Liturgia diaria, reflexiones, cuentos, historias, y mucho más.......

Diferentes temas que nos ayudan a ser mejores cada día

Sintoniza en directo

Visita tambien...

jueves, 5 de agosto de 2010

Lecturas del día 05-08-2010

5 de Agosto 2010. JUEVES DE LA XVIII SEMANA DEL  TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA. Feria. o LA DEDICACIÓN DE LA BASILICA DE SANTA MARÍA, Memoria libre.  NUESTRA SEÑORA DE LA NIEVES, VIRGEN BLANCA. SS. Casiano ob, Viator er, Margarita vd.

LITURGIA DE LA PALABRA

Jr 31, 31-34: Haré una alianza nueva y no recordaré sus pecados
Salmo 50: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Mt 16, 13-23: Tú eres Pedro 

En el Evangelio, encontramos a Jesús con los discípulos, planteándoles un interrogante de fondo ¿Quién dice la gente que soy yo? Naturalmente que las respuestas son diversas, como las experiencias que el pueblo ha tenido con Jesús, así unos lo asocian con Juan el Bautista, otros con Elías, otros con Jeremías. Lo que ha y de común en las respuestas es un profundo deseo de profetismo popular, que sea buena noticia para los pobres, y estas concepciones de Jesús están profundamente arraigadas en el alma del pueblo.

La particularización de la pregunta “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” pone a los discípulos en una encrucijada. Ellos que han sido testigos de la trayectoria misionera del maestro y destinatarios de todas sus enseñanzas, no pueden tener la misma respuesta, tal vez por eso sólo Pedro se arriesga de responder lúcidamente. La respuesta de Pedro constituye un buen signo para Jesús, quien ve en el grupo mucha más madures que al comienzo, por eso decide confiarles mas detalles de su plan y por supuesto de las consecuencias. Ante ello el mismo Pedro reaccionará inmaduramente, no como Dios, sino como los hombres.

Es vital hoy reconocer que Dios ha decidido amarnos, ha decido confiarnos su proyecto, ha puesto en nuestras mentes y nuestros corazones la semilla de divinidad necesaria para hacer más humano el mundo en el que vivimos, sin embargo, no pocas veces solemos alejarnos del plan de Dios y traicionar su confianza: Podemos decir que nos cuesta pensar como Dios, respetar amorosamente la dignidad de todos, y terminamos imponiendo nuestros limitados criterios en el ordenamiento del mundo.

PRIMERA LECTURA.
Jeremías 31, 31-34
Haré una alianza nueva y no recordaré sus pecados
"Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor -oráculo del Señor-.

Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: "Reconoce al Señor." Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande -oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 50
R/. Oh Dios, crea en mí un corazón puro. 

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, / renuévame por dentro con espíritu firme; / no me arrojes lejos de tu rostro, / no me quites tu santo espíritu. R.

Devuélveme la alegría de tu salvación, / afiánzame con espíritu generoso: / enseñaré a los malvados tus caminos, / los pecadores volverán a ti. R.

Los sacrificios no te satisfacen: / si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. / Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; / un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. R.


SANTO EVANGELIO.
Mateo 16, 13-23
Tú eres Pedro, y te daré las llaves del Reino de los cielos
En aquel tiempo llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo y preguntaba a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas. El les preguntó: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo". Y les mandó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.

Desde entonces empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: "¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte". Jesús se volvió y dijo a Pedro: "Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.


Palabra del Señor.

Comentario de la Primera lectura: Jeremías 31,31-34. Haré una alianza nueva y no recordaré sus pecados.
El retorno de todo Israel a su territorio y el restablecimiento de una vida libre y armoniosa alcanzan su cima en la estipulación de la «alianza nueva» (v. 31). Este anuncio, punto culminante de la profecía de Jeremías y, tal vez, de toda la literatura profética, declara que la intervención de Yavé marca un cambio en el curso de la historia. Él es el Señor, que, inclinándose sobre Israel, lo ha llevado sobre sus alas (cf. Dt 32,11; Os 11,4) y, con la alianza del Sinaí lo ha constituido en propiedad suya (cf. Dt 32,9). Sin embargo, la infidelidad ha sido constante a lo largo de la vida del pueblo (v. 32): Israel se ha mostrado incapaz de observar los mandamientos —leyes de vida—, faltando al compromiso asumido (cf. Ex 24,3; Jos 24,24).

He aquí, pues, la novedad de la intervención de Yavé: la Ley no volverá a ser exterior al hombre, no volverá a estar escrita en tablas de piedra, sino que será interior, estará escrita «en su corazón» (v. 33). La fidelidad a esa Ley se lleva a cabo no tanto a través de observancias rituales formales como a través de la interiorización de valores, como la obediencia y el amor, y su actuación. Eso es algo que será posible para todo el mundo, sin distinción: Yavé crea la condición necesaria para ello perdonando el pecado. Se trata de una renovación radical de la persona, de suerte que cada uno se encuentre en condiciones de conocer la voluntad de Dios impresa en lo más íntimo de sí mismo y de ponerla en práctica (y. 34a): de este modo, se lleva a cabo la recíproca pertenencia entre Dios y el hombre (v. 33c), don de la infinita misericordia divina.

Comentario del Salmo 50. Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Es un salmo de súplica individual. El salmista está viviendo un drama que consiste en la profunda toma de conciencia de la propia miseria y de los propios pecados; es plenamente consciente de la gravedad de su culpa, con la que ha roto la Alianza con Dios. Por eso suplica. Son muchas las peticiones que presenta, pero todas giran en torno a la primera de ellas: “¡Ten piedad de mí, Oh Dios, por tu amor!” (3a).

Tal como se encuentra en la actualidad, este salmo está fuertemente unido al anterior (Sal 50). Funciona corno respuesta a la acusación que el Señor hace contra su pueblo. En el salmo 50, Dios acusaba pero, en lugar de dictar la sentencia, quedaba aguardando la conversión del pueblo. El salmo 51 es la respuesta que esperaba el Señor: «Un corazón contrito y humillado tú no lo desprecias» (19h). Pero con anterioridad, este salmo existió de forma independiente, como oración de una persona.

Tiene tres partes: 3-11; 12-19; 20-21. En la primera tenemos una riada de términos o expresiones relacionados con el pecado y la transgresión. Estos son algunos ejemplos: «culpa» (3), «injusticia» y «pecado» (4), «culpa» y «pecado» (5), «lo que es malo» (6), «culpa» y «pecador» (7), «pecados» y «culpa» (11). La persona que compuso esta oración compara su pecado con dos cosas: con una mancha que Dios tiene que lavar (9); y con una culpa (una deuda o una cuenta pendiente) que tiene que cancelar (11). En el caso de que Dios escuche estas súplicas, el resultado será el siguiente: la persona «lavada» quedará más blanca que la nieve (9) y libre de cualquier deuda u obligación de pago (parece que el autor no está pensando en sacrificios de acción de gracias). En esta primera parte, el pecado es una especie de obsesión: el pecador lo tiene siempre presente (5), impide que sus oídos escuchen el gozo y la alegría (10a); el pecador se siente aplastado, como si tuviera los huesos triturados a causa de su pecado (10b). En el salmista no se aprecia el menor atisbo de respuesta declarándose inocente, no intenta justificar nada de lo que ha hecho mal. Es plenamente consciente de su error, y por eso implora misericordia. El centro de la primera parte es la declaración de la justicia e inocencia de Dios:» Pero tú eres justo cuando hablas, y en el juicio, resultarás inocente» (6b). Para el pecador no hay nada más que la conciencia de su compromiso radical con el pecado: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (7).

Si en la primera parte nos encontrábamos en el reino del pecado, en la segunda (12-19) entramos en el del perdón y de la gracia. En la primera, el salmista exponía su miseria; en la segunda, cree en la riqueza de la misericordia divina. Pide una especie de «nueva creación» (12), a partir de la gracia. ¿En qué consiste esta renovación total? En un corazón puro y un espíritu firme (12). Para el pueblo de la Biblia, el «corazón» se identifica con la conciencia misma de la persona. Y el “espíritu firme” consiste en la predisposición para iniciar un nuevo camino.

Creada nuevamente por Dios, esta persona empieza a anunciar buenas noticias: «Enseñaré a los culpables tus caminos, y los pecadores volverán a ti» (15). ¿Por qué? Porque sólo puede hablar adecuadamente del perdón de Dios quien, de hecho, se siente perdonado por él. Hacia el final de esta parte, el salmista invoca la protección divina contra la violencia (16) y se abre a una alabanza incesante (17). En ocasiones, las personas que habían sido perdonadas se dirigían al templo para ofrecer sacrificios. Este salmista reconoce que el verdadero sacrificio agradable a Dios es un espíritu contrito (18-19).

La tercera parte (20-21) es, ciertamente, un añadido posterior. Después del exilio en Babilonia, hubo gente a quien resultó chocante la libertad con que se expresaba este salmista. Entonces se añadió este final, alterando la belleza del salmo. Aquí se pide que se reconstruyan las murallas de Sión (Jerusalén) y que el Señor vuelva nuevamente a aceptar los sacrificios rituales, ofrendas perfectas y holocaustos, y que sobre su altar se inmolen novillos. En esta época, debe de haber sido cuando el salmo 51 empezó a entenderse como repuesta a las acusaciones que Dios dirige a su pueblo en el salmo 50.

Este salmo es fruto de un conflicto o drama vivido por la persona que había pecado. Esta llega a lo más hondo de la miseria humana a causa de la culpa, toma conciencia de la gravedad de lo que ha hecho, rompiendo su compromiso con el Dios de la Alianza (6) y, por ello, pide perdón. En las dos primeras partes, esboza dos retratos: el del pecador (3-11) y el del Dios misericordioso, capaz de volver a crear al ser humano desde el perdón (12-19). También aparece, en segundo plano, un conflicto a propósito de las ceremonias del templo. Si se quiere ser riguroso, esta persona tenía que pedir perdón mediante el sacrificio de un animal. Sin embargo, descubre la profundidad de la gracia de Dios, que no quiere sacrificios, sino que acepta un corazón contrito y humillado (19).

Se trata, una vez más, del Dios de la Alianza, La expresión «contra ti, contra ti solo pequé» (6a) no quiere decir que esta persona no haya ofendido al prójimo. Su pecado consiste en haber cometido una injusticia (4a). Esta expresión quiere decir que la injusticia cometida contra un semejante es un pecado contra Dios y una violación de la Alianza. El salmista, pues, tiene una aguda conciencia (le la transgresión que ha cometido. Pero mayor que su pecado es la confianza en el Dios que perdona. Mayor que su injusticia es la gracia de su compañero fiel en la Alianza. Lo que el ser humano no es capaz de hacer (saldar la deuda que tiene con Dios), Dios lo concede gratuitamente cuando perdona.

El tema de la súplica está presente en la vida de Jesús (ya hemos tenido ocasión de comprobarlo a propósito de otros salmos de súplica individual). La cuestión del perdón ilimitado de Dios aparece con intensidad, por ejemplo, en el capítulo 18 de Mateo, en las parábolas de la misericordia (Lc 15) y en los episodios en los que Jesús perdona y «recrea» a las personas (por ejemplo, Jn 8,1-11; Lc 7,36-50).

El motivo «lavar» resuena en la curación del ciego de nacimiento (Jn 9,7); el «purifícame» indica hacia toda la actividad de Jesús, que cura leprosos, enfermos, etc.

La cuestión de la «conciencia de los pecados» aparece de diversas maneras. Aquí, tal vez, convenga recordar lo que Jesús les dijo a los fariseos que creían ver: «Si fueseis ciegos, no tendríais culpa; pero como decís que veis, seguís en pecado» (Jn 9,41). En este mismo sentido, se puede recordar lo que Jesús dijo a los líderes religiosos de su tiempo: «Si no creyereis que “yo soy el que soy”, moriréis en vuestros pecados» (Jn 8,24).

Este salmo es una súplica individual y se presta para ello. Conviene rezarlo cuando nos sentimos abrumados por nuestras culpas o «manchados» ante Dios y la gente o “en deuda” con ellos; cuando queremos que el perdón divino nos cree de nuevo, ilumine nuestra conciencia y nos dé nuevas fuerzas para el camino...

Comentario del Santo Evangelio: Mateo 16,13-23. Tú eres Pedro y te daré las llaves del reino de los cielos.
El evangelio de Mateo marca un giro decisivo a partir del episodio narrado en el fragmento de la liturgia de hoy, en el que Jesús comprueba la comprensión que tienen los discípulos de su identidad (v. 15). Si las obras y las palabras de Jesús de Nazaret habían manifestado su misión mesiánica de un modo comprensible a la gente, que reacciona creyendo en él (vv 13ss), a excepción de los habitantes de Nazaret (cf. 13,53-58), los discípulos, por boca de Pedro, reconocen asimismo su naturaleza divina (v. 16).

En esta escena cobra un gran relieve la persona de Pedro. Este, a la profesión de fe en el Hijo de Dios, le opone, a renglón seguido, el rechazo al Siervo de Yavé (vv 21 ss). Primero recibe de Jesús una autoridad plena respecto a la comunidad de los discípulos (w 18ss; cf. los símbolos de las llaves y de las acciones de atar y desatar) y, poco después se le llama «Satanás», puesto que su modo de ver resulta antitético con respecto al de Dios y representa un obstáculo para Jesús en el cumplimiento de la voluntad del Padre (v. 23).

Las contradicciones que marcan el discipulado de Pedro (cf. Mc 14,26-31.66-72) otorgan un relieve particular a la obra de la gracia divina en la fragilidad humana: en eso consiste el misterio de la Iglesia, cuyo “jefe” es tal no por méritos personales, sino porque Dios le confía el servicio que lo constituye en punto de referencia para los hermanos. Es Dios quien garantiza la firmeza de la comunidad en la lucha que desarrollan el mal y la muerte contra el amor y la vida (v. 18). La confianza respecto a Pedro es plena: sus decisiones las hará suyas Dios (v. 19). Pero el mesianismo sufriente encarnado por Jesús ha sido elegido libremente y es imposible detenerlo: la salvación y la gloria pasan inequívocamente por la cruz (v. 21).

La alianza entre Dios y el hombre no se basa en las cualidades y en las actitudes vencedoras del hombre, sino en el don gratuito de Dios. La debilidad humana no representa un obstáculo; más aún, Dios hace comprender al apóstol Pablo que su poder divino se manifiesta precisamente en la debilidad. Tampoco es obstáculo el pecado: Dios es siempre el Padre misericordioso que perdona al pecador, que hasta le sale al encuentro y cancela toda su culpa. El obstáculo es la presunción de ponerse en el sitio de Dios, erigirse en competidor y rival suyo: es la antigua culpa del Génesis que llevó al hombre a hacerse como Dios.

No se nos pide más que acoger el don de la comunión que Dios nos ofrece: es ésta una verdad que debería colmarnos de alegría. Qué arduo resulta, en cambio, estar con las manos abiertas, sin cerrarlas para dominar lo que recibimos, apoderándonoslo y administrándolo como si fuera propiedad nuestra... La altivez satánica relega a la soledad, a la miseria interior, a la separación desesperante. La humildad rica de gratitud por el don inmenso recibido edifica la comunidad. Y nosotros, ¿dónde nos reconocemos?

Dejar aflorar la Palabra que el Espíritu Santo pronuncia en nosotros y nos revela la verdad de Dios y de nosotros mismos... Aprender a iluminar la conciencia, a escucharla y a seguir el soplo de Dios en nuestro corazón... Sintonizar nuestro modo de sentir y de pensar con los de Dios... Simplemente, ser cristianos.

Comentario del Santo Evangelio: Mt 16, 13-28, para nuestros Mayores. La confesión de Pedro; primer anuncio de la pasión y condiciones del seguimiento.

El episodio ocupa un lugar central en los evangelios sinópticos. Mateo da un relieve particular a la identidad de Jesús y al papel de Pedro. Jesús se identifica aquí con el Hijo del hombre, el Juez universal esperado para el final de los tiempos: una figura gloriosa, humano-divina (cf. Dn 7,13s), que no se presta a esperanzas políticas, como la del Mesías/Cristo. Por lo demás, el sondeo de opiniones (v. 14) atestigua que la gente duda a la hora de proyectar sobre Jesús esperanzas de ese tipo: la respuesta de Pedro no es, por consiguiente, algo previsible. Jesús lo confirma solemnemente, constituyendo al apóstol en jefe de la nueva comunidad mesiánica e imponiéndole un nombre nuevo, signo de una nueva identidad y misión.

El mesianismo de Jesús, sin embargo, difiere radicalmente del sentir humano: la gente no está preparada para acogerlo (v. 20), ni siquiera Pedro lo está, a pesar de la revelación del Padre. En efecto, manifiesta toda su debilidad frente al primer anuncio de la pasión, en el que Jesús parece identificarse con el Siervo sufriente más que con el Cristo. Llegados ahí, Jesús emplea una expresión durísima dirigida a Pedro, le llama “Satanás”, dado que le presenta las mismas tentaciones mesiánicas que ya le había insinuado el demonio en el desierto.

Con todo, Jesús no revoca la misión que le había confiado a Pedro: de ahí que debamos reconocer que la Iglesia, desde la «roca» de su fundamento, aunque está constituida por hombres frágiles, permanecerá firme e inmortal en virtud de la presencia del mismo Cristo (v. 18b). Sin embargo, el camino de los discípulos debe calcar las huellas del Maestro: deberán compartir sus sufrimientos, humillaciones, aparentes fracasos, para compartir también la victoria.

Jesús lo asegura a través de la revelación implícita que en él realizan y unifican tres figuras proféticas de la Escritura tan diferentes que parecen antitéticas: la escatológica del Hijo del hombre, la real del Mesías y la misteriosa del Siervo sufriente.

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Hoy nos somete Jesús al examen de la fe. Como hizo Simón Pedro, tal vez pudiéramos superar la parte teórica con una respuesta exacta, fruto de la gracia de Dios que trabaja en nosotros. «Tú eres el Mesías», la realización de las mejores esperanzas, «el Hijo de Dios vivo». La afirmación de Pedro brota del corazón, no, a buen seguro, de sus nociones de teología, y suscita la igualmente cordial exclamación del Señor. Quisiéramos responder con el mismo ardor a Jesús.

Con todo, eso no bastaría para superar el examen: hemos comprendido que Jesús es Dios, pero debemos comprobar también nuestro concepto de Dios y de su obrar. En efecto, nuestro vínculo con él requiere la imitación, el seguimiento del Hijo: ésta es la prueba práctica, la comprobación de la fe. Nosotros creemos en el Dios omnipotente, pero no hemos comprendido aún de manera suficiente que su omnipotencia es misericordia infinita, llegada hasta el sacrificio del Hijo. Por eso nos quedamos desconcertados o decepcionados frente a las oposiciones y a los fracasos: nos falta la conciencia de que Cristo está presente entre nosotros como Crucificado-Resucitado, para salvarnos, abriéndonos por delante su mismo camino.

Si queremos ser discípulos suyos, no hay otro camino. Ese camino conduce a la plenitud de la vida, aunque a costa de renuncias y de fatigas: para avanzar es preciso rechazar los falsos valores propuestos por la mentalidad mundana. El Hijo de Dios vivo es también verdadero hombre: sólo él puede enseñarnos a ser personas auténticas, capaces de realizar aquella humanidad que corresponde a las expectativas del Padre. Si siguiéramos con confianza la enseñanza y el ejemplo del Maestro, podríamos superar también el examen definitivo que el evangelio nos deja entrever hoy, puesto que «el Hijo del hombre está a punto de venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles. Entonces tratará a cada uno según su conducta» (v. 27).

Comentario del Santo Evangelio: Mateo 16,13-23, de Joven para Joven. ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? 
El evangelio de Mateo marca un giro decisivo a partir del episodio narrado en el fragmento de la liturgia de hoy, en el que Jesús comprueba la comprensión que tienen los discípulos de su identidad (v. 15). Si las obras y las palabras de Jesús de Nazaret habían manifestado su misión mesiánica de un modo comprensible a la gente, que reacciona creyendo en él (vv. 13ss), a excepción de los habitantes de Nazaret (cf. 13,53-58), los discípulos, por boca de Pedro, reconocen asimismo su naturaleza divina (v. 16).

En esta escena cobra un gran relieve la persona de Pedro. Este, a la profesión de fe en el Hijo de Dios, le opone, a renglón seguido, el rechazo al Siervo de Yavé (vv. 21ss). Primero recibe de Jesús una autoridad plena respecto a la comunidad de los discípulos (vv. 18ss; cf. los símbolos de las llaves y de las acciones de atar y desatar) y, poco después se le llama «Satanás», puesto que su modo de ver resulta antitético con respecto al de Dios y representa un obstáculo para Jesús en el cumplimiento de la voluntad del Padre (v. 23).

Las contradicciones que marcan el discipulado de Pedro (cf. Mc 14,26-31.66-72) otorgan un relieve particular a la obra de la gracia divina en la fragilidad humana: en eso consiste el misterio de la Iglesia, cuyo «jefe» es tal no por méritos personales, sino porque Dios le confía el servicio que lo constituye en punto de referencia para los hermanos. Es Dios quien garantiza la firmeza de la comunidad en la lucha que desarrollan el mal y la muerte contra el amor y la vida (v. 18). La confianza respecto a Pedro es plena: sus decisiones las hará suyas Dios (v. 19). Pero el mesianismo sufriente encarnado por Jesús ha sido elegido libremente y es imposible detenerlo: la salvación y la gloria pasan inequívocamente por la cruz (v. 21).

La alianza entre Dios y el hombre no se basa en las cualidades y en las actitudes vencedoras del hombre, sino en el don gratuito de Dios. La debilidad humana no representa un obstáculo; más aún, Dios hace comprender al apóstol Pablo que su poder divino se manifiesta precisamente en la debilidad. Tampoco es obstáculo el pecado: Dios es siempre el Padre misericordioso que perdona al pecador, que hasta le sale al encuentro y cancela toda su culpa. El obstáculo es la presunción de ponerse en el sitio de Dios, erigirse en competidor y rival suyo: es la antigua culpa del Génesis que llevó al hombre a hacerse como Dios.

No se nos pide más que acoger el don de la comunión que Dios nos ofrece: es ésta una verdad que debería colmarnos de alegría. Qué arduo resulta, en cambio, estar con las manos abiertas, sin cerrarlas para dominar lo que recibimos, apoderándonoslo y administrándolo como si fuera propiedad nuestra... La altivez satánica relega a la soledad, a la miseria interior, a la separación desesperante. La humildad rica de gratitud por el don inmenso recibido edifica la comunidad. Y nosotros, ¿dónde nos reconocemos?

Dejar aflorar la Palabra que el Espíritu Santo pronuncia en nosotros y nos revela la verdad de Dios y de nosotros mismos... Aprender a iluminar la conciencia, a escucharla y a seguir el soplo de Dios en nuestro corazón... Sintonizar nuestro modo de sentir y de pensar con los de Dios... Simplemente, ser cristianos.

Elevación Espiritual para este día.
Cuando por don de tu gracia, Señor, te busco con todo mi corazón y me alegro de haber aprendido a conocer tu rostro —el único que desea mi rostro—, ¿qué supone, te lo suplico, el hecho de que vuelva a encontrarme de improviso apartado? ¿Acaso no me he convertido a ti, o bien tú estás todavía fuera de mí? Si no me he convertido, conviérteme, Dios de las potencias. Tú, que me has dado el querer, dame el poder, y que se cumpla, en mí y por mí, cualquier cosa que tú quieras. Quiero, oh Dios, hacer tu voluntad, y en los mandamientos abrazo tu Ley, en medio de mi corazón. Existe, no obstante, otra ley tuya, inmaculada, que convierte a las almas, pero no la conozco, Señor; ésta permanece en lo escondido de tu rostro, donde yo no merezco entrar. Si una sola vez me dejaras entrar allí para verla, como la pluma del « escriba que escribe veloz» —tú Espíritu Santo— la transcribiría en mi corazón dos o tres veces, para tener a donde recurrir, y, comprendiendo mis obras, caminaría en la sencillez y la confianza.

Reflexión Espiritual para el día. 
En el texto de Marcos la pregunta no va de los auditores o discípulos a Jesús (como en Jn 1 ,39; o Mt 11 ,3). La interpelación viene del Señor mismo y se dirige a quienes le han acompañado un tiempo y han sido testigos de sus gestos y palabras. Pregunta hecha, entonces, no a gente que no lo conoce o que ha tenido poco contacto con él, sino a aquellos que tienen motivo para saber algo de él porque lo han seguido. Son sus discípulos. Es una demanda que invita a una profesión de fe, aunque tal vez no obtenga todavía como respuesta sino la expresión de una duda o de una perplejidad. El lenguaje es directo y no da lugar a escapatorias. Hay más; el interrogante no es hecho a una persona, sino al conjunto de discípulos: ustedes. Pregunta dirigida a un grupo, lo que obliga a una respuesta colectiva también. La profesión de fe será comunitaria, e igualmente la eventual duda
o perplejidad.

La interpelación presenta una cierta cadencia. Ella se hace en dos pasos, la pregunta es doble en verdad. La primera cuestión es « ¿quién dice la gente que soy yo?». La misión de Jesús ha sido pública, en el ambiente se puede tener y seguramente se tiene una opinión sobre él. Lo preguntado es entonces cómo los discípulos reciben y procesan esa opinión, cómo repercute en ellos lo que dice la gente. Esto es ya una pregunta sobre la fe de los discípulos mismos, porque un aspecto de nuestra propia fe es lo que otros descubren en ella. La opinión sobre Jesús, entonces como ahora, no descansa sólo en lo que las personas ven en él mismo, sino también en lo que perciben en quienes se proclaman sus seguidores. Y, precisamente, capítulos antes Marcos nos ha narrado el envío de los discípulos para cumplir una tarea evangelizadora (6, 6-13). La cuestión es también, por eso, una manera de decir: ¿qué testimonio han dado ustedes de mí?

Este primer interrogante no es una preparación para llegar al segundo. Se trata de una auténtica pregunta sobre la fe de sus interlocutores directos, porque refiriendo lo que otros piensan ponemos siempre de lo nuestro, nos identificamos con esa opinión, tomamos distancia frente a ella o la rechazamos. Además, esto nos puede recordar que la respuesta a la cuestión sobre Jesús no es algo que nos pertenezca en forma privada. Tampoco atañe sólo a la Iglesia. Cristo está más allá de sus fronteras e interpela a toda la humanidad; el Concilio Vaticano II nos lo recordó con claridad. « ¿Quién dice la gente que soy yo?» es una pregunta que, precisamente porque escapa a esos linderos, sigue vigente para la comunidad de discípulos de ayer y de hoy. En efecto, es importante para la fe eclesial saber lo que los demás piensan de Jesús y de nuestro propio testimonio como discípulos. Saber escuchar nos llevará a una mejor y eficaz proclamación de nuestra fe en el Señor ante la faz del mundo.

La forma concreta de proclamar el amor gratuito de Dios y su Reino tiene inevitables consecuencias para el orden religioso, social y económico imperante en la época de Jesús. Así lo percibieron quienes buscaron y ordenaron su ejecución (cf. Mc 3,1-6). Las dificultades y la conflictividad que teme Pedro (¡y nosotros con él!) son provocadas fundamentalmente por la misión misma. Esta hostilidad no viene de que el mensaje del Mesías sea político (lo que a todas luces no es, sobre todo en el sentido estricto del término), sino justamente porque es un anuncio religioso que toma la existencia humana entera.

Lo que provoca el rechazo de Pedro es su resistencia a aceptar las consecuencias del reconocimiento de Jesús como el Cristo. Los y. 34 y 35 precisan las condiciones del seguimiento de Jesús. Eso es lo que Pedro recusa. No basta reconocer a Cristo en Jesús; es necesario aceptar lo que eso implica. Creer en Cristo es también asumir su práctica, porque una profesión de fe sin seguimiento es incompleta; tal como se afirma en Mateo, «no todo el que dice Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que hace la voluntad de mi Padre» (7,21). La ortodoxia, la recta opinión exige una ortopraxis, es decir, un comportamiento acorde con la opinión expresada.
La práctica del seguimiento mostrará lo que está detrás del reconocimiento del Mesías.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? 
Jesús, después de preguntar qué piensan los demás de Ti, te diriges de nuevo a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Te importa mi respuesta personal: ¿quién eres Tú para mí? ¿Me doy cuenta de que eres «el Cristo, el Hijo de Dios vivo?» ¿Te pido ayuda, sabiendo que la fe no me la ha revelado «ni la carne ni la sangre,» no es producto de la razón ni del sentimiento, sino que proviene de Dios? Para vivir cristianamente necesito tener fe. Por eso es bueno que te la pida cada día: Jesús, aumenta mi fe; que te vea siempre como quien eres: el Hijo de Dios. No eres Elías, ni Juan el Bautista, ni «alguno de los profetas.» No eres un gran filósofo, que dejó unas enseñanzas maravillosas de amor a los demás. El Evangelio no es una guía de comportamiento humanitario, que me ayuda a ser mejor y que interpreto según me parezca o según me sienta más o menos identificado. El Evangelio es la Palabra de Dios. Por eso reprendes duramente a Pedro cuando no quiere aceptar la Cruz: « ¡Apártate de mí, Satanás! Pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.» Desde entonces Pedro, el primer Papa, aprenderá a no interpretar las cosas según las sienten los hombres, sino según la voluntad de Dios. Además, el Papa recibe una gracia especial para no dejarse llevar por las modas, los gustos o las flaquezas de las distintas culturas.

«Fe, poca. El mismo Jesucristo lo dice. Han visto resucitar muertos, curar toda clase de enfermedades, multiplicar el pan y los peces, calmar tempestades, echar demonios. San Pedro, escogido como cabeza, es el único que sabe responder prontamente.- «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Pero es una fe que él interpreta a su manera, por eso se permite encararse con Jesucristo para que no se entregue en redención por los hombres» (Es Cristo que pasa.- 2). Jesús, a mi alrededor veo cristianos que tienen fe en Ti, pero es una fe que cada uno interpreta a su manera: no van a Misa, no se confiesan, no hacen oración, no saben encontrar el sentido al sacrificio. ¿Qué les puedo decir? Hoy me das la respuesta: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral. La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo episcopal cuando ejerce el magisterio supremo con el sucesor de Pedro, sobre todo en un concilio ecuménico. Jesús, has escogido a San Pedro y a sus sucesores como representantes tuyos en la tierra: «todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos.» No es suficiente con tener buena intención; es necesario seguir las indicaciones del Papa y de los obispos. Sólo así podré «sentir las cosas de Dios,» y no me veré arrastrado por una visión humana de las cosas. +

Copyright © Reflexiones Católicas.

No hay comentarios: