27 de Junio 2010, MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. DOMINGO. XIII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (CIiclo C). Feria. o SANTA MARÍA EN SÁBADO. NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO. 1ª semana del Salterio. AÑO SANTOCOMPOSTELANO. SS. Cirilo de la Alejandria ob dc, Zoilo mr, Gudena, mr.
LITURGIA DE LA PALABRA.
1R 19, 16b.19-21. Eliseo se levantó y marchó tras Elías.
Sal 15 R/. Tu, Señor; eres el lote de mi heredad.
Gá 5,1.1-18. Vuestra vocación es la libertad.
Lc 9, 51-62. Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalen. Te seguiré adonde vayas.
Narra la vocación de un profeta, Eliseo. Es un rico campesino. Estaba arando su finca con doce yuntas de bueyes cuando lo encuentra Elías. Éste le echa encima su manto y con esto adquiere sobre él como cierto derecho. Eliseo no sabe negarse; sacrifica la pareja de bueyes con que araba, abandona su familia y se pone al servicio de Dios. Se dan en el caso de Eliseo las condiciones de una vocación especial: llamada de Dios, respuesta a la llamada, ruptura con el pasado y nuevo género de vida al servicio de su misión.
Nunca como hoy el ser humano ha sido tan sensible a la libertad; el ser humano prefiere la pobreza y la miseria antes que la falta de libertad. Pablo dice con relación a este tema: el cristiano es libre: la vocación cristiana es vocación a la libertad, esta libertad nos la conquistó Cristo; la libertad se expresa y alcanza su plenitud en el amor; ante el peligro de que muchos seres humanos caigan en el libertinaje so pretexto de libertad, Pablo les advierte que la verdadera libertad, la que viene del Espíritu, libera de la esclavitud de la carne y del egoísmo.
El tema fundamental del evangelio es la presentación de tres vocaciones. Lucas las coloca en el marco del viaje de Jesús y sus discípulos hacia Jerusalén. Jesús, al que quiere seguirle le exige: despego de los bienes y comodidades materiales, pues el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza; llamamiento de Dios; ruptura con el pasado y el presente, incluso con la propia familia, y seguimiento. Todo esto para que el discípulo quede libre y disponible para poder anunciar el Reino de Dios.
Las lecturas de hoy tienen un tema común: las exigencias de la vocación. En ellas descubrimos cómo subyace la necesidad del desprendimiento, de la renuncia, del abandono de las cosas y personas como exigencia para seguir a Jesús. Por eso, no existe respuesta a la llamada para ponerse al servicio del Reino de Dios, en aquellos que anteponen a Jesús condiciones o intereses personales.
El Evangelio nos dice que el desprendimiento exigido por Jesús a los tres candidatos a su seguimiento, es radical e inmediato. Se tiene, incluso, la impresión de una cierta dureza de parte de Jesús. Pero todo está puesto bajo el signo de la urgencia. Jesús ha iniciado “el viaje hacia Jerusalén”. Esta “subida” interminable (que ocupa 10 capítulos en el evangelio de Lucas) no se encuadra en una dimensión estrictamente geográfica, sino teológica: Jesús se encamina decididamente hacia el cumplimiento de su misión.
El viaje de Jesús a Jerusalén no es un viaje turístico. Por eso el maestro exige a los discípulos la conciencia del riesgo que comparte esa aventura: “la entrega de la propia vida”.
Se diría que Jesús hace todo lo posible para desanimar a los tres que pretenden seguirle a lo largo del camino. Parece que su intención es más la de rechazar que la de atraer, desilusionar más que seducir. En realidad, él no apaga el entusiasmo, sino las falsas ilusiones y los triunfalismos mesiánicos. Los discípulos deben ser conscientes de la dificultad de la empresa, de los sacrificios que comporta y de la gravedad de los compromisos que se asumen con aquella decisión.
Por tanto, seguir a Jesús exige:
- Disponibilidad para vivir en la inseguridad: “No tener nada, no llevar nada”. No se pone el acento en la pobreza absoluta, sino en la itinerancia. El discípulo lo mismo que Jesús, no puede programar, organizar la propia vida según criterios de exigencias personales, de “confort” individual.
- Ruptura con el pasado, con las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales que atan y generan la muerte. Es necesario que los nuevos discípulos miren adelante, que anuncien el Reino, para que desaparezca el pasado y viva el proyecto de Jesús.
- Decisión irrevocable. Nada de vacilaciones, nada de componendas, ninguna concesión a las añoranzas y recuerdos del pasado, el compromiso es total, definitivo, la elección irrevocable.
Hoy como ayer, Jesús sigue llamando a hombres y mujeres que dejándolo todo se comprometen con la causa del Evangelio y, tomando el arado sin mirar hacia atrás, entregan la propia vida en la construcción de un mundo nuevo donde reine la justicia y la igualdad entre los seres humanos.
Por otra parte, observamos una nota de tolerancia y paciencia pedagógica en el evangelio de hoy. Un celo apasionado de los discípulos es capaz de pensar en traer fuego a la tierra para consumir a todos los que no acepten a Jesús... Llevados por su celo no admiten que otros piensen de manera diversa, ni respetan el proceso personal o grupal que ellos llevan. Jesús «les reprocha» ese celo. Simplemente marcha a otra aldea, sin condenarlos y, mucho menos, sin querer enviarles fuego.
El seguimiento de Jesús es una invitación y un don de Dios, pero al mismo tiempo exige nuestra respuesta esforzada. Es pues un don y una conquista. Una invitación de Dios, y una meta que nos debemos proponer con tesón. Pero sólo por amor, por enamoramiento de la Causa de Jesús, podremos avanzar en el seguimiento. Ni las prescripciones legales, ni los encuadramientos jurídicos, ni las prescripciones ascéticas pueden suplir el papel que el amor, el amor directo a la Causa de Jesús y a Dios mismo a través de la persona de Jesús, tiene que jugar insustituiblemente en nuestras vidas llamadas.
Una vez que ese amor se ha instalado en nuestras vidas, todo lo legal sigue teniendo su sentido, pero es puesto en su propio lugar: relegado a un segundo plano. «Ama y haz lo que quieras», decía san Agustín; porque si amas, no vas a hacer «lo que quieras», sino lo que debes, lo que Dios amado espera de ti. Es la libertad del amor, sus dulces ataduras.
Una homilía para la celebración de hoy también podrá enfocarse desde el núcleo de la libertad religiosa. Jesús no acepta la intolerancia de los discípulos, que quisieran imponer a fuego la aceptación a su maestro. Y Pablo nos recuerda la vocación universal (de los cristianos y de todos los humanos, y de todos los pueblos) a la libertad, a vivir sin coacción su propia identidad, su propia cultura, su propia religión... El Vaticano II tomó decisiones históricas respecto a la libertad religiosa. Las posiciones de "cristiandad", de unión con el poder político, no son conformes con el evangelio. Y todo ello exige de los cristianos unas actitudes nuevas desde el fondo de nuestro corazón.
PRIMERA LECTURA.
1Reyes 19, 16b. 19-21
Eliseo se levantó y marchó tras Elías
En aquellos días, el Señor dijo a Elías: "Unge profeta sucesor tuyo a Eliseo, hijo de Safat, de Prado Bailén."
Elías se marchó y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas en fila, él con la última. Elías pasó a su lado y le echó encima el manto.
Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías y le pidió: "Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo."
Elías le dijo: "Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?"
Eliseo dio la vuelta, cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras Elías y se puso a su servicio.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 15
R/.Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: "Tú eres mi bien." El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. R.
Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. R.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha. R.
SEGUNDA LECTURA.
Gálatas 5, 1. 13-18
Vuestra vocación es la libertad
Hermanos: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.
Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud.
Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que
se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la Ley se concentra en esta frase: "Amarás al prójimo como a ti mismo."
Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente.
Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais.
En cambio, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 9, 51-62
Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Te seguiré adonde vayas
Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante.
De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: "Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?"
Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.
Mientras iban de camino, le dijo uno: "Te seguiré adonde vayas."
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza."
A otro le dijo: "Sígueme."
Él respondió: "Déjame primero ir a enterrar a mi padre."
Le contestó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios."
Otro le dijo: "Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia."
Jesús le contestó: "El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios."
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
1R 19, 16b.19-21. Eliseo se levantó y marchó tras Elías.
Sal 15 R/. Tu, Señor; eres el lote de mi heredad.
Gá 5,1.1-18. Vuestra vocación es la libertad.
Lc 9, 51-62. Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalen. Te seguiré adonde vayas.
Narra la vocación de un profeta, Eliseo. Es un rico campesino. Estaba arando su finca con doce yuntas de bueyes cuando lo encuentra Elías. Éste le echa encima su manto y con esto adquiere sobre él como cierto derecho. Eliseo no sabe negarse; sacrifica la pareja de bueyes con que araba, abandona su familia y se pone al servicio de Dios. Se dan en el caso de Eliseo las condiciones de una vocación especial: llamada de Dios, respuesta a la llamada, ruptura con el pasado y nuevo género de vida al servicio de su misión.
Nunca como hoy el ser humano ha sido tan sensible a la libertad; el ser humano prefiere la pobreza y la miseria antes que la falta de libertad. Pablo dice con relación a este tema: el cristiano es libre: la vocación cristiana es vocación a la libertad, esta libertad nos la conquistó Cristo; la libertad se expresa y alcanza su plenitud en el amor; ante el peligro de que muchos seres humanos caigan en el libertinaje so pretexto de libertad, Pablo les advierte que la verdadera libertad, la que viene del Espíritu, libera de la esclavitud de la carne y del egoísmo.
El tema fundamental del evangelio es la presentación de tres vocaciones. Lucas las coloca en el marco del viaje de Jesús y sus discípulos hacia Jerusalén. Jesús, al que quiere seguirle le exige: despego de los bienes y comodidades materiales, pues el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza; llamamiento de Dios; ruptura con el pasado y el presente, incluso con la propia familia, y seguimiento. Todo esto para que el discípulo quede libre y disponible para poder anunciar el Reino de Dios.
Las lecturas de hoy tienen un tema común: las exigencias de la vocación. En ellas descubrimos cómo subyace la necesidad del desprendimiento, de la renuncia, del abandono de las cosas y personas como exigencia para seguir a Jesús. Por eso, no existe respuesta a la llamada para ponerse al servicio del Reino de Dios, en aquellos que anteponen a Jesús condiciones o intereses personales.
El Evangelio nos dice que el desprendimiento exigido por Jesús a los tres candidatos a su seguimiento, es radical e inmediato. Se tiene, incluso, la impresión de una cierta dureza de parte de Jesús. Pero todo está puesto bajo el signo de la urgencia. Jesús ha iniciado “el viaje hacia Jerusalén”. Esta “subida” interminable (que ocupa 10 capítulos en el evangelio de Lucas) no se encuadra en una dimensión estrictamente geográfica, sino teológica: Jesús se encamina decididamente hacia el cumplimiento de su misión.
El viaje de Jesús a Jerusalén no es un viaje turístico. Por eso el maestro exige a los discípulos la conciencia del riesgo que comparte esa aventura: “la entrega de la propia vida”.
Se diría que Jesús hace todo lo posible para desanimar a los tres que pretenden seguirle a lo largo del camino. Parece que su intención es más la de rechazar que la de atraer, desilusionar más que seducir. En realidad, él no apaga el entusiasmo, sino las falsas ilusiones y los triunfalismos mesiánicos. Los discípulos deben ser conscientes de la dificultad de la empresa, de los sacrificios que comporta y de la gravedad de los compromisos que se asumen con aquella decisión.
Por tanto, seguir a Jesús exige:
- Disponibilidad para vivir en la inseguridad: “No tener nada, no llevar nada”. No se pone el acento en la pobreza absoluta, sino en la itinerancia. El discípulo lo mismo que Jesús, no puede programar, organizar la propia vida según criterios de exigencias personales, de “confort” individual.
- Ruptura con el pasado, con las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales que atan y generan la muerte. Es necesario que los nuevos discípulos miren adelante, que anuncien el Reino, para que desaparezca el pasado y viva el proyecto de Jesús.
- Decisión irrevocable. Nada de vacilaciones, nada de componendas, ninguna concesión a las añoranzas y recuerdos del pasado, el compromiso es total, definitivo, la elección irrevocable.
Hoy como ayer, Jesús sigue llamando a hombres y mujeres que dejándolo todo se comprometen con la causa del Evangelio y, tomando el arado sin mirar hacia atrás, entregan la propia vida en la construcción de un mundo nuevo donde reine la justicia y la igualdad entre los seres humanos.
Por otra parte, observamos una nota de tolerancia y paciencia pedagógica en el evangelio de hoy. Un celo apasionado de los discípulos es capaz de pensar en traer fuego a la tierra para consumir a todos los que no acepten a Jesús... Llevados por su celo no admiten que otros piensen de manera diversa, ni respetan el proceso personal o grupal que ellos llevan. Jesús «les reprocha» ese celo. Simplemente marcha a otra aldea, sin condenarlos y, mucho menos, sin querer enviarles fuego.
El seguimiento de Jesús es una invitación y un don de Dios, pero al mismo tiempo exige nuestra respuesta esforzada. Es pues un don y una conquista. Una invitación de Dios, y una meta que nos debemos proponer con tesón. Pero sólo por amor, por enamoramiento de la Causa de Jesús, podremos avanzar en el seguimiento. Ni las prescripciones legales, ni los encuadramientos jurídicos, ni las prescripciones ascéticas pueden suplir el papel que el amor, el amor directo a la Causa de Jesús y a Dios mismo a través de la persona de Jesús, tiene que jugar insustituiblemente en nuestras vidas llamadas.
Una vez que ese amor se ha instalado en nuestras vidas, todo lo legal sigue teniendo su sentido, pero es puesto en su propio lugar: relegado a un segundo plano. «Ama y haz lo que quieras», decía san Agustín; porque si amas, no vas a hacer «lo que quieras», sino lo que debes, lo que Dios amado espera de ti. Es la libertad del amor, sus dulces ataduras.
Una homilía para la celebración de hoy también podrá enfocarse desde el núcleo de la libertad religiosa. Jesús no acepta la intolerancia de los discípulos, que quisieran imponer a fuego la aceptación a su maestro. Y Pablo nos recuerda la vocación universal (de los cristianos y de todos los humanos, y de todos los pueblos) a la libertad, a vivir sin coacción su propia identidad, su propia cultura, su propia religión... El Vaticano II tomó decisiones históricas respecto a la libertad religiosa. Las posiciones de "cristiandad", de unión con el poder político, no son conformes con el evangelio. Y todo ello exige de los cristianos unas actitudes nuevas desde el fondo de nuestro corazón.
PRIMERA LECTURA.
1Reyes 19, 16b. 19-21
Eliseo se levantó y marchó tras Elías
En aquellos días, el Señor dijo a Elías: "Unge profeta sucesor tuyo a Eliseo, hijo de Safat, de Prado Bailén."
Elías se marchó y encontró a Eliseo, hijo de Safat, arando con doce yuntas en fila, él con la última. Elías pasó a su lado y le echó encima el manto.
Entonces Eliseo, dejando los bueyes, corrió tras Elías y le pidió: "Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo."
Elías le dijo: "Ve y vuelve; ¿quién te lo impide?"
Eliseo dio la vuelta, cogió la yunta de bueyes y los ofreció en sacrificio; hizo fuego con aperos, asó la carne y ofreció de comer a su gente; luego se levantó, marchó tras Elías y se puso a su servicio.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 15
R/.Tú, Señor, eres el lote de mi heredad.
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: "Tú eres mi bien." El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano. R.
Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. R.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha. R.
SEGUNDA LECTURA.
Gálatas 5, 1. 13-18
Vuestra vocación es la libertad
Hermanos: Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado.
Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud.
Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que
se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la Ley se concentra en esta frase: "Amarás al prójimo como a ti mismo."
Pero, atención: que si os mordéis y devoráis unos a otros, terminaréis por destruiros mutuamente.
Yo os lo digo: andad según el Espíritu y no realicéis los deseos de la carne; pues la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais.
En cambio, si os guía el Espíritu, no estáis bajo el dominio de la Ley.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 9, 51-62
Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Te seguiré adonde vayas
Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante.
De camino, entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: "Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?"
Él se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea.
Mientras iban de camino, le dijo uno: "Te seguiré adonde vayas."
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza."
A otro le dijo: "Sígueme."
Él respondió: "Déjame primero ir a enterrar a mi padre."
Le contestó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios."
Otro le dijo: "Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia."
Jesús le contestó: "El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios."
Palabra del Señor.
Primera lectura: 1 Reyes 19,16b.19-21
Este fragmento del primer libro de los Reyes pertenece al llamado «ciclo de Elías» (1 Re 17-2 Re 1): los capítulos que, ateniéndose a una historia de Elías preexistente, narran los acontecimientos, los milagros y el itinerario interior del profeta. Elías fue un sacerdote y profeta nacido en Galaad, Reino del Norte, y vivió en el siglo IX a. de C., en tiempos del rey Ajab. La tradición, de manera unánime, le considera como el hombre que encarna toda la pasión de Dios, las exigencias de su alianza y el radicalismo de su misión: «Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha» (Eclo 48,1).
Inmediatamente antes de nuestro fragmento encontramos a Elías en el monte Oreb, lugar en el que tuvo la experiencia decisiva de Dios, en medio de una intimidad al mismo tiempo delicada y consoladora (1 Re 19,1-18). De esta revelación de Dios, personal y sorprendente, aprende Elías de nuevo a confiar al Señor toda su propia misión y a recibir de sus manos el plan y el mensaje proféticos. En este punto, su acontecer se encamina hacia la conclusión; la última orden que el Señor le dirige es que elija a un sucesor: Eliseo, hijo de Safat.
En el centro de este episodio figura el gesto de Elías de echar su propio manto sobre los hombros de Eliseo. Se trata de un gesto que indica el «paso de propiedad»: Eliseo, envuelto en el manto, no se pertenece a partir de ahora, sino que pertenece a Dios y a su misión profética. También Eliseo, tal como aparece en el evangelio de Lucas (9,61ss), se ve situado ante su nueva y auténtica identidad, que le llama a dejarlo todo: a desarraigarse de su realidad, de su familia, para abrazar por completo la aventura que Dios le pone delante (v. 20). Esta nueva conciencia de sí mismo es expresada de una manera visible por Eliseo en la acción de matar los bueyes y cocer su carne para darla como alimento a su gente.
Comentario del Salmo 15
Este salmo es un himno de alabanza. Se alaba al Señor con todas las fuerzas y se le da gracias por todos los beneficios que ha concedido a una persona (1b-2) y a todo el pueblo (7-19). El salmista bendice a Dios e invita a todas las realidades creadas a que hagan lo mismo.
Es un salmo de confianza individual, en el que alguien expone su absoluta confianza en el Señor (2), al que considera su refugio (1), amigo íntimo (7) y alguien siempre cercano (8); en él pone una confianza total incluso ante la barrera fatal, la muerte (10), con el convencimiento de que Dios le mostrará el camino de la vida, proporcionándole una alegría perpetua (11).
Las traducciones de este salmo suelen diferir bastante unas de otras. La razón es que el texto original (hebreo) se encuentra en mal estado de conservación y tiene palabras incomprensibles. Tal vez sea posible identificar tres partes: 1; 2-6; 7-11. La primera funciona a modo de introducción, Incluye una petición (“Protégeme”) y presenta un gesto de confianza («pues me refugio en ti»).
La segunda (2-6) es una especie de profesión de fe. El salmista ha elegido al Señor como su bien (2), rechazando, por consiguiente, todos los ídolos y señores del inundo y todas las prácticas de idolatría a que dan lugar (3-4). Vuelve a hablar del Señor como su bien absoluto, diciendo que es la parte de la herencia —una herencia deliciosa, la más bella— que le ha tocado (en Israel, tradicionalmente, la herencia era la tierra) y su copa, en cuyas manos está el destino del salmista (5-6).
La tercera parte (7-11) viene marcada por la idea del camino, El Señor es el consejero permanente del fiel, incluso de noche (7); va caminando por delante, impidiendo que el salmista vacile (8), lo llena de alegría (9) y no permite que el fiel conozca la muerte (10), sino que le enseña el camino de la vida y le proporciona una alegría sin fin (11).
«Confianza» y «alegría» son dos términos característicos de este salmo. Ambas realidades provienen, de hecho, de la gran intimidad que hay entre el salmista y Dios. En efecto, el Señor va por delante, mostrándole el camino, pero también está a la derecha del fiel (el lugar más importante). La conclusión del salmo sitúa al fiel, lleno de gozo y felicidad, ante el Señor e, inmediatamente después, es el fiel el que está a la derecha de Dios. Este baile de posiciones (delante, a la derecha) pone de manifiesto la intimidad entre estos dos amigos y compañeros.
El cuerpo del salmista viene a ser como una especie de caja de resonancia en la que vibran la confianza y la alegría. Se habla de manos que evitan derramar libaciones a los ídolos y de labios que se niegan a pronunciar sus nombres (4); también se habla del corazón que se alegra, de las entrañas que exultan, de la carne (el cuerpo entero) que reposa serena (9), pues no conocerá el sepulcro, porque la muerte, la que destruye el cuerpo, va a ser destruida (10). Confianza, gozo, alegría e intimidad con Dios determinan la vida de esta persona noche y día (7)
Quien compuso este salmo vivía en una situación difícil caracterizada por un ambiente hostil, De hecho, se habla de los «dioses y señores de la tierra» (3) que multiplican las estatuas de dioses extraños e invitan a la gente a que invoquen el nombre de los ídolos y les presenten ofrendas (4). Estamos, por tanto, en un período de idolatría generalizada bajo el patrocinio de los «señores de la tierra», los poderosos. ¿Qué es lo que le sucede al que no acepta esta situación? El Antiguo Testamento registra algunos casos paradigmáticos: ¿Qué es lo que pretendía hacer Jezabel en contra del profeta Elías? ¿Qué hizo el rey Nabucodonosor con quien no adoró la estatua que había levantado? (cf Dan 3,1-23). ¿Y qué le sucedió a Eleazar cuando se negó a violar la ley de su pueblo que prohibía comer carne de cerdo? (cf 2Mac 6,18-31).
Algo parecido sucede en este salmo. Resulta difícil identificar la época en que surgió, pero es evidente que estamos viviendo un tiempo de idolatría generalizada, con el consiguiente conflicto entre los seguidores de los ídolos y los fieles al Señor. La gente va aceptando pasivamente los ídolos y les presentan ofrendas (las libaciones de sangre llevan a pensar en sacrificios humanos), abandonando de este modo el culto al Señor. Los que no se conforman, ponen en peligro su vida. Por eso el salmista, expresando su confianza absoluta en el Dios de la vida, afirma: «No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel que conozca el sepulcro» (10). Lleno de confianza, esta persona pide: “Protégeme, Dios mío, pues me refugio en ti” (1b), ya que es consciente de que su vida corre peligro.
Los versículos 5 y 6 hablan de la herencia, un lugar delicioso, la heredad más bella. Estas palabras nos recuerdan la tierra, el don sagrado que el Señor hace a su pueblo. Parece ser que este fiel ha perdido la tierra, la herencia del Señor, pero no la confianza.
Tratándose de un salmo de confianza, muestra a un Dios próximo, refugio, el bien supremo de la persona, herencia y copa del fiel, aquel que tiene en sus manos el destino de la criatura, consejero que instruye incluso de noche, que camina por delante, que se pone a la derecha de la persona, que no la deja morir sino que, más bien, le enseña el camino de la vida y pone al salmista a su derecha, el puesto de honor.
Este Dios sólo puede ser Yavé, «el Señor», el Dios compañero que, en el pasado, selló una Alianza con todo el pueblo. El salmista tiene esa confianza porque sabe que el Señor es el aliado fiel. Es algo que tiene en su mente, en su carne y en su sangre. Por eso manifiesta una confianza incondicional.
En el Nuevo Testamento, Jesús es motivo de confianza para el pueblo (Mc 5,36; 6,50; Jn 14,1; 16,33). El mismo manifiesta una absoluta confianza en el Padre (Jn 11,42).
Los primeros cristianos leyeron los versículos finales de este salmo a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús.
Este salmo es adecuado para cuando deseamos manifestar una total y absoluta confianza en Dios; podemos rezarlo cuando vemos cómo se multiplican los ídolos y las prácticas idolátricas; cuando sentimos la tentación de abandonar la fe; cuando nuestra vida corre peligro; cuando queremos expresar con el cuerpo el gozo y la alegría que nos produce creer en Dios...
Comentario de la Segunda lectura: Gálatas 5,1.13-18
El presente fragmento, tomado de la Carta a los Gálatas, nos sitúa de inmediato en medio del mensaje central del «evangelio paulino». Toda la predicación de Pablo se caracteriza por esta verdad fundamental. La muerte de Cristo y su resurrección liberan al hombre de la ley mosaica. Le liberan del poder de la carne o apetitos desordenados, o sea, de la tendencia natural a poner nuestro propio yo en el centro de la existencia, y —positivamente— le introducen en una condición nueva, en la cual la caridad es la única realidad que cuenta, porque es la única fuerza capaz de liberarle de las estrecheces de su egoísmo y de hacerle verdaderamente feliz.
Sin embargo, el creyente experimenta cada día dentro de sí que esta orientación a la libertad está amenazada, y de ahí que esté llamado a realizar elecciones concretas que le pongan de nuevo en su situación de verdad. Puede cambiar su libertad pretextando vivir según la lógica de su propio egoísmo: la libertad de la que habla Pablo es, en primer lugar, libertad de amar, capacidad de salir de las angustias del propio subjetivismo para abrir- se a la experiencia de la comunión. Es, en definitiva, ser libres de nosotros mismos: ser libres para los otros, a través de la renuncia voluntaria y continúa a querer vivir pensando y bastándonos a nosotros mismos.
Dentro de esta lógica, Pablo consigue recuperar el concepto mismo de ley. Y afirma con vigor que la caridad es el horizonte de todo el obrar humano (v. 14), que la única ley es ésta: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este camino de libertad lo recorre el hombre no en virtud de sus propias fuerzas, sino sólo mediante la gracia: el Espíritu Santo suscita en el corazón del hombre el deseo de caminar por el camino de la caridad y le pone en condiciones de hacer morir su propio yo y de sumergirse por completo en la lógica de la entrega total de sí mismo (v. 18).
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,51-62
Jesús, hijo unigénito, obediente al Padre, se dirige «de modo decidido» (literalmente, con rostro «duro») hacia Jerusalén (v. 51). La dureza de su rostro expresa la perfecta adhesión a la voluntad del Padre: nada puede distraerle de la meta. La suya es una decisión irrevocable, fruto del amor. Envía por delante a sus discípulos, a fin de que preparen el corazón de los hombres para la escucha de la Palabra. El punto de partida de su camino es un pueblo de Samaría, lugar que expresa bien la infidelidad del corazón de Israel y que podía ser considerado como el más excluido de todos.
Pero Jesús empieza precisamente desde aquí. Esta animosa elección no recibe acogida. Santiago y Juan no aceptan ese rechazo y reaccionan con vigor, incluso ante la actitud remisiva de Jesús: todavía no poseen la docilidad (v. 54). Mientras se acercan a otro pueblo, una persona desconocida encuentra en Jesús la clave de toda su vida y promete seguirle (v. 57). Jesús coloca entonces el deseo del hombre frente a la realidad de la llamada de Dios: se trata de una inversión de toda la existencia.
El seguimiento de Cristo es un camino de abandono total a la voluntad del Padre, y la señal de todo esto es la situación de pobreza radical en la que el discípulo debe estar dispuesto a encontrarse (v. 58). Lo que antes era fuente de seguridad ahora ya no puede serlo. La única fuente de estabilidad, la única certeza, es Cristo. Ante la petición de ocuparse de los deberes familiares, Jesús se muestra también clarísimo: no se puede anteponer nada a su amor (vv. 59ss), a fin de que el discípulo tenga un corazón libre, capaz de hacer suyos los sentimientos de Cristo, y pueda entregarse por completo a la voluntad del Padre para la edificación de su Reino (v. 62).
La liturgia de este domingo nos pone ante una palabra simplicísima, pero que tiene en sí un poder extraordinario: caridad. Es una palabra que brilla como una antorcha e ilumina nuestra existencia, llegando inmediatamente a las profundidades de nuestro corazón como una palabra capaz de discernir entre lo que el Espíritu ha engendrado en nosotros y lo que es fruto de nuestro egoísmo. Veamos cómo.
En la primera lectura, Eliseo, puesto ante la opción por Dios, una opción que incluye un “paso de propiedad” —de pertenecerse a sí mismo a pertenecerle a él y a su misión—, responde de inmediato con un gesto de entrega: da a los suyos todo lo que tiene y todo lo que es.
En esta línea se sitúa la invitación de Pablo a recorrer un camino de libertad. Somos libres cuando estamos dispuestos a dejarnos asir totalmente por la caridad de Cristo. El aspecto, el «rostro» de esta caridad nos lo muestra Lucas en su evangelio. El evangelista nos pone ante nuestros ojos el rostro «endurecido» —es decir, desfigurado— de Jesús por la pasión del Padre por todos sus hijos. Es una pasión tan fuerte que nada puede distraerle de su meta: llegar a Jerusalén, es decir, llegar al lugar de la comunión plena con la voluntad del Padre.
Quisiéramos detenernos ante este amor rebosante, para fijar en él la mirada de nuestro corazón, para escrutar su profundidad... y dejar que nuestra vida quede transfigurada.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,51-62, para nuestros Mayores. Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Te seguiré a donde vayas.
Eran muchas las personas que consideraban a Jesús un profeta, un gran profeta, pero el evangelio de hoy nos demuestra que era más que un profeta. El evangelio expresa una contraposición entre Jesús y Elías, a quien se consideraba el profeta más grande después de Moisés. Elías no nos dejó ningún escrito, pero se cuentan de él episodios extraordinarios, episodios no narrados de otros profetas, como, por ejemplo, Isaías y Jeremías.
La primera contraposición entre Jesús y Elías se manifiesta en la primera parte de la perícopa evangélica, en el episodio en el que los samaritanos rechazan a Jesús.
Éste se dirige de una manera resuelta hacia Jerusalén, donde sabe que se va a consumar su ministerio. Envía por delante a unos mensajeros, que se dirigen a una aldea samaritana y entran en ella para prepararle alojamiento. Sin embargo, los samaritanos no quieren recibirle, porque se dirige hacia Jerusalén. Existe, en efecto, una fuerte hostilidad entre los judíos y los samaritanos.
Al ver esto, los discípulos Santiago y Juan le dicen a Jesús: «¿Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?». Se trata de una reacción enérgica, como la que tuvo Elías en una ocasión (cf. 2 Reyes 1,9-17). Es probable que Santiago y Juan pensaran precisamente en lo que le sucedió a este profeta.
El rey Ocozías había enviado a un oficial con cincuenta hombres para buscar a Elías. «El oficial le dijo: Profeta, el rey manda que bajes». Elías le respondió: «Si soy un profeta, que caiga un rayo y te abrase a ti con tus hombres». Y así sucedió.
El rey mandó a Elías otro oficial con cincuenta hombres, y Elías le dio de nuevo la misma respuesta, y «cayó un rayo y abrasó al oficial y a sus hombres» (2 Reyes 1,9-12).
Elías tuvo, por tanto, una reacción muy enérgica, porque era consciente de su dignidad de profeta y de su privilegiada relación con Dios.
Jesús, en cambio, no acepta la propuesta de Santiago y Juan. El Evangelio dice que «se volvió y les regañó».
Jesús no es un profeta (en realidad, es más que un profeta) del tipo de Elías: es tolerante y humilde de corazón. Si la gente no quiere recibirle, se va a otra parte; no amenaza, no castiga, sino que espera que las personas se vuelvan benévolas y acogedoras.
La segunda diferencia entre Jesús y Elías se manifiesta en la respuesta que da Jesús a uno que quería hacerse discípulo suyo. Este le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia».
Esto parece una cosa muy humana. Y, en efecto, Elías acepta, en la primera lectura, una petición semejante que le hace Eliseo. Elías había recibido del Señor el encargo de ungir a Eliseo como profeta en su lugar. Lo encontró mientras estaba arando con los bueyes; Elías pasó a su lado y le echó encima su manto, para significar que tomaba posesión de él y lo hacía discípulo suyo (así como su sucesor). Eliseo corrió entonces detrás del profeta y le dijo: «Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo». Elías no puso ninguna objeción, y le dijo: «Ve y vuelve, ¿quién te lo impide?».
Jesús, en cambio, cuando uno le dijo «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia», le respondió con contundencia: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios». El contraste que aparece aquí entre Jesús y Elías va en el sentido de una exigencia mayor por parte de Jesús.
Así, si bien, por un lado, Jesús se muestra tolerante (cf. actitud con los samaritanos), por otro, se muestra muy exigente con los discípulos. A otro que se presenta le habla del mismo modo. Este hombre le dijo: «Déjame primero ir a enterrar a mi padre», y Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios».
¿Por qué se muestra Jesús tan exigente? Porque es consciente de la importancia radical, absoluta, de su propia misión. Por eso no admite la mínima duda, la mínima demora por parte de sus discípulos. Éstos deben mostrarse prontos a seguirle, renunciando a todo.
Jesús había dicho: «El que ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mateo 10,37). Para seguir a Jesús es preciso dejarlo todo. Es preciso dejar la propia situación habitual cómoda y aceptar una situación difícil, porque, como dice Jesús, «las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
La exigencia de Jesús es una exigencia inspirada en el amor, no en la severidad. En efecto, de este modo manifiesta plenamente su propia identidad divina. Y así los discípulos pueden acogerle con toda su riqueza, pueden tener una relación profunda con él.
Si Jesús no se mostrara exigente con nosotros, eso significaría que nuestra relación con él no es diferente de la que podamos tener con cualquier otro amigo o pariente. Nuestra relación con Jesús, sin embargo, es completamente distinta, porque él es el Hijo de Dios. Jesús fue enviado por el Padre para salvar al mundo, y su misión es de una importancia suprema.
La segunda lectura nos ofrece un mensaje que completa la perspectiva del Evangelio. El fragmento está tomado de la Carta a los Gálatas, en la que Pablo se opone a la adopción de la circuncisión según la ley de Moisés por parte de los gálatas y proclama la libertad cristiana.
Los cristianos no están obligados a todas las prácticas de la ley de Moisés. Ellos están en relación con Cristo, que les pone en una relación de filiación con Dios: son hijos de Dios en Cristo. En consecuencia, son hijos libres, no están vinculados a muchas prácticas antiguas, que constituían como una esclavitud.
El apóstol explica, a continuación, que Cristo nos ha liberado con su muerte, e insiste en nuestra libertad: «Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud». Mientras dice esto, Pablo tiene en la mente el deseo de los gálatas de observar las prescripciones de la ley de Moisés como si fuera una condición necesaria para la salvación. Según Pablo, sin embargo, basta la fe para obtener la salvación.
Ahora bien, el apóstol añade a este mensaje de libertad otro: «Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche el egoísmo». La libertad cristiana no se puede confundir con el libertinaje, con una vida disoluta. La libertad cristiana no va en este sentido, sino en el sentido de la caridad. Afirma Pablo:
«Sed esclavos unos de otros por amor».
La verdadera libertad no consiste en satisfacer el propio egoísmo, sino en el ejercicio del amor generoso. Quien sigue esta orientación, cumple todas las exigencias morales de la ley. «Porque toda la ley se concentra en esta frase: “Amarás al prójimo como a ti mismo”». El que vive en el amor no debe preocuparse de los mandamientos de la ley, porque los observa ya espontáneamente, y hace incluso más. Pablo afirma esto mismo en la Carta a los Romanos, diciendo: «Quien ama no hace mal al prójimo; por eso el amor es el cumplimiento cabal de la ley» (Romanos 13,10).
El apóstol describe, a renglón seguido, la situación en que nos encontramos cada uno de nosotros. Se trata de una situación de lucha, porque hay en nosotros dos tendencias opuestas: la del Espíritu y la de la carne. Con la expresión «deseos de la carne», Pablo no pretende indicar sólo las tendencias y los comportamientos contrarios a la castidad, sino todos nuestros deseos egoístas. Los deseos del Espíritu, en cambio, van en el sentido del amor generoso. Estamos como divididos por dentro entre estas dos tendencias: «Pues la carne desea contra el Espíritu y el Espíritu contra la carne». No es posible satisfacer al mismo tiempo los deseos de la carne y los del Espíritu: es preciso elegir.
No podemos hacer todo lo que querríamos. Afirma Pablo: «Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais». O seguimos al Espíritu, y entonces seremos libres, aunque tengamos que luchar contra los deseos egoístas de la carne; o bien nos dejamos llevar por éstos últimos, y entonces no tendremos una vida espiritual llena de valor. Todos estamos invitados a dejarnos guiar por el Espíritu, que pone en nosotros deseos de unión con Dios, de oración profunda, de caridad, de entrega al prójimo, de ánimo y de una vida bella (en el sentido de la belleza moral). Si nos dejamos guiar por el Espíritu, estaremos libres de la preocupación de observar la ley, porque ya haremos más de lo que nos pide la ley.
Esta enseñanza de Pablo es siempre actual. Tenemos que hacer necesariamente una elección en nuestra vida, saber lo que queremos realmente y, si optamos por el Espíritu, ser conscientes de que deberemos luchar contra la carne. No es posible vivir tranquilamente, aceptando todos los deseos que se presentan en nuestro corazón. También Jesús exige de nosotros una elección cuando nos dice que, si queremos ser discípulos suyos, deberemos tomar nuestra cruz y seguirle. Seguirle a él significa comprometerse con él en el amor a Dios y en el amor al prójimo: un ideal magnífico.
Pidamos al Señor que nos ayude a ser coherentes y a seguirle como verdaderos discípulos suyos.
Comentario del Santo Evangelio: (Lc 9,51-62), de Joven para joven. Liberarse o vincularse.
Generalmente nos gusta poder reservar el mayor número de posibilidades. Cada decisión implica un riesgo, una renuncia o incluso muchas renuncias. En caso de que algo no nos agrade y nos resulte incómodo, en caso de que surjan otras perspectivas prometedoras, nos gusta poder renunciar a la orientación asumida. Tenemos inclinación a probar, a cambiar. Quisiéramos liberarnos de lo que no nos complace, de lo que nos es difícil o molesto. Estas oscilaciones, esta apertura e indecisión atañen a nuestra relación con las cosas, con la misión recibida o con las personas. Jesús muestra aquí, por el contrario, la firmeza con la que él mismo se compromete y las firmes decisiones que pide de aquellos que deciden seguirlo.
Jesús es consciente de lo que le espera en Jerusalén. Ve aproximarse el destino de sufrimiento, muerte y resurrección. Cuando llega el momento, él rompe los puentes con Galilea y se dirige decididamente hacia Jerusalén; afronta impertérrito su destino. Con frecuencia, para nosotros es ya mucho aceptar el destino que se acerca y que no podemos eludir. Jesús, por el contrario, se acerca con decisión a su destino.
El rechazo que experimenta a lo largo del camino no le angustia. El recrimina a sus discípulos por sus propósitos violentos. Pide ser escuchado, pero deja a los hombres la libertad de acogerlo y no quiere forzar esta acogida. Su decisión no puede expresarse con medidas drásticas que no tengan en cuenta a los demás.
Sobre este camino, marchando decididamente al encuentro de su destino en Jerusalén, Jesús recuerda cuáles son las condiciones para seguirlo. Dos se acercan a él de manera espontánea y le dicen que querrían hacerlo. No sabemos lo que les pudo mover a ello. Evidentemente están fascinados por él y querrían estar con él. Otro es llamado por Jesús a seguirlo. En ninguno de los tres casos sabemos si ellos se unieron realmente a Jesús. Pero conocemos las circunstancias y las condiciones requeridas para el seguimiento.
El primero expresa su incondicionada disponibilidad: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le dice claramente lo que debe esperar en el seguimiento. Su propio camino está envuelto en imprevistos y pobreza. El no puede ofrecer la garantía y la comodidad de un alojamiento seguro. No posee nada así, no está vinculado a nada semejante y no se siente agobiado por tales preocupaciones. De este modo es libre para seguir su camino y para cumplir su misión. El persigue sólo este camino y esta misión. A ellos se sabe vinculado y para ellos se mantiene libre. Todo lo demás es secundario para él; todo lo demás lo acepta tal y como viene. Que Jesús no tenga un alojamiento seguro lo ha demostrado ya el viaje que acaba de hacer a través de Samaría. El depende de la acogida que se le da. Acepta ser rechazado y reemprende una nueva búsqueda. Renuncia a las ventajas de un lugar estable. Se libera así de las ataduras que entraña un lugar fijo, consiguiendo plena libertad para llevar a cabo su misión. Este es para él el punto decisivo, al que se vincula con total determinación. La misma renuncia, la misma libertad y la misma vinculación exige al que quiere seguirlo.
Los otros dos añaden condiciones a su disponibilidad para el seguimiento: «Déjame ir antes a enterrar a mi padre»; «déjame despedirme primero de mi familia». Por lo que se refiere al primero, no está claro si lo que quiere es esperar todavía hasta la muerte de su padre, haciéndose cargo de él hasta ese momento, o rendir el extremo homenaje al padre que acaba de morir. En cualquiera de los casos, Jesús no acepta estas condiciones, en las que siempre entra en juego la familia. Es innegable que sus palabras suenan muy duras (cf. 14,25-27). Expresan con extrema claridad que él exige un seguimiento incondicional. Quien quiere seguirlo debe decidirse totalmente por él y vincularse a él; no puede poner ninguna condición. Sólo con esta firmeza y decisión está en grado de ir con Jesús y de ponerse con él al servicio del anuncio del reino de Dios. Seguir a Jesús comporta continuamente renuncias dolorosas. Todo hombre está unido por naturaleza a sus padres y a su familia. Cada vez que acepta una nueva vinculación, estos lazos originarios deben ceder en parte (cf. Mc 10,7). Esto es inevitable también cuando se contrae una vinculación tan firme y decidida como la que Jesús pide a sus discípulos a la hora de seguirlo. Con sus palabras «duras», Jesús no legitima una falta de respeto y de amor en relación con la propia familia, pero sí subraya que el seguimiento implica un corte neto; que las relaciones vividas hasta ese momento no pueden continuar del mismo modo. La mirada no ha de quedar fija en el pasado, sino que debe dirigirse decididamente hacia adelante, hacia la persona de Jesús y hacia todo lo que comporta la vinculación con él. Esta vinculación exige algunas renuncias dolorosas no sólo en el ámbito de los bienes, sino también en el de las relaciones humanas. Pero nunca se ha de olvidar lo que aquí está en juego. La realidad decisiva es seguir a Jesús, la unión con él, el estar a su servicio. En función de esto, puede ser necesario hacer renuncias y romper ataduras precedentes. Pero jamás se debe llegar a la renuncia por la renuncia, a la simple falta de respeto y de amor.
Elevación Espiritual para este día.
Lo que nos hace avanzar por el camino es el amor a Dios y al prójimo. Quien ama corre, y la carrera es tanto más solícita cuanto más solícito es el amor. A un amor débil le corresponde un caminar lento, y si además le falta el amor, cuando alguien se detiene por el camino y añora la vida mundana es como si volviera la mirada atrás, sin mirar ya a la patria. No ayuda el que uno se ponga en camino y después, en vez de caminar, se vuelva atrás. Si alguien se ha puesto en camino —es decir, se ha hecho cristiano católico realmente— y mira hacia atrás dirigiendo todavía su amor al mundo, no hace más que volver al lugar de donde había partido.
Reflexión Espiritual para el día.
La caridad no es, en primer lugar, el amor al prójimo o el amor a Dios: es esa situación objetiva de estar en comunión, en alianza, que se desarrolla después en todas las relaciones, en todas las situaciones, en todas las exigencias que constituyen la existencia de un hombre. Por eso, desde el punto de vista cristiano, no hay una alternativa entre la comunión con Dios y la comunión con el prójimo; lo que hay más bien es la necesidad de dejarse prender, de dejarse «herir» por todas las exigencias de esta comunión y no darla ni como absolutamente obvia, considerándola como un dato de hecho para quien se ocupa de otras cosas, ni dejarla sin significado, como si el significado consistiera más bien en hacer esto o lo otro, en comprometerse con ésta o con aquella otra situación. Así pues, no existe el hombre y un montón de modos de entrar en comunión con las personas; existe el hombre definido por esta comunión, que asume el modo auténtico de vivir y traducir todas las relaciones; o sea, que asume el modo de Jesucristo. Es como decir que existe un modo auténtico de vivir, de asumir la vida y la muerte, de sufrir, de gozar, de amar, de obrar, de hablar, de actuar, de comprometerse, de callar: y este modo es el de Jesucristo.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Lc 9,51-62. Ajab
El que haya leído la famosa, larga, novela que el escritor americano Herman Melville publicó en 1851, Moby Dick, recordará la impresionante figura del capitán del ballenero Pequod, entregado a la captura de la poderosa y maligna ballena blanca, que en un viaje por mar le había cortado una pierna. Pues bien, el nombre de aquel comandante era en inglés Ahab, nombre que llevó un rey bíblico y que nosotros solemos transcribir por Ajab («herrano del padre»). Lo recordamos en este domingo porque la liturgia nos propone en la primera lectura un episodio de la vida del profeta Elías.
Este profeta era el más tenaz opositor del rey Ajab, hijo de Omrí, el fundador de Samaría, capital del reino separatista de Israel, que se había separado del reino de Judá, cuya capital era Jerusalén. Este soberano, que gobernó durante más de veinte años en la primera mitad del siglo IX a.C., se había casado con una hermosa y autoritaria princesa fenicia, Jezabel, hija del rey de Sidón. Fue ella la que manejó con más frecuencia el timón del Estado y la que convenció a su marido para que impusiese a la nación una religiosidad cada vez más de acuerdo con el modelo de su patria de origen.
Se difundió así un culto en relación con aquel dios Baal y con los relativos ritos de fertilidad que ya hemos presentado. Es fácil imaginar que, en el silencio de los súbditos temerosos de un poder cada vez más prevaricador, se levantase con fuerza la voz solitaria de Elías, fiel al Dios de los padres y dispuesto a denunciar cualquier injusticia que se perpetrara. Es célebre la ordalía del monte Carmelo (1Re 18), que ya hemos recordado en otra ocasión, como también lo fue el áspero ataque que el profeta dirigió contra el rey y su mujer con motivo de la expropiación forzosa de una tierra que era propiedad del campesino Nabot, al que además eliminaron a través de un farsante proceso (1Re 21).
La historia de Elías, tal como nos la cuenta el primer libro de los Reyes, se inicia precisamente enfrentándose directamente a Ajab con motivo de una sequía: «Elías, el tesbita, de Tisbé, en Galaad, dijo a Ajab: “Vive el Señor Dios de Israel, a cuyo servicio estoy: que en estos dos años no habrá lluvia ni rocío, mientras yo no lo diga”» (17,1). En realidad el reino de este soberano también se distinguió por una serie de hechos militares y políticos, ya que contaba con la fuerza del apoyo fenicio, gracias a su mujer. Se registraron resultados positivos incluso en las relaciones con el reino de Arán (Siria), tradicional y poderoso enemigo de Israel.
Sin embargo Ajab murió en una guerra contra ese Estado Fue herido en la batalla y «la sangre de su herida cayó al fondo del carro. Al ponerse el sol corrió esta orden por el campamento: “Cada cual a su ciudad, cada cual a su tierra, el rey ha muerto!”. Llevaron al rey a Samaría y allí lo enterraron. Lavaron el carro en la alberca de Samaría, los perros lamieron la sangre del rey y las prostitutas se bañaron en ella, como había dicho el Señor» por voz de Elías después de haberse perpetrado el delito hacia el campesino Nabot (1Re 22,35-38).
Inmediatamente antes de nuestro fragmento encontramos a Elías en el monte Oreb, lugar en el que tuvo la experiencia decisiva de Dios, en medio de una intimidad al mismo tiempo delicada y consoladora (1 Re 19,1-18). De esta revelación de Dios, personal y sorprendente, aprende Elías de nuevo a confiar al Señor toda su propia misión y a recibir de sus manos el plan y el mensaje proféticos. En este punto, su acontecer se encamina hacia la conclusión; la última orden que el Señor le dirige es que elija a un sucesor: Eliseo, hijo de Safat.
En el centro de este episodio figura el gesto de Elías de echar su propio manto sobre los hombros de Eliseo. Se trata de un gesto que indica el «paso de propiedad»: Eliseo, envuelto en el manto, no se pertenece a partir de ahora, sino que pertenece a Dios y a su misión profética. También Eliseo, tal como aparece en el evangelio de Lucas (9,61ss), se ve situado ante su nueva y auténtica identidad, que le llama a dejarlo todo: a desarraigarse de su realidad, de su familia, para abrazar por completo la aventura que Dios le pone delante (v. 20). Esta nueva conciencia de sí mismo es expresada de una manera visible por Eliseo en la acción de matar los bueyes y cocer su carne para darla como alimento a su gente.
Comentario del Salmo 15
Este salmo es un himno de alabanza. Se alaba al Señor con todas las fuerzas y se le da gracias por todos los beneficios que ha concedido a una persona (1b-2) y a todo el pueblo (7-19). El salmista bendice a Dios e invita a todas las realidades creadas a que hagan lo mismo.
Es un salmo de confianza individual, en el que alguien expone su absoluta confianza en el Señor (2), al que considera su refugio (1), amigo íntimo (7) y alguien siempre cercano (8); en él pone una confianza total incluso ante la barrera fatal, la muerte (10), con el convencimiento de que Dios le mostrará el camino de la vida, proporcionándole una alegría perpetua (11).
Las traducciones de este salmo suelen diferir bastante unas de otras. La razón es que el texto original (hebreo) se encuentra en mal estado de conservación y tiene palabras incomprensibles. Tal vez sea posible identificar tres partes: 1; 2-6; 7-11. La primera funciona a modo de introducción, Incluye una petición (“Protégeme”) y presenta un gesto de confianza («pues me refugio en ti»).
La segunda (2-6) es una especie de profesión de fe. El salmista ha elegido al Señor como su bien (2), rechazando, por consiguiente, todos los ídolos y señores del inundo y todas las prácticas de idolatría a que dan lugar (3-4). Vuelve a hablar del Señor como su bien absoluto, diciendo que es la parte de la herencia —una herencia deliciosa, la más bella— que le ha tocado (en Israel, tradicionalmente, la herencia era la tierra) y su copa, en cuyas manos está el destino del salmista (5-6).
La tercera parte (7-11) viene marcada por la idea del camino, El Señor es el consejero permanente del fiel, incluso de noche (7); va caminando por delante, impidiendo que el salmista vacile (8), lo llena de alegría (9) y no permite que el fiel conozca la muerte (10), sino que le enseña el camino de la vida y le proporciona una alegría sin fin (11).
«Confianza» y «alegría» son dos términos característicos de este salmo. Ambas realidades provienen, de hecho, de la gran intimidad que hay entre el salmista y Dios. En efecto, el Señor va por delante, mostrándole el camino, pero también está a la derecha del fiel (el lugar más importante). La conclusión del salmo sitúa al fiel, lleno de gozo y felicidad, ante el Señor e, inmediatamente después, es el fiel el que está a la derecha de Dios. Este baile de posiciones (delante, a la derecha) pone de manifiesto la intimidad entre estos dos amigos y compañeros.
El cuerpo del salmista viene a ser como una especie de caja de resonancia en la que vibran la confianza y la alegría. Se habla de manos que evitan derramar libaciones a los ídolos y de labios que se niegan a pronunciar sus nombres (4); también se habla del corazón que se alegra, de las entrañas que exultan, de la carne (el cuerpo entero) que reposa serena (9), pues no conocerá el sepulcro, porque la muerte, la que destruye el cuerpo, va a ser destruida (10). Confianza, gozo, alegría e intimidad con Dios determinan la vida de esta persona noche y día (7)
Quien compuso este salmo vivía en una situación difícil caracterizada por un ambiente hostil, De hecho, se habla de los «dioses y señores de la tierra» (3) que multiplican las estatuas de dioses extraños e invitan a la gente a que invoquen el nombre de los ídolos y les presenten ofrendas (4). Estamos, por tanto, en un período de idolatría generalizada bajo el patrocinio de los «señores de la tierra», los poderosos. ¿Qué es lo que le sucede al que no acepta esta situación? El Antiguo Testamento registra algunos casos paradigmáticos: ¿Qué es lo que pretendía hacer Jezabel en contra del profeta Elías? ¿Qué hizo el rey Nabucodonosor con quien no adoró la estatua que había levantado? (cf Dan 3,1-23). ¿Y qué le sucedió a Eleazar cuando se negó a violar la ley de su pueblo que prohibía comer carne de cerdo? (cf 2Mac 6,18-31).
Algo parecido sucede en este salmo. Resulta difícil identificar la época en que surgió, pero es evidente que estamos viviendo un tiempo de idolatría generalizada, con el consiguiente conflicto entre los seguidores de los ídolos y los fieles al Señor. La gente va aceptando pasivamente los ídolos y les presentan ofrendas (las libaciones de sangre llevan a pensar en sacrificios humanos), abandonando de este modo el culto al Señor. Los que no se conforman, ponen en peligro su vida. Por eso el salmista, expresando su confianza absoluta en el Dios de la vida, afirma: «No me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel que conozca el sepulcro» (10). Lleno de confianza, esta persona pide: “Protégeme, Dios mío, pues me refugio en ti” (1b), ya que es consciente de que su vida corre peligro.
Los versículos 5 y 6 hablan de la herencia, un lugar delicioso, la heredad más bella. Estas palabras nos recuerdan la tierra, el don sagrado que el Señor hace a su pueblo. Parece ser que este fiel ha perdido la tierra, la herencia del Señor, pero no la confianza.
Tratándose de un salmo de confianza, muestra a un Dios próximo, refugio, el bien supremo de la persona, herencia y copa del fiel, aquel que tiene en sus manos el destino de la criatura, consejero que instruye incluso de noche, que camina por delante, que se pone a la derecha de la persona, que no la deja morir sino que, más bien, le enseña el camino de la vida y pone al salmista a su derecha, el puesto de honor.
Este Dios sólo puede ser Yavé, «el Señor», el Dios compañero que, en el pasado, selló una Alianza con todo el pueblo. El salmista tiene esa confianza porque sabe que el Señor es el aliado fiel. Es algo que tiene en su mente, en su carne y en su sangre. Por eso manifiesta una confianza incondicional.
En el Nuevo Testamento, Jesús es motivo de confianza para el pueblo (Mc 5,36; 6,50; Jn 14,1; 16,33). El mismo manifiesta una absoluta confianza en el Padre (Jn 11,42).
Los primeros cristianos leyeron los versículos finales de este salmo a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús.
Este salmo es adecuado para cuando deseamos manifestar una total y absoluta confianza en Dios; podemos rezarlo cuando vemos cómo se multiplican los ídolos y las prácticas idolátricas; cuando sentimos la tentación de abandonar la fe; cuando nuestra vida corre peligro; cuando queremos expresar con el cuerpo el gozo y la alegría que nos produce creer en Dios...
Comentario de la Segunda lectura: Gálatas 5,1.13-18
El presente fragmento, tomado de la Carta a los Gálatas, nos sitúa de inmediato en medio del mensaje central del «evangelio paulino». Toda la predicación de Pablo se caracteriza por esta verdad fundamental. La muerte de Cristo y su resurrección liberan al hombre de la ley mosaica. Le liberan del poder de la carne o apetitos desordenados, o sea, de la tendencia natural a poner nuestro propio yo en el centro de la existencia, y —positivamente— le introducen en una condición nueva, en la cual la caridad es la única realidad que cuenta, porque es la única fuerza capaz de liberarle de las estrecheces de su egoísmo y de hacerle verdaderamente feliz.
Sin embargo, el creyente experimenta cada día dentro de sí que esta orientación a la libertad está amenazada, y de ahí que esté llamado a realizar elecciones concretas que le pongan de nuevo en su situación de verdad. Puede cambiar su libertad pretextando vivir según la lógica de su propio egoísmo: la libertad de la que habla Pablo es, en primer lugar, libertad de amar, capacidad de salir de las angustias del propio subjetivismo para abrir- se a la experiencia de la comunión. Es, en definitiva, ser libres de nosotros mismos: ser libres para los otros, a través de la renuncia voluntaria y continúa a querer vivir pensando y bastándonos a nosotros mismos.
Dentro de esta lógica, Pablo consigue recuperar el concepto mismo de ley. Y afirma con vigor que la caridad es el horizonte de todo el obrar humano (v. 14), que la única ley es ésta: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este camino de libertad lo recorre el hombre no en virtud de sus propias fuerzas, sino sólo mediante la gracia: el Espíritu Santo suscita en el corazón del hombre el deseo de caminar por el camino de la caridad y le pone en condiciones de hacer morir su propio yo y de sumergirse por completo en la lógica de la entrega total de sí mismo (v. 18).
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,51-62
Jesús, hijo unigénito, obediente al Padre, se dirige «de modo decidido» (literalmente, con rostro «duro») hacia Jerusalén (v. 51). La dureza de su rostro expresa la perfecta adhesión a la voluntad del Padre: nada puede distraerle de la meta. La suya es una decisión irrevocable, fruto del amor. Envía por delante a sus discípulos, a fin de que preparen el corazón de los hombres para la escucha de la Palabra. El punto de partida de su camino es un pueblo de Samaría, lugar que expresa bien la infidelidad del corazón de Israel y que podía ser considerado como el más excluido de todos.
Pero Jesús empieza precisamente desde aquí. Esta animosa elección no recibe acogida. Santiago y Juan no aceptan ese rechazo y reaccionan con vigor, incluso ante la actitud remisiva de Jesús: todavía no poseen la docilidad (v. 54). Mientras se acercan a otro pueblo, una persona desconocida encuentra en Jesús la clave de toda su vida y promete seguirle (v. 57). Jesús coloca entonces el deseo del hombre frente a la realidad de la llamada de Dios: se trata de una inversión de toda la existencia.
El seguimiento de Cristo es un camino de abandono total a la voluntad del Padre, y la señal de todo esto es la situación de pobreza radical en la que el discípulo debe estar dispuesto a encontrarse (v. 58). Lo que antes era fuente de seguridad ahora ya no puede serlo. La única fuente de estabilidad, la única certeza, es Cristo. Ante la petición de ocuparse de los deberes familiares, Jesús se muestra también clarísimo: no se puede anteponer nada a su amor (vv. 59ss), a fin de que el discípulo tenga un corazón libre, capaz de hacer suyos los sentimientos de Cristo, y pueda entregarse por completo a la voluntad del Padre para la edificación de su Reino (v. 62).
La liturgia de este domingo nos pone ante una palabra simplicísima, pero que tiene en sí un poder extraordinario: caridad. Es una palabra que brilla como una antorcha e ilumina nuestra existencia, llegando inmediatamente a las profundidades de nuestro corazón como una palabra capaz de discernir entre lo que el Espíritu ha engendrado en nosotros y lo que es fruto de nuestro egoísmo. Veamos cómo.
En la primera lectura, Eliseo, puesto ante la opción por Dios, una opción que incluye un “paso de propiedad” —de pertenecerse a sí mismo a pertenecerle a él y a su misión—, responde de inmediato con un gesto de entrega: da a los suyos todo lo que tiene y todo lo que es.
En esta línea se sitúa la invitación de Pablo a recorrer un camino de libertad. Somos libres cuando estamos dispuestos a dejarnos asir totalmente por la caridad de Cristo. El aspecto, el «rostro» de esta caridad nos lo muestra Lucas en su evangelio. El evangelista nos pone ante nuestros ojos el rostro «endurecido» —es decir, desfigurado— de Jesús por la pasión del Padre por todos sus hijos. Es una pasión tan fuerte que nada puede distraerle de su meta: llegar a Jerusalén, es decir, llegar al lugar de la comunión plena con la voluntad del Padre.
Quisiéramos detenernos ante este amor rebosante, para fijar en él la mirada de nuestro corazón, para escrutar su profundidad... y dejar que nuestra vida quede transfigurada.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,51-62, para nuestros Mayores. Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Te seguiré a donde vayas.
Eran muchas las personas que consideraban a Jesús un profeta, un gran profeta, pero el evangelio de hoy nos demuestra que era más que un profeta. El evangelio expresa una contraposición entre Jesús y Elías, a quien se consideraba el profeta más grande después de Moisés. Elías no nos dejó ningún escrito, pero se cuentan de él episodios extraordinarios, episodios no narrados de otros profetas, como, por ejemplo, Isaías y Jeremías.
La primera contraposición entre Jesús y Elías se manifiesta en la primera parte de la perícopa evangélica, en el episodio en el que los samaritanos rechazan a Jesús.
Éste se dirige de una manera resuelta hacia Jerusalén, donde sabe que se va a consumar su ministerio. Envía por delante a unos mensajeros, que se dirigen a una aldea samaritana y entran en ella para prepararle alojamiento. Sin embargo, los samaritanos no quieren recibirle, porque se dirige hacia Jerusalén. Existe, en efecto, una fuerte hostilidad entre los judíos y los samaritanos.
Al ver esto, los discípulos Santiago y Juan le dicen a Jesús: «¿Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?». Se trata de una reacción enérgica, como la que tuvo Elías en una ocasión (cf. 2 Reyes 1,9-17). Es probable que Santiago y Juan pensaran precisamente en lo que le sucedió a este profeta.
El rey Ocozías había enviado a un oficial con cincuenta hombres para buscar a Elías. «El oficial le dijo: Profeta, el rey manda que bajes». Elías le respondió: «Si soy un profeta, que caiga un rayo y te abrase a ti con tus hombres». Y así sucedió.
El rey mandó a Elías otro oficial con cincuenta hombres, y Elías le dio de nuevo la misma respuesta, y «cayó un rayo y abrasó al oficial y a sus hombres» (2 Reyes 1,9-12).
Elías tuvo, por tanto, una reacción muy enérgica, porque era consciente de su dignidad de profeta y de su privilegiada relación con Dios.
Jesús, en cambio, no acepta la propuesta de Santiago y Juan. El Evangelio dice que «se volvió y les regañó».
Jesús no es un profeta (en realidad, es más que un profeta) del tipo de Elías: es tolerante y humilde de corazón. Si la gente no quiere recibirle, se va a otra parte; no amenaza, no castiga, sino que espera que las personas se vuelvan benévolas y acogedoras.
La segunda diferencia entre Jesús y Elías se manifiesta en la respuesta que da Jesús a uno que quería hacerse discípulo suyo. Este le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia».
Esto parece una cosa muy humana. Y, en efecto, Elías acepta, en la primera lectura, una petición semejante que le hace Eliseo. Elías había recibido del Señor el encargo de ungir a Eliseo como profeta en su lugar. Lo encontró mientras estaba arando con los bueyes; Elías pasó a su lado y le echó encima su manto, para significar que tomaba posesión de él y lo hacía discípulo suyo (así como su sucesor). Eliseo corrió entonces detrás del profeta y le dijo: «Déjame decir adiós a mis padres; luego vuelvo y te sigo». Elías no puso ninguna objeción, y le dijo: «Ve y vuelve, ¿quién te lo impide?».
Jesús, en cambio, cuando uno le dijo «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia», le respondió con contundencia: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios». El contraste que aparece aquí entre Jesús y Elías va en el sentido de una exigencia mayor por parte de Jesús.
Así, si bien, por un lado, Jesús se muestra tolerante (cf. actitud con los samaritanos), por otro, se muestra muy exigente con los discípulos. A otro que se presenta le habla del mismo modo. Este hombre le dijo: «Déjame primero ir a enterrar a mi padre», y Jesús le respondió: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios».
¿Por qué se muestra Jesús tan exigente? Porque es consciente de la importancia radical, absoluta, de su propia misión. Por eso no admite la mínima duda, la mínima demora por parte de sus discípulos. Éstos deben mostrarse prontos a seguirle, renunciando a todo.
Jesús había dicho: «El que ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mateo 10,37). Para seguir a Jesús es preciso dejarlo todo. Es preciso dejar la propia situación habitual cómoda y aceptar una situación difícil, porque, como dice Jesús, «las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
La exigencia de Jesús es una exigencia inspirada en el amor, no en la severidad. En efecto, de este modo manifiesta plenamente su propia identidad divina. Y así los discípulos pueden acogerle con toda su riqueza, pueden tener una relación profunda con él.
Si Jesús no se mostrara exigente con nosotros, eso significaría que nuestra relación con él no es diferente de la que podamos tener con cualquier otro amigo o pariente. Nuestra relación con Jesús, sin embargo, es completamente distinta, porque él es el Hijo de Dios. Jesús fue enviado por el Padre para salvar al mundo, y su misión es de una importancia suprema.
La segunda lectura nos ofrece un mensaje que completa la perspectiva del Evangelio. El fragmento está tomado de la Carta a los Gálatas, en la que Pablo se opone a la adopción de la circuncisión según la ley de Moisés por parte de los gálatas y proclama la libertad cristiana.
Los cristianos no están obligados a todas las prácticas de la ley de Moisés. Ellos están en relación con Cristo, que les pone en una relación de filiación con Dios: son hijos de Dios en Cristo. En consecuencia, son hijos libres, no están vinculados a muchas prácticas antiguas, que constituían como una esclavitud.
El apóstol explica, a continuación, que Cristo nos ha liberado con su muerte, e insiste en nuestra libertad: «Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud». Mientras dice esto, Pablo tiene en la mente el deseo de los gálatas de observar las prescripciones de la ley de Moisés como si fuera una condición necesaria para la salvación. Según Pablo, sin embargo, basta la fe para obtener la salvación.
Ahora bien, el apóstol añade a este mensaje de libertad otro: «Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche el egoísmo». La libertad cristiana no se puede confundir con el libertinaje, con una vida disoluta. La libertad cristiana no va en este sentido, sino en el sentido de la caridad. Afirma Pablo:
«Sed esclavos unos de otros por amor».
La verdadera libertad no consiste en satisfacer el propio egoísmo, sino en el ejercicio del amor generoso. Quien sigue esta orientación, cumple todas las exigencias morales de la ley. «Porque toda la ley se concentra en esta frase: “Amarás al prójimo como a ti mismo”». El que vive en el amor no debe preocuparse de los mandamientos de la ley, porque los observa ya espontáneamente, y hace incluso más. Pablo afirma esto mismo en la Carta a los Romanos, diciendo: «Quien ama no hace mal al prójimo; por eso el amor es el cumplimiento cabal de la ley» (Romanos 13,10).
El apóstol describe, a renglón seguido, la situación en que nos encontramos cada uno de nosotros. Se trata de una situación de lucha, porque hay en nosotros dos tendencias opuestas: la del Espíritu y la de la carne. Con la expresión «deseos de la carne», Pablo no pretende indicar sólo las tendencias y los comportamientos contrarios a la castidad, sino todos nuestros deseos egoístas. Los deseos del Espíritu, en cambio, van en el sentido del amor generoso. Estamos como divididos por dentro entre estas dos tendencias: «Pues la carne desea contra el Espíritu y el Espíritu contra la carne». No es posible satisfacer al mismo tiempo los deseos de la carne y los del Espíritu: es preciso elegir.
No podemos hacer todo lo que querríamos. Afirma Pablo: «Hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais». O seguimos al Espíritu, y entonces seremos libres, aunque tengamos que luchar contra los deseos egoístas de la carne; o bien nos dejamos llevar por éstos últimos, y entonces no tendremos una vida espiritual llena de valor. Todos estamos invitados a dejarnos guiar por el Espíritu, que pone en nosotros deseos de unión con Dios, de oración profunda, de caridad, de entrega al prójimo, de ánimo y de una vida bella (en el sentido de la belleza moral). Si nos dejamos guiar por el Espíritu, estaremos libres de la preocupación de observar la ley, porque ya haremos más de lo que nos pide la ley.
Esta enseñanza de Pablo es siempre actual. Tenemos que hacer necesariamente una elección en nuestra vida, saber lo que queremos realmente y, si optamos por el Espíritu, ser conscientes de que deberemos luchar contra la carne. No es posible vivir tranquilamente, aceptando todos los deseos que se presentan en nuestro corazón. También Jesús exige de nosotros una elección cuando nos dice que, si queremos ser discípulos suyos, deberemos tomar nuestra cruz y seguirle. Seguirle a él significa comprometerse con él en el amor a Dios y en el amor al prójimo: un ideal magnífico.
Pidamos al Señor que nos ayude a ser coherentes y a seguirle como verdaderos discípulos suyos.
Comentario del Santo Evangelio: (Lc 9,51-62), de Joven para joven. Liberarse o vincularse.
Generalmente nos gusta poder reservar el mayor número de posibilidades. Cada decisión implica un riesgo, una renuncia o incluso muchas renuncias. En caso de que algo no nos agrade y nos resulte incómodo, en caso de que surjan otras perspectivas prometedoras, nos gusta poder renunciar a la orientación asumida. Tenemos inclinación a probar, a cambiar. Quisiéramos liberarnos de lo que no nos complace, de lo que nos es difícil o molesto. Estas oscilaciones, esta apertura e indecisión atañen a nuestra relación con las cosas, con la misión recibida o con las personas. Jesús muestra aquí, por el contrario, la firmeza con la que él mismo se compromete y las firmes decisiones que pide de aquellos que deciden seguirlo.
Jesús es consciente de lo que le espera en Jerusalén. Ve aproximarse el destino de sufrimiento, muerte y resurrección. Cuando llega el momento, él rompe los puentes con Galilea y se dirige decididamente hacia Jerusalén; afronta impertérrito su destino. Con frecuencia, para nosotros es ya mucho aceptar el destino que se acerca y que no podemos eludir. Jesús, por el contrario, se acerca con decisión a su destino.
El rechazo que experimenta a lo largo del camino no le angustia. El recrimina a sus discípulos por sus propósitos violentos. Pide ser escuchado, pero deja a los hombres la libertad de acogerlo y no quiere forzar esta acogida. Su decisión no puede expresarse con medidas drásticas que no tengan en cuenta a los demás.
Sobre este camino, marchando decididamente al encuentro de su destino en Jerusalén, Jesús recuerda cuáles son las condiciones para seguirlo. Dos se acercan a él de manera espontánea y le dicen que querrían hacerlo. No sabemos lo que les pudo mover a ello. Evidentemente están fascinados por él y querrían estar con él. Otro es llamado por Jesús a seguirlo. En ninguno de los tres casos sabemos si ellos se unieron realmente a Jesús. Pero conocemos las circunstancias y las condiciones requeridas para el seguimiento.
El primero expresa su incondicionada disponibilidad: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le dice claramente lo que debe esperar en el seguimiento. Su propio camino está envuelto en imprevistos y pobreza. El no puede ofrecer la garantía y la comodidad de un alojamiento seguro. No posee nada así, no está vinculado a nada semejante y no se siente agobiado por tales preocupaciones. De este modo es libre para seguir su camino y para cumplir su misión. El persigue sólo este camino y esta misión. A ellos se sabe vinculado y para ellos se mantiene libre. Todo lo demás es secundario para él; todo lo demás lo acepta tal y como viene. Que Jesús no tenga un alojamiento seguro lo ha demostrado ya el viaje que acaba de hacer a través de Samaría. El depende de la acogida que se le da. Acepta ser rechazado y reemprende una nueva búsqueda. Renuncia a las ventajas de un lugar estable. Se libera así de las ataduras que entraña un lugar fijo, consiguiendo plena libertad para llevar a cabo su misión. Este es para él el punto decisivo, al que se vincula con total determinación. La misma renuncia, la misma libertad y la misma vinculación exige al que quiere seguirlo.
Los otros dos añaden condiciones a su disponibilidad para el seguimiento: «Déjame ir antes a enterrar a mi padre»; «déjame despedirme primero de mi familia». Por lo que se refiere al primero, no está claro si lo que quiere es esperar todavía hasta la muerte de su padre, haciéndose cargo de él hasta ese momento, o rendir el extremo homenaje al padre que acaba de morir. En cualquiera de los casos, Jesús no acepta estas condiciones, en las que siempre entra en juego la familia. Es innegable que sus palabras suenan muy duras (cf. 14,25-27). Expresan con extrema claridad que él exige un seguimiento incondicional. Quien quiere seguirlo debe decidirse totalmente por él y vincularse a él; no puede poner ninguna condición. Sólo con esta firmeza y decisión está en grado de ir con Jesús y de ponerse con él al servicio del anuncio del reino de Dios. Seguir a Jesús comporta continuamente renuncias dolorosas. Todo hombre está unido por naturaleza a sus padres y a su familia. Cada vez que acepta una nueva vinculación, estos lazos originarios deben ceder en parte (cf. Mc 10,7). Esto es inevitable también cuando se contrae una vinculación tan firme y decidida como la que Jesús pide a sus discípulos a la hora de seguirlo. Con sus palabras «duras», Jesús no legitima una falta de respeto y de amor en relación con la propia familia, pero sí subraya que el seguimiento implica un corte neto; que las relaciones vividas hasta ese momento no pueden continuar del mismo modo. La mirada no ha de quedar fija en el pasado, sino que debe dirigirse decididamente hacia adelante, hacia la persona de Jesús y hacia todo lo que comporta la vinculación con él. Esta vinculación exige algunas renuncias dolorosas no sólo en el ámbito de los bienes, sino también en el de las relaciones humanas. Pero nunca se ha de olvidar lo que aquí está en juego. La realidad decisiva es seguir a Jesús, la unión con él, el estar a su servicio. En función de esto, puede ser necesario hacer renuncias y romper ataduras precedentes. Pero jamás se debe llegar a la renuncia por la renuncia, a la simple falta de respeto y de amor.
Elevación Espiritual para este día.
Lo que nos hace avanzar por el camino es el amor a Dios y al prójimo. Quien ama corre, y la carrera es tanto más solícita cuanto más solícito es el amor. A un amor débil le corresponde un caminar lento, y si además le falta el amor, cuando alguien se detiene por el camino y añora la vida mundana es como si volviera la mirada atrás, sin mirar ya a la patria. No ayuda el que uno se ponga en camino y después, en vez de caminar, se vuelva atrás. Si alguien se ha puesto en camino —es decir, se ha hecho cristiano católico realmente— y mira hacia atrás dirigiendo todavía su amor al mundo, no hace más que volver al lugar de donde había partido.
Reflexión Espiritual para el día.
La caridad no es, en primer lugar, el amor al prójimo o el amor a Dios: es esa situación objetiva de estar en comunión, en alianza, que se desarrolla después en todas las relaciones, en todas las situaciones, en todas las exigencias que constituyen la existencia de un hombre. Por eso, desde el punto de vista cristiano, no hay una alternativa entre la comunión con Dios y la comunión con el prójimo; lo que hay más bien es la necesidad de dejarse prender, de dejarse «herir» por todas las exigencias de esta comunión y no darla ni como absolutamente obvia, considerándola como un dato de hecho para quien se ocupa de otras cosas, ni dejarla sin significado, como si el significado consistiera más bien en hacer esto o lo otro, en comprometerse con ésta o con aquella otra situación. Así pues, no existe el hombre y un montón de modos de entrar en comunión con las personas; existe el hombre definido por esta comunión, que asume el modo auténtico de vivir y traducir todas las relaciones; o sea, que asume el modo de Jesucristo. Es como decir que existe un modo auténtico de vivir, de asumir la vida y la muerte, de sufrir, de gozar, de amar, de obrar, de hablar, de actuar, de comprometerse, de callar: y este modo es el de Jesucristo.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Lc 9,51-62. Ajab
El que haya leído la famosa, larga, novela que el escritor americano Herman Melville publicó en 1851, Moby Dick, recordará la impresionante figura del capitán del ballenero Pequod, entregado a la captura de la poderosa y maligna ballena blanca, que en un viaje por mar le había cortado una pierna. Pues bien, el nombre de aquel comandante era en inglés Ahab, nombre que llevó un rey bíblico y que nosotros solemos transcribir por Ajab («herrano del padre»). Lo recordamos en este domingo porque la liturgia nos propone en la primera lectura un episodio de la vida del profeta Elías.
Este profeta era el más tenaz opositor del rey Ajab, hijo de Omrí, el fundador de Samaría, capital del reino separatista de Israel, que se había separado del reino de Judá, cuya capital era Jerusalén. Este soberano, que gobernó durante más de veinte años en la primera mitad del siglo IX a.C., se había casado con una hermosa y autoritaria princesa fenicia, Jezabel, hija del rey de Sidón. Fue ella la que manejó con más frecuencia el timón del Estado y la que convenció a su marido para que impusiese a la nación una religiosidad cada vez más de acuerdo con el modelo de su patria de origen.
Se difundió así un culto en relación con aquel dios Baal y con los relativos ritos de fertilidad que ya hemos presentado. Es fácil imaginar que, en el silencio de los súbditos temerosos de un poder cada vez más prevaricador, se levantase con fuerza la voz solitaria de Elías, fiel al Dios de los padres y dispuesto a denunciar cualquier injusticia que se perpetrara. Es célebre la ordalía del monte Carmelo (1Re 18), que ya hemos recordado en otra ocasión, como también lo fue el áspero ataque que el profeta dirigió contra el rey y su mujer con motivo de la expropiación forzosa de una tierra que era propiedad del campesino Nabot, al que además eliminaron a través de un farsante proceso (1Re 21).
La historia de Elías, tal como nos la cuenta el primer libro de los Reyes, se inicia precisamente enfrentándose directamente a Ajab con motivo de una sequía: «Elías, el tesbita, de Tisbé, en Galaad, dijo a Ajab: “Vive el Señor Dios de Israel, a cuyo servicio estoy: que en estos dos años no habrá lluvia ni rocío, mientras yo no lo diga”» (17,1). En realidad el reino de este soberano también se distinguió por una serie de hechos militares y políticos, ya que contaba con la fuerza del apoyo fenicio, gracias a su mujer. Se registraron resultados positivos incluso en las relaciones con el reino de Arán (Siria), tradicional y poderoso enemigo de Israel.
Sin embargo Ajab murió en una guerra contra ese Estado Fue herido en la batalla y «la sangre de su herida cayó al fondo del carro. Al ponerse el sol corrió esta orden por el campamento: “Cada cual a su ciudad, cada cual a su tierra, el rey ha muerto!”. Llevaron al rey a Samaría y allí lo enterraron. Lavaron el carro en la alberca de Samaría, los perros lamieron la sangre del rey y las prostitutas se bañaron en ella, como había dicho el Señor» por voz de Elías después de haberse perpetrado el delito hacia el campesino Nabot (1Re 22,35-38).
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