justicia, aplica la misericordia y el perdón a quien se arrepiente, incluso por delitos enormes.

En la segunda lectura, Pablo no cesa de combatir la mentalidad que empuja al hombre a pensar que gracias a sus buenas acciones tiene derechos ante Dios. La religión fundada sobre la obediencia a la ley y sobre un contrato “te he dado y tienes que darme” falsea la verdadera relación con el Señor. Este tipo de religión condujo al judaísmo a rechazar el mensaje de misericordia de Jesús, para cerrarse en su frío esquema de la legalidad vacía. La fe transforma radicalmente esta mentalidad y nos hace abrirnos al amor divino tal como se ha mostrado en Jesús.

En el evangelio, una mujer -¡y qué mujer!- se atreve a estropear una sobremesa cuidadosamente preparada. La arrogante entrometida no sólo quebranta las leyes de la buena educación, sino que, además, comete una infracción de tipo religioso: un ser impuro no debe manchar la casa de un hombre socialmente puro (un fariseo).

Por un momento Cristo pierde su dignidad de profeta a los ojos de su anfitrión: “Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando, y lo que es: una pecadora”.

Ante la situación que se ha presentado, Jesús utiliza el recurso de los sabios: el método socrático de inducir la conclusión correcta a partir de argumentos correctos. En vez de corregir a su anfitrión, lo invita a salir de su ignorancia y a reconocer que el verdadero pecador es él; el fariseo que se cree puro.

La mujer, a nadie ha engañado: ha repetido los gestos de su oficio; la misma actitud sensual que ha tenido con todos sus amantes. Pero esta tarde sus gestos no tienen el mismo sentido. Ahora expresan su respeto y el cambio de su corazón. El perfume lo ha comprado con sus ahorros, que son el precio de su “pecado”. Y sin dudarlo rompe el vaso (cf. Mc 14,3), para que nadie pueda recuperar ni un gramo del precioso perfume. Una vez más, el gesto fino y elegante .

Salen aquí a la luz dos dimensiones de la salvación. Por una parte, estalla la libertad propia del amor. En esta comida el fariseo tenía todo previsto y preparado. Pero basta con que una mujer empujada por su corazón entre sin haber sido invitada, y la sobremesa cambia del todo. Por otra parte, el episodio revela la liberación ofrecida por Jesús. El Mesías proclama con sus actos y palabras que el hombre ya no está condenado a la esclavitud de la ley y de una religión alienante. El cristiano es un ser liberado sobre la base de esa fe hecha amor práctico que predica Jesús: “tu fe te ha salvado”.

En la antigüedad las prostitutas eran consideradas esclavas; socialmente no existían. Sin embargo, esta tarde una prostituta escucha las palabras de absolución y de canonización, porque ha hecho el gesto sacramental, ha expresado su decisión de cambiar de vida. Así se coloca a la cabeza del Evangelio. ¿Qué otra cosa pueden significar las palabras de Cristo “tus pecados están perdonados”? Es lo mismo que decir: “María, eres una santa”.



El evangelio de hoy no está recogido en la serie «Un tal Jesús» de los hermanos López Vigil, pero en su lugar podría escucharse, por ejemplo, el episodio del lavatorio de los pies, que es su contexto histórico; está en el capítulo 041 de la serie, que puede ser escuchado aquí

PRIMERA LECTURA.
2Samuel 12, 7-10. 13
El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás
En aquellos días, Natán dijo a David: "Así dice el Señor, Dios de Israel: "Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y, por si fuera poco, pienso darte otro tanto.

¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías.""

David respondió a Natán: "¡He pecado contra el Señor!"

Natán le dijo: "El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 31
R/.Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado. 

Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. R.

Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito;

propuse: "Confesaré al Señor mi culpa", y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. R.

Tú eres mi refugio, me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación. R.

Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero. R.

SEGUNDA LECTURA.
Gálatas 2, 16. 19-21
Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí 

Hermanos: Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús.

Por eso, hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la Ley.

Porque el hombre no se justifica por cumplir la Ley.

Para la Ley yo estoy muerto, porque la Ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios.

Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.

Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí.

Yo no anulo la gracia de Dios.

Pero, si la justificación fuera efecto de la Ley, la muerte de Cristo sería inútil.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 7, 36-8, 3
Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor
En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se dijo: "Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora."

Jesús tomó la palabra y le dijo: "Simón, tengo algo que decirte."

Él respondió: "Dímelo, maestro."

Jesús le dijo: "Un prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?"

Simón contesto: "Supongo que aquel a quien le perdonó más."

Jesús le dijo: "Has juzgado rectamente."

Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama."

Y a ella le dijo: "Tus pecados están perdonados."

Los demás convidados empezaron a decir entre sí: "¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?"

Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz."

Después de esto iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.

Palabra del Señor.

Comentario de la Primera lectura: 2 Samuel 12,7-10.13 
El arrepentimiento de David que presenta el pasaje que hemos leído es la etapa final de su pecado y de la intervención de Dios, que le guía hacia el arrepentimiento. Lo que David había hecho —el adulterio, el intento de esconderlo, la decisión de hacer morir a Urías, la instalación de Betsabé en el palacio real— había estado mal a los ojos del Señor. Sólo la intervención de Dios podía restablecer en su belleza y poder vital la relación personal que se había roto entre ambos. Y Dios ayuda a David a volver a sí mismo. «En su infinita bondad y fineza psicológica, lo libera actuando sobre sus mejores sentimientos: la lealtad, la necesidad de defender la justicia. Dirige su llamada no al David pecador, sino al David justo, leal, y por eso sale airoso» (C. M. Martini).

El profeta Natán, por medio de un relato sencillo reconstruido a partir de la trama de la vida de David, ayuda al rey a releer, con distanciamiento y objetividad, su propia vida personal; después le conduce a volver a entrar en sí mismo y le restituye a su personal verdad con un valiente paso: «!Ese hombre eres tú!», precisamente ese hombre al que tú has juzgado merecedor de la muerte. En ese punto toma a David como de la mano y le ayuda a recorrer toda su historia, marcada por tantas intervenciones de la benevolencia divina. La síntesis referida aquí recuerda el texto de Isaías sobre los cuidados de Dios con su viña y todos los beneficios en favor de su pueblo, que le responde con ingratitud e infidelidad (cf. Is 5,1-7).

Las palabras de Natán llegan al corazón del hombre David, que no se defiende, sino que confiesa: «He pecado contra el Señor». Es casi un eco del «estoy desnudo» de Adán (Gn 3,10). Esta confesión restaura toda la estatura espiritual de David y le libera de aquella maraña de mentira e infidelidad en la que cada vez se iba enredando más por querer liberarse solo. El arrepentimiento de David es grande: todo su corazón está contrito, se han quebrado todas sus resistencias y vive una experiencia muy concreta de humillación interior. Sobre este rostro de la humildad humana —no adquirida, sino padecida y acogida— baja el perdón del Señor, que libera a David de la muerte: «No morirás».

Comentario del Salmo 31.

El salmista inicia su oración con estas palabras: « ¡Dichoso el que está absuelto de su culpa, cuyo pecado ha sido sepultado! Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta ningún delito».

Nuestro hombre orante está pasando por una experiencia íntima de Dios. Sabe que es pecador, que muchas obras de sus manos, aun pareciendo justas, no dejan de ser tendenciosas y que el mal, de una forma o de otra, impregna sus buenos actos. Pero se siente absuelto y perdonado por Dios fundamentalmente por esta causa: «Te confesé mi pecado, no te encubrí mi delito. Yo dije: ¡confesaré mi culpa al Señor! Y me absolviste de mi delito, perdonaste mi pecado».

Esta experiencia del salmista es base fundamental en la espiritualidad cristiana. Dios juzga al hombre por medio de la palabra que es luz en el corazón, allí donde residen las últimas intenciones de todo obrar humano, allí donde el pecado original marca con su sello nuestro decidir y actuar. El hombre que se deja iluminar por la palabra en el fondo de su ser, puesto que esta es luz que alumbra las tinieblas, queda iluminado, curado, absuelto.

Hay muchos ejemplos de esta realidad en los Evangelios, y vamos a centrarnos en uno que parece muy significativo. Jesús hace una predicación asombrosa ante la muchedumbre en lo que llamamos el Sermón de la Montaña, que son los capítulos cinco, seis y siete de Mateo. En esa predicación, Jesús va arrojando luz sobre la religión farisaica y pietista del pueblo de Israel, iluminando el corazón de los oyentes. Veamos por ejemplo un texto: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener?, ¿no hacen eso mismo también los publicanos?” (Mt 5,43-46).

Terminado el Sermón de la Montaña, nos dice el Evangelio que un hombre leproso se acercó, se postró ante él y le dijo: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (Mt 8,2). Este hombre, que era leproso, evidentemente no podía estar con la muchedumbre, puesto que las leyes rituales de Israel prohibían a los leprosos todo contacto humano, ya que se consideraba la lepra como impureza.

Es evidente que estamos ante un milagro simbólico. «El leproso», al escuchar el Sermón de la Montaña, dejó entrar la luz hasta su corazón y, por primera vez en su vida, se dio cuenta de que era impuro; por eso se acerca a Jesús para que limpie su impureza, que es lo mismo que hemos escuchado antes en el salmista: «Y me absolviste de mi delito, perdonaste mi pecado».

Vemos entonces el perdón de Dios como una consecuencia del amor del hombre por la verdad, de su búsqueda incansable de la luz para que sus obras sean hechas según Dios. De hecho, una denuncia que hace Jesús al pueblo de Israel es este rechazo de la luz para que sus obras no queden en evidencia. «El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad va a la luz...» (Jn3, 19-21).

Jesucristo nos dirá el porqué las obras de los escribas y fariseos están viciadas en su raíz por más que aparentemente sean buenas: «Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres; se hacen bien anchas las filacterias —pequeños estuches donde guardaban la Ley— y bien largas las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes...» (Mt 23,5-7).

Juan nos cuenta la curación de un ciego de nacimiento, y nos dice que el rechazo a este milagro de los dirigentes religiosos de Jerusalén fue total; y ello porque Jesús le había curado en sábado, transgrediendo así la ley. Terminan expulsando al buen hombre de la sinagoga. Jesús le acoge y dice: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven vean; y los que ven se vuelvan ciegos. Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: ¿es que también nosotros somos ciegos? Jesús les respondió: si fuerais ciegos no tendríais pecado; pero como decís: vemos, vuestro pecado permanece» (Jn 9,39-4 1).

Comentario de la Segunda lectura: Gálatas 2,16.19-21
El fragmento de la Carta a los Gálatas que hemos leído nos ofrece una síntesis del «evangelio» de Pablo. Podríamos releerlo a partir de su núcleo central: «Es Cristo quien vive en mí», para encontrar expresada aquí la auténtica vida cristiana y la profunda experiencia religiosa de Pablo, una vida vivida por encima del yo natural, marcada por la presencia y la irrupción de Dios en el hombre. Es la vida nueva que tiene su origen en el bautismo y en la energía renovadora de la adhesión confiada en el amor con que Jesús abraza a cada hombre.

Esto es el bautismo: morir a la ley, es decir, sustraerse a su influencia, a su dominio, y morir, por tanto, al pasado, al hombre exterior, al pecado, a fin de vivir para Dios, o sea, consagrado a Dios. Y esto es la fe: el hombre queda justificado, a saber: puesto moralmente recto ante Dios y capaz de obrar como tal no por las obras de la ley, sino por la salvación llevada a cabo por Jesucristo. La fe es —por así decirlo— la puerta de acceso a Jesús salvador; es la actitud con la que el hombre acoge la revelación divina manifestada en Jesucristo y con la que le responde dedicándole su propia vida. Esta justificación es, por consiguiente, un don gratuito de Dios, un don que cambia desde dentro la vida del hombre que ha entrado en contacto con Cristo mediante la fe y el bautismo.

En virtud de este contacto entre Cristo y el creyente se lleva a cabo algo así como un intercambio recíproco, una simbiosis. Es la vida de Cristo que se realiza en el creyente, aunque no en el sentido de que Cristo se convierta en el sujeto de las acciones humanas. El sujeto sigue siendo siempre el creyente, con su vida de carne, absolutamente humana, con el peso de sus debilidades, con su fragilidad, su miseria, pero en ella se injerta un principio de vida superior, que es el mismo Cristo. La comprensión de esta verdad llevada a cabo por la fe en la inhabitación de Cristo transforma, renovándola, la vida del hombre, hasta compenetrarse con su conciencia psicológica.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 7,36—8,3
Hay dos personajes en el fragmento evangélico de hoy que se imponen a nuestra atención interior: Simón, el fariseo, símbolo del hombre justo, autosuficiente, que se controla y respeta la ley, pero tiene el corazón endurecido para el amor, y una pecadora cuya historia desconocemos, aunque sí nos consta su estado interior de conversión, su corazón arrepentido, triturado.

Los gestos de esta mujer reúnen todos los matices de la gratitud. Su ir directa a Jesús, el hecho de postrarse a sus pies (gesto típico de quien ha visto salvada su propia vida), el soltarse los cabellos en señal de humillación, la unción con el perfume (signo de alegría, de abundancia, de amor y consagración) y, además, las lágrimas y los besos: expresiones todas ellas que hablan de acogida y de vida. Esta mujer expresa así el auténtico modo de estar el hombre ante Dios: sin justificación alguna y con una enorme gratitud; pronuncia de este modo el amén de su fe en el perdón de Jesús, así corno su amor que acepta dejarse amar.

Entre el fariseo y la pecadora está Jesús, el verdadero profeta, que conoce los designios de Dios y es capaz de leer en el corazón de los hombres. Jesús ve el desprecio y la frialdad del corazón de Simón, su sentirse justo y su creer que el amor de Dios se puede merecer. Su pecado está aquí: en querer merecer el amor de Dios, que es, por esencia, pura gratuidad. Podríamos considerarlo como «un pecado de prostitución respecto a Dios» (san Fausto).

En el corazón de la mujer, probablemente una prostituta, Jesús capta, en cambio, la apertura y la acogida al don del amor, que se manifiesta plenamente en el perdón (perdonar). La mujer se deja amar, es decir, perdonar, y su amar más es efecto y causa al mismo tiempo del perdón. El amor y el perdón se alimentan recíprocamente: la mujer ama en cuanto es perdonada, y, en cuanto ama, se abre a acoger el perdón.

El cristianismo es este amor por Jesús, la fe que salva es apertura a la salvación traída por Jesús. La conversión más profunda es, por consiguiente, el simple hecho de reconocerse necesitado del perdón. La mujer aparece como un espejo no sólo para Simón, sino también para todos nosotros cada vez que sentimos dificultades para inclinarnos a los pies de Jesús: sólo quien se hace pequeño y se echa por tierra puede tocar los pies del mensajero que lleva el alegre anuncio de la salvación y de la paz.

La lectura de los tres textos bíblicos nos deja un eco en el corazón y en la mente: conversión. El término significa “volverse de nuevo”, «retornar», e indica al mismo tiempo un cambio interior de conducta. En efecto, el verbo hebreo «retornar» está conectado con otra raíz que significa «responder». Todo esto nos conduce a ver la conversión como un diálogo entre el hombre y Dios, en el que la iniciativa y la parte más importante corresponden a Dios: Dios habla y el hombre responde. Dios se ofrece y el hombre le recibe.

Ésa fue la experiencia de David, que, guiado a la verdad de sí mismo por las palabras del profeta Natán, confesó su pecado. Fue también la experiencia de la pecadora, que, alcanzada por la predicación de Jesús, acogió con fe el mensaje de la salvación que transformó su vida. Fue la experiencia de Pablo, que, fulminado por el amor de Jesús crucificado, se adhirió a él hasta convertirse en su imagen viva y transparente: «Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí». Es también nuestra propia experiencia cada vez que, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios y por las llamadas de los profetas enviados a nuestro camino, nos abrimos de nuevo a la amistad con él. Se trata de una apertura muy concreta: no se dice de palabra, sino con la vida. Es un cambio que se lleva a cabo en nuestra mente, que afecta a nuestras intenciones, que alcanza a nuestro corazón, hasta transformar nuestra conducta.

La conversión es, por consiguiente, una metamorfosis: la metamorfosis del pecador que vive en cada uno de nosotros. Ahora bien, la conversión es asimismo una fiesta: una fiesta de resurrección celebrada en la vida; es un renacimiento, una nueva creación. Es una fiesta en el corazón y en el cielo, como dice Jesús: “Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7).

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 7,36—8,3, para nuestros Mayores. Misericordia para el pecador.
La liturgia nos presenta este domingo la misericordia divina para con el hombre pecador. La primera lectura muestra a David, que, acusado por el profeta Natán, confiesa su pecado y recibe el perdón. La segunda lectura habla de la justificación, que significa también la remisión de los pecados por medio de la fe. El evangelio nos cuenta el bellísimo episodio de la pecadora llena de amor agradecido.

En el episodio del Evangelio vemos tres actitudes frente al pecado: la de la pecadora, la del fariseo y la de Jesús.
La pecadora demuestra dolor y amor. Está llena de dolor por su vida marcada por el pecado, y llora. Ahora bien, no se queda encerrada en su dolor: se dirige a Jesús, se interesa antes que nada por él. Le muestra un gran amor, porque está llena de confianza en su misericordia. Esta confianza le inspira gestos de afecto. Todo le sirve para manifestar su amor agradecido a Jesús: se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume que había traído consigo.

Esta mujer pecadora es un ejemplo magnífico de dolor y de amor: un ejemplo que deberíamos seguir cuando hayamos pecado.

El fariseo no ve nada de lo que tiene de bello esta actitud de la mujer. Es más, juzga y critica: en primer lugar, a la pecadora y, a continuación, también a Jesús.

El fariseo juzga a la mujer diciendo precisamente que es una pecadora. No se interesa en absoluto por el cambio de actitud que manifiesta su comportamiento. Coloca a la mujer en la categoría de los pecadores, y no admite que pueda salir de ella. El, naturalmente, se considera fuera de esta categoría, pensando con ello que está más cerca de Dios.

El fariseo juzga también a Jesús. Probablemente le ha invitado para hacerse una idea de este profeta al que la gente sigue con tanto entusiasmo. Ahora se siente contento de poder decir que su juicio sobre Jesús es negativo: si Jesús fuera un profeta no se dejaría abordar por una pecadora.

Jesús interviene al final. Podría decirle a Simón, a fin de corregir la imagen negativa que tiene de él: «Simón, sé muy bien que esta mujer es pecadora». Pero no lo hace. Si lo hiciera, su intervención podría resultar fatal para la pecadora porque la pondría en un estado de desánimo, haciendo que se sintiera despreciada rechazada. Y, por otra parte, Simón se sentiría confirmado en su actitud farisaica. Jesús quiere más bien animar a la pecadora y empujar a Simón a la conversión.

Por eso empieza con un relato. Habla de un prestamista que tenía dos deudores: uno le debía 500 denarios, una suma considerable; el otro, 50, una suma modesta. El prestamista perdona la deuda a los dos. Y Jesús le pregunta a Simón: « ¿Cuál de los dos lo amará más?». Simón no tiene ninguna dificultad para responder adecuadamente: «Supongo que aquél a quien le perdonó más». Y Jesús le dice: «Has juzgado rectamente». Simón puede estar contento de sí mismo.

Pero esta alegría suya no dura mucho tiempo, porque Jesús pasa ahora al ataque: contrapone la generosidad de esta mujer a la acogida que le había dispensado Simón.

Jesús insiste mucho en la generosidad de la mujer. Después hablará también de sus pecados; pero antes que nada quiere hablar de su generosidad de sus demostraciones de afecto para con él. Simón, en cambio, se ha mostrado más bien frío en su acogida; no ha tenido con Jesús la cortesía que se acostumbra a tener con un huésped.

Refiriéndose a la mujer, dice Jesús: «Sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor». Jesús habla de perdón antes incluso de hablar de pecados.

La pecadora, al escuchar estas palabras, se habría sentido, a buen seguro, comprendida; y no sólo perdonada, sino también honrada. Jesús hace, en efecto, su elogio, mencionando sus demostraciones de afecto. Y esto es algo extraordinario.

En la parábola del hijo pródigo vemos también que el padre honra al hijo menor cuando vuelve a casa arrepentido: hace que lo vistan con el mejor traje, hace que le pongan un anillo en el dedo y sandalias en los pies, y hace matar el becerro cebado para celebrar una fiesta (cf. Lucas 15,22-23).

Jesús hace comprender a Simón que debe tomar como modelo la actitud de esta pecadora. De este modo, la situación da un giro de 180°. Simón pensaba, efectivamente, que el modelo era él, y consideraba a la pecadora una mujer digna de desprecio; ahora, sin embargo, Jesús le ha hecho comprender que debe imitar la generosidad de esta mujer.

La delicadeza y la bondad demostradas por Jesús en esta ocasión son maravillosas. Jesús revela en el Evangelio la misericordia de Dios de una manera extraordinaria: no sólo con las parábolas que cuenta (la del padre misericordioso, por ejemplo), sino también con su actitud con los pecadores. Aceptó que le llamaran «amigo de pecadores» (Lucas 7,34) porque quería salvarlos. No vino a juzgar, sino a «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lucas 19,10).

En la primera lectura podemos vislumbrar ya la misericordia de Dios, tal como se manifestó en un episodio emblemático del Antiguo Testamento.

El rey David había sido declarado culpable de dos pecados gravísimos: adulterio y homicidio. Mientras Urías, un oficial de su ejército, estaba ausente de Jerusalén, por encontrarse en campaña militar al servicio del rey, David sedujo a su mujer y después provocó la muerte del mismo Urías.

El profeta Natán, enviado por Dios, vino al palacio real para echar en cara al rey, en nombre de Dios, sus crímenes y hacerle tomar conciencia de la gravedad de la ofensa hecha a Dios, que antes se había mostrado tan generoso con él, último hijo de Jesé.

Tras haber oído al profeta, David podía elegir entre dos actitudes posibles. La primera era indignarse y decir al profeta: «¿Qué has venido a hacer aquí? Yo soy el rey, tengo todos los poderes. Nadie puede hacerme reproches. Vete, miserable», La segunda actitud era reconocer la gravedad de sus culpas ante Dios. David tuvo el valor de elegir esta segunda actitud. «David respondió a Natán: He pecado contra el Señor».

La reacción del profeta, inspirada por Dios, es inmediata; expresa la misericordia de Dios: «Y Natán le dijo: Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás».

No hay más reproches, ninguna exigencia, sino un perdón inmediato. Se ve aquí que Dios tenía prisa en perdonar, quería liberar a David del tremendo peso de sus culpas; sólo estaba esperando un signo de humilde arrepentimiento. En cuanto David hace este gesto, Dios le otorga el perdón.

La misericordia de Dios se manifestó, en estas circunstancias, de un modo extraordinario, de un modo que suscita una gran confianza en nuestros corazones.

El tema tratado por Pablo en la segunda lectura es la justificación de los pecadores. Justificar a los pecadores significa purificar a los que son impuros, es decir, convertir a los pecadores en hombres justos ante Dios.

El apóstol explica que el único modo de obtener esta justificación es la fe en Jesús. Él se ofreció a sí mismo por los pecados de los hombres, obteniendo así el perdón para todos.

La observancia de la ley no basta para transformar a un hombre pecador en justo, porque la ley no puede cambiar la condición interior de un pecador, que está manchado profundamente. En efecto, la ley sólo manda desde el exterior.

La gracia de Cristo, en cambio, actúa en el interior de la persona, confiriéndole la justicia y la santidad ante Dios. Por eso puede decir el apóstol: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Y mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Gálatas 2,20).

En esto consiste la justificación, tal como la explica Pablo y como nosotros debemos entenderla. Debemos reconocer que vivimos en unas relaciones óptimas con Dios, que somos hijos suyos, porque Jesús se entregó a sí mismo por nosotros, liberándonos así de nuestros pecados con un gesto de inmensa misericordia.

Comentario del Santo Evangelio: Lc 7,36-8,3, de Joven para Joven. Jesús perdona a la pecadora.
La viuda que, a causa de la muerte de su hijo único, se queda sin ayuda y sin protección encarna un destino típico de la mujer. Ella precisamente puede experimentar por esto la misericordia de Jesús. La prostituta conocida en toda la ciudad representa otro destino típico de la mujer: la persona de la que se abusa y que abusa de sí misma, que se usa y se tira, aquella a quien se le niega todo respeto. Mediante el perdón, ella puede experimentar la atención benévola de Jesús.

Esta mujer se presenta a Jesús en un banquete a la vista de todos. Desde el principio se la define como pecadora, como una persona que con su comportamiento se ha hecho culpable ante Dios. Este hecho no es negado ni minimizado en absoluto: muchos son los pecados que le son perdonados (7,47). Con gran intensidad expresa ella a Jesús su respeto y su amor. Jesús no se siente molesto por ello. No la rechaza ni la expulsa. La deja actuar ante todos los invitados y acepta los signos de su amor. Su comportamiento es tan insólito como el de la mujer. El dueño de la casa sólo se lo puede explicar pensando que Jesús no sabe quién es aquella mujer. No puede ser, por tanto, un profeta. Según el dueño de la casa, uno que conociera a aquella mujer debería echarla fuera.

Jesús muestra inmediatamente al fariseo que conoce sus pensamientos y que, consiguientemente, es un profeta. Con la parábola del prestamista y de sus dos deudores querría que llegara a comprender su propio comportamiento. No sólo es un profeta, sino que, a través de él, se ha hecho presente y se puede experimentar el amor de un Dios que perdona. El fariseo —y muchos otros con él— ve sólo al pecador y su culpa. De una persona que ha estado tan implicada en el pecado es necesario alejarse. Jesús no niega en absoluto la culpa, pero rompe el círculo que circunda al pecador y su culpa y que lo aísla junto con su culpa. Dirige la atención hacia el prestamista y hacia su comportamiento en relación con sus dos deudores. A la mirada fija sobre la grandeza de la culpa se le presenta de improviso la grandeza del perdón y la grandeza del amor y el reconocimiento. Jesús quiere abrir el horizonte reducido. El hecho decisivo al que él hace referencia es el del perdón de la deuda por parte del prestamista, que pone en movimiento todas las demás grandezas. El amor de aquel a quien se le ha perdonado poco aparece de repente pequeño. Y el amor de aquel a quien se le había perdonado una gran deuda aparece de repente grande. Jesús hace conocer a Dios como aquel que perdona también una gran deuda. Pero si Dios perdona la deuda, ¿por qué los hombres queremos unir inexorablemente al pecador con su culpa? Así actuamos al revés de como Dios actúa. El comportamiento de Jesús hacia la pecadora está, por el contrario, en consonancia con lo que Dios hace y es al mismo tiempo un signo poderoso de la bondad de Dios, que no deja al pecador en el aislamiento, sólo con su pecado, sino que le perdona, le consiente vivir en comunión y le hace posible el amor gozoso, signo de gratitud por el perdón de la culpa.

Respecto a la mujer, Jesús dice: «Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor» y «Tu fe te ha salvado». Ella ha demostrado su confianza en relación con Jesús. No se ha cerrado en la desesperación. No ha dicho: «También él me rechazará, como todos los demás; nada tiene ya sentido; yo permaneceré para siempre encadenada a mi culpa». Se ha dirigido a Jesús a la vista de todos. Ha tenido el coraje de demostrar su amor. Esta confianza ha hecho que Jesús la acogiese y le dijese: «Tus pecados te son perdonados». Dios está dispuesto a perdonar. No hay culpa alguna que esté excluida de su perdón. Pero debemos abrirnos a su perdón. Debemos y podemos creer que él no nos rechaza, sino que nos perdona. Si la culpa es grande, esta confianza será grande. Pero la disposición benévola de Dios a perdonamos no depende de nuestra confianza; la precede con mucho, Jesús nos hace conocer a Dios como prestamista que perdona incluso una gran deuda. Ahora bien, sólo si tenemos confianza en él podemos ser alcanzados por su perdón. Y su perdón es acogido de modo correcto por nosotros y puede tener efecto pleno en nosotros sólo si nosotros respondemos a su amor perdonador con nuestro amor lleno de gratitud. Aquel a quien se le ha perdonado mucho tiene motivos para amar mucho.

Los comensales que están con Jesús se preguntan: « ¿Quién es este, que hasta perdona pecados?». El comportamiento de Jesús en relación con la mujer va más allá de la compasión humana. La culpa de la mujer es una culpa ante Dios. También en esta circunstancia se debe decir, respecto al comportamiento de Jesús, en tono de alabanza: «Dios ha visitado a su pueblo» (7,6). Jesús actúa en nombre de Dios. Su palabra y su comportamiento no se quedan sobre un plano puramente humano, sino que manifiestan la bondad de Dios. Jesús pone a la mujer en paz con Dios y la despide con esta paz. Su comportamiento es ante todo manifestación del comportamiento de Dios. Es también ejemplo de cómo debemos tratar nosotros a los pecadores. Si Dios perdona, nosotros no estamos autorizados de ningún modo a retenerlos encadenados a su culpa y a negarles nuestra comunión.

El final nos revela todavía otro aspecto del comportamiento de Jesús en relación con las mujeres. Entre aquellos que le acompañan se encuentran también algunas mujeres. Para los rabinos no merecía la pena enseñar la Ley a las mujeres. A ellas se las marginaba en la vida religiosa. Jesús se hace acompañar también de ellas. También ellas deben ser testigos de todo lo que él anuncia y realiza. La Buena Nueva está destinada también para ellas.

Elevación Espiritual para este día.
Quien reconoce sus pecados y se acusa de ellos ya está con Dios. Dios reprueba tus pecados: si haces tú también lo mismo, te unes a Dios. El hombre y el pecador son como dos cosas distintas: el hombre es obra de Dios, el pecador es obra del hombre. Destruye lo que tú has hecho, a fin de que Dios salve lo que ha hecho él.

Debes odiar en ti tu obra y amar en ti la obra de Dios. Y cuando empieces a sentir disgusto en lo que has hecho, entonces empezarán tus obras buenas, porque repruebas tus obras malas. Entonces, obrarás la verdad y vendrás a la luz. No te halagues, no te lisonjees a ti mismo, no te adules; no digas: «Soy justo», mientras no lo seas; así empezarás a obrar la verdad. Acércate después a la luz, a fin de que sea manifiesto que tus obras están hechas según Dios; en efecto, no podrías sentir dolor de tu pecado si Dios no te iluminara y no te lo mostrara su verdad.

Corred, hermanos míos, a fin de que no os sorprendan las tinieblas; velad por vuestra salvación, vigilad mientras estáis a tiempo; no os demoréis en correr al templo de Dios, no tardéis en realizar la obra del Señor, no os dejéis distraer de la oración continua, no os dejéis despojar de la devoción usual. Velad, mientras es de día; el día reluce y Cristo es el día. El está dispuesto a perdonar, pero a los que reconocen sus pecados; y está dispuesto a castigar a los que defienden sus culpas, a los que pretenden ser justos, a los que se creen algo y no son nada.

Reflexión Espiritual para el día.
La conversión no es una instancia ética. Está motivada y basada escatológica y cristológicamente: está en relación con el Evangelio de Jesucristo y con el Reino de Dios, que, en Cristo, se nos ha hecho muy próximo, y donde la realidad de la conversión encuentra todo su sentido. Sólo una Iglesia bajo el primado de la fe puede vivir, pues, la dimensión de la conversión. Y sólo viviendo en primera persona la conversión puede presentarse también la Iglesia como testigo creíble del Evangelio en la historia, entre los hombres, y, en consecuencia, evangelizar. Sólo las vidas concretas de hombres y mujeres cambiadas por el Evangelio, que muestran la conversión a los hombres viviéndola, podrán pedirla también a los otros. La conversión no coincide simplemente con el momento inicial de la fe en que se llega a la adhesión a Dios a partir de una situación «diferente», sino que es la forma de la Fe vivida.

La misma vida cristiana debe ser entendida en términos de una conversión que debe renovarse constantemente. La conversión atestigua la perenne juventud del cristianismo: el cristiano es alguien que dice siempre: «Hoy vuelvo a empezar». La conversión nace de la fe en la resurrección de Cristo: nin9una caída, ningún pecado tiene la última palabra en la vida del cristiano; la fe en la resurrección le hace capaz de creer más en la misericordia de Dios que en la evidencia de su propia debilidad, y de reemprender el camino del seguimiento y de la fe. Gregorio de Nisa escribió que en la vida cristiana se va «de comienzo en comienzo a través de comienzos que nunca tienen fin». Sí, el cristiano y la Iglesia tienen siempre necesidad de conversión, porque deben reconocer siempre a los ídolos que se presentan en su horizonte, y deben renovar constantemente la lucha contra ellos, a fin de manifestar el señorío de Dios sobre la realidad y sobre su vida. De un modo particular, para la Iglesia en su conjunto, vivir la conversión significa reconocer que Dios no es una posesión propia, sino el Señor. Implica vivir la dimensión escatológica, la dimensión de la expectativa del Reino de Dios que debe venir y que la Iglesia no agota, sino que anuncia. Y lo anuncia con su propio testimonio de conversión.

El rostro de los pasajes y personajes de la Sagrada Biblia: Tú eres ese hombre.
El rey y el profeta. El rey de Israel y el profeta del Señor. El rey, cetro victorioso de Dios, y el profeta, voz del Altísimo. Los dos hacen remontar su oficio al Señor. David y Natán. La Voz de Dios acusa al rey. David, el ungido, ha pecado. Y ha pecado gravemente; ha vertido sangre inocente, ha cometido adulterio. Y Dios se lo recrimina por boca de Natán. El pecado merecía la muerte. El profeta se lo recuerda. En esta escena ambos personajes se muestran grandes: David por reconocerlo, -¡un rey!- y Natán por acusarlo -¡un súbdito!-

A David le había resultado fácil cometer el crimen. ¿Quién podía impedírselo? ¿Quién se lo iba a recriminar? Rey afortunado, señor absoluto, podía actuar a sus anchas. Y en esta ocasión lo hizo así. Pero Dios salió al paso de aquella felonía. Pudo engañar a los hombres, pero no a Dios. Pudo salvar las apariencias ante los hombres, no así ante Dios. La conducta de David irritó a su Señor. El crimen, una vez cometido, vuelve sobre su cabeza. El mal que salió de sus entrañas, vuelve al lugar de origen. Su corazón dio rienda suelta a deseos desordenados, éstos vuelven ahora cargados de muerte. La espada no se apartará de su familia, y el adulterio vergonzoso, a escondidas, tomará cuerpo en sus propios familiares a la luz del día. La maldad vuelve a su dueño. Pero no lo mata. David lo recoge como merecido fruto. Dios perdona. Dios olvida. Dios le devuelve la amistad.

He pecado contra el Señor. Es la gran frase, la gran confesión. El reconocimiento de la propia culpabilidad hace a David Grande. La grandeza del hombre que reconoce su debilidad. David será, a pesar de su pecado, mediante su arrepentimiento, el gran rey de Israel. La gran verdad subyacente: ¡Dios perdona! ¡Dios es justo! Es un Dios admirable: no deja impune el crimen y perdona. Así el gran Dios de Israel. +
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