25 de Junio 2010, MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZON DE JESÚS. VIERNES XII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO.(CIiclo C). 4ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. SS. Máximo de Turín ob, Próspero de Aquitania es mj, Domingo Henares ob mr, Orosia mj mr.
LITURGIA DE LA PALABRA.
2R 25, 1-12. Marchó Judá al destierro.
Sal 136 R/. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.
Mt 8, 1-4. Si quieres, puedes limpiarme.
El anuncio de Jesús es la manifestación del Reino en medio de los más desposeídos. En este relato el leproso se encuentra fuera de la salvación por estar impuro según la ley, lo que ya era escándalo para la multitud, además Jesús baja del monte, que para ellos era lugar de manifestación predilecta de Dios, lugar de la ley y de Moisés, pero paradójicamente no es “arriba” en el monte, cuando se acerca a Jesús el leproso, es abajo en medio de la gran multitud cuando le dice:“si quieres, puedes limpiarme”, el leproso está diciendo, haz que mi condición de hombre vuelva, que pueda mirar, que pueda sentir, que pueda acercarme a los demás, en definitiva, si quieres, haz de mi nuevamente una persona. Es un texto maravilloso, motivador, Dios no está arriba, lejos en el monte, está con y en medio de las personas, el despreciado pide porque Jesús le inspira el deseo de cambiar, le infunde la convicción de sus derechos, pide, por que reconoce en Jesús alguien especial, y el maestro ante aquel grito de compasión, no puede menos que solidarizar con él, dándole lo que el leproso pide porque es también lo que Dios quiere.
PRIMERA LECTURA.
2Reyes 25, 1-12
Marchó Judá al destierro
El año noveno del reinado de Sedecías, el día diez del décimo mes, Nabucodonosor, rey de Babilonia, vino a Jerusalén con todo su ejército, acampó frente a ella y construyó torres de asalto alrededor.
La ciudad quedó sitiada hasta el año once del reinado de Sedecías, el día noveno del mes cuarto.
El hambre apretó en la ciudad, y no había pan para la población.
Se abrió brecha en la ciudad, y los soldados huyeron de noche por la puerta entre las dos murallas, junto a los jardines reales, mientras los caldeos rodeaban la ciudad, y se marcharon por el camino de la estepa.
El ejército caldeo persiguió al rey; lo alcanzaron en la estepa de Jericó, mientras sus tropas se dispersaban abandonándolo.
Apresaron al rey y se lo llevaron al rey de Babilonia, que estaba en Ribla, y lo procesó.
A los hijos de Sedecías los hizo ajusticiar ante su vista; a Sedecías lo cegó, le echó cadenas de bronce y lo llevó a Babilonia.
El día primero del quinto mes, que corresponde al año diecinueve del reinado de Nabucodonosor en Babilonia, llegó a Jerusalén Nabusardán, jefe de la guardia, funcionario del rey de Babilonia.
Incendió el templo, el palacio real y las casas de Jerusalén, y puso fuego a todos los palacios.
El ejército caldeo, a las órdenes del jefe de la guardia, derribó las murallas que rodeaban a Jerusalén.
Nabusardán, jefe de la guardia, se llevó cautivos al resto del pueblo que había quedado en la ciudad, a los que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de la plebe. De la clase baja dejó algunos como viñadores y hortelanos.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 136
R/.Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti
Junto a los canales de Babilonia / nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; / en los sauces de sus orillas / colgábamos nuestras cítaras. R.
Allí los que nos deportaron / nos invitaban a cantar; / nuestros opresores, a divertirlos: / "Cantadnos un cantar de Sión." R.
¡Cómo cantar un cántico del Señor / en tierra extranjera! / Si me olvido de ti, Jerusalén, / que se me paralice la mano derecha. R.
Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti, / si no pongo a Jerusalén / en la cumbre de mis alegrías. R.
SEGUNDA LECTURA.
SANTO EVANGELIO.
Mateo 8, 1-4
Si quieres, puedes limpiarme
En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Extendió la mano y lo tocó diciendo: "¡Quiero, queda limpio!" Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés".
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
2R 25, 1-12. Marchó Judá al destierro.
Sal 136 R/. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.
Mt 8, 1-4. Si quieres, puedes limpiarme.
El anuncio de Jesús es la manifestación del Reino en medio de los más desposeídos. En este relato el leproso se encuentra fuera de la salvación por estar impuro según la ley, lo que ya era escándalo para la multitud, además Jesús baja del monte, que para ellos era lugar de manifestación predilecta de Dios, lugar de la ley y de Moisés, pero paradójicamente no es “arriba” en el monte, cuando se acerca a Jesús el leproso, es abajo en medio de la gran multitud cuando le dice:“si quieres, puedes limpiarme”, el leproso está diciendo, haz que mi condición de hombre vuelva, que pueda mirar, que pueda sentir, que pueda acercarme a los demás, en definitiva, si quieres, haz de mi nuevamente una persona. Es un texto maravilloso, motivador, Dios no está arriba, lejos en el monte, está con y en medio de las personas, el despreciado pide porque Jesús le inspira el deseo de cambiar, le infunde la convicción de sus derechos, pide, por que reconoce en Jesús alguien especial, y el maestro ante aquel grito de compasión, no puede menos que solidarizar con él, dándole lo que el leproso pide porque es también lo que Dios quiere.
PRIMERA LECTURA.
2Reyes 25, 1-12
Marchó Judá al destierro
El año noveno del reinado de Sedecías, el día diez del décimo mes, Nabucodonosor, rey de Babilonia, vino a Jerusalén con todo su ejército, acampó frente a ella y construyó torres de asalto alrededor.
La ciudad quedó sitiada hasta el año once del reinado de Sedecías, el día noveno del mes cuarto.
El hambre apretó en la ciudad, y no había pan para la población.
Se abrió brecha en la ciudad, y los soldados huyeron de noche por la puerta entre las dos murallas, junto a los jardines reales, mientras los caldeos rodeaban la ciudad, y se marcharon por el camino de la estepa.
El ejército caldeo persiguió al rey; lo alcanzaron en la estepa de Jericó, mientras sus tropas se dispersaban abandonándolo.
Apresaron al rey y se lo llevaron al rey de Babilonia, que estaba en Ribla, y lo procesó.
A los hijos de Sedecías los hizo ajusticiar ante su vista; a Sedecías lo cegó, le echó cadenas de bronce y lo llevó a Babilonia.
El día primero del quinto mes, que corresponde al año diecinueve del reinado de Nabucodonosor en Babilonia, llegó a Jerusalén Nabusardán, jefe de la guardia, funcionario del rey de Babilonia.
Incendió el templo, el palacio real y las casas de Jerusalén, y puso fuego a todos los palacios.
El ejército caldeo, a las órdenes del jefe de la guardia, derribó las murallas que rodeaban a Jerusalén.
Nabusardán, jefe de la guardia, se llevó cautivos al resto del pueblo que había quedado en la ciudad, a los que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de la plebe. De la clase baja dejó algunos como viñadores y hortelanos.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 136
R/.Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti
Junto a los canales de Babilonia / nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión; / en los sauces de sus orillas / colgábamos nuestras cítaras. R.
Allí los que nos deportaron / nos invitaban a cantar; / nuestros opresores, a divertirlos: / "Cantadnos un cantar de Sión." R.
¡Cómo cantar un cántico del Señor / en tierra extranjera! / Si me olvido de ti, Jerusalén, / que se me paralice la mano derecha. R.
Que se me pegue la lengua al paladar / si no me acuerdo de ti, / si no pongo a Jerusalén / en la cumbre de mis alegrías. R.
SEGUNDA LECTURA.
SANTO EVANGELIO.
Mateo 8, 1-4
Si quieres, puedes limpiarme
En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Extendió la mano y lo tocó diciendo: "¡Quiero, queda limpio!" Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés".
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: 2 Reyes 25, 1-12.
Sedecías pensaba que podría contener la amenaza babilónica aliándose con Egipto, a pesar de la predicación contraria de Jeremías. La reacción de Nabucodonosor no se hizo esperar y Jerusalén padeció un asedio de dieciocho meses, tras el que capituló (587) y fue sometida, primero, a saqueo y, después, a una destrucción total, templo incluido (la descripción se encuentra en los vv. 13-17, omitidos en el texto litúrgico). Comienza para Israel el exilio en Babilonia, un exilio que se prolongó durante medio siglo: hasta el año 538, en el que Ciro decretó su fin.
Al profeta Jeremías se le asocia Ezequiel en la predicción de la ruina de Jerusalén, mientras que el Segundo Isaías acompañó a los exiliados para infundirles valor en la prueba. Estos tres grandes profetas anuncian un nuevo éxodo para el “resto de Israel”, una nueva alianza y un nuevo templo, reavivando la esperanza mesiánica.
Es un hecho que, tras el hundimiento del reino del Norte (722) y la derrota del reino del Sur (587), la nación israelita perdió, definitivamente, su propia independencia, pasando, de manera sucesiva, bajo la dominación babilónica, persa, griega y, por último, romana.
Comentario del Salmo 136
Es un salmo de súplica colectiva. Un grupo («... nos sentamos y lloramos...») clama al Señor en medio de una difícil situación.
Tiene tres partes: 1-3; 4-6; 7-9. En la primera (1-3), el grupo cuenta su amarga experiencia en el destierro. Se mencionan los «canales de Babilonia». Este grupo se encuentra exiliado en los campos que irrigan los canales de agua de los ríos Tigris y Eufrates (cf. Ez 3,15). Probablemente los desterrados trabajan como esclavos. La situación se agrava con la nostalgia de Sión (Jerusalén), que provoca el llanto. En las orillas de estos canales crecían los sauces y, en ellos, los exiliados habían colgado sus arpas, instrumentos musicales que acompañaban los cánticos y las fiestas de los judíos. Un pueblo esclavo no tiene razones para festejar. Por eso se niegan a tocar las arpas. La situación es todavía más grave, porque los opresores les exigían que entonaran cánticos de Sión para divertirlos. ¿Por qué les pedían esto? Tal vez por curiosidad, con objeto de conocer algo del folclore judío. O, quién sabe, puede también que fuera para torturar psicológicamente a los deportados (cf Sal 79,10), pues los cánticos de los judíos («cánticos de Sión») celebran sobre todo el recuerdo de las acciones liberadoras del Señor, que habita en Sión (Sal 76; 84 y otros).
En la segunda parte (4-6), el grupo se niega a cantar, indicando las razones que le mueven a ello. El «cantar de Sión» se convierte ahora en un «cántico del Señor», el Dios liberador de los israelitas, ligado a una tierra y a una causa. Resulta imposible cantar un «cántico del Señor» en tierra extranjera, pues la tierra de Israel, don de Dios y conquista del pueblo, es un instrumento imprescindible de esta «orquesta». Son varios los salmos que nos lo recuerdan. Cuando Israel canta, la tierra participa de la sinfonía que celebra las maravillas de Dios, dador de una tierra para su pueblo. El grupo prefiere la mutilación a olvidarse de Jerusalén, si no la convierte en la principal razón de su alegría. La mano derecha pulsaba las cuerdas del arpa, y la lengua proclamaba las maravillas del Señor, aquel que habita en Jerusalén (Sal 135,21). En lugar de cantar un cántico de Sión y del Señor en tierra de opresión, el grupo profesa su fidelidad in condicional a la ciudad de Jerusalén. Es preferible estar mutilado a olvidarse de ella. Los opresores no podrán darse el gusto de escuchar un cantar de Sión, pero Jerusalén seguirá estando siempre presente en la nostalgia que de ella sienten los deportados. La capital del pueblo seguirá siendo siempre la «cumbre de su alegría», incluso aunque el pueblo se encuentre en el exilio, lejos de ella. ¡Es una tenaz resistencia!
En la tercera parte, tenemos la súplica que se presenta a Dios. Está dirigida contra los hijos de Edón (Edón es otro nombre con el que se conoce a Esaú, hijo de Isaac; cf. Dt 23,8). Los descendientes del hermano de Jacob se aliaron con los arameos en tiempos de la caída de Jerusalén y del comienzo del exilio en Babilonia (el «día de Jerusalén», en 586 a.C.). Pueblo hermano de los judíos, los edomitas prestaron su apoyo y colaboración en la destrucción de la capital del pueblo de Dios: “¡Arrasad la ciudad, arrasadla hasta los cimientos!”. En esta expresión, Jerusalén es presentada como esposa del Señor y madre de todo el pueblo (compárese con Sal 87), y como la ciudad-capital política de Israel. La expresión «arrasad la ciudad» también puede traducirse de la siguiente manera: «Arrancadle su ropa», dejándola desnuda. Desnuda en cuanto esposa, desnuda hasta los cimientos como ciudad. Esto fue lo que desearon los edomitas para Jerusalén, prestando su ayuda como aliados de los opresores arameos. De ahí la vehemente oposición de algunos profetas, especialmente, de Abdías.
En vez de cantar un cántico de Sión en tierra extranjera, los deportados entonan maldiciones contra Babilonia, la capital del imperialismo opresor. La ironía y el sarcasmo son fuertes, pues se proclama dichosos a los que consigan devolverle el mal que Babilonia ha infligido a los judíos; y dichosos, también, a los que aplasten a los hijos de los babilonios contra las rocas. Esta imagen resulta chocante, pero se limita a recordar las tácticas de guerra empleadas en aquel tiempo (compárese con Os 10,14; 14,1; Nah 3,10; Lc 19,44). Tenemos dos bienaventuranzas «al revés». Se proclama dichosos a los que arrasen Babilonia, cortando de raíz lo que alimenta su proceso vital (matar a los niños). Históricamente, esto es algo que tuvo lugar en el 538, cuando los persas destruyeron el imperio babilónico.
Este salmo es el clamor de los exiliados. Nació para mantener viva la fe en el Dios de la tierra, de la ciudad, del pueblo. Durante el exilio, existían al menos tres grupos de judíos: los acomodados (la elite, que vivía en perfecta armonía con los opresores), los desanimados y los disconformes. Este salmo surgió entre estos últimos y para ellos. El conflicto es tan evidente como una fractura abierta. Es un salmo de resistencia contra el imperialismo, contra la explotación del hombre por el hombre, contra el desprecio o depravación de la cultura, la religión y el folclore de otros grupos o pueblos.
A primera vista, puede sonar extraño que los deportados tengan el atrevimiento de dirigirse así a Dios. Pero este salmo recupera características importantes del Señor, del Dios aliado que desea que su pueblo sea libre para que, en libertad y libremente, manifieste su propia fe. En el Éxodo tenemos esta misma insistencia: los israelitas sólo pueden celebrar una fiesta para el Señor en el desierto, en libertad (Ex 5, lb), El Dios del salmo 136 es ese mismo Señor, amante de la libertad. Sin ella, no puede haber una auténtica religión, una verdadera fe. El de este salmo, es el Dios vinculado a una tierra, a un pueblo, a una ciudad. Cuando el pueblo tiene todo esto, entonces descubre al verdadero Dios. A través de la resistente fe de los deportados, se ve que el Señor está en contra de los imperialismos, de la explotación de mano de obra humana y del desprecio de la religión, de la cultura y de las tradiciones de los demás.
Jesús amó la ciudad de Jerusalén, pero ella rechazó su mensaje de paz (puede verse lo que hemos dicho en este apartado a propósito de los demás cánticos de Sión). El escuchó el clamor de todos, individuos o grupos, liberándolos de toda forma de esclavitud u opresión. Con su muerte venció al mundo (Jn 16,33), haciendo de la humanidad un solo pueblo de hermanos (Jn 10,16).
Este salmo hay que rezarlo en comunidad, a partir de los clamores de personas y grupos que padecen cualquier tipo de opresión o esclavitud (en el trabajo, en el cuerpo, etc.), a partir de los emigrantes, de los que no tienen tierra; también a partir de las minorías étnicas cuyo credo no se respeta, ni tampoco su cultura o sus tradiciones; podemos rezarlo cuando soñamos con un mundo fraterno, sin explotación, sin dominios injustos, en el que exista una fuerte solidaridad entre los pueblos...
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 8,1-4
Con el capítulo 8 se abre una nueva sección dedicada a los dieciocho milagros, entendidos como «evangelio en acto»: contraprueba de la verdad de la Palabra divina dispensada por Cristo y signos anticipadores del Reino. La lectura de hoy nos presenta el primero de los tres milagros, que tienen como marco la primera salida de Cristo en misión (Cafarnaún y alrededores), realizados en beneficio de personas golpeadas por la desgracia y en abierta violación de las normas de precaución y de defensa previstas por la ley: Jesús toca al leproso, está dispuesto a entrar en la casa de un pagano, coge la mano de una mujer enferma. Como se intuye de inmediato, se trata de tres categorías «marginales» o, mejor aún, marginadas en la sociedad judía de aquel tiempo.
El leproso le pide a Jesús que lo «purifique» (así dice el texto original al pie de la letra), consciente de que su enfermedad es considerada como fruto del pecado y expresión de impureza legal. Por eso Jesús, que ha venido a cumplir la ley, envía al leproso al sacerdote, para que verifique la curación que ha tenido lugar. El gesto, absolutamente tradicional (cf. 1 Re 19,18), que realiza el leproso con el Señor indica, al mismo tiempo, postración ante la divinidad y beso de su imagen. Lo volvemos a encontrar en otras ocasiones en el evangelio de Mateo (2,2.8; 9,18; 14,33; 15,25; 20,20; 28,9.17).
Jesús acompaña su enseñanza con la acción. Es preciso cumplir la ley —de ahí la orden dada al leproso de presentarse a los sacerdotes—, pero la gracia supera a la ley. Por eso Cristo no duda en extender la mano y transmitir al enfermo la energía recreadora. El leproso representa a todo el género humano afectado por el morbo del pecado y, junto con el centurión y la suegra de Pedro (de los que habla el evangelio de mañana), constituye una trilogía representativa de los estrados sociales considerados al margen de mundo judío: los enfermos incurables, los paganos y las mujeres.
El primer acto del leproso es la postración ante el Taumaturgo. Se trata de la misma actitud que realizaba un adepto ante la imagen de la divinidad, inclinándose con veneración y besándola (que es el significado literal del término griego «postrarse»). En segundo lugar, realiza, no de modo diferente a como hará el centurión, un acto de fe. Un acto en el que encontramos una absoluta confianza en la acción del «Señor» (ese es, precisamente, el título que le dirige) y una disposición de ánimo para recibir la intervención sanadora que favorece al máximo su eficacia.
Me identifico con el leproso: ¿cuál es la «lepra» que me afecta? ¿Cuáles son las llagas crónicas que me privan del estado de salud en el que fui creado (cf. Sab 1,14)? Noto el toque taumatúrgico del Señor, toque que alcanza su cima cuando recibo la eucaristía, “el medicamento de la inmortalidad”.
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 8,1-4, para nuestros Mayores. “Si quieres, puedes limpiarme”.
Pasó curando a los oprimidos. Mateo, después de haber presentado a Jesús como Maestro, por quien Dios nos comunica su última palabra (Hb 1,1-2) y promulga las condiciones de la nueva Alianza, lo presenta como curador. Después de haber presentado al Mesías de la palabra, nos presenta al Mesías de los hechos, completando de este modo la imagen de Jesús, “profeta poderoso en obras y palabras” (Lc 24,19).
Se inicia hoy la sección de los milagros en una serie narrativa de diez, agrupados por tríadas; cada uno de estos grupos concluye con un interludio que ilustra el sentido del conjunto. Pero es preciso entender bien la finalidad que persiguen estas narraciones. Generalmente se han interpretado como pruebas del poder de Jesús y, en última instancia, de su divinidad.
Los evangelistas piensan de manera muy distinta. Presentan estas narraciones como predicación y anuncio del Evangelio. Están siempre en estrecha relación con su palabra y tienen la misma finalidad: descubrir el sentido y contenido de la actividad de Jesús. Él prohíbe al leproso curado “decírselo a nadie”. Al curar a los enfermos, Jesús pone de manifiesto la voluntad del Padre de rehabilitar al hombre para que alcance la liberación integral y una vida plena.
Las tres primeras curaciones son interpretadas a la luz de los poemas del Siervo (Is 53,2ss) tomando sobre sí nuestras debilidades y apartando de nosotros la enfermedad. Porque cargó con nuestras debilidades, el Padre lo exaltó (Flp 2,9). No hay que olvidar que las narraciones han sido escritas después de la resurrección de Jesús y bajo su influjo; por eso, son signo escatológico que anuncia la plenitud del Reino, en el que ya no habrá llanto, ni luto, ni dolor (Ap 21,4).
Liberación integral. Jesús realiza curaciones transgrediendo leyes, porque para él lo importante es la persona y su liberación total. La afirmación tan sencilla: “se le acercó un leproso”, está cargada de intencionalidad. El leproso era una persona legalmente impura; no podía vivir en las ciudades (Lv 13,45-46); no podía acercarse a los sanos. La lepra se consideraba un castigo de Dios a consecuencia de algún pecado oculto. El leproso que, sin duda, había oído hablar del espíritu compasivo de Jesús, quebranta las prescripciones legales y se postra a sus pies. Pero Jesús se atreve a algo más severamente prohibido: “le tocó”. Transgredió la ley porque, como el sábado, ha de estar al servicio del hombre (Mc 2,27). Con las curaciones Jesús proclama que el Padre no quiere los sufrimientos de sus hijos y que, como creían los judíos, no es que Él los mande como castigo; sería absurdo que el Hijo levantara el castigo impuesto por el Padre. Son consecuencia lógica de la vulnerabilidad del ser humano.
Dios quiere la salud integral de todos sus hijos, la salud física y psíquica. Los milagros son una victoria parcial sobre la muerte, ya que la enfermedad es una forma de muerte; los milagros anuncian que, más allá de la existencia terrena, esto será realidad. Ordinariamente han sido presentados como pruebas del poder de Jesús y, en última instancia, de su divinidad; pero en todo caso, más que pruebas de su poder son presentados como pruebas de su bondad compasiva. Las curaciones habían sido anunciadas por los profetas y eran esperadas como un signo de los tiempos mesiánicos (Is 35,5-7; Mt 11,5). Por eso cuando el Bautista envía emisarios para escuchar la confesión de Jesús sobre su propia identidad, él contesta: “Id y decidle a Juan: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpios…”
“Si quieres, puedes limpiarme”. En el mensaje del relato hay que tener en cuanta nuestra actitud como leprosos espirituales y nuestra condición de samaritanos, llamados a prolongar la acción curativa del Señor. En el primer aspecto hay que resaltar la fe incondicional del leproso. Postrado, ora: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Una vez más, Jesús pone de manifiesto que la fe es indispensable para que tengan lugar los milagros, su acción salvadora. Jesús no realizó milagros para suscitar la fe en los beneficiarios y en los testigos; más que origen de la fe eran fruto de ella, como se pone de manifiesto en esta curación. Era la fe de los que suplicaban y confiaban en el poder de un hombre de Dios la que suscitaba la intervención extraordinaria de la energía divina que poseía, aunque también es cierto que el milagro venía a acrecentar la fe inicial, como señala Juan en las bodas de Caná (Jn 2,11).
Entre sus paisanos de Nazaret no pudo hacer ningún milagro por su falta de fe (Mc 6,5); Pedro empieza a hundirse en el mar cuando le falla la fe (Mt 14,30); los discípulos no consiguen curar al epiléptico por falta de fe (Mt 17,19ss). Jesús repite a los curados: “Tu fe te ha salvado”. La fe que requería era al menos inicial en su persona como Mesías enviado por Dios; en definitiva, fe en el poder salvador de Dios, como la del padre del epiléptico (Mt 9,24).
Nuestro problema es el de los discípulos: no podían ser curados de su lepra espiritual ni podían curar al epiléptico porque no tenían fe ni como un grano de mostaza” (Mt 17,19-20). Testimonia H. Nouwen: “No desesperes pensando que no puedes cambiarte a ti mismo después de tantos años. Ponte como eres en la presencia de Jesús y pídele que te conceda un corazón libre de miedo, donde él pueda estar contigo. Tú no puedes hacerte distinto. Jesús ha venido a darte un corazón nuevo, un espíritu nuevo, una nueva mente. Deja que él te transforme con su amor y te haga así capaz de recibir su afecto en la totalidad de tu ser”.
No estamos llamados a realizar milagros como Jesús, pero sí nos es dado ayudar a la recuperación natural de los enfermos, aliviar el dolor y hacer más llevadero su sufrimiento. Hay que reconocer que hoy mismo hay muchos samaritanos. Muchos que se acercan a tocar a los “intocables” como hizo Jesús con los leprosos. Hay que reconocer que en muchas de nuestras ciudades los pobres y vagabundos sólo encuentran brazos abiertos y lugares de acogida en los centros de la Iglesia: Cáritas, comedores y refugios abiertos por religiosos... A pesar de las infidelidades sin cuento a lo largo de los siglos, las comunidades cristianas han ido por delante acogiendo fraternalmente a los nuevos leprosos de la sociedad. ¿Qué oportunidades de colaboración tengo a mi alcance?
Comentario del Santo Evangelio: Mt 8, 1-4, de Joven para Joven. Curación de un leproso.
Hasta este momento, sobre todo en el primer gran discurso o sermón de la montaña, nos ha presentado Mateo al Mesías de la palabra; ahora comienza un segundo cuadro (cap 8—9), que nos presenta al Mesías de los hechos, el médico-taumaturgo que actúa ante la necesidad humana. Y al comenzar a presentar este cuadro conviene puntualizar la finalidad concreta que persiguen estas narraciones de milagros. Ordinariamente han sido presentados como pruebas del poder de Jesús y, en última instancia, de su divinidad. Los evangelistas piensan de manera muy distinta. Nunca nos presentan estas narraciones de milagros como pruebas, sino como predicación, como anuncio del evangelio. Están siempre en estrecha relación con su palabra y tienen la misma finalidad: descubrir el sentido y contenido de su actividad.
En todas las religiones se encuentran relatos milagrosos. Para enfocar la historicidad de los milagros evangélicos, un punto de vital importancia es la verosimilitud interna de los acontecimientos narrados. La sobriedad de las narraciones y la finalidad de las mismas —que nunca pretenden glorificar las hazañas extraordinarias de un héroe, que en este caso se llamaría Jesús de Nazaret— junto a la verosimilitud interna de lo narrado y la relación estrecha con la palabra-enseñanza de Jesús son puntos esenciales a tener en cuenta en el terreno de la historicidad. Son rasgos que los distinguen radicalmente de los relatos milagrosos que encontramos tanto en el mundo judío como en el helenista.
Mateo nos ha presentado quién es Jesús a través de su palabra (cap. 5—7); ahora nos ofrece la imagen desde sus hechos. El Vaticano II nos ha dicho que la revelación se manifiesta con hechos y palabras estrechamente unidos entre sí. Exactamente esto es lo que ahora hace Mateo. La palabra de Jesús se completa y fortalece en sus hechos y los hechos garantizan el valor de su palabra. Palabras y hechos que mutuamente se exp1ian e implican.
El paralítico se dirige a Jesús llamándolo «Señor» y se postra ante él. Es una confesión de fe. No perdamos de vista que la escena ha sido puesta por escrito después de la resurrección y desde la luz que el hecho pascual proyectó sobre todo lo ocurrido en la vida de Jesús. Jesús es el Señor. Fue la primera fórmula de fe cristiana. Ante la presencia del Señor la actitud correcta del hombre es la de la adoración. Es como el primer rasgo o primera enseñanza que nos transmite este relato.
Ante la petición del paralítico, «si quieres», responde Jesús «quiero». De nuevo estamos ante la dimensión teológica del relato. El «yo» enfático de Cristo, con autoridad en sí mismo, sin necesidad de apoyarse ni siquiera en la Escritura —como hacían los doctores judíos de su tiempo— habla de su dignidad. Este «yo» enfático puede compararse con el «pero yo os digo...» de las antítesis del cap. 5 (ver el comentario a 5, 17-37).
Jesús no puede ser entendido a no ser en el conjunto de la revelación, teniendo en cuenta la preparación que suponen la ley y los profetas. Sólo desde este contexto general aparece como la plenitud de la revelación. Sólo así se comprenderá su actitud frente a la ley, que no vino a abolir sino a completar (ver el comentario a 5, 17-37). Su actitud frente a la ley se pone de relieve: «Muéstrate al sacerdote..., y ofrece el don que mandó Moisés». Quien actúa de esta forma está cumpliendo la ley. Frente a sus acusadores, escribas y sacerdotes —que le negaban la fe porque «no cumplía la ley»— esta escena era un testimonio claro de lo calumnioso de su acusación.
Elevación Espiritual para este día.
Algo de esto, sin duda, quiso dar a entender el evangelista al decir que le seguían grandes muchedumbres. Es decir, no de magistrados y escribas, sino de gentes que se hallaban libres de malicia y tenían alma insobornable. Por todo el evangelio veréis que éstos son los que se adhieren al Señor. Cuando hablaba, éstos le oían en silencio, sin ponerle objeciones, sin cortarle el hilo de su razonamiento, sin ponerle a prueba, sin buscar asidero en sus palabras, como hacían los fariseos. Ellos son ahora los que, después del discurso sobre el monte, le siguen llenos de admiración.
Mas tú considera, te ruego, la prudencia del Señor y cómo sabe variar para utilidad de sus oyentes, pasando de los milagros a los discursos y de éstos nuevamente a los milagros. Porque fue así que, antes de subir al monte, había curado a muchos, como abriendo camino a sus palabras, y ahora, después de todo aquel largo razonamiento, otra vez vuelve a los milagros, confirmando los dichos con los hechos. Enseñaba él como quien tiene autoridad.
Pues bien, porque nadie pudiera pensar que aquel modo de enseñanza era pura altanería y arrogancia, eso mismo hacía en sus obras, curando como quien tiene autoridad. Así, ya no tenían derecho a escandalizarse de oírle enseñar con autoridad, pues con autoridad también obraba los milagros (Juan Crisóstomo, Comentario libre de miedo, donde él pueda estar contigo. Tú no puedes
al evangelio de Mateo.
Reflexión Espiritual para el día.
Estás buscando el modo de encontrar a Jesús. Intentas encontrarlo no sólo en tu mente, sino también en tu cuerpo. Buscas su afecto y sabes que este afecto implica tanto su cuerpo como el tuyo. El se ha convertido en carne para ti, a fin de que puedas encontrarlo en la carne y recibir su amor en la misma.
Sin embargo, queda algo en ti que impide este encuentro.
Queda aún mucha vergüenza y mucha culpa incrustadas en tu cuerpo, y bloquean la presencia de Jesús. No te sientes plenamente a gusto en tu cuerpo; lo consideras como si no fuera un lugar suficientemente bueno, suficientemente bello o suficientemente puro para encontrar a Jesús.
Cuando mires con atención tu vida, fíate cómo ha sido afligida por el miedo, un miedo en especial a las personas con autoridad: tus padres, tus profesores, tus obispos, tus guías espirituales, incluso tus ami9os. Nunca te has sentido igual a ellos y has seguido infravalorándote frente a ellos. Durante la mayor parte de tu vida te has sentido como si tuvieras necesidad de su permiso para ser tú mismo. No conseguirás encontrar a Jesús en tu cuerpo mientras éste siga estando lleno de dudas y de miedos. Jesús ha venido a liberarte de estos vínculos y a crear en ti un espacio en el que puedas estar con él. Quiere que vivas la libertad de los hijos de Dios.
No desesperes pensando que no puedes cambiarte a ti mismo después de tantos años. Entra simplemente tal como eres en la presencia de Jesús y pídele que te conceda un corazón libre de miedo donde él pueda estar contigo. Tú no puedes hacerte distinto. Jesús ha venido a darte un corazón nuevo, un espíritu nuevo una mente y un nuevo cuerpo. Deja que él transforme con su amor y te haga así capaz de recibir su afecto en la totalidad de tu ser.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 2R 25, 1-12. Destrucción de Jerusalén y destierro de Babilonia,
Primero el del norte (722), ahora el del sur (587), ambos reinos desaparecieron, y con la desaparición de la monarquía el pueblo elegido perdió definitivamente su vida como Estado independiente, si se exceptúa el breve paréntesis de los asmoneos. A la dominación babilónica sucedió la persa, a ésta la griega y a ésta la romana.
La destrucción de Jerusalén supuso una dura prueba para el pueblo elegido. Se vinieron abajo la dinastía davídica y el templo, juntamente con las instituciones políticas y religiosas, sobre las que se apoyaba la vida del pueblo. Es el final de una etapa, y los signos de los tiempos apuntan hacia otra nueva. Pero entre ambas están los años del destierro, que lleva anejos dolores y sufrimientos, propios de todo período de gestación.
Las personalidades encargadas de protagonizar la transición son tres profetas: Jeremías, Ezequiel y el Segundo Isaías. En los tres, la palabra más característica es el adjetivo «nuevo»: nueva alianza, nuevo éxodo, nuevo Moisés, nueva tierra, nuevo templo, etc. De los tres, el más importante es probablemente Jeremías. De natural tierno y sentimental, Jeremías se vio obligado, sin embargo, a profetizar la destrucción de la ciudad santa y de su pueblo, a quienes él tanto amaba. Pero, al tiempo que predicaba la destrucción, el profeta de Anatot con su persona, su vida y su existencia iba alumbrando una era nueva. Caso único en el Antiguo. Testamento. Jeremías permaneció consciente y deliberadamente célibe (Jer 16). Debido a su discurso contra el templo (Ter 7; 26), a Jeremías se le prohibió la entrada en el santuario, Debido al tono de sus predicaciones, casi siempre de carácter conminatorio, Jeremías se vio abandonado, incluso de sus propios vecinos de Anatot, que llegaron hasta planear la manera de deshacerse de él (Jer 18, 18-23). Todas estas circunstancias crearon en torno a Jeremías un clima de soledad, que resultó providencial en orden a ir ensayando un tipo de religión interior, muy necesario en este momento en el que las instituciones y los apoyos externos se venían abajo.
Jeremías es el primero que empieza a hablar de una alianza no escrita en tablas de piedra, sino en el interior del corazón. Con su propia vida y existencia, convertidas en mensaje, Jeremías ha sido una de las piedras claves que forman el arco de transición entre la antigua y la nueva etapa. Cronológicamente hablando, Jeremías es anterior al destierro, pero su vida religiosa pertenece ya al tiempo de exilio.
Al profeta Jeremías se le asocia Ezequiel en la predicción de la ruina de Jerusalén, mientras que el Segundo Isaías acompañó a los exiliados para infundirles valor en la prueba. Estos tres grandes profetas anuncian un nuevo éxodo para el “resto de Israel”, una nueva alianza y un nuevo templo, reavivando la esperanza mesiánica.
Es un hecho que, tras el hundimiento del reino del Norte (722) y la derrota del reino del Sur (587), la nación israelita perdió, definitivamente, su propia independencia, pasando, de manera sucesiva, bajo la dominación babilónica, persa, griega y, por último, romana.
Comentario del Salmo 136
Es un salmo de súplica colectiva. Un grupo («... nos sentamos y lloramos...») clama al Señor en medio de una difícil situación.
Tiene tres partes: 1-3; 4-6; 7-9. En la primera (1-3), el grupo cuenta su amarga experiencia en el destierro. Se mencionan los «canales de Babilonia». Este grupo se encuentra exiliado en los campos que irrigan los canales de agua de los ríos Tigris y Eufrates (cf. Ez 3,15). Probablemente los desterrados trabajan como esclavos. La situación se agrava con la nostalgia de Sión (Jerusalén), que provoca el llanto. En las orillas de estos canales crecían los sauces y, en ellos, los exiliados habían colgado sus arpas, instrumentos musicales que acompañaban los cánticos y las fiestas de los judíos. Un pueblo esclavo no tiene razones para festejar. Por eso se niegan a tocar las arpas. La situación es todavía más grave, porque los opresores les exigían que entonaran cánticos de Sión para divertirlos. ¿Por qué les pedían esto? Tal vez por curiosidad, con objeto de conocer algo del folclore judío. O, quién sabe, puede también que fuera para torturar psicológicamente a los deportados (cf Sal 79,10), pues los cánticos de los judíos («cánticos de Sión») celebran sobre todo el recuerdo de las acciones liberadoras del Señor, que habita en Sión (Sal 76; 84 y otros).
En la segunda parte (4-6), el grupo se niega a cantar, indicando las razones que le mueven a ello. El «cantar de Sión» se convierte ahora en un «cántico del Señor», el Dios liberador de los israelitas, ligado a una tierra y a una causa. Resulta imposible cantar un «cántico del Señor» en tierra extranjera, pues la tierra de Israel, don de Dios y conquista del pueblo, es un instrumento imprescindible de esta «orquesta». Son varios los salmos que nos lo recuerdan. Cuando Israel canta, la tierra participa de la sinfonía que celebra las maravillas de Dios, dador de una tierra para su pueblo. El grupo prefiere la mutilación a olvidarse de Jerusalén, si no la convierte en la principal razón de su alegría. La mano derecha pulsaba las cuerdas del arpa, y la lengua proclamaba las maravillas del Señor, aquel que habita en Jerusalén (Sal 135,21). En lugar de cantar un cántico de Sión y del Señor en tierra de opresión, el grupo profesa su fidelidad in condicional a la ciudad de Jerusalén. Es preferible estar mutilado a olvidarse de ella. Los opresores no podrán darse el gusto de escuchar un cantar de Sión, pero Jerusalén seguirá estando siempre presente en la nostalgia que de ella sienten los deportados. La capital del pueblo seguirá siendo siempre la «cumbre de su alegría», incluso aunque el pueblo se encuentre en el exilio, lejos de ella. ¡Es una tenaz resistencia!
En la tercera parte, tenemos la súplica que se presenta a Dios. Está dirigida contra los hijos de Edón (Edón es otro nombre con el que se conoce a Esaú, hijo de Isaac; cf. Dt 23,8). Los descendientes del hermano de Jacob se aliaron con los arameos en tiempos de la caída de Jerusalén y del comienzo del exilio en Babilonia (el «día de Jerusalén», en 586 a.C.). Pueblo hermano de los judíos, los edomitas prestaron su apoyo y colaboración en la destrucción de la capital del pueblo de Dios: “¡Arrasad la ciudad, arrasadla hasta los cimientos!”. En esta expresión, Jerusalén es presentada como esposa del Señor y madre de todo el pueblo (compárese con Sal 87), y como la ciudad-capital política de Israel. La expresión «arrasad la ciudad» también puede traducirse de la siguiente manera: «Arrancadle su ropa», dejándola desnuda. Desnuda en cuanto esposa, desnuda hasta los cimientos como ciudad. Esto fue lo que desearon los edomitas para Jerusalén, prestando su ayuda como aliados de los opresores arameos. De ahí la vehemente oposición de algunos profetas, especialmente, de Abdías.
En vez de cantar un cántico de Sión en tierra extranjera, los deportados entonan maldiciones contra Babilonia, la capital del imperialismo opresor. La ironía y el sarcasmo son fuertes, pues se proclama dichosos a los que consigan devolverle el mal que Babilonia ha infligido a los judíos; y dichosos, también, a los que aplasten a los hijos de los babilonios contra las rocas. Esta imagen resulta chocante, pero se limita a recordar las tácticas de guerra empleadas en aquel tiempo (compárese con Os 10,14; 14,1; Nah 3,10; Lc 19,44). Tenemos dos bienaventuranzas «al revés». Se proclama dichosos a los que arrasen Babilonia, cortando de raíz lo que alimenta su proceso vital (matar a los niños). Históricamente, esto es algo que tuvo lugar en el 538, cuando los persas destruyeron el imperio babilónico.
Este salmo es el clamor de los exiliados. Nació para mantener viva la fe en el Dios de la tierra, de la ciudad, del pueblo. Durante el exilio, existían al menos tres grupos de judíos: los acomodados (la elite, que vivía en perfecta armonía con los opresores), los desanimados y los disconformes. Este salmo surgió entre estos últimos y para ellos. El conflicto es tan evidente como una fractura abierta. Es un salmo de resistencia contra el imperialismo, contra la explotación del hombre por el hombre, contra el desprecio o depravación de la cultura, la religión y el folclore de otros grupos o pueblos.
A primera vista, puede sonar extraño que los deportados tengan el atrevimiento de dirigirse así a Dios. Pero este salmo recupera características importantes del Señor, del Dios aliado que desea que su pueblo sea libre para que, en libertad y libremente, manifieste su propia fe. En el Éxodo tenemos esta misma insistencia: los israelitas sólo pueden celebrar una fiesta para el Señor en el desierto, en libertad (Ex 5, lb), El Dios del salmo 136 es ese mismo Señor, amante de la libertad. Sin ella, no puede haber una auténtica religión, una verdadera fe. El de este salmo, es el Dios vinculado a una tierra, a un pueblo, a una ciudad. Cuando el pueblo tiene todo esto, entonces descubre al verdadero Dios. A través de la resistente fe de los deportados, se ve que el Señor está en contra de los imperialismos, de la explotación de mano de obra humana y del desprecio de la religión, de la cultura y de las tradiciones de los demás.
Jesús amó la ciudad de Jerusalén, pero ella rechazó su mensaje de paz (puede verse lo que hemos dicho en este apartado a propósito de los demás cánticos de Sión). El escuchó el clamor de todos, individuos o grupos, liberándolos de toda forma de esclavitud u opresión. Con su muerte venció al mundo (Jn 16,33), haciendo de la humanidad un solo pueblo de hermanos (Jn 10,16).
Este salmo hay que rezarlo en comunidad, a partir de los clamores de personas y grupos que padecen cualquier tipo de opresión o esclavitud (en el trabajo, en el cuerpo, etc.), a partir de los emigrantes, de los que no tienen tierra; también a partir de las minorías étnicas cuyo credo no se respeta, ni tampoco su cultura o sus tradiciones; podemos rezarlo cuando soñamos con un mundo fraterno, sin explotación, sin dominios injustos, en el que exista una fuerte solidaridad entre los pueblos...
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 8,1-4
Con el capítulo 8 se abre una nueva sección dedicada a los dieciocho milagros, entendidos como «evangelio en acto»: contraprueba de la verdad de la Palabra divina dispensada por Cristo y signos anticipadores del Reino. La lectura de hoy nos presenta el primero de los tres milagros, que tienen como marco la primera salida de Cristo en misión (Cafarnaún y alrededores), realizados en beneficio de personas golpeadas por la desgracia y en abierta violación de las normas de precaución y de defensa previstas por la ley: Jesús toca al leproso, está dispuesto a entrar en la casa de un pagano, coge la mano de una mujer enferma. Como se intuye de inmediato, se trata de tres categorías «marginales» o, mejor aún, marginadas en la sociedad judía de aquel tiempo.
El leproso le pide a Jesús que lo «purifique» (así dice el texto original al pie de la letra), consciente de que su enfermedad es considerada como fruto del pecado y expresión de impureza legal. Por eso Jesús, que ha venido a cumplir la ley, envía al leproso al sacerdote, para que verifique la curación que ha tenido lugar. El gesto, absolutamente tradicional (cf. 1 Re 19,18), que realiza el leproso con el Señor indica, al mismo tiempo, postración ante la divinidad y beso de su imagen. Lo volvemos a encontrar en otras ocasiones en el evangelio de Mateo (2,2.8; 9,18; 14,33; 15,25; 20,20; 28,9.17).
Jesús acompaña su enseñanza con la acción. Es preciso cumplir la ley —de ahí la orden dada al leproso de presentarse a los sacerdotes—, pero la gracia supera a la ley. Por eso Cristo no duda en extender la mano y transmitir al enfermo la energía recreadora. El leproso representa a todo el género humano afectado por el morbo del pecado y, junto con el centurión y la suegra de Pedro (de los que habla el evangelio de mañana), constituye una trilogía representativa de los estrados sociales considerados al margen de mundo judío: los enfermos incurables, los paganos y las mujeres.
El primer acto del leproso es la postración ante el Taumaturgo. Se trata de la misma actitud que realizaba un adepto ante la imagen de la divinidad, inclinándose con veneración y besándola (que es el significado literal del término griego «postrarse»). En segundo lugar, realiza, no de modo diferente a como hará el centurión, un acto de fe. Un acto en el que encontramos una absoluta confianza en la acción del «Señor» (ese es, precisamente, el título que le dirige) y una disposición de ánimo para recibir la intervención sanadora que favorece al máximo su eficacia.
Me identifico con el leproso: ¿cuál es la «lepra» que me afecta? ¿Cuáles son las llagas crónicas que me privan del estado de salud en el que fui creado (cf. Sab 1,14)? Noto el toque taumatúrgico del Señor, toque que alcanza su cima cuando recibo la eucaristía, “el medicamento de la inmortalidad”.
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 8,1-4, para nuestros Mayores. “Si quieres, puedes limpiarme”.
Pasó curando a los oprimidos. Mateo, después de haber presentado a Jesús como Maestro, por quien Dios nos comunica su última palabra (Hb 1,1-2) y promulga las condiciones de la nueva Alianza, lo presenta como curador. Después de haber presentado al Mesías de la palabra, nos presenta al Mesías de los hechos, completando de este modo la imagen de Jesús, “profeta poderoso en obras y palabras” (Lc 24,19).
Se inicia hoy la sección de los milagros en una serie narrativa de diez, agrupados por tríadas; cada uno de estos grupos concluye con un interludio que ilustra el sentido del conjunto. Pero es preciso entender bien la finalidad que persiguen estas narraciones. Generalmente se han interpretado como pruebas del poder de Jesús y, en última instancia, de su divinidad.
Los evangelistas piensan de manera muy distinta. Presentan estas narraciones como predicación y anuncio del Evangelio. Están siempre en estrecha relación con su palabra y tienen la misma finalidad: descubrir el sentido y contenido de la actividad de Jesús. Él prohíbe al leproso curado “decírselo a nadie”. Al curar a los enfermos, Jesús pone de manifiesto la voluntad del Padre de rehabilitar al hombre para que alcance la liberación integral y una vida plena.
Las tres primeras curaciones son interpretadas a la luz de los poemas del Siervo (Is 53,2ss) tomando sobre sí nuestras debilidades y apartando de nosotros la enfermedad. Porque cargó con nuestras debilidades, el Padre lo exaltó (Flp 2,9). No hay que olvidar que las narraciones han sido escritas después de la resurrección de Jesús y bajo su influjo; por eso, son signo escatológico que anuncia la plenitud del Reino, en el que ya no habrá llanto, ni luto, ni dolor (Ap 21,4).
Liberación integral. Jesús realiza curaciones transgrediendo leyes, porque para él lo importante es la persona y su liberación total. La afirmación tan sencilla: “se le acercó un leproso”, está cargada de intencionalidad. El leproso era una persona legalmente impura; no podía vivir en las ciudades (Lv 13,45-46); no podía acercarse a los sanos. La lepra se consideraba un castigo de Dios a consecuencia de algún pecado oculto. El leproso que, sin duda, había oído hablar del espíritu compasivo de Jesús, quebranta las prescripciones legales y se postra a sus pies. Pero Jesús se atreve a algo más severamente prohibido: “le tocó”. Transgredió la ley porque, como el sábado, ha de estar al servicio del hombre (Mc 2,27). Con las curaciones Jesús proclama que el Padre no quiere los sufrimientos de sus hijos y que, como creían los judíos, no es que Él los mande como castigo; sería absurdo que el Hijo levantara el castigo impuesto por el Padre. Son consecuencia lógica de la vulnerabilidad del ser humano.
Dios quiere la salud integral de todos sus hijos, la salud física y psíquica. Los milagros son una victoria parcial sobre la muerte, ya que la enfermedad es una forma de muerte; los milagros anuncian que, más allá de la existencia terrena, esto será realidad. Ordinariamente han sido presentados como pruebas del poder de Jesús y, en última instancia, de su divinidad; pero en todo caso, más que pruebas de su poder son presentados como pruebas de su bondad compasiva. Las curaciones habían sido anunciadas por los profetas y eran esperadas como un signo de los tiempos mesiánicos (Is 35,5-7; Mt 11,5). Por eso cuando el Bautista envía emisarios para escuchar la confesión de Jesús sobre su propia identidad, él contesta: “Id y decidle a Juan: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpios…”
“Si quieres, puedes limpiarme”. En el mensaje del relato hay que tener en cuanta nuestra actitud como leprosos espirituales y nuestra condición de samaritanos, llamados a prolongar la acción curativa del Señor. En el primer aspecto hay que resaltar la fe incondicional del leproso. Postrado, ora: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Una vez más, Jesús pone de manifiesto que la fe es indispensable para que tengan lugar los milagros, su acción salvadora. Jesús no realizó milagros para suscitar la fe en los beneficiarios y en los testigos; más que origen de la fe eran fruto de ella, como se pone de manifiesto en esta curación. Era la fe de los que suplicaban y confiaban en el poder de un hombre de Dios la que suscitaba la intervención extraordinaria de la energía divina que poseía, aunque también es cierto que el milagro venía a acrecentar la fe inicial, como señala Juan en las bodas de Caná (Jn 2,11).
Entre sus paisanos de Nazaret no pudo hacer ningún milagro por su falta de fe (Mc 6,5); Pedro empieza a hundirse en el mar cuando le falla la fe (Mt 14,30); los discípulos no consiguen curar al epiléptico por falta de fe (Mt 17,19ss). Jesús repite a los curados: “Tu fe te ha salvado”. La fe que requería era al menos inicial en su persona como Mesías enviado por Dios; en definitiva, fe en el poder salvador de Dios, como la del padre del epiléptico (Mt 9,24).
Nuestro problema es el de los discípulos: no podían ser curados de su lepra espiritual ni podían curar al epiléptico porque no tenían fe ni como un grano de mostaza” (Mt 17,19-20). Testimonia H. Nouwen: “No desesperes pensando que no puedes cambiarte a ti mismo después de tantos años. Ponte como eres en la presencia de Jesús y pídele que te conceda un corazón libre de miedo, donde él pueda estar contigo. Tú no puedes hacerte distinto. Jesús ha venido a darte un corazón nuevo, un espíritu nuevo, una nueva mente. Deja que él te transforme con su amor y te haga así capaz de recibir su afecto en la totalidad de tu ser”.
No estamos llamados a realizar milagros como Jesús, pero sí nos es dado ayudar a la recuperación natural de los enfermos, aliviar el dolor y hacer más llevadero su sufrimiento. Hay que reconocer que hoy mismo hay muchos samaritanos. Muchos que se acercan a tocar a los “intocables” como hizo Jesús con los leprosos. Hay que reconocer que en muchas de nuestras ciudades los pobres y vagabundos sólo encuentran brazos abiertos y lugares de acogida en los centros de la Iglesia: Cáritas, comedores y refugios abiertos por religiosos... A pesar de las infidelidades sin cuento a lo largo de los siglos, las comunidades cristianas han ido por delante acogiendo fraternalmente a los nuevos leprosos de la sociedad. ¿Qué oportunidades de colaboración tengo a mi alcance?
Comentario del Santo Evangelio: Mt 8, 1-4, de Joven para Joven. Curación de un leproso.
Hasta este momento, sobre todo en el primer gran discurso o sermón de la montaña, nos ha presentado Mateo al Mesías de la palabra; ahora comienza un segundo cuadro (cap 8—9), que nos presenta al Mesías de los hechos, el médico-taumaturgo que actúa ante la necesidad humana. Y al comenzar a presentar este cuadro conviene puntualizar la finalidad concreta que persiguen estas narraciones de milagros. Ordinariamente han sido presentados como pruebas del poder de Jesús y, en última instancia, de su divinidad. Los evangelistas piensan de manera muy distinta. Nunca nos presentan estas narraciones de milagros como pruebas, sino como predicación, como anuncio del evangelio. Están siempre en estrecha relación con su palabra y tienen la misma finalidad: descubrir el sentido y contenido de su actividad.
En todas las religiones se encuentran relatos milagrosos. Para enfocar la historicidad de los milagros evangélicos, un punto de vital importancia es la verosimilitud interna de los acontecimientos narrados. La sobriedad de las narraciones y la finalidad de las mismas —que nunca pretenden glorificar las hazañas extraordinarias de un héroe, que en este caso se llamaría Jesús de Nazaret— junto a la verosimilitud interna de lo narrado y la relación estrecha con la palabra-enseñanza de Jesús son puntos esenciales a tener en cuenta en el terreno de la historicidad. Son rasgos que los distinguen radicalmente de los relatos milagrosos que encontramos tanto en el mundo judío como en el helenista.
Mateo nos ha presentado quién es Jesús a través de su palabra (cap. 5—7); ahora nos ofrece la imagen desde sus hechos. El Vaticano II nos ha dicho que la revelación se manifiesta con hechos y palabras estrechamente unidos entre sí. Exactamente esto es lo que ahora hace Mateo. La palabra de Jesús se completa y fortalece en sus hechos y los hechos garantizan el valor de su palabra. Palabras y hechos que mutuamente se exp1ian e implican.
El paralítico se dirige a Jesús llamándolo «Señor» y se postra ante él. Es una confesión de fe. No perdamos de vista que la escena ha sido puesta por escrito después de la resurrección y desde la luz que el hecho pascual proyectó sobre todo lo ocurrido en la vida de Jesús. Jesús es el Señor. Fue la primera fórmula de fe cristiana. Ante la presencia del Señor la actitud correcta del hombre es la de la adoración. Es como el primer rasgo o primera enseñanza que nos transmite este relato.
Ante la petición del paralítico, «si quieres», responde Jesús «quiero». De nuevo estamos ante la dimensión teológica del relato. El «yo» enfático de Cristo, con autoridad en sí mismo, sin necesidad de apoyarse ni siquiera en la Escritura —como hacían los doctores judíos de su tiempo— habla de su dignidad. Este «yo» enfático puede compararse con el «pero yo os digo...» de las antítesis del cap. 5 (ver el comentario a 5, 17-37).
Jesús no puede ser entendido a no ser en el conjunto de la revelación, teniendo en cuenta la preparación que suponen la ley y los profetas. Sólo desde este contexto general aparece como la plenitud de la revelación. Sólo así se comprenderá su actitud frente a la ley, que no vino a abolir sino a completar (ver el comentario a 5, 17-37). Su actitud frente a la ley se pone de relieve: «Muéstrate al sacerdote..., y ofrece el don que mandó Moisés». Quien actúa de esta forma está cumpliendo la ley. Frente a sus acusadores, escribas y sacerdotes —que le negaban la fe porque «no cumplía la ley»— esta escena era un testimonio claro de lo calumnioso de su acusación.
Elevación Espiritual para este día.
Algo de esto, sin duda, quiso dar a entender el evangelista al decir que le seguían grandes muchedumbres. Es decir, no de magistrados y escribas, sino de gentes que se hallaban libres de malicia y tenían alma insobornable. Por todo el evangelio veréis que éstos son los que se adhieren al Señor. Cuando hablaba, éstos le oían en silencio, sin ponerle objeciones, sin cortarle el hilo de su razonamiento, sin ponerle a prueba, sin buscar asidero en sus palabras, como hacían los fariseos. Ellos son ahora los que, después del discurso sobre el monte, le siguen llenos de admiración.
Mas tú considera, te ruego, la prudencia del Señor y cómo sabe variar para utilidad de sus oyentes, pasando de los milagros a los discursos y de éstos nuevamente a los milagros. Porque fue así que, antes de subir al monte, había curado a muchos, como abriendo camino a sus palabras, y ahora, después de todo aquel largo razonamiento, otra vez vuelve a los milagros, confirmando los dichos con los hechos. Enseñaba él como quien tiene autoridad.
Pues bien, porque nadie pudiera pensar que aquel modo de enseñanza era pura altanería y arrogancia, eso mismo hacía en sus obras, curando como quien tiene autoridad. Así, ya no tenían derecho a escandalizarse de oírle enseñar con autoridad, pues con autoridad también obraba los milagros (Juan Crisóstomo, Comentario libre de miedo, donde él pueda estar contigo. Tú no puedes
al evangelio de Mateo.
Reflexión Espiritual para el día.
Estás buscando el modo de encontrar a Jesús. Intentas encontrarlo no sólo en tu mente, sino también en tu cuerpo. Buscas su afecto y sabes que este afecto implica tanto su cuerpo como el tuyo. El se ha convertido en carne para ti, a fin de que puedas encontrarlo en la carne y recibir su amor en la misma.
Sin embargo, queda algo en ti que impide este encuentro.
Queda aún mucha vergüenza y mucha culpa incrustadas en tu cuerpo, y bloquean la presencia de Jesús. No te sientes plenamente a gusto en tu cuerpo; lo consideras como si no fuera un lugar suficientemente bueno, suficientemente bello o suficientemente puro para encontrar a Jesús.
Cuando mires con atención tu vida, fíate cómo ha sido afligida por el miedo, un miedo en especial a las personas con autoridad: tus padres, tus profesores, tus obispos, tus guías espirituales, incluso tus ami9os. Nunca te has sentido igual a ellos y has seguido infravalorándote frente a ellos. Durante la mayor parte de tu vida te has sentido como si tuvieras necesidad de su permiso para ser tú mismo. No conseguirás encontrar a Jesús en tu cuerpo mientras éste siga estando lleno de dudas y de miedos. Jesús ha venido a liberarte de estos vínculos y a crear en ti un espacio en el que puedas estar con él. Quiere que vivas la libertad de los hijos de Dios.
No desesperes pensando que no puedes cambiarte a ti mismo después de tantos años. Entra simplemente tal como eres en la presencia de Jesús y pídele que te conceda un corazón libre de miedo donde él pueda estar contigo. Tú no puedes hacerte distinto. Jesús ha venido a darte un corazón nuevo, un espíritu nuevo una mente y un nuevo cuerpo. Deja que él transforme con su amor y te haga así capaz de recibir su afecto en la totalidad de tu ser.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 2R 25, 1-12. Destrucción de Jerusalén y destierro de Babilonia,
Primero el del norte (722), ahora el del sur (587), ambos reinos desaparecieron, y con la desaparición de la monarquía el pueblo elegido perdió definitivamente su vida como Estado independiente, si se exceptúa el breve paréntesis de los asmoneos. A la dominación babilónica sucedió la persa, a ésta la griega y a ésta la romana.
La destrucción de Jerusalén supuso una dura prueba para el pueblo elegido. Se vinieron abajo la dinastía davídica y el templo, juntamente con las instituciones políticas y religiosas, sobre las que se apoyaba la vida del pueblo. Es el final de una etapa, y los signos de los tiempos apuntan hacia otra nueva. Pero entre ambas están los años del destierro, que lleva anejos dolores y sufrimientos, propios de todo período de gestación.
Las personalidades encargadas de protagonizar la transición son tres profetas: Jeremías, Ezequiel y el Segundo Isaías. En los tres, la palabra más característica es el adjetivo «nuevo»: nueva alianza, nuevo éxodo, nuevo Moisés, nueva tierra, nuevo templo, etc. De los tres, el más importante es probablemente Jeremías. De natural tierno y sentimental, Jeremías se vio obligado, sin embargo, a profetizar la destrucción de la ciudad santa y de su pueblo, a quienes él tanto amaba. Pero, al tiempo que predicaba la destrucción, el profeta de Anatot con su persona, su vida y su existencia iba alumbrando una era nueva. Caso único en el Antiguo. Testamento. Jeremías permaneció consciente y deliberadamente célibe (Jer 16). Debido a su discurso contra el templo (Ter 7; 26), a Jeremías se le prohibió la entrada en el santuario, Debido al tono de sus predicaciones, casi siempre de carácter conminatorio, Jeremías se vio abandonado, incluso de sus propios vecinos de Anatot, que llegaron hasta planear la manera de deshacerse de él (Jer 18, 18-23). Todas estas circunstancias crearon en torno a Jeremías un clima de soledad, que resultó providencial en orden a ir ensayando un tipo de religión interior, muy necesario en este momento en el que las instituciones y los apoyos externos se venían abajo.
Jeremías es el primero que empieza a hablar de una alianza no escrita en tablas de piedra, sino en el interior del corazón. Con su propia vida y existencia, convertidas en mensaje, Jeremías ha sido una de las piedras claves que forman el arco de transición entre la antigua y la nueva etapa. Cronológicamente hablando, Jeremías es anterior al destierro, pero su vida religiosa pertenece ya al tiempo de exilio.
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