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domingo, 1 de agosto de 2010

Lecturas del día 01-08-2010

1 de Agosto 2010. XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 2ª semana del Salterio. "Liturgia de lasHoras": tomo IV. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A EL INMACULADO CORAZÓN MARÍA. SS. Alfonso María de Ligorio ob dc, Félix mr.


LITURGIA DE LA PALABRA

Qo 1, 2; 2, 21-23: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?
Salmo 89: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Col 3, 1-5. 9-11: Busquen los bienes de allá arriba, donde está Cristo
Lc 12, 13-21: Lo que has preparado, ¿para quién será? 

La 1ª lectura nos enfrenta muy directamente con cuestionamientos que todos nos hemos hecho alguna vez, a lo mejor con más frecuencia de la deseada.

El Eclesiastés pertenece a un grupo de libros que llamamos sapienciales.

La “sabiduría” es un amplio concepto que puede englobar desde la habilidad manual de un artesano hasta el arte para desenvolverse en la sociedad, la madurez intelectual... representa una actitud de personas y pueblos cuyo finalidad es encontrar respuestas a los grandes interrogantes y misterios de la existencia humana.

Para la sabiduría bíblica, la realidad y la experiencia son lugar de revelación divina, cuando el ser humano se entrega a la reflexión y a la tarea de leer los acontecimientos en clave “divina”. Para ello, los sabios se apoyan en la razón, muy pocas veces recurren a la revelación o a la luz sobrenatural. Y junto a la observación de la experiencia, la otra fuente de la sabiduría es la tradición. Serán los últimos libros sapienciales (Eclesiástico y Sabiduría) los que incorporen a Dios como fuente suprema de la sabiduría. La vida está regida en el fondo por una serie de leyes, cuya causa última es Dios, por ser el creador del mundo. Ese sentido profundo de las cosas, oculto para el hombre, es el que hay que investigar y descubrir para adecuarse a él y comportarse “sabiamente”.

Los sabios plantean el problema de la vida en su acepción más universal, no centrada en el pueblo elegido. Esta sabiduría tiene su origen en la vida del pueblo, que se va recogiendo en forma de dichos, refranes, sentencias... este patrimonio de saber popular se va enriqueciendo a través del tiempo y de la tradición oral, acogiendo influencias de los pueblos limítrofes. Más tarde todo esa material básico será reelaborado por los círculos sapienciales que le darán forma literaria y una cierta estructura. Con frecuencia estos libros presentan formas dialogadas, incorporando distintos puntos de vista al problema que se está estudiando (Job, por ejemplo, Eclesiastés...).

Generalmente se piensa en el Rey Salomón como el más fuerte impulsor y cultivador de este arte de conducirse en la vida. La sabiduría encuentra su medio ambiente más propicio en la corte, en la que se forman los miembros de la familia real, los futuros responsables de la política, archivos, administración... por eso se le atribuyen a Salomón la mayor parte de los libros sapienciales, como a David los Salmos o a Moisés el Pentateuco...

Podemos calificar de contestatario al autor del Eclesiastés. Es una voz escéptica y crítica, disidente frente a la tradición sapiencial que confía ilimitadamente en las posibilidades de la razón y sabiduría humanas. El sabio Qohélet es un autor, por lo menos, desconcertante. La pregunta que mueve toda la reflexión de su libro es ésta: “¿Qué provecho saca el hombre de todos los afanes que persigue bajo el sol?” (1,3) y su respuesta: vanidad de vanidades (se puede traducir también por vaciedad, sin sentido...) todo es vanidad (1,2.17; 2,1.11. 17. 20. 23. 26; 12,8)

Éste parece un libro muy poco religioso. ¿cómo se nos propone a los cristianos este libro, como Palabra de Dios, con esa respuesta tan materialista, tan poco optimista...? O esta otra conclusión: “la felicidad consiste en comer, beber y disfrutar de todo el trabajo que se hace bajo el sol, durante los días que Dios da al hombre, pues esa es su recompensa” (5,17) es como decir vulgarmente “comamos y bebamos, que mañana moriremos...”

El autor recorre a lo largo de su libro todas las esferas del ámbito humano: trabajo, riqueza, dolor, alegría, decepciones, religión, justicia, sabiduría, ignorancia, el tiempo, la muerte... buscando respuesta a su pregunta. Hagamos lo que hagamos en nuestra vida, al final el destino es el mismo para todos los hombres: la muerte, ¿la nada? Es una pregunta seria ¿qué pintamos aquí, en la tierra? ¿para qué vivir, trabajar, luchar, amar, pensar, esforzarnos en la ecología, la educación, la política, los derechos humanos...? Breve es nuestra vida sobre la tierra (Sab 2,1), la mayor parte de nuestra vida es fatiga inútil, que pasa aprisa y vuela (Salmo 89, 10). La experiencia humana es como “atrapar vientos” una tarea inútil y decepcionante. Viene a nuestra mente aquella otra frase evangélica: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero...?”.

Con el autor, el lector sigue con fruición ese recorrido por la existencia humana, por el devenir cotidiano, deseando que el autor tenga éxito en su búsqueda y su respuesta tranquilice un poco nuestro corazón sediento de verdad, de sentido en todo lo que somos y hacemos...

Por mucho que nos afanemos, nada nos vamos a llevar...

En la época del destierro se empezó a desarrollar la teoría de la retribución personal y del destino individual: el pueblo elegido profesaba una doctrina de retribución colectivista: la bondad o maldad de un individuo tenía repercusiones en el grupo y en los descendientes. En el contexto del exilio estas ideas van cambiando: cada persona recibía en vida la recompensa adecuada a su conducta (2Re 14, 5-6; Jer 31, 29-30; Ez 18, 2-3. 26-27). Sin embargo, la experiencia desmentía este principio. Después del destierro este problema ocupa un puesto primordial en la reflexión sapiencial, y no resulta fácil encontrar una respuesta adecuada. El libro de Job refleja vivamente este drama, apuntando distintas soluciones, pero ninguna definitiva ni convincente: Job es invitado a entrar en el misterio de Dios y desde ahí poder relativizar su dolor, su desesperación y pretensiones. Qohelet se hace eco del mismo escándalo y lo amplía: aún suponiendo que el justo siempre recibiera bienes, tal recompensa no es proporcional al esfuerzo que pone el hombre en conseguirla, pues no da plena satisfacción a los anhelos del ser humano. Tanto Job como Qohelet se mueven en el ámbito de retribución intramundana, no atisban nada más allá de la muerte.

Este problema recibe nueva luz con las ideas sobre la inmortalidad y resurrección que aparecen en Israel durante las guerras macabeas (2Mac 7,9; 12,38-46; Dan 12, 2-4) y encuentran su formulación en el libro de la Sabiduría (Sab 1-5) La revelación del Nuevo Testamento, dará respuestas tres siglos más tarde: la solución definitiva se ofrecerá en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, el Justo sufriente.


Por otra parte, no está mal que Qohélet nos recuerde el sabor de las cosas sencillas, el disfrute de las cosas ordinarias, que también son don de Dios. En esto conectaría muy bien con la mentalidad de la postmodernidad: presentista, del “carpe diem”... No hace falta que hagamos un esfuerzo grandísimo en salir de esta realidad temporal para encontrar a Dios. Él es compañero cercano de todo lo que vivimos. Nos lo dice la fe. La vida tiene sentido porque somos personas humanas, no animalitos, y en nuestros genes llevamos escrita esa búsqueda de sentido, porque estamos hechos “a imagen y semejanza de Dios”, un Dios creador, que se mueve, que sale de sí, que inventa, que busca.

Evangelio: la vida no depende de los bienes

Va en la misma línea sapiencial que la 1ª lectura: el ser humano busca sin descanso la alegría y la felicidad, pero en torno a esta búsqueda planean serios peligros. Uno de estos peligros, que nos plantea este texto evangélico es el de la codicia.

A Jesús, como Maestro, se le acercan dos hermanos en litigio y le suplican que ponga orden, que haga justicia. Jesús sabe ponerse en su sitio: él no ha venido al mundo como juez jurídico, legal. Va más allá de lo externo: “Él sacará a la luz los pensamientos íntimos de los hombres” (Lc 2, 35b), va a la raíz de los problemas, que está en el corazón del ser humano. Para Él es más importante desenmascarar la codicia que nos domina, que hacer valer los derechos de cada uno. Con lo primero, se conseguirá lo segundo.

Sus palabras son magistrales: “eviten toda clase de codicia, porque aunque uno lo tenga todo, no son sus posesiones las que le dan vida”. Jesús no invita al conformismo. Lo primero es la justicia, querida por Dios, predicada por Jesús: que todos tengan pan, educación, techo... fruto de la comunión, de la solidaridad, nuevo nombre de la justicia, eso es el Reino, la Nueva Humanidad. Pero puede ocurrir que cuando tengamos lo justo, lo que nos corresponde como hijos y hermanos, ambicionemos más. Este codicia nunca nos permitirá ya descansar. Es muy difícil ya decirse a uno mismo: “Hombre, tienes muchas cosas guardadas para muchos años, descansa, come, bebe, pásalo bien...” normalmente, no hay quien pare ya el dinamismo de la codicia. Hay que estar alerta. ¿Hasta dónde llegar en la acumulación de bienes?

La codicia de unos pocos o de unos muchos impide el desarrollo de los pueblos, y además es contagiosa: ¿por qué se me ocurre mirar a otros y compararme con otros para ambicionar más cada día? ¿por qué no se me ocurre mirar a los que tienen menos y que viven peor, para moverme a compartir con ellos? “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque suyo es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3) No ambicionar nada más de lo necesario, agradecer lo que ya tenemos, lo que hoy se nos regala, ése es el espíritu del pobre. No son las posesiones las que nos dan la vida. Créelo. “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). “Él es nuestra riqueza.”

Lo que se ha ido acumulando a lo largo de la vida, sin disfrutarlo, sin compartirlo ¿de quién será? ¿para quién será? Todos conocemos personas avaras, con muchas riquezas materiales que viven andrajosamente, sin capacidad de disfrutar lo que tienen ¿son felices esas personas? no. ¿Para qué vivir pendientes del tener, y no ser capaces de ser? Pensando sapiencialmente, ¿qué beneficios nos reporta esa actitud y esa ambición? A la altura de los tiempos actuales, esa actitud, no sólo es «amasar riquezas para sí y no ser ricos ante Dios», sino destrucción de la vida y del planeta. Todo lo que destruye la sociedad, la justicia, es disfuncional, no sólo para la sociedad, y la convivencia, sino para el «Buen vivir», para la vida. Enriquecerse en Dios, es vivir como Jesús: vivir confiados en las manos del Padre/Madre Dios, buscar el Reino-Utopía como lo más principal. «Lo demás vendrá por añadidura». Enriquecerse en Dios es amasar una única fortuna: la del amor, el favorecimiento de la vida, el descentramiento de sí mismo en favor del centramiento en el amor, las buenas obras con los más pequeños y desfavorecidos (Mt 6,19).

En torno a la segunda lectura

La intención de la carta a los cristianos de Colosas es afirmar la supremacía de Jesucristo por encima de toda realidad cósmica, terrena o supraterrena. Algunos pretendían introducir en la comunidad ideas filosóficas sobre el mundo de los poderes angélicos, y unas prácticas ascéticas inspiradas en ritos mágicos y mistéricos que confundían y amenazaban con destruir el misterio de Cristo entre los creyentes. Por eso, en el Himno Cristológico de 1,15-20 se presenta a Jesús como Señor de toda la creación y único salvador del mundo, revelación perfecta de la sabiduría divina, escondida durante siglos, pero revelada ahora en el Hijo, fuente de vida espiritual para el ser humano, de quien recibimos la plenitud.

El bautismo introduce al cristiano en la posesión ya presente de la salvación, no como algo conseguido de manera estática, sino en movimiento, en progreso, dinámico, en combate. El bautismo nos une a Cristo y nos hace participar de sus riquezas: “fuimos sepultados con Cristo y luego resucitados por haber creído en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos” (2,12)

Muertos y resucitados con Cristo debemos buscar lo que Cristo buscó, las cosas de arriba, las cosas de dentro donde está nuestra verdadera riqueza, la del corazón, pero también las malas intenciones (Mt 15,19). Hay que hacer morir lo terrenal, despojarse del “hombre viejo”. Esta renovación es espiritual (Ef 4,23), es decir, bajo la acción del Espíritu, el mismo que movió a Jesús en su existencia terrena. El “hombre viejo” es egoísta, mentiroso, esclavo de sus apetencias... el “hombre nuevo” es bondadoso y compasivo, volcado y preocupado por los demás, comunitario, misericordioso, comprensivo, hace del amor la norma de su vida... para con los demás actúa de la misma manera que Cristo ha actuado en él. Ese es el ser humano nuevo. (Ef 5,1-2). La fuente de toda moral humana es la unión con Cristo, a la que se llega por el bautismo. Sin este fundamento, la vida será un conjunto de recetas y normas que hay que cumplir. La nueva condición de personas nuevas se va renovando cada día según la imagen del creador.

Dicho esto sobre esta segunda lectura, hay que añadir una nota crítica para los fieles ylos predicadores más críticos. Este fragmento de la carta de Pablo deja un especial de boca agridulce, pues junto a la atracción espiritual que producen en conjunto sus palabras, sus imágenes dejan una profunda insatisfacción: arriba/abajo, los bienes de arriba/los bienes de abajo, aspirar a los bienes de arriba y no a los de la tierra... Ese claro dualismo de fondo, esa esquizofrenia espiritual que quiere hacernos creer que estamos en esta tierra (abajo) desterrados, caídos de nuestro verdadero mundo, el mundo de arriba, al que tenemos que aspirar a volver, en el que seremos de nuevo manifestados en gloria tras nuestra muerte... es una visión de fondo, un supuesto que se cuela en las palabras de Pablo como «de rondón», sin siquiera ser mencionado, como una evidencia de fondo que ni siquiera hay que tematizar y discutir... Muchas personas con mentalidad realmente «de hoy», se sienten mal ante estos textos, y muchas veces ni siquiera pueden reaccionar en el nivel consciente, porque no descubren contra qué palabras explícitas podrían reaccionar, pero siguen sintiéndose mal.

Textos que ya van para dos milenios de antigüedad, y que llevan dentro -como una droga escondida no declarada- el platonismo del ambiente helenista en el que fueran concebidos y expresados, no son buenos para vehicular un mensaje que ha de ser entregado en la rapidez de una liturgia que no permite mayores esclarecimientos hermenéuticos. Tal vez mejor sería no abordarlos cuando no van a ser bien abordados. Pero en todo caso, los oyentes actuales tienen derecho a que los predicadores inteligentes digan una breve palabra que les tranquilice ante posibles malestares interiores. El mismo Pablo, misionero apasionado, sería el primero que hoy se quejaría de sus palabras no sean purificadas del dualismo platónico que él mismo respiró en su ambiente helenista pero que hoy es absolutamente inaceptable en nuestra visión moderna y ecocéntrica.

PRIMERA LECTURA
Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23
¿Qué saca el hombre de todos los trabajos? 

¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad! Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y grave desgracia. Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. También esto es vanidad.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 89
R/.Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: "Retornad, hijos de Adán." Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna. R.

Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. R.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. R.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. R.

SEGUNDA LECTURA
Colosenses 3, 1-5. 9-11
Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo 

Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.

Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.

En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría.

No sigáis engañándoos unos a otros.

Despojaos del hombre viejo, con sus obras, y revestios del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo.

En este orden nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 12, 13-21
Lo que has acumulado, ¿de quién será? 

En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia." Él le contestó: "Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?" Y dijo a la gente: "Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes." Y les propuso una parábola: "Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha."

Y se dijo: "Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida."

Pero Dios le dijo: "Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? " Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios."

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera lectura: Eclesiastés 1,2; 2,2 1-23. ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?
«Vanidad» (en hebreo, hevel) es la palabra característica de Qohélet. La sitúa al comienzo del libro y la repite cinco veces en el primer versículo después del título (v. 2). El término se repite setenta y tres veces en el Antiguo Testamento, de las que treinta y ocho (por consiguiente, más de la mitad) corresponden al libro de este sabio que vivió unos doscientos años antes de Cristo. La palabra significaba en su origen «soplo de viento» o «exhalación»; en sentido traslaticio significa «realidad inconsistente y transitoria».

Decir que las cosas son «vanidad» significa que son evanescentes, caducas o efímeras. La palabra ya era conocida por la tradición: «El hombre es como un soplo», se dice, por ejemplo, en Sal 39,6; 62,10; 144,4; pero Qohélet la convierte en un estribillo en sus reflexiones sobre el hombre, sobre sus obras y sobre las cosas en general: «Todo es vanidad» (1,2); “He observado todas las obras que se hacen bajo el cielo y me he dado cuenta de que todo es vanidad y caza de viento” (1,14); «¿Quién sabe lo que es bueno para el hombre en la vida, en los días contados de su frágil vida, que pasan como una sombra?» (6,12). El ámbito en el que «vanidad» significa vacuidad, ilusión y engaño, como cuando se aplica a los falsos dioses, es el de quien trabaja mucho y se apega a las riquezas como a un ídolo, pues «tiene que dejar su heredad a quien no la ha trabajado» (2,21). Es el texto que hemos leído como primera lectura, y prepara el evangelio, pero el tema está desarrollado también en otros pasajes (cf. 2,17.19.26; 4,7.8; 5,9; 6,2). Después de esta reflexión se vuelve más apremiante la búsqueda de lo que verdaderamente cuenta.

Comentario del Salmo 89. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. 
Es una mezcla de salmos de tipo sapiencial (1h y de súplica. Teniendo en cuenta la serie de peticiones que presenta (12-17), nosotros lo consideraremos como un salmo de súplica colectiva. El pueblo está atravesando serias dificultades y, por eso, clama a Dios.

Presenta tres partes (lb-6; 7-11; 12-17) y está cuajado de imágenes. En la primera parte, encontramos una profesión de fe en el Dios que siempre ha protegido al pueblo (1b), manifestándose como Dios eterno. Es un Dios que existe desde siempre (2). Se presenta la creación mediante la imagen del parto (2). Todo lo que vemos a nuestro alrededor (montes, tierra, mundo) son realidades salidas del seno de Dios, son su creación. La eternidad de Dios contrasta con los pocos días que vive el ser humano. Nacidos del polvo (Gén 2,7), los hijos de Adán regresan al polvo (3). Esta es la primera imagen de la fragilidad humana. Dios no mide el tiempo como nosotros. Aunque viviéramos mil años, esto no representaría para él más que unas pocas horas. Es una imagen que muestra la fugacidad de la humanidad: la vida transcurre muy aprisa. Otra imagen, la de la siembra (5-6), compara al ser humano con la hierba del campo: una vez sembrada, crece deprisa y desaparece más deprisa todavía. Tenemos aquí otra imagen de la fugacidad de la vida humana.

En la región de Palestina, hay hierbas que nacen, crecen y mueren en pocos días. En la segunda parte (7-1 1), hacen su aparición dos temas nuevos: el pecado de la gente y la ira de Dios. Desde el principio (7a) hasta el fin (11a) se habla de la cólera de Dios. La muerte no se considera como una consecuencia de vivir, sino como resultado del pecado, como un castigo divino. Dios tiene delante los pecados de la humanidad; lo que más ocultamos (secretos) se encuentra al desnudo y con toda claridad ante su presencia (8). Aparece una nueva imagen de la fragilidad del ser humano: la vida es como un suspiro (9b). En aquella época, la esperanza de vida alcanzaba los setenta años, ochenta para los más vigorosos (Pero, ¿qué es esto ante la eternidad de Dios? La vida no es más que un vuelo pasajero. Entonces, ¿qué podemos hacer?

Encontramos la respuesta a esta pregunta en la tercera parte (12-17), que se presenta en forma de súplica. ¿Qué es lo que aquí se pide a Dios? Básicamente, cuatro cosas. La primera es un corazón sensato (12). Dicho de otro modo, aceptar que la vida humana es frágil y caduca, temiendo a Dios, que posee eternidad.

Actuando así, la gente adquiere sabiduría, es decir, encuentra el sentido de la vida. Después, se le pide a Dios que se vuelva y que tenga compasión (13). Todas las cosas proceden de él (2). ¿No va a compadecerse de los que él mismo ha engendrado y puesto en el mundo? En tercer lugar, se pide poder disfrutar de la vida para compensar las pérdidas (14-16). Así es como este salmo entiende la compasión de Dios. Con otras palabras, el pueblo pide que su vida no consista solamente en sufrir y padecer desgracias. Que tenga motivos para celebrar y olvidarse de los momentos amargos: «Alégranos, por los días en que nos castigaste, por los años en que sufrimos desgracias» (15). Finalmente, se pide que el trabajo que realiza el pueblo sea fecundo: «Venga sobre nosotros la bondad del Señor, y confirme la obra de nuestras manos» (17). De hecho, según el Qohélet, lo mejor que le puede suceder a alguien es disfrutar del trabajo de sus propias manos. Y la peor de las desgracias, no poder hacerlo (Qo 2,24).

Este salmo revela algunas tensiones y conflictos propios de los textos sapienciales. Está presente el tema de la fragilidad y la fugacidad de la vida. También se habla de la búsqueda de un «corazón sensato», es decir; de la búsqueda de la sabiduría que llena de colorido, y da sentido y sabor a la vida y a las cosas. Detrás de esta búsqueda se oculta el conflicto con los falsos valores. El conflicto es también teológico, pues se afirma que la muerte es fruto del pecado. En cierto modo, por tanto, sería resultado de la ira de Dios que encienden los pecados de la humanidad, Así pues, e salmo habla, en este sentido, de los castigos y desgracias que son enviados por Dios al pueblo (15). Pedir que se pueda disfrutar del propio trabajo significa que hay gente extraña que se está apropiando del fruto de trabajos que no han realizado; esto mismo vale para cuando se le pide a Dios que «confirme la obra» de las manos. Detrás de todas estas peticiones, hay, por tanto, un conflicto en el que están implicados los trabajadores y los que explotan la fuerza del trabajo. Es un tema muy importante en el libro del Qohélet (Eclesiastés) y que también se pone aquí de manifiesto.

Dios se presenta desde diversas perspectivas. Una de ellas, que tiene un aspecto inquietante, lo considera como el Dios que castiga los pecados, que derrama su ira sobre las personas (7-9). Pero también tiene rasgos positivos: Dios ha sido refugio permanente para el pueblo (1b), pues nunca ha dejado de ser el aliado fiel; es la madre que engendra toda la creación (2). Es el ser eterno que, cuando se le invoca muestra compasión por sus siervos (13); es aquel que, por la mañana, sacia al pueblo con su amor, permitiendo que viva con alegría todo el día (14); quiere que el ser humano disfrute del trabajo de sus propias manos; Dios es quien da a las personas un corazón sensato para que puedan descubrir la sabiduría de la vida...

Jesús puso de manifiesto que Dios no quiere la muerte, sino la vida. Fue refugio de todos los que le dirigieron sus clamores; tuvo compasión de todos; denunció las explotaciones, sobre todo, las realizadas en nombre de la fe y de la religión (Mc 12; Mt 23). Mostró que Dios es Padre y que cuida con cariño de todas las criaturas que creó, sobre todo, del ser humano (Mt 6,25-34; 10,29-31).

El 89 es un salmo para rezar ante la fragilidad y la caducidad de la vida; cuando buscamos el sentido de la vida y los valores auténticos; cuando contemplamos la explotación que existe en el mundo del trabajo; cuando sentimos el peso de los pecados, de la edad...

Comentario de la Segunda lectura: Colosenses 3,1-5.9-11.Buscad los bienes de allá arriba, donde esta Cristo.
Señalemos tres momentos de nuestra unión con el Señor Jesús: «Habéis resucitado con Cristo», «vuestra vida está escondida con Cristo», «también vosotros apareceréis gloriosos con él». El bautismo nos hace partícipes de la resurrección de Cristo, nos hace morir al pecado y compartir la vida humilde y escondida de Cristo, y, por último, tomar parte en su glorificación: «Apareceréis gloriosos con él». Durante esta vida tenemos el compromiso de desarrollar los dos primeros momentos: el que nos hace morir «a las cosas de la tierra», a los comportamientos malos que derivan de la naturaleza humana corrupta (v. 5), y el que busca «las cosas de arriba», mediante el cual el cristiano se renueva de continuo y se convierte en «imagen» viva cada vez más semejante al Padre, junto al cual se ha sentado el Señor resucitado (vv. 1.10).

Señalemos en particular dos cosas negativas que debemos evitar. La primera es mentirnos recíprocamente. Ese modo de actuar ya no tiene ninguna razón de ser: los otros no son extraños, como eran los griegos para los judíos y los bárbaros para los griegos, sino que en virtud del bautismo son hermanos, en los que está presente Cristo que «es todo en todos» (vv. 9.11). Los cristianos, a través de sus relaciones fraternas, deben cultivar la sinceridad y la lealtad. La segunda realidad negativa que debemos hacer morir es la «codicia, que es una especie de idolatría» (v. 5). La amonestación es un punto de conexión entre esta perícopa y las otras dos lecturas litúrgicas.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 12,13-21. Vanidad y grave daño.
Un hombre le dice a Jesús: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (v. 13). Una mujer le había pedido que interviniera ante su hermana: «Dile, pues, que me ayude» (Lc 10,40). Dos contextos diferentes, pero una petición análoga. En ambos casos se niega Jesús a hacer de «mediador». Sin embargo, aprovecha la ocasión para dar al hombre y a la mujer una lección referente, en el fondo, a la misma «preocupación», que puede presentarse con formas diferentes: «La semilla que cayó entre cardos se refiere a los que escuchan el mensaje pero luego se ven atrapados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no llegan a la madurez» (Lc 8,14). Aquí, los cardos que amenazan con apagar la vida del hombre son la «avaricia», la avidez del tener. Jesús nos indica el motivo por el que debemos evitarla: porque «la vida no depende de las riquezas» (v. 15). Lo explica con una parábola donde quien ha alcanzado la abundancia y proyecta gozar de ella —«descansa, come, bebe y pásalo bien» (v. 19) — de repente se ve privado de la vida, con una amarga consecuencia: «¡Insensato! ¿Para quién va a ser todo lo que has acaparado?

(v. 20). Se repite la triste situación vista ya por Qohélet (2,21): «Porque hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto y tiene que dejar su heredad a quien no la ha trabajado. También esto es vanidad y grave daño».

Los bienes, y la vida para obtenerlos y gozarlos, son ambos «un don de Dios» (Ecl 5,17ss). Ese hombre ha hecho las cuentas para él solo, no «ante Dios». Ha olvidado al dueño de la vida y se ha encerrado en la abundancia de los bienes. Esta ha demostrado ser incapaz de garantizarle la vida, que está en las manos de Dios. Sólo él es la roca sobre la que es posible apoyarse. Dios establece también los criterios de cómo usar la riqueza: los tiene en cuenta quien se enriquece «ante Dios», se olvida de ellos el que acumula tesoros «para sí» (12,21).

En esta parábola, «un hombre rico» (v. 16) olvida la dimensión vertical de la vida. En Lc 16 aparecen otras dos parábolas que ilustran la dimensión horizontal de la riqueza: uno la usa en beneficio del prójimo y el otro la goza olvidando a los pobres. Un hombre rico tenía un administrador astuto, que pensó tiempo atrás qué haría cuando fuera despedido y, haciendo descuentos a los deudores de su dueño, se aseguró el futuro: con ello se muestra que haciendo el bien a los otros con las riquezas puestas a nuestra disposición nos aseguramos un porvenir feliz junto a Dios. El otro «hombre rico» es el epulón, que no se da cuenta del pobre Lázaro que está a la puerta de su casa y pretende en el más allá que Lázaro sobrevuele por encima del abismo para venir a refrescarle la lengua.

En la primera lectura y en el evangelio vamos a poner de relieve dos mensajes que iluminan nuestra vida. El primero es el de la vanidad de los bienes de este mundo y hasta de las mismas obras humanas, aunque estén realizadas «con sabiduría, ciencia y acierto» (Ecl 2,21). No prolongan la vida del que las hace; ellas mismas están condenadas a perecer. La arqueología descubre fatigosamente ciudades y civilizaciones que durante un tiempo fueron famosas y de las que después han desaparecido hasta sus mismas huellas. Grandes catástrofes naturales muestran la fragilidad de obras maestras y de monumentos considerados como imperecederos. Una enfermedad imprevista hace añicos los proyectos de un hombre o de una familia, como una estatua de bronce con pie de barro golpeada por una piedra (cf. Dn 2,3 1-34). A veces, basta con una circunstancia imprevisible para hacer partir en humo un sueño, para dejar en nada una enorme inversión financiera. Son muchos los que, cuando llegan a determinada edad, experimentan un profundo sentido de inutilidad y de frustración en sus distintas actividades —incluido el ministerio pastoral—, en las que se habían comprometido con entusiasmo. Y todo ello antes incluso de que lleguen «los días tristes» de la vejez, cuando digamos: «No me gustan» (Ecl 12,1).

El término «vanidad» puede atravesar, por tanto, como una nube oscura las experiencias de nuestra vida. Ahora bien, esa reflexión es ambivalente. Puede engendrar depresión y dejar sin motivación cualquier iniciativa, pero puede llevar también a la «sabiduría del corazón» (Sal 90,12), por lo que aparece justamente como un estribillo en un libro sapiencial como es el Eclesiastés. Ahora bien, con tal de que se lea hasta el final, donde se encuentra la clave para proceder a una reflexión equilibrada: «Conclusión del discurso: Todo está oído. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque en esto consiste ser hombre» (12,13). Este es el segundo mensaje, que nos viene sobre todo del evangelio: el hombre no debe ser «insensato», como el agricultor rico. Había olvidado que la vida depende de Dios (Lc 12,20) y no esperaba a su señor vigilando «con la cintura ceñida y las lámparas encendidas» (12,35). Ése es el riego que corremos nosotros en la actual sociedad consumista: «Acumular tesoros para sí» teniendo puestos los ojos en los bienes de la tierra. El Creador no está contra la tierra, que confió al hombre «para que la cultivara» (Gn 2,15). Sin embargo, el dueño sigue siendo Dios, que busca en el hombre «un administrador fiel y prudente», capaz de hacer fructificar los talentos. La relación con Dios, el obrar según sus leyes, da un sentido positivo a las realidades terrenas, aunque sean caducas, y convierte el trabajo en un instrumento de felicidad: «Dichoso el siervo a quien su señor, cuando llegue, le encuentre trabajando» (Lc 12,43). El hombre no está condenado a la vanidad y a la pobreza, sino que está llamado a «enriquecerse ante Dios» (12,21). Eso no significa acumular riquezas ante los ojos de un Dios «lejano» e indiferente, sino administrar todo lo que sirve para vivir, pero buscando por encima de todo el Reino de Dios y su justicia, confiando en la Providencia y abriendo el corazón a la solidaridad (12,29-34).

Comentario del Santo Evangelio: Lc 12,13-21, para nuestros Mayores. Advertencia en contra de la codicia.
Tal vez este pasaje fue tomado de alguna fuente común a Mateo y Lucas y que Mateo omitió. La composición es lucana, por el fuerte influjo de su vocabulario y estilo. Pero se nota una prehistoria, ya que se notan ciertas asperezas y fracturas en el texto, como veremos. Se ha tomado como la primera parte de un díptico en torno a los bienes de este mundo. La otra parte serían los vv. 22-34.

De acuerdo con el derecho hebreo, la herencia de un hombre era considerada como un todo. En el caso ideal, la herencia se mantenía unida a través de la vida común de los herederos (Sal 132,1). En el Testamento de Sabulón, este ideal es confirmado. Pero la separación de bienes se podía exigir en cualquier momento. Entonces el hijo mayor recibía el doble, en comparación con sus hermanos. Por ello, él tenía que ocuparse del sustento de la viuda y de las hijas solteras. Con este trasfondo, se hace comprensible la pregunta de este hombre. Esta pregunta presupone que el padre murió y que el mayor se niega a hacer la división. En Jesús, él busca un mediador para aclarar el asunto extrajudicialmente, como era frecuente en aquellos tiempos, ya que las reglas concretas de la división de la herencia no estaban del todo claras.

Jesús se niega a aceptar el papel de mediador. Para entender esto, es decisiva la palabra “dividir” (v. 13) o, en su defecto, “divisor” (el que divide) (v. 14). Lucas conoce dos tipos diferentes de dividir: uno positivo y otro negativo. Se puede calificar de positivo cuando otros participan de ello (Hch 2,45; 4,34). Pero este hombre exige una parte de la herencia sólo para sí, para utilizarla en su propio interés. Este tipo de división no está amparado por la predicación del Reino de Dios. Por ello, en este caso, Jesús se niega.

Jesús retorna este caso concreto y llega a conclusiones generales al respecto: los verbos “vean” y “cuídense” exhortan a estar atentos. El versículo está formado en paralelo con el v. 1. Allí, Jesús había advertido respecto a la hipocresía; ahora advierte respecto a la codicia. La codicia es el vicio de “querer tener”. Quien es presa de este vicio, nunca puede obtener suficiente; detrás de ello se encuentra el concepto irracional de que uno es lo que uno tiene. Al fin y al cabo, la actitud de “querer apoderarse de todo” representa el intento infructuoso de escapar a la muerte. La petición del hombre que habla a Jesús acerca de su herencia podría estar alimentada por estos motivos o por otros similares.

La parábola clarifica lo hasta ahora dicho con una narración. El monólogo sirve para caracterizar a la persona; éste es un importante medio estilístico, propio de la retórica antigua.

El término griego utilizado por Lucas aclara que se trata de tierras muy extensas y que el hombre es un terrateniente. La riqueza del mismo se fundamenta en una extraordinaria buena cosecha.

El hombre habla consigo mismo. Sus pensamientos circulan alrededor de sí mismo y de su propiedad. A otras personas, incluso a Dios, él los ha hecho desaparecer de su pensamiento.

Para asegurar su riqueza, recurre a una medida drástica: quiere demoler sus graneros y construir unos nuevos, más grandes. La meta es meter allí todo el grano y todos sus bienes.

Este agricultor cree estar muy cerca del ideal de su vida. Esto queda claro con la sucesión de verbos: comer, tomar, estar lleno de alegría. Según el profeta Isaías, éste es el ideal de la vida de los que han olvidado a Dios (Is 22,12-14). Igualmente, la sabiduría judía critica una actitud de vida como ésta (Sir 11,18-19).

La contestación de Dios no se deja esperar. Él califica al agricultor de insensato, como alguien que está atrapado en una fundamental actitud errónea. Le falta el entendimiento necesario de que toda su existencia, junto con su riqueza, las tiene gracias a Dios y de que Dios también puede volver a quitarle la vida. La riqueza que el hombre acumula para sí, y por la cual quiere asegurar su vida terrenal, no le da nada. Tiene que dejar su riqueza atrás. Otros disfrutarán lo que él acumuló (también Sal 37,7; 49,11; Qoh 2,18-22; 4,8; 6,2).

Solamente quien acumula tesoros ante Dios tiene una seguridad duradera, que también tendrá consistencia más allá de la muerte.

cuál es para él la vida ideal, en qué emplea las propias fuerzas. ¿No coincidirá en muchos casos con el «tiempo libre para relajarse, comer, beber y pasarlo bien»? El Estado debe esforzarse en una justa distribución de los bienes. El individuo aspira a disponer de todas estas cosas y está convencido de que este estilo de vida le satisface y representa una vida ideal. Pero, por encima de estos valores, ¿qué otros valores y fines podrían ser mencionados?

Jesús describe cómo irrumpen en esta vida Dios y la muerte. La muerte imprevista desbarata el cálculo que contemplaba muchos años de gozo imperturbable. Todo lo acumulado y todo lo planeado racionalmente queda sin valor. Esta muerte «perturbadora», conocida evidentemente por todos, es afrontada de diversas maneras. Se la retrasa lo más posible mediante buenos cuidados médicos. La duración de la vida se ha de prolongar al máximo. En esta estrategia entra también el hecho de pensar lo menos posible en la muerte y de mantener alejada de las propias emociones la muerte de los demás. Naturalmente, no se puede evitar la muerte. Pero precisamente por ello debemos disfrutar al máximo el tiempo de vida que se nos concede. La muerte pide precisamente que se disfrute plenamente de la vida, de manera imperturbable, y que esto sea realidad plena para el mayor número posible de personas. Si la muerte sobreviene pronto, se ha tenido mala suerte. Cuando llega, sin embargo, se la debe aceptar como un destino irrevocable. Es desagradable, pero uno puede sobreponerse a ella de un modo u otro.

Ahora bien, ¿cómo puede sobreponerse uno al Dios «perturbador»? También se le puede mantener alejado y olvidado. Se puede guardar silencio sobre él y actuar como si no existiera. Pero uno no se puede sustraer a él de forma pasiva. Se ha de tomar conciencia de ello. Y para Jesús es suficientemente claro que una vida orientada sólo al comer, al beber y al pasarlo bien no tiene valor alguno ante Dios. Un hombre que ha vivido así no es rico ante Dios. Respondiendo al doctor de la ley, Jesús había afirmado que para obtener la vida eterna son necesarios el amor a Dios y amor al prójimo (10,25-37). Sólo sobre este camino se puede llegar a ser ricos ante Dios. Quien vive únicamente para sus propias necesidades y exigencias materiales está ya muerto en esta vida, aislado en su egoísmo. Este aislamiento es completado y confirmado por la muerte. La vida plena consiste sólo en el amor. Sólo la vida orientada hacia el amor a Dios y al prójimo es vida auténtica. Sólo una vida así puede ser aprobada por Dios y es llevada por él a su cumplimiento pleno con el don de la vida eterna. Quien no cuenta con Dios está haciendo ya desde el inicio un cálculo equivocado. Por eso se le define aquí como «necio»: le traiciona una ilusión. No podemos establecer por nosotros mismos ni podemos deducir de nuestras inclinaciones espontáneas cuál es la vida auténtica. No nos hemos dado a nosotros mismos la vida ni somos nosotros quien determinamos su sentido y su finalidad. Del mismo modo que hemos recibido la vida, debemos también recibir su sentido del que es su Creador. Y el sentido de la vida no es para él pasarlo bien, sino amar. La vida terrena depende sin duda de los bienes terrenos, pero no se la puede asegurar ni se puede alcanzar su cumplimiento pleno a través de ellos. Este cumplimiento viene dado sólo por Dios.

Con su enseñanza se dirige Jesús a la muchedumbre (cf. 12,1). El no se ocupa de cuestiones controvertidas de importancia secundaria, sino de las preguntas fundamentales en relación con la vida: ¿Qué es en ella lo más importante? ¿En qué ha de poner uno su confianza? ¿Qué se debe intentar conseguir? ¿Cómo se debe emplear y comprometer la propia vida para alcanzar el fin? Jesús dice claramente que los bienes materiales no pueden asegurar la vida y que el bienestar no puede ser el objetivo de la misma. En nuestra existencia podemos y debemos contar con Dios. Debemos ser responsables de nuestra vida ante Dios. De su bondad debemos recibir el cumplimiento pleno de nuestra vida.

Comentario del Santo Evangelio: (Lc 12,13-21), de Joven para Joven. El nivel de vida como máximo valor. 
La enseñanza de Jesús tiene como punto de partida un litigio por cuestiones de herencia. Se trata probablemente de un hermano menor de edad que no está de acuerdo con la administración y el usufructo común de la herencia, que - riendo disponer de su parte para usarla de modo independiente. En tales controversias se recurría a los rabinos, que debían esclarecer el problema. Jesús se niega decididamente a intervenir. La petición de esta persona y las exigencias de Jesús se encuentran sobre planos diversos. Este hombre quiere asegurarse una posesión independiente. Jesús parte de ello para hablar de la relación del hombre con los bienes. Precisamente los litigios por herencias ponen a menudo en evidencia un fuerte apego a la posesión y con frecuencia conducen a violentas enemistades, que duran toda la vida. Derechos de posesión, contrastantes entre sí, son reivindicados de manera absoluta y por ellos queda sacrificada la paz familiar. Esto puede hacernos comprender también por qué amonesta Jesús aquí tan enérgicamente contra la avidez. La posesión no es el valor más elevado, al que todo se deba sacrificar. Con la parábola Jesús quiere mostrar el escaso valor que poseen los bienes terrenos y el grave error que comete quien se apega a ellos.

Desde una determinada concepción de la vida, la situación que Jesús describe podría considerarse como la situación ideal. Este hombre es rico. No hay peligro de que su riqueza disminuya desde el momento en que él puede contar con una abundante cosecha. El único problema que se le plantea es: « ¿Dónde puedo recoger ahora lo que me espera y conservarlo para garantizar mi futuro?». Es un problema de fácil solución. Este hombre tiene las más halagüeñas perspectivas. Dispone de medios para una vida sin preocupaciones. La abundancia le permite hacer su propia voluntad y satisfacer todos sus caprichos. Puede desentenderse de toda preocupación y renunciar a cualquier esfuerzo, puesto que tiene bienes suficientemente asegurados. Para comer y beber está ya bien provisto. Puede concederse cualquier placer. Lo que se da en el caso de este hombre es considerado por muchos como la situación ideal. ¡Cuánto esfuerzo se realiza, cuántas luchas se afrontan, con el fin de obtener y asegurar un nivel de vida así para el mayor número posible de personas! El problema de la cosecha abundante, que no se sabe dónde ponerla, es un problema bastante difundido en la época de la opulencia y del derroche. Cada uno debe preguntarse cuál es para él la vida ideal, en qué emplea las propias fuerzas. ¿No coincidirá en muchos casos con el «tiempo libre para relajarse, comer, beber y pasarlo bien»? El Estado debe esforzarse en una justa distribución de los bienes. El individuo aspira a disponer de todas estas cosas y está convencido de que este estilo de vida le satisface y representa una vida ideal. Pero, por encima de estos valores, ¿qué otros valores y fines podrían ser mencionados?

Jesús describe cómo irrumpen en esta vida Dios y la muerte. La muerte imprevista desbarata el cálculo que contemplaba muchos años de gozo imperturbable. Todo lo acumulado y todo lo planeado racionalmente queda sin valor. Esta muerte «perturbadora», conocida evidentemente por todos, es afrontada de diversas maneras. Se la retrasa lo más posible mediante buenos cuidados médicos. La duración de la vida se ha de prolongar al máximo. En esta estrategia entra también el hecho de pensar lo menos posible en la muerte y de mantener alejada de las propias emociones la muerte de los demás. Naturalmente, no se puede evitar la muerte. Pero precisamente por ello debemos disfrutar al máximo el tiempo de vida que se nos concede. La muerte pide precisamente que se disfrute plenamente de la vida, de manera imperturbable, y que esto sea realidad plena para el mayor número posible de personas. Si la muerte sobreviene pronto, se ha tenido mala suerte. Cuando llega, sin embargo, se la debe aceptar como un destino irrevocable. Es desagradable, pero uno puede sobreponerse a ella de un modo u otro.

Ahora bien, ¿cómo puede sobreponerse uno al Dios «perturbador»? También se le puede mantener alejado y olvidado. Se puede guardar silencio sobre él y actuar como si no existiera. Pero uno no se puede sustraer a él de forma pasiva. Se ha de tomar conciencia de ello. Y para Jesús es suficientemente claro que una vida orientada sólo al comer, al beber y al pasarlo bien no tiene valor alguno ante Dios. Un hombre que ha vivido así no es rico ante Dios. Respondiendo al doctor de la ley, Jesús había afirmado que para obtener la vida eterna son necesarios el amor a Dios y amor al prójimo (10,25-37). Sólo sobre este camino se puede llegar a ser ricos ante Dios. Quien vive únicamente para sus propias necesidades y exigencias materiales está ya muerto en esta vida, aislado en su egoísmo. Este aislamiento es completado y confirmado por la muerte. La vida plena consiste sólo en el amor. Sólo la vida orientada hacia el amor a Dios y al prójimo es vida auténtica. Sólo una vida así puede ser aprobada por Dios y es llevada por él a su cumplimiento pleno con el don de la vida eterna. Quien no cuenta con Dios está haciendo ya desde el inicio un cálculo equivocado. Por eso se le define aquí como «necio»: le traiciona una ilusión. No podemos establecer por nosotros mismos ni podemos deducir de nuestras inclinaciones espontáneas cuál es la vida auténtica. No nos hemos dado a nosotros mismos la vida ni somos nosotros quien determinamos su sentido y su finalidad. Del mismo modo que hemos recibido la vida, debemos también recibir su sentido del que es su Creador. Y el sentido de la vida no es para él pasarlo bien, sino amar. La vida terrena depende sin duda de los bienes terrenos, pero no se la puede asegurar ni se puede alcanzar su cumplimiento pleno a través de ellos. Este cumplimiento viene dado sólo por Dios.

Con su enseñanza se dirige Jesús a la muchedumbre (cf. 12,1). El no se ocupa de cuestiones controvertidas de importancia secundaria, sino de las preguntas fundamentales en relación con la vida: ¿Qué es en ella lo más importante? ¿En qué ha de poner uno su confianza? ¿Qué se debe intentar conseguir? ¿Cómo se debe emplear y comprometer la propia vida para alcanzar el fin? Jesús dice claramente que los bienes materiales no pueden asegurar la vida y que el bienestar no puede ser el objetivo de la misma. En nuestra existencia podemos y debemos contar con Dios. Debemos ser responsables de nuestra vida ante Dios. De su bondad debemos recibir el cumplimiento pleno de nuestra vida.

Elevación Espiritual para este día. 
La primera lectura y el evangelio nos ofrecen estímulos no sólo para la meditación y la oración, sino también para obtener una visión más amplia de las cosas en Dios.

El drama de la «vanidad» consiste en el hecho de que las cosas tienen su belleza y su bondad, que atraen el ojo y el corazón del hombre, el cual, en un segundo momento, experimenta con decepción su falacia. De este proceso habla el autor del libro de la Sabiduría. Para él, está claro el principio fundamental: «Por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre, por analogía, a su Creador» (13,5). Sin embargo, los hombres corren el riesgo de mostrarse miopes: «Se dejan seducir por la apariencia» y «maravillados por su belleza, las tomaron por dioses». De ahí el reproche: «Verdaderamente necios...» (13,1.3.6.7). El espíritu humano, “si se libera de la esclavitud de las cosas”, puede pasar de una manera expedita de la admiración por ellas a la contemplación del Creador: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rom 1,20).

El Dios creador es el mismo Dios salvador que nos ha enviado a su Hijo. En el evangelio de hoy, meditado a la luz de su contexto inmediato y el del capítulo siguiente (16), Jesús nos abre de una manera gradual los ojos hacia un horizonte cada vez más extenso, un horizonte que nos introduce en la visión de Dios y de su plan sobre el hombre. Si Qohélet se inclinaba a equiparar a hombres y bestias —«No ha superioridad del hombre sobre las bestias, porque todo es vanidad» (3,19) —, Jesús nos revela, en cambio, que existe una gran diferencia: «La vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido... y vosotros valéis mucho más que los pajarillos» (12,23ss). Nos muestra sobre todo que la administración de esta vida, aunque esté revestida de fragilidad, es decisiva para la futura: «Enriquecerse ante Dios» significa tratar con desprendimiento los bienes de la tierra para hacernos «un tesoro inagotable en los cielos» (12,33). Jesús no nos pide que despreciemos las riquezas de este mundo, sino que las valoremos en relación con un bien inmensamente mayor: la vida eterna.

Dios nos ha mostrado que la vida del hombre es preciosa a sus ojos al dejar que su Hijo diera su vida por nosotros. De este modo, el Hijo ha liberado de la «vanidad» a los hijos de Dios y a toda la creación, indicando su sentido último (cf. Rom 8,19-25). Al bordar con «las obras buenas» el tejido de las frágiles realidades humanas, nos preparamos una «feliz esperanza» (Tit 2,13ss). Ahora bien, el arco iris que une la vida presente con la futura sólo es visible para quien cree en el Señor Jesús, muerto y resucitado: el Padre «por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable» (1 Pe 1,3ss).

Realizar la experiencia de la contemplación a partir de las lecturas de hoy, tras haber meditado y orado sobre ellas, significa, por tanto, pasar de la reflexión sobre la Palabra de Jesús, que nos ilumina sobre la necia y la prudente administración de los bienes, a la visión de la «extraordinaria riqueza de la gracia» de Dios preparada «para nosotros en Cristo Jesús» (Ef. 2,7).

Reflexión Espiritual para el día.
Muy presto será contigo este negocio; mira cómo te has de componer.
Hoy es el hombre y mañana no parece.
En quitándolo de la vista, presto se va también de la memoria.
¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa en lo presente y no se cuida de lo por venir!
Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.
Si tuvieses buena conciencia, no temerías mucho la muerte.
Mejor fuera evitar los pecados que huir de la muerte.
Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana?
Mañana es día incierto, ¿y qué sabes si amanecerás mañana?
¿Qué aprovecha vivir mucho, cuando tan poco nos enmendamos?
¡Ah! La larga vida no siempre nos enmienda; antes muchas veces añade pecados.
¡Ojalá hubiéramos vivido siquiera un día bien en este mundo! Muchos cuentan los años de su conversión, pero muchas veces es poco el fruto de la enmienda.
Si es temeroso el morir, puede ser que sea más peligroso el vivir mucho.
Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.
Si has visto alguna vez morir un a hombre, piensa que por aquella carrera has de pasar.
Cuando fuere de mañana, piensa que no llegarás a la noche; y cuando fuere de noche, no te atrevas a prometerte la mañana.
Por eso, estate siempre prevenido y vive de tal manera que nunca te halle la muerte inadvertido.
Muchos mueren de repente, porque «en la hora que no se piensa vendrá el Hijo del Hombre» (Lc 1 2,40).
Cuando viniere aquella hora postrera, de otra suerte comenzarás a sentir de toda tu vida pasada y te dolerás mucho de haber sido tan negligente y perezoso.
¡Qué bienaventurado y prudente es el que vive de tal modo cual desea que lo halle Dios en la muerte!
Porque el perfecto desprecio del mundo, el ardiente deseo de aprovechar en las virtudes, el amor de la observancia, el trabajo de la penitencia, la prontitud de la obediencia, la abnegación de sí mismo, la paciencia en toda adversidad por amor de Cristo, aran confianza te darán de morir felizmente.
Muchas cosas buenas puedes hacer cuando estás sano, pero, cuando enfermo, no sé qué podrás. Pocos se enmiendan en la enfermedad, y los que andan en muchas romerías, tarde se santifican.
No confíes en amigos ni en vecinos, ni dilates para después tu salvación, porque más presto de lo que piensas estarás olvidado de los hombres.
Mejor es ahora, con tiempo, prevenir algunas buenas obras que envíes adelante, que esperar en el socorro de otros.
Si tú no eres solícito para ti ahora, ¿quién tendrá cuidado de ti después?
Ahora es el tiempo muy precioso; «ahora son los días de salud; ahora es el tiempo aceptable» (2 Cor 6,2).
Pero, ¡ay dolor!, que lo gastas sin aprovecharte, pudiendo en él ganar con qué vivir eternamente.
Vendrá cuando desearías un día o una hora para enmendarle, y no sé si te será concedida.
Oh hermano! ¡De cuánto peligro te podrías librar y de cuán grave espanto salir si estuvieses siempre temeroso de la muerte y preparado para ella!
Trata ahora de vivir de modo que en la hora de la muerte puedas más bien alegrarte que temer.
Aprende ahora a morir al mundo, para que entonces comiences a vivir con Cristo.
Aprende ahora a despreciarlo todo, para que entonces puedas libremente ir a Cristo.
Castiga ahora tu cuerpo con penitencia, para que entonces puedas tener confianza cierta.
¡Oh necio! ¿Por qué piensas vivir mucho, no teniendo un día seguro?
¡Cuántos se han engañado y han sido separados del cuerpo cuando no lo esperaban!
¿Cuántas veces oíste contar que uno murió a cuchillo, otro se ahogó, otro cayó de lo alto y se quebró la cabeza, otro comiendo se quedo pasmado, a otro jugando le vino su fin? Uno murió con fuego, otro con hierro, otro de peste, otro pereció a mano de ladrones, y así la muerte es fenecimiento de todos, y la vida de los hombres se pasa como sombra rápidamente.
¿Quién se acordará de ti, y quién rogará por ti después de muerto?
Haz ahora, hermano, haz lo que pudieres, que no sabes cuándo morirás; no sabes lo que te acaecerá después de la muerte.

Ahora que tienes tiempo, atesoro riquezas inmortales.
Nada pienses fuera de tu salvación y cuida solamente de las cosas de Dios.
«Granjéate ahora amigos», venerando a los santos de Dios e imitando sus obras, «para que cuando salieres» de esta vida «te reciban en las moradas eternas» (Lc 1 6,9).

Trátase como huésped y peregrino sobre lo tierra a quien no le va nada en los negocios del mundo.
Guarda tu corazón libre y levantado a Dios, porque aquí «no tienes domicilio permanente» (Heb 13,14).

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Sara.
Es noche cerrada y un rico terrateniente está dando vueltas en su lecho. De improviso, una voz le llama: para él la vida ha llegado a su límite y, ¿adónde irán a parar todas sus posesiones y riquezas? Este es el tema de la célebre parábola de Lucas que la liturgia nos propone en este domingo (Lc 12,13-21), y en aquella noche acercaremos otra parábola, paralela. El protagonista es Baltasar (« ¡el dios Bel, proteja al rey!»), el último rey babilonio que aparece en el capítulo 5 del libro de Daniel. Una escena de extraordinaria tensión que ha conquistado la historia del arte y de la literatura. Heme, poeta alemán, en su balada Balzatzar (1.822): «Y mirad, mirad, cómo aparece una mano humana sobre la blanca pared. Letras de fuego escribe. Y desaparece».

Así es, porque en el banquete suntuoso que este soberano ha organizado, usando, entre otras cosas, los vasos sagrados robados del templo de Jerusalén por su antepasado Nabucodonosor (y no su «padre», como dice el libro de Daniel) irrumpe una presencia misteriosa y desconcertante. Una mano espectral traza en la pared de la sala extrañas palabras en arameo: Mené, Teqel, Parsín. Los tres términos indican por sí mismos otras tantas monedas antiguas, es decir la «mina», el «siclo» y la media mina. Será Daniel el que descifre el significado simbólico de ese tríptico de palabras, arcanas y, a primera vista, oscuras.

Lo hará recurriendo a tres verbos que se parecen a las palabras escritas por la mano misteriosa. Mené se refiere al verbo que expresa el «medir» (mnh); Teqel tiene relación con el verbo «pesar» (tlq), mientras que Peres remite al verbo «dividir» (prs). Los tres vocablos componen así un mensaje inquietante, análogo al que resuena en la parábola de Jesús: Dios «ha contado» el reinado de Baltasar y le ha puesto fin; lo «ha pesado» en la balanza encontrando la falta de peso; el reino ya va a ser «dividido» y entregado a los medos y a los persas.

La condena divina es, por consiguiente, lapidaria, y el autor sagrado, simplificando la historia, la pone aquella misma noche en ejecución. El reino es conquistado por Darío, el medo, un soberano que en realidad nunca existió, fruto de la confusión histórica del narrador bíblico, que escribe a la distancia de cuatro siglos de aquellos acontecimientos. Porque, en realidad, según la historia, Babilonia fue conquistada por el rey persa Ciro (y no por Darío, que es un soberano persa posterior) en el 539 a.C. En aquella ocasión Baltasar —su nombre en acádico, la lengua de Mesopotamia, era Bel-shar-ussur— fue asesinado por el gobernador de la ciudad de Babilonia, Gobrias, que se había pasado al enemigo.

Es una lección para los poderosos de todos los tiempos este suceso trágico, en la figura de Baltasar, que Daniel Pero Sara seguirá viva en la historia hebrea como madre de Israel (Is 51,2), y para el cristianismo como la madre de los hijos de la fe y de la promesa divina. Más aún: el apóstol Pablo, en la Carta a los gálatas, comparándola con Agar, la esclava que le había dado a Abrahán otro hijo, Ismael, hará de Sara como un símbolo de la «Jerusalén de allá arriba, libre, la cual es nuestra madre. Hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre» (cf. Gál 4,21-3 1). +

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