Liturgia diaria, reflexiones, cuentos, historias, y mucho más.......

Diferentes temas que nos ayudan a ser mejores cada día

Sintoniza en directo

Visita tambien...

martes, 24 de agosto de 2010

Lecturas del día 24-08-2010

24 de Agosto. MARTES DE LA XXI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 1ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA. FIESTA DE SAN BARTOLOME APOSTOSL. SS. Jorge mj, Juana Antida Thouret vg, Emilia de Vialar vg.

LITURGIA DE LA PALABRA

Ap 21,9b-14: Doce basamentos llevaban: los nombres de los apóstoles
Salmo 144: Que tus fieles, Señor, proclamen la gloria de tu reinado.
Jn 1,45-51: Ahí tienen un israelita de verdad, sin falsedad 

La Palabra de Dios nos invita hoy a meditar un proyecto de vocación cristiana hacia el discipulado, que nos obliga a discernir toda duda para convencernos definitivamente de que Jesús es el maestro a quien debemos seguir.

En la primera lectura se toma el simbolismo de los doce, que son comparados con las puertas de la nueva Jerusalén. Estas puertas son los caminos que el cristianismo tiene para entrar y configurarse con Cristo mismo, quien da un sentido nuevo a la historia de la humanidad.

En el evangelio nos encontramos con la famosa pregunta de Natanael: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?” Tal duda revela cierta desconfianza; sin embargo este invitado no deja de acudir al llamado, que en este caso ha sido mediado por Felipe. El encuentro con Jesús le cambiará la vida a Natanael, quien, una vez escuche a Jesús, creerá y lo seguirá fielmente.

Hoy los cristianos necesitamos reactivar nuestra vocación. En este sentido es importante contar con mediadores como Felipe que nos ayuden a “ir y ver”. Seguramente han sido muchas las veces en que nos hemos sentido llamados, y muchas también las veces en que las dudas y las desconfianzas nos han asaltado. Ahí está Jesús, en espera de que nos atrevamos a correr el riesgo de ser sus discípulos y misioneros.

PRIMERA LECTURA
Apocalipsis 21,9b-14
Doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero
El ángel me habló así: "Ven acá, voy a mostrarte a la novia, a la esposa del Cordero." Me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.

Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 144
R/.Que tus fieles, Señor, proclamen la gloria de tu reinado.
Que todas las criaturas te den gracias, Señor, que te bendigan tus fieles;  que proclamen la gloria de tu reinado,  que hablen de tus hazañas R.

Explicando tus hazañas a los hombres,  la gloria y majestad de tu reinado.  Tu reinado es un reinado perpetuo,  tu gobierno va de edad en edad. R.

El Señor es justo en todos sus caminos,  es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente. R.

SANTO EVANGELIO.
Juan 1,45-51
Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño
En aquel tiempo, Felipe encuentra a Natanael y le dice: "Aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret." Natanael le replicó: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?" Felipe le contestó: "Ven y verás." Vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: "Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño." Natanael le contesta: "¿De qué me conoces?" Jesús le responde: "Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi." Natanael respondió: "Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel." Jesús le contestó: "¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores." Y le añadió: "Yo os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre."

Palabra del Señor.


A Bartolomé, de Caná de Galilea, uno de los Doce, se le identifica habitualmente con Natanael, el amigo del apóstol Felipe (Jn 1 ,43-51; 22,2). Carecemos de noticias históricas precisas sobre su actividad apostólica. Diversas tradiciones le sitúan en diferentes regiones del mundo y eso hace pensar que, efectivamente, su radio de acción fue muy amplio. Una tradición refiere que Bartolomé habría sido desollado vivo, según la costumbre penal de los persas, y que de este modo habría consumado su martirio. Recibe veneración en Roma, en la isla Tiberina.


Comentario de la Primera lectura: Apocalipsis 21,9b-14. Doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del cordero. 

El libro del Apocalipsis define a la Iglesia como la ciudad santa, como don de Dios: en ella se recogen las doce tribus de Israel, esto es, el nuevo Israel de Dios. Las murallas de esta ciudad se apoyan sobre el cimiento de los doce apóstoles. Según el mismo Juan, la Iglesia puede ser llamada también «la novia, la esposa del Cordero», para indicar el vínculo de amor único e irrepetible que une a Dios con la humanidad, a Cristo con la Iglesia.

El apóstol, todo apóstol, participa asimismo de este amor y se convierte en testigo de él con su ministerio apostólico, pero sobre todo con la entrega de su sangre. Esa es la razón de que, al final de la lectura, se llame expresamente a los Doce «apóstoles del Cordero»: si la Iglesia es apostólica, lo es no sólo por el ministerio confiado por Jesús a los Doce, sino también y sobre todo por la participación de los Doce en el misterio pascual de Jesús.

Comentario del Salmo 144. Que tus fieles ,Señor, proclamen la Gloria de tu reinado.
Israel recuerda, agradecido, las victorias que Yavé ha realizado por su medio en sus combates contra sus enemigos. El presente salmo canta estas hazañas y puntualiza con insistencia que Yavé ha sido quien ha dado vigor y destreza a su brazo en todas sus batallas. Es tan palpable la ayuda que han recibido de Dios que siente la necesidad de alabarlo y bendecirlo. Proclaman que Él es su aliado, su alcázar, su escudo, su liberador, etc. «Bendito sea el Señor, mi roca, que adiestra mis manos para la batalla y mis dedos para la guerra. Mi bienhechor, mi alcázar, mi baluarte y mi libertador, mi escudo y mi refugio, que me somete los pueblos».

Victorias y prosperidad van de la mano, de ahí la plasmación de toda una serie de imágenes poéticas que describen el crecimiento y desarrollo de Israel como pueblo elegido y bendecido por Dios: «Sean nuestros hijos como plantas, crecidos desde su adolescencia. Nuestras hijas sean columnas talladas, estructuras de un templo. Que nuestros graneros estén repletos de frutos de toda especie. Que nuestros rebaños, a millares, se multipliquen en nuestros campos».

El pueblo, que tan festivamente canta las bendiciones que Dios ha prodigado sobre él, deja una puerta abierta a todos los pueblos de la tierra. Todos ellos serán también bendecidos en la medida en que sean santos, es decir, en la medida en que su Dios sea Yavé: « ¡Dichoso el pueblo en el que esto sucede! ¡Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor!».

La intuición profética del salmista llega a su cumplimiento con Jesucristo. Él, mirando a lo lejos, no ve una multitud de pueblos fieles a Dios, sino un enorme y universal pueblo de multitudes.

Así nos lo hace ver al alabar la fe del centurión, quien le dijo que no era necesario que fuese hasta su casa para curar a su criado enfermo, Le hizo saber que creía en el poder absoluto de su Palabra, que era suficiente que sus labios pronunciasen la curación sobre su criado y esta se realizaría. Fue entonces cuando Jesús expresó su admiración, ensalzó la fe de este hombre y le anunció el futuro nuevo pueblo santo establecido a lo largo de todos los confines de la tierra: «Al oír esto, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande, Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos» (Mt 8,10-11).

Pueblo santo, pueblo universal, llamado a ser tal como fruto de la misión llevada a cabo por Jesús, el Buen Pastor. En Él, el pueblo cristiano es congregado y vive la experiencia de participar de «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef. 4,5-6).

El apóstol Pedro anuncia la elección de la Iglesia como nación santa, rescatada y, al mismo tiempo, dispersa en medio de todos los pueblos de la tierra. Es un pueblo bendecido que canta la grandeza de su Dios. Cada discípulo del Señor Jesús proclama su acción de gracias que nace de su experiencia salvífica. Sabe que, por Jesucristo, ha vencido en sus combates, alcanzando así la fe, y ha sido trasladado de las tinieblas a la luz: «Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1Pe 2,9).

San Agustín nos ofrece un texto bellísimo acerca del combate que todo discípulo del Señor Jesús debe enfrentar contra el príncipe del mal, y que es absolutamente necesario para su crecimiento y maduración en la fe, en su amor a Dios: “Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación; y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigos y tentaciones”.

Todo discípulo sabe y es consciente de que sus victorias contra el Tentador no surgen de sí mismo, de sus fuerzas sino que son un don de Jesucristo: su Maestro y vencedor. Por eso, bendice y da gloria a Dios con las mismas alabanzas que hemos oído entonar al salmista: Bendito seas, Señor y Dios mío, porque has adiestrado mis manos para el combate, has llenado de vigor mi brazo, has fortalecido mi alma; tú has sido mi escudo y mí alcázar en mis desfallecimientos. ¡Bendito seas, mi Dios! ¡Bendito seas Señor Jesús!

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1, 45-5. El grupo de los discípulos se amplia.
En Felipe aparece un nuevo candidato. Parece importante que él viene de la misma ciudad que Pedro y Andrés. En griego no es claro quién encuentra a quién: no hay un sujeto «Jesús». Es posible que Andrés sea el sujeto de la oración y que, entonces, sea también Andrés quien encuentra a Felipe. Entonces continuaría en lo que sigue el mismo proceso de ampliación que en lo anterior: los discípulos se encuentran unos a otros y Jesús no hace nada más que decir: « ¡Sígueme!» (1,43). Sea como fuere, Felipe es plenamente persuadido por esa única palabra: él ve y oye, y sigue a Jesús. Y él a su vez se torna activo. El trae a Natanael, que representa otro «modelo de llamado»: recién después que se ha convencido es cuando llega a confesar a Jesús.

Dos veces hay un diálogo, el primero es entre Felipe y Natanael. Como Andrés, ahora también Felipe ha «encontrado» a Jesús: «Hemos encontrado a aquel de quien ha escrito Moisés en la Ley, y los profetas: Jesús, el hijo de José, de Nazaret”. El final es curioso, él no se hace eco de los títulos comunes como «Mesías» o «Hijo de Dios», más bien da la opinión de la gente: « ¿Qué puede salir de bueno de Nazaret?» (1,46). La discusión gira en torno a Jesús como hombre. Moisés y los profetas ¿han hablado sobre este hombre común?

La escena continúa con la descripción de un segundo diálogo: entre Natanael y Jesús. El verbo más importante es «ver», que —fuera de 1,49— es empleado en cada versículo. La palabra central de parte de Jesús es que «él ha visto que Natanael ha estado sentado debajo de la higuera», una expresión enigmática que, lo más probable, es que se aplique al estudio de la Torá. En todo caso, la frase de Jesús lleva a Natanael a su confesión de fe: «Tú eres el Hijo de Dios, el rey de Israel» (1,49). Es una confesión que en la declaración de Felipe resuena como un estribillo. El hombre Jesús, el hijo de José, es (también) el Hijo de Dios y el mejor en todo Israel. Y se pasa a la admiración de Jesús: « ¿Porque he dicho que te vi sentado bajo la higuera, crees?».

Se trata de la fe de ambos, una fe que es tan poderosa que el discurso se interrumpe para alcanzar a todos los que oyen: «Vosotros veréis el cielo abierto» (1,51). Es una promesa grandiosa la que Jesús hace aquí: una referencia al sueño de Jacob (= Israel) en Betel. «Israel» da vueltas constantemente en la cabeza de los interlocutores: Natanael, el que Jesús llama un verdadero israelita en el cual, a diferencia de Jacob (= Israel) no hay engaño (1,47 y Gn 27,35); y Jesús que es llamado por Natanael como el rey de Israel (1,47). Y ahora, en la frase final, aparece la referencia al relato del sueño de Jacob (Gn 28,10-19): la escalera que llega hasta el cielo, y los ángeles que suben y bajan; la fecundidad que le es prometida; la promesa de la alianza con Dios y el nombre «Casa de Dios» y «Puerta del Cielo».

Quien puede creer en Jesús, verá que ángeles establecen contacto entre el Jesús terreno y el celestial Hijo del Hombre: vosotros veréis que, a través de ángeles existe un contacto directo entre Jesús y el cielo. El cielo abierto en Betania, del cual Juan vio descender la paloma, se le promete a todo el que puede creer en Jesús.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1, 45-51/1, 47-51, para nuestros Mayores. Vocación de los discípulos.
Historia de la vocación de los discípulos. La escena nos resulta más familiar cuando la leemos en los evangelios sinópticos. Más familiar y más verosímil. Los discípulos llegan a Jesús por su invitación-mandato La iniciativa total es de Jesús. Según la narración de Juan son los discípulos los que toman la iniciativa, excepción hecha del caso de Felipe, a quien se dirige el imperativo conocido «sígueme». Pero esta excepción tiene una finalidad y una explicación bien convincente dentro del relato: Felipe debe convertirse como en el enlace, para que la narración pueda seguir.

El evangelista Juan ha transformado la escena de la vocación de los discípulos en un testimonio más de fe sobre Jesús. Andrés le ha confesado ya como Mesías. Felipe viene a decir lo mismo, aunque con distintas palabras: hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés, en la Ley, y también los profetas: Jesús, el hijo de José, de Nazaret Y en la reacción de Natanael se acumulan los títulos dados a Jesús: Rabino, Hijo de Dios, rey de Israel.

Todos los títulos apuntados convienen adecuadamente a Jesús… El resto del evangelio se encargará de ponerlo de relieve. Pero, ¿es verosímil que en este momento del primer entro los discípulos —los que van a serlo— hayan descubierto toda la realidad escondida en Jesús de Nazaret?

Ya hemos dicho que el cuarto evangelio ha transformado esta historia de la vocación de los discípulos en un testimonio más sobre Jesús. Lo que posteriormente los discípulos llegaron a descubrir en Cristo se adelanta ya a este momento…

Llama la atención la sorpresa de Natanael y su reacción ante la presentación que Felipe le ha hecho de Jesús. La sorpresa obedece a que, efectivamente, existía una creencia bastante generalizada de que el Mesías aparecería de incógnito. Pero ¿este incógnito podía llegar hasta el extremo de que el Mesías viniese de Nazaret? Era algo inadmisible. Nazaret, pueblo lejano y desconocido, sin mención alguna en el Antiguo Testamento, ¿podía ser el lugar de origen de Aquel en quien se cumpliesen las esperanzas de Israel? Increíble.

Natanael no figura en las listas que en el Nuevo Testamento tenemos de los apóstoles. Tampoco en la narración de Juan se nos dice que lo fuese. Si el evangelista Juan ha conservado esta escena, se debe al valor de testimonio que posee; Hay más. Jesús dijo de él: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay dolo».

La definición que hace Jesús de Natanael es utilizada por el evangelista para establecer una contraposición muy intencionada entre los «judíos», enemigos de Jesús, cerrados a la fe que él exigía en su persona, y el israelita fiel y sincero, sin prejuicios, que lo acepta sin reservas.

Esta serie de testimonios sobre Jesús —que comienza con el Bautista y termina con Natanael— fue completada por el testimonio del propio Jesús, que dijo de sí mismo: «Veréis al Hijo del hombre». Jesús se presenta como el
Hijo del hombre.

Las palabras de la auto-presentación de Jesús como Hijo del hombre tienen su base en la visión de la escala de Jacob: vio una escalera que, apoyada en el suelo, llegaba hasta el cielo y los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre ella (Gén 28, 12). Pero este texto del Génesis, desde el punto de vista gramatical, tiene la posibilidad de ser leído en el sentido de que los ángeles subían y bajaban sobre él, es decir sobre Jacob, la escalera sería simplemente un medio. Al fin y al cabo Jacob es Israel. Y, según se creía, el Israel (Jacob) terreno, el que vivía en la tierra, tenía su representación en el cielo.

En la narración de Juan tendríamos algo parecido. Jesús es el Hijo del hombre. La representación o presencia del hombre celeste. Correspondencia entre el Jesús terreno y el celeste. Correspondencia que es identidad. Jesús aparece así como el mediador entre el cielo y la tierra.

Esta presentación de Jesús como el único mediador depende, en el caso presente, de la lectura, posible como ya dijimos desde el punto de vista gramatical, del texto del Génesis, según el cual lo ángeles suben y bajan «sobre él». Jesús, siguiendo esta representación, es el «lugar» de la presencia de Dios, donde Dios se hizo presente. Además, y en un segundo momento, de la imagen tradicional que presenta al Hijo del hombre viniendo en su gloria acompañado de sus ángeles (Mc 8, 38).

Comentario del Santo Evangelio: Jn 1,43-51, de Joven para Joven. “Tú eres el Hijo de Dios, el rey de Israel”
Cuestión de vida o muerte. A la llamada vocacional de Jesús y al envío misionero precede siempre una oferta de amistad con él y “desde él”, y de otros con vocación. De aquí arranca todo. Natanael es un ejemplo.

Por otra parte, el mensaje que se desprende de la carta de Juan es denso e incitante: “El amor existe no porque amemos nosotros a Dios, sino porque Él nos amó a nosotros” (1 Jn 4,10). “Podemos amar porque Él nos amó primero” (1 Jn 4,19). “Fui yo quien os eligió” (Jn 15,16) no para ser “sus siervos, sino sus amigos” (Jn 15,15). La única respuesta válida al amor del Señor es el amor a los hermanos. “Él ha dado su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3,16). “El que diga: “Yo amo a Dios”, mientras odia a su hermano, es un embustero (1 Jn 4,20). Y es precisamente en este amar al hermano donde está la verdadera vida.

Estamos ante uno de los párrafos más densos de todo el Nuevo Testamento. Sus afirmaciones producen un cierto escalofrío por lo rotundas y tajantes: El que no ama permanece en la muerte (1 Jn 3,15). El amor, sí, es cuestión de vida o muerte. Del que no ama dice el Espíritu: “Vives nominalmente, pero estás muerto” (Ap 3,1).

Juan, al escribir esta afirmación, está diciendo algo definitivo en antropología y psicología: El que no ama está, efectivamente, muerto no sólo en esa, para algunos, vaga dimensión de lo sobrenatural, sino en el pleno sentido psicológico. El que no ama tiene el fondo de su ser dormido, insensible, paralizado; o, si se quiere, tiene una incipiente vida fetal. Un convertido me confesaba: “Me has pedido que explique cómo y cuándo encontré al Dios del amor. Es preciso que te explique primero lo que yo era; así comprenderás mejor. Durante seis o siete años que viví como un impío, hice mucho daño, no tanto por malicia cuando por inconsciencia y egoísmo. Vivía engullido por la música (es músico), y me estaba convirtiendo en una máquina con sensaciones egoístas. Era un muerto viviente... En cambio, ahora tengo verdaderamente la experiencia de comenzar a vivir”.

La puerta se abre hacia fuera. Porque el egoísta es un muerto psicológico, por eso no es ni puede ser feliz con una felicidad honda. El hombre ha sido hecho “a imagen y semejanza de Dios”; y Dios es amor. Porque es amor infinito es felicidad infinita. El hombre no puede pecar impunemente contra su propia vocación al amor. Si el egoísta fuera feliz, el ser humano estaría mal hecho.

Kierkegaard afirma: La puerta de la felicidad se abre hacia fuera y es inútil lanzarse contra ella para forzarla. El egoísmo es necesariamente angustia en el sentido original de la palabra, que significa “angostura”, estrechez, asfixia vital por sentirse apretado en la propia mezquindad. El egoísta es carcelero de sí mismo; más todavía: sarcófago para sí.

En cambio, todos los grandes generosos han sido y son intensamente felices. La Madre Teresa de Calcuta, por poner un ejemplo, afirmaba sentirse profundamente feliz en medio de la miseria: “Sólo me duele la miseria de los demás”. Y es que, como dice Juan, el que ama ha pasado de la muerte a la vida; y la vida es necesariamente felicidad, alegría. Algunos viven tensos y angustiados: ¿Estaré en gracia? “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3,14).

El amor no pasa nunca. Es el centro absoluto del mensaje de Jesús: “Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros” (Jn 15,12). El resumen de la ley está en el amor a Dios y al prójimo; no se entiende lo primero sin lo segundo. Por eso Pablo entona un himno entusiasmado al amor: “Sin él, no soy nada; con él gozamos de una vida plena, feliz y fecunda” (1 Co 13,1ss). Ya puedo ser un premio Nobel, un genio, hacer milagros de economía, ciencia o humanismo, si no estoy impulsado en todo ello por el amor, soy un pobre diablo, estoy vacío. El amor es el resumen de toda la ética cristiana (Rm 13,9-10; Gá 5,14).

Jesús nos señala también la forma de amar: “como yo os he amado”. “No os he llamado siervos, sino amigos”; “no hay mayor amor que dar la vida (Jn 15,12-15). Es un amor afectivo y efectivo. Juan no puede ser más categórico: “También nosotros debemos desprendernos de la vida por nuestros hermanos. Si uno posee bienes de este mundo y viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos, no amenos con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad” (1 Jn 3,17-1 8).

Jesús advierte que en el juicio definitivo se nos pedirá cuenta sobre todo de los hechos relacionados con la caridad evangélica (Mt 25,1ss). El amor es tan trascendental y trascendente que traspasará las fronteras de la existencia terrena (1 Co 13,8-13). Entraremos en la existencia trascendente desnudos, con solo nuestro ser. El amor entrará con nosotros, porque es “nosotros”, lo que constituye nuestro ser. Más aún: la gloria celestial consistirá en una ininterrumpida experiencia de comunión con Dios y con los hermanos. Toda persona tiene un pequeño rescoldo de amor, y por eso tiene algo de vida. Pero ¡qué diferencia entre el joven campeón olímpico y el enfermo que sobrevive vegetativamente en el hospital! Jesús asegura: “He venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). Por tanto, no se trata sólo de sobrevivir, sino de tener calidad de vida. Y ésta depende de la capacidad de amar.

Elevación Espiritual para este día.
Ved ahí cómo, según los preceptos del Evangelio, debéis portaros con los apóstoles y profetas. Recibid en nombre del Señor a los apóstoles que os visitaren, en tanto permanecieren un día o dos entre vosotros: el que se quedare durante tres días, es un falso profeta. Al salir el apóstol, debéis proveerle de pan para que pueda ir a la ciudad donde se dirija: si pide dinero, es un falso profeta. Al profeta que hablare por el espíritu, no le juzgaréis, ni examinaréis, porque Dios es su juez: lo mismo hicieron los antiguos profetas.

Velad por vuestra vida; los que perseveren en la fe serán salvos de esta maldición. Entonces aparecerán las señales de la verdad. Primeramente será desplegada la señal en el cielo, después la de la trompeta y, en tercer lugar, la resurrección de los muertos, según se ha dicho: «El Señor vendrá con todos sus santos». ¡Entonces el mundo verá al Señor viniendo en las nubes del cielo! (Didaché, según la versión de E. Backhouse y C. Tylor, Historia de la Iglesia primitiva).

Reflexión Espiritual para el día.
El cristiano cree, gracias a la Palabra de Dios, que el hombre es inmortal, que toda la humanidad está destinada a la eternidad. El cristiano cree en la resurrección de todos los muertos de la humanidad, de todos los cuerpos. Cree en la humanidad inmortal. Pero cree en virtud de la Palabra de Dios, no de una especie de prestidigitación mágica... y grotesca. Cree en la prolongación de los misterios de la vida más allá de la muerte, en la consumación de la vida mediante la muerte; cree que la misma muerte tiene una razón de ser; cree que la muerte sigue siendo atroz, pero no que sea absurda.

Como todo hombre razonable, el cristiano ve su propia vida, desde el nacimiento a la muerte, como un devenir continuo acompañado de una destrucción continua. Sin embargo, el cristiano cree que en este y por este devenir se consuma la germinación, el desarrollo del hombre inmortal que hay en él, pero que se va haciendo en él cada día y que permanecerá tal como haya llegado a ser, en la eternidad, para la eternidad.

Este hombre inmortal se hace en cada uno a través de sus opciones. Aquello por lo que opta es lo que fija al hombre inmortal en su pleno vigor o en lo peor de la miseria humana. En la hora de su muerte, el hombre se habrá convertido en alguien que vivirá con Dios para siempre o en alguien que existirá lejos de Dios para siempre.

El rostro de los personajes pasajes de la Sagrada Biblia: “Sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo”
La Carta a los Efesios presenta a la Iglesia como un edificio construido «sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (2,20). En el Apocalipsis, el papel de los apóstoles, y más específicamente el de los Doce, es aclarado con la perspectiva escatológica de la Jerusalén celeste, presentada como una ciudad cuya muralla «se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (21, 14). Los Evangelios coinciden en narrar que la llamada de los apóstoles marcó los primeros pasos del ministerio de Jesús, tras el bautismo recibido por el Batutita en las aguas del Jordán.

Según la narración de Marcos (1, 16-20) y de Mateo (4, 18-22), el escenario de la llamada de los primeros apóstoles es el lago de Galilea. Jesús, acaba de comenzar la predicación del Reino de Dios, cuando su mirada se dirige a dos parejas de hermanos: Simón y Andrea, Santiago y Juan. Son pescadores, dedicados a su trabajo cotidiano. Echan las redes, las reparan. Pero les espera otra pesca. Jesús les llama con decisión y ellos le siguen con prontitud: a partir de ahora serán «pescadores de hombres» (Cf. Marcos 1,17; Mateo 4,19). Lucas, a pesar de seguir la misma tradición, ofrece una narración más elaborada (5,1-11). Muestra el camino de fe de los primeros discípulos, precisando que la invitación al seguimiento les llega después de haber escuchado la primera predicación de Jesús, y después de haber experimentado sus primeros signos prodigiosos. En particular, la pesca milagrosa constituye el contexto inmediato y ofrece el símbolo de la misión de pescadores de hombres que se les confío. El destino de estos «llamados», a partir de ahora, quedará íntimamente ligado al de Jesús. El apóstol es un enviado, pero antes aún es un «experto» de Jesús.

Este aspecto es subrayado por el evangelista Juan desde el primer encuentro de Jesús con los futuros apóstoles. Aquí el escenario es diferente. El encuentro tiene lugar a orillas del Jordán. La presencia de los futuros discípulos, que como Jesús vinieron de Galilea para vivir la experiencia del bautismo administrado por Juan, ilumina su mundo espiritual. Eran hombres en espera del Reino de Dios, deseosos de conocer al Mesías, cuya venida era anunciada como algo inminente. Les es suficiente que Juan Bautista señale a Jesús como el Cordero de Dios (Cf. Juan 1,36) para que surja en ellos el deseo de un encuentro personal con el Maestro. El diálogo de Jesús con sus primeros dos futuros apóstoles es muy expresivo. A la pregunta: «¿Qué buscáis?», responden con otra pregunta: «Rabbí --que quiere decir, "Maestro"- ¿dónde vives?». La respuesta de Jesús es una invitación: «Venid y lo veréis» (Cf. Juan 1, 38-39). Venid para poder ver. La aventura de los apóstoles comienza así, como un encuentro de personas que se abren recíprocamente. Para los discípulos comienza un conocimiento directo del Maestro. Ven donde vive y comienzan a conocerle. No tendrán que ser heraldos de una idea, sino testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar, tendrán que «estar» con Jesús (Cf. Marcos 3, 14), estableciendo con él una relación personal. Con este fundamento, la evangelización no es más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo (Cf. 1 Juan 13).

¿A quiénes serán enviados los apóstoles? En el Evangelio, Jesús parece restringir a Israel su misión: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mateo 15, 24). Al mismo tiempo parece circunscribir la misión confiada a los doce: «A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mateo 10, 5). Una cierta crítica de inspiración racionalista había visto en estas expresiones la falta de una conciencia universal del Nazareno. En realidad, tienen que ser entendidas a la luz de su relación especial con Israel, comunidad de la Alianza, en continuidad con la historia de la salvación. Según la espera mesiánica, las promesas divinas, hechas inmediatamente a Israel, llegarían a su cumplimiento cuando el mismo Dios, a través de su Elegido, reuniera a su pueblo como hace un pastor con su rebaño: «Yo vendré a salvar a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje… Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos» (Ezequiel 34, 22-24). Jesús es el pastor escatológico, que reúne a las ovejas perdidas de la casa de Israel y sale en su búsqueda, pues las conoce y las ama (Cf. Lucas 15, 4-7 y Mateo 18,12-14; Cf. también la figura del buen pastor en Juan 10,11 y siguientes). A través de esta «reunión», se anuncia el Reino de Dios a todos los pueblos: «Así manifestaré yo mi gloria entre las naciones, y todas las naciones verán el juicio que voy a ejecutar y la mano que pondré sobre ellos» (Ezequiel 39, 21). Y Jesús sigue precisamente este perfil profético. El primer paso es la «reunión» de Israel, para que todos los pueblos llamados a reunirse en la comunión con el Señor puedan vivir y creer.

De este modo, los doce, llamados a participar en la misma misión de Jesús, cooperan con el Pastor de los últimos tiempos, dirigiéndose también ante todo a las ovejas perdidas de la casa de Israel, es decir, al pueblo de la promesa, cuya reunión es signo de salvación para todos los pueblos, inicio de la universalización de la Alianza. Lejos de contradecir la apertura universal de la acción mesiánica del Nazareno, el haber restringido al inicio su misión y la de los doce a Israel es un signo profético eficaz. Tras la pasión y la resurrección de Cristo, este signo será aclarado: el carácter universal de la misión de los apóstoles se hará explícito. Cristo enviará a los apóstoles «por todo el mundo» (Marcos 16, 15), a «todas las gentes» (Mateo 28, 19; Lucas 24,47, «hasta los confines de la tierra» (Hechos 1, 8). Y esta misión continúa. Siempre continúa el mandamiento del Señor de reunir a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestro mandamiento: contribuir a esa universalidad, a esta verdadera unidad en la riqueza de las culturas, en comunión con nuestro verdadero Señor Jesucristo. +

Copyright © Reflexiones Católicas.

No hay comentarios: