4 de julio de 2010, MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. DOMINGO XIV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO.(CIiclo C). 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. JORNADA DE RESPONSABILIDAD DEL TRÁFICO. SS. Isabel de Portugal re, Valentín de Berriochoa ob mr, Perta ab. Beatos Pedro Jorge Frassati. la.
LITURGIA DE LA PALABRA
Is 66, 10-14c: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Salmo 65: Aclamen al Señor, tierra entera.
Gal 6, 14-18: Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Lc 10, 1-12, 17-20: La cosecha es abundante
La alegría del pueblo de Israel cuando contempla su renacer después de todas las amarguras del destierro la muestra el tercer Isaías con la figura del parto y los hijos recién nacidos que necesitan de la madre para mamar de sus pechos y recibir sus consuelos, los llevaran en sus brazos y sobre las rodillas los acariciarán. Están en la mano del Señor y como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.
La figura de Dios Madre es muy querida para los profetas. Sin duda la experiencia familiar del padre, de la madre y de los hijos, es quizás la más admirable y comprensible para todos, cuando se quiere hablar del amor de Dios.
Cuando la Biblia habla de Dios Padre, ciertamente no está determinando el género masculino de la divinidad. Es cierto que esta denominación y esta traducción están condicionadas sociológicamente y sancionadas por una sociedad de carácter varonil. Pero, realmente, a Dios no se le quiere concebir simplemente como a un varón. Sobre todo en los profetas, Dios presenta rasgos femeninos maternales. La noción de Padre aplicada a Dios, debe interpretarse simbólicamente. Padre es un símbolo patriarcal -con rasgos maternales-, de una realidad transhumana y transexual que es la primera y la última de todas.
El profeta Oseas en el capítulo undécimo, trae uno de los textos más bellos del Antiguo Testamento. La experiencia del amor de Dios hace decir al profeta que el Señor ha ejercido las tareas de un padre-madre con el pueblo. También otros profetas presentan a Dios con características materno-paternales: un Dios que consuela a los hijos que se marchan llorando, porque los conduce hacia torrentes por vía llana y sin tropiezos (Jer 31,9); un Dios a quien le duele reprenderlos: ¡Si es mi hijo querido Efraim, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión. (Jer 31,20).
Esa ternura del amor de Dios queda expresada de manera inigualable en la figura de la madre: ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré (Is 49,15).
Como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo (Is 66,13). Realmente el pueblo se sentía hijo de Yahveh. Desde la primera experiencia salvífica de Dios en la salida de Egipto, el Señor ordenó a Moisés decir al Faraón: Así dice el Señor. Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva (Ex 4,23). Y esa seguridad que la experiencia de Dios-Padre daba a los israelitas no les permitía sentirse huérfanos porque, si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá (Sal 27, 10).
La paternidad de Dios evocaba también una atención especial y una relación de protección de frente a aquellos que necesitaban ayuda y cuidado. Los profetas muestran la predilección de Dios por los pobres, los pecadores, los huérfanos y las viudas, en una palabra por todos aquellos que sólo podían esperar la salvación de la intervención amorosa del Padre-Madre que se preocupa más por los hijos desprotegidos y abandonados que por los demás.
El salmo, se trata de un salmo cuya primera parte es un himno de alabanza y luego, a partir del versículo 13 continúa con una acción de gracias.
Los motivos de la alabanza son el poder soberano de Dios en favor de la humanidad, los prodigios que vivió el pueblo a la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo y como se fueron rindiendo los enemigos.
Se invita a todos los pueblos a alabar al Señor, ya no por las acciones pasadas sino por los beneficios a la comunidad del salmista que se convierten entonces en motivos para la acción de gracias, peligros y pruebas ante las cuales la comunidad acude al Señor quien los escucha.
Todo el salmo es una invitación a los oyentes: la tierra entera, el pueblo de Israel, y los fieles a Dios, para alabar al Señor y dar gracias, porque Dios nos salva y nos protege aunque nos haga pasar por fuertes pruebas.
La segunda lectura,¿Para qué ser bien vistos en lo humano si no puedo gloriarme en la cruz de Cristo?
En la despedida de su carta a los Gálatas, Pablo de manera muy sintética reafirma dos de sus temas preferidos. La salvación no se da por la ley, y el hombre en Cristo es una nueva criatura.
La circuncisión era una muestra clara del cumplimiento de la Ley, pero Pablo les dice a los Gálatas que la salvación no proviene de la ley sino de Cristo. Y se apoya en la Cruz, signo de ignominia para los romanos, los paganos y los judíos, que ahora es el signo de la victoria y de la salvación, y por eso Pablo se gloría en ella, como también todos los cristianos, porque de ella brota la vida.
Circuncidarse o no circuncidarse no es lo importante. Lo importante es renacer como nueva criatura. El mundo de la ley ha muerto. Ya no hay diferencia entre judíos y paganos. Ya no hay circuncisos e incircuncisos, lo único que cuenta es el hombre nuevo, el hombre que es capaz de superar la tragedia del pecado y realizar el proceso de la resurrección de Jesús, para vivir como una persona nueva.
Por segunda vez en el evangelio de Lucas, Jesús envía a sus discípulos a la misión. Ahora la época de la cosecha ha llegado y es necesario muchos obreros para recoger la mies; son setenta y dos, un número que evoca la traducción de los Setenta en Génesis 10, en donde aparecen setenta y dos naciones paganas. Jesús va camino hacia Jerusalén, el camino que debe ser modelo del camino de la Iglesia futura. Salen de dos en dos para que el testimonio tenga valor jurídico según la ley judía (cfr. Dt 17,6; 19,15).
La misión no será fácil; debe llevarse a cabo en medio de la pobreza, sin alforjas ni provisiones. La misión es urgente y nada puede estorbarla, por eso no pueden detenerse a saludar durante el camino; tampoco los discípulos deben forzar a nadie para que los escuchen pero sí es el deber anunciar la proximidad del Reino.
Este modelo de evangelización es siempre actual. Ciertamente es una tarea difícil si se quiere ser fieles al evangelio de Jesús. Muchas veces por una falsa comprensión de la inculturación se hacen concesiones que van contra la esencia del evangelio.
Cuando los discípulos regresan de la misión están llenos de alegría. Hay una expresión que merece un poco de atención: Hasta los demonios se nos someten en tu nombre. ¿Qué significado tienen los demonios? Una breve explicación del término se dará al final.
Jesús manifiesta su alegría porque se han vencido las fuerzas del mal, porque él rechaza cualquier forma de dominio, y exhorta a sus discípulos a no vanagloriarse por las cosas de este mundo. Lo importante es tener el nombre inscrito en el cielo, es decir participar de las exigencias del Reino y vivir de acuerdo con ellas (cfr. Ex 32,32).
Hay otro motivo de alegría para bendecir la Padre. Sus discípulos son una muestra de que el Reino se revela a los sencillos y humildes. No son los conocimientos lo que permite la experiencia del Reino. Es esa experiencia de Dios por medio del contacto íntimo con Jesús y su seguimiento.
PRIMERA LECTURA
Isaías 66, 10-14c
Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto.
Mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes. Porque así dice el Señor: "Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado; la mano del Señor se manifestará a sus siervos."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 65
R/.Aclamad al Señor, tierra entera.
Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre; cantad himnos a su gloria; decid a Dios: "¡Qué temibles son tus obras!" R.
Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres. R.
Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río. Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente. R.
Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Bendito sea Dios, que no rechazó mi suplica, ni me retiró su favor. R.
SEGUNDA LECTURA.
Gálatas 6, 14-18
Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino una criatura nueva. La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios. En adelante, que nadie me venga con molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos. Amén.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 10, 1-12, 17-20
Descansará sobre ellos vuestra paz
En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: "La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies.
¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: "Paz a esta casa." Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: "Está cerca de vosotros el reino de Dios." Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: "Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios." Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo." Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre." Él les contestó: "Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo."
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA
Is 66, 10-14c: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Salmo 65: Aclamen al Señor, tierra entera.
Gal 6, 14-18: Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Lc 10, 1-12, 17-20: La cosecha es abundante
La alegría del pueblo de Israel cuando contempla su renacer después de todas las amarguras del destierro la muestra el tercer Isaías con la figura del parto y los hijos recién nacidos que necesitan de la madre para mamar de sus pechos y recibir sus consuelos, los llevaran en sus brazos y sobre las rodillas los acariciarán. Están en la mano del Señor y como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo.
La figura de Dios Madre es muy querida para los profetas. Sin duda la experiencia familiar del padre, de la madre y de los hijos, es quizás la más admirable y comprensible para todos, cuando se quiere hablar del amor de Dios.
Cuando la Biblia habla de Dios Padre, ciertamente no está determinando el género masculino de la divinidad. Es cierto que esta denominación y esta traducción están condicionadas sociológicamente y sancionadas por una sociedad de carácter varonil. Pero, realmente, a Dios no se le quiere concebir simplemente como a un varón. Sobre todo en los profetas, Dios presenta rasgos femeninos maternales. La noción de Padre aplicada a Dios, debe interpretarse simbólicamente. Padre es un símbolo patriarcal -con rasgos maternales-, de una realidad transhumana y transexual que es la primera y la última de todas.
El profeta Oseas en el capítulo undécimo, trae uno de los textos más bellos del Antiguo Testamento. La experiencia del amor de Dios hace decir al profeta que el Señor ha ejercido las tareas de un padre-madre con el pueblo. También otros profetas presentan a Dios con características materno-paternales: un Dios que consuela a los hijos que se marchan llorando, porque los conduce hacia torrentes por vía llana y sin tropiezos (Jer 31,9); un Dios a quien le duele reprenderlos: ¡Si es mi hijo querido Efraim, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión. (Jer 31,20).
Esa ternura del amor de Dios queda expresada de manera inigualable en la figura de la madre: ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré (Is 49,15).
Como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo (Is 66,13). Realmente el pueblo se sentía hijo de Yahveh. Desde la primera experiencia salvífica de Dios en la salida de Egipto, el Señor ordenó a Moisés decir al Faraón: Así dice el Señor. Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva (Ex 4,23). Y esa seguridad que la experiencia de Dios-Padre daba a los israelitas no les permitía sentirse huérfanos porque, si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá (Sal 27, 10).
La paternidad de Dios evocaba también una atención especial y una relación de protección de frente a aquellos que necesitaban ayuda y cuidado. Los profetas muestran la predilección de Dios por los pobres, los pecadores, los huérfanos y las viudas, en una palabra por todos aquellos que sólo podían esperar la salvación de la intervención amorosa del Padre-Madre que se preocupa más por los hijos desprotegidos y abandonados que por los demás.
El salmo, se trata de un salmo cuya primera parte es un himno de alabanza y luego, a partir del versículo 13 continúa con una acción de gracias.
Los motivos de la alabanza son el poder soberano de Dios en favor de la humanidad, los prodigios que vivió el pueblo a la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo y como se fueron rindiendo los enemigos.
Se invita a todos los pueblos a alabar al Señor, ya no por las acciones pasadas sino por los beneficios a la comunidad del salmista que se convierten entonces en motivos para la acción de gracias, peligros y pruebas ante las cuales la comunidad acude al Señor quien los escucha.
Todo el salmo es una invitación a los oyentes: la tierra entera, el pueblo de Israel, y los fieles a Dios, para alabar al Señor y dar gracias, porque Dios nos salva y nos protege aunque nos haga pasar por fuertes pruebas.
La segunda lectura,¿Para qué ser bien vistos en lo humano si no puedo gloriarme en la cruz de Cristo?
En la despedida de su carta a los Gálatas, Pablo de manera muy sintética reafirma dos de sus temas preferidos. La salvación no se da por la ley, y el hombre en Cristo es una nueva criatura.
La circuncisión era una muestra clara del cumplimiento de la Ley, pero Pablo les dice a los Gálatas que la salvación no proviene de la ley sino de Cristo. Y se apoya en la Cruz, signo de ignominia para los romanos, los paganos y los judíos, que ahora es el signo de la victoria y de la salvación, y por eso Pablo se gloría en ella, como también todos los cristianos, porque de ella brota la vida.
Circuncidarse o no circuncidarse no es lo importante. Lo importante es renacer como nueva criatura. El mundo de la ley ha muerto. Ya no hay diferencia entre judíos y paganos. Ya no hay circuncisos e incircuncisos, lo único que cuenta es el hombre nuevo, el hombre que es capaz de superar la tragedia del pecado y realizar el proceso de la resurrección de Jesús, para vivir como una persona nueva.
Por segunda vez en el evangelio de Lucas, Jesús envía a sus discípulos a la misión. Ahora la época de la cosecha ha llegado y es necesario muchos obreros para recoger la mies; son setenta y dos, un número que evoca la traducción de los Setenta en Génesis 10, en donde aparecen setenta y dos naciones paganas. Jesús va camino hacia Jerusalén, el camino que debe ser modelo del camino de la Iglesia futura. Salen de dos en dos para que el testimonio tenga valor jurídico según la ley judía (cfr. Dt 17,6; 19,15).
La misión no será fácil; debe llevarse a cabo en medio de la pobreza, sin alforjas ni provisiones. La misión es urgente y nada puede estorbarla, por eso no pueden detenerse a saludar durante el camino; tampoco los discípulos deben forzar a nadie para que los escuchen pero sí es el deber anunciar la proximidad del Reino.
Este modelo de evangelización es siempre actual. Ciertamente es una tarea difícil si se quiere ser fieles al evangelio de Jesús. Muchas veces por una falsa comprensión de la inculturación se hacen concesiones que van contra la esencia del evangelio.
Cuando los discípulos regresan de la misión están llenos de alegría. Hay una expresión que merece un poco de atención: Hasta los demonios se nos someten en tu nombre. ¿Qué significado tienen los demonios? Una breve explicación del término se dará al final.
Jesús manifiesta su alegría porque se han vencido las fuerzas del mal, porque él rechaza cualquier forma de dominio, y exhorta a sus discípulos a no vanagloriarse por las cosas de este mundo. Lo importante es tener el nombre inscrito en el cielo, es decir participar de las exigencias del Reino y vivir de acuerdo con ellas (cfr. Ex 32,32).
Hay otro motivo de alegría para bendecir la Padre. Sus discípulos son una muestra de que el Reino se revela a los sencillos y humildes. No son los conocimientos lo que permite la experiencia del Reino. Es esa experiencia de Dios por medio del contacto íntimo con Jesús y su seguimiento.
PRIMERA LECTURA
Isaías 66, 10-14c
Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto.
Mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las delicias de sus ubres abundantes. Porque así dice el Señor: "Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado; la mano del Señor se manifestará a sus siervos."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 65
R/.Aclamad al Señor, tierra entera.
Aclamad al Señor, tierra entera; tocad en honor de su nombre; cantad himnos a su gloria; decid a Dios: "¡Qué temibles son tus obras!" R.
Que se postre ante ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres. R.
Transformó el mar en tierra firme, a pie atravesaron el río. Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente. R.
Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Bendito sea Dios, que no rechazó mi suplica, ni me retiró su favor. R.
SEGUNDA LECTURA.
Gálatas 6, 14-18
Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino una criatura nueva. La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios. En adelante, que nadie me venga con molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos. Amén.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 10, 1-12, 17-20
Descansará sobre ellos vuestra paz
En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía: "La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies.
¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: "Paz a esta casa." Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. Quedaos en la misma casa, comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando de casa. Si entráis en un pueblo y os reciben bien, comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya, y decid: "Está cerca de vosotros el reino de Dios." Cuando entréis en un pueblo y no os reciban, salid a la plaza y decid: "Hasta el polvo de vuestro pueblo, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que está cerca el reino de Dios." Os digo que aquel día será más llevadero para Sodoma que para ese pueblo." Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre." Él les contestó: "Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: Is 66,10-14c. Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Este fragmento, tomado del último capítulo del libro del profeta Isaías, nos sitúa en el horizonte de una gran promesa: «Alegría» y «consuelo» ante la presencia y la obra del Señor, manifiesta por fin (v. 14) en el esplendor de Jerusalén. Es la promesa que recorre todo el libro de Isaías, el hilo rojo que lo atraviesa y le confiere unidad, a pesar de las evidentes diferencias de carácter teológico y literario, y la diferente ambientación histórica, que ha convencido a numerosos exégetas de la existencia de un Primer Isaías (capítulos 1-39), de un Segundo Isaías (capítulos 40-55) y de un Tercer Isaías (capítulos 56-66).
Nuestro fragmento pertenecería al Tercer Isaías, o sea, a la parte del libro profético compuesta después del retorno del exilio de Babilonia (587-539 a. de C.), cuando el pueblo, de regreso a su propia tierra, choca con las dificultades de la reconstrucción del templo y de su propio tejido religioso y social. Las promesas relativas al «segundo Éxodo» contenidas en los capítulos 40-55 —la salida de Babilonia como una liturgia triunfal, el camino por el desierto transformado en jardín, la entrada solemne en la Jerusalén reconstruida— parecen traicionadas, frente a las ruinas del pasado que, con dificultades, consiguen hacer florecer de nuevo. La desilusión y el desánimo se insinúan en el pueblo con facilidad.
Unos cuantos versículos antes de nuestro fragmento señala el autor sagrado la provocación que más podía hacer mella en semejante contexto: «Vuestros hermanos, que os detestan y os rechazan por mi causa, dicen: “Que el Señor muestre su gloria para que veamos vuestra alegría”» (Is 66,5b). Frente al retraso en el cumplimiento de las promesas de Dios, el pueblo se siente tentado —por los enemigos exteriores y por el enemigo de Dios que vive dentro de cada uno de nosotros—, y se siente tentado precisamente en lo que se refiere a la manifestación de la gloria del Señor (¿Está el Señor en medio de nosotros o no?»: Ex 17,7) y en lo que se refiere al testimonio de la alegría (“Nuestros opresores nos pedían cantos de alegría”: Sal 137). La Palabra de Dios responde a esta provocación reforzando la promesa y dilatando su alcance: «Al verlo, os alegraréis, vuestros huesos florecerán como prado» ante la abundancia, la prosperidad, la riqueza.
Comentario del Salmo 65. Aclamad al Señor, tierra entera.
Es un salmo de acción de gracias colectiva. Se invita a la tierra (1b) y a los pueblos (8a) a dar gracias por «las obras de Dios, sus temibles acciones en favor de los hombres» (5),
Tiene dos partes: 1b-12 y 13-20, cada una de las cuales puede, a su vez, dividirse en unidades menores. En la primera parte (1b12), se invita a la tierra y al pueblo a aclamar (1-4): «aclamad», «tocad», «cantad himnos» (1b-2). Esta invitación se abre a otras personas (3-4). Tras la invitación, como es costumbre en este tipo de salmos, aparecen los motivos por los que hay que dar gracias a Dios. La razón se encuentra en sus obras pasadas (5): el paso del mar Rojo y del río Jordán (6), momentos importantes que precedieron a la entrada en la Tierra Prometida y su conquista. Aparecen dos motivos más: Dios gobierna con su poder para siempre (7a), y vigila a las naciones, para que no se subleven (7b) contra el pueblo de Dios. Tal vez este último motivo esté relacionado con las conquistas de Josué o, quién sabe, con las de un rey guerrero, como David.
En esta primera parte, tenemos además una segunda invitación a la alabanza dirigida a los «pueblos» (8). Y las razones son diversas. Dios mantiene vivo a su pueblo y no permite que tropiecen sus pies (9), lo puso a prueba en medio del conflicto, refinándolo igual que se refina la plata (10). Hizo caer a su pueblo en la trampa del enemigo (11a), arrojando sobre sus hombros una carga pesada (11b). Un mortal cabalgó sobre el cuello del pueblo (12a), pero Dios lo liberó de todo ello, inspirando así la acción de gracias (12c). Detrás de todas estas cosas tenemos algunas imágenes y comparaciones. Los enemigos de Israel son presentados como cazadores que esconden lazos (9b) y trampas (11a); como jinetes que convierten al pueblo en un animal de carga (12a). A Dios se le presenta como un fundidor que refina la plata mediante el fuego (10). Se trata de referencias a situaciones pasadas de la vida de Israel, una época de derrota militar y de esclavitud, época en que los vencidos tenían que cargar, literalmente, sobre sus hombros a sus vencedores.
Este salmo supone la existencia de un gran número de personas reunidas en el templo de Jerusalén para dar gracias a Dios por la superación de terribles conflictos, algunos del pasado remoto del pueblo de Dios (7-9), otros más cercanos en el tiempo (10-12), así como por la superación del conflicto de un individuo cuyo último recurso fue clamar a Dios (16-19). Los salmos de acción de gracias nacieron en el templo; una vez proclamados los favores obtenidos, se ofrecían sacrificios (13-15), terminando, en ocasiones, con una fiesta de confraternización entre amigos.
Los conflictos superados de que se habla en este salmo van desde la época del éxodo hasta el momento en que se compuso el salmo. Dios actúa en medio de los conflictos en favor de los hombres (5). Así sucedió en el paso del mar Rojo, en el paso del Jordán (6) y en tiempos de la conquista de la Tierra (7). Estos hechos marcaron profundamente la vida del pueblo de Dios, de modo que, cuando atravesaba situaciones semejantes, aprendió a confiar. Esto es de lo que se habla en 10-12. El contexto puede que sea el exilio en Babilonia. El salmo describe con crudeza lo sucedido, atribuyéndole a Dios la responsabilidad de los sufrimientos del pueblo. Este último ha sido purificado al fuego como la plata (10), ha caído en la trampa del enemigo (11a), que cabalgó sobre él (12a).
Este versículo puede aludir al hecho de que los vencidos tenían que llevar a cuestas a sus vencedores o, tal vez, recuerde el gesto que llevaban a cabo los vencedores, poniendo el pie derecho sobre el cuello de los vencidos. Es como si hubieran tenido que enfrentarse con un «incendio» o con una «inundación» (12b). Pero todo esto fue superado.
De la descripción de la superación de los conflictos internacionales, se pasa a la superación de un conflicto de menor envergadura (16-19). No se habla de enemigos, lo que indica que puede tratarse de un conflicto tanto personal, como social. Pero el hecho de que el salmista afirme que no tenía malas intenciones (18) permite sospechar que se trata de la superación de un conflicto social.
La segunda parte (13-20) parece haber constituido un salmo distinto, pues presenta la situación de una persona, y no de todo el pueblo. Al igual que la primera parte, también esta puede dividirse en unidades menores. Hay una introducción (13-15), un conflicto superado (16-19) y una conclusión (20). En la introducción (13-15), alguien afirma estar entrando en el templo con holocaustos en abundancia, cumpliendo de este modo las promesas que había hecho en los momentos de conflicto y de angustia (14). Por el templo circulan numerosos fieles y peregrinos, que muestran interés en saber por qué esta persona obra de este modo. El salmista, entonces, convoca a los que temen a Dios para que escuchen lo que el Señor había hecho por él. Ahora tiene lugar la catequesis (16-19). La vida de una persona siempre está abierta a nuevas experiencias. No sabemos exactamente qué es lo que había sucedido. El salmista declara su inocencia (18), dice que había dirigido a Dios un grito suplicante (17a.19b), que había ensalzado a Dios (17b) y que este le escuchó (19). La conclusión (20) es una bendición dirigida a Dios por su fidelidad en el amor y por acoger la súplica.
Este salmo supone la existencia de un gran número de personas reunidas en el templo de Jerusalén para dar gracias a Dios por la superación de terribles conflictos, algunos del pasado remoto del pueblo de Dios (7-9), otros más cercanos en el tiempo (10-12), así como por la superación del conflicto de un individuo cuyo último recurso fue clamar a Dios (16-19). Los salmos de acción de gracias nacieron en el templo; una vez proclamados los favores obtenidos, se ofrecían sacrificios (13-15), terminando, en ocasiones, con una fiesta de confraternización entre amigos.
Los conflictos superados de que se habla en este salmo van desde la época del éxodo hasta el momento en que se compuso el salmo. Dios actúa en medio de los conflictos en favor de los hombres (5). Así sucedió en el paso del mar Rojo, en el paso del Jordán (6) y en tiempos de la conquista de la Tierra (7). Estos hechos marcaron profundamente la vida del pueblo de Dios, de modo que, cuando atravesaba situaciones semejantes, aprendió a confiar. Esto es de lo que se habla en 10-12. El contexto puede que sea el exilio en Babilonia. El salmo describe con crudeza lo sucedido, atribuyéndole a Dios la responsabilidad de los sufrimientos del pueblo. Este último ha sido purificado al fuego como la plata (10), ha caído en la trampa del enemigo (11a), que cabalgó sobre él (12a).
Este versículo puede aludir al hecho de que los vencidos tenían que llevar a cuestas a sus vencedores o, tal vez, recuerde el gesto que llevaban a cabo los vencedores, poniendo el pie derecho sobre el cuello de los vencidos. Es como si hubieran tenido que enfrentarse con un «incendio» o con una «inundación» (12b). Pero todo esto fue superado.
De la descripción de la superación de los conflictos internacionales, se pasa a la superación de un conflicto de menor envergadura (16-19). No se habla de enemigos, lo que indica que puede tratarse de un conflicto tanto personal, como social. Pero el hecho de que el salmista afirme que no tenía malas intenciones (18) permite sospechar que se trata de la superación de un conflicto social.
Desde que empieza hasta que acaba, este salmo habla del Dios aliado de una persona (13-19) y de un pueblo (9-12); es más, podríamos decir que se trata de un Dios aliado de toda la tierra (1b) y de toda la humanidad (8). Aliado en la defensa y en la promoción de la vida. Donde la vida corre peligro, allí está Dios, liberando e introduciendo en la tierra de la libertad (6), preservando la Tierra Prometida (7), permitiéndole al pueblo recobrar el aliento (12) sin rechazar la súplica del inocente (20), escuchando y atendiendo los gritos de súplica (19). Como ya se ha indicado, la salida de Egipto (paso del mar Rojo) y la entrada en la Tierra Prometida (paso del Jordán) constituyen el punto de partida de muchas y nuevas experiencias de la acción liberadora de Dios en la vida de la gente: «Venid a ver las obras de Dios, sus temibles acciones en favor de los hombres» (5).
A lo largo de su vida, Jesús siguió realizando las obras del Padre (Jn 5,17), lo que viene a significar que no hay ruptura entre el primero y el segundo. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Según Lc 7,16, en Jesús Dios visita al pueblo que sufre. Pero, en realidad, son pocos los que se acuerdan de dar gracias por la presencia y la visita de Dios en la vida de la gente (Lc 17,11-19).
Tratándose de una acción de gracias colectiva, conviene rezarlo en compañía de otras personas, compartiendo las cosas buenas que recibimos de Dios, Se presta para las ocasiones en las que desearnos recordar lo que Dios ha hecho en nuestro favor o en favor de otras personas o grupos; podemos rezarlo cuando Dios nos permite recobrar el aliento; cuando no rechaza nuestras súplicas; cuando nos escucha y atiende a nuestros gritos de súplica...
Comentario de la Segunda lectura: Gálatas 6,14-18. Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Es frecuente que al final de un discurso o de una carta se reafirme de manera sintética y con mayor vigor el núcleo de lo que se ha intentado comunicar. Eso es lo que sucede en este fragmento, conclusión de la Carta a los Gálatas, que constituye la repetición de los temas de que ha tratado todo el escrito. El apóstol Pablo baja al campo en persona y traduce en el ámbito de la confesión de fe cuanto ha afirmado con argumentaciones apretadas a lo largo de la carta. Lo que intenta hacer comprender por encima de todo es que Jesucristo es el único mediador de la salvación, su camino concreto y el acto decisivo. La adhesión a él, crucificado por amor, ha liberado a Pablo de todo tipo de autosuficiencia humana: «En cuanto a mí, jamás presumo de algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo». En consecuencia, por parte del hombre, la fe en Jesús es el camino que lleva a la salvación: «Lo que importa no es el estar circuncidado o no estarlo». Y la fe es aceptación plena del acontecimiento de Cristo y de la vida que brota de su muerte y resurrección: «Ser una nueva criatura». Por consiguiente, la ley, como intento humano de convertir sus obras en instrumento de auto- justificación, forma parte de ese “mundo” que, para Pablo, ha sido crucificado. Ahora la ley, el canon que debemos seguir, es otro: «Ser una nueva criatura». Eso significa entrar en la muerte y resurrección de Cristo para vivir del amor que se desprende de su vida entregada, asumir la forma del crucificado como norma de vida. En conclusión, lo que acredita efectivamente a Pablo ante sus opositores es su semejanza con el Crucificado, la participación en la pasión de Jesús que se lee en la carne.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 10,1-12.17-20. Descansará sobre ellos vuestra paz.
El evangelista Lucas ubica la misión de los setenta y dos discípulos en el marco del viaje de Jesús hacia Jerusalén, que prefigura como en transparencia el camino de la Iglesia y la vida del cristiano en el mundo. Jesús les envía después de haberles aclarado —en el fragmento precedente— las exigencias del seguimiento, es decir, que cada discípulo es enviado a lo largo de la subida a Jerusalén, o sea, cuando se da la disponibilidad para seguir el camino del Maestro.
Lucas había descrito ya, en el capítulo anterior (9,1-6), empleando términos muy semejantes, la misión de los Doce, y nuestro fragmento es un paralelo que recoge y amplía esta única misión. Los enviados son setenta y dos, número que nos trae a la mente a los setenta ancianos de Israel —aquellos que fueron admitidos a la presencia de Dios en el Sinaí (Ex 24), y sobre los que se produjo la efusión de parte del espíritu dado a Moisés (Nm 11,16ss) — y, sobre todo, la «Tabla de los pueblos de la tierra» presentada en Génesis 10. En este último marco y para expresar la unidad del género humano, se mencionaba a los setenta pueblos de la tierra en tiempos conocidos (en la versión de los LXX se convierten en setenta y dos); Lucas, empleando el mismo número, pretende indicar que el anuncio del Reino está destinado a todos los hombres y que el Evangelio del Reino es fermento de aquella unidad entre los pueblos soñada por Dios.
Jesús indica la misión con una doble orden: «Rogad... ¡En marcha!...». Frente a la mies, que está dispuesta para la siega, frente a la humanidad, creada para Dios, la misión se lleva a cabo rogando en primer lugar al Señor de la mies para que «eche fuera» (literalmente, para que «haga salir») los propios miedos y falsas seguridades y para que los obreros se apasionen por la mies y hagan suyos los intereses del Dueño. Para «ir», a su modo, al modo del Cordero dócil y humilde, a llevar la paz al interior de la casa de los hombres. Y en este llevar la paz y cuidar de los enfermos está el Reino de Dios que se aproxima al hombre. Los discípulos vuelven con alegría donde Jesús, principio y término de la misión, y él les revela el fin de la misión desde su punto de vista: liberarnos del Maligno, introducirnos en la vida misma de Dios... en el cielo.
A la manera de las inclusiones bíblicas, en las que una palabra o una expresión repetidas indican el perímetro y el objeto de una perícopa, la liturgia de hoy se presenta incluida toda ella dentro de un verbo, conjugado en imperativo: ¡Alegraos! «Alegraos con Jerusalén», empezaba diciendo Isaías. «Alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo», concluye Jesús. La Palabra de Dios de este domingo nos revela, pues, el contenido de la alegría: lo que está dentro o en el origen, y también el modo en que esta alegría puede «discurrir» hacia la Iglesia y fluir por el mundo. En el corazón figura la afirmación de Pablo: «En cuanto a mí; jamás presumo de algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,4). La clave es ésta: la cruz es el criterio de la existencia cristiana, la cruz es el metro para medir las opciones, las acciones, los gestos cotidianos. De la adhesión a este Evangelio, de la conversión al modo de vivir y de amar de Cristo crucificado depende la posibilidad de llegar a ser una «nueva criatura», que es lo que cuenta e importa de verdad (Gal 6,15). Ésta es la fuente de la que brota la alegría de la vida, éste es el don que recibimos en el bautismo y que debe informar toda nuestra existencia para que sea una existencia bautismal, o sea, para que esté sumergida en el dinamismo de la vida que brota de la muerte, del amor dispuesto a dar la vida.
Este itinerario, que Pablo describe en términos de adhesión a la cruz de Cristo y de nueva creación, Lucas lo narra ambientándolo a lo largo de un camino, el camino que recorren los discípulos con Jesús hacia Jerusalén. Aquí todo el contenido de la vida bautismal está expresado en el seguimiento de Jesús por su camino, en la aceptación de sus exigencias de radicalismo y totalidad que en él están implicadas, en la participación cada vez más profunda en su pasión, a fin de participar de un modo cada vez más íntimo en su vida. Y no sólo esto; también a lo largo de este camino introduce Lucas el gran tema de la misión. Jesús envía a los que les siguen —los setenta y dos discípulos, que representan a todos los bautizados— y, en consecuencia, la misión forma parte intrínseca del seguimiento. De aquí surge la imagen o, mejor aún, la vocación de una Iglesia que es absolutamente misionera, y lo es por el hecho de que sigue a Jesús y con el hecho mismo de seguir a Jesús. Ser misionero, mucho más que hacer algo por el Señor, es seguirle en su pasión por la mies. Es pedir asemejarse a él e ir asemejando a él.
Un día, los apóstoles, al volver de la misión a la que les había enviado el Señor, le dijeron: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». El Señor los vio tentados de soberbia por el poder taumatúrgico recibido y, como era médico y había venido a curar nuestras hinchazones y a llevar nuestras debilidades, dijo de inmediato: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo». No todos los cristianos, por muy buenos que sean, están en condiciones de expulsar a los demonios; sin embargo, todos tienen escrito su nombre en el cielo; y Cristo quiso que gozaran no por el privilegio personal que cada uno tenía, sino por su salvación conseguida junto con todos los otros. Ningún fiel tendría esperanza de salvarse si su nombre no estuviera escrito en el cielo. Ahora, en el cielo, están escritos los nombres de todos los fieles que aman a Cristo, que caminan con humildad por el camino de Cristo, es decir, el que nos enseñó haciéndose humilde. Toma al más insignificante que haya en la Iglesia: si cree en Cristo, si ama a Cristo y ama su paz, ése tiene su nombre escrito en el cielo, sea quien sea y por muy indeterminado que lo dejes. ¿Existe, pues, semejanza entre éste y los apóstoles que hicieron tantos milagros? ¡Y no sólo eso! Los apóstoles fueron reprendidos por haber gozado de un favor que tenían en propiedad, y recibieron la orden de gozar por un bien del que puede gozar asimismo un hermano insignificante.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 10,1-12, para nuestros Mayores. La misión de los setenta y dos.
De clientes a misioneros. Estamos ante una página evangélica, borrada durante siglos para los seglares. A mitad del siglo XIX, el nuncio de Bélgica, monseñor Fornan, escribía al Secretario del Vaticano: ‘Vivimos desgraciadamente en una época en la que todos se creen llamados al apostolado”. Pero, simultáneamente, escribía el P. Claret: “En estos tiempos Dios quiere que los seglares tengan una parte importante en la salvación de las almas”. Por si alguien tiene dudas y cree que el envío de los Doce no se refiere a todos los cristianos, Lucas ofrece el envío de los setenta y dos discípulos, para que quede bien patente que el anuncio del Evangelio no es sólo cometido de los pastores. Lo que les diferencia a ellos de los seglares no es que ellos hayan de ser mensajeros por obligación y los seglares por devoción, sino en el modo de hacer el anuncio. Muchos cristianos, lastrados de clericalismo, creen que lo suyo es ser “clientes” en la Iglesia, “recibir la asistencia y los servicios de los pastores” olvidando su condición de “pueblo profético, llamado a publicar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa” (1 P 2,9), es decir, olvidando que son miembros activos del cuerpo eclesial, dotados con funciones y carismas para el servicio de la comunidad y el ejercicio de su misión (1 P 4,10-11; Rm 12,4-8; Ef. 4,11-1 3).
El Concilió Vaticano II con su Decreto sobre el apostolado de los seglares, Pablo VI con su EN, Juan Pablo II en NMI y en ElE se han esforzado por despertar el espíritu misionero en el pueblo de Dios sin mucha fortuna, por desgracia. Se sigue pensando que se trata de algo devocional, propio de entusiastas, de gente preparada, de personas con bastante tiempo. Sin embargo, hay que decir con toda contundencia que o la fe es misionera o no es fe; el cirio bautismal que no prende a otro, está apagado. El primer evangelizado es el evangelizador.
Consignas misioneras. Posiblemente el Señor pronunció este discurso ante una escena de siega, como otros ante una de pesca. Esta segunda misión resalta mejor que la de los Doce la universalidad de la evangelización. Los enviados no están constituidos en autoridad. Su destinatario no es solamente el pueblo judío (Mt 10,5-6), cuyas doce tribus están representadas en los doce apóstoles, sino todas las naciones del mundo entonces conocido, simbolizado en la cifra 72. Las consignas que da Jesús a “todos” los misioneros se refieren al estilo, contenido y dificultades que entraña la misión.
— En primer término, los envía de dos en dos, en comunidad, aunque sea mínima. La misión no es una aventura individual. De “dos en dos” ya que para los judíos sólo el testimonio de al menos dos es válido. De “dos en dos” porque la reunión de dos tiene fuerza sacramental para hacer presente al Señor (Mt 18,20). Pedro y Juan, Pablo y sus compañeros son fieles a esta consigna y misionan en compañía.
— Han de vivir desinstalados, en constante itinerancia, más psicológica que física. No es cuestión de que los destinatarios se acerquen a preguntarnos por el mensaje; es preciso “ir” hacia ellos, evangelizarlos en su propia situación vital, y compartir la vida y la mesa con ellos; no es cuestión de recitar un símbolo de fe solamente.
— Hay que ir ligeros de equipaje gritando el Evangelio, las bienaventuranzas, con alegría en medio de la austeridad, liberados del consumismo atrapador, con absoluto desinterés no sólo de recompensa económica, sino también de prestigio, recompensa afectiva o éxito.
— Los enviados hemos de ser portadores de paz y bienestar. Somos enviados para ungir heridas, apagar rencores y suscitar la paz nacida de la justicia. Somos enviados como samaritanos. Y los preferidos en la misión han de ser los rotos, posesos, deprimidos, enfermos... Todo esto necesita, claro está, una hermenéutica actual.
El Reino de Dios está cerca. El mensaje es breve y denso: “El Reino de Dios está cerca”. Dios hace la oferta de una sociedad nueva, que quiere edificar con nosotros y para nosotros; una sociedad de hermanos liberados y en paz; una comunidad que le reconoce como Padre universal.
Esta Buena Noticia genera solidaridad y fraternidad (Hch 2,42-46), pero provocará la hostilidad y persecución de quienes se sienten a gusto en la sociedad actual; empuñarán piedras para alejar a los que vienen a moverles la poltrona y a perturbar su paz perversa: “Os mando como corderos en medio de lobos”. La misión es urgente. Las gentes están extenuadas (Mc 6,34).
Siempre me ha llamado la atención la preocupación obsesiva de muchos cristianos por la suerte de sus difuntos. No escatiman gastos y misas para que sean “admitidos” en la gloria; en cambio, es insignificante su preocupación por la conversión y el cambio de vida, algo decisivo en la vida terrena, en la que ya de paso “se gustan los gozos celestiales”. Me impacta también la búsqueda afanosa e ingeniosa de un mayor nivel de vida... Si el amor es creativo, ¿por qué no ocurre lo mismo en el orden de la fe? Agustín habla con entusiasmo del afán ingenioso de su madre, Mónica, para buscarle medios de conversión: proporcionarle libros, hacerle encontradizo con presbíteros, orar llorando durante años... Y lo consiguió.
Comentario del Santo Evangelio: (Lc 10,1-12.17-20), de Joven para Joven. Preparar la llegada de Jesús (Lc 10,1-12.17-20)
La Iglesia está al servicio de Jesús. Es él quien determina lo que ella debe hacer y quien le confiere el poder para actuar. El significado de la Iglesia no está en sí misma. Su misión es la de conducir a los hombres hasta Jesús y prepararlos para el encuentro con él. En su discurso, Jesús señala a los que envía la situación en la que viven y la tarea que les espera (10,1-2). A su retorno, ellos refieren a Jesús su experiencia misionera (10,17-20).
Jesús había enviado ya a los doce apóstoles (9,1-6). Continuamente mencionados en el Evangelio (8,1; 9,12; 18,31; 22,14), ellos constituyen el núcleo de la joven Iglesia (He 1,13). El envío de otros 72 discípulos (o 70; la tradición no es uniforme), es referido sólo en este lugar. El acontecimiento muestra que, además de los Doce, Jesús necesita y se sirve de otros muchos colaboradores. El Antiguo Testamento habla de los 70 ancianos que Moisés toma como ayudantes (Ex 24,1; Núm. 11,16). Para la Iglesia esto significa que la tarea misionera no es competencia de unos pocos —los sucesores de los apóstoles—, sino que todos deben ser testigos de Jesús y de su mensaje, sobre todo con su vida, preparando así el encuentro de los hombres con él. Enviando a los 72 de dos en dos, Jesús les hace saber, a ellos y a los destinatarios, que, a la luz de una norma del Antiguo Testamento (Dt 19,15; cf. Jn 8,17), su cometido es el de dar testimonio. No han de transmitir sus propias ideas, sino que deben anunciar y hacer lo que Jesús les ha confiado. No se trata de su persona, sino de ser fieles mediadores entre Jesús y los hombres. El los envía a aldeas y ciudades de Judea, pero en este envío se puede entrever un indicio de la misión universal, puesto que está señalando la amplitud de la misión de Jesús.
Al inicio de su discurso, Jesús revela a los discípulos la situación en la que se encuentran. No deben hacerse falsas ideas: la mies es abundante, pero los obreros son pocos; los envía además como corderos en medio de lobos. Aunque sean 72, son pocos. Esto permite comprender la dimensión enorme de la tarea que Jesús ve ante sí, de la que a ellos les hace partícipes. Sorprendente es la consecuencia que Jesús extrae. No les dice: «Poneos de inmediato en camino y trabajad sin descanso». Lo que les dice es: «Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (10,2). En todo momento han de saber los obreros con toda claridad que ellos son siervos y que Dios es el dueño de la mies. El es el creador de todos los hombres; él ha enviado a Jesús y de él depende llamar a otros obreros para la mies. Los que ha llamado ya a su servicio deben hacer fielmente su trabajo, pero no tienen que exigir demasiado de sí mismos ni tienen que angustiarse frente a la amplitud de esta misión. No obstante, la mies debe constituir para ellos una urgencia personal de tal importancia que han de rogar al dueño el envío de más obreros. La última responsabilidad compete a Dios. Ellos pueden confiar en que Dios no permitirá la pérdida de su mies y que enviará a ella los obreros necesarios.
Los enviados por Jesús son obreros al servicio de Dios; serán también corderos en medio de lobos. Si la primera afirmación revela su relación con Dios, la segunda habla de su relación con los hombres. Es proverbial el contraste entre corderos y lobos (cf. Sir 13,17). Los corderos son animales inermes e indefensos; los lobos los atacan y dispersan con violencia (Jn 10,12). Como Jesús dirá de inmediato en la frase siguiente (10,3), sus discípulos deben acercarse a los hombres con las manos vacías y los pies desnudos, sin demostraciones de derroche y de poder, y sobre todo sin violencia. Pero no pueden contar con que su tarea les resulte fácil y con que serán acogidos en todas partes con los brazos abiertos. Jesús mostrará más tarde que han de contar con persecuciones (12,4-12; 21,12-19).
A continuación Jesús les dice en concreto cuál ha de ser su equipaje (10,4) y cómo han de comportarse en una casa (10,5-7) y en una ciudad (10,8-11). Con una frase conclusiva subraya la importancia de su obrar (10,12).
Por lo que respecta al equipaje, Jesús da únicamente prohibiciones: ni bolsa, ni alforja, ni sandalias. Sólo les queda un vestido, y quizá una capa. No han de llevar nada, ni tener nada para su seguridad personal. Se aclara en seguida que no poseen ningún bien terreno para repartir. Lo que ellos poseen es únicamente su mensaje y su poder. A estos bienes debe dirigirse desde el principio toda su atención y toda la atención de sus oyentes. A lo largo del camino no deben saludar, porque no tienen tiempo que perder: han de comenzar su tarea lo más pronto posible (cf. 2Re 4,29).
Jesús presupone que, en su actividad itinerante, necesitan un alojamiento pacífico. Han de permanecer y hospedarse allá donde un hombre de paz responda a su saludo de paz. No deben perder tiempo buscando otra casa, como si quisieran encontrar un alojamiento mejor. Sin preocupaciones por su propia persona, han de entregarse por completo a su misión.
Por lo que respecta a su actuación, Jesús presenta dos posibilidades. Si son acogidos en una ciudad, deben comportarse igual que Jesús: han de curar a los enfermos (cf. 5,15; 6,18; 7,21) y anunciar el Evangelio del reino de Dios (cf. 4,43; 8,1). Es lo que se dice también de los Doce, que «anunciaban por todas partes la Buena Noticia y curaban enfermos» (9,6). A quienes les acojan deben decir con fuerza: «Está cerca de vosotros el reino de Dios para vuestra salvación» (10,9), y han de confirmar este mensaje con las curaciones de enfermos.
Ellos hablan como enviados y testigos. El verdadero
Elevación Espiritual para el día.
Si yo, queridos hermanos en la fe, he sido enviado a vosotros para proclamar que Jesús ha resucitado y es el único Rey y Señor; si yo, que he sido llamado a ser vuestro obispo, he sido encargado de despertar la aurora que os duerme ya en el corazón, ¿quién llevará este anuncio de esperanza a los «otros», a esa porción del pueblo que no coincide ya con el perímetro de la Iglesia, a esos a quienes los valores cristianos ya no les dicen nada? ¿Quién hará llegar la Buena Noticia de Cristo a tantos hermanos que, trastornados por los problemas de la supervivencia y del trabajo, ya no tienen tiempo para pensar en el Señor? ¿Quién llevará este anuncio de salvación a tantas personas generosas que no son capaces de atravesar los confines del inframundo y se baten sólo por una justicia sin trascendencias, por una libertad sin utopías, por una solidaridad sin parentescos? ¿Quién gritará el grito de liberación que nos ha traído Cristo en el corazón de tantos jóvenes extraviados que, en su ineludible necesidad de felicidad, buscan respuestas en las ideologías, en la fascinación del nihilismo, en las alucinaciones de la violencia, en el paraíso de la droga? ¿Quién pondrá una brizna de esperanza en el pecho de tanta gente desesperada, envilecida por las miserias morales, derrotada, marginada, para quien Jesús es un forastero, la Iglesia una extraña y el Evangelio sólo un jirón de recuerdos infantiles?
¿Deberé ser sólo yo, vuestro obispo, quien asuma esta tarea tan gravosa respecto al mundo? De ninguna manera. Pero no porque yo no tenga que hacerla. No porque se trate de una empresa que supere mis capacidades y produzca desaliento no digo a mi pobreza, sino incluso a la audacia de los más fuertes. Es sólo porque esta tarea corresponde a todo el pueblo de Dios. Es porque hoy un anuncio de esperanza sólo se vuelve creíble cuando lo ofrece una comunidad que vive en comunión y no por un individuo que juega con las palabras y se ejercita con la academia. La gente empieza hoy a dudar de los jefes carismáticos. El oficio del «líder» ya no se sostiene, y menos aún en la Iglesia. Nos corresponde, por tanto, a nosotros, a todo el pueblo de los bautizados, depositarios de la esperanza cristiana, pasar por los caminos del mundo y proclamar juntos: «Valor, no te deprimas si adviertes que se reagudizan viejas angustias. Si te espanta la soledad del camino y la indiferencia de tus compañeros de viaje. Si experimentas los escalofríos de viejos delirios y de nuevos miedos. Si te oprime la oscuridad de la noche que no termina nunca... No te desanimes, porque aún no se ha dicho la última palabra. Levántate y camina con nosotros. O, al menos, intenta mirar en nuestra misma dirección. Al fondo hay una luz. Y hay un Hombre que, a pesar de todo, es capaz de presentarte el trecho de camino que te queda, por largo o corto que sea, como una ocasión extraordinaria para renacer»
Reflexión Espiritual para este día.
Un día, los apóstoles, al volver de la misión a la que les había enviado el Señor, le dijeron: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». El Señor los vio tentados de soberbia por el poder taumatúrgico recibido y, como era médico y había venido a curar nuestras hinchazones y a llevar nuestras debilidades, dijo de inmediato: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo». No todos los cristianos, por muy buenos que sean, están en condiciones de expulsar a los demonios; sin embargo, todos tienen escrito su nombre en el cielo; y Cristo quiso que gozaran no por el privilegio personal que cada uno tenía, sino por su salvación conseguida junto con todos los otros. Ningún fiel tendría esperanza de salvarse si su nombre no estuviera escrito en el cielo. Ahora, en el cielo, están escritos los nombres de todos los fieles que aman a Cristo, que caminan con humildad por el camino de Cristo, es decir, el que nos enseñó haciéndose humilde. Toma al más insignificante que haya en la Iglesia: si cree en Cristo, si ama a Cristo y ama su paz, ése tiene su nombre escrito en el cielo, sea quien sea y por muy indeterminado que lo dejes. ¿Existe, pues, semejanza entre éste y los apóstoles que hicieron tantos milagros? ¡Y no sólo eso! Los apóstoles fueron reprendidos por haber gozado de un favor que tenían en propiedad, y recibieron la orden de gozar por un bien del que puede gozar asimismo un hermano insignificante.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Lc 10,1-12.17-20. El discípulo.
Esta vez en la galería de rostros bíblicos proponemos un perfil «anónimo», es decir, sin un nombre específico, Se trata de esa serie de figuras que pueblan el capítulo 10 de Lucas, que hemos leído en la liturgia de este domingo. Aunque tienen su nombre propio, desconocido para nosotros, se definen en conjunto como «discípulos», un término que en griego, en singular, es mathetés y en hebreo talmid. El vocablo, raro en el Antiguo Testamento, es apreciado también en el Nuevo, donde se aplica, no sólo a los Doce, o sea, a los apóstoles (con la fórmula «sus discípulos», es decir, de Jesús), sino también a un grupo más numeroso de seguidores, llamados sólo «discípulos».
Bien, pues el fragmento citado por Lc 10 empieza así precisamente: «El Señor designó a otros setenta y dos discípulos y los envió delante de él, de dos en dos...». Este número recibe en algunos códices antiguos que nos transmiten el texto de los evangelios una contracción, convirtiéndose en «setenta». Podemos deducir, recordando el valor sobre todo simbólico de los números bíblicos más significativos, que el componente «siete» que está en la base, atribuye a los setenta y dos/setenta discípulos un valor no tanto cuantitativo y estadístico, sino más bien cualitativo y alusivo. Si los doce apóstoles habían sido elegidos según ese número exclusivo para copiar a las tribus de Israel, setenta y dos/setenta es, en cambio, el número de las naciones de la tierra presentadas en el capítulo 10 del Génesis. Para ser precisos eran setenta, según el número hebreo en el original, setenta y dos según la lista que presenta la antigua traducción griega de la Biblia, llamada «de los Setenta», por el número legendario de sus traductores.
El título «discípulo», después de la resurrección de Cristo, se aplicará a todos los cristianos, como se confirma en los Hechos de los Apóstoles, donde, por ejemplo, se lee: «Como el número de los discípulos aumentaba había en Damasco un discípulo llamado Ananías. En Jafa había una discípula llamada Tabita...» (6,1; 9,10.36). En el evangelio de Juan aparece también un «discípulo amado», cuyo nombre no se da, que la tradición ha identificado con el evangelista, pero cuyos contornos precisos se esfuman a veces, convirtiéndose como en un símbolo, para representar al verdadero discípulo de Cristo.
El fragmento de Lucas describe con claridad algunas líneas de este carácter de discípulos en el que se deberían reconocer todos los cristianos. El discípulo debe ser hombre de paz y humilde: «Como corderos en medio de lobos. Cuando entréis en una casa, decid primero: ¡Paz a esta casa!». Debe ser pobre, desprendido de los bienes, sin bolsa, ni alforja, ni sandalias de reserva; mantenido por la caridad fraterna. Debe comprometerse personalmente a favor de los que sufren: «Curad a los enfermos». Pero, sobre todo, debe proclamar el Evangelio, la «buena noticia»: « ¡El reino de Dios está cerca de vosotros!». Y aun cuando su misión registre fracasos, rechazo, persecuciones, su confianza debe permanecer intacta y serena. Los demonios están destinados a la derrota, el mal se echará atrás. El mismo Cristo, al finalizar la misión de los setenta y dos/ setenta, exclamará: «Yo veía a Satanás cayendo del cielo como un rayo». +
Este fragmento, tomado del último capítulo del libro del profeta Isaías, nos sitúa en el horizonte de una gran promesa: «Alegría» y «consuelo» ante la presencia y la obra del Señor, manifiesta por fin (v. 14) en el esplendor de Jerusalén. Es la promesa que recorre todo el libro de Isaías, el hilo rojo que lo atraviesa y le confiere unidad, a pesar de las evidentes diferencias de carácter teológico y literario, y la diferente ambientación histórica, que ha convencido a numerosos exégetas de la existencia de un Primer Isaías (capítulos 1-39), de un Segundo Isaías (capítulos 40-55) y de un Tercer Isaías (capítulos 56-66).
Nuestro fragmento pertenecería al Tercer Isaías, o sea, a la parte del libro profético compuesta después del retorno del exilio de Babilonia (587-539 a. de C.), cuando el pueblo, de regreso a su propia tierra, choca con las dificultades de la reconstrucción del templo y de su propio tejido religioso y social. Las promesas relativas al «segundo Éxodo» contenidas en los capítulos 40-55 —la salida de Babilonia como una liturgia triunfal, el camino por el desierto transformado en jardín, la entrada solemne en la Jerusalén reconstruida— parecen traicionadas, frente a las ruinas del pasado que, con dificultades, consiguen hacer florecer de nuevo. La desilusión y el desánimo se insinúan en el pueblo con facilidad.
Unos cuantos versículos antes de nuestro fragmento señala el autor sagrado la provocación que más podía hacer mella en semejante contexto: «Vuestros hermanos, que os detestan y os rechazan por mi causa, dicen: “Que el Señor muestre su gloria para que veamos vuestra alegría”» (Is 66,5b). Frente al retraso en el cumplimiento de las promesas de Dios, el pueblo se siente tentado —por los enemigos exteriores y por el enemigo de Dios que vive dentro de cada uno de nosotros—, y se siente tentado precisamente en lo que se refiere a la manifestación de la gloria del Señor (¿Está el Señor en medio de nosotros o no?»: Ex 17,7) y en lo que se refiere al testimonio de la alegría (“Nuestros opresores nos pedían cantos de alegría”: Sal 137). La Palabra de Dios responde a esta provocación reforzando la promesa y dilatando su alcance: «Al verlo, os alegraréis, vuestros huesos florecerán como prado» ante la abundancia, la prosperidad, la riqueza.
Comentario del Salmo 65. Aclamad al Señor, tierra entera.
Es un salmo de acción de gracias colectiva. Se invita a la tierra (1b) y a los pueblos (8a) a dar gracias por «las obras de Dios, sus temibles acciones en favor de los hombres» (5),
Tiene dos partes: 1b-12 y 13-20, cada una de las cuales puede, a su vez, dividirse en unidades menores. En la primera parte (1b12), se invita a la tierra y al pueblo a aclamar (1-4): «aclamad», «tocad», «cantad himnos» (1b-2). Esta invitación se abre a otras personas (3-4). Tras la invitación, como es costumbre en este tipo de salmos, aparecen los motivos por los que hay que dar gracias a Dios. La razón se encuentra en sus obras pasadas (5): el paso del mar Rojo y del río Jordán (6), momentos importantes que precedieron a la entrada en la Tierra Prometida y su conquista. Aparecen dos motivos más: Dios gobierna con su poder para siempre (7a), y vigila a las naciones, para que no se subleven (7b) contra el pueblo de Dios. Tal vez este último motivo esté relacionado con las conquistas de Josué o, quién sabe, con las de un rey guerrero, como David.
En esta primera parte, tenemos además una segunda invitación a la alabanza dirigida a los «pueblos» (8). Y las razones son diversas. Dios mantiene vivo a su pueblo y no permite que tropiecen sus pies (9), lo puso a prueba en medio del conflicto, refinándolo igual que se refina la plata (10). Hizo caer a su pueblo en la trampa del enemigo (11a), arrojando sobre sus hombros una carga pesada (11b). Un mortal cabalgó sobre el cuello del pueblo (12a), pero Dios lo liberó de todo ello, inspirando así la acción de gracias (12c). Detrás de todas estas cosas tenemos algunas imágenes y comparaciones. Los enemigos de Israel son presentados como cazadores que esconden lazos (9b) y trampas (11a); como jinetes que convierten al pueblo en un animal de carga (12a). A Dios se le presenta como un fundidor que refina la plata mediante el fuego (10). Se trata de referencias a situaciones pasadas de la vida de Israel, una época de derrota militar y de esclavitud, época en que los vencidos tenían que cargar, literalmente, sobre sus hombros a sus vencedores.
Este salmo supone la existencia de un gran número de personas reunidas en el templo de Jerusalén para dar gracias a Dios por la superación de terribles conflictos, algunos del pasado remoto del pueblo de Dios (7-9), otros más cercanos en el tiempo (10-12), así como por la superación del conflicto de un individuo cuyo último recurso fue clamar a Dios (16-19). Los salmos de acción de gracias nacieron en el templo; una vez proclamados los favores obtenidos, se ofrecían sacrificios (13-15), terminando, en ocasiones, con una fiesta de confraternización entre amigos.
Los conflictos superados de que se habla en este salmo van desde la época del éxodo hasta el momento en que se compuso el salmo. Dios actúa en medio de los conflictos en favor de los hombres (5). Así sucedió en el paso del mar Rojo, en el paso del Jordán (6) y en tiempos de la conquista de la Tierra (7). Estos hechos marcaron profundamente la vida del pueblo de Dios, de modo que, cuando atravesaba situaciones semejantes, aprendió a confiar. Esto es de lo que se habla en 10-12. El contexto puede que sea el exilio en Babilonia. El salmo describe con crudeza lo sucedido, atribuyéndole a Dios la responsabilidad de los sufrimientos del pueblo. Este último ha sido purificado al fuego como la plata (10), ha caído en la trampa del enemigo (11a), que cabalgó sobre él (12a).
Este versículo puede aludir al hecho de que los vencidos tenían que llevar a cuestas a sus vencedores o, tal vez, recuerde el gesto que llevaban a cabo los vencedores, poniendo el pie derecho sobre el cuello de los vencidos. Es como si hubieran tenido que enfrentarse con un «incendio» o con una «inundación» (12b). Pero todo esto fue superado.
De la descripción de la superación de los conflictos internacionales, se pasa a la superación de un conflicto de menor envergadura (16-19). No se habla de enemigos, lo que indica que puede tratarse de un conflicto tanto personal, como social. Pero el hecho de que el salmista afirme que no tenía malas intenciones (18) permite sospechar que se trata de la superación de un conflicto social.
La segunda parte (13-20) parece haber constituido un salmo distinto, pues presenta la situación de una persona, y no de todo el pueblo. Al igual que la primera parte, también esta puede dividirse en unidades menores. Hay una introducción (13-15), un conflicto superado (16-19) y una conclusión (20). En la introducción (13-15), alguien afirma estar entrando en el templo con holocaustos en abundancia, cumpliendo de este modo las promesas que había hecho en los momentos de conflicto y de angustia (14). Por el templo circulan numerosos fieles y peregrinos, que muestran interés en saber por qué esta persona obra de este modo. El salmista, entonces, convoca a los que temen a Dios para que escuchen lo que el Señor había hecho por él. Ahora tiene lugar la catequesis (16-19). La vida de una persona siempre está abierta a nuevas experiencias. No sabemos exactamente qué es lo que había sucedido. El salmista declara su inocencia (18), dice que había dirigido a Dios un grito suplicante (17a.19b), que había ensalzado a Dios (17b) y que este le escuchó (19). La conclusión (20) es una bendición dirigida a Dios por su fidelidad en el amor y por acoger la súplica.
Este salmo supone la existencia de un gran número de personas reunidas en el templo de Jerusalén para dar gracias a Dios por la superación de terribles conflictos, algunos del pasado remoto del pueblo de Dios (7-9), otros más cercanos en el tiempo (10-12), así como por la superación del conflicto de un individuo cuyo último recurso fue clamar a Dios (16-19). Los salmos de acción de gracias nacieron en el templo; una vez proclamados los favores obtenidos, se ofrecían sacrificios (13-15), terminando, en ocasiones, con una fiesta de confraternización entre amigos.
Los conflictos superados de que se habla en este salmo van desde la época del éxodo hasta el momento en que se compuso el salmo. Dios actúa en medio de los conflictos en favor de los hombres (5). Así sucedió en el paso del mar Rojo, en el paso del Jordán (6) y en tiempos de la conquista de la Tierra (7). Estos hechos marcaron profundamente la vida del pueblo de Dios, de modo que, cuando atravesaba situaciones semejantes, aprendió a confiar. Esto es de lo que se habla en 10-12. El contexto puede que sea el exilio en Babilonia. El salmo describe con crudeza lo sucedido, atribuyéndole a Dios la responsabilidad de los sufrimientos del pueblo. Este último ha sido purificado al fuego como la plata (10), ha caído en la trampa del enemigo (11a), que cabalgó sobre él (12a).
Este versículo puede aludir al hecho de que los vencidos tenían que llevar a cuestas a sus vencedores o, tal vez, recuerde el gesto que llevaban a cabo los vencedores, poniendo el pie derecho sobre el cuello de los vencidos. Es como si hubieran tenido que enfrentarse con un «incendio» o con una «inundación» (12b). Pero todo esto fue superado.
De la descripción de la superación de los conflictos internacionales, se pasa a la superación de un conflicto de menor envergadura (16-19). No se habla de enemigos, lo que indica que puede tratarse de un conflicto tanto personal, como social. Pero el hecho de que el salmista afirme que no tenía malas intenciones (18) permite sospechar que se trata de la superación de un conflicto social.
Desde que empieza hasta que acaba, este salmo habla del Dios aliado de una persona (13-19) y de un pueblo (9-12); es más, podríamos decir que se trata de un Dios aliado de toda la tierra (1b) y de toda la humanidad (8). Aliado en la defensa y en la promoción de la vida. Donde la vida corre peligro, allí está Dios, liberando e introduciendo en la tierra de la libertad (6), preservando la Tierra Prometida (7), permitiéndole al pueblo recobrar el aliento (12) sin rechazar la súplica del inocente (20), escuchando y atendiendo los gritos de súplica (19). Como ya se ha indicado, la salida de Egipto (paso del mar Rojo) y la entrada en la Tierra Prometida (paso del Jordán) constituyen el punto de partida de muchas y nuevas experiencias de la acción liberadora de Dios en la vida de la gente: «Venid a ver las obras de Dios, sus temibles acciones en favor de los hombres» (5).
A lo largo de su vida, Jesús siguió realizando las obras del Padre (Jn 5,17), lo que viene a significar que no hay ruptura entre el primero y el segundo. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Según Lc 7,16, en Jesús Dios visita al pueblo que sufre. Pero, en realidad, son pocos los que se acuerdan de dar gracias por la presencia y la visita de Dios en la vida de la gente (Lc 17,11-19).
Tratándose de una acción de gracias colectiva, conviene rezarlo en compañía de otras personas, compartiendo las cosas buenas que recibimos de Dios, Se presta para las ocasiones en las que desearnos recordar lo que Dios ha hecho en nuestro favor o en favor de otras personas o grupos; podemos rezarlo cuando Dios nos permite recobrar el aliento; cuando no rechaza nuestras súplicas; cuando nos escucha y atiende a nuestros gritos de súplica...
Comentario de la Segunda lectura: Gálatas 6,14-18. Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Es frecuente que al final de un discurso o de una carta se reafirme de manera sintética y con mayor vigor el núcleo de lo que se ha intentado comunicar. Eso es lo que sucede en este fragmento, conclusión de la Carta a los Gálatas, que constituye la repetición de los temas de que ha tratado todo el escrito. El apóstol Pablo baja al campo en persona y traduce en el ámbito de la confesión de fe cuanto ha afirmado con argumentaciones apretadas a lo largo de la carta. Lo que intenta hacer comprender por encima de todo es que Jesucristo es el único mediador de la salvación, su camino concreto y el acto decisivo. La adhesión a él, crucificado por amor, ha liberado a Pablo de todo tipo de autosuficiencia humana: «En cuanto a mí, jamás presumo de algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo». En consecuencia, por parte del hombre, la fe en Jesús es el camino que lleva a la salvación: «Lo que importa no es el estar circuncidado o no estarlo». Y la fe es aceptación plena del acontecimiento de Cristo y de la vida que brota de su muerte y resurrección: «Ser una nueva criatura». Por consiguiente, la ley, como intento humano de convertir sus obras en instrumento de auto- justificación, forma parte de ese “mundo” que, para Pablo, ha sido crucificado. Ahora la ley, el canon que debemos seguir, es otro: «Ser una nueva criatura». Eso significa entrar en la muerte y resurrección de Cristo para vivir del amor que se desprende de su vida entregada, asumir la forma del crucificado como norma de vida. En conclusión, lo que acredita efectivamente a Pablo ante sus opositores es su semejanza con el Crucificado, la participación en la pasión de Jesús que se lee en la carne.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 10,1-12.17-20. Descansará sobre ellos vuestra paz.
El evangelista Lucas ubica la misión de los setenta y dos discípulos en el marco del viaje de Jesús hacia Jerusalén, que prefigura como en transparencia el camino de la Iglesia y la vida del cristiano en el mundo. Jesús les envía después de haberles aclarado —en el fragmento precedente— las exigencias del seguimiento, es decir, que cada discípulo es enviado a lo largo de la subida a Jerusalén, o sea, cuando se da la disponibilidad para seguir el camino del Maestro.
Lucas había descrito ya, en el capítulo anterior (9,1-6), empleando términos muy semejantes, la misión de los Doce, y nuestro fragmento es un paralelo que recoge y amplía esta única misión. Los enviados son setenta y dos, número que nos trae a la mente a los setenta ancianos de Israel —aquellos que fueron admitidos a la presencia de Dios en el Sinaí (Ex 24), y sobre los que se produjo la efusión de parte del espíritu dado a Moisés (Nm 11,16ss) — y, sobre todo, la «Tabla de los pueblos de la tierra» presentada en Génesis 10. En este último marco y para expresar la unidad del género humano, se mencionaba a los setenta pueblos de la tierra en tiempos conocidos (en la versión de los LXX se convierten en setenta y dos); Lucas, empleando el mismo número, pretende indicar que el anuncio del Reino está destinado a todos los hombres y que el Evangelio del Reino es fermento de aquella unidad entre los pueblos soñada por Dios.
Jesús indica la misión con una doble orden: «Rogad... ¡En marcha!...». Frente a la mies, que está dispuesta para la siega, frente a la humanidad, creada para Dios, la misión se lleva a cabo rogando en primer lugar al Señor de la mies para que «eche fuera» (literalmente, para que «haga salir») los propios miedos y falsas seguridades y para que los obreros se apasionen por la mies y hagan suyos los intereses del Dueño. Para «ir», a su modo, al modo del Cordero dócil y humilde, a llevar la paz al interior de la casa de los hombres. Y en este llevar la paz y cuidar de los enfermos está el Reino de Dios que se aproxima al hombre. Los discípulos vuelven con alegría donde Jesús, principio y término de la misión, y él les revela el fin de la misión desde su punto de vista: liberarnos del Maligno, introducirnos en la vida misma de Dios... en el cielo.
A la manera de las inclusiones bíblicas, en las que una palabra o una expresión repetidas indican el perímetro y el objeto de una perícopa, la liturgia de hoy se presenta incluida toda ella dentro de un verbo, conjugado en imperativo: ¡Alegraos! «Alegraos con Jerusalén», empezaba diciendo Isaías. «Alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo», concluye Jesús. La Palabra de Dios de este domingo nos revela, pues, el contenido de la alegría: lo que está dentro o en el origen, y también el modo en que esta alegría puede «discurrir» hacia la Iglesia y fluir por el mundo. En el corazón figura la afirmación de Pablo: «En cuanto a mí; jamás presumo de algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,4). La clave es ésta: la cruz es el criterio de la existencia cristiana, la cruz es el metro para medir las opciones, las acciones, los gestos cotidianos. De la adhesión a este Evangelio, de la conversión al modo de vivir y de amar de Cristo crucificado depende la posibilidad de llegar a ser una «nueva criatura», que es lo que cuenta e importa de verdad (Gal 6,15). Ésta es la fuente de la que brota la alegría de la vida, éste es el don que recibimos en el bautismo y que debe informar toda nuestra existencia para que sea una existencia bautismal, o sea, para que esté sumergida en el dinamismo de la vida que brota de la muerte, del amor dispuesto a dar la vida.
Este itinerario, que Pablo describe en términos de adhesión a la cruz de Cristo y de nueva creación, Lucas lo narra ambientándolo a lo largo de un camino, el camino que recorren los discípulos con Jesús hacia Jerusalén. Aquí todo el contenido de la vida bautismal está expresado en el seguimiento de Jesús por su camino, en la aceptación de sus exigencias de radicalismo y totalidad que en él están implicadas, en la participación cada vez más profunda en su pasión, a fin de participar de un modo cada vez más íntimo en su vida. Y no sólo esto; también a lo largo de este camino introduce Lucas el gran tema de la misión. Jesús envía a los que les siguen —los setenta y dos discípulos, que representan a todos los bautizados— y, en consecuencia, la misión forma parte intrínseca del seguimiento. De aquí surge la imagen o, mejor aún, la vocación de una Iglesia que es absolutamente misionera, y lo es por el hecho de que sigue a Jesús y con el hecho mismo de seguir a Jesús. Ser misionero, mucho más que hacer algo por el Señor, es seguirle en su pasión por la mies. Es pedir asemejarse a él e ir asemejando a él.
Un día, los apóstoles, al volver de la misión a la que les había enviado el Señor, le dijeron: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». El Señor los vio tentados de soberbia por el poder taumatúrgico recibido y, como era médico y había venido a curar nuestras hinchazones y a llevar nuestras debilidades, dijo de inmediato: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo». No todos los cristianos, por muy buenos que sean, están en condiciones de expulsar a los demonios; sin embargo, todos tienen escrito su nombre en el cielo; y Cristo quiso que gozaran no por el privilegio personal que cada uno tenía, sino por su salvación conseguida junto con todos los otros. Ningún fiel tendría esperanza de salvarse si su nombre no estuviera escrito en el cielo. Ahora, en el cielo, están escritos los nombres de todos los fieles que aman a Cristo, que caminan con humildad por el camino de Cristo, es decir, el que nos enseñó haciéndose humilde. Toma al más insignificante que haya en la Iglesia: si cree en Cristo, si ama a Cristo y ama su paz, ése tiene su nombre escrito en el cielo, sea quien sea y por muy indeterminado que lo dejes. ¿Existe, pues, semejanza entre éste y los apóstoles que hicieron tantos milagros? ¡Y no sólo eso! Los apóstoles fueron reprendidos por haber gozado de un favor que tenían en propiedad, y recibieron la orden de gozar por un bien del que puede gozar asimismo un hermano insignificante.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 10,1-12, para nuestros Mayores. La misión de los setenta y dos.
De clientes a misioneros. Estamos ante una página evangélica, borrada durante siglos para los seglares. A mitad del siglo XIX, el nuncio de Bélgica, monseñor Fornan, escribía al Secretario del Vaticano: ‘Vivimos desgraciadamente en una época en la que todos se creen llamados al apostolado”. Pero, simultáneamente, escribía el P. Claret: “En estos tiempos Dios quiere que los seglares tengan una parte importante en la salvación de las almas”. Por si alguien tiene dudas y cree que el envío de los Doce no se refiere a todos los cristianos, Lucas ofrece el envío de los setenta y dos discípulos, para que quede bien patente que el anuncio del Evangelio no es sólo cometido de los pastores. Lo que les diferencia a ellos de los seglares no es que ellos hayan de ser mensajeros por obligación y los seglares por devoción, sino en el modo de hacer el anuncio. Muchos cristianos, lastrados de clericalismo, creen que lo suyo es ser “clientes” en la Iglesia, “recibir la asistencia y los servicios de los pastores” olvidando su condición de “pueblo profético, llamado a publicar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa” (1 P 2,9), es decir, olvidando que son miembros activos del cuerpo eclesial, dotados con funciones y carismas para el servicio de la comunidad y el ejercicio de su misión (1 P 4,10-11; Rm 12,4-8; Ef. 4,11-1 3).
El Concilió Vaticano II con su Decreto sobre el apostolado de los seglares, Pablo VI con su EN, Juan Pablo II en NMI y en ElE se han esforzado por despertar el espíritu misionero en el pueblo de Dios sin mucha fortuna, por desgracia. Se sigue pensando que se trata de algo devocional, propio de entusiastas, de gente preparada, de personas con bastante tiempo. Sin embargo, hay que decir con toda contundencia que o la fe es misionera o no es fe; el cirio bautismal que no prende a otro, está apagado. El primer evangelizado es el evangelizador.
Consignas misioneras. Posiblemente el Señor pronunció este discurso ante una escena de siega, como otros ante una de pesca. Esta segunda misión resalta mejor que la de los Doce la universalidad de la evangelización. Los enviados no están constituidos en autoridad. Su destinatario no es solamente el pueblo judío (Mt 10,5-6), cuyas doce tribus están representadas en los doce apóstoles, sino todas las naciones del mundo entonces conocido, simbolizado en la cifra 72. Las consignas que da Jesús a “todos” los misioneros se refieren al estilo, contenido y dificultades que entraña la misión.
— En primer término, los envía de dos en dos, en comunidad, aunque sea mínima. La misión no es una aventura individual. De “dos en dos” ya que para los judíos sólo el testimonio de al menos dos es válido. De “dos en dos” porque la reunión de dos tiene fuerza sacramental para hacer presente al Señor (Mt 18,20). Pedro y Juan, Pablo y sus compañeros son fieles a esta consigna y misionan en compañía.
— Han de vivir desinstalados, en constante itinerancia, más psicológica que física. No es cuestión de que los destinatarios se acerquen a preguntarnos por el mensaje; es preciso “ir” hacia ellos, evangelizarlos en su propia situación vital, y compartir la vida y la mesa con ellos; no es cuestión de recitar un símbolo de fe solamente.
— Hay que ir ligeros de equipaje gritando el Evangelio, las bienaventuranzas, con alegría en medio de la austeridad, liberados del consumismo atrapador, con absoluto desinterés no sólo de recompensa económica, sino también de prestigio, recompensa afectiva o éxito.
— Los enviados hemos de ser portadores de paz y bienestar. Somos enviados para ungir heridas, apagar rencores y suscitar la paz nacida de la justicia. Somos enviados como samaritanos. Y los preferidos en la misión han de ser los rotos, posesos, deprimidos, enfermos... Todo esto necesita, claro está, una hermenéutica actual.
El Reino de Dios está cerca. El mensaje es breve y denso: “El Reino de Dios está cerca”. Dios hace la oferta de una sociedad nueva, que quiere edificar con nosotros y para nosotros; una sociedad de hermanos liberados y en paz; una comunidad que le reconoce como Padre universal.
Esta Buena Noticia genera solidaridad y fraternidad (Hch 2,42-46), pero provocará la hostilidad y persecución de quienes se sienten a gusto en la sociedad actual; empuñarán piedras para alejar a los que vienen a moverles la poltrona y a perturbar su paz perversa: “Os mando como corderos en medio de lobos”. La misión es urgente. Las gentes están extenuadas (Mc 6,34).
Siempre me ha llamado la atención la preocupación obsesiva de muchos cristianos por la suerte de sus difuntos. No escatiman gastos y misas para que sean “admitidos” en la gloria; en cambio, es insignificante su preocupación por la conversión y el cambio de vida, algo decisivo en la vida terrena, en la que ya de paso “se gustan los gozos celestiales”. Me impacta también la búsqueda afanosa e ingeniosa de un mayor nivel de vida... Si el amor es creativo, ¿por qué no ocurre lo mismo en el orden de la fe? Agustín habla con entusiasmo del afán ingenioso de su madre, Mónica, para buscarle medios de conversión: proporcionarle libros, hacerle encontradizo con presbíteros, orar llorando durante años... Y lo consiguió.
Comentario del Santo Evangelio: (Lc 10,1-12.17-20), de Joven para Joven. Preparar la llegada de Jesús (Lc 10,1-12.17-20)
La Iglesia está al servicio de Jesús. Es él quien determina lo que ella debe hacer y quien le confiere el poder para actuar. El significado de la Iglesia no está en sí misma. Su misión es la de conducir a los hombres hasta Jesús y prepararlos para el encuentro con él. En su discurso, Jesús señala a los que envía la situación en la que viven y la tarea que les espera (10,1-2). A su retorno, ellos refieren a Jesús su experiencia misionera (10,17-20).
Jesús había enviado ya a los doce apóstoles (9,1-6). Continuamente mencionados en el Evangelio (8,1; 9,12; 18,31; 22,14), ellos constituyen el núcleo de la joven Iglesia (He 1,13). El envío de otros 72 discípulos (o 70; la tradición no es uniforme), es referido sólo en este lugar. El acontecimiento muestra que, además de los Doce, Jesús necesita y se sirve de otros muchos colaboradores. El Antiguo Testamento habla de los 70 ancianos que Moisés toma como ayudantes (Ex 24,1; Núm. 11,16). Para la Iglesia esto significa que la tarea misionera no es competencia de unos pocos —los sucesores de los apóstoles—, sino que todos deben ser testigos de Jesús y de su mensaje, sobre todo con su vida, preparando así el encuentro de los hombres con él. Enviando a los 72 de dos en dos, Jesús les hace saber, a ellos y a los destinatarios, que, a la luz de una norma del Antiguo Testamento (Dt 19,15; cf. Jn 8,17), su cometido es el de dar testimonio. No han de transmitir sus propias ideas, sino que deben anunciar y hacer lo que Jesús les ha confiado. No se trata de su persona, sino de ser fieles mediadores entre Jesús y los hombres. El los envía a aldeas y ciudades de Judea, pero en este envío se puede entrever un indicio de la misión universal, puesto que está señalando la amplitud de la misión de Jesús.
Al inicio de su discurso, Jesús revela a los discípulos la situación en la que se encuentran. No deben hacerse falsas ideas: la mies es abundante, pero los obreros son pocos; los envía además como corderos en medio de lobos. Aunque sean 72, son pocos. Esto permite comprender la dimensión enorme de la tarea que Jesús ve ante sí, de la que a ellos les hace partícipes. Sorprendente es la consecuencia que Jesús extrae. No les dice: «Poneos de inmediato en camino y trabajad sin descanso». Lo que les dice es: «Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (10,2). En todo momento han de saber los obreros con toda claridad que ellos son siervos y que Dios es el dueño de la mies. El es el creador de todos los hombres; él ha enviado a Jesús y de él depende llamar a otros obreros para la mies. Los que ha llamado ya a su servicio deben hacer fielmente su trabajo, pero no tienen que exigir demasiado de sí mismos ni tienen que angustiarse frente a la amplitud de esta misión. No obstante, la mies debe constituir para ellos una urgencia personal de tal importancia que han de rogar al dueño el envío de más obreros. La última responsabilidad compete a Dios. Ellos pueden confiar en que Dios no permitirá la pérdida de su mies y que enviará a ella los obreros necesarios.
Los enviados por Jesús son obreros al servicio de Dios; serán también corderos en medio de lobos. Si la primera afirmación revela su relación con Dios, la segunda habla de su relación con los hombres. Es proverbial el contraste entre corderos y lobos (cf. Sir 13,17). Los corderos son animales inermes e indefensos; los lobos los atacan y dispersan con violencia (Jn 10,12). Como Jesús dirá de inmediato en la frase siguiente (10,3), sus discípulos deben acercarse a los hombres con las manos vacías y los pies desnudos, sin demostraciones de derroche y de poder, y sobre todo sin violencia. Pero no pueden contar con que su tarea les resulte fácil y con que serán acogidos en todas partes con los brazos abiertos. Jesús mostrará más tarde que han de contar con persecuciones (12,4-12; 21,12-19).
A continuación Jesús les dice en concreto cuál ha de ser su equipaje (10,4) y cómo han de comportarse en una casa (10,5-7) y en una ciudad (10,8-11). Con una frase conclusiva subraya la importancia de su obrar (10,12).
Por lo que respecta al equipaje, Jesús da únicamente prohibiciones: ni bolsa, ni alforja, ni sandalias. Sólo les queda un vestido, y quizá una capa. No han de llevar nada, ni tener nada para su seguridad personal. Se aclara en seguida que no poseen ningún bien terreno para repartir. Lo que ellos poseen es únicamente su mensaje y su poder. A estos bienes debe dirigirse desde el principio toda su atención y toda la atención de sus oyentes. A lo largo del camino no deben saludar, porque no tienen tiempo que perder: han de comenzar su tarea lo más pronto posible (cf. 2Re 4,29).
Jesús presupone que, en su actividad itinerante, necesitan un alojamiento pacífico. Han de permanecer y hospedarse allá donde un hombre de paz responda a su saludo de paz. No deben perder tiempo buscando otra casa, como si quisieran encontrar un alojamiento mejor. Sin preocupaciones por su propia persona, han de entregarse por completo a su misión.
Por lo que respecta a su actuación, Jesús presenta dos posibilidades. Si son acogidos en una ciudad, deben comportarse igual que Jesús: han de curar a los enfermos (cf. 5,15; 6,18; 7,21) y anunciar el Evangelio del reino de Dios (cf. 4,43; 8,1). Es lo que se dice también de los Doce, que «anunciaban por todas partes la Buena Noticia y curaban enfermos» (9,6). A quienes les acojan deben decir con fuerza: «Está cerca de vosotros el reino de Dios para vuestra salvación» (10,9), y han de confirmar este mensaje con las curaciones de enfermos.
Ellos hablan como enviados y testigos. El verdadero
Elevación Espiritual para el día.
Si yo, queridos hermanos en la fe, he sido enviado a vosotros para proclamar que Jesús ha resucitado y es el único Rey y Señor; si yo, que he sido llamado a ser vuestro obispo, he sido encargado de despertar la aurora que os duerme ya en el corazón, ¿quién llevará este anuncio de esperanza a los «otros», a esa porción del pueblo que no coincide ya con el perímetro de la Iglesia, a esos a quienes los valores cristianos ya no les dicen nada? ¿Quién hará llegar la Buena Noticia de Cristo a tantos hermanos que, trastornados por los problemas de la supervivencia y del trabajo, ya no tienen tiempo para pensar en el Señor? ¿Quién llevará este anuncio de salvación a tantas personas generosas que no son capaces de atravesar los confines del inframundo y se baten sólo por una justicia sin trascendencias, por una libertad sin utopías, por una solidaridad sin parentescos? ¿Quién gritará el grito de liberación que nos ha traído Cristo en el corazón de tantos jóvenes extraviados que, en su ineludible necesidad de felicidad, buscan respuestas en las ideologías, en la fascinación del nihilismo, en las alucinaciones de la violencia, en el paraíso de la droga? ¿Quién pondrá una brizna de esperanza en el pecho de tanta gente desesperada, envilecida por las miserias morales, derrotada, marginada, para quien Jesús es un forastero, la Iglesia una extraña y el Evangelio sólo un jirón de recuerdos infantiles?
¿Deberé ser sólo yo, vuestro obispo, quien asuma esta tarea tan gravosa respecto al mundo? De ninguna manera. Pero no porque yo no tenga que hacerla. No porque se trate de una empresa que supere mis capacidades y produzca desaliento no digo a mi pobreza, sino incluso a la audacia de los más fuertes. Es sólo porque esta tarea corresponde a todo el pueblo de Dios. Es porque hoy un anuncio de esperanza sólo se vuelve creíble cuando lo ofrece una comunidad que vive en comunión y no por un individuo que juega con las palabras y se ejercita con la academia. La gente empieza hoy a dudar de los jefes carismáticos. El oficio del «líder» ya no se sostiene, y menos aún en la Iglesia. Nos corresponde, por tanto, a nosotros, a todo el pueblo de los bautizados, depositarios de la esperanza cristiana, pasar por los caminos del mundo y proclamar juntos: «Valor, no te deprimas si adviertes que se reagudizan viejas angustias. Si te espanta la soledad del camino y la indiferencia de tus compañeros de viaje. Si experimentas los escalofríos de viejos delirios y de nuevos miedos. Si te oprime la oscuridad de la noche que no termina nunca... No te desanimes, porque aún no se ha dicho la última palabra. Levántate y camina con nosotros. O, al menos, intenta mirar en nuestra misma dirección. Al fondo hay una luz. Y hay un Hombre que, a pesar de todo, es capaz de presentarte el trecho de camino que te queda, por largo o corto que sea, como una ocasión extraordinaria para renacer»
Reflexión Espiritual para este día.
Un día, los apóstoles, al volver de la misión a la que les había enviado el Señor, le dijeron: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre». El Señor los vio tentados de soberbia por el poder taumatúrgico recibido y, como era médico y había venido a curar nuestras hinchazones y a llevar nuestras debilidades, dijo de inmediato: «No os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos en el cielo». No todos los cristianos, por muy buenos que sean, están en condiciones de expulsar a los demonios; sin embargo, todos tienen escrito su nombre en el cielo; y Cristo quiso que gozaran no por el privilegio personal que cada uno tenía, sino por su salvación conseguida junto con todos los otros. Ningún fiel tendría esperanza de salvarse si su nombre no estuviera escrito en el cielo. Ahora, en el cielo, están escritos los nombres de todos los fieles que aman a Cristo, que caminan con humildad por el camino de Cristo, es decir, el que nos enseñó haciéndose humilde. Toma al más insignificante que haya en la Iglesia: si cree en Cristo, si ama a Cristo y ama su paz, ése tiene su nombre escrito en el cielo, sea quien sea y por muy indeterminado que lo dejes. ¿Existe, pues, semejanza entre éste y los apóstoles que hicieron tantos milagros? ¡Y no sólo eso! Los apóstoles fueron reprendidos por haber gozado de un favor que tenían en propiedad, y recibieron la orden de gozar por un bien del que puede gozar asimismo un hermano insignificante.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Lc 10,1-12.17-20. El discípulo.
Esta vez en la galería de rostros bíblicos proponemos un perfil «anónimo», es decir, sin un nombre específico, Se trata de esa serie de figuras que pueblan el capítulo 10 de Lucas, que hemos leído en la liturgia de este domingo. Aunque tienen su nombre propio, desconocido para nosotros, se definen en conjunto como «discípulos», un término que en griego, en singular, es mathetés y en hebreo talmid. El vocablo, raro en el Antiguo Testamento, es apreciado también en el Nuevo, donde se aplica, no sólo a los Doce, o sea, a los apóstoles (con la fórmula «sus discípulos», es decir, de Jesús), sino también a un grupo más numeroso de seguidores, llamados sólo «discípulos».
Bien, pues el fragmento citado por Lc 10 empieza así precisamente: «El Señor designó a otros setenta y dos discípulos y los envió delante de él, de dos en dos...». Este número recibe en algunos códices antiguos que nos transmiten el texto de los evangelios una contracción, convirtiéndose en «setenta». Podemos deducir, recordando el valor sobre todo simbólico de los números bíblicos más significativos, que el componente «siete» que está en la base, atribuye a los setenta y dos/setenta discípulos un valor no tanto cuantitativo y estadístico, sino más bien cualitativo y alusivo. Si los doce apóstoles habían sido elegidos según ese número exclusivo para copiar a las tribus de Israel, setenta y dos/setenta es, en cambio, el número de las naciones de la tierra presentadas en el capítulo 10 del Génesis. Para ser precisos eran setenta, según el número hebreo en el original, setenta y dos según la lista que presenta la antigua traducción griega de la Biblia, llamada «de los Setenta», por el número legendario de sus traductores.
El título «discípulo», después de la resurrección de Cristo, se aplicará a todos los cristianos, como se confirma en los Hechos de los Apóstoles, donde, por ejemplo, se lee: «Como el número de los discípulos aumentaba había en Damasco un discípulo llamado Ananías. En Jafa había una discípula llamada Tabita...» (6,1; 9,10.36). En el evangelio de Juan aparece también un «discípulo amado», cuyo nombre no se da, que la tradición ha identificado con el evangelista, pero cuyos contornos precisos se esfuman a veces, convirtiéndose como en un símbolo, para representar al verdadero discípulo de Cristo.
El fragmento de Lucas describe con claridad algunas líneas de este carácter de discípulos en el que se deberían reconocer todos los cristianos. El discípulo debe ser hombre de paz y humilde: «Como corderos en medio de lobos. Cuando entréis en una casa, decid primero: ¡Paz a esta casa!». Debe ser pobre, desprendido de los bienes, sin bolsa, ni alforja, ni sandalias de reserva; mantenido por la caridad fraterna. Debe comprometerse personalmente a favor de los que sufren: «Curad a los enfermos». Pero, sobre todo, debe proclamar el Evangelio, la «buena noticia»: « ¡El reino de Dios está cerca de vosotros!». Y aun cuando su misión registre fracasos, rechazo, persecuciones, su confianza debe permanecer intacta y serena. Los demonios están destinados a la derrota, el mal se echará atrás. El mismo Cristo, al finalizar la misión de los setenta y dos/ setenta, exclamará: «Yo veía a Satanás cayendo del cielo como un rayo». +
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