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sábado, 26 de diciembre de 2009

Solemnidad de la Natividad del Señor


Jueves 25 de diciembre de 2008. SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR.
(Santa Misa de la medianoche).
(Santa Misa de la Aurora).

Hoy celebramos la fiesta del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Es celebración de júbilo y alegría para los cristianos, los que reconocemos en Jesús al iniciador de un camino religioso universal ofrecido por Dios a toda la Humanidad.

Inauguramos hoy el tiempo de Navidad, tiempo en el cual cantamos alegres la presencia de Jesús en medio de nuestras comunidades.

La lectura del libro de Isaías es un canto de alabanza de la próxima liberación de Jerusalén. Dos imágenes enmarcan la lectura, por una parte la de los mensajeros que sobre los montes de Judá traen la noticia de la próxima liberación, y gritan: ¡Yahvé reina! La segunda imagen es la de los centinelas que prorrumpen en júbilo porque ven el retorno de Yahvé a Sión y exclaman alborozados como el Señor ha consolado a su pueblo y ha rescatado a Jerusalén. Y es que en el contexto en que se escribe el libro de Isaías, la mayoría del pueblo de Israel se encuentra exiliado en Babilonia, son esclavos de los Asirios. Sin embargo, ven como muy positivo que Darío asuma el poder, pues ponen sus esperanzas en que el será el rescatador, que les permitirá retornar a su tierra. Esta realidad es inminente por lo que el escritor canta la alegría del retorno a la tierra. Para nosotros hoy, esos pies del mensajero anuncian el nacimiento del Señor y nosotros, como los centinelas, proclamamos alegres la presencia del salvador que se hace vida en medio de nosotros.

El Salmo responsorial corresponde a un himno de alabanza dirigido a Yahvé porque ha obrado maravillas y porque ha revelado la justicia a las naciones acordándose de la lealtad de Dios a Israel. El salmista invita a toda la creación (mar, ríos y montes) a aclamara Yahvé que llega a juzgar el mundo con justicia y los pueblos con equidad. Esa felicidad la compartimos nosotros con el salmista cuando recibimos a Jesús que llega, que nace. Él es Dios mismo que se convierte en Buena Noticia, anuncio de salvación para todos los pueblos, que asume nuestra condición humana y por ello estamos alegres y cantamos llenos de júbilo y esperanza.

La carta a los Hebreos refuerza aún más la alegría de esta celebración de la Natividad del Señor Jesús. Expresa que muchas veces y de múltiples maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, pero en estos últimos tiempos nos habló por medio de su Hijo a quien instituyó heredero de todo. Hermanos, estamos en los últimos tiempos pues la revelación a llegado a su plenitud en Jesucristo. Él es imagen de Dios invisible, quien le ve a él ve al Padre; pues al asumir la condición humana y al nacer en un establo, como un hombre pobre; Dios se ha manifestado como solidario con todos los hombres de la tierra y por medio de Jesús a mostrado el camino de la salvación.

La liturgia de hoy, además, nos propone el prologo del evangelio de Juan para la reflexión. Este himno al Verbo-Palabra de Dios, a la Verdad, a la Luz, que es Jesús mismo; posee una dinámica descendente. En el principio la Palabra se encuentra al lado de Dios y por ella son hechas todas las cosas. Es la Palabra preexistente, junto a Dios y antes de todos lo tiempos. Esta Palabra, que es Jesús puso su Morada entre nosotros, se hace carne, asume la condición humana, se hace uno de nosotros y por que él nos ha comunicado al Padre hemos visto a Dios. Juan vino a dar testimonio de Jesús, le preparó el camino, vino antes para anunciar la venida del Salvador. Vino la Luz que es Jesús y los suyos, que el evangelio de Juan llama judíos no lo recibieron, pero a los que le acogieron les dio el poder de hacerse hijos de Dios en el Hijo (hermanos). Como se ve es un texto teológico muy profundo, en él se expresa el misterio de la encarnación. Dios se hace hombre, asume la temporalidad y limitación de los hombres, para hacer infinito e ilimitado al hombre. Dios se hace hombre, para hacer del hombre imagen de Dios.

Esta es la misma dinámica que estamos invitados a asumir en nuestra vida como cristianos, encarnarnos, asumir los valores y realidades de los lugares donde vivimos; mirar hacia abajo, a los que son vistos por la sociedad como poca cosa, y reconocer que en ellos la revelación de Dios acontece a los ojos del creyente. Buscamos las seguridades en nuestras vidas, pero la novedad de la encarnación de Jesús es el riesgo de abandonar la seguridad del Padre para asumir la inseguridad de la condición humana y de la condición humana pobre, por eso es que creer en Jesús implica el riesgo de dejarlo todo para seguirle.


Comentarios de las lecturas de la Santa misa de medianoche.
Comentario de la Primera lectura: Isaías 9,1-3.5-6.

Todas las lecturas bíblicas de las misas de Navidad, si bien con perspectivas diversas, intentan responder a una pregunta: ¿cuál es el sentido de la Navidad? Iniciamos el recorrido desde los antiguos profetas. El oráculo de Isaías presupone una situación dramática para el país de Israel, porque el estrépito de las armas resuena por doquier. La invasión asiria (siglo VIII a.C.) comenzada en Galilea amenaza ya la misma Judea y Jerusalén, y el pueblo, bajo el terror enemigo, camina en la oscuridad y no sabe adónde dirigirse. A esta gente sin esperanza anuncia el profeta: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Luego, dirigiéndose a Dios, exclama: “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo” (v. 2).

¿Qué es lo que permite a los hombres pasar de las tinieblas a la luz, de la tristeza a la alegría? La alusión de Isaías se refiere a la huida de los asirios, pero el profeta de Dios habla también de fuga de todo enemigo. Anuncia la alegría por el que será: «Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz» (v. 5), el que, verdadero héroe de Israel, cumplirá todo esto. Pero ¿cómo será posible todo esto? Isaías responde: «El amor ardiente del Señor todopoderoso lo realizará» (v. 6). He aquí, pues, el sentido y el mensaje más antiguo de la Navidad: el fin del miedo, la liberación de la dominación enemiga y todo ello gracias a que: «un niño nos ha nacido» (v. 5: cf. Is 7,14; Miq 5,1- 3; 2 Sm 7,12-16), un descendiente de David que dará vida a una sociedad en la que habrá justicia, paz, alegría y que dará a todos el coraje de vivir.

Comentario del Salmo 95.

Este salmo pertenece a la familia de los himnos: tiene muchas semejanzas con los himnos de alabanza, pero se considera un salmo de la realeza del Señor por incluir la expresión « ¡El Señor es Rey!». Esta constituye el eje de todo el salmo. Por eso tiene tantas invitaciones a la alabanza.

Este salmo está organizado en tres partes: 1-6; 7-10; 11-13. La primera (1-6) presenta una serie de invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar. Se dirigen a la «tierra entera», pero esta expresión se refiere, sin duda, a la tierra de Israel. El destinatario de todas estas invitaciones es, pues, el pueblo de Dios. Este salmo invita a cantar al Señor un cántico nuevo. En qué ha de consistir esta «novedad» se nos indica en la segunda parte: se trata de la realeza universal de Dios. Después de las invitaciones a cantar, bendecir, proclamar y anunciar a todos los pueblos, se presenta el primero de los motivos, introducido por un «porque...». El Señor está por encima de todos los dioses. Se hace una crítica devastadora de las divinidades de las naciones: son pura apariencia, mientras que el Señor ha creado el cielo, y podrá celebrarlo. Aparece una especie de procesión simbólica en honor del Señor: precediéndolo, marchan Majestad y Esplendor y, en el templo de Jerusalén, Fuerza y Belleza están ya montando guardia. En la tercera parte se dice que el Señor viene para gobernar la tierra. El salino se limita a mostrar el inicio de esta solemne procesión de venida...

La segunda parte también presenta diversas invitaciones: a aclamar, a entrar en los atrios del templo llevando ofrendas para adorar. La tierra, a la que en la primera parte se invita a cantar, debe ahora temblar en la presencia del Señor. Estos imperativos se dirigen a las familias de los pueblos, esto es, se trata de una invitación internacional que tiene por objeto que las naciones proclamen en todas partes la gran novedad del salmo (el «porque...» de la segunda parte): « ¡El Señor es Rey!». Se indican las consecuencias del gobierno del Señor: el mundo no vacilará nunca; el salmo señala también la principal característica del gobierno de Dios: la rectitud con que rige a todos los pueblos.

En la tercera parte (11-13) aparecen nuevamente las invitaciones o deseos de que suceda algo. Ahora se invita a hacer fiesta, con alegría, al cielo, a la tierra, al mar (dimensión vertical), a los campos y los árboles del bosque (dimensión horizontal) con todo lo que contienen toda la creación está llamada a aclamar y celebrar: el cielo tiene que alegrarse; la tierra, que ya ha sido invitada a cantar y a temblar, ahora tiene que exultar; el mar tiene que retumbar, pero no con amenazas ni infundiendo terror, sino corno expresión de la fiesta, junto con todas sus criaturas; los campos, con todo lo que en ellos existe, están llamados a aclamar, y los bosques frondosos gritarán de alegría ante el Señor. A continuación viene el «porque...» de la tercera parte: el Señor viene para gobernar la tierra y el mundo. Se indican dos nuevas características del gobierno del Señor: la justicia y la fidelidad.

Este salmo expresa la superación de un conflicto religioso entre las naciones. El Señor se ha convertido en el Dios de los pueblos, en rey universal, creador de todas las cosas, es aquel que gobierna a los pueblos con rectitud, con justicia y fidelidad. La superación del conflicto se describe de este modo: “¡Porque el Señor es grande y digno de alabanza, más terrible que todos los dioses!” Pues los dioses de los pueblos son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo».

El salmo no oculta la alegría que causa la realeza universal de Dios. Basta fijarse en el ambiente de fiesta y en los destinatarios de cada una de sus planes: Israel, las familias de los pueblos, toda la creación. Todo está orientado hacia el centro: la declaración de que el Señor es Rey de todo y de todos. Israel proclama, las naciones traen ofrendas, la naturaleza exulta. En el texto hebreo, la palabra «todos» aparece siete veces. Es un detalle más que viene a confirmar lo que estamos diciendo. El ambiente de este salmo es de pura alegría, fiesta, danza, canto. La razón es la siguiente: el Señor Rey viene para gobernar la tierra con rectitud, con justicia y con fidelidad. El mundo entero está invitado a celebrar este acontecimiento maravilloso.

El tema de la realeza universal del Señor es propio del período posexílico (a partir del 538 a.C.), cuando ya no había reyes que gobernaran al pueblo de Dios, Podemos, pues, percibir aquí una ligera crítica al sistema de los reyes, causante de la desgracia del pueblo (exilio en Babilonia).

El salmo insiste en el nombre del Señor, que merece un cántico nuevo, ¿Por qué? Porque es el creador, el liberador (las «maravillas» del v. 3b recuerdan la salida de Egipto) y, sobre todo, porque es el Rey universal. En tres ocasiones se habla de su gobierno, y tres son las características de su administración universal: la rectitud, la justicia y la fidelidad. Podemos afirmar que se trata del Dios aliado de la humanidad, soberano del universo y de la historia. Esto es lo que debe proclamar Israel, poniendo al descubierto a cuantos pretendan ocupar el lugar de Dios; se invita a las naciones a adorarlo y dar testimonio de él; la creación entera está invitada a celebrar una gran fiesta (11-12).

Como ya hemos visto a propósito de otros salmos de este mismo tipo, el tema de la realeza de Jesús está presente en todos los evangelios. Mateo nos muestra cómo Jesús practica una nueva justicia para todos; esta nueva justicia inaugura el reinado de Dios en la historia, Los contactos de Jesús con los no judíos ponen de manifiesto que su Reino no tiene fronteras y que su proyecto consiste en un mundo lleno de justicia y de vida para todos (Jn 10,10).

Comentario de la Segunda lectura: Tito 2,11-14.

Pablo escribe a Tito, su discípulo convertido del paganismo y ahora obispo de Creta, explicándole el sentido de la venida de Jesús a nosotros con palabras llenas de esperanza: «Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (v. 11). La universalidad de la salvación es una dimensión esencial de la Navidad, y su verdadero mensaje es el anuncio de salvación y de vida nueva para toda la humanidad sin distinciones de razas ni colores, de clases sociales, ni de dotes intelectuales ni ninguna otra cosa. El Salvador que nos ha sido dado no es sólo un niño que ha elegido nacer en un pobre establo, entre incomodidades y queridos silencios, es sobre todo la sonrisa de Dios que se ha hecho visible, porque no ha perdido su esperanza en los hombres.

Ha venido para enseñarnos el camino del bien, de la sobriedad y de la justicia, el desprecio de los atractivos malos e ilusorios del mundo, a la espera del retorno glorioso del Señor (v. 13). Libremente, dirá Pablo, «se entregó a sí mismo por nosotros» (v. 14), primero hablándonos del Padre y llamándonos amigos, y después, al final, muriendo en la cruz por amor, nos ha liberado de toda esclavitud para reconducir al Padre, de una vez para siempre, a la humanidad reconciliada con él. Sólo la fe ayuda a descubrir el poder de Dios en la vivencia de un pobre. Desde que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, quiere ser acogido y reconocido como hombre: aquí es posible la búsqueda de Dios, porque él se ha quedado entre nosotros.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 2,1-14.


Sobre el fondo de los anuncios proféticos (cf. Miq 5,1-4; 1 Sm 16,1-3), Lucas en el evangelio nos habla del nacimiento histórico de Jesús. El relato es simple, pero sugestivo, lleno de matices teológicos y construido sobre el modelo del anuncio misionero, que comprende tres momentos. Primero la narración del acontecimiento: el edicto de César Augusto en tiempos de Quirino, gobernador de Siria, y el nacimiento de Jesús en Belén, en la pobreza, en un país sometido a una potencia extranjera (vv 1-7); después el anuncio hecho por los ángeles a los pastores, primeros testigos del evento de la salvación (vv. 8-14); y, por último, la acogida del anuncio, con los pastores que van a la gruta, encuentran a Jesús, y sucesivamente el relato de su experiencia a otros (vv. 15-20).

El punto central del relato, sin embargo, son las palabras de los ángeles a los pastores, que consideran con respeto el sentido gozoso del acontecimiento y la fe en Jesús Salvador en la figura de un niño pobre, «envuelto en pañales, acostado en un pesebre» (v. 12). Dos motivos, pues, se iluminan uno a otro en el texto: la visible pobreza en la vivencia humana de Jesús y la gloria de Dios escondida en su presencia entre los hombres. Sólo unos cuantos pastores, representantes de gente pobre y humilde, reconocen al Mesías esperado: éste es el signo divino extraordinario del inicio de una época nueva en la historia de los hombres.


Para contemplar el misterio de Navidad necesitamos, sobre todo, simplicidad para asombrarnos ante su mensaje. Capacidad de asombro y mirada de niño son los medios necesarios para gustar el anuncio lleno de alegría de esta noche santa. Y esta alegría tiene una motivación clara: el nacimiento de un niño, Salvador universal, que trae motivos de esperanza para todos, que son paz, justicia y salvación. Y ¿qué signos cualifican a este niño? La debilidad, la pobreza, la impotencia y la humildad, cosas que el mundo ha rechazado siempre y que, por el contrario, ha hecho propias el Hijo de Dios.

Con la venida de Jesús las falsas seguridades de los hombres han zozobrado, porque Dios ha elegido no a los fuertes ni a los sabios, ni a los poderosos de este mundo, sino a los débiles, a los pequeños, a los necios, a los últimos: ha elegido «un niño acostado en un pesebre» (Lc 2,7.12.16; cf. 1 Cor 1,27; Mt 11,26), pobre, marginado y desestimado. Precisamente sobre esta pobreza se despliega el esplendor del mundo del Espíritu, mientras nosotros estamos complicados en dramas de conciencia, porque nos tienta seguir principios de fuerza, de poder, de violencia. El niño de Belén nos dice que el milagro de la paz de la Navidad es posible para aquellos que acogen sus dones.

A esta luz el acontecimiento de esta noche no es sólo una fecha para conmemorar, sino evento capaz, también hoy, de contagio y de transformación. Cuatro son las noches históricas de la humanidad, según una antigua tradición rabínica: la noche de la creación (Gn 1,3), la de Abraham (Gn 15,1-6), la del Éxodo (Ex 12,1-13) y la de Belén, es decir, esta noche, que es la más importante, porque el Hijo de Dios ha traído su paz, distinta de la pax augusta, y es el fundamento de la «civilización del amor». ¿Somos capaces de vivir el misterio? 


Comentario del Santo Evangelio: (Lc 2, 1-14), para nuestros Mayores.

El evangelio, en su sentido original de «buena nueva la salvación», se condensa en la certeza de que Dios se ha hecho presente a través de la pascua de Jesús, ofreciéndonos por ella la posibilidad de una nueva existencia. Por eso, los autores más antiguos del nuevo Testamento (Marcos, Pablo) no han creído necesario referirse al nacimiento humano de Jesús; les basta con saber que actúa por medio de su vida y de su pascua. Lo que llamaríamos el mensaje de la navidad no es para ellos el Dios de Belén, la adoración de los pastores o la meditación piadosa de la pequeñez de Dios que se hace niño; Navidad es el misterio impresionante de un Dios que se hace humano a lo largo del misterio de Jesús crucificado. Tal es el fundamento del mismo evangelio de san Juan. Sin negar esa postura (Marcos, Juan o Pablo) el evangelio de Lucas ha querido centrar sobre la cuna de Jesús el misterio salvador de los cristianos. No ha inventado de esta forma una verdad, distinta; se limita a presentar de un modo nuevo el centro del mensaje de la Iglesia: por medio de Jesús Dios se ha hecho presente entre hombres. Esto significa que estudiando nuestro texto debemos fijarnos en la letra de una historia marginal, o en la hondura permanente del mensaje.

Para hablar del nacimiento, Lucas nos conduce hacia Belén, ciudad de las promesas de Israel. Como miembro de un estado profano de este mundo, el niño nace bajo el mando de César Augusto. Como descendiente de David y expresión de la esperanza y las promesas del antiguo testamento viene al mundo en Belén. La historia política de Roma (mandato del empadronamiento) contribuye al cumplimiento de las viejas esperanzas. Sin embargo, el niño nace abandonado y solo, separado de los grandes caminos de la historia de la tierra, en un pesebre.


La verdad más profunda del nacimiento de Jesús no ha podido desvelarse partiendo de ninguna palabra de la tierra. Por eso el ángel de la fuerza y la presencia de Dios entre los hombres rompe el amplio silencio de los cielos y proclama en su mensaje el auténtico evangelio (la verdad de un mundo nuevo): «Os ha nacido un Salvador» (2, 11). Es un mensaje dirigido expresamente «a vosotros», los pastores más perdidos de la tierra, los que viven alejados y no tienen un cobijo en las ciudades de los hombres, los que no se ocupan de las cosas de la ley (ceremonial) judía y son, por tanto, unos manchados. A ellos y a todos los pequeños de la tierra se dirige la verdad salvadora de un mensaje cuyo mismo signo ha roto los esquemas de grandeza de los hombres: “Le encontraréis acostado en un pesebre”. (1, 12).


Las palabras del mensaje celestial (“Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador el Mesías, el Señor”) están calcadas sobre el anuncio gozoso del nacimiento de los emperadores, nacimiento que se interpretaba como manifestación (epifanía) de Dios entre los hombres. La Iglesia ha confesado que toda la verdad, la fuerza y el poder de lo divino se ha venido a hacer presente a través de la persona (de la vida humana) de Jesús. Por eso, Lucas ha podido anunciar su nacimiento como la venida o manifestación de Dios entre los hombres.


En el fondo, estas palabras del ángel (1, 10-11) constituyen el único evangelio del nacimiento de Jesús del nuevo testamento. Son las únicas que anuncian ese nacimiento como la revelación del “Soter” (salvador) que en términos de experiencia israelita se llama el Mesías y dentro del culto eclesial de las comunidades de cultura griega se conoce como el Kyrios (el Señor).
La realidad de Jesús —obra y misterio— se formula así a partir de la experiencia del nacimiento del salvador divino en medio de los hombres. Culmina el antiguo testamento, porque nace el Mesías en la ciudad de David y el contenido de la obra de Jesús se expresa como un «hoy» de salvación para los hombres. Por eso, el coro de los ángeles que forman el plano de alabanza eterna del ser de lo divino puede entonar el canto definitivo de la gloria en que se unen los cielos y la tierra: «Gloria a Dios...» (2, 14).

Comentario del Santo Evangelio, de Joven para Joven.
La Navidad.

La Navidad ¿es una fiesta religiosa o civil, humana? ¿Es una fiesta de la familia o una fiesta de Dios? La respuesta es fácil: es la fiesta divino-humana, el recuerdo de Dios que se hace hombre. De este hecho único se derivan grandes consecuencias sea sobre la idea de Dios como sobre la idea del hombre. Ambas se nos relevan con una grandeza insólita. No son sólo los cristianos los que creen en Dios. Es un término común en todas las religiones y también en la filosofía, Todas estas realidades tienen en común el creer en la existencia de Dios que mora en el cielo o, al menos, en ciertos lugares inaccesibles. El no tendría interés en acercarse a los hombres. Al contrario, los hombres devotos tratan de alcanzarlo en las dificultades de la vida y esperan encontrar, después de la muerte, una habitación en su morada eterna, lejos de la tierra. La filosofía acentuó todavía más el abismo entre Dios y los hombres. Para los grandes filósofos antiguos Platón y Aristóteles, Dios no puede ocuparse de la tierra, porque dejaría de ser el espíritu puro y el ideal puro al cual tratamos de elevarnos. Los antiguos estoicos, materialistas, buscaban, al contrario, trasladar a Dios del cielo a la tierra. Sin embargo, en aquel momento él se convierte la ley natural y deja de ser Dios.

El cristianismo trae un mensaje esencialmente diverso. Cree en Dios Padre que habita en los cielos, en una luz inaccesible. Sin embargo, el mismo Dios inalcanzable ha decidido bajar libremente a la tierra y se ha hecho hombre. El fundador del marxismo ruso, Belinskij, llegó a creer esta verdad partiendo de la propia experiencia. Al inicio, dejó de creer en Dios y aceptó la opinión de los marxistas sosteniendo que el pensamiento de Dios distrae a la humanidad del interés por el mundo concreto en el cual vivimos. Entonces, la religión no sólo se vuelve inútil, sino también perjudicial. Sin embargo, ¿qué consecuencias se derivan después si el hombre dirige toda su atención hacia la tierra? No puede ser tan ciego que no vea cuánto mal encontramos en la tierra a pesar de las bellas teorías sobre un orden mejor en la sociedad. Y aun cuando se alcance algún progreso social, vendrá la muerte como un vencedor inexorable. Es perjudicial pensar en la muerte, pero es igualmente penoso, dicen los marxistas, pensar en la vida eterna junto a Dios. ¿Cómo resolver esta contradicción?

Belinskij llegó a profesar la fe cristiana. El pensamiento sobre el Dios absoluto que reside en los cielos no puede consolar a la gente que en la tierra sufre y muere, Tratar de alcanzarlo significa no amar la vida presente y despreciar la larga historia de la humanidad, plena de una gran variedad. Para salvar nuestro mundo, era necesario que Dios descendiese, que naciese como hombre, padeciese la muerte y resucitase. Escribe: «Para renovar a la humanidad era necesario que el caos de la muerte y de la perdición sintiese el anuncio dado con las palabras del Hijo del hombre, palabras llenas de gracia: “Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré” (Mt 11,28)». Sin embargo, este anuncio nos presenta un doble problema: ¿En Dios que desciende al mundo, permanecerá el verdadero Dios? Y contemporáneamente: ¿el hombre que es Dios es también un verdadero hombre?

Filosóficamente, el problema no se podrá resolver jamás. Sin embargo, cuando aceptamos la fe del evangelio, ella nos revelará a Dios y al hombre en su verdadera grandeza.

Reflexionando con la fuerza natural de nuestra razón, llegaremos fácilmente a convencernos de que Dios representa el ideal al que todos aspiramos. Con la lógica de la razón no podremos concluir que Dios es amor. Así se ha revelado en su encarnación. En los Ejercicios de san Ignacio se indica un modo por el cual podemos meditar este misterio. Tenemos que imaginamos a las tres personas divinas dialogando en el cielo. El teólogo Sergej Bulgakov observa que no puede existir contradicción entre lo que Dios hace en tierra y su voluntad en el cielo. ¿Cuál es el tema del diálogo celeste entre las tres Personas divinas? San Ignacio lo propone en este sentido, recordando cómo «las Tres personas divinas miran toda la superficie y redondez del mundo entero lleno de hombres; y cómo, viendo que todos iban al infierno, deciden en su eternidad, que la segunda Persona se haga hombre para salvar al género humano». Es interesante que en modo semejante también Pavel Evdokimov interprete el famosísimo icono de la Santísima Trinidad de Rublëv. Escribe: «Las tres Personas dialogan y el tema de este diálogo puede ser el texto de san Juan (3,16): “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Entonces, aquí Dios se revela en su verdadera grandeza, es decir, como caridad».

Sin embargo, en la encarnación se revela también la verdadera grandeza del hombre. Estamos acostumbrados a considerar como héroes a aquellos que han hecho algo grande, sea en sentido físico como moral: un gran edificio, una obra de arte, una obra para el pueblo, para toda la humanidad. No es aconsejable buscar qué es más o menos noble. A pesar de eso, conocemos un hecho al que no se puede no atribuir una grandeza superior. Una simple muchacha de Nazaret aceptó lo que el ángel le propuso, concibió por obra del Espíritu Santo, es la Madre de Dios y dio a luz en Belén al Dios- Hombre. Existe un antiguo himno compuesto por san Juan Damasceno, que apostrofa a María con las palabras: «En ti se alegra toda la creación». Los iconos lo ilustran de este modo. Representan el jardín paradisíaco, un templo bonito y una fila de santos y santas. En todo esto se revela la grandeza de la obra divina en el mundo: en la naturaleza, en la Iglesia, en los santos y en las santas. En el centro, sobre un trono, está sentada la Madre de Dios. ¿Puede la naturaleza humana realizar un acto más grande que el de traer a del cielo a este mundo?

Sin embargo, el gran privilegio de la Virgen María no es un hecho aislado. En cierta medida todos participamos de él. Toda buena es, en efecto, contemporáneamente obra común de la gracia Dios y del hombre. Por medio de las buenas obras, Dios entra el mundo y el hombre que actúa bien participa de la función de la Deípara (Madre de Dios). En él se revela, por lo tanto, la noble grandeza humana.

Hoy se habla a menudo de los derechos humanos y se escuchan dichos lamentos porque no se observan. Esto no debe sorprender. Allí donde se pierde el sentido de la dignidad de Dios, no se reconoce tampoco la dignidad humana. La Navidad cristiana es la en la que ambas realidades se deben conmemorar y vivir. 


Elevación Espiritual en este día.

Pero ¿quién soy yo? ¿Podré decir algo digno de lo que se ve? Me faltan las palabras: la lengua y la boca no son capaces de describir las maravillas de esta solemnidad divina. Por eso yo con los coros angélicos grito y gritaré siempre: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!”.

Dios está en la tierra; ¿quién no será celeste? Dios viene a nosotros, nacido de una Virgen; ¿quién no se hará divino hoy y anhelará la santidad de la Virgen, y no buscará con celo la sabiduría, para hacerse más cercano a Dios? Dios está envuelto en pobres pañales; ¿quién no se hará rico de la divinidad de Dios si acoge algo humilde?

Exulto como los pastores y me sobresalto escuchando estas voces divinas: ansío ir al pesebre que acoge a Dios y deseo llegar a la celestial gruta: anhelo ver el misterio manifestado en ella y allí, en presencia del Engendrado, levantar la voz cantando: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!”

Reflexión Espiritual para este día.

En aquella noche de Navidad una multitud del ejército celeste se apareció en Belén a los pastores, diciendo: «iGloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que gozan de su amor!»; en este mismo momento nosotros celebremos juntos el nacimiento de nuestro Señor y su pasión y muerte. Según el mundo, este modo de comportarse es extraño. Porque ¿quién en el mundo puede llorar y alegrarse al mismo tiempo y por el mismo motivo? En efecto, o la alegría será dominada por la aflicción, o la aflicción será aniquilada por la alegría; solamente en nuestros misterios cristianos podernos alegrarnos y llorar al mismo tiempo y por la misma razón. Pero pensad un poco en el significado de la palabra «paz». ¿No os parece extraño que los ángeles hayan anunciado la paz mientras el mundo está incesantemente azotado por la guerra o por el miedo de la guerra? ¿No os parece que las voces angélicas se hayan equivocado y que la promesa fue una desilusión y un engaño?

Reflexionad ahora sobre cómo habló de la paz nuestro Señor mismo. Dijo a sus discípulos: «Mi paz os dejo, mi paz os doy». ¿Entendía Él la paz como nosotros la entendemos: el reino de Inglaterra está en paz con sus vecinos, los barones están en paz con el rey, el jefe de Familia que cuenta sus pacíficas ganancias, la casa bien limpia, su mejor vino sobre la mesa para el amigo, su mujer que canta a sus hijos? Aquellos hombres que eran sus discípulos no conocían nada de esto: ellos salieron a hacer un largo viaje, a sufrir por tierra y por mar, a encontrar la tortura, la desilusión, a sufrir la muerte con el martirio. ¿Qué cosa quería, pues, decir Él? Si queréis saberlo, recordad, que dijo también: «No os la doy como la da el mundo». Así pues, El dio la paz a sus discípulos, pero no como la da el mundo.

Los rostros de los personajes de la Sagrada Biblia, Salvas al recién nacido príncipe: Isaías 9, 1-4y 9, 2-7 (9, 2-4. 6-7).

Nos encontramos en uno de esos casos en que la Liturgia no ha sido afortunada en la división de las perícopas leccionales. Los pasajes que tenemos ante nosotros forman una tal unidad temática, literaria e histórica, que es imposible comentarlos separadamente sin ser iterativos o quedar faltos de comprensión totalitaria.

El oráculo, marcadamente litúrgico, nos trae a la mente una de aquellas celebraciones de entronización o de otra cualquier efemérides real en que los deseos del pueblo volaban esperanzadamente muy por encima de las realidades concretas que se celebraban. Hasta los profetas dejaban desbordar su espíritu en oráculos y promesas salvíficas, claramente contrastadas con el resto de su actividad carismática. Sus discípulos, al coleccionar la obra del maestro, no dudaron en intercalar estos oráculos entre los conminatorios como fogonazos que mantuvieran la fe y esperanza del pueblo.

El v. 23b «No habrá más tinieblas» es el vínculo que señala el paso de los oráculos condenatorios anteriores a éste lleno de esperanza mesiánica.

A continuación se describe la futura felicidad con las imágenes propias de una victoriosa liberación. Lo más llamativo es contemplar esta alegría salvífica comenzando por la tierra de Zabulón y Neftalí, la Galilea de los gentiles, la región semipagana odiada por los judíos desde su devastación en el año 734 llevada a cabo por Teglatpilesar III. Cuando encontramos a Jesús comenzando su vida pública a orillas del lago de Genesaret y a los sacerdotes despreciando a los discípulos de Jesús por ser galileos, nuestro pensamiento retornará forzosamente este momento de lucidez profética.

Galilea se encontraba bajo los efectos de la devastación y la guerra, en estado de miseria y desventura, bajo «sombras de muerte». En hermoso contraste, ellos serán los primeros en ser iluminados por una luz deslumbrante, la liberación ansiada. El prólogo de san Juan parece hacerse eco de este contrapunto de luz y tinieblas. El profeta sigue multiplicando sus imágenes con el recuerdo de los que vuelven gozosos de recoger sus gavillas, de repartir el botín de la batalla. A su memoria viene el recuerdo de las grandes victorias, entre las que se encuentra la de Gedeón sobre los madianitas convertida por el pueblo en relato epopéyico.


A los oyentes les resultaba familiar aquel lenguaje. Por un momento se abrían ante ellos nuevas y brillantes perspectivas. El fantasma de la guerra parecía alejarse. Llegaría esa época de paz donde las botas del guerrero y su manto teñido en sangre, vestigios del atuendo bélico, podrían quemarse, hacerles desaparecer para siempre. La paz fue siempre la mayor ilusión del pueblo judío envuelto en guerras, hasta el extremo de convertirse en la más característica de los tiempos mesiánicos.


¿Cuál era la razón de todo esto? Isaías en uno de esos vuelos semejantes a los del evangelista Juan ve el porqué todo ello en el nacimiento de un niño misterioso, sin luda descendiente real, unido proféticamente al Emmanuel y cuyas dotes excepcionales sólo se harán realidad plena en Cristo.


Estos dones están presentados como la cumbre de la perfección gubernativa, la síntesis del futuro reino mesiánico. Entre todos ellos hay uno desconcertante para quienes se acercan a la Biblia con prejuicios nacionalistas o pietistas. Es la aplicación a este príncipe el título «Dios fuerte», exclusivo de Yavé en todo el Antiguo Testamento. Los judíos salvarán la dificultad ando dicho calificativo a Yavé y al Mesías tan sólo de Príncipe de la paz. La crítica liberal se ve forzada a reconocer que el título se aplica al mismo personaje. Aclarará no obstante, que se trata sencillamente de un elogio simbólico. Los más crédulos no dudan en ver aquí la elación de la segunda persona de la Santísima Trinidad su naturaleza divina, del mismo modo que ven en la profecía del Emmanuel su naturaleza humana.

Sería herético para Isaías hacer del Mesías un Dios. Su perspectiva terminaba en hacer del príncipe ideal todo lo que implicaba en Yavé ser «Dios fuerte». La revelación posterior nos alumbrará con toda nitidez la figura del Mesías realizando sobreabundantemente cuanto de él había sido predicho en las sombras del Antiguo Testamento. De forma que tanto la tradición unánime patrística como la Iglesia de todos los tiempos y los exegetas de nuestros días no dudan en reconocer a este vaticinio de san Ignacio una perspectiva mesiánica insospechada en tiempos del profeta y claramente iluminada en Cristo.

El principio de este reinado mesiánico previsto por Isaías bajo las imágenes ya expuestas no implica la realización fáctica de las mismas. Eran eso, imágenes, por muy naturales que nos parezcan, bajo las cuales se presentía, eso sí, un reinado espiritual basado en la paz de las conciencias, que es como decir en la armonía de los hombres.

Comentarios de la Santa Misa de la Aurora.
Comentario de la Primera lectura: Isaías 62,11-12.

Isaías pronunció estas alentadoras palabras a los ancianos de Israel reunidos en Jerusalén a la espera del retorno a la patria de sus hermanos israelitas, “el resto de Israel” deportado en Babilonia. El texto profético se compone de dos versículos: el primero contiene un anuncio dirigido a Jerusalén, «la hija de Sión» y, por tanto, a toda la nación, de la inminente liberación de los exiliados por parte de Dios, que vendrá como «Salvador» del pueblo, trayendo consigo el don precioso y tantas veces invocado de la libertad (v. 11); el segundo versículo, por su parte, contiene los nuevos títulos de gloria de estos hermanos, que serán llamados «pueblo santo», y también de los otros pueblos «rescatados del Señor», así como de Jerusalén, que, como joven esposa, será llamada «Buscada» y «Ciudad no abandonada» (v. 12).

Es siempre el Señor el primero que toma la iniciativa, busca a su pueblo, lo rescata y lo liga a Sí con su amor renovado y fiel. El texto de Isaías es utilizado por la liturgia navideña porque es leído como profecía de otro gran encuentro, el que el Señor realiza, a través de su Hijo unigénito, con la humanidad en Belén junto a la cuna de Jesús-niño, verdadero salvador y libertador de los hombres. Por El también nosotros somos llamados «pueblo santo» de Dios y por los pueblos «rescatados del Señor»: a nosotros nos ha manifestado su ternura.

Comentario del Salmo 96.
Himno de alabanza que canta la omnipotencia de Dios. Toda la creación es movida a expresar con clamor jubiloso la soberanía de Yavé: « ¡El Señor es Rey! ¡Exulta la tierra, se alegran las islas numerosas! Tinieblas y Nubes lo rodean, Justicia y Derecho sostienen su trono».


La alegría a la que son invitados todos los habitantes de la tierra respira un trasfondo catequético muy profundo. Apunta al júbilo incontenible del hombre que experimenta la fuerza de Dios que actúa como salvación ante los más destructores y sanguinarios opresores de los hombres: los ídolos. «Los montes se derriten como cera ante el Señor de toda la tierra. El cielo anuncia su justicia, y todos los pueblos contemplan su gloria».


Detengámonos ante esta aclamación: «Los montes se derriten como cera ante el Señor de toda la tierra». Los montes en la Escritura significan los ídolos. Todos los pueblos levantan sus altares y celebran sus cultos en lo alto de los montes. También Israel, imitando los cultos de los pueblos vecinos, levantará sobre los montes sus altares a divinidades paganas. Este culto idólatra fue uno de los caballos de batalla de los profetas en sus denuncias al pueblo elegido. En el trasfondo de estos cultos paganos subyace una terrible constatación: el culto a los ídolos genera más confianza y seguridad que el culto a Yavé.


Escuchemos a los profetas: «Alargué mis manos todo el día hacia un pueblo rebelde que sigue un camino equivocado en pos de sus pensamientos; pueblo que me irrita en mi propia cara de continuo y sacrifican en los jardines y queman incienso sobre ladrillos... Que quemaron incienso en los montes y en las colinas me afrentaron» (Is 65,2-7).


Jeremías señala a los pastores de Israel como incitadores que extravían al pueblo haciendo vagar sus ovejas de monte en monte, de ídolo en ídolo. Proclama también que este servilismo a la idolatría, en definitiva a la mentira en la peor de sus acepciones, ha sido la causa de la ruina de Israel: «Ovejas perdidas era mi pueblo. Sus pastores las descarriaron, extraviándolas por los montes. De monte en collado andaban, olvidaron su aprisco. Cualquiera que las topaba las devoraba, y sus contrarios decían: no cometemos ningún delito puesto que ellos pecaron contra Yavé» (Jer 50,6-7).


Parecida denuncia a los pastores la encontramos en Ezequiel: «No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la que estaba herida, no habéis tornado a la descarriada ni buscado a la perdida... Mi rebaño anda errante por todos los montes y altos collados...» (Ez 34,4-6).

Sin embargo, el profeta nos abre a la esperanza al proclamar la promesa de que Dios mismo se va a encargar de pastorear a su rebaño, Lo pastoreará, velará por él y lo reunirá de entre todos los montes por donde se ha dispersado: «Porque así dice el Señor Yavé: Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas» (Ez 34,11-12).


Dios, al encarnarse en Jesús de Nazaret, cumple la profecía que acabamos de leer. El Señor Jesús ha dado su vida para que nosotros la tengamos en abundancia: la abundancia de Dios. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 10-11).


He aquí la promesa de Dios cumplida. Sin embargo, somos débiles de corazón, y los montes de los ídolos siguen estando frente a nosotros; más aún, junto a nosotros, nos codeamos con ellos todos los días, y no hay duda de que son atrayentes y nos llaman: el dinero, la fama, la mentira... y, sobre todo, la más sutil de las idolatrías: «las componendas» entre los ídolos y el Dios vivo.


Ante esta realidad de tantos montes que se nos imponen, el discípulo del Señor Jesús no se mira a sí mismo, pues nada tiene para oponerse a tanta seducción. Sus ojos se dirigen al Señor Jesús y considera dignas de crédito, es decir, fiables, las palabras que salieron de su boca; entre ellas el hecho de que esos montes pueden ser desplazados, que son tan inconsistentes como la cera.


El creyente, que está en comunión con el Señor Jesús por considerar fiable el Evangelio —esto es la fe—, es revestido de la fuerza de Dios para desplazar cualquier idolatría que se interponga en su seguimiento hacia Dios. Fuerza que nos ha sido prometida y garantizada por el mismo Señor Jesús: «Yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible» (Mt 17,20).

Comentario de la Segunda lectura: Tito 3,4-7.

También esta lectura de la Palabra de Dios, como la de Isaías, es más simple y breve de lo acostumbrado, justo para decirnos que el misterio que contemplamos en este día es tan grande que no podemos encerrarlo en palabras humanas. Todo cuanto el Señor ha hecho por la humanidad entera es exclusivamente obra de su providente bondad. El apóstol Pablo, en efecto, dirigiéndose a su discípulo Tito afirma, con palabras fruto de su personal experiencia pastoral, que somos salvados no por las buenas acciones que hayamos realizado (v. 5a; cf. Rom 9,30-32; 10,3.5; Flp 3,9), sino porque el Espíritu de Dios ha sido rico en dones en nuestro favor; (v. 5b; Rom 3,24; Jn 3,16-18). Especialmente, cuando ha venido a nosotros el Salvador por libre iniciativa de su amor misericordioso, El de enemigos nos ha hecho amigos, haciéndonos sus hijos mediante el sacramento del bautismo (cf. 1 Pe 1,3).
Si en Navidad Dios nos ha hecho el don de su Hijo, podemos decir que en el bautismo nos trae el don de su Espíritu, que nos da, además, la certeza de que hemos sido hechos herederos de algo que no se corrompe y no tendrá fin: la «vida eterna» (v. 7), esto es, la experiencia del conocimiento personal de Dios. Tantos y tan grandes dones del Señor abren nuestro corazón a la admiración por cuanto ha hecho por nosotros y a la gratitud filial por tanta generosidad gratuita.


Comentario del Santo Evangelio: Natividad del Señor, de Joven para Joven.

Cada uno de los cuatro Evangelios tiene su propio modo de comenzar. Mateo enlaza con la historia de la salvación al presentar de inmediato a Jesucristo como hijo de David e hijo de Abrahán. Ofreciendo el árbol genealógico de Jesús, pone de relieve su pertenencia al pueblo de Israel y muestra que la historia de Dios con su pueblo tiene en él su cumplimiento y su meta (cf Mt 1,1-17). Marcos hace referencia a la predicación de la Buena Nueva en su tiempo, que tiene como contenido: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Con su obra, Marcos quiere mostrar el principio, es decir, el origen, el fundamento de tal predicación (cf Mc 1,1-15). Lucas inicia su obra con un prólogo, al modo de los historiadores antiguos. Quiere referir todo con orden (1,3); por eso comienza con el anuncio del nacimiento del Bautista (1,5-25). El protagonista de su Evangelio se convierte en figura central poco a poco, después de haber mencionado en 1,31 por primera vez su nombre y después de haber precisado en 2,11 su posición. El Evangelio de Juan, antes de llamar a Jesucristo por su nombre en 1,17, define ya en 1,1-13 sus rasgos esenciales y describe en 1,14-18 la forma, el contenido y el presupuesto de su venida a la tierra.


Para Juan, Jesucristo es la palabra de Dios. Con esta definición quiere expresar la más íntima realidad de Jesús, su procedencia de Dios y su importancia para nosotros, los hombres. El pueblo de Israel conoce a su Dios como aquel que habla: no como el Dios que se cierra, recluyéndose en el silencio, el Dios desconocido, lejano y que infunde temor, sino como el Dios que se dirige al hombre y le da a conocer sus intenciones y su voluntad. Ha hablado a Abrahán, le ha llamado y le ha hecho la promesa de la gran bendición (Gén 12,1-3). Por medio de Moisés ha liberado al pueblo de la esclavitud y le ha notificado su voluntad en las «Diez palabras» o diez mandamientos (decálogo). Por medio de los profetas ha intervenido en las diversas vicisitudes de la historia de su pueblo. Ha dirigido a ellos su palabra para que la transmitieran como palabra de disposición, de exhortación y de advertencia, como palabra de promesa y de ánimo. La palabra de Dios está al inicio de toda la historia. Con su poderosa palabra creadora, Dios ha llamado a todo a la existencia. Todo deriva de esta palabra. Por medio de ella se dirige Dios a sus criaturas, se revela a ellas, las hace partícipes de todos sus planes y de lo que él quiere de ellas. La palabra de Dios ha dado el ser y la vida. Ella se dirige a nosotros pidiendo nuestra respuesta. Es petición y promesa. Viene de Dios y fundamenta y determina la relación entre Dios y los hombres.

Jesucristo no ha transmitido sólo, como un profeta, la palabra de Dios. El mismo es esta palabra, la primera y última palabra de Dios. En él se revela Dios de modo definitivo y pleno, nos habla y nos hace partícipes de su propia intimidad. En el hecho de dirigirse a nosotros hay siempre también una interpelación, un pedir cuentas. Las características de esta palabra de Dios, la profundidad de la que viene, la relación que mantiene con toda la creación, las implicaciones que para nosotros entraña nuestra relación con ella, todo esto es descrito por Juan en 1,1-13.

La palabra que en Jesucristo se nos ha transmitido a los hombres no resuena para desaparecer después, sino que s eterna y perenne como el mismo Dios: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios» (1,1-2). La relación de la persona que es la palabra de Dios con el mismo Dios viene definida aquí con tres afirmaciones: La Palabra es eterna e increada como Dios;

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 2,15-20.

Este evangelio de la “misa de la aurora” es la continuación del de la noche, que Lucas nos ha presentado con los tres momentos del esquema del anuncio misionero: narración del hecho, anuncio a los pastores y acogida del acontecimiento. El evangelista, en efecto, se detiene sobre este último momento en que los pastores se dirigen inmediatamente a Belén y encuentran en la gruta, como les había sido anunciado por los ángeles, al niño Jesús con María y José.

Estamos ante un verdadero itinerario de fe con sus etapas, en las que aparece claro que la decisión interior se traduce inmediatamente en gestos concretos de vida:
primero la búsqueda ( fueron deprisa»: v. 16a), después el hallazgo y la experiencia humana y espiritual (encontraron al Niño»: v. 1 6b), por último el testimonio de vida (contaron lo que del Niño se les había dicho»: v. 17). Del testimonio nace, pues, la reacción de asombro y de fe en los que habían escuchado el relato (ese quedaban admirados de lo que decían los pastores»: v. 18), y así la fe comienza a propagarse.

El texto termina con una preciosa referencia a María: (“ella conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón»: v. 19), lo que significa que la Virgen permanece pensativa en la contemplación de los hechos narrados y de las palabras de los pastores sobre el pequeño Jesús. Ya la historia del Hijo, que va del vientre materno al vientre-tumba de la resurrección, forma un todo con la historia de María, porque, desde el Fiat de la anunciación, ella ha aceptado en la fe servir dócilmente los caminos de Dios.


Toda la Palabra de Dios de este día de Navidad es una invitación a no detenerse en las explicaciones, sino a abandonarse a la contemplación de las palabras: «Hoy ha nacido para nosotros el Señor» (antífona de entrada) y del misterio de un Dios hecho hombre. Jesús ha traído a la humanidad el don más precioso, como dice san Ireneo: «Ha traído todo lo nuevo al traerse a Sí mismo». ¿Cómo robustecer nuestra fe ante este Niño silencioso? Tomando la decisión de “ir a Belén” también nosotros, como los pastores, porque esta tierra es el icono de la simplicidad y de la transparencia, de la alegría y de la vida, del silencio y de la contemplación.

Necesitamos volvernos niños de corazón para descubrir las raíces de nuestra fe; necesitamos la alegría festiva que nos haga creer que la vida es un gran don de Dios que no debe ser malgastado; tenemos necesidad de silencio contemplativo. Cuando queremos expresar nuestro amor a los otros, ¿qué otra cosa podemos dar, en efecto, sino nuestro silencio? «El silencio ilumina nuestras almas, susurra en nuestros corazones y los une. El silencio nos separa de nosotros mismos, nos hace volar por el firmamento del Espíritu y nos acerca al cielo». Esta experiencia nos permitirá volver a nuestras casas y a nuestro trabajo alabando a Dios por la Palabra contemplada, como María, seguros de conservarla en el corazón para anunciar a los demás lo que significa para nosotros.

Comentario del Santo Evangelio: (Lc 2,15-20), para nuestros Mayores.
La alabanza de los pastores por el niño 2, 15-20 (2, 15b-l9).

El punto de partida del relato se encuentra en el anuncio que el ángel del Señor ha dirigido a los pastores (2, 10-11): sus palabras testimonian un auténtico evangelio («Os ha nacido el Salvador» 2, 10) y ofrecen a la vez un signo (“un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” 2, 11). Esa revelación exige una respuesta doble: compulsar la señal que Dios ofrece y aceptar la voz su evangelio.

¿Quiénes son estos pastores a los que el ángel del Señor ha dirigido su mensaje? Siguiendo una tradición antigua se les identifica con los pobres de la tierra, los que viven alejados de los pueblos y no pueden cumplir reglamentos de la ley ceremonial de los judíos. Todas estas notas parecen ser auténticas. Sin embargo, no podemos olvidar que nos hallamos en Belén, ciudad del rey David, el fue pastor, llamado por Dios de entre el rebaño; tampoco olvidemos a Abraham y los patriarcas, que, siendo pastores escucharon la llamada de Dios y recibieron su visita. En los otros pueblos del oriente antiguo se han contado historias más o menos semejantes. Por todo eso pensamos que los pastores del relato no son simplemente pobres y alejados, sino también aquéllos que están prontos a escuchar la voz de Dios y a fundar su nuevo pueblo entre los hombres.

Sea cual fuere su sentido definitivo, lo cierto es que los pastores aceptan la palabra del ángel, se dirigen a observar el signo y encuentran al niño acostado en el pesebre. Hasta aquí todo parece más o menos lógico. Lo verdaderamente extraño es que el signo les convenza, que hagan suyo el evangelio —creyendo que ha nacido el Salvador— y alaben a Dios por todo ello.

Nosotros, lo mismo que los pastores, nos movemos aquí en el plano de la paradoja fundamental del cristianismo: vemos por un lado a un niño, envuelto en los pañales, indefenso, sencillamente un hombre; o vemos si se quiere a un pretendido profeta del Señor que muere ajusticiado. Tal ha sido el signo, el de Belén o el del Calvario. Pues bien, sobre ese signo se descorre la palabra de la epifanía radical de Dios que anuncia: Os ha nacido (ahí lo tenéis) el salvador, el Mesías de la esperanza de Israel, el Señor de todo el cosmos. Ante esa paradoja, los pastores han respondido como creyentes; en ellos, que eran quizá los más pequeños de la tierra, ha comenzado a brillar como en Abraham, la nueva luz de la verdad de Dios para los hombres. Ante esa paradoja se nos pide también a nosotros el valor de una respuesta.


Como detalle debemos añadir que en realidad no existe adoración de los pastores (en contra de la adoración de los magos de Mt 2, 11). Su gesto se refleja en estos rasgos: a) encuentran al niño y le aceptan como signo de Dios; b) confían en la palabra del ángel, creyendo en su evangelio (nacimiento de un salvador); c) glorifican a Dios. La historia ha comenzado en Dios, que les ha puesto en camino hacia el’ niño del pesebre; desde el niño, aceptando el evangelio, todo vuelve a conducirles hacia Dios, a quien alaban por su obra salvadora.


Ante el relato de los pastores, el texto de Lucas nos ofrece dos respuestas. Están a un lado los curiosos, que se admiran por lo extraño del suceso. Está en el otro la figura de María, que conserva todas estas cosas, las medita en su interior y reconoce (va reconociendo) la presencia de Dios en el enigma de su hijo envuelto entre pañales, recostado en un pesebre. También nosotros nos hemos situado ante el relato: ¿Cómo los pastores y María? ¿Simplemente como curiosos?

Comentario del Santo Evangelio, de Joven para Joven.
El Salvador comienza su camino (Lc 2,16-2 1)

El nacimiento de Jesús es un inicio. Con él comienza su propio camino, pero comienza también el anuncio del Evangelio y su acogida. En este pasaje Lucas nos da a conocer lo sucedido inmediatamente después del nacimiento de Jesús (2,16-20) y lo que pasó a los ocho días del mismo (2,21). Los pastores van al pesebre y refieren cuanto habían oído de aquel niño. Su palabra es acogida en modos diversos. A los ocho días, el niño es circuncidado y recibe el nombre.

La venida de Jesús está muy lejos de ser un acontecimiento privado, de interés sólo para él y para sus más allegados. Atañe, por el contrario, al pueblo de Israel en su conjunto y a toda la humanidad. Tras haber nacido en condiciones de pobreza, no son los jefes del pueblo sino algunos pastores, pertenecientes a las clases más pobres y sencillas de este pueblo, los que llegan a saber quién es el que ha venido al mundo: «Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (2,10b-11). La situación del recién nacido no deja entrever el modo en que llevará a cabo esa misión. Se desvelará sólo a través de toda su obra futura. Los pastores comienzan por conocer que él es el Salvador y que lo pueden encontrar en un lugar determinado. Se dan prisa en buscarlo. Lo encuentran en una situación de extrema pobreza, pero también solícitamente protegido, rodeado de atenciones por parte de María y de José. Después de ellos, muchísimas personas se pondrán en camino hacia Los pastores son los primeros que se le acercan. Son también los primeros que se convierten en “evangelista” es decir, en transmisores de la Buena Noticia que han recibido.

Lo que los pastores refieren sobre la posición e importancia del recién nacido es acogido de diversas maneras. Lo primero que se dice en el texto es que todos quedaban admirados (cf 1,21.63; 4,22). Para todos es un acontecimiento sorprendente, algo que no habían previsto. Pero esta admiración puede ser rápidamente olvidada. Se trata una primera impresión y no dice todavía nada de una a de postura.

Muy distinto es el comportamiento de María. Ella conserva todo aquello en su corazón y lo va meditando (2,19; ,51). Se trata de todo lo que María ha escuchado y vivido desde que recibió del ángel el mensaje de su vocación, (1,26-38). Ese todo comprende las circunstancias externas aquel nacimiento —sometido a las obligaciones civiles y las leyes de la naturaleza, en la pobreza de un establo— y visita de los pastores. Pero comprende también el hecho de que a ella se le ha anunciado aquel niño como el Hijo del Altísimo, destinado desde la eternidad al trono de David (1,32-33), y el hecho de haber sido anunciado a los pastores como el Salvador, el Mesías, el Señor. La experiencia directa y la palabra de Dios se encuentran, suscitando la pregunta sobre el modo en que una y otra se armonizan. María acoge todas aquellas cosas en su corazón y deja que vayan al corazón todas ellas, tal y como son, sin excluir ni añadir nada. Tampoco ella percibe de inmediato cómo se relacionan entre sí, por qué son así y cuál es su significado. En actitud abierta y paciente, María reflexiona sobre todo aquello e intenta comprenderlo. Ni reduce el valor de la palabra de Dios ni rechaza las circunstancias externas. Todo es respetado en su plena realidad. Lejos de pretender imponer su propia percepción del momento, María se esfuerza y permanece abierta para recibir, como don de Dios, la inteligencia adecuada. Su apertura viva y su reflexión sosegada y paciente son actitudes ejemplares para relacionarse con aquello que no es objeto de experiencia directa y con aquello que conocemos a través de la palabra de Dios.

En los pastores está en primer plano la alabanza a Dios, impregnada de agradecimiento y de gozo. Lo que ellos han oído y visto les remite a Dios, a quien alaban por lo que ha realizado. Así es también como el pueblo, más tarde, acogerá la obra poderosa y salvífica de Jesús (cf 5,26; 7,16). A Dios se le debe el honor y la alabanza por todo lo que él da en la persona de Jesús y a través de Jesús. La sosegada reflexión de María y la alabanza a Dios por parte de los pastores no se excluyen entre sí, Lo que ya ha acaecido ofrece un motivo evidente para alabar y dar gracias a Dios con gozo. Pero esto es también motivo para una reflexión profunda, que, en cada esfuerzo, sólo puede conducir a un gozo más intenso y a un mayor agradecimiento. En la alabanza solícita se hace manifiesta la generosa acogida de la fe; en la reflexión, el deseo de comprender cada vez mejor lo que ya se ha creído.


Ocho días después del nacimiento tiene lugar la circuncisión del niño, en conformidad con el precepto que Dios había dado a Abrahán: «A los ocho días será circuncidado entre vosotros todo varón» (Gén 17,12a). El significado de la circuncisión lo expresa Dios mismo en estos términos: Esta será la señal de la alianza entre yo y vosotros» (Gén 17,11b). Así pues, Jesús entra a formar parte del pueblo de Israel, el pueblo con el que Dios estableció una alianza.

En la circuncisión Jesús recibe también el nombre, determinado igualmente por Dios y comunicado a través de su ángel (1,31). El nombre «Jesús» (en hebreo: Jehoshua o Jeshua) significa «Dios salva». Es un nombre en el que se refleja la importancia de la venida de Jesús para la alianza Dios con Israel. Dios envía a Jesús para salvar a su pueblo (cf Mt 1,21). Así es como Jesús ha sido anunciado también a los pastores: como el Salvador (2,11). Esta salvación, como señalará más tarde el Resucitado, está destinado a todos los hombres: «Y se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén» (Lc 24,47). Después Pentecostés, Pedro explicará ante el Sanedrín: «No hay el cielo otro nombre dado a los hombres por el que otros debamos salvarnos» (He 4,12). Este nombre es el distingue desde el principio a la persona de Jesús. Pero vez se hará más claro, a través de la vida, la obra y el camino de Jesús hasta su resurrección, ascensión y efusión Espíritu Santo, lo que su nombre significa y el modo él lleva a cabo esa salvación.

Con la circuncisión, Jesús queda inserto en el pueblo de la alianza. Con la imposición del nombre, pasa a ser a quien uno se puede dirigir y cuya misión viene definida. A partir de este momento pertenece a Israel aquel que salva a su pueblo y a toda la humanidad por encargo y con la fuerza de Dios.


Elevación Espiritual en este día.

Cristo nace: ¡glorificado! Cristo baja de los cielos: ¡salid a su encuentro! Cristo está en la tierra: ¡levantaos! Cristo se ha encarnado: ¡exultad! De nuevo las tinieblas se disuelven, nuevamente se alza la luz. Esta es nuestra fiesta, esto celebramos hoy: la venida de Dios a los hombres, para que, a nuestra vez, nosotros vayamos a Dios; para que nos despojemos del hombre viejo y nos vistamos el nuevo.

Salta de gozo; honra a la pequeña Belén, que te ha hecho remontar al paraíso; adora el pesebre, por medio del cual tú eres alimentado por el Verbo. Conoce, T como el buey, al que es tu Señor; conoce, como el asno, el pesebre de tu Amo. Corre, junto a la estrella, lleva dones junto con los Magos, oro, incienso y mirra, al que es el Rey y Dios y ha muerto por ti. Glorifícalo con los pastores, cántalo con los ángeles, haz coro con los arcángeles. Sea común la fiesta en el cielo y en la tierra. Estoy convencido, en efecto, de que también las potencias celestiales exultarán y celebrarán hoy la fiesta con nosotros, porque aman a Dios, pero aman también a los hombres.

Los rostros de la Sagrada Biblia: Isaías 62, 11-12. Anuncio de salvación

El profeta sigue rompiendo los diques de las circunstancias concretas para desbordarse en perspectivas mesiánicas, en bendiciones y promesas de salvación. Son como gritos en el desierto, como perlas preciosas entresacadas de la marea de intereses creados para ofrecérnoslas todas seguidas ensartadas en valioso y único collar de artesanía.

Las circunstancias concretas del presente oráculo son las mismas que las del anterior, la fiesta de los Tabernáculos. Los peregrinos acudían fervientes y esperanzados a Jerusalén Con «antorchas encendidas en sus manos, cantando canciones y alabanzas» (Mishnah, 51a). Todavía puede contemplárseles en nuestros días llevando procesionalmente y bajo palio la Torah. El espectáculo era, sin duda, grandioso. Sobre todo para ellos, que nunca habían podido celebrar el culto a su Dios en el destierro.


Llegados a las puertas de la ciudad y ante sus muros, según nos lo expresa el versículo anterior a esta lectura, debió salirles al paso el profeta dándoles esta buena nueva: “He aquí lo que Yavé proclama a todos los confines de la tierra...”

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