21 de Junio 2010, MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. LUNES XII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. SAN LUIS GONZAGA, religioso, Memoria obligatoria. (CIiclo C). 4ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. SS. Ramón de Roda ob, Jose Isabel Flores pb mr, Radolfo ob.
LITURGIA DE LA PALABRA.
2 R 17, 5-8. 13-15a.18. El Señor arrojo de su presencia a Israel, y solo quedó la tribu de Judá.
Sal 59 R/. Que tu mano salvadora, Señor, nos responda.
Mt 7, 1-5. Sácate primerola la viga del ojo.
Las autoridades civiles critican a los ciudadanos, a la oposición del gobierno de turno, a los gobiernos anteriores. Las autoridades religiosas critican a los laicos, a sus propios hermanos, a las otras iglesias, a las otras religiones. Y en general todos somos muy rápidos a la hora de hablar de otros, criticamos a los hijos, a los padres, a los hermanos, a los vecinos, a los compañeros. Qué fácil nos resulta emitir juicios contra los demás, parece que en los tiempos modernos al igual que en tiempos de Jesús, el asunto no ha cambiado mucho. Si en la vida de cada persona, habitara realmente el espíritu de Jesús, no osaríamos siquiera abrir la boca, para juzgar duramente a otra persona, sin antes habernos revisado nosotros mismos, o al menos si consiguiéramos ponernos en el lugar del otro antes de juzgarlo. En el momento que lleguemos a entender, con qué facilidad nos paseamos por la vida siendo hipócritas, como muy bien nos expone el evangelio de hoy, dejaríamos inmediatamente de criticar a los otros con ligereza. La hipocresía es el defecto, que más duramente denunció Jesús frente a todas las autoridades de su tiempo, pero también lo hizo con sus propios discípulos.
PRIMERA LECTURA.
2Reyes 17, 5-8. 13-15a.18
El Señor arrojó de su presencia a Israel, y sólo quedó la tribu de Judá
En aquellos días, Salmanasar, rey de Asiria, invadió el país y asedió a Samaria durante tres años.
El año noveno de Oseas, el rey de Asiria conquistó Samaria, deportó a los israelitas a Asiria y los instaló en Jalaj, junto al Jabor, río de Gozán, y en las poblaciones de Media.
Eso sucedió porque, sirviendo a otros dioses, los israelitas habían pecado contra el Señor, su Dios, que los había sacado de Egipto, del poder del Faraón, rey de Egipto; procedieron según las costumbres de las naciones que el Señor había expulsado ante ellos y que introdujeron los reyes nombrados por ellos mismos.
El Señor había advertido a Israel y Judá por medio de los profetas y videntes: "Volveos de vuestro mal camino, guardad mis mandatos y preceptos, siguiendo la ley que di a vuestros padres, que les comuniqué por medio de mis siervos, los profetas."
Pero no hicieron caso, sino que se pusieron tercos, como sus padres, que no confiaron en el Señor, su Dios.
Rechazaron sus mandatos y el pacto que había hecho el Señor con sus padres, y las advertencias que les hizo.
El Señor se irritó tanto contra Israel que los arrojó de su presencia.
Sólo quedó la tribu de Judá.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 59
R/.Que tu mano salvadora, Señor, nos responda.
Oh Dios, nos rechazaste y rompiste nuestras filas; / estabas airado, pero restáuranos. R.
Has sacudido y agrietado el país: / repara sus grietas, que se desmorona. / Hiciste sufrir un desastre a tu pueblo, / dándole a beber un vino de vértigo. R.
Tú, oh Dios, nos has rechazado / y no sales ya con nuestras tropas. / Auxílianos contra el enemigo, / que la ayuda del hombre es inútil. / Con Dios haremos proezas, / él pisoteará a nuestros enemigos. R.
SANTO EVANGELIO.
Mateo 7, 1-5
Sácate primero la viga del ojo
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "No juzguéis y no os juzgarán. Porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Déjame que te saque la mota del ojo", teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano".
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
2 R 17, 5-8. 13-15a.18. El Señor arrojo de su presencia a Israel, y solo quedó la tribu de Judá.
Sal 59 R/. Que tu mano salvadora, Señor, nos responda.
Mt 7, 1-5. Sácate primerola la viga del ojo.
Las autoridades civiles critican a los ciudadanos, a la oposición del gobierno de turno, a los gobiernos anteriores. Las autoridades religiosas critican a los laicos, a sus propios hermanos, a las otras iglesias, a las otras religiones. Y en general todos somos muy rápidos a la hora de hablar de otros, criticamos a los hijos, a los padres, a los hermanos, a los vecinos, a los compañeros. Qué fácil nos resulta emitir juicios contra los demás, parece que en los tiempos modernos al igual que en tiempos de Jesús, el asunto no ha cambiado mucho. Si en la vida de cada persona, habitara realmente el espíritu de Jesús, no osaríamos siquiera abrir la boca, para juzgar duramente a otra persona, sin antes habernos revisado nosotros mismos, o al menos si consiguiéramos ponernos en el lugar del otro antes de juzgarlo. En el momento que lleguemos a entender, con qué facilidad nos paseamos por la vida siendo hipócritas, como muy bien nos expone el evangelio de hoy, dejaríamos inmediatamente de criticar a los otros con ligereza. La hipocresía es el defecto, que más duramente denunció Jesús frente a todas las autoridades de su tiempo, pero también lo hizo con sus propios discípulos.
PRIMERA LECTURA.
2Reyes 17, 5-8. 13-15a.18
El Señor arrojó de su presencia a Israel, y sólo quedó la tribu de Judá
En aquellos días, Salmanasar, rey de Asiria, invadió el país y asedió a Samaria durante tres años.
El año noveno de Oseas, el rey de Asiria conquistó Samaria, deportó a los israelitas a Asiria y los instaló en Jalaj, junto al Jabor, río de Gozán, y en las poblaciones de Media.
Eso sucedió porque, sirviendo a otros dioses, los israelitas habían pecado contra el Señor, su Dios, que los había sacado de Egipto, del poder del Faraón, rey de Egipto; procedieron según las costumbres de las naciones que el Señor había expulsado ante ellos y que introdujeron los reyes nombrados por ellos mismos.
El Señor había advertido a Israel y Judá por medio de los profetas y videntes: "Volveos de vuestro mal camino, guardad mis mandatos y preceptos, siguiendo la ley que di a vuestros padres, que les comuniqué por medio de mis siervos, los profetas."
Pero no hicieron caso, sino que se pusieron tercos, como sus padres, que no confiaron en el Señor, su Dios.
Rechazaron sus mandatos y el pacto que había hecho el Señor con sus padres, y las advertencias que les hizo.
El Señor se irritó tanto contra Israel que los arrojó de su presencia.
Sólo quedó la tribu de Judá.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 59
R/.Que tu mano salvadora, Señor, nos responda.
Oh Dios, nos rechazaste y rompiste nuestras filas; / estabas airado, pero restáuranos. R.
Has sacudido y agrietado el país: / repara sus grietas, que se desmorona. / Hiciste sufrir un desastre a tu pueblo, / dándole a beber un vino de vértigo. R.
Tú, oh Dios, nos has rechazado / y no sales ya con nuestras tropas. / Auxílianos contra el enemigo, / que la ayuda del hombre es inútil. / Con Dios haremos proezas, / él pisoteará a nuestros enemigos. R.
SANTO EVANGELIO.
Mateo 7, 1-5
Sácate primero la viga del ojo
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "No juzguéis y no os juzgarán. Porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: "Déjame que te saque la mota del ojo", teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano".
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: 2 Reyes 17, 5-8.13-15ª.18
Tras la muerte de Eliseo (2 Re 13,14ss), los reinos del Norte y del Sur conocieron una sucesión de acontecimientos alternos, con un ritmo creciente de dificultades que culminaron con la deportación en Babilonia (2 Re 12—16). La toma de Samaría, capital de Israel (722), por parte del rey de Asiria, después de tres años de asedio, suscita inmediatamente en el autor sagrado una reflexión sapiencial. El texto litúrgico ha sido resumido por razones de brevedad (además de los versículos intermedios, se han suprimido los v 15b-17), pero muestra bien la gravedad del cisma religioso y del sincretismo que revolvieron Israel como una turbina. La alianza es un hecho bilateral: a la infidelidad del pueblo no puede dejar de corresponder el rechazo de Dios.
En el año noveno de Oseas (732-724), Salmanasar V (726-722) puso asedio a Samaria, que se había mostrado como vasalla indigna de confianza, preparando la conquista de la capital, que fue llevada a cabo por su sucesor Sargón II.
Comentario del Salmo 59
Es un salmo de súplica colectiva. Un individuo dama a Dios (7.13), en nombre de todo el pueblo, en medio de una situación de catástrofe nacional, La súplica nace de la confianza (14).
El salmo tiene tres partes (3-7; 8-10; 11-14). Las dos últimas se repiten en el Sal 108,8-14. En la primera (3-7), una persona habla a Dios en nombre del pueblo. Se trata de una queja (3-6) que expresa un deseo (7). Los verbos están en pasado, lo que indica que el pueblo está soportando el sufrimiento causado por una gran catástrofe nacional. Hay aquí una imagen importante que nos ayuda a entender la situación. Es como si un terremoto hubiera sacudido y agrietado la tierra, produciendo destrucción (4). Otra imagen importante nos presenta al pueblo como si estuviera aturdido, como si Dios lo hubiera embriagado con un vino de los que se suben a la cabeza (5). Es una queja respetuosa, pero que no deja de culpar a Dios por lo sucedido (3). La primera parte se cierra con una petición de liberación (7).
En la segunda parte (8-10), otra persona habla en nombre de Dios, en lo que suele conocerse con el nombre de «oráculo». A través de este individuo, Dios se manifiesta como Señor victorioso sobre los pueblos, pero su victoria depende de la colaboración del pueblo (Efraín y Judá representan a todo el pueblo). Dios habla en su santuario (8a), lo que nos lleva a pensar en el templo, donde la gente se habría congregado en una asamblea nacional en la que se implora la liberación. En esta parte se citan seis lugares que pertenecen al pueblo de Dios (Siquén, el valle de Su cot, Galaad, Manasés, Efraín y Judá) y tres pueblos (o países) tradicionalmente enemigos del pueblo de Israel (Moab, Edón, Filistea). Todos, sin distinción, son propiedad de Dios, Señor de los pueblos, que se presenta con la imagen de un jefe guerrero recostado sobre la Tierra Prometida y del que los distintos lugares o naciones no son sino objetos de uso personal: Efraín es el yelmo de su cabeza; Judá es su cetro de mando; Moab es la jofaina en que se haya los pies. Sobre Edón echa su sandalia. Este último gesto viene a indicar que Edón es de su propiedad. El Dios guerrero es Señor de la Tierra Prometida, y nadie puede arrebatársela de las manos. Conviene que nos fijemos en el arrogante Moab, reducido a simple palangana en que lavarse los pies, en el orgulloso Edón, aplastado por la suela del calzado, y en la in vencible Filistea, que escucha los cánticos de victoria del Señor, el Dios guerrero (10).
En la tercera parte (11-14) vuelve a hablar el personaje que había aparecido al principio (3-7). Plantea una pregunta. Su deseo es ser conducido a la capital de Edón (tal vez para conquistarla). ¿Cómo va a ser esto posible, si Dios no preside ya las tropas de Israel? (11-12). Viene, entonces, la petición de auxilio en la situación de opresión que atraviesa el pueblo, pues la ayuda humana resulta imposible (13). El salmo termina lleno de con fianza: «¡Con Dios haremos proezas! ¡El pisoteará a nuestros opresores!» (14).
El pueblo de Dios estaba viviendo un terrible conflicto, una catástrofe nacional arrolladora, semejante a un terremoto (4). Está desconcertado, sin rumbo (5) y ha sido dispersado (3). ¿Qué es lo que ha pasado? Una derrota militar ha desestructurado la vida nacional, el pueblo se ha convertido en esclavo (7) y ha sido oprimido (13.14) por el enemigo. Entonces se convoca una asamblea, tal vez en Jerusalén, en el templo (8), con la intención de pedir socorro, pues «el auxilio del hombre es inútil» (13b). La derrota militar se atribuye a Dios, que había ordenado la retira da de las tropas en medio de la batalla (6), dispersando al pueblo (3a), permitiendo que fuera sometido a la esclavitud (7a). Dios, por tanto, no comanda ya los ejércitos de Israel (11-12), lo que representa el fracaso total de los proyectos del pueblo de Dios. Isaías dice: «Si el Señor Dios me ayuda, ¿quién puede condenarme?» (Is 50,9). Este salmo, sin embargo, pregunta: «Si Dios ya no camina al frente de nuestras tropas para defendernos, ¿quién nos salvará?». Todo parece destruido, menos el clamor y la esperanza que aún resiste.
En nombre de Dios (8), una persona vinculada al templo responde al pueblo que dama. La respuesta (8-10) muestra a Dios corno un guerrero victorioso sobre los pueblos, entre los que ciertamente se encuentra la nación que había derrotado a Israel. Las nueve naciones o lugares citados recuerdan más o menos las fronteras del imperio de David, tal como se describen en 2Sarn 8. Son la concreción de las promesas hechas a los antepasados. ¿Ha defraudado Dios las expectativas del pueblo, incumpliendo las promesas?
La parte central de este salmo (8-10) muestra a Dios corno Señor de los pueblos y fiel a las promesas de la Alianza, La derrota del pueblo no representa el fin de la Alianza. Dios no ha rechazado a su pueblo. Las promesas y la Alianza se mantienen en pie, y el Dios guerrero cumplirá lo que había prometido con la ayuda de Efraín, el yelmo de su cabeza, y de Judá, su cetro de mando.
Este salmo está cargado de ideología imperialista. Para ver cómo se refleja en la actividad de Jesús tenernos que cambiar la clave de lectura. Jesús estuvo en contra de los imperialismos; y fue muerto por el imperio romano, No obstante, nos quedan todavía algunos elementos importantes: su compasión ante quienes padecen la opresión y claman. Jesús, hecho hombre, demuestra que Dios no había rechazado a su pueblo; por el contrario, lo amó hasta el punto de entregar a su Hijo para que el mundo se salvara (Jn 3,16-18).
Conviene rezarlo a la luz de los dramas, conflictos y catástrofes que se abaten sobre el pueblo, el país, la humanidad. Tenemos que rezarlo pensando en las luchas de la gente, del pueblo por la libertad y por la vida, luchas que Dios aprueba y lidera; hay que rezarlo pensando en la libertad de los pueblos, en los actuales abusos de poder que matan y oprimen...
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 7,1-5
Según Agustín, todo el «sermón del monte» es un desarrollo de las bienaventuranzas. Este dato aparece, de modo particular, en la invitación a no juzgar. El juicio se entiende aquí en sentido fuerte, como condena, e incluye, por parte del hombre, la asunción de un papel que sólo compete a Dios. Por otra parte, Cristo «no nos prohíbe juzgar, sino que nos enseña cómo hacerlo» (Jerónimo). En efecto, Jesús nos enseña que la medida del juicio divino se conformará con la que hayamos usado en nuestros juicios humanos. En la Antigüedad, la medida con que se medía la cesión de un bien era la misma con la que se aseguraba su restitución. Más tarde, los rabinos enseñaban que Dios se servía de un doble criterio para juzgar: la justicia y la bondad.
«Aquel que juzga antes de la venida de Dios», afirma Atanasio Sinaíta, «es un anticristo, porque se apodera de lo que pertenece a Cristo».
La invitación a no juzgar se repite insistentemente en el Nuevo Testamento. Cristo mismo, según el testimonio que dio en su comportamiento con la adúltera (Jn 8,11) y con los que le crucificaban (Lc 23,34), se presenta no como alguien que viene a juzgar, sino a salvar (Jn 3,17). San Pablo, a su vez, nos pone en guardia contra el riesgo que comporta el juicio: «juzgando a otros tú mismo te condenas» (Rom 2,1ss). En consecuencia, nos invita a remitirnos al juicio de Dios, que tendrá lugar al final de la vida (cf. 1 Cor 4,5). No menos perentorio se muestra Santiago: «No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano y se erige en su juez está criticando y juzgando la Ley. Y si te eriges en juez de la Ley, ya no eres cumplidor de la Ley, sino su juez. Pero uno solo es el legislador y el juez: el que puede salvar y condenar. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?» (Sant 4,11ss).
Debería bastar con la severa advertencia de Jesús sobre la medida del juicio para hacernos desistir de cualquier pretensión de erigirnos en censores del obrar de los otros. Agustín nos enseña que «si queremos reprochar a alguien, debemos preguntarnos antes si no somos nosotros semejantes a él». En efecto, a menudo reprochamos a otros algo que deberíamos reprocharnos antes a nosotros mismos.
Examinaré qué comportamientos de mi hermano provocan en mí con frecuencia un juicio negativo de inmediato. Buscaré la razón de esto en mí mismo: intolerancia frente al que es distinto, perfeccionismo, arrogancia, mezquindad mental, rigidez, incomprensión, envidia, etc. Me las ingeniaré, por último, para contraponer siempre (al menos interiormente, mientras estoy orando) un juicio positivo a otro negativo, llevando a cabo todo un esfuerzo para identificarme con el otro e intentar comprenderle.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 7, 1-5; 29, para nuestros Mayores. Otras enseñanzas de Jesús.
Las diferentes enseñanzas referidas en el capítulo 7 parecen simplemente yuxtapuestas; sin embargo, considerándolas en el interior del sermón de la montaña, se vuelve más evidente su hilo conductor. La primera parte del capítulo (vv. 1-11) se puede entender, en efecto, como un comentario a las peticiones finales del padrenuestro: la petición del perdón y la súplica de la liberación del mal. Jesús exhorta a no condenar a los hermanos y a tomar conciencia del propio pecado que ofusca la conciencia (vv. 1-5). Eso no significa suspender el discernimiento de una manera imprudente: el mal existe, el rechazo obstinado de la gracia es una realidad. De ahí que no haya que dar las cosas santas —la doctrina de Jesús, los sacramentos confiados a la Iglesia— a quien las profanaría. El comentario del padrenuestro, abierto con la llamada a procurarse el verdadero tesoro (6,20), concluye con una invitación a la confianza en la eficacia de la oración: la mirada se eleva para contemplar y experimentar la extraordinaria bondad de un Dios que, aun siendo el Todo otro (en los cielos), es nuestro Padre (vv. 7-11).
La segunda parte del capítulo (vv. 12-29) concluye todo el sermón de la montaña: la «regla de oro» lo resume (v. 12), y la imagen de las dos puertas y de los dos caminos exhorta a abrazar de manera generosa sus exigencias, puesto que conducen a la vida. Sigue un sencillo criterio para evaluar a los que se presentan como “profetas”: cada árbol se reconoce por sus frutos. La imagen de las dos casas extiende la comprobación de la autenticidad a todos los discípulos: es preciso fundamentar de manera concreta la propia vida sobre “estas palabras” de Jesús para ser reconocidos por él en el día del juicio y entrar en el Reino del que él es Señor. Al final del sermón de la montaña, el evangelista anota el asombro de las muchedumbres, que empiezan a intuir la autoridad absolutamente única de Jesús.
El Maestro nos ha hablado con claridad, señalándonos la puerta estrecha que se abre a los horizontes ilimitados de la luz, el camino estrecho que conduce a la vida, al rostro mismo de nuestro Padre, que está en el cielo y se inclina con una bondad inefable sobre nosotros para atraernos a él. También nosotros nos encontramos, después de dos milenios, entre las muchedumbres asombradas por la autoridad y la fascinación de Jesús. La palabra del Señor se dirige ahora a nosotros.
Las enseñanzas de Jesús en el sermón de la montaña son como rocas graníticas, y ellas mismas constituyen un monte elevado: tras haberlo contemplado, ¿qué decidimos? «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica» pone la sólida roca de la voluntad de Dios como fundamento de su propia existencia, y quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre (cf. 1 Jn 2,17). Si nuestra elección es sencilla y clara, si somos capaces de renovarla cada día, en las circunstancias ordinarias, no deberemos temer las inevitables tempestades de la vida: la hora en la que constatemos nuestra precariedad extrema será, al mismo tiempo, la hora de gracia en la que podrá hacerse más intensa la experiencia de la fidelidad del Padre que nos sostiene y conforta, haciéndonos saborear en lo íntimo cosas buenas precisamente allí donde los hombres y las situaciones parecen ofrecer únicamente el cáliz de la amargura. Vivir el Evangelio, o más bien esforzarnos por vivirlo superándonos siempre a nosotros mismos y nuestros propios intereses, es una elección contracorriente; Jesús no se hace ilusiones (“son pocos los que...”), pero tampoco nos desilusiona: «Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán». Su promesa abarca no sólo el tiempo presente, sino también la eternidad. Nosotros, que hemos escuchado sus palabras, debemos decidir si las tenemos en cuenta. El mismo Señor nos presenta una rápida síntesis: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos». Ojalá los hermanos puedan recoger frutos buenos y abundantes de nuestra vida, una vida que se haya vuelto auténticamente profética por la adhesión a la Palabra de Jesús.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 7,1-5, de Joven para Joven. “No juzguéis y no seréis juzgados”.
La tentación del fariseísmo. Los miembros de las comunidades cristianas que se esfuerzan por vivir las exigencias del sermón de la montaña, expuestas en los dos capítulos anteriores, sufren la tentación de sentirse superiores a los demás, de juzgar y condenar a quienes no viven sus mismas exigencias; tienen la tentación de incurrir en e “fariseísmo”, que significa, justamente, “separación”, y corren el riesgo de tener el complejo de “justos” con derecho a enjuiciar y condenar a los demás (Lc 18,9).
El sentir de Cristo está claro: sus discípulos no pueden juzgar a quienes no gozan de la misma vocación y de los mismos privilegios. Pablo tiene que poner en guardia a cristianos provenientes del paganismo contra esta tendencia a juzgar y condenar a los judíos con cierta severidad: “No presumas..., y ándate con cuidado” (Rm 11,18-21). Y pide comprensión con los miembros de la comunidad que no tienen la misma sensibilidad ante la ley de los alimentos o del descanso.
Acercarse a estas páginas evangélicas es una verdadera gozada; rezuman un profundo humanismo nacido del amor y de la actitud fraterna ante el otro. La clave es el amor. Cuando alguien ama, no se pone en plan de fiscal o de juez ante los demás, sino en plan de abogado defensor que comprende y disculpa (1 Co 13,7).
Primero, autocrítica. “El que acusa, se excusa”. Quien propende a acusar es que se excusa, intenta tapar sus propios pecados con los de los demás. Más aún, acusa a los demás de lo que él mismo padece. En psicología esto se llama proyección, que es ver aumentado en los demás el propio defecto. Lo dice muy bien el refrán popular: “Cree el ladrón que todos son de su condición”.
Los fariseos ven la propia maldad proyectada en los demás, pero aumentada, como señala el refrán popular: “Ven la mota en el ojo ajeno y no se dan cuenta de la viga que está atravesada en el suyo”. La crítica a los demás es una cortina de humo para tapar los propios pecados. Psicológicamente esto es muy nocivo porque ciega y reafirma en el propio pecado. El insincero e inauténtico necesita ver a los demás pecadores para sentirse superior a ellos; necesita ver ciegos a los demás para sentirse él, tuerto, su “rey”. Ésta es la actitud del fariseo de la parábola: “Yo no soy como ése...” (Lc 18,11).
Jesús no sólo no nos prohíbe tener sentido crítico, sino que nos lo inculca: “Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10,16); “ojo con la levadura de los fariseos” (Lc 12,1). Jesús no nos invita a cerrar los ojos y ser simplones, sino a abrirlos bien para ver la realidad de los hechos. Lo mismo dice Pablo: “Andad con los ojos abiertos porque los tiempos son malos” (Ef. 5,15-1 6). Hay personas que tienen escrúpulos y se sienten pecadores porque ven lo que ven. Si descubro una serie de veces que alguien me miente, roba o estafa, no puedo cerrar los ojos a la realidad y dejar de reconocer que es mentiroso o ladrón. Si nos empeñáramos en negar la evidencia, ¿cómo podríamos poner en práctica la corrección fraterna?
San Antonio M. Claret aconseja: “Cuando no se pueda excusar la acción, excusemos la intención”, la culpabilidad. Nadie más que Dios puede penetrar en el corazón del hombre para saber hasta donde llega ésta. Puedo deducir por los hechos que uno es violento, mentiroso, soberbio, pero no puedo medir su culpabilidad porque ésta depende de su conciencia, de la educación recibida, del grado de libertad...
Los mismos sentimientos de Cristo. Para el cristiano, la actitud determinante ha de ser la de Cristo:
“Procurad tener sus mismos sentimientos” (Flp 2,5). Con su comportamiento ante la adúltera (Jn 8,11), con Mateo (Mt 9,12), con Zaqueo (Lc 19,9-10), con Pedro que le traiciona (Jn 21,15-19), deja bien claro que “no ha venido a juzgar, sino a salvar” (Jn 3,17). Está palpando la crueldad de sus enemigos en su propia carne hecha jirones, está en los resuellos de una muerte cruel y cruenta, y, sin embargo, exculpa su pecado alegando que no es más que una chiquillada: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
La invitación a no juzgar se repite como un motivo insistente en todo el Nuevo Testamento. Las madres siempre encuentran razones para exculpar a sus hijos: “No ha sido él; ha sido el alcohol, las drogas, el genio, las malas compañías, los que le provocaron, los causantes del delito”. De qué manera tan distinta entiende el hecho delictivo el que es ajeno al delincuente o la madre. Pablo recomienda: “Revestíos de entrañas de misericordia” (Col 3,12).
Para vivir en paz y fraternidad hemos de seguir la sabia consigna de decir a todo el mundo: “Yo sé algo bueno de ti”. La actitud de sospecha, de prejuzgar o de condenar envenena las relaciones humanas. Tanto Santiago como Pablo nos ponen en guardia contra el riesgo que comporta juzgar: “Juzgando a otros tú mismo te condenas” (Rm 2,1). Juzgar a los demás entraña una increíble osadía, es arrogarse atributos divinos: “¿Quién eres tú para sentarte en el tribunal y juzgar al hermano?” (Rm 14,4; St 4,11). Nuestro modo de juzgar a los demás da la talla de lo que somos, de nuestra grandeza de espíritu, que es y será la medida de nuestra dicha: “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).
Elevación Espiritual para este día.
Es lo mismo que nos dio a entender aquí Cristo, y no sólo nos lo dio a entender, sino que nos infundió gran temor al amenazarnos con castigos inexorables: Porque con el juicio —dice-- con que juzgareis seréis juzgados. Como si dijera: No tanto le condenas a él, cuanto a ti mismo. A ti mismo te preparas un tribunal terrible y unas cuentas rigurosas. Como, en el caso del perdón de los pecados, el principio estaba en nuestra mano, así en este juicio, en nuestra mano nos pone el Señor la medida de la sentencia. Porque no hay que injuriar ni insultar, sino amonestar; no acusar, sino aconsejar; no atacar con orgullo, sino corregir con amor. Porque no a tu prójimo, sino a ti mismo te condenas a último suplicio si no le tratas con consideración cuando tengas que dar sentencia sobre lo que él hubiere pecado.
Reflexión Espiritual para el día.
¿Podemos liberarnos de la necesidad de juzgar a los otros? Sí, podemos hacerlo afirmando para nosotros mismos esta verdad: somos los hijos e hitas amados de Dios. Mientras continuemos viviendo como si fuéramos lo que hacemos, lo que tenemos y lo que los otros piensan de nosotros, seguiremos estando llenos de juicios, de opiniones, de valoraciones y de condenas. Seguiremos prisioneros de la necesidad de poner a las personas y las cosas en su «justo» lugar. En la medida en que abracemos la verdad de que nuestra identidad no está arraigada en nuestro éxito, en nuestro poder o en nuestra popularidad, sino en el amor infinito de Dios, en esa misma medida podremos liberarnos de nuestra necesidad de juzgar [...]. Sólo cuando afirmemos el amor de Dios, el amor que trasciende todo juicio, podremos superar todo temor al juicio. Cuando hayamos conseguido liberarnos por completo de la necesidad de juzgar a los otros, entonces conseguiremos liberarnos también por completo del miedo a ser juzgados.
La experiencia del no deber juzgar no puede coexistir con el miedo a ser juzgados; tampoco la experiencia del amor de un Dios que no juzga puede coexistir con la necesidad de juzgar a los demás. Eso es lo que entiende Jesús cuando dice: «No juzguéis y no seréis juzgados». El nexo entre las dos partes de esta frase es el mismo nexo que existe entre el amor a Dios y el amor al prójimo. No se pueden separar. Ese nexo no es, sin embargo, un simple nexo lógico que podamos argumentar. Es antes que nada y sobre todo un nexo del corazón que establecemos en la oración.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 2R 17, 5-8. 13-15a. 18. Dios es justo cuando habla y sin reproche cuando juzga.
«Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yavé tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás; Yavé tu Dios te bendecirá en la tierra que vas a entrar a poseer. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses para darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días en el suelo en cuya posesión vas a entrar al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros el cielo y la tierra: te pongo delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición» (Dt 30, 15-19).
La caída de Samaria no era más que la conclusión lógica de estas premisas puestas por el Deuteronomio. Los autores deuteronomistas han sometido a examen la historia y han constatado, sobre todo a partir del establecimiento de la monarquía, que el pueblo, con los reyes a la cabeza, se precipitaba hacia la ruina.
El Señor había advertido á Israel y Judá por medio de los profetas y videntes: volveos de vuestro mal camino, guardad mis mandamientos y preceptos, siguiendo la Ley que di a vuestros padres, que le comunique por medio de mis siervos, los profetas. Pero no hicieron caso, sino que se pusieron tercos... Rechazaron sus mandatos y el pacto que había hecho el Señor con sus padres...
Los profetas no lograron detener la marcha del pueblo que se precipitaba hacia la ruina. Lo único que lograron fue retardar algo el desenlace final.
A primera vista, la explicación que la teología deuteronomista da de la caída de Samaria aparece demasiado simplista, Parece basarse en el principio de rígida retribución, según el cual el cumplimiento de las clausulas de la alianza lleva al éxito, mientras la infracción de las mismas lleva a la ruina.
En el fondo, lo que propiamente han querido decir los deuteronomistas es que a Dios no se le puede acusar de injusto ni de infiel. Es cierto que Dios había hecho unas promesas a los patriarcas, entre las cuales se encontraba la promesa de la tierra. Pero las promesas de Dios no se cumplen de manera mecánica y automática. Exigen la misteriosa colaboración del hombre, que en el caso presente ha fallado, De ahí que la infidelidad no ha sido de Dios sino del pueblo. «Dios es justo cuando habla y sin reproche cuando juzga» (Sal 51,6).
De todas maneras, la teología deuteronomista se funda en una concepción muy biláteral de la alianza, que habría que completar con la doctrina paulina de la justificación por la fe en Cristo y no por el cumplimiento de las obras de la Ley. Si se urge excesivamente y de manera unilateral la concepción legalista de la alianza y de la religión en general, nos hallaremos en un callejón sin salida. La historia y la experiencia demuestran que el hombre es incapaz de cumplir todos los preceptos de la Ley. Entonces la salvación procede no tanto del cumplimiento de la Ley cuanto de la gracia gratuita de Dios. Ambas cosas son necesarias, pero en el origen, en el camino y al final de la jornada, como envolviéndolo todo, está siempre la gracia. +
Tras la muerte de Eliseo (2 Re 13,14ss), los reinos del Norte y del Sur conocieron una sucesión de acontecimientos alternos, con un ritmo creciente de dificultades que culminaron con la deportación en Babilonia (2 Re 12—16). La toma de Samaría, capital de Israel (722), por parte del rey de Asiria, después de tres años de asedio, suscita inmediatamente en el autor sagrado una reflexión sapiencial. El texto litúrgico ha sido resumido por razones de brevedad (además de los versículos intermedios, se han suprimido los v 15b-17), pero muestra bien la gravedad del cisma religioso y del sincretismo que revolvieron Israel como una turbina. La alianza es un hecho bilateral: a la infidelidad del pueblo no puede dejar de corresponder el rechazo de Dios.
En el año noveno de Oseas (732-724), Salmanasar V (726-722) puso asedio a Samaria, que se había mostrado como vasalla indigna de confianza, preparando la conquista de la capital, que fue llevada a cabo por su sucesor Sargón II.
Comentario del Salmo 59
Es un salmo de súplica colectiva. Un individuo dama a Dios (7.13), en nombre de todo el pueblo, en medio de una situación de catástrofe nacional, La súplica nace de la confianza (14).
El salmo tiene tres partes (3-7; 8-10; 11-14). Las dos últimas se repiten en el Sal 108,8-14. En la primera (3-7), una persona habla a Dios en nombre del pueblo. Se trata de una queja (3-6) que expresa un deseo (7). Los verbos están en pasado, lo que indica que el pueblo está soportando el sufrimiento causado por una gran catástrofe nacional. Hay aquí una imagen importante que nos ayuda a entender la situación. Es como si un terremoto hubiera sacudido y agrietado la tierra, produciendo destrucción (4). Otra imagen importante nos presenta al pueblo como si estuviera aturdido, como si Dios lo hubiera embriagado con un vino de los que se suben a la cabeza (5). Es una queja respetuosa, pero que no deja de culpar a Dios por lo sucedido (3). La primera parte se cierra con una petición de liberación (7).
En la segunda parte (8-10), otra persona habla en nombre de Dios, en lo que suele conocerse con el nombre de «oráculo». A través de este individuo, Dios se manifiesta como Señor victorioso sobre los pueblos, pero su victoria depende de la colaboración del pueblo (Efraín y Judá representan a todo el pueblo). Dios habla en su santuario (8a), lo que nos lleva a pensar en el templo, donde la gente se habría congregado en una asamblea nacional en la que se implora la liberación. En esta parte se citan seis lugares que pertenecen al pueblo de Dios (Siquén, el valle de Su cot, Galaad, Manasés, Efraín y Judá) y tres pueblos (o países) tradicionalmente enemigos del pueblo de Israel (Moab, Edón, Filistea). Todos, sin distinción, son propiedad de Dios, Señor de los pueblos, que se presenta con la imagen de un jefe guerrero recostado sobre la Tierra Prometida y del que los distintos lugares o naciones no son sino objetos de uso personal: Efraín es el yelmo de su cabeza; Judá es su cetro de mando; Moab es la jofaina en que se haya los pies. Sobre Edón echa su sandalia. Este último gesto viene a indicar que Edón es de su propiedad. El Dios guerrero es Señor de la Tierra Prometida, y nadie puede arrebatársela de las manos. Conviene que nos fijemos en el arrogante Moab, reducido a simple palangana en que lavarse los pies, en el orgulloso Edón, aplastado por la suela del calzado, y en la in vencible Filistea, que escucha los cánticos de victoria del Señor, el Dios guerrero (10).
En la tercera parte (11-14) vuelve a hablar el personaje que había aparecido al principio (3-7). Plantea una pregunta. Su deseo es ser conducido a la capital de Edón (tal vez para conquistarla). ¿Cómo va a ser esto posible, si Dios no preside ya las tropas de Israel? (11-12). Viene, entonces, la petición de auxilio en la situación de opresión que atraviesa el pueblo, pues la ayuda humana resulta imposible (13). El salmo termina lleno de con fianza: «¡Con Dios haremos proezas! ¡El pisoteará a nuestros opresores!» (14).
El pueblo de Dios estaba viviendo un terrible conflicto, una catástrofe nacional arrolladora, semejante a un terremoto (4). Está desconcertado, sin rumbo (5) y ha sido dispersado (3). ¿Qué es lo que ha pasado? Una derrota militar ha desestructurado la vida nacional, el pueblo se ha convertido en esclavo (7) y ha sido oprimido (13.14) por el enemigo. Entonces se convoca una asamblea, tal vez en Jerusalén, en el templo (8), con la intención de pedir socorro, pues «el auxilio del hombre es inútil» (13b). La derrota militar se atribuye a Dios, que había ordenado la retira da de las tropas en medio de la batalla (6), dispersando al pueblo (3a), permitiendo que fuera sometido a la esclavitud (7a). Dios, por tanto, no comanda ya los ejércitos de Israel (11-12), lo que representa el fracaso total de los proyectos del pueblo de Dios. Isaías dice: «Si el Señor Dios me ayuda, ¿quién puede condenarme?» (Is 50,9). Este salmo, sin embargo, pregunta: «Si Dios ya no camina al frente de nuestras tropas para defendernos, ¿quién nos salvará?». Todo parece destruido, menos el clamor y la esperanza que aún resiste.
En nombre de Dios (8), una persona vinculada al templo responde al pueblo que dama. La respuesta (8-10) muestra a Dios corno un guerrero victorioso sobre los pueblos, entre los que ciertamente se encuentra la nación que había derrotado a Israel. Las nueve naciones o lugares citados recuerdan más o menos las fronteras del imperio de David, tal como se describen en 2Sarn 8. Son la concreción de las promesas hechas a los antepasados. ¿Ha defraudado Dios las expectativas del pueblo, incumpliendo las promesas?
La parte central de este salmo (8-10) muestra a Dios corno Señor de los pueblos y fiel a las promesas de la Alianza, La derrota del pueblo no representa el fin de la Alianza. Dios no ha rechazado a su pueblo. Las promesas y la Alianza se mantienen en pie, y el Dios guerrero cumplirá lo que había prometido con la ayuda de Efraín, el yelmo de su cabeza, y de Judá, su cetro de mando.
Este salmo está cargado de ideología imperialista. Para ver cómo se refleja en la actividad de Jesús tenernos que cambiar la clave de lectura. Jesús estuvo en contra de los imperialismos; y fue muerto por el imperio romano, No obstante, nos quedan todavía algunos elementos importantes: su compasión ante quienes padecen la opresión y claman. Jesús, hecho hombre, demuestra que Dios no había rechazado a su pueblo; por el contrario, lo amó hasta el punto de entregar a su Hijo para que el mundo se salvara (Jn 3,16-18).
Conviene rezarlo a la luz de los dramas, conflictos y catástrofes que se abaten sobre el pueblo, el país, la humanidad. Tenemos que rezarlo pensando en las luchas de la gente, del pueblo por la libertad y por la vida, luchas que Dios aprueba y lidera; hay que rezarlo pensando en la libertad de los pueblos, en los actuales abusos de poder que matan y oprimen...
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 7,1-5
Según Agustín, todo el «sermón del monte» es un desarrollo de las bienaventuranzas. Este dato aparece, de modo particular, en la invitación a no juzgar. El juicio se entiende aquí en sentido fuerte, como condena, e incluye, por parte del hombre, la asunción de un papel que sólo compete a Dios. Por otra parte, Cristo «no nos prohíbe juzgar, sino que nos enseña cómo hacerlo» (Jerónimo). En efecto, Jesús nos enseña que la medida del juicio divino se conformará con la que hayamos usado en nuestros juicios humanos. En la Antigüedad, la medida con que se medía la cesión de un bien era la misma con la que se aseguraba su restitución. Más tarde, los rabinos enseñaban que Dios se servía de un doble criterio para juzgar: la justicia y la bondad.
«Aquel que juzga antes de la venida de Dios», afirma Atanasio Sinaíta, «es un anticristo, porque se apodera de lo que pertenece a Cristo».
La invitación a no juzgar se repite insistentemente en el Nuevo Testamento. Cristo mismo, según el testimonio que dio en su comportamiento con la adúltera (Jn 8,11) y con los que le crucificaban (Lc 23,34), se presenta no como alguien que viene a juzgar, sino a salvar (Jn 3,17). San Pablo, a su vez, nos pone en guardia contra el riesgo que comporta el juicio: «juzgando a otros tú mismo te condenas» (Rom 2,1ss). En consecuencia, nos invita a remitirnos al juicio de Dios, que tendrá lugar al final de la vida (cf. 1 Cor 4,5). No menos perentorio se muestra Santiago: «No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano y se erige en su juez está criticando y juzgando la Ley. Y si te eriges en juez de la Ley, ya no eres cumplidor de la Ley, sino su juez. Pero uno solo es el legislador y el juez: el que puede salvar y condenar. ¿Quién eres tú para juzgar al prójimo?» (Sant 4,11ss).
Debería bastar con la severa advertencia de Jesús sobre la medida del juicio para hacernos desistir de cualquier pretensión de erigirnos en censores del obrar de los otros. Agustín nos enseña que «si queremos reprochar a alguien, debemos preguntarnos antes si no somos nosotros semejantes a él». En efecto, a menudo reprochamos a otros algo que deberíamos reprocharnos antes a nosotros mismos.
Examinaré qué comportamientos de mi hermano provocan en mí con frecuencia un juicio negativo de inmediato. Buscaré la razón de esto en mí mismo: intolerancia frente al que es distinto, perfeccionismo, arrogancia, mezquindad mental, rigidez, incomprensión, envidia, etc. Me las ingeniaré, por último, para contraponer siempre (al menos interiormente, mientras estoy orando) un juicio positivo a otro negativo, llevando a cabo todo un esfuerzo para identificarme con el otro e intentar comprenderle.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 7, 1-5; 29, para nuestros Mayores. Otras enseñanzas de Jesús.
Las diferentes enseñanzas referidas en el capítulo 7 parecen simplemente yuxtapuestas; sin embargo, considerándolas en el interior del sermón de la montaña, se vuelve más evidente su hilo conductor. La primera parte del capítulo (vv. 1-11) se puede entender, en efecto, como un comentario a las peticiones finales del padrenuestro: la petición del perdón y la súplica de la liberación del mal. Jesús exhorta a no condenar a los hermanos y a tomar conciencia del propio pecado que ofusca la conciencia (vv. 1-5). Eso no significa suspender el discernimiento de una manera imprudente: el mal existe, el rechazo obstinado de la gracia es una realidad. De ahí que no haya que dar las cosas santas —la doctrina de Jesús, los sacramentos confiados a la Iglesia— a quien las profanaría. El comentario del padrenuestro, abierto con la llamada a procurarse el verdadero tesoro (6,20), concluye con una invitación a la confianza en la eficacia de la oración: la mirada se eleva para contemplar y experimentar la extraordinaria bondad de un Dios que, aun siendo el Todo otro (en los cielos), es nuestro Padre (vv. 7-11).
La segunda parte del capítulo (vv. 12-29) concluye todo el sermón de la montaña: la «regla de oro» lo resume (v. 12), y la imagen de las dos puertas y de los dos caminos exhorta a abrazar de manera generosa sus exigencias, puesto que conducen a la vida. Sigue un sencillo criterio para evaluar a los que se presentan como “profetas”: cada árbol se reconoce por sus frutos. La imagen de las dos casas extiende la comprobación de la autenticidad a todos los discípulos: es preciso fundamentar de manera concreta la propia vida sobre “estas palabras” de Jesús para ser reconocidos por él en el día del juicio y entrar en el Reino del que él es Señor. Al final del sermón de la montaña, el evangelista anota el asombro de las muchedumbres, que empiezan a intuir la autoridad absolutamente única de Jesús.
El Maestro nos ha hablado con claridad, señalándonos la puerta estrecha que se abre a los horizontes ilimitados de la luz, el camino estrecho que conduce a la vida, al rostro mismo de nuestro Padre, que está en el cielo y se inclina con una bondad inefable sobre nosotros para atraernos a él. También nosotros nos encontramos, después de dos milenios, entre las muchedumbres asombradas por la autoridad y la fascinación de Jesús. La palabra del Señor se dirige ahora a nosotros.
Las enseñanzas de Jesús en el sermón de la montaña son como rocas graníticas, y ellas mismas constituyen un monte elevado: tras haberlo contemplado, ¿qué decidimos? «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica» pone la sólida roca de la voluntad de Dios como fundamento de su propia existencia, y quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre (cf. 1 Jn 2,17). Si nuestra elección es sencilla y clara, si somos capaces de renovarla cada día, en las circunstancias ordinarias, no deberemos temer las inevitables tempestades de la vida: la hora en la que constatemos nuestra precariedad extrema será, al mismo tiempo, la hora de gracia en la que podrá hacerse más intensa la experiencia de la fidelidad del Padre que nos sostiene y conforta, haciéndonos saborear en lo íntimo cosas buenas precisamente allí donde los hombres y las situaciones parecen ofrecer únicamente el cáliz de la amargura. Vivir el Evangelio, o más bien esforzarnos por vivirlo superándonos siempre a nosotros mismos y nuestros propios intereses, es una elección contracorriente; Jesús no se hace ilusiones (“son pocos los que...”), pero tampoco nos desilusiona: «Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán». Su promesa abarca no sólo el tiempo presente, sino también la eternidad. Nosotros, que hemos escuchado sus palabras, debemos decidir si las tenemos en cuenta. El mismo Señor nos presenta una rápida síntesis: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos». Ojalá los hermanos puedan recoger frutos buenos y abundantes de nuestra vida, una vida que se haya vuelto auténticamente profética por la adhesión a la Palabra de Jesús.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 7,1-5, de Joven para Joven. “No juzguéis y no seréis juzgados”.
La tentación del fariseísmo. Los miembros de las comunidades cristianas que se esfuerzan por vivir las exigencias del sermón de la montaña, expuestas en los dos capítulos anteriores, sufren la tentación de sentirse superiores a los demás, de juzgar y condenar a quienes no viven sus mismas exigencias; tienen la tentación de incurrir en e “fariseísmo”, que significa, justamente, “separación”, y corren el riesgo de tener el complejo de “justos” con derecho a enjuiciar y condenar a los demás (Lc 18,9).
El sentir de Cristo está claro: sus discípulos no pueden juzgar a quienes no gozan de la misma vocación y de los mismos privilegios. Pablo tiene que poner en guardia a cristianos provenientes del paganismo contra esta tendencia a juzgar y condenar a los judíos con cierta severidad: “No presumas..., y ándate con cuidado” (Rm 11,18-21). Y pide comprensión con los miembros de la comunidad que no tienen la misma sensibilidad ante la ley de los alimentos o del descanso.
Acercarse a estas páginas evangélicas es una verdadera gozada; rezuman un profundo humanismo nacido del amor y de la actitud fraterna ante el otro. La clave es el amor. Cuando alguien ama, no se pone en plan de fiscal o de juez ante los demás, sino en plan de abogado defensor que comprende y disculpa (1 Co 13,7).
Primero, autocrítica. “El que acusa, se excusa”. Quien propende a acusar es que se excusa, intenta tapar sus propios pecados con los de los demás. Más aún, acusa a los demás de lo que él mismo padece. En psicología esto se llama proyección, que es ver aumentado en los demás el propio defecto. Lo dice muy bien el refrán popular: “Cree el ladrón que todos son de su condición”.
Los fariseos ven la propia maldad proyectada en los demás, pero aumentada, como señala el refrán popular: “Ven la mota en el ojo ajeno y no se dan cuenta de la viga que está atravesada en el suyo”. La crítica a los demás es una cortina de humo para tapar los propios pecados. Psicológicamente esto es muy nocivo porque ciega y reafirma en el propio pecado. El insincero e inauténtico necesita ver a los demás pecadores para sentirse superior a ellos; necesita ver ciegos a los demás para sentirse él, tuerto, su “rey”. Ésta es la actitud del fariseo de la parábola: “Yo no soy como ése...” (Lc 18,11).
Jesús no sólo no nos prohíbe tener sentido crítico, sino que nos lo inculca: “Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10,16); “ojo con la levadura de los fariseos” (Lc 12,1). Jesús no nos invita a cerrar los ojos y ser simplones, sino a abrirlos bien para ver la realidad de los hechos. Lo mismo dice Pablo: “Andad con los ojos abiertos porque los tiempos son malos” (Ef. 5,15-1 6). Hay personas que tienen escrúpulos y se sienten pecadores porque ven lo que ven. Si descubro una serie de veces que alguien me miente, roba o estafa, no puedo cerrar los ojos a la realidad y dejar de reconocer que es mentiroso o ladrón. Si nos empeñáramos en negar la evidencia, ¿cómo podríamos poner en práctica la corrección fraterna?
San Antonio M. Claret aconseja: “Cuando no se pueda excusar la acción, excusemos la intención”, la culpabilidad. Nadie más que Dios puede penetrar en el corazón del hombre para saber hasta donde llega ésta. Puedo deducir por los hechos que uno es violento, mentiroso, soberbio, pero no puedo medir su culpabilidad porque ésta depende de su conciencia, de la educación recibida, del grado de libertad...
Los mismos sentimientos de Cristo. Para el cristiano, la actitud determinante ha de ser la de Cristo:
“Procurad tener sus mismos sentimientos” (Flp 2,5). Con su comportamiento ante la adúltera (Jn 8,11), con Mateo (Mt 9,12), con Zaqueo (Lc 19,9-10), con Pedro que le traiciona (Jn 21,15-19), deja bien claro que “no ha venido a juzgar, sino a salvar” (Jn 3,17). Está palpando la crueldad de sus enemigos en su propia carne hecha jirones, está en los resuellos de una muerte cruel y cruenta, y, sin embargo, exculpa su pecado alegando que no es más que una chiquillada: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
La invitación a no juzgar se repite como un motivo insistente en todo el Nuevo Testamento. Las madres siempre encuentran razones para exculpar a sus hijos: “No ha sido él; ha sido el alcohol, las drogas, el genio, las malas compañías, los que le provocaron, los causantes del delito”. De qué manera tan distinta entiende el hecho delictivo el que es ajeno al delincuente o la madre. Pablo recomienda: “Revestíos de entrañas de misericordia” (Col 3,12).
Para vivir en paz y fraternidad hemos de seguir la sabia consigna de decir a todo el mundo: “Yo sé algo bueno de ti”. La actitud de sospecha, de prejuzgar o de condenar envenena las relaciones humanas. Tanto Santiago como Pablo nos ponen en guardia contra el riesgo que comporta juzgar: “Juzgando a otros tú mismo te condenas” (Rm 2,1). Juzgar a los demás entraña una increíble osadía, es arrogarse atributos divinos: “¿Quién eres tú para sentarte en el tribunal y juzgar al hermano?” (Rm 14,4; St 4,11). Nuestro modo de juzgar a los demás da la talla de lo que somos, de nuestra grandeza de espíritu, que es y será la medida de nuestra dicha: “Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia” (Mt 5,7).
Elevación Espiritual para este día.
Es lo mismo que nos dio a entender aquí Cristo, y no sólo nos lo dio a entender, sino que nos infundió gran temor al amenazarnos con castigos inexorables: Porque con el juicio —dice-- con que juzgareis seréis juzgados. Como si dijera: No tanto le condenas a él, cuanto a ti mismo. A ti mismo te preparas un tribunal terrible y unas cuentas rigurosas. Como, en el caso del perdón de los pecados, el principio estaba en nuestra mano, así en este juicio, en nuestra mano nos pone el Señor la medida de la sentencia. Porque no hay que injuriar ni insultar, sino amonestar; no acusar, sino aconsejar; no atacar con orgullo, sino corregir con amor. Porque no a tu prójimo, sino a ti mismo te condenas a último suplicio si no le tratas con consideración cuando tengas que dar sentencia sobre lo que él hubiere pecado.
Reflexión Espiritual para el día.
¿Podemos liberarnos de la necesidad de juzgar a los otros? Sí, podemos hacerlo afirmando para nosotros mismos esta verdad: somos los hijos e hitas amados de Dios. Mientras continuemos viviendo como si fuéramos lo que hacemos, lo que tenemos y lo que los otros piensan de nosotros, seguiremos estando llenos de juicios, de opiniones, de valoraciones y de condenas. Seguiremos prisioneros de la necesidad de poner a las personas y las cosas en su «justo» lugar. En la medida en que abracemos la verdad de que nuestra identidad no está arraigada en nuestro éxito, en nuestro poder o en nuestra popularidad, sino en el amor infinito de Dios, en esa misma medida podremos liberarnos de nuestra necesidad de juzgar [...]. Sólo cuando afirmemos el amor de Dios, el amor que trasciende todo juicio, podremos superar todo temor al juicio. Cuando hayamos conseguido liberarnos por completo de la necesidad de juzgar a los otros, entonces conseguiremos liberarnos también por completo del miedo a ser juzgados.
La experiencia del no deber juzgar no puede coexistir con el miedo a ser juzgados; tampoco la experiencia del amor de un Dios que no juzga puede coexistir con la necesidad de juzgar a los demás. Eso es lo que entiende Jesús cuando dice: «No juzguéis y no seréis juzgados». El nexo entre las dos partes de esta frase es el mismo nexo que existe entre el amor a Dios y el amor al prójimo. No se pueden separar. Ese nexo no es, sin embargo, un simple nexo lógico que podamos argumentar. Es antes que nada y sobre todo un nexo del corazón que establecemos en la oración.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 2R 17, 5-8. 13-15a. 18. Dios es justo cuando habla y sin reproche cuando juzga.
«Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yavé tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, sus preceptos y sus normas, vivirás y te multiplicarás; Yavé tu Dios te bendecirá en la tierra que vas a entrar a poseer. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses para darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días en el suelo en cuya posesión vas a entrar al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros el cielo y la tierra: te pongo delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición» (Dt 30, 15-19).
La caída de Samaria no era más que la conclusión lógica de estas premisas puestas por el Deuteronomio. Los autores deuteronomistas han sometido a examen la historia y han constatado, sobre todo a partir del establecimiento de la monarquía, que el pueblo, con los reyes a la cabeza, se precipitaba hacia la ruina.
El Señor había advertido á Israel y Judá por medio de los profetas y videntes: volveos de vuestro mal camino, guardad mis mandamientos y preceptos, siguiendo la Ley que di a vuestros padres, que le comunique por medio de mis siervos, los profetas. Pero no hicieron caso, sino que se pusieron tercos... Rechazaron sus mandatos y el pacto que había hecho el Señor con sus padres...
Los profetas no lograron detener la marcha del pueblo que se precipitaba hacia la ruina. Lo único que lograron fue retardar algo el desenlace final.
A primera vista, la explicación que la teología deuteronomista da de la caída de Samaria aparece demasiado simplista, Parece basarse en el principio de rígida retribución, según el cual el cumplimiento de las clausulas de la alianza lleva al éxito, mientras la infracción de las mismas lleva a la ruina.
En el fondo, lo que propiamente han querido decir los deuteronomistas es que a Dios no se le puede acusar de injusto ni de infiel. Es cierto que Dios había hecho unas promesas a los patriarcas, entre las cuales se encontraba la promesa de la tierra. Pero las promesas de Dios no se cumplen de manera mecánica y automática. Exigen la misteriosa colaboración del hombre, que en el caso presente ha fallado, De ahí que la infidelidad no ha sido de Dios sino del pueblo. «Dios es justo cuando habla y sin reproche cuando juzga» (Sal 51,6).
De todas maneras, la teología deuteronomista se funda en una concepción muy biláteral de la alianza, que habría que completar con la doctrina paulina de la justificación por la fe en Cristo y no por el cumplimiento de las obras de la Ley. Si se urge excesivamente y de manera unilateral la concepción legalista de la alianza y de la religión en general, nos hallaremos en un callejón sin salida. La historia y la experiencia demuestran que el hombre es incapaz de cumplir todos los preceptos de la Ley. Entonces la salvación procede no tanto del cumplimiento de la Ley cuanto de la gracia gratuita de Dios. Ambas cosas son necesarias, pero en el origen, en el camino y al final de la jornada, como envolviéndolo todo, está siempre la gracia. +
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