26 de Junio 2010. MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. SÁBADO XII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (CIiclo C). Feria. o SANTA MARÍA EN SÁBADO, Memoria libre, o SAN PELAYO, mártir Memoria libre. 4ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. SS. José María Escribá de Balaguer. pb, Juan y Pablo mrs. José María Roble pb,mr.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Lm 2,2.10-14.18-19. Grita al Señor, laméntate, Sión.
Sal 73 R/.. No olvides sin remedio la vida de tus pobres.
Mt 8, 5-17. Vendrán mucho de oriente y de ocidente y se sentarán, con Abrahán, Isaac y Jacob.
En la primera lectura vemos la experiencia intensa del dolor y desolación (v.2,12 ), mujeres que lloran la muerte de los inocentes, el abandono y la profunda herida que vive el Pueblo; ya ninguna palabra ni promesa tiene sentido, han dejado de creer. El evangelio trae la Buena Noticia de Jesús porque sana las heridas y devuelve la fe. En el relato del soldado, lo más importante no es la curación del muchacho, sino la fe del centurión, que forma parte de los excluidos de las promesas de Dios, por ser pagano, soldado y romano, en un acto de humildad y valentía profesa la certeza de su fe, Jesús se sorprende y concede al soldado lo que pide, pero más aún lo alaba frente a todos. Con la suegra de Pedro sucede algo similar, después que Jesús la toca, se levanta y se pone a servir (v, 15), porque quien es tocado, conmovido por Jesús, no puede menos que levantarse, volver a tener confianza, y una vez de pie, sólo queda el servicio; la expresión máxima del amor al prójimo. Entonces, nunca perder la confianza en Dios por más difíciles que sean las circunstancias, y nunca perder la certeza de su presencia en nuestra vida.
PRIMERA LECTURA.
Lamentaciones 2, 2. 10-14. 18-19
Grita al Señor, laméntate, Sión
El Señor destruyó sin compasión todas las moradas de Jacob, con su indignación demolió las plazas fuertes de Judá; derribó por tierra, deshonrados, al rey y a los príncipes.
Los ancianos de Sión se sientan en el suelo silenciosos, se echan polvo en la cabeza y se visten de sayal; las doncellas de Jerusalén humillan hasta el suelo la cabeza.
Se consumen en lágrimas mis ojos, de amargura mis entrañas; se derrama por tierra mi hiel, por la ruina de la capital de mi pueblo; muchachos y niños de pecho desfallecen por las calles de la ciudad.
Preguntaban a sus madres: "¿Dónde hay pan y vino?", mientras desfallecían, como los heridos, por las calles de la ciudad, mientras expiraban en brazos de sus madres.
¿Quién se te iguala, quién se te asemeja, ciudad de Jerusalén? ¿A quién te compararé, para consolarte, Sión, la doncella? Inmensa como el mar es tu desgracia: ¿quién podrá curarte?
Tus profetas te ofrecían visiones falsas y engañosas; y no te denunciaban tus culpas para cambiar tu suerte, sino que te anunciaban visiones falsas y seductoras.
Grita con toda el alma al Señor, laméntate, Sión; derrama torrentes de lágrimas, de día y de noche; no te concedas reposo, no descansen tus ojos.
Levántate y grita de noche, al relevo de la guardia; derrama como agua tu corazón en presencia del Señor; levanta hacia él las manos por la vida de tus niños, desfallecidos de hambre en las encrucijadas.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 73
R/.No olvides sin remedio la vida de tus pobres.
¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados, / y está ardiendo tu cólera contra las ovejas de tu rebaño? / Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo, / de la tribu que rescataste para posesión tuya, / del monte Sión donde pusiste tu morada. R.
Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio; / el enemigo ha arrasado del todo el santuario. / Rugían los agresores en medio de tu asamblea, / levantaron sus propios estandartes. R.
En la entrada superior / abatieron a hachazos el entramado; / después, con martillos y mazas, / destrozaron todas las esculturas. / Prendieron fuego a tu santuario, / derribaron y profanaron la morada de tu nombre. R.
Piensa en tu alianza: que los rincones del país / están llenos de violencias. / Que el humilde no se marche defraudado, / que pobres y afligidos alaben tu nombre. R.
SANTO EVANGELIO.
Mateo 8, 5-17
Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob
En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaúm, un centurión se le acercó diciéndole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho". El le contestó: "Voy yo a curarlo". Pero el centurión le replicó: "Señor, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo? Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace".
Cuando Jesús lo oyó quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del Reino los echarán afuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Y al centurión le dijo: "Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído". Y en aquel momento se puso bueno el criado.
Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles. Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él con su palabra expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: "El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades".
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Lm 2,2.10-14.18-19. Grita al Señor, laméntate, Sión.
Sal 73 R/.. No olvides sin remedio la vida de tus pobres.
Mt 8, 5-17. Vendrán mucho de oriente y de ocidente y se sentarán, con Abrahán, Isaac y Jacob.
En la primera lectura vemos la experiencia intensa del dolor y desolación (v.2,12 ), mujeres que lloran la muerte de los inocentes, el abandono y la profunda herida que vive el Pueblo; ya ninguna palabra ni promesa tiene sentido, han dejado de creer. El evangelio trae la Buena Noticia de Jesús porque sana las heridas y devuelve la fe. En el relato del soldado, lo más importante no es la curación del muchacho, sino la fe del centurión, que forma parte de los excluidos de las promesas de Dios, por ser pagano, soldado y romano, en un acto de humildad y valentía profesa la certeza de su fe, Jesús se sorprende y concede al soldado lo que pide, pero más aún lo alaba frente a todos. Con la suegra de Pedro sucede algo similar, después que Jesús la toca, se levanta y se pone a servir (v, 15), porque quien es tocado, conmovido por Jesús, no puede menos que levantarse, volver a tener confianza, y una vez de pie, sólo queda el servicio; la expresión máxima del amor al prójimo. Entonces, nunca perder la confianza en Dios por más difíciles que sean las circunstancias, y nunca perder la certeza de su presencia en nuestra vida.
PRIMERA LECTURA.
Lamentaciones 2, 2. 10-14. 18-19
Grita al Señor, laméntate, Sión
El Señor destruyó sin compasión todas las moradas de Jacob, con su indignación demolió las plazas fuertes de Judá; derribó por tierra, deshonrados, al rey y a los príncipes.
Los ancianos de Sión se sientan en el suelo silenciosos, se echan polvo en la cabeza y se visten de sayal; las doncellas de Jerusalén humillan hasta el suelo la cabeza.
Se consumen en lágrimas mis ojos, de amargura mis entrañas; se derrama por tierra mi hiel, por la ruina de la capital de mi pueblo; muchachos y niños de pecho desfallecen por las calles de la ciudad.
Preguntaban a sus madres: "¿Dónde hay pan y vino?", mientras desfallecían, como los heridos, por las calles de la ciudad, mientras expiraban en brazos de sus madres.
¿Quién se te iguala, quién se te asemeja, ciudad de Jerusalén? ¿A quién te compararé, para consolarte, Sión, la doncella? Inmensa como el mar es tu desgracia: ¿quién podrá curarte?
Tus profetas te ofrecían visiones falsas y engañosas; y no te denunciaban tus culpas para cambiar tu suerte, sino que te anunciaban visiones falsas y seductoras.
Grita con toda el alma al Señor, laméntate, Sión; derrama torrentes de lágrimas, de día y de noche; no te concedas reposo, no descansen tus ojos.
Levántate y grita de noche, al relevo de la guardia; derrama como agua tu corazón en presencia del Señor; levanta hacia él las manos por la vida de tus niños, desfallecidos de hambre en las encrucijadas.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 73
R/.No olvides sin remedio la vida de tus pobres.
¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados, / y está ardiendo tu cólera contra las ovejas de tu rebaño? / Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo, / de la tribu que rescataste para posesión tuya, / del monte Sión donde pusiste tu morada. R.
Dirige tus pasos a estas ruinas sin remedio; / el enemigo ha arrasado del todo el santuario. / Rugían los agresores en medio de tu asamblea, / levantaron sus propios estandartes. R.
En la entrada superior / abatieron a hachazos el entramado; / después, con martillos y mazas, / destrozaron todas las esculturas. / Prendieron fuego a tu santuario, / derribaron y profanaron la morada de tu nombre. R.
Piensa en tu alianza: que los rincones del país / están llenos de violencias. / Que el humilde no se marche defraudado, / que pobres y afligidos alaben tu nombre. R.
SANTO EVANGELIO.
Mateo 8, 5-17
Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob
En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaúm, un centurión se le acercó diciéndole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho". El le contestó: "Voy yo a curarlo". Pero el centurión le replicó: "Señor, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo? Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace".
Cuando Jesús lo oyó quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del Reino los echarán afuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Y al centurión le dijo: "Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído". Y en aquel momento se puso bueno el criado.
Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles. Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él con su palabra expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: "El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades".
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: Lamentaciones 2,2.10-14.18ss
Una vez terminada la lectura de los libros de los Reyes, la mejor reflexión sobre el sentido que tienen los acontecimientos narrados es esta página de las Lamentaciones atribuidas a Jeremías (es la única lectura de este libro que se realiza durante el tiempo ordinario). El texto, resumido en la versión litúrgica —texto alfabético de 22 versículos en el original—, está constituido por la totalidad del capítulo 2 de las Lamentaciones y representa una sufrida meditación sobre el exilio, sobre la responsabilidad de los falsos profetas y de las prácticas idolátricas, sobre el inevitable hundimiento de Jerusalén y de su templo. Este conjunto de acontecimientos conduce al arrepentimiento y a la súplica. La lejanía de la patria es la imagen palpable de la lejanía de Dios. Es el Dios que domina sobre los acontecimientos de la historia y revela su significado íntimo y providencial por medio de sus mensajeros. Tras haber hablado de la infausta suerte corrida por el rey, por los sacerdotes y los profetas, los ancianos y los jóvenes, el canto se dirige a Sión, le recuerda los engaños de los que fue víctima y la invita a llorar sobre su propia suerte.
Comentario del Salmo 73.
Tenemos ante nosotros un salmo de lamentación. Un fiel israelita da rienda suelta a su dolor ante la devastación de Jerusalén y la consiguiente destrucción y saqueo del templo, hecho que aconteció en el año 587 a.C. La ruina ha sido total; es como si Israel se hubiese quedado sin alma. La han despojado de su núcleo vital, de su identidad.
Desde lo más profundo de su ser doliente, nuestro hombre eleva su voz a Dios con una súplica desgarradora que hace estremecer el alma: «Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo, de la tribu que rescataste como tu herencia, del monte Sión donde pusiste tu morada. Dirige tus pasos a estas ruinas sin fin: el enemigo ha arrasado completamente el santuario... Prendieron fuego a tu santuario, profanaron hasta el suelo la morada de tu nombre».
Esta terrible descripción de la desgracia de Israel nos recuerda la visión que Dios hizo contemplar al profeta Ezequiel, Era un campo lleno de huesos, una visión que daba a entender la deplorable situación en la que había quedado el pueblo, después del destierro que siguió a la conquista de Jerusalén por el rey Nabucodonosor: «Yavé me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos? Yo dije: Señor Yavé, tú lo sabes» (Ez 37,1-4).
Aparentemente, no hay ninguna esperanza. Todo en la visión habla de las sombras de la muerte. Sin embargo, la visión concluye con una promesa de Dios que levanta el ánimo del profeta, por cuyo ministerio Israel recupera la esperanza perdida: «Les dirás: así dice el Señor Yavé: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel... Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis... » (Ez 37,12-14). Termina esta promesa con, lo que podríamos llamar, la firma de puño y letra del mismo Dios: «Yo, Yavé, lo digo y lo hago».
Volvemos al salmo y nos damos cuenta de que el autor inspirado, más allá de la desgracia que contemplan sus ojos, tiene presente este amor y fidelidad de Dios. A pesar de tanta desolación, a pesar de que, aparentemente, no hay ninguna salida o solución ante la realidad que se impone, a pesar de que sabe muy bien que han sido los pecados del pueblo los que han provocado tanta destrucción..., nuestro hombre, impulsado por la confianza, se lanza hacia la misericordia de Dios con esta súplica: «No entregues a las fieras la vida de tu tórtola. No olvides para siempre la vida de tus pobres. Piensa en tu alianza...».
Piensa en tu alianza. Ten presente la alianza que has hecho con nosotros. ¡Tú no la puedes romper! Este es el maravilloso secreto de la confianza que alberga el salmista: Nosotros podemos romperla con nuestras idolatrías, pero Tú no. En tu alianza, pues, nos apoyamos. ¡Cuida la vida de tu tórtola! Tengamos en cuenta cómo los profetas, por ejemplo Oseas, comparaban a Israel con una tórtola.
Dios anuncia, por medio del profeta Jeremías, que va a establecer con Israel una nueva alianza. No va a ser como la anterior, cuando le sacó de la esclavitud de Egipto. Esta fue rota repetidas veces a causa de la dureza de corazón del pueblo. Dureza de corazón que es propia de todo hombre; dureza provocada por nuestra absoluta incapacidad de fiarnos de Dios. Al hombre le puede costar más o menos hacer algunos servicios a Dios. Y, si esto le tranquiliza la conciencia, tales servicios se pueden hasta multiplicar. Pero somos incapaces de fiarnos de Él hasta el punto de que dirija nuestra vida y de que sean sus opciones, y no las nuestras, las que marquen nuestra relación con El y con nuestros hermanos.
Por eso Dios va a promover, a partir de su Hijo Jesucristo, la nueva alianza grabando en el corazón del ser humano su Palabra, que es creadora. Palabra que, destruyendo el corazón de piedra, lo crea de nuevo. Esta promesa nos viene anunciada con exultación por Jeremías: «He aquí que vienen días en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto y que ellos rompieron... Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días: Pondré mi ley (Palabra) en su interior y sobre sus corazones la escribiré, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31,31-33).
Como ya hemos señalado, la nueva alianza ha sido concedida a toda la humanidad por Jesucristo. Ha sido sellada con la sangre del mismo Dios bajo forma de cordero. Alianza que empapa el corazón del hombre por medio del santo Evangelio, que, escuchado con pasión, produce frutos de santidad.
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 8,5-17
El milagro del centurión aparece también en Lc 7,1-10 y en Jn 4,46-54. Mateo nos habla de un hijo-criado (dûlos), Lucas de un criado (pâis) y Juan de un hijo (huiós). De hecho, se trata de un prodigio en el que confluyen el poder taumatúrgico de Cristo, que obra de inmediato (“en aquel momento”) incluso a distancia, y la fe del funcionario, elogiada por el Maestro. Esto brinda a Cristo la ocasión de condenar el rechazo de sus paisanos y describir su triste desenlace. El «llanto» y el “rechinar de dientes” es una expresión idiomática que indica una gran desesperación con plena conciencia del mal realizado.
Cristo se hospeda en Cafarnaún en la casa de Pedro, cuya suegra tiene fiebre. Aquí —único caso en Mateo— es Jesús quien toma la iniciativa y realiza el milagro, con el mismo toque reservado al leproso. Es interesante señalar los diferentes rasgos con que narran el episodio los sinópticos (el realismo de Mc 1,33 y los matices de Lc 4,39). Los tres concuerdan en el hecho de que, inmediatamente después de ser curada, la mujer se puso a servir, es la primera «diaconisa» de la historia cristiana.
Los vv. l6ss resumen la obra desplegada por Cristo hasta aquí en favor de los endemoniados (de los que, sin embargo, no ha hablado Mateo todavía) y de los enfermos. Y puesto que Cristo ha venido a cumplir las Escrituras, se cita al profeta Isaías (53,4), adaptándolo, no obstante, al nuevo contexto: en vez de los sufrimientos y dolores con los que habría de cargar el Siervo de Yavé, se habla aquí de flaquezas y enfermedades. Se trata de una expiación liberadora.
Entrar en contacto con leprosos, paganos y mujeres no era conveniente para un rabí y, en todo caso, podía producir un estado de impureza legal. A pesar de todo, Jesús no se sustrae a las peticiones de curación (según Lucas, también le pidieron que curara a la suegra de Pedro) e infringe los tabúes que habrían contradicho la lógica misma de la encarnación. Si Dios asume un cuerpo humano es para comunicarse con el cuerpo del hombre: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo», dirá Pablo (1 Cor 6,13). Jesús interviene en consideración a la fe del enfermo (el leproso) o de la comunidad (en el caso de la suegra de Pedro), pero tiene palabras de elogio sobre todo para la fe que un pagano ha manifestado en su palabra. Una fe de la que dice Jesús: «Jamás he encontrado en Israel una fe tan grande», una fe que nadie había sido capaz de igualar hasta entonces.
Hoy no es ya el toque taumatúrgico que el Señor despliega en la eucaristía lo que pretendo experimentar, sino la “simple” fuerza de su palabra. Traigo a mi mente las palabras de vida que me ha transmitido el Señor, y me interrogo sobre el impacto curador que estas han producido y siguen produciendo todavía en mi persona.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 8,5-17, para nuestros Mayores. En Israel no he encontrado tanta fe.
Fe sin formalismos. La curación del siervo del centurión responde perfectamente a la finalidad del evangelio de Mateo: La salvación que Jesús ofrece en el nuevo pueblo de Dios es para todos los hombres, sea cual sea su condición. Jesús, al escuchar la petición del centurión, muestra la disposición de ir a su casa y quebrantar la ley de no pisar casa de pagano, ya que causaba impureza legal. Una vez más, prefiere las personas a la ley. Pero el centurión no quiere crearle conflictos. Él tiene fe suficiente para creer que Jesús puede curar a distancia.
Jesús cura a dos personas que simbolizan y encarnan dos estamentos de la sociedad: el criado del centurión y la suegra de Pedro, símbolo de la comunidad cristiana. Mateo escribe cuando ya se detectaban errores en la comunidad. Por eso deja constancia de lo que está ocurriendo; el crecimiento de la Iglesia entre los paganos era algo que Jesús había previsto y se había dado ya inicialmente. Este centurión representa a los miles de paganos que cuando escribe Mateo son Iglesia, mientras los judíos siguen rechazando la predicación de los apóstoles.
El relato está cargado de emoción. Muestra a un centurión muy sincero, lleno de fe: “Tu sola palabra tiene más poder sobre la enfermedad que la mía sobre los súbditos, que la obedecen de forma inexorable. No es necesaria tu presencia física ni que toques a mi criado”. Orígenes señala la superioridad de la fe del centurión, que cree en la palabra de Jesús, sobre la de Jairo y Marta que reclaman su presencia física (Jn 11,21). Es tanta su fe, que el Señor se hace su panegirista: “No he encontrado tanta fe en Israel”, ni en sus mismos discípulos (Mt 8,26; Lc 8,25).
La fe del centurión nos interpela: ¿Es la nuestra vigorosa o titubeante? ¿Creemos realmente que Jesús tiene voluntad y poder de liberarnos de nuestras dolencias interiores y darnos plenitud de vida? En segundo lugar, el centurión es un hombre humilde: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. No lo dice porque se sienta avergonzado por las condiciones humildes de la misma; como autoridad del ejército, tiene una posición desahogada; se considera indigno como el publicano (Lc 18,13) porque se sabe pecador. Si el centurión se confesaba indigno de recibirle en su casa, ¿qué diremos nosotros al comer su Cuerpo y beber su Sangre? Por eso repetimos sus mismas palabras antes de comulgar.
Formalismos sin fe. Contrapuesto a este pagano de buena voluntad y abierto a la salvación de Jesús, está la gran mayoría del pueblo judío, que cuando escribe Mateo sigue rechazando el Evangelio. Israel se había esclerotizado y los paganos le han ganado la delantera. Según señala el libro de los Hechos, al menos por dos veces, Pablo desiste de predicar el Evangelio a los judíos y hace el gesto profético de sacudirse el polvo de las sandalias para cargarles con la propia responsabilidad de haber rechazado el don de Dios (Hch 13,51). Esto es una llamada a los viejos católicos para que no nos cerremos, como ellos, a la acción divina.
Mateo ofrece con especial énfasis la curación del siervo del centurión. Contrapone en ella la fe profunda de un pagano a la incredulidad de muchos judíos que profesan una religiosidad puramente convencional y sociológica. Este relato es, sin duda, una llamada a la comunidad cristiana a la que Mateo dirige el evangelio, compuesta por judeo-cristianos, para que se abra a los paganos como hizo Jesús y para que no se fíe demasiado de una religiosidad formalista. Lo importante no es pertenecer a la organización eclesial, sino tener fe como este centurión. Y agrega como advertencia: “Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán en el Reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del Reino los echarán fuera”. Cuando escribe Mateo ya han venido y se han sentado, ¿No es esto una interpelación a tanto cristiano rutinario?
Estar en forma para servir. El nuevo pueblo de Dios corre el riesgo de repetir los mismos errores del primero. La suegra es el símbolo de la comunidad cristiana y de todos los cristianos enfermos. Cuando Mateo escribe su evangelio la comunidad cristiana se reúne en la casa de Pedro; su suegra enferma es el símbolo de la comunidad que, por estar enferma, no puede servir, sino que necesita ser servida. La fiebre es un peligro y, en muchos, una realidad, como señala el Apocalipsis en los reproches a distintas comunidades que habían perdido su fervor primero (Ap 3,1- 22). La comunidad cristiana no puede servir cabalmente al mundo cuando está enferma con fiebre de consumo, individualismo, hedonismo, orgullo... El Señor la quiere curar, quiere curarnos para que sirvamos. “Se levantó y se puso a servir”...
Ayer Mateo presentaba la curación de un judío, marginado social, un leproso; hoy presenta la del criado de un centurión romano y la de la suegra de Pedro, personas socialmente marginadas. Mateo añade: “Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él con su palabra expulsó los espíritus y curó a todos”. Para Jesús el sufrimiento no tiene raza, ni color, ni religión, ni ideología. Cura a judíos y paganos, a pobres mendigos y a ricos. Su solidaridad es universal. Podemos deducir que la actitud de servicio es síntoma de salud psíquica.
¿Buscamos ser servidos o estamos dispuestos a servir? Sólo el que tiene actitudes de servicio es cristiano (Mt 20,28). La Eucaristía es una hora de gracia, en que el Señor nos dirige su palabra sanadora como al siervo del centurión, y entra en nuestra casa como en la de Pedro para curarnos. Pero ello supone humildad para reconocernos necesitados de curación y fe para creer en su acción sanadora.
Comentario de del Santo Evangelio: Mt, 8, 1…5-17, para nuestros mayores. El leproso, el centurión de Cafarnaún y la suegra de Pedro.
Al sermón de la montaña le sigue un serie de diez milagros (capítulos 8-9). Jesús, que había sido presentado por el evangelista como el legislador definitivo, superior a Moisés, aparece ahora en su calidad de obrador de prodigios. Su figura se perfila en la descripción de San mateo de una manera solemne y hierática sobre el fondo de los relatos desbrozados de todos los elementos superfluos. Si la autoridad de su enseñanza “pero yo os digo” le había revelado poderoso en «palabras», ahora se revela como tal también en las obras. La relación entre «palabras» y «obras» es, en efecto, muy estrecha, como se subraya en la primera sección, donde Jesús, al concluir con una cita bíblica de «cumplimiento» tomada del profeta Isaías (53,4), anticipa en los milagros de curación la salvación total del hombre que llevará a cabo con su muerte como Siervo de Yavé.
Los destinatarios de sus intervenciones salvíficas —un leproso, un pagano y una mujer— representan a la humanidad enferma y marginada por los escrupulosos observantes de la ley y los preceptos, pero sobre a aquellos hacia los que Dios, mediante su Cristo, se inclina con piedad y los levanta con misericordia.
La purificación de los leprosos (vv. 1-4) constituye un claro signo mesiánico. Jesús toca al hombre considerado impuro y le devuelve la salud con la fuerza de su palabra. El segundo milagro —la curación del siervo del centurión (vv. 5-13)— se lleva a cabo a distancia, poniendo así de manifiesto la eficacia de la Palabra de Cristo. Su poder salvífico no sólo anula la lejanía en el espacio, sino que, sobre todo, derriba el muro de separación entre el pueblo elegido y los pueblos paganos: Jesús ofrece la salvación a todos, con tal de que se abran para acogerla mediante la fe. Aparece así de nuevo —como en la adoración de los Magos— el tema de la llamada a los gentiles, característico de Mateo.
Finalmente, la última curación está reservada a una mujer enferma, símbolo transparente de la humanidad enferma, que, al toque de Jesús, «se levantó» de su lecho de muerte —se usa el vocabulario de la resurrección de Jesús— y, renovada por el amor, revela su nueva identidad poniéndose a servir. Coopera así, con humildad, al plan de salvación universal: con su gesto, también ella, como María, declara: «Aquí está la esclava del Señor» (Lc 1,38).
Un leproso, un pagano y una mujer enferma: éstas son las figuras en las que hoy se nos llama a reconocernos para descubrir nuestra necesidad de encontrarnos con Jesús, el Salvador. El nos pide a cada uno de nosotros salir de nuestra propia situación de miedo, de soledad, de impotencia, para abrirnos al don de su palabra de salvación, con la certeza de que él está dispuesto a extender hacia nosotros su mano sanadora. Ahora bien, ¿dónde encontrarle, sino en la eficacia de los signos Sacramentales mediante los que todavía hoy se inclina hacia nosotros para hacernos experimentar la omnipotencia de su amor? Al entrar en el mundo, se «revistió de debilidad» (cf. Heb 5,2), veló su omnipotencia para que el hombre —todo hombre— pudiera acercarse a él con plena confianza, sin esconder sus propias enfermedades. Como varón de dolores que conoce a fondo el sufrimiento, el Hijo del Altísimo vino como Siervo doliente, que cura no sólo las enfermedades humanas —del cuerpo y del espíritu— en virtud de su fuerza, sino que en su gran amor las toma sobre sí, las hace suyas para que el hombre pueda conocer a cambio la alegría de resurgir cada vez de la muerte del pecado.
En este punto, liberado ahora de la esclavitud del mal, se le plantea de nuevo la gran alternativa: consumar su propia vida en la búsqueda egoísta y afanosa —y a fin de cuentas perfectamente inútil— de la gloria mundana, del poder y del placer, o bien ofrecerla a Dios y vivirla en medio de la alegría de servirle.
La humilde figura de la suegra de Pedro nos enseña que en la entrega de nosotros mismos, en el perdernos en favor de los hermanos, se saborea la belleza de la vida nueva adquirida al precio de la sangre redentora de Cristo. Hoy ya no se producen —o al menos no con tanta frecuencia— curaciones espectaculares como cuando Jesús pasaba entre muchedumbres de enfermos; sin embargo, cada vez que una persona prefiere a los otros por encima de sí misma en su vida concreta, esto es signo de que en su corazón se ha producido un milagro. En efecto, por naturaleza no somos capaces de obrar el bien, podemos desearlo, más para realizarlo necesitamos el apoyo del Espíritu Santo. Pensar lo contrario es hacerse ilusiones. Necesitamos la gracia tanto o más que el aire que respiramos. Y puesto que ésta no se niega a nadie; podemos decir muy bien que hoy —a diferencia de cuando Jesús vivía en la tierra— vivimos en un estado de continuo milagro: basta con que, como el leproso y el centurión, pidamos la gracia con fe y con esperanza.
Elevación Espiritual para este día.
¿Qué dice, pues, el centurión? Señor, no soy digno de que entres en mi casa... Oigámosle cuantos hemos aún de recibir a Cristo, porque es posible recibirle también ahora. Oigámosle e imitémosle y recibamos al Señor con el mismo fervor que el centurión; porque cuando a un pobre recibes hambriento y desnudo a Cristo recibes y alimentas. Pero di una sola palabra y mi criado quedará sano. Mira cómo este centurión, a la par que el leproso, tiene de Cristo la opinión conveniente. Porque tampoco el centurión dijo: «Suplícalo a Dios», ni: «Haz oración y ruega», sino: Mándalo solamente.
El centurión no busca, en efecto, la presencia física de Jesús para salvar a su siervo, ni lleva el enfermo al médico: su comportamiento atestigua que no tiene una idea limitada de Cristo. Como le tiene, efectivamente, una estima digna de su divinidad, le pide: Di una sola palabra. Y, al comienzo, ni siquiera le manifiesta su petición, sino que se limita a exponer la enfermedad del criado. Su gran humildad le impide pensar que Cristo consentirá concederle de inmediato la curación y accederá a visitar su casa.
Sin embargo, con tener una fe tan grande, todavía se consideraba indigno a sí mismo. Cristo, empero, para mostrar que era digno de que él entrara en su casa, hizo mucho más que entrar: admirarle y proclamarle y darle más de lo que había venido a pedir. Porque había venido a pedir la salud corporal para su criado y se fue con el Reino de Dios en las manos. Mirad cómo ya aquí se cumple lo de «buscad el Reino de los Cielos y todo eso se os dará por añadidura». Pues por haber dado muestras de una fe y una humildad tan grandes, no sólo le dio el Señor el cielo, sino la salud de su criado por añadidura.
Reflexión Espiritual para el día.
Preguntas qué has de hacer cuando sientes que te asaltan por todas partes fuerzas aparentemente irresistibles, por oleadas que te cubren y pretenden arrancarte del suelo. En ocasiones, estas oleadas proceden del sentimiento de ser rechazado, olvidado, mal entendido. Algunas veces proceden de la rabia, del resentimiento o incluso de un deseo de venganza; otras veces, de la autocompasión o del desprecio a nosotros mismos. Estas oleadas te hacen sentirte como un niño impotente, abandonado por sus padres.
¿Qué debes hacer? Toma la opción consciente de desplazar la atención desde tu corazón ansioso por estas oleadas para dirigirlo hacia aquel que camina sobre las olas y dice: «Soy yo. No tengáis miedo» (Mt 14,27; Mc 6,50; in 6,20). Continúa teniendo tu mirada fija en él, con la confianza de que él llevará la paz a tu corazón. Míralo y dile: «Señor, ten piedad». Dilo una vez y otra, pero no con ansiedad, sino con la confianza en que él está muy cerca de ti y llevará tu alma al reposo.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia. Lamentaciones 2, 2. 10-14. 18-19. Escalofriantes consecuencias de la guerra.
Jerusalén fue tomada el año 587. Históricamente era el fin de un pueblo. Teológicamente parecía el fin de una religión. La palabra de Yavé a través de su profeta Jeremías se había cumplido. En verdad, Yavé había hablado. Jeremías había sido su verdadero profeta.
Esta constatación histórica y teológica fue origen de dos situaciones antagónicas. La de quienes todo lo daban por perdido y la de unos pocos que seguían viendo en ello la mano de Yavé. Eran los verdaderos creyentes contra toda esperanza humana. Entre ellos, el autor de este cántico eclesiástico entresacado de las llamadas Lamentaciones de Jeremías.
El libro de las Lamentaciones está compuesto de cinco cánticos, obra de una misma pluma. La tradición judía y la cristiana junto con la versión alejandrina pensaron en Jeremías como autor. Algunos argumentos internos corroboran esta tradición común. Otros más decisivos de fondo y forma han confirmado la opinión contraria nacida en el s. XVIII. Hoy es opinión común atribuir estos cantos a un contemporáneo de Jeremías.
Escritas en verso, según el metro elegíaco, cada una de sus estrofas comienza por una letra del alefato. El sistema es, sin duda, artificial y adolece de falta de espontaneidad. Su autor era consciente de ello, pero no hemos de buscar la explicación en una posible decadencia literaria. Todo lo contrario. Con un mérito literario y poético excepcional el poeta inspirado, teólogo de los acontecimientos, ha pretendido servirse de una forma que permitiera a sus oyentes aprender y repetir con facilidad aquello que se les ofrecía. Por rebuscado que pueda parecernos, es lo suficientemente íntimo, fuerte, expresivo y directo como para reflejar el testimonio espontáneo de un testigo presencial.
El contenido doctrinal de los cinco cánticos está en línea con toda la predicación profética, especialmente jeremiana, de la que se presenta como su culminación. La ruina de Jerusalén y la suerte de sus moradores no es fruto casual de una fracasada política humana sino la culminación religiosa de todo un proceso de alejamiento humano-divino, que ha conducido al pueblo escogido a ese otro alejamiento simbólico del destierro. La lejanía de Dios les ha llevado a la lejanía del trono de Dios, de Jerusalén. Dios busca que esta experiencia física de soledad y distanciamiento divino les haga comprender la malicia afectiva y efectiva de su ruptura con Dios.
En la selección de que está compuesta la presente lectura se comienza presentando a Yavé como el realizador de la catástrofe que padecen. Lo hecho por el ejército de Nabucodonosor ha sido obra exclusiva de Yavé. Es la teología de la historia, que no es una historia falsificada sino una historia objetiva y verdadera contemplada desde la fe.
Bet. Los puntos neurálgicos de la vida del pueblo han sido destruidos por Yavé. Es la pena de su pecado. Socialmente, sus pastizales pisoteados; militarmente, derruidas sus fortalezas; política y religiosamente, el descendiente davídico y sus príncipes humillados.
Yod. La situación interna de sus moradores no es mejor, El autor se fija en los dos grupos más significativos:
las jovencitas, fuente de esperanzas, y los ancianos, garantía de prudencia y fidelidad. Unos y otras se sienten mudos y avergonzados, con los distintivos de duelo y dolor. No se atreven ni a levantar la cabeza. Ellas parecen ancianas prematuras y sin esperanzas. Ellos, Fracasados totales como guías del pueblo y responsables confesos de cuanto ha acontecido. Ahí están para risa y escarnio de los extranjeros.
Kaf. El profeta no es un observador crítico o justiciero. Es un hijo de Sión que padece en sus propias entrañas el dolor de su pueblo. Su mirar está estigmatizado con ojeras de muchos días. Su dolor es tan intenso e íntimo, que se siente hervir por dentro víctima de un cólico hepático. Física y moralmente se siente uno con el dolor de su pueblo. También él se confiesa pecador.
Lamed. A modo de ejemplo nos pinta una de las más estremecedoras escenas. Niños de pecho pidiendo algo que comer. Sus madres, secas, que no pueden darles nada de nada. Y los niños muriendo de hambre y sed por las calles o en el regazo materno. La tragedia aumenta al contemplar la muerte cebándose en estas víctimas inocentes.
Mem. Ni poéticamente encuentra nuestro autor algo semejante a lo que está padeciendo el pueblo de las predilecciones divinas. Su lamento es el tierno desahogo de un buen hijo que busca por todos medios consolar a su madre sin conseguirlo.
Num. Tiene que conformarse con señalar con el dedo a los culpables, los vanos y mentirosos visionarios que ocultan la herida ponzoñosa de su pueblo con falacias y retóricas, que les dejaban pingües ganancias. Sólo Jeremías había intentado curar la herida a costa de mucho dolor. Pero el pueblo prefería vivir del engaño adulador. Ahora sólo les queda aguantar que les hayan sido amputados sus miembros más importantes.
Sade. «Clama al Señor». Es el único camino de acercamiento a Dios.
Qof. Su llanto de arrepentimiento debe ser continuo, día y noche. El profeta no puede decirles más. Han pecado y deben sufrir la pena de su pecado. Cuál no debe ser la malicia del mal humano cuando el Padre, el Esposo, Yavé tiene que castigarlos hasta esos límites casi inhumanos. Si Dios no nos lo hubiera revelado, jamás nosotros nos lo hubiéramos imaginado. Ahora lo sabemos. La liturgia nos lo recuerda con motivo de la Pasión de Jesús para ver si llegamos a comprenderlo y nos convertimos. Mientras tanto el hombre, demasiado mecanizado, va perdiendo todos aquellos valores no computables en dinero. La palabra de Dios, bajo cualquier forma literaria, sigue interpelando al hombre de todos los tiempos. O la escuchamos proféticamente o sentiremos sobre nosotros la Tragedia de su cumplimiento. Porque la palabra de Dios se ha de cumplir.
Comentario del Salmo 73.
Tenemos ante nosotros un salmo de lamentación. Un fiel israelita da rienda suelta a su dolor ante la devastación de Jerusalén y la consiguiente destrucción y saqueo del templo, hecho que aconteció en el año 587 a.C. La ruina ha sido total; es como si Israel se hubiese quedado sin alma. La han despojado de su núcleo vital, de su identidad.
Desde lo más profundo de su ser doliente, nuestro hombre eleva su voz a Dios con una súplica desgarradora que hace estremecer el alma: «Acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo, de la tribu que rescataste como tu herencia, del monte Sión donde pusiste tu morada. Dirige tus pasos a estas ruinas sin fin: el enemigo ha arrasado completamente el santuario... Prendieron fuego a tu santuario, profanaron hasta el suelo la morada de tu nombre».
Esta terrible descripción de la desgracia de Israel nos recuerda la visión que Dios hizo contemplar al profeta Ezequiel, Era un campo lleno de huesos, una visión que daba a entender la deplorable situación en la que había quedado el pueblo, después del destierro que siguió a la conquista de Jerusalén por el rey Nabucodonosor: «Yavé me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos. Me dijo: Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos? Yo dije: Señor Yavé, tú lo sabes» (Ez 37,1-4).
Aparentemente, no hay ninguna esperanza. Todo en la visión habla de las sombras de la muerte. Sin embargo, la visión concluye con una promesa de Dios que levanta el ánimo del profeta, por cuyo ministerio Israel recupera la esperanza perdida: «Les dirás: así dice el Señor Yavé: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel... Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis... » (Ez 37,12-14). Termina esta promesa con, lo que podríamos llamar, la firma de puño y letra del mismo Dios: «Yo, Yavé, lo digo y lo hago».
Volvemos al salmo y nos damos cuenta de que el autor inspirado, más allá de la desgracia que contemplan sus ojos, tiene presente este amor y fidelidad de Dios. A pesar de tanta desolación, a pesar de que, aparentemente, no hay ninguna salida o solución ante la realidad que se impone, a pesar de que sabe muy bien que han sido los pecados del pueblo los que han provocado tanta destrucción..., nuestro hombre, impulsado por la confianza, se lanza hacia la misericordia de Dios con esta súplica: «No entregues a las fieras la vida de tu tórtola. No olvides para siempre la vida de tus pobres. Piensa en tu alianza...».
Piensa en tu alianza. Ten presente la alianza que has hecho con nosotros. ¡Tú no la puedes romper! Este es el maravilloso secreto de la confianza que alberga el salmista: Nosotros podemos romperla con nuestras idolatrías, pero Tú no. En tu alianza, pues, nos apoyamos. ¡Cuida la vida de tu tórtola! Tengamos en cuenta cómo los profetas, por ejemplo Oseas, comparaban a Israel con una tórtola.
Dios anuncia, por medio del profeta Jeremías, que va a establecer con Israel una nueva alianza. No va a ser como la anterior, cuando le sacó de la esclavitud de Egipto. Esta fue rota repetidas veces a causa de la dureza de corazón del pueblo. Dureza de corazón que es propia de todo hombre; dureza provocada por nuestra absoluta incapacidad de fiarnos de Dios. Al hombre le puede costar más o menos hacer algunos servicios a Dios. Y, si esto le tranquiliza la conciencia, tales servicios se pueden hasta multiplicar. Pero somos incapaces de fiarnos de Él hasta el punto de que dirija nuestra vida y de que sean sus opciones, y no las nuestras, las que marquen nuestra relación con El y con nuestros hermanos.
Por eso Dios va a promover, a partir de su Hijo Jesucristo, la nueva alianza grabando en el corazón del ser humano su Palabra, que es creadora. Palabra que, destruyendo el corazón de piedra, lo crea de nuevo. Esta promesa nos viene anunciada con exultación por Jeremías: «He aquí que vienen días en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto y que ellos rompieron... Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días: Pondré mi ley (Palabra) en su interior y sobre sus corazones la escribiré, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31,31-33).
Como ya hemos señalado, la nueva alianza ha sido concedida a toda la humanidad por Jesucristo. Ha sido sellada con la sangre del mismo Dios bajo forma de cordero. Alianza que empapa el corazón del hombre por medio del santo Evangelio, que, escuchado con pasión, produce frutos de santidad.
Comentario del Santo Evangelio: Mateo 8,5-17
El milagro del centurión aparece también en Lc 7,1-10 y en Jn 4,46-54. Mateo nos habla de un hijo-criado (dûlos), Lucas de un criado (pâis) y Juan de un hijo (huiós). De hecho, se trata de un prodigio en el que confluyen el poder taumatúrgico de Cristo, que obra de inmediato (“en aquel momento”) incluso a distancia, y la fe del funcionario, elogiada por el Maestro. Esto brinda a Cristo la ocasión de condenar el rechazo de sus paisanos y describir su triste desenlace. El «llanto» y el “rechinar de dientes” es una expresión idiomática que indica una gran desesperación con plena conciencia del mal realizado.
Cristo se hospeda en Cafarnaún en la casa de Pedro, cuya suegra tiene fiebre. Aquí —único caso en Mateo— es Jesús quien toma la iniciativa y realiza el milagro, con el mismo toque reservado al leproso. Es interesante señalar los diferentes rasgos con que narran el episodio los sinópticos (el realismo de Mc 1,33 y los matices de Lc 4,39). Los tres concuerdan en el hecho de que, inmediatamente después de ser curada, la mujer se puso a servir, es la primera «diaconisa» de la historia cristiana.
Los vv. l6ss resumen la obra desplegada por Cristo hasta aquí en favor de los endemoniados (de los que, sin embargo, no ha hablado Mateo todavía) y de los enfermos. Y puesto que Cristo ha venido a cumplir las Escrituras, se cita al profeta Isaías (53,4), adaptándolo, no obstante, al nuevo contexto: en vez de los sufrimientos y dolores con los que habría de cargar el Siervo de Yavé, se habla aquí de flaquezas y enfermedades. Se trata de una expiación liberadora.
Entrar en contacto con leprosos, paganos y mujeres no era conveniente para un rabí y, en todo caso, podía producir un estado de impureza legal. A pesar de todo, Jesús no se sustrae a las peticiones de curación (según Lucas, también le pidieron que curara a la suegra de Pedro) e infringe los tabúes que habrían contradicho la lógica misma de la encarnación. Si Dios asume un cuerpo humano es para comunicarse con el cuerpo del hombre: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo», dirá Pablo (1 Cor 6,13). Jesús interviene en consideración a la fe del enfermo (el leproso) o de la comunidad (en el caso de la suegra de Pedro), pero tiene palabras de elogio sobre todo para la fe que un pagano ha manifestado en su palabra. Una fe de la que dice Jesús: «Jamás he encontrado en Israel una fe tan grande», una fe que nadie había sido capaz de igualar hasta entonces.
Hoy no es ya el toque taumatúrgico que el Señor despliega en la eucaristía lo que pretendo experimentar, sino la “simple” fuerza de su palabra. Traigo a mi mente las palabras de vida que me ha transmitido el Señor, y me interrogo sobre el impacto curador que estas han producido y siguen produciendo todavía en mi persona.
Comentario del Santo Evangelio: Mt 8,5-17, para nuestros Mayores. En Israel no he encontrado tanta fe.
Fe sin formalismos. La curación del siervo del centurión responde perfectamente a la finalidad del evangelio de Mateo: La salvación que Jesús ofrece en el nuevo pueblo de Dios es para todos los hombres, sea cual sea su condición. Jesús, al escuchar la petición del centurión, muestra la disposición de ir a su casa y quebrantar la ley de no pisar casa de pagano, ya que causaba impureza legal. Una vez más, prefiere las personas a la ley. Pero el centurión no quiere crearle conflictos. Él tiene fe suficiente para creer que Jesús puede curar a distancia.
Jesús cura a dos personas que simbolizan y encarnan dos estamentos de la sociedad: el criado del centurión y la suegra de Pedro, símbolo de la comunidad cristiana. Mateo escribe cuando ya se detectaban errores en la comunidad. Por eso deja constancia de lo que está ocurriendo; el crecimiento de la Iglesia entre los paganos era algo que Jesús había previsto y se había dado ya inicialmente. Este centurión representa a los miles de paganos que cuando escribe Mateo son Iglesia, mientras los judíos siguen rechazando la predicación de los apóstoles.
El relato está cargado de emoción. Muestra a un centurión muy sincero, lleno de fe: “Tu sola palabra tiene más poder sobre la enfermedad que la mía sobre los súbditos, que la obedecen de forma inexorable. No es necesaria tu presencia física ni que toques a mi criado”. Orígenes señala la superioridad de la fe del centurión, que cree en la palabra de Jesús, sobre la de Jairo y Marta que reclaman su presencia física (Jn 11,21). Es tanta su fe, que el Señor se hace su panegirista: “No he encontrado tanta fe en Israel”, ni en sus mismos discípulos (Mt 8,26; Lc 8,25).
La fe del centurión nos interpela: ¿Es la nuestra vigorosa o titubeante? ¿Creemos realmente que Jesús tiene voluntad y poder de liberarnos de nuestras dolencias interiores y darnos plenitud de vida? En segundo lugar, el centurión es un hombre humilde: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. No lo dice porque se sienta avergonzado por las condiciones humildes de la misma; como autoridad del ejército, tiene una posición desahogada; se considera indigno como el publicano (Lc 18,13) porque se sabe pecador. Si el centurión se confesaba indigno de recibirle en su casa, ¿qué diremos nosotros al comer su Cuerpo y beber su Sangre? Por eso repetimos sus mismas palabras antes de comulgar.
Formalismos sin fe. Contrapuesto a este pagano de buena voluntad y abierto a la salvación de Jesús, está la gran mayoría del pueblo judío, que cuando escribe Mateo sigue rechazando el Evangelio. Israel se había esclerotizado y los paganos le han ganado la delantera. Según señala el libro de los Hechos, al menos por dos veces, Pablo desiste de predicar el Evangelio a los judíos y hace el gesto profético de sacudirse el polvo de las sandalias para cargarles con la propia responsabilidad de haber rechazado el don de Dios (Hch 13,51). Esto es una llamada a los viejos católicos para que no nos cerremos, como ellos, a la acción divina.
Mateo ofrece con especial énfasis la curación del siervo del centurión. Contrapone en ella la fe profunda de un pagano a la incredulidad de muchos judíos que profesan una religiosidad puramente convencional y sociológica. Este relato es, sin duda, una llamada a la comunidad cristiana a la que Mateo dirige el evangelio, compuesta por judeo-cristianos, para que se abra a los paganos como hizo Jesús y para que no se fíe demasiado de una religiosidad formalista. Lo importante no es pertenecer a la organización eclesial, sino tener fe como este centurión. Y agrega como advertencia: “Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán en el Reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del Reino los echarán fuera”. Cuando escribe Mateo ya han venido y se han sentado, ¿No es esto una interpelación a tanto cristiano rutinario?
Estar en forma para servir. El nuevo pueblo de Dios corre el riesgo de repetir los mismos errores del primero. La suegra es el símbolo de la comunidad cristiana y de todos los cristianos enfermos. Cuando Mateo escribe su evangelio la comunidad cristiana se reúne en la casa de Pedro; su suegra enferma es el símbolo de la comunidad que, por estar enferma, no puede servir, sino que necesita ser servida. La fiebre es un peligro y, en muchos, una realidad, como señala el Apocalipsis en los reproches a distintas comunidades que habían perdido su fervor primero (Ap 3,1- 22). La comunidad cristiana no puede servir cabalmente al mundo cuando está enferma con fiebre de consumo, individualismo, hedonismo, orgullo... El Señor la quiere curar, quiere curarnos para que sirvamos. “Se levantó y se puso a servir”...
Ayer Mateo presentaba la curación de un judío, marginado social, un leproso; hoy presenta la del criado de un centurión romano y la de la suegra de Pedro, personas socialmente marginadas. Mateo añade: “Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él con su palabra expulsó los espíritus y curó a todos”. Para Jesús el sufrimiento no tiene raza, ni color, ni religión, ni ideología. Cura a judíos y paganos, a pobres mendigos y a ricos. Su solidaridad es universal. Podemos deducir que la actitud de servicio es síntoma de salud psíquica.
¿Buscamos ser servidos o estamos dispuestos a servir? Sólo el que tiene actitudes de servicio es cristiano (Mt 20,28). La Eucaristía es una hora de gracia, en que el Señor nos dirige su palabra sanadora como al siervo del centurión, y entra en nuestra casa como en la de Pedro para curarnos. Pero ello supone humildad para reconocernos necesitados de curación y fe para creer en su acción sanadora.
Comentario de del Santo Evangelio: Mt, 8, 1…5-17, para nuestros mayores. El leproso, el centurión de Cafarnaún y la suegra de Pedro.
Al sermón de la montaña le sigue un serie de diez milagros (capítulos 8-9). Jesús, que había sido presentado por el evangelista como el legislador definitivo, superior a Moisés, aparece ahora en su calidad de obrador de prodigios. Su figura se perfila en la descripción de San mateo de una manera solemne y hierática sobre el fondo de los relatos desbrozados de todos los elementos superfluos. Si la autoridad de su enseñanza “pero yo os digo” le había revelado poderoso en «palabras», ahora se revela como tal también en las obras. La relación entre «palabras» y «obras» es, en efecto, muy estrecha, como se subraya en la primera sección, donde Jesús, al concluir con una cita bíblica de «cumplimiento» tomada del profeta Isaías (53,4), anticipa en los milagros de curación la salvación total del hombre que llevará a cabo con su muerte como Siervo de Yavé.
Los destinatarios de sus intervenciones salvíficas —un leproso, un pagano y una mujer— representan a la humanidad enferma y marginada por los escrupulosos observantes de la ley y los preceptos, pero sobre a aquellos hacia los que Dios, mediante su Cristo, se inclina con piedad y los levanta con misericordia.
La purificación de los leprosos (vv. 1-4) constituye un claro signo mesiánico. Jesús toca al hombre considerado impuro y le devuelve la salud con la fuerza de su palabra. El segundo milagro —la curación del siervo del centurión (vv. 5-13)— se lleva a cabo a distancia, poniendo así de manifiesto la eficacia de la Palabra de Cristo. Su poder salvífico no sólo anula la lejanía en el espacio, sino que, sobre todo, derriba el muro de separación entre el pueblo elegido y los pueblos paganos: Jesús ofrece la salvación a todos, con tal de que se abran para acogerla mediante la fe. Aparece así de nuevo —como en la adoración de los Magos— el tema de la llamada a los gentiles, característico de Mateo.
Finalmente, la última curación está reservada a una mujer enferma, símbolo transparente de la humanidad enferma, que, al toque de Jesús, «se levantó» de su lecho de muerte —se usa el vocabulario de la resurrección de Jesús— y, renovada por el amor, revela su nueva identidad poniéndose a servir. Coopera así, con humildad, al plan de salvación universal: con su gesto, también ella, como María, declara: «Aquí está la esclava del Señor» (Lc 1,38).
Un leproso, un pagano y una mujer enferma: éstas son las figuras en las que hoy se nos llama a reconocernos para descubrir nuestra necesidad de encontrarnos con Jesús, el Salvador. El nos pide a cada uno de nosotros salir de nuestra propia situación de miedo, de soledad, de impotencia, para abrirnos al don de su palabra de salvación, con la certeza de que él está dispuesto a extender hacia nosotros su mano sanadora. Ahora bien, ¿dónde encontrarle, sino en la eficacia de los signos Sacramentales mediante los que todavía hoy se inclina hacia nosotros para hacernos experimentar la omnipotencia de su amor? Al entrar en el mundo, se «revistió de debilidad» (cf. Heb 5,2), veló su omnipotencia para que el hombre —todo hombre— pudiera acercarse a él con plena confianza, sin esconder sus propias enfermedades. Como varón de dolores que conoce a fondo el sufrimiento, el Hijo del Altísimo vino como Siervo doliente, que cura no sólo las enfermedades humanas —del cuerpo y del espíritu— en virtud de su fuerza, sino que en su gran amor las toma sobre sí, las hace suyas para que el hombre pueda conocer a cambio la alegría de resurgir cada vez de la muerte del pecado.
En este punto, liberado ahora de la esclavitud del mal, se le plantea de nuevo la gran alternativa: consumar su propia vida en la búsqueda egoísta y afanosa —y a fin de cuentas perfectamente inútil— de la gloria mundana, del poder y del placer, o bien ofrecerla a Dios y vivirla en medio de la alegría de servirle.
La humilde figura de la suegra de Pedro nos enseña que en la entrega de nosotros mismos, en el perdernos en favor de los hermanos, se saborea la belleza de la vida nueva adquirida al precio de la sangre redentora de Cristo. Hoy ya no se producen —o al menos no con tanta frecuencia— curaciones espectaculares como cuando Jesús pasaba entre muchedumbres de enfermos; sin embargo, cada vez que una persona prefiere a los otros por encima de sí misma en su vida concreta, esto es signo de que en su corazón se ha producido un milagro. En efecto, por naturaleza no somos capaces de obrar el bien, podemos desearlo, más para realizarlo necesitamos el apoyo del Espíritu Santo. Pensar lo contrario es hacerse ilusiones. Necesitamos la gracia tanto o más que el aire que respiramos. Y puesto que ésta no se niega a nadie; podemos decir muy bien que hoy —a diferencia de cuando Jesús vivía en la tierra— vivimos en un estado de continuo milagro: basta con que, como el leproso y el centurión, pidamos la gracia con fe y con esperanza.
Elevación Espiritual para este día.
¿Qué dice, pues, el centurión? Señor, no soy digno de que entres en mi casa... Oigámosle cuantos hemos aún de recibir a Cristo, porque es posible recibirle también ahora. Oigámosle e imitémosle y recibamos al Señor con el mismo fervor que el centurión; porque cuando a un pobre recibes hambriento y desnudo a Cristo recibes y alimentas. Pero di una sola palabra y mi criado quedará sano. Mira cómo este centurión, a la par que el leproso, tiene de Cristo la opinión conveniente. Porque tampoco el centurión dijo: «Suplícalo a Dios», ni: «Haz oración y ruega», sino: Mándalo solamente.
El centurión no busca, en efecto, la presencia física de Jesús para salvar a su siervo, ni lleva el enfermo al médico: su comportamiento atestigua que no tiene una idea limitada de Cristo. Como le tiene, efectivamente, una estima digna de su divinidad, le pide: Di una sola palabra. Y, al comienzo, ni siquiera le manifiesta su petición, sino que se limita a exponer la enfermedad del criado. Su gran humildad le impide pensar que Cristo consentirá concederle de inmediato la curación y accederá a visitar su casa.
Sin embargo, con tener una fe tan grande, todavía se consideraba indigno a sí mismo. Cristo, empero, para mostrar que era digno de que él entrara en su casa, hizo mucho más que entrar: admirarle y proclamarle y darle más de lo que había venido a pedir. Porque había venido a pedir la salud corporal para su criado y se fue con el Reino de Dios en las manos. Mirad cómo ya aquí se cumple lo de «buscad el Reino de los Cielos y todo eso se os dará por añadidura». Pues por haber dado muestras de una fe y una humildad tan grandes, no sólo le dio el Señor el cielo, sino la salud de su criado por añadidura.
Reflexión Espiritual para el día.
Preguntas qué has de hacer cuando sientes que te asaltan por todas partes fuerzas aparentemente irresistibles, por oleadas que te cubren y pretenden arrancarte del suelo. En ocasiones, estas oleadas proceden del sentimiento de ser rechazado, olvidado, mal entendido. Algunas veces proceden de la rabia, del resentimiento o incluso de un deseo de venganza; otras veces, de la autocompasión o del desprecio a nosotros mismos. Estas oleadas te hacen sentirte como un niño impotente, abandonado por sus padres.
¿Qué debes hacer? Toma la opción consciente de desplazar la atención desde tu corazón ansioso por estas oleadas para dirigirlo hacia aquel que camina sobre las olas y dice: «Soy yo. No tengáis miedo» (Mt 14,27; Mc 6,50; in 6,20). Continúa teniendo tu mirada fija en él, con la confianza de que él llevará la paz a tu corazón. Míralo y dile: «Señor, ten piedad». Dilo una vez y otra, pero no con ansiedad, sino con la confianza en que él está muy cerca de ti y llevará tu alma al reposo.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia. Lamentaciones 2, 2. 10-14. 18-19. Escalofriantes consecuencias de la guerra.
Jerusalén fue tomada el año 587. Históricamente era el fin de un pueblo. Teológicamente parecía el fin de una religión. La palabra de Yavé a través de su profeta Jeremías se había cumplido. En verdad, Yavé había hablado. Jeremías había sido su verdadero profeta.
Esta constatación histórica y teológica fue origen de dos situaciones antagónicas. La de quienes todo lo daban por perdido y la de unos pocos que seguían viendo en ello la mano de Yavé. Eran los verdaderos creyentes contra toda esperanza humana. Entre ellos, el autor de este cántico eclesiástico entresacado de las llamadas Lamentaciones de Jeremías.
El libro de las Lamentaciones está compuesto de cinco cánticos, obra de una misma pluma. La tradición judía y la cristiana junto con la versión alejandrina pensaron en Jeremías como autor. Algunos argumentos internos corroboran esta tradición común. Otros más decisivos de fondo y forma han confirmado la opinión contraria nacida en el s. XVIII. Hoy es opinión común atribuir estos cantos a un contemporáneo de Jeremías.
Escritas en verso, según el metro elegíaco, cada una de sus estrofas comienza por una letra del alefato. El sistema es, sin duda, artificial y adolece de falta de espontaneidad. Su autor era consciente de ello, pero no hemos de buscar la explicación en una posible decadencia literaria. Todo lo contrario. Con un mérito literario y poético excepcional el poeta inspirado, teólogo de los acontecimientos, ha pretendido servirse de una forma que permitiera a sus oyentes aprender y repetir con facilidad aquello que se les ofrecía. Por rebuscado que pueda parecernos, es lo suficientemente íntimo, fuerte, expresivo y directo como para reflejar el testimonio espontáneo de un testigo presencial.
El contenido doctrinal de los cinco cánticos está en línea con toda la predicación profética, especialmente jeremiana, de la que se presenta como su culminación. La ruina de Jerusalén y la suerte de sus moradores no es fruto casual de una fracasada política humana sino la culminación religiosa de todo un proceso de alejamiento humano-divino, que ha conducido al pueblo escogido a ese otro alejamiento simbólico del destierro. La lejanía de Dios les ha llevado a la lejanía del trono de Dios, de Jerusalén. Dios busca que esta experiencia física de soledad y distanciamiento divino les haga comprender la malicia afectiva y efectiva de su ruptura con Dios.
En la selección de que está compuesta la presente lectura se comienza presentando a Yavé como el realizador de la catástrofe que padecen. Lo hecho por el ejército de Nabucodonosor ha sido obra exclusiva de Yavé. Es la teología de la historia, que no es una historia falsificada sino una historia objetiva y verdadera contemplada desde la fe.
Bet. Los puntos neurálgicos de la vida del pueblo han sido destruidos por Yavé. Es la pena de su pecado. Socialmente, sus pastizales pisoteados; militarmente, derruidas sus fortalezas; política y religiosamente, el descendiente davídico y sus príncipes humillados.
Yod. La situación interna de sus moradores no es mejor, El autor se fija en los dos grupos más significativos:
las jovencitas, fuente de esperanzas, y los ancianos, garantía de prudencia y fidelidad. Unos y otras se sienten mudos y avergonzados, con los distintivos de duelo y dolor. No se atreven ni a levantar la cabeza. Ellas parecen ancianas prematuras y sin esperanzas. Ellos, Fracasados totales como guías del pueblo y responsables confesos de cuanto ha acontecido. Ahí están para risa y escarnio de los extranjeros.
Kaf. El profeta no es un observador crítico o justiciero. Es un hijo de Sión que padece en sus propias entrañas el dolor de su pueblo. Su mirar está estigmatizado con ojeras de muchos días. Su dolor es tan intenso e íntimo, que se siente hervir por dentro víctima de un cólico hepático. Física y moralmente se siente uno con el dolor de su pueblo. También él se confiesa pecador.
Lamed. A modo de ejemplo nos pinta una de las más estremecedoras escenas. Niños de pecho pidiendo algo que comer. Sus madres, secas, que no pueden darles nada de nada. Y los niños muriendo de hambre y sed por las calles o en el regazo materno. La tragedia aumenta al contemplar la muerte cebándose en estas víctimas inocentes.
Mem. Ni poéticamente encuentra nuestro autor algo semejante a lo que está padeciendo el pueblo de las predilecciones divinas. Su lamento es el tierno desahogo de un buen hijo que busca por todos medios consolar a su madre sin conseguirlo.
Num. Tiene que conformarse con señalar con el dedo a los culpables, los vanos y mentirosos visionarios que ocultan la herida ponzoñosa de su pueblo con falacias y retóricas, que les dejaban pingües ganancias. Sólo Jeremías había intentado curar la herida a costa de mucho dolor. Pero el pueblo prefería vivir del engaño adulador. Ahora sólo les queda aguantar que les hayan sido amputados sus miembros más importantes.
Sade. «Clama al Señor». Es el único camino de acercamiento a Dios.
Qof. Su llanto de arrepentimiento debe ser continuo, día y noche. El profeta no puede decirles más. Han pecado y deben sufrir la pena de su pecado. Cuál no debe ser la malicia del mal humano cuando el Padre, el Esposo, Yavé tiene que castigarlos hasta esos límites casi inhumanos. Si Dios no nos lo hubiera revelado, jamás nosotros nos lo hubiéramos imaginado. Ahora lo sabemos. La liturgia nos lo recuerda con motivo de la Pasión de Jesús para ver si llegamos a comprenderlo y nos convertimos. Mientras tanto el hombre, demasiado mecanizado, va perdiendo todos aquellos valores no computables en dinero. La palabra de Dios, bajo cualquier forma literaria, sigue interpelando al hombre de todos los tiempos. O la escuchamos proféticamente o sentiremos sobre nosotros la Tragedia de su cumplimiento. Porque la palabra de Dios se ha de cumplir.
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