29 de Diciembre 2009. MARTES. V DÍA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD. (CicloC). SS. Tomás Becket ob mr, David re prof, Martiniano ob, Marcelo ab, Trófimo ob.
LITURGIA DE LA PALABRA.
1Jn 2, 3-11. Quien ama a su hermano permanece en la luz.
Sal 95. Alégrese el cielo, goce la tierra.
Lc 2, 22-35. Luz para alumbrar a las naciones.
PRIMERA LECTURA
1Juan 2,3-11
Quien ama a su hermano permanece en la luz
Queridos hermanos: En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco", y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él.
Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo -lo cual es verdadero en él y en vosotros-, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 95
R/.Alégrese el cielo, goce la tierra.
Cantad al Señor un cántico nuevo, / cantad al Señor, toda la tierra; / cantad al Señor, bendecid su nombre. R.
Proclamad día tras día su victoria. / Contad a los pueblos su gloria, / sus maravillas a todas las naciones. R.
El Señor ha hecho el cielo; / honor y majestad lo preceden, / fuerza y esplendor están en su templo. R.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 2,22-35
Luz para alumbrar a las naciones
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor", y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones."
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel."
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre: "Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma."
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
1Jn 2, 3-11. Quien ama a su hermano permanece en la luz.
Sal 95. Alégrese el cielo, goce la tierra.
Lc 2, 22-35. Luz para alumbrar a las naciones.
PRIMERA LECTURA
1Juan 2,3-11
Quien ama a su hermano permanece en la luz
Queridos hermanos: En esto sabemos que conocemos a Jesús: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco", y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él debe vivir como vivió él.
Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y, sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo -lo cual es verdadero en él y en vosotros-, pues las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya. Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 95
R/.Alégrese el cielo, goce la tierra.
Cantad al Señor un cántico nuevo, / cantad al Señor, toda la tierra; / cantad al Señor, bendecid su nombre. R.
Proclamad día tras día su victoria. / Contad a los pueblos su gloria, / sus maravillas a todas las naciones. R.
El Señor ha hecho el cielo; / honor y majestad lo preceden, / fuerza y esplendor están en su templo. R.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 2,22-35
Luz para alumbrar a las naciones
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor", y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones."
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel."
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre: "Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: 1 Juan 2,3-11.
¿Cuál es el camino para conocer a Dios y morar en él. El Apóstol, después de haber presentado el criterio negativo de la comunión (1,5-2,2: «No pecar»), expone el positivo, que consiste en la observancia de los mandamientos y, entre estos, el del amor a Dios (vv. 3-6) y a los hermanos (vv. 8-1 1). Para el cristianismo, pues, el conocimiento de Dios comporta exigencias de vida que han de ser observadas. Por el contrario, la filosofía religiosa popular del tiempo, llamada “gnosis”, sostenía que la salvación del hombre se obtiene a través del conocimiento de Dios, única cosa que permite alcanzar el verdadero objetivo de la vida humana, esto es, la liberación del mundo visible. En oposición a esta doctrina, que excluía el pecado y la existencia de toda moral, Juan afirma que el auténtico conocimiento de Dios debe estar avalado por la observancia de sus mandamientos. Porque, el que cumple “su palabra” (v. 5) experimenta el amor de Dios y mora en Él, porque vive como ha vivido Jesús y tiene dentro de sí una realidad interior que lo impulsa a imitar a Cristo, cuyo ejemplo de vida ha sido justamente el amor (v. 6), cf. Jn 13,15.34; 15,10).
Este mandamiento del amor, además, es nuevo y antiguo al mismo tiempo: «nuevo», porque ha sido la enseñanza recibida desde el principio del anuncio cristiano. Entonces, el auténtico criterio de discernimiento del espíritu de Dios reside en la práctica del amor fraterno, porque no se puede estar en la luz de Dios y después odiar al propio hermano. Para el Apóstol el que ama vive en la luz, el que odia vive en las tinieblas.
Comentario del Salmo 95
Este salmo pertenece a la familia de los himnos: tiene muchas semejanzas con los himnos de alabanza, pero se considera un salmo de la realeza del Señor por incluir la expresión « ¡El Señor es Rey!». Esta constituye el eje de todo el salmo. Por eso tiene tantas invitaciones a la alabanza.
Este salmo está organizado en tres partes: 1-6; 7-10; 11-13. La primera (1-6) presenta una serie de invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar. Se dirigen a la «tierra entera», pero esta expresión se refiere, sin duda, a la tierra de Israel. El destinatario de todas estas invitaciones es, pues, el pueblo de Dios. Este salmo invita a cantar al Señor un cántico nuevo. En qué ha de consistir esta «novedad» se nos indica en la segunda parte: se trata de la realeza universal de Dios. Después de las invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar a todos los pueblos, se presenta el primero de los motivos, introducido por un «porque...». El Señor está por encima de todos los dioses. Se hace una crítica devastadora de las divinidades de las naciones: son pura apariencia, mientras que el Señor ha creado el cielo, y podrá celebrarlo. Aparece una especie de procesión simbólica en honor del Señor: precediéndolo, marchan Majestad y Esplendor y, en el templo de Jerusalén, Fuerza y Belleza están ya montando guardia. En la tercera parte se dice que el Señor viene para gobernar la tierra. El salmo se limita a mostrar el inicio de esta solemne procesión de venida...
La segunda parte también presenta diversas invitaciones: a aclamar, a entrar en los atrios del templo llevando ofrendas para adorar. La tierra, a la que en la primera parte se invita a cantar, debe ahora temblar en la presencia del Señor. Estos imperativos se dirigen a las familias de los pueblos, esto es, se trata de una invitación internacional que tiene por objeto que las naciones proclamen en todas partes la gran novedad del salmo (el «porque...» de la segunda parte): « ¡El Señor es Rey!». Se indican las consecuencias del gobierno del Señor: el mundo no vacilará nunca; el salmo señala también la principal característica del gobierno de Dios: la rectitud con que rige a todos los pueblos.
En la tercera parte (11-13) aparecen nuevamente las invitaciones o deseos de que suceda algo. Ahora se invita a hacer fiesta, con alegría, al cielo, a la tierra, al mar (dimensión vertical), a los campos y los árboles del bosque (dimensión horizontal) con todo lo que contienen toda la creación está llamada a aclamar y celebrar: el cielo tiene que alegrarse; la tierra, que ya ha sido invitada a cantar y a temblar, ahora tiene que exultar; el mar tiene que retumbar, pero no con amenazas ni infundiendo terror, sino como expresión de la fiesta, junto con todas sus criaturas; los campos, con todo lo que en ellos existe, están llamados a aclamar, y los bosques frondosos gritarán de alegría ante el Señor. A continuación viene el «porque...» de la tercera parte: el Señor viene para gobernar la tierra y el mundo. Se indican dos nuevas características del gobierno del Señor: la justicia y la fidelidad.
Este salmo expresa la superación de un conflicto religioso entre las naciones. El Señor se ha convertido en el Dios de los pueblos, en rey universal, creador de todas las cosas, es aquel que gobierna a los pueblos con rectitud, con justicia y fidelidad. La superación del conflicto se describe de este modo: “¡Porque el Señor es grande y digno de alabanza, más terrible que todos los dioses!” Pues los dioses de los pueblos son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo.
El salmo no oculta la alegría que causa la realeza universal de Dios. Basta fijarse en el ambiente de fiesta y en los destinatarios de cada una de sus planes: Israel, las familias de los pueblos, toda la creación. Todo está orientado hacia el centro: la declaración de que el Señor es Rey de todo y de todos. Israel proclama, las naciones traen ofrendas, la naturaleza exulta. En el texto hebreo, la palabra «todos» aparece siete veces. Es un detalle más que viene a confirmar lo que estamos diciendo. El ambiente de este salmo es de pura alegría, fiesta, danza, canto. La razón es la siguiente: el Señor Rey viene para gobernar la tierra con rectitud, con justicia y con fidelidad. El mundo entero está invitado a celebrar este acontecimiento maravilloso.
El tema de la realeza universal del Señor es propio del período posexílico (a partir del 538 a.C.), cuando ya no había reyes que gobernaran al pueblo de Dios. Podemos, pues, percibir aquí una ligera crítica al sistema de los reyes, causante de la desgracia del pueblo (exilio en Babilonia).
El salmo insiste en el nombre del Señor, que merece un cántico nuevo, ¿Por qué? Porque es el creador, el liberador (las «maravillas» del v. 3b recuerdan la salida de Egipto) y, sobre todo, porque es el Rey universal. En tres ocasiones se habla de su gobierno, y tres son las características de su administración universal: la rectitud, la justicia y la fidelidad. Podemos afirmar que se trata del Dios aliado de la humanidad, soberano del universo y de la historia. Esto es lo que debe proclamar Israel, poniendo al descubierto a cuantos pretendan ocupar el lugar de Dios; se invita a las naciones a adorarlo y dar testimonio de él; la creación entera está invitada a celebrar una gran fiesta (11-12).
Como ya hemos visto a propósito de otros salmos de este mismo tipo, el tema de la realeza de Jesús está presente en todos los evangelios. Mateo nos muestra cómo Jesús practica una nueva justicia para todos; esta nueva justicia inaugura el reinado de Dios en la historia, Los contactos de Jesús con los no judíos ponen de manifiesto que su Reino no tiene fronteras y que su proyecto consiste en un mundo lleno de justicia y de vida para todos (Jn 10,10).
Comentarios del Santo Evangelio: Lucas 2,22-35.
La escena de la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén sugiere el trasfondo teológico de este fragmento: la antigua alianza cede el puesto a la nueva, reconociendo en Jesús-Niño al Mesías doliente y al Salvador universal de los pueblos. El relato, ambientado en el templo, lugar de la presencia de Dios y de la revelación profética es rico en referencias bíblicas (cf. Mal 3; 2 Sm 6; Is 49,6) y consta de dos partes: la presentación de la escena (vv. 22-24) y la profecía de Simeón (vv. 25-35).
María y José, obedientes a la ley hebraica, entran en el templo como sencillos miembros pobres del pueblo de Dios para ofrecer su primogénito al Señor y para la purificación de la madre (cf. Ex 13,2-16; Lv 12,1-8). Confianza y abandono en Dios cualifican esta ofrenda de Jesús-Niño, anticipo de la verdadera ofrenda del Hijo al Padre que se cumplirá en el Calvario. Pero el centro de la escena está constituido por la profecía de Simeón «hombre justo y piadoso de Dios, que esperaba el consuelo de Israel» (v. 25). Guiado por el Espíritu va al templo y, reconociendo en Jesús al Mesías esperado, estalla en un saludo festivo unido a una confesión de fe: las antiguas «promesas» se han cumplido; él ha visto al Salvador, gloria del pueblo de Israel, luz y salvación para todas las gentes; ahora su fin está marcado por el triunfo de la vida. Pero esta luz del Mesías tendrá el reflejo del dolor, porque Jesús será «signo de contradicción» (v. 34) y la misma Madre será implicada en el destino de sufrimiento del Hijo (v. 35).
Amar, según el ejemplo de Cristo, quiere decir darse, olvidarse de sí mismo, procurar el bien del otro hasta sacrificar los propios intereses, las propias ideas y la misma vida. La actitud evangélica que nos sitúa en la verdad es la de la entrega de nosotros mismos a Dios y a los hermanos, es decir, la de la ofrenda que la familia de Nazaret ha practicado. La existencia cristiana no es sólo don, gratuidad, servicio, intimidad de amistad, sino también un algo difuso que impregna el ambiente en que se vive: es amor que se da a todos con generosidad.
El mandamiento del amor universal, llevado hasta el amor al enemigo (cf. Lc 6,27-36), para que pueda llegar a ser auténtico como Jesús nos ha enseñado, debe ser vivido primero en la comunidad de los hermanos en la fe. Para Juan, pues, el acento recae más sobre el fundamento del amor que sobre su universalidad. Juan, en efecto, lo pone en el misterio trinitario, y prefiere insistir en la vida de íntima comunión que une al Padre y al Hijo.
Así pues, justamente esta razón nos hace comprender que el auténtico amor fraterno no se agota dentro de los confines de la comunidad cristiana, en la que cada discípulo vive, porque el amor fundado en el del Padre y vivido en plenitud entre los hermanos de fe es un elemento de dinamismo apostólico. Cuanto más en profundidad se viven la fe y el amor, más atraídos se sienten todos a conocer el testimonio del verdadero discípulo de Jesús. Donde reina este amor mutuo los discípulos se convierten en signo histórico y concreto del Dios-amor en el mundo.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 2,22-35, para nuestros Mayores. Luz para alumbrar a las naciones.
Estamos ante un relato teológico, que nos habla del cumplimiento de las esperanzas mesiánicas en Jesús, de su misión y de su destino que lo llevará al martirio. Es una síntesis anticipada y profética del misterio y ministerio de Jesús. Y es, al mismo tiempo, un relato eclesial, porque en la familia de Nazaret (sobre todo en María) y en los personajes que intervienen en la escena está simbolizada la Iglesia y las dificultades que ha de tener (que estaba teniendo al tiempo de redactar este pasaje).
Es un relato hecho desde la pascua. En el fondo de la presentación (Lc 2,22-24) está la vieja ley judía, según la cual todo primogénito es sagrado y, por lo tanto, ha de entregarse a Dios o ser sacrificado. Como el sacrificio humano estaba prohibido, la ley obligaba a realizar un cambio de manera que, en lugar del niño, se ofreciera un animal puro: cordero o paloma (cf. Ex 13 y Lv 12).
Parece probable que al redactar la escena Lucas esté pensando que Jesús, hijo de María, es primogénito de Dios. Por eso, junto a la sustitución del sacrificio (se ofrecen dos palomas) se resalta el hecho de que Jesús ha sido “presentado al Señor”, es decir, ofrecido solemnemente al Padre. El sentido de esta ofrenda se comprenderá solamente a la luz de la escena del Calvario, donde Jesús ya no podrá ser sustituido y morirá como el auténtico primogénito que se entrega al Padre para la salvación de los hombres.
Unido a todo esto Lucas ofrece el relato de la purificación de María. Para Israel, la mujer que daba a luz quedaba manchada y por eso tenía que realizar un rito de purificación antes de incorporarse a la vida externa de su pueblo (Lv 12). Esta práctica revivió en las madres cristianas hasta no hace mucho tiempo.
Su mesianidad. Pero el relato es una confesión de la mesianidad de Jesús, confesión de la Iglesia, puesta por Lucas en labios de Simeón. Él es símbolo del “resto”, de los “pobres de Yavé” que esperan el cumplimiento de la promesa del Liberador.
El anciano canta su llegada. La primera parte de su canto es una proclamación y la segunda una profecía. Es un breve compendio de cristología, en el que se aclama a Jesús salvador, luz de/mundo y gloria de Israel, prediciendo finalmente su pasión. A base de citas implícitas del profeta Isaías, hay una proclamación solemne, casi oficial, de Jesús como el Mesías esperado, pero un Mesías doliente, que con sangre sellará una nueva alianza, como indica su presentación en el templo de Jerusalén.
Ante la gran cuestión de abrirse la Iglesia a los gentiles y cuando ya la integran muchas comunidades formadas por personas venidas de la gentilidad, por boca de Simeón se proclama a Jesús como “luz de todas las naciones y gloria de Israel”. Confianza y abandono en Dios cualifican esta ofrenda de Jesús-niño, anticipo de la verdadera ofrenda del Hijo al Padre que se cumplirá en el Calvario: “Sacrificios y ofrendas no los quisiste... Aquí estoy yo para hacer tu voluntad” (Hb 10,4-7). Resalta la actitud oblativa de toda la familia de Nazaret. Van al templo a ofrecerse, a ponerse en las manos de Dios, como había hecho María en la anunciación (Lc 1,38).
El canto de Simeón hace referencia a la “gloria” de Cristo (Lc 2,32; cf. Is 40,6; 60,1-3). En el Antiguo Testamento esta gloria designaba a Yavé y provocaba la muerte de cualquiera que pusiera su mirada sobre Él (Ex 19,21; Gn 32,31; Dt 4,33). Ahora, en Jesús, está entre su pueblo, que puede verle en el rostro de un niño y oírle en su llanto. Viene a morar entre los hombres, pero no anuncia su llegada con tambor ni trompeta. Viene como un niño en brazos de su madre. Mañana acudirá discreto, como un amigo que llama a la puerta. Al atardecer, mendigará nuestra mirada, cuando lo expongan desnudo en una cruz. Y una vez resucitado, viene de nuevo, pero hay que reconocerlo con los ojos de la fe.
Para salvación y ruina. El anciano Simeón predice: “Para unos será piedra de escándalo”. ¿Dónde están las autoridades del templo? Ojalá no hubieran tenido la oportunidad de conocerlo, porque no se les imputaría su oposición al don supremo de Dios. Pero esto puede ocurrirnos a nosotros. Ocurre a cualquiera que se niega a hacer fructificar los dones de Dios. Cuando no se les hace fructificar, se vuelven contra el que los recibió como el talento en manos del criado perezoso. El Salvador es “ocasión de ruina para muchos”, porque no les convence la salvación que ofrece y por eso no lo reconocen como “el Salvador”. María vivirá este descrédito hasta el Calvario y sobrellevará su dolor de madre siendo testigo de la muerte atroz de su hijo y atravesando la noche de la fe.
Por su ceguera engreída los guías religiosos no lo reconocen a lo largo de su vida y ministerio. Para ellos Jesús es el que el secretario inscribe en el registro: Jesús, hijo de José y de María, vecinos de Nazaret, de profesión carpintero. Pasa inadvertido. Los sacerdotes, demasiado ocupados con los ritos, no lo reconocen. Pero un anciano y una anciana sí, porque “Dios no se revela a los sabios y entendidos, sino a la gente sencilla” (Mt 11,25). Con sus ojos medio cerrados reconocen al Mesías en un niño “en todo semejante a los demás”.
Hoy sigue siendo reconocido en sus diversos modos de presencia entre nosotros por los sencillos y humildes de siempre. ¿Quién lo reconoce como luz en su Palabra o como alimento en la Eucaristía? ¿Quién lo reconoce en los otros, sobre todo en el pobre y el sufriente? ¿Por qué no sienten los cristianos un impulso místico a servir a sus hermanos, sino porque no lo reconocen de verdad? De otro modo, correrían a servirle. ¿Quién descubre su presencia entre los que se reúnen en su nombre? (Mt 18,20).
El relato lucano invita, por una parte, a abrir los ojos como Simeón por la humildad y sencillez para reconocer las diversas presencias del Señor; y por otra, a vivir con sentido oblativo como María, figura e imagen, de la comunidad cristiana y del cristiano. Ella “se asoció al sacrificio de su Hijo con corazón maternal, consintiendo con amor en la inmolación de la Víctima engendrada por ella misma”.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 22-40, de Joven para Joven. Proclamación mesiánica en el templo.
Tomado del evangelio de la infancia de Jesús según Lucas, leemos hoy el relato de la presentación del Señor en el templo de Jerusalén. Los relatos de la infancia de Jesús, según Lucas y Mateo, siguen el género literario del midrash haggádico que enriquece e interpreta un hecho histórico-teológico con citas, tipos y referencias al Antiguo Testamento. En el pasaje de hoy subyace intencionalmente el parangón con la presentación del niño Samuel, después gran profeta, por su madre Ana al sacerdote Elí, según leemos en el primer libro de Samuel (1,24s).
María y José acuden con el niño Jesús al templo de Jerusalén para cumplir la doble prescripción de la ley mosaica: presentación del primogénito varón al Señor y purificación de la madre a los cuarenta días del parto.
Proclamación mesiánica en el templo. Las palabras del evangelio de hoy en boca del anciano Simeón constituyen el punto central y básico del relato, y contienen una proclamación en su primera parte, y una profecía en la segunda. Simeón, al igual que Ana la profetisa, encarna la expectativa mesiánica del pueblo israelita; y su intervención es un compendio de cristología, pues bajo la inspiración del Espíritu Santo llama a Jesús salvador, luz de las naciones y gloria de Israel. Ideas que recoge el Prefacio de esta fiesta y que dan el enfoque exacto del misterio que hoy celebramos.
La proclamación solemne, casi oficial, de Jesús en el mismo templo de Jerusalén, como el mesías esperado, se expresa a base de un conglomerado de citas del segundo Isaías, referentes al Siervo de Yavé. Es la relectura mesiánica y pascual que del hecho de la presentación hacen la comunidad cristiana y el evangelista.
Propio de Lucas, cristiano de origen griego y que escribe preferentemente para no judíos, es el realce que da, en labios de Simeón, a la universalidad de la salvación de Dios: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Dichoso este anciano a quien el paso de los años, en vez de apagar su pupila, le dio una visión más aguda y penetrante para ver en aquella oblación, que parecía tan rutinaria como una de tantas, a una pareja distinta y a un niño sin par, el mesías de Dios.
A continuación entra en escena la profetisa Ana, que viene a sumarse a Simeón en la esperanza de cuantos aguardaban la liberación de Israel, Este es el grupo de los sencillos a quienes el Padre revela el misterio de Cristo y del reino de Dios; los que saben leer bajo signos tan pobres y corrientes la manifestación de Dios en la humanidad de su hijo, Cristo Jesús.
Profecía de Simeón: una bandera discutida. La segunda parte de la intervención del anciano se dirige a María, la madre de Jesús, que centra el hilo narrativo del evangelio de la infancia según Lucas. “Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma”. Después del mensaje de proclamación mesiánica se anuncia el drama paradójico de Cristo, como un contraluz hiriente a los ojos. En ese drama doloroso, la pasión del Señor, María tiene también su participación con Jesús, quien más tarde confirmaría las palabras de Simeón diciendo: No he venido a la tierra para sembrar paz sino espadas.
El paso del tiempo verificó y sigue verificando la profecía de Simeón: Jesús y su mensaje fueron y son signo de contradicción.
El conflicto de Cristo con las autoridades religiosas de su tiempo se resolvió, como tantas veces en la historia, en términos de violencia cuya primera víctima fue Jesús mismo.
Cristo y su evangelio siguen siendo contestados y dividen a los hombres; división que se traduce hoy con características propias. No se trata tanto de una opción a favor o en contra, cuanto de una actitud de fe o de increencia. Pero el tipo de increencia que hoy priva no suele ser el ateísmo militante y combativo, sino más bien el agnosticismo, la abstención, la indiferencia religiosa. Simplemente se pasa de Dios; o se intenta pasar. Porque no es tan fácil prescindir de él. La pregunta sobre Dios es la más constante en la historia del hombre, a pesar de todos los cambios, revoluciones y progreso técnico; pero varía en su formulación.
¿Qué “presentación de Dios” es la más apta para hoy? Los profundos cambios socioculturales que se vienen produciendo en nuestra sociedad lanzan un reto y propician una oportunidad para una nueva evangelización de la fe, que pasará necesariamente por una crisis de madurez y purificación. Misión de la Iglesia y del cristiano, misión nuestra, es saber presentar hoy a Cristo ante los hombres y ser testigos de la luz que es Cristo mismo, para iluminar a cuantos caminan en tinieblas y sombras de muerte.
Elevación Espiritual para este día.
Seguro que cada uno de nosotros ha experimentado ya la dicha de la Navidad. Pero el cielo y la tierra aún no se han convertido en una sola cosa. La estrella de Belén es una estrella que todavía hoy continúa brillando en una noche oscura (...). ¿Dónde está el júbilo de los ejércitos celestes, dónde la felicidad callada de la santa noche? ¿Dónde está la paz en la tierra? (...).
Contra la luz que baja de los cielos resalta, más siniestra y más negra, la noche del pecado. El Niño en el pesebre tiende sus manitas y parece querer decirnos ya con su sonrisa las palabras que brotarán un día de sus labios de adulto: «Venid a mi todos los agobiados y oprimidos» (...). Jesús pronuncia su «Sígueme» y quien no está con él está contra él. Lo pronuncia también para nosotros y nos sitúa ante la opción entre la luz y las tinieblas (...). Si ponemos nuestras manos entre las del Niño divino y respondemos a su «Sígueme» con un «sí», entonces somos suyos y está libre el camino para que su vida divina pueda derramarse sobre nosotros. Este es el inicio de la vida divina en nosotros. Vida que no es aún contemplación beatífica de Dios en la luz de la gloria; es todavía oscuridad de la fe, pero ciertamente no es de este mundo y es ya una existencia en el reino de Dios.
Reflexión Espiritual para el día.
No dudes en amar, y ama profundamente. Podrías tener miedo del dolor que puede causar un amor profundo. Cuando aquellos a quienes amas profundamente te rechazan, te abandonan o mueren, tu corazón se rompe. Pero esto no debe impedirte amar profundamente. El dolor que emana de un amor profundo hará tu amor todavía más fecundo. Es como el arado que deshace los terrones para permitir que la semilla arraigue y crezca como planta fuerte. Cada vez que experimentas el dolor del rechazo, de la ausencia o de la muerte, te encuentras frente a una elección nueva. Puedes convertirte en presa de la amargura y decidir no amar más, o puedes permanecer erguido en tu dolor y dejar que el suelo en el que estás se haga más rico y más capaz de dar vida a nuevas semillas.
Cuanto más has amado y aceptado sufrir a causa de tu amor, tanto más permitirás que tu corazón crezca y se haga más profundo. Cuando tu amor es auténtico dar y auténtico recibir, aquellos que amas no abandonarán tu corazón ni siquiera cuando se alejen. Se harán parte de tu yo, construyendo así gradualmente una comunidad dentro de ti.
Aquellos a quienes has amado profundamente se hacen parte de ti. Cuanto más vivas, más serán las personas que amarás y que se harán parte de tu comunidad interior. Mayor será tu comunidad interior y más fácilmente reconocerás hermanos y hermanas en los extraños que se te acerquen. Los que viven dentro de ti reconocerán a los vivos en torno a ti. De este modo el dolor del rechazo, de la ausencia y de la muerte podrá resultar fecundo. Sí, si amas profundamente, la tierra de tu corazón estará cada vez más desmenuzada, pero te alegrarás por la abundancia de frutos que te reportará.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1Jn 2, 3-11 (2, 1-5a). El conocimiento de Dios.
El conocimiento de Dios y las exigencias que implica. Es el tema desarrollado en esta perícopa. Tema que debe entenderse desde el contexto histórico en que escribe Juan. El conocimiento de Dios era lo más característico de la gnosis (gnosis significa, ciencia y conocimiento). Fue una filosofía religiosa de tipo popular ampliamente difundida en el mundo greco-romano, y que llegó a infiltrarse en el judaísmo y en el cristianismo. Pretendía lograr la liberación o salud del hombre a través del conocimiento de Dios. Según ella, el verdadero objetivo de la vida humana era la liberación del mundo visible a través del conocimiento de Dios. Una doctrina que, posteriormente, cuajaría en el sistema filosófico al que se aplicó la etiqueta de gnosticismo.
Según los principios de la gnosis, el conocer a Dios llevaba consigo el ser salvos. Una salvación que consistía fundamentalmente en levantarse por encima de la esfera de las cosas humanas al conocimiento de las cosas más puras y divinas. Esta forma de entender la salvación llevaba consigo el considerar el cuerpo, con sus pasiones y pecados, como absolutamente irrelevante, carente por completo de importancia. La consecuencia era una total y práctica despreocupación por la moral. El pecado no entraba dentro de sus categorías de pensamiento. Esta corriente es la que tiene en la mente nuestro autor, como amenaza muy seria para la Iglesia.
La separación entre dogma y moral, entre conocimiento de Dios y praxis cristiana, entre religión y moral, era absolutamente inadmisible desde la consideración de la palabra revelada. El verdadero conocimiento de Dios tiene que ser autenticado por la observancia de los mandamientos. La verdadera religión es obediencia a Dios. Esta afirmación era tan elemental dentro del judaísmo, que prescindir de esta obediencia significaba renunciar a la religión. Al fin y al cabo, Dios se había manifestado a los hombres entregándoles una Ley que debían obedecer. Toda la religión judeo-bíblica posterior había sido el desarrollo constante de aquella Ley inicial.
Quien confiese estar en relación con Dios tiene que demostrarlo cumpliendo su voluntad, observando sus mandamientos. Es la única garantía de la verdad que afirma. La enseñanza de Jesús continuó y perfeccionó esta convicción general del Antiguo Testamento y del judaísmo. Ahí están, como testimonio, los cuatro evangelios. La fuente de inspiración para los lectores de esta primera carta de Juan no era ni el Antiguo Testamento ni el judaísmo. Necesitaban algo más cercano y consistente para ellos. Por eso, es aducido el ejemplo de Jesús: el que dice que permanece en él debe comportarse como él se comportó (v. 6). Ahora bien, la esencia de su ejemplo es el amor. Así nuestro autor ha pasado, de modo casi imperceptible, del terreno del puro conocimiento al terreno del amor. Jesús dio a sus discípulos un mandamiento nuevo (Jn 13, 34, ver el comentario que allí hicimos). Un mandamiento que, para los lectores de la carta, podía ser calificado de «antiguo», porque se halla en los orígenes mismos del cristianismo. Un mandamiento que, considerado desde estos dos puntos de vista —el punto de vista al ser enunciado por el Maestro y el punto de vista desde el que lo expone Juan—, es nuevo y viejo a la vez. El mandamiento del amor, que existió desde el principio.
Hablar del principio supone un nuevo comienzo, una nueva era. La era nueva inaugurada por el cristianismo. La era nueva cuya característica es la luz. Una nueva era en la que las tinieblas de un mundo alejado de Dios o viviendo al margen de él pasan ya y la luz es una realidad presente. Nuestro autor recurre al mandamiento y a la praxis del mutuo amor fraternal como criterio del discernimiento de los espíritus: nadie puede estar en la luz y odiar a su hermano. Quien se conduce así frente al prójimo está en las tinieblas. El amor fraterno es el argumento decisivo de que el hombre ha ajustado su voluntad a la de Dios, ya que Dios es amor (4, 8).
¿Cuál es el camino para conocer a Dios y morar en él. El Apóstol, después de haber presentado el criterio negativo de la comunión (1,5-2,2: «No pecar»), expone el positivo, que consiste en la observancia de los mandamientos y, entre estos, el del amor a Dios (vv. 3-6) y a los hermanos (vv. 8-1 1). Para el cristianismo, pues, el conocimiento de Dios comporta exigencias de vida que han de ser observadas. Por el contrario, la filosofía religiosa popular del tiempo, llamada “gnosis”, sostenía que la salvación del hombre se obtiene a través del conocimiento de Dios, única cosa que permite alcanzar el verdadero objetivo de la vida humana, esto es, la liberación del mundo visible. En oposición a esta doctrina, que excluía el pecado y la existencia de toda moral, Juan afirma que el auténtico conocimiento de Dios debe estar avalado por la observancia de sus mandamientos. Porque, el que cumple “su palabra” (v. 5) experimenta el amor de Dios y mora en Él, porque vive como ha vivido Jesús y tiene dentro de sí una realidad interior que lo impulsa a imitar a Cristo, cuyo ejemplo de vida ha sido justamente el amor (v. 6), cf. Jn 13,15.34; 15,10).
Este mandamiento del amor, además, es nuevo y antiguo al mismo tiempo: «nuevo», porque ha sido la enseñanza recibida desde el principio del anuncio cristiano. Entonces, el auténtico criterio de discernimiento del espíritu de Dios reside en la práctica del amor fraterno, porque no se puede estar en la luz de Dios y después odiar al propio hermano. Para el Apóstol el que ama vive en la luz, el que odia vive en las tinieblas.
Comentario del Salmo 95
Este salmo pertenece a la familia de los himnos: tiene muchas semejanzas con los himnos de alabanza, pero se considera un salmo de la realeza del Señor por incluir la expresión « ¡El Señor es Rey!». Esta constituye el eje de todo el salmo. Por eso tiene tantas invitaciones a la alabanza.
Este salmo está organizado en tres partes: 1-6; 7-10; 11-13. La primera (1-6) presenta una serie de invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar. Se dirigen a la «tierra entera», pero esta expresión se refiere, sin duda, a la tierra de Israel. El destinatario de todas estas invitaciones es, pues, el pueblo de Dios. Este salmo invita a cantar al Señor un cántico nuevo. En qué ha de consistir esta «novedad» se nos indica en la segunda parte: se trata de la realeza universal de Dios. Después de las invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar a todos los pueblos, se presenta el primero de los motivos, introducido por un «porque...». El Señor está por encima de todos los dioses. Se hace una crítica devastadora de las divinidades de las naciones: son pura apariencia, mientras que el Señor ha creado el cielo, y podrá celebrarlo. Aparece una especie de procesión simbólica en honor del Señor: precediéndolo, marchan Majestad y Esplendor y, en el templo de Jerusalén, Fuerza y Belleza están ya montando guardia. En la tercera parte se dice que el Señor viene para gobernar la tierra. El salmo se limita a mostrar el inicio de esta solemne procesión de venida...
La segunda parte también presenta diversas invitaciones: a aclamar, a entrar en los atrios del templo llevando ofrendas para adorar. La tierra, a la que en la primera parte se invita a cantar, debe ahora temblar en la presencia del Señor. Estos imperativos se dirigen a las familias de los pueblos, esto es, se trata de una invitación internacional que tiene por objeto que las naciones proclamen en todas partes la gran novedad del salmo (el «porque...» de la segunda parte): « ¡El Señor es Rey!». Se indican las consecuencias del gobierno del Señor: el mundo no vacilará nunca; el salmo señala también la principal característica del gobierno de Dios: la rectitud con que rige a todos los pueblos.
En la tercera parte (11-13) aparecen nuevamente las invitaciones o deseos de que suceda algo. Ahora se invita a hacer fiesta, con alegría, al cielo, a la tierra, al mar (dimensión vertical), a los campos y los árboles del bosque (dimensión horizontal) con todo lo que contienen toda la creación está llamada a aclamar y celebrar: el cielo tiene que alegrarse; la tierra, que ya ha sido invitada a cantar y a temblar, ahora tiene que exultar; el mar tiene que retumbar, pero no con amenazas ni infundiendo terror, sino como expresión de la fiesta, junto con todas sus criaturas; los campos, con todo lo que en ellos existe, están llamados a aclamar, y los bosques frondosos gritarán de alegría ante el Señor. A continuación viene el «porque...» de la tercera parte: el Señor viene para gobernar la tierra y el mundo. Se indican dos nuevas características del gobierno del Señor: la justicia y la fidelidad.
Este salmo expresa la superación de un conflicto religioso entre las naciones. El Señor se ha convertido en el Dios de los pueblos, en rey universal, creador de todas las cosas, es aquel que gobierna a los pueblos con rectitud, con justicia y fidelidad. La superación del conflicto se describe de este modo: “¡Porque el Señor es grande y digno de alabanza, más terrible que todos los dioses!” Pues los dioses de los pueblos son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo.
El salmo no oculta la alegría que causa la realeza universal de Dios. Basta fijarse en el ambiente de fiesta y en los destinatarios de cada una de sus planes: Israel, las familias de los pueblos, toda la creación. Todo está orientado hacia el centro: la declaración de que el Señor es Rey de todo y de todos. Israel proclama, las naciones traen ofrendas, la naturaleza exulta. En el texto hebreo, la palabra «todos» aparece siete veces. Es un detalle más que viene a confirmar lo que estamos diciendo. El ambiente de este salmo es de pura alegría, fiesta, danza, canto. La razón es la siguiente: el Señor Rey viene para gobernar la tierra con rectitud, con justicia y con fidelidad. El mundo entero está invitado a celebrar este acontecimiento maravilloso.
El tema de la realeza universal del Señor es propio del período posexílico (a partir del 538 a.C.), cuando ya no había reyes que gobernaran al pueblo de Dios. Podemos, pues, percibir aquí una ligera crítica al sistema de los reyes, causante de la desgracia del pueblo (exilio en Babilonia).
El salmo insiste en el nombre del Señor, que merece un cántico nuevo, ¿Por qué? Porque es el creador, el liberador (las «maravillas» del v. 3b recuerdan la salida de Egipto) y, sobre todo, porque es el Rey universal. En tres ocasiones se habla de su gobierno, y tres son las características de su administración universal: la rectitud, la justicia y la fidelidad. Podemos afirmar que se trata del Dios aliado de la humanidad, soberano del universo y de la historia. Esto es lo que debe proclamar Israel, poniendo al descubierto a cuantos pretendan ocupar el lugar de Dios; se invita a las naciones a adorarlo y dar testimonio de él; la creación entera está invitada a celebrar una gran fiesta (11-12).
Como ya hemos visto a propósito de otros salmos de este mismo tipo, el tema de la realeza de Jesús está presente en todos los evangelios. Mateo nos muestra cómo Jesús practica una nueva justicia para todos; esta nueva justicia inaugura el reinado de Dios en la historia, Los contactos de Jesús con los no judíos ponen de manifiesto que su Reino no tiene fronteras y que su proyecto consiste en un mundo lleno de justicia y de vida para todos (Jn 10,10).
Comentarios del Santo Evangelio: Lucas 2,22-35.
La escena de la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén sugiere el trasfondo teológico de este fragmento: la antigua alianza cede el puesto a la nueva, reconociendo en Jesús-Niño al Mesías doliente y al Salvador universal de los pueblos. El relato, ambientado en el templo, lugar de la presencia de Dios y de la revelación profética es rico en referencias bíblicas (cf. Mal 3; 2 Sm 6; Is 49,6) y consta de dos partes: la presentación de la escena (vv. 22-24) y la profecía de Simeón (vv. 25-35).
María y José, obedientes a la ley hebraica, entran en el templo como sencillos miembros pobres del pueblo de Dios para ofrecer su primogénito al Señor y para la purificación de la madre (cf. Ex 13,2-16; Lv 12,1-8). Confianza y abandono en Dios cualifican esta ofrenda de Jesús-Niño, anticipo de la verdadera ofrenda del Hijo al Padre que se cumplirá en el Calvario. Pero el centro de la escena está constituido por la profecía de Simeón «hombre justo y piadoso de Dios, que esperaba el consuelo de Israel» (v. 25). Guiado por el Espíritu va al templo y, reconociendo en Jesús al Mesías esperado, estalla en un saludo festivo unido a una confesión de fe: las antiguas «promesas» se han cumplido; él ha visto al Salvador, gloria del pueblo de Israel, luz y salvación para todas las gentes; ahora su fin está marcado por el triunfo de la vida. Pero esta luz del Mesías tendrá el reflejo del dolor, porque Jesús será «signo de contradicción» (v. 34) y la misma Madre será implicada en el destino de sufrimiento del Hijo (v. 35).
Amar, según el ejemplo de Cristo, quiere decir darse, olvidarse de sí mismo, procurar el bien del otro hasta sacrificar los propios intereses, las propias ideas y la misma vida. La actitud evangélica que nos sitúa en la verdad es la de la entrega de nosotros mismos a Dios y a los hermanos, es decir, la de la ofrenda que la familia de Nazaret ha practicado. La existencia cristiana no es sólo don, gratuidad, servicio, intimidad de amistad, sino también un algo difuso que impregna el ambiente en que se vive: es amor que se da a todos con generosidad.
El mandamiento del amor universal, llevado hasta el amor al enemigo (cf. Lc 6,27-36), para que pueda llegar a ser auténtico como Jesús nos ha enseñado, debe ser vivido primero en la comunidad de los hermanos en la fe. Para Juan, pues, el acento recae más sobre el fundamento del amor que sobre su universalidad. Juan, en efecto, lo pone en el misterio trinitario, y prefiere insistir en la vida de íntima comunión que une al Padre y al Hijo.
Así pues, justamente esta razón nos hace comprender que el auténtico amor fraterno no se agota dentro de los confines de la comunidad cristiana, en la que cada discípulo vive, porque el amor fundado en el del Padre y vivido en plenitud entre los hermanos de fe es un elemento de dinamismo apostólico. Cuanto más en profundidad se viven la fe y el amor, más atraídos se sienten todos a conocer el testimonio del verdadero discípulo de Jesús. Donde reina este amor mutuo los discípulos se convierten en signo histórico y concreto del Dios-amor en el mundo.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 2,22-35, para nuestros Mayores. Luz para alumbrar a las naciones.
Estamos ante un relato teológico, que nos habla del cumplimiento de las esperanzas mesiánicas en Jesús, de su misión y de su destino que lo llevará al martirio. Es una síntesis anticipada y profética del misterio y ministerio de Jesús. Y es, al mismo tiempo, un relato eclesial, porque en la familia de Nazaret (sobre todo en María) y en los personajes que intervienen en la escena está simbolizada la Iglesia y las dificultades que ha de tener (que estaba teniendo al tiempo de redactar este pasaje).
Es un relato hecho desde la pascua. En el fondo de la presentación (Lc 2,22-24) está la vieja ley judía, según la cual todo primogénito es sagrado y, por lo tanto, ha de entregarse a Dios o ser sacrificado. Como el sacrificio humano estaba prohibido, la ley obligaba a realizar un cambio de manera que, en lugar del niño, se ofreciera un animal puro: cordero o paloma (cf. Ex 13 y Lv 12).
Parece probable que al redactar la escena Lucas esté pensando que Jesús, hijo de María, es primogénito de Dios. Por eso, junto a la sustitución del sacrificio (se ofrecen dos palomas) se resalta el hecho de que Jesús ha sido “presentado al Señor”, es decir, ofrecido solemnemente al Padre. El sentido de esta ofrenda se comprenderá solamente a la luz de la escena del Calvario, donde Jesús ya no podrá ser sustituido y morirá como el auténtico primogénito que se entrega al Padre para la salvación de los hombres.
Unido a todo esto Lucas ofrece el relato de la purificación de María. Para Israel, la mujer que daba a luz quedaba manchada y por eso tenía que realizar un rito de purificación antes de incorporarse a la vida externa de su pueblo (Lv 12). Esta práctica revivió en las madres cristianas hasta no hace mucho tiempo.
Su mesianidad. Pero el relato es una confesión de la mesianidad de Jesús, confesión de la Iglesia, puesta por Lucas en labios de Simeón. Él es símbolo del “resto”, de los “pobres de Yavé” que esperan el cumplimiento de la promesa del Liberador.
El anciano canta su llegada. La primera parte de su canto es una proclamación y la segunda una profecía. Es un breve compendio de cristología, en el que se aclama a Jesús salvador, luz de/mundo y gloria de Israel, prediciendo finalmente su pasión. A base de citas implícitas del profeta Isaías, hay una proclamación solemne, casi oficial, de Jesús como el Mesías esperado, pero un Mesías doliente, que con sangre sellará una nueva alianza, como indica su presentación en el templo de Jerusalén.
Ante la gran cuestión de abrirse la Iglesia a los gentiles y cuando ya la integran muchas comunidades formadas por personas venidas de la gentilidad, por boca de Simeón se proclama a Jesús como “luz de todas las naciones y gloria de Israel”. Confianza y abandono en Dios cualifican esta ofrenda de Jesús-niño, anticipo de la verdadera ofrenda del Hijo al Padre que se cumplirá en el Calvario: “Sacrificios y ofrendas no los quisiste... Aquí estoy yo para hacer tu voluntad” (Hb 10,4-7). Resalta la actitud oblativa de toda la familia de Nazaret. Van al templo a ofrecerse, a ponerse en las manos de Dios, como había hecho María en la anunciación (Lc 1,38).
El canto de Simeón hace referencia a la “gloria” de Cristo (Lc 2,32; cf. Is 40,6; 60,1-3). En el Antiguo Testamento esta gloria designaba a Yavé y provocaba la muerte de cualquiera que pusiera su mirada sobre Él (Ex 19,21; Gn 32,31; Dt 4,33). Ahora, en Jesús, está entre su pueblo, que puede verle en el rostro de un niño y oírle en su llanto. Viene a morar entre los hombres, pero no anuncia su llegada con tambor ni trompeta. Viene como un niño en brazos de su madre. Mañana acudirá discreto, como un amigo que llama a la puerta. Al atardecer, mendigará nuestra mirada, cuando lo expongan desnudo en una cruz. Y una vez resucitado, viene de nuevo, pero hay que reconocerlo con los ojos de la fe.
Para salvación y ruina. El anciano Simeón predice: “Para unos será piedra de escándalo”. ¿Dónde están las autoridades del templo? Ojalá no hubieran tenido la oportunidad de conocerlo, porque no se les imputaría su oposición al don supremo de Dios. Pero esto puede ocurrirnos a nosotros. Ocurre a cualquiera que se niega a hacer fructificar los dones de Dios. Cuando no se les hace fructificar, se vuelven contra el que los recibió como el talento en manos del criado perezoso. El Salvador es “ocasión de ruina para muchos”, porque no les convence la salvación que ofrece y por eso no lo reconocen como “el Salvador”. María vivirá este descrédito hasta el Calvario y sobrellevará su dolor de madre siendo testigo de la muerte atroz de su hijo y atravesando la noche de la fe.
Por su ceguera engreída los guías religiosos no lo reconocen a lo largo de su vida y ministerio. Para ellos Jesús es el que el secretario inscribe en el registro: Jesús, hijo de José y de María, vecinos de Nazaret, de profesión carpintero. Pasa inadvertido. Los sacerdotes, demasiado ocupados con los ritos, no lo reconocen. Pero un anciano y una anciana sí, porque “Dios no se revela a los sabios y entendidos, sino a la gente sencilla” (Mt 11,25). Con sus ojos medio cerrados reconocen al Mesías en un niño “en todo semejante a los demás”.
Hoy sigue siendo reconocido en sus diversos modos de presencia entre nosotros por los sencillos y humildes de siempre. ¿Quién lo reconoce como luz en su Palabra o como alimento en la Eucaristía? ¿Quién lo reconoce en los otros, sobre todo en el pobre y el sufriente? ¿Por qué no sienten los cristianos un impulso místico a servir a sus hermanos, sino porque no lo reconocen de verdad? De otro modo, correrían a servirle. ¿Quién descubre su presencia entre los que se reúnen en su nombre? (Mt 18,20).
El relato lucano invita, por una parte, a abrir los ojos como Simeón por la humildad y sencillez para reconocer las diversas presencias del Señor; y por otra, a vivir con sentido oblativo como María, figura e imagen, de la comunidad cristiana y del cristiano. Ella “se asoció al sacrificio de su Hijo con corazón maternal, consintiendo con amor en la inmolación de la Víctima engendrada por ella misma”.
Comentario del Santo Evangelio: Lc 22-40, de Joven para Joven. Proclamación mesiánica en el templo.
Tomado del evangelio de la infancia de Jesús según Lucas, leemos hoy el relato de la presentación del Señor en el templo de Jerusalén. Los relatos de la infancia de Jesús, según Lucas y Mateo, siguen el género literario del midrash haggádico que enriquece e interpreta un hecho histórico-teológico con citas, tipos y referencias al Antiguo Testamento. En el pasaje de hoy subyace intencionalmente el parangón con la presentación del niño Samuel, después gran profeta, por su madre Ana al sacerdote Elí, según leemos en el primer libro de Samuel (1,24s).
María y José acuden con el niño Jesús al templo de Jerusalén para cumplir la doble prescripción de la ley mosaica: presentación del primogénito varón al Señor y purificación de la madre a los cuarenta días del parto.
Proclamación mesiánica en el templo. Las palabras del evangelio de hoy en boca del anciano Simeón constituyen el punto central y básico del relato, y contienen una proclamación en su primera parte, y una profecía en la segunda. Simeón, al igual que Ana la profetisa, encarna la expectativa mesiánica del pueblo israelita; y su intervención es un compendio de cristología, pues bajo la inspiración del Espíritu Santo llama a Jesús salvador, luz de las naciones y gloria de Israel. Ideas que recoge el Prefacio de esta fiesta y que dan el enfoque exacto del misterio que hoy celebramos.
La proclamación solemne, casi oficial, de Jesús en el mismo templo de Jerusalén, como el mesías esperado, se expresa a base de un conglomerado de citas del segundo Isaías, referentes al Siervo de Yavé. Es la relectura mesiánica y pascual que del hecho de la presentación hacen la comunidad cristiana y el evangelista.
Propio de Lucas, cristiano de origen griego y que escribe preferentemente para no judíos, es el realce que da, en labios de Simeón, a la universalidad de la salvación de Dios: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Dichoso este anciano a quien el paso de los años, en vez de apagar su pupila, le dio una visión más aguda y penetrante para ver en aquella oblación, que parecía tan rutinaria como una de tantas, a una pareja distinta y a un niño sin par, el mesías de Dios.
A continuación entra en escena la profetisa Ana, que viene a sumarse a Simeón en la esperanza de cuantos aguardaban la liberación de Israel, Este es el grupo de los sencillos a quienes el Padre revela el misterio de Cristo y del reino de Dios; los que saben leer bajo signos tan pobres y corrientes la manifestación de Dios en la humanidad de su hijo, Cristo Jesús.
Profecía de Simeón: una bandera discutida. La segunda parte de la intervención del anciano se dirige a María, la madre de Jesús, que centra el hilo narrativo del evangelio de la infancia según Lucas. “Este está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma”. Después del mensaje de proclamación mesiánica se anuncia el drama paradójico de Cristo, como un contraluz hiriente a los ojos. En ese drama doloroso, la pasión del Señor, María tiene también su participación con Jesús, quien más tarde confirmaría las palabras de Simeón diciendo: No he venido a la tierra para sembrar paz sino espadas.
El paso del tiempo verificó y sigue verificando la profecía de Simeón: Jesús y su mensaje fueron y son signo de contradicción.
El conflicto de Cristo con las autoridades religiosas de su tiempo se resolvió, como tantas veces en la historia, en términos de violencia cuya primera víctima fue Jesús mismo.
Cristo y su evangelio siguen siendo contestados y dividen a los hombres; división que se traduce hoy con características propias. No se trata tanto de una opción a favor o en contra, cuanto de una actitud de fe o de increencia. Pero el tipo de increencia que hoy priva no suele ser el ateísmo militante y combativo, sino más bien el agnosticismo, la abstención, la indiferencia religiosa. Simplemente se pasa de Dios; o se intenta pasar. Porque no es tan fácil prescindir de él. La pregunta sobre Dios es la más constante en la historia del hombre, a pesar de todos los cambios, revoluciones y progreso técnico; pero varía en su formulación.
¿Qué “presentación de Dios” es la más apta para hoy? Los profundos cambios socioculturales que se vienen produciendo en nuestra sociedad lanzan un reto y propician una oportunidad para una nueva evangelización de la fe, que pasará necesariamente por una crisis de madurez y purificación. Misión de la Iglesia y del cristiano, misión nuestra, es saber presentar hoy a Cristo ante los hombres y ser testigos de la luz que es Cristo mismo, para iluminar a cuantos caminan en tinieblas y sombras de muerte.
Elevación Espiritual para este día.
Seguro que cada uno de nosotros ha experimentado ya la dicha de la Navidad. Pero el cielo y la tierra aún no se han convertido en una sola cosa. La estrella de Belén es una estrella que todavía hoy continúa brillando en una noche oscura (...). ¿Dónde está el júbilo de los ejércitos celestes, dónde la felicidad callada de la santa noche? ¿Dónde está la paz en la tierra? (...).
Contra la luz que baja de los cielos resalta, más siniestra y más negra, la noche del pecado. El Niño en el pesebre tiende sus manitas y parece querer decirnos ya con su sonrisa las palabras que brotarán un día de sus labios de adulto: «Venid a mi todos los agobiados y oprimidos» (...). Jesús pronuncia su «Sígueme» y quien no está con él está contra él. Lo pronuncia también para nosotros y nos sitúa ante la opción entre la luz y las tinieblas (...). Si ponemos nuestras manos entre las del Niño divino y respondemos a su «Sígueme» con un «sí», entonces somos suyos y está libre el camino para que su vida divina pueda derramarse sobre nosotros. Este es el inicio de la vida divina en nosotros. Vida que no es aún contemplación beatífica de Dios en la luz de la gloria; es todavía oscuridad de la fe, pero ciertamente no es de este mundo y es ya una existencia en el reino de Dios.
Reflexión Espiritual para el día.
No dudes en amar, y ama profundamente. Podrías tener miedo del dolor que puede causar un amor profundo. Cuando aquellos a quienes amas profundamente te rechazan, te abandonan o mueren, tu corazón se rompe. Pero esto no debe impedirte amar profundamente. El dolor que emana de un amor profundo hará tu amor todavía más fecundo. Es como el arado que deshace los terrones para permitir que la semilla arraigue y crezca como planta fuerte. Cada vez que experimentas el dolor del rechazo, de la ausencia o de la muerte, te encuentras frente a una elección nueva. Puedes convertirte en presa de la amargura y decidir no amar más, o puedes permanecer erguido en tu dolor y dejar que el suelo en el que estás se haga más rico y más capaz de dar vida a nuevas semillas.
Cuanto más has amado y aceptado sufrir a causa de tu amor, tanto más permitirás que tu corazón crezca y se haga más profundo. Cuando tu amor es auténtico dar y auténtico recibir, aquellos que amas no abandonarán tu corazón ni siquiera cuando se alejen. Se harán parte de tu yo, construyendo así gradualmente una comunidad dentro de ti.
Aquellos a quienes has amado profundamente se hacen parte de ti. Cuanto más vivas, más serán las personas que amarás y que se harán parte de tu comunidad interior. Mayor será tu comunidad interior y más fácilmente reconocerás hermanos y hermanas en los extraños que se te acerquen. Los que viven dentro de ti reconocerán a los vivos en torno a ti. De este modo el dolor del rechazo, de la ausencia y de la muerte podrá resultar fecundo. Sí, si amas profundamente, la tierra de tu corazón estará cada vez más desmenuzada, pero te alegrarás por la abundancia de frutos que te reportará.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1Jn 2, 3-11 (2, 1-5a). El conocimiento de Dios.
El conocimiento de Dios y las exigencias que implica. Es el tema desarrollado en esta perícopa. Tema que debe entenderse desde el contexto histórico en que escribe Juan. El conocimiento de Dios era lo más característico de la gnosis (gnosis significa, ciencia y conocimiento). Fue una filosofía religiosa de tipo popular ampliamente difundida en el mundo greco-romano, y que llegó a infiltrarse en el judaísmo y en el cristianismo. Pretendía lograr la liberación o salud del hombre a través del conocimiento de Dios. Según ella, el verdadero objetivo de la vida humana era la liberación del mundo visible a través del conocimiento de Dios. Una doctrina que, posteriormente, cuajaría en el sistema filosófico al que se aplicó la etiqueta de gnosticismo.
Según los principios de la gnosis, el conocer a Dios llevaba consigo el ser salvos. Una salvación que consistía fundamentalmente en levantarse por encima de la esfera de las cosas humanas al conocimiento de las cosas más puras y divinas. Esta forma de entender la salvación llevaba consigo el considerar el cuerpo, con sus pasiones y pecados, como absolutamente irrelevante, carente por completo de importancia. La consecuencia era una total y práctica despreocupación por la moral. El pecado no entraba dentro de sus categorías de pensamiento. Esta corriente es la que tiene en la mente nuestro autor, como amenaza muy seria para la Iglesia.
La separación entre dogma y moral, entre conocimiento de Dios y praxis cristiana, entre religión y moral, era absolutamente inadmisible desde la consideración de la palabra revelada. El verdadero conocimiento de Dios tiene que ser autenticado por la observancia de los mandamientos. La verdadera religión es obediencia a Dios. Esta afirmación era tan elemental dentro del judaísmo, que prescindir de esta obediencia significaba renunciar a la religión. Al fin y al cabo, Dios se había manifestado a los hombres entregándoles una Ley que debían obedecer. Toda la religión judeo-bíblica posterior había sido el desarrollo constante de aquella Ley inicial.
Quien confiese estar en relación con Dios tiene que demostrarlo cumpliendo su voluntad, observando sus mandamientos. Es la única garantía de la verdad que afirma. La enseñanza de Jesús continuó y perfeccionó esta convicción general del Antiguo Testamento y del judaísmo. Ahí están, como testimonio, los cuatro evangelios. La fuente de inspiración para los lectores de esta primera carta de Juan no era ni el Antiguo Testamento ni el judaísmo. Necesitaban algo más cercano y consistente para ellos. Por eso, es aducido el ejemplo de Jesús: el que dice que permanece en él debe comportarse como él se comportó (v. 6). Ahora bien, la esencia de su ejemplo es el amor. Así nuestro autor ha pasado, de modo casi imperceptible, del terreno del puro conocimiento al terreno del amor. Jesús dio a sus discípulos un mandamiento nuevo (Jn 13, 34, ver el comentario que allí hicimos). Un mandamiento que, para los lectores de la carta, podía ser calificado de «antiguo», porque se halla en los orígenes mismos del cristianismo. Un mandamiento que, considerado desde estos dos puntos de vista —el punto de vista al ser enunciado por el Maestro y el punto de vista desde el que lo expone Juan—, es nuevo y viejo a la vez. El mandamiento del amor, que existió desde el principio.
Hablar del principio supone un nuevo comienzo, una nueva era. La era nueva inaugurada por el cristianismo. La era nueva cuya característica es la luz. Una nueva era en la que las tinieblas de un mundo alejado de Dios o viviendo al margen de él pasan ya y la luz es una realidad presente. Nuestro autor recurre al mandamiento y a la praxis del mutuo amor fraternal como criterio del discernimiento de los espíritus: nadie puede estar en la luz y odiar a su hermano. Quien se conduce así frente al prójimo está en las tinieblas. El amor fraterno es el argumento decisivo de que el hombre ha ajustado su voluntad a la de Dios, ya que Dios es amor (4, 8).
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