Miércoles 27 de enero de 2010. 3ª semana del tiempo ordinario. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. (Ciclo C ). 3ª semana del Salterio. SS. Juan Crisóstomo, Ángela de Méreci vg, Enrique de Ossó pb.
LITURGIA DE LA PALABRA.
2Sm 7,4-17: Afirmaré después de ti la descendencia, y consolidaré su realeza
Salmo 88: Le mantendré eternamente mi favor.
Mc 4,1-20: Salió el sembrador a sembrar
LITURGIA DE LA PALABRA.
2Sm 7,4-17: Afirmaré después de ti la descendencia, y consolidaré su realeza
Salmo 88: Le mantendré eternamente mi favor.
Mc 4,1-20: Salió el sembrador a sembrar
Jesús era consciente que los aplausos y reconocimientos del primer momento, pronto acabarían. El experimentó en su propia vida la persecución, la trampa de parte de las autoridades y las malas intenciones de los más fieles a la religión de su tiempo. La Parábola que hemos leído, nos cuenta la manera como Jesús y la comunidad de Marcos, experimentan el dolor del fracaso en el anuncio de Reino de Dios. Jesús tiene claro que la semilla del Reino la ha esparcido por todos los lugares, pero esa propuesta, tiene enemigos, no termina de ser acogida, muchas veces es traicionada y otras tantas no comprendida en su totalidad.
Pero lo más importante de la parábola está, en que el Reino de Dios no se mide por la cantidad sino por la calidad del fruto que produce ese anuncio cuando es aceptado en la mente y en el corazón algunos hombres y mujeres.
La Iglesia, debe apuntarle igualmente a la cualificación de la vida de los creyentes. El cristianismo debe velar porque el Reino, ya asumido y aceptado por hombres y mujeres, sea una verdadera experiencia de humanización. El numero de los creyentes se incrementará, por el testimonio de los que creen en Cristo. ¡Dios sabe como hace su obra!
PRIMERA LECTURA.
2Samuel 7,4-17
Afirmaré después de ti la descendencia, y consolidaré su realeza
En aquellos días, recibió Natán la siguiente palabra del Señor: "Ve y dile a mi siervo David: "Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy, no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una tienda que me servía de santuario. Y, en todo el tiempo que viajé de acá para allá con los israelitas, ¿encargué acaso a algún juez de Israel, a los que mandé pastorear a mi pueblo Israel, que me construyese una casa de cedro?" Pues bien, di esto a mi siervo David: "Así dice el Señor de los ejércitos: Yo te saqué de los apriscos, de andar tras las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo Israel. Yo estaré contigo en todas tus empresas, acabaré con tus enemigos, te haré famoso como a los más famosos de la tierra.
Daré un puesto a Israel, mi pueblo: lo plantaré para que viva en él sin sobresaltos, y en adelante no permitiré que los malvados lo aflijan como antes, cuando nombré jueces para gobernar a mi pueblo Israel. Te pondré en paz con todos tus enemigos, y, además, el Señor te comunica que te dará una dinastía. Y, cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré su realeza. Él construirá una casa para mi nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él padre, y él será para mí hijo; si se tuerce, lo corregiré con varas y golpes como suelen los hombres, pero no le retiraré mi lealtad como se la retiré a Saúl, al que aparté de mi presencia. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre."" Natán comunicó a David toda la visión y todas estas palabras.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 88
R/.Le mantendré eternamente mi favor.
Sellé una alianza con mi elegido, / jurando a David, mi siervo: / "Te fundaré un linaje perpetuo, / edificaré tu trono para todas las edades." R.
"Él me invocará: "Tú eres mi padre, / mi Dios, mi Roca salvadora"; / y yo lo nombraré mi primogénito, / excelso entre los reyes de la tierra. R.
Le mantendré eternamente mi favor, / y mi alianza con él será estable; / le daré una posteridad perpetua / y un trono duradero como el cielo. R.
SANTO EVANGELIO.
Marcos 4,1-20
Salió el sembrador a sembrar
En aquel tiempo, Jesús se puso a enseñar otra vez junto al lago. Acudió un gentío tan enorme que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y el gentío se quedó en la orilla. Les enseñó mucho rato con parábolas, como él solía enseñar: "Escuchad: Salió el sembrador a sembrar; al sembrar, algo cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra; como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y, por falta de raíz, se secó. Otro poco cayó entre zarzas; las zarzas crecieron, lo ahogaron, y no dio grano. El resto cayó en tierra buena: nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno." Y añadió: "El que tenga oídos para oír, que oiga."
Cuando se quedó solo, los que estaban alrededor y los Doce le preguntaban el sentido de las parábolas. Él les dijo: "A vosotros se os han comunicado los secretos del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que "por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y los perdonen.""
Y añadió: "¿No entendéis esta parábola? ¿Pues, cómo vais a entender las demás? El sembrador siembra la palabra. Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero, en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Hay otros que reciben la simiente como terreno pedregoso; al escucharla, la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes y, cuando viene una dificultad o persecución por la palabra, en seguida sucumben. Hay otros que reciben la simiente entre zarzas; éstos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril. Los otros son los que reciben la simiente en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: 2Samuel 7,4-17
La profecía de Natán, uno de los textos fundamentales del mesianismo real, derriba por completo el proyecto de David. Pretendía éste construir un templo que fuera digno del arca de Dios en la ciudad santa (2 Sm 7,1-3). El oráculo se abre con una pregunta retórica, «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que viva en ella?» (v. 5), que forma inclusión con la afirmación antitética del v. 11: «Además, el Señor te anuncia que te dará una casa». Viene, a continuación, la referencia al éxodo, como ocurre cada vez que se hace mención de la alianza, insistiendo en la tienda y en las peregrinaciones del desierto: la presencia del Señor no puede quedar aprisionada en un lugar y en un edificio.
A la mención del éxodo va unido el recuerdo de las acciones en favor del rey. El poder de David depende únicamente de la intervención de Dios: él lo tomó de los pastos, le dio la victoria (la «paz con todos tus enemigos», se repite en esta perícopa tres veces), dará estabilidad al pueblo en la Tierra y engrandecerá el nombre del rey. No será David quien construya el templo, sino, al contrario, es el Señor quien le dará una casa: la contraposición queda subrayada con la repetición del mismo vocablo, «casa», para designar tanto al templo como a la dinastía davídica.
Sólo después de la muerte de David, suscitará el Señor su linaje (cf. v. 12). Como sucede a menudo en los oráculos proféticos, hay dos posibles niveles de lectura: la referencia inmediata iría dirigida a Salomón, que será quien construya el templo; en segunda instancia, la profecía se refiere al Mesías futuro. El Mesías construirá «una casa» al Nombre de Dios, su reino durará para siempre, y es a él a quien se aplica la fórmula de adopción: «Seré para él un padre y él será para mí un hijo» (v. 14).
Comentario del Salmo 88
El salterio nos ofrece hoy un salmo en el que la angustia de su autor alcanza la más despiadada de las aflicciones: «Mi alma está llena de desgracias, y mi vida está al borde de la tumba. Me ven como a los que bajan a la fosa, me he quedado como un hombre in fuerzas, tengo mi cama entre los muertos, como las víctimas que yacen en el sepulcro, de las que ya no te acuerdas, porque fueron arrancadas de tu mano».
Al salmista le fluye el dolor de lo más profundo de sus entrañas. Parece que no hay nada ni nadie, ni siquiera Dios, que abra una puerta de esperanza a su hundimiento. Nos recuerda la figura de Job, un hombre sobre quien se abate el mal en toda su crudeza a pesar de que, según él, ha caminado siempre en la inocencia y rectitud. Escuchémosle: «Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: “¡no me condenes, hazme saber por qué me enjuicias... aunque sabes muy bien que no soy culpable!” (Job 10,1-6).
Hay un aspecto que nos sobrecoge: Ni Job ni el salmista tienen respuesta de parte ele Dios que pueda iluminarles acerca del mal que ceba en ellos. Su situación no puede ser más aplastante. Su tragedia consiste en que el mal ha sobrevenido sobre ellos como si fuera un buitre voraz que les arranca y descuartiza el alma.
Oímos al salmista invocar a Dios casi como advirtiéndole de que, en el lugar de la muerte y tinieblas, donde cree que está a punto de yacer, no podrá alabarle ni cantar su misericordia y su lealtad: «Yo te invoco todo el día, extiendo mis manos hacia ti: ¿Harás maravillas por los muertos? ¿Se levantarán la» sombras para alabarte? ¿Hablarán de tu amor en la sepultura, y de tu fidelidad en el reino de la muerte?».
Más expresiva, si cabe, es la lamentación de Job. Su esperanza en Dios ha sido barrida de su alma hasta el punto de pensar que ya no es él su Padre, sino la misma muerte: «Mi casa es el abismo, en las tinieblas extendí mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú, mi padre! Y a los gusanos: ¡mi madre y mis hermanos! ¿Dónde está, pues, mi esperanza..,? ¿Van a bajar conmigo hasta el abismo? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo?» (Job 17,13-16).
Todo, absolutamente todo se ha cerrado para nuestros dos personajes. Nos ponemos en su piel y les podemos oír musitar en su interior: ¡Quién sabe si Dios no es más que una quimera, un simple deseo del hombre que le impulsa a proyectar un Ser supremo capaz de hacerle sobrevivir a la muerte!
Sabemos cómo Dios acompañó a Job en su terrible prueba, cómo le fue enseñando en su corazón a fin de limpiar la imagen deformada que tenía de El. Es así como pudo plasmar en su espíritu su verdadero rostro, muy lejos, o mejor dicho, totalmente otro, del que había formado con su limitada mente. De un modo u otro, todos partimos de una imagen deformada de Dios que, tarde o temprano, se convierte en un simple espejismo. Por eso nos es muy importante ver la evolución de Job.
Efectivamente, al final del libro que lleva su nombre, vemos cómo distingue entre el Dios en el que creía antes y el que conoce una vez pasado por el crisol de la prueba. Oigamos su confesión: « Si, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas, que me superan y que ignoro... Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42,3-5).
En cuanto a nuestro salmista, no hay en él un final feliz como en Job. Sin embargo, sabemos que este hombre orante, como los de todos los salmos, es imagen de Jesucristo. Si todo queda cerrado y opaco para el hombre orante, no es así para el Hijo de Dios. Es cierto que en su muerte se dieron cita todas las tinieblas de la tierra: «Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» -—es decir desde las doce hasta las tres de la tarde, hora de su muerte— (Lc 23,44).
Si es cierto que sobre el crucificado se cernieron todas las tinieblas de las que hemos oído hablar al salmista, más cierto aún es que, en su muerte, su Padre abrió los cielos para recogerle resucitándole. El Señor Jesús vivió las mismas angustias del salmista, pero su fe de que volvía al Padre, como así lo proclamó a lo largo de su vida, actuó como una espada que, al mismo tiempo que abría los cielos, golpeó mortalmente a las tinieblas.
Que el Hijo de Dios penetró los cielos dejándolos abiertos para siempre y para nosotros, nos lo cuenta san Marcos presentando unos testigos de primera mano, los mismos apóstoles: «Estando a la mesa con los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación... Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,14-19).
Comentario del Santo Evangelio: Marcos 4,1-20
Este fragmento inaugura la sección de las «parábolas del Reino». El auditorio es muy amplio, hasta tal punto que Jesús debe subir a una barca para que lo vean todos. Los judíos estaban acostumbrados a las parábolas, pues también las empleaban los rabinos. Eran relatos de apariencia sencilla, aunque con un elemento de sorpresa o una conclusión inesperada que inducen a buscar un significado ulterior por debajo del inmediato.
La parábola se orienta sin demora a la figura del sembrador (v. 3), pero la atención se traslada de inmediato a la semilla (v. 4). Del sembrador queda sólo el gesto generoso y amplio con que la esparce sin llevar cuidado y de manera abundante. Aquí encontramos ya una cosa extraña. Sigue, a continuación, la tipología de los terrenos en los que cae la semilla, hasta la exageración evidente de la cosecha en el terreno bueno (v. 8): tenemos aquí el punto culminante, el punto en el que la prodigalidad fuera de lo común del sembrador es recompensada por un rendimiento desproporcionado. La imagen de la cosecha remite al fin de los tiempos: el significado originario de la parábola, reconducible al mismo Jesús y comprensible a sus oyentes, dice que la venida del Mesías está cerca y describe la abundancia de gracia del Reino mesiánico.
Viene, después, un breve diálogo en torno a la comprensión de las parábolas. Es probable que esta parte sea más tardía; aparece, en efecto, de repente, una antítesis entre los miembros de la comunidad y los demás: «vosotros» y «los de fuera» (v. 11), con una cita de Isaías, Es probable que Marcos quiera subrayar aquí un tema que le resulta entrañable: el «secreto mesiánico». La explicación (vv. 14-20), en clave alegórica, se resiente de la experiencia de la comunidad primitiva en la predicación del Evangelio. La semilla se identifica claramente con la Palabra, y los terrenos corresponden a las diferentes reacciones suscitadas por la predicación de los discípulos. La antítesis que aparece aquí no es tanto entre los discípulos y los otros como entre los distintos oyentes, según su actitud hacia la Palabra.
Estamos acostumbrados a razonar según nuestros esquemas, a calcular por anticipado los resultados de nuestro trabajo, a proyectar nuestra actividad. Los criterios de juicio del Evangelio son, sin embargo, muy distintos y, con frecuencia, el Señor subvierte nuestros planes de manera inesperada, a veces difícil de comprender y aceptar. Como David, pensamos hacer bien proyectando atrevidas construcciones, y cuando salimos a los campos para «sembrar» —una metáfora que se aplica muy bien al compromiso eclesial— no estamos, a buen seguro, tan despistados que echemos la semilla en el camino y entre las piedras. El mismo profeta, en un primer momento, aprueba la intención de David (2 Sm 7,3), e incluso los apóstoles tienen dificultades para comprender la lógica de una siembra tan extraña (Mc 4,13).
Debemos acostumbrarnos a darle la vuelta a nuestra mentalidad, a cambiar radicalmente de dirección: ése es el primer significado de la palabra conversión. No nos hagamos la ilusión de que cumplimos nuestro deber sólo porque «construimos» algo visible, incluso grandioso a los ojos de los hombres. No pretendamos que el fruto de nuestra «siembra» dependa exclusivamente de la prudencia de nuestros programas. Todo lo que hagamos está en manos del Señor: El será quien dé estabilidad a nuestra «casa» y haga fértil nuestro «terreno».
Confiémonos con humildad y con sencillez a su guía, sin desvivimos detrás de tantas preocupaciones tal vez secundarias: como David, «descansaremos con nuestros antepasados» (2 Sm 7,12) y el Señor guiará a su pueblo en la paz.
Comentario del Santo Evangelio: Mc 4, 1-20, para nuestros Mayores. Una semilla que fructifica para la vida eterna.
Tras una introducción narrativa (Jesús está sentado en una barca y habla a la muchedumbre reunida en la orilla: vv 1s), la estructura esencial de nuestro fragmento es ésta: parábola del sembrador (vv. 3-9), significado del discurso en parábolas (vv. 10-13), explicación de la parábola que Jesús acaba de referir (vv 14-20). En esta sección de Marcos, que es una de las pocas páginas discursivas del segundo evangelio, los discípulos son los destinatarios privilegiados de una explicación personal; es como decir que se les ha reservado un suplemento de revelación, pero no por ello consiguen llegar a la percepción correcta de la identidad de Jesús. Su camino sólo concluirá en la luz pascual.
En la parábola del sembrador, la atención se fija de inmediato en la diversidad del terreno y en su rendimiento. Se proponen tres situaciones desfavorables, como el camino, el terreno pedregoso y los cardos, que anulan la fuerza de la semilla. En cambio, cuando el terreno es bueno, la semilla produce frutos extraordinarios que el porcentaje del treinta, del sesenta y cien por cien expresan con una progresión asombrosa.
Podemos pensar que Jesús esconde bajo la vivacidad de las imágenes el realismo de la situación. El es el sembrador que ha esparcido la Palabra de manera generosa, obteniendo a menudo incomprensión y rechazo, manifestados —como hemos visto antes— por los demonios, por los maestros de la ley y los fariseos, por sus mismos parientes. Junto a tantos fracasos, no han faltado momentos de alegre acogida, como ha sucedido con los discípulos. Ellos han demostrado prontitud para seguirle, pero no consiguen comprenderle bien todavía. Alejados de la muchedumbre, en un momento de intimidad familiar, le piden que les explique las parábolas.
Con el v. 10 comienza un fragmento difícil para la interpretación. Daba la impresión de que las parábolas favorecían la comprensión de la muchedumbre con su lenguaje vivo de imágenes y, sin embargo, condenan a permanecer ciegos «a los de fuera». Sólo los discípulos han sido admitidos al «misterio del Reino de Dios». Cuando Marcos escribe, ya se ha consumado el rechazo de gran parte de los judíos, que han cerrado los ojos y sobre todo el corazón al mensaje cristiano. El lenguaje de las parábolas era claro, y su contenido sustancioso, pero prefirieron aislarse, no unirse a Jesús y a su obra de salvación. Se convirtieron en «los de fuera», es decir, en extraños por decisión personal. Otros, sin embargo, incluso entre los paganos, siguieron el ejemplo de los discípulos, se convirtieron en «parientes» de Jesús y pueden gozar de una comprensión que se vuelve vida.
En la última parte del fragmento se ofrece una explicación de la parábola en forma alegórica (vv. 14-20). Debemos subrayar la rareza de tal procedimiento. La semilla se identifica de inmediato con la «Palabra», término que se repite ocho veces en el fragmento. Bueno será recordar que con este término se entiende el Evangelio, la Buena Noticia traída por Jesús. Estamos admitidos a «observar» en la comunidad cristiana para ver las diferentes formas de acogida de la Palabra que salva. Están los absorbidos por las lisonjas de Satanás, que ceden fácilmente, impidiendo a la Palabra dar fruto de vida. Hay un segundo grupo que da el primer paso de la alegre acogida, pero demuestra muy pronto que le falta resistencia y constancia, haciendo inútil el buen arranque inicial. Podríamos clasificarlos como los superficiales: en cuanto asoman las nubes de la dificultad, como ocurría con las persecuciones a los primeros cristianos, ceden enseguida. Otros aún demuestran más resistencia y dejan madurar la Palabra, que da algunos frutos. Pero la buena voluntad y el empeño no son inoxidables, porque pronto se ven corrompidos por la mentalidad común, que sacia su sed en las fuentes contaminadas de la mundanidad y del egoísmo. El impulso inicial queda sofocado por muchos intereses de otra naturaleza. Tampoco en este caso da vida la Palabra. El cuarto y último grupo, equiparado al terreno bueno, produce de manera abundante y, escalonadamente, crece hasta garantizar un éxito excelente.
Aparece por vez primera en el discurso parabólico la comparación con el Reino de Dios. Ya había sido objeto de las palabras inaugurales de Jesús (Mc 1,15), recordado como misterio confiado a los discípulos (cf. 4,11), pero su contenido seguía siendo enigmático y sibilino. La novedad fundamental a propósito del Reino está en el hecho de que Jesús anuncia que está cerca: Dios viene, está a las puertas; más aún, ya está aquí. En consecuencia, la expresión «Reino de Dios» se puede entender como «presencia de Dios», una presencia que da carácter de concreción y de actualidad a lo que hasta este momento sólo había sido objeto de esperanza.
Dios viene en la persona de su Hijo, Palabra viva. A nosotros nos corresponde el placer y el deber de acoger esa Palabra que, como semilla generosa, produce frutos de vida eterna. El don existe. No se dice nada sobre la semilla o sobre sus propiedades, dando por descontado que es de una calidad óptima. Todo está en la capacidad de ser un terreno receptivo. Aquí interviene nuestra responsabilidad, aunque también la única posibilidad que tenemos de ser o no fructíferos. Como en la parábola de los talentos, el don recibido ha sido confiado a la generosidad de nuestro compromiso y a la exuberancia de nuestra fantasía.
Escuchemos, por último, una reflexión de D. M. Turoldo: «El destino de la parábola, de modo diferente al de la fábula, es tomar parte en la vida cotidiana; es hacerse historia que te pertenece, profecía y anuncio de tu suerte. Más allá del hecho de que es propio de la alegoría dejar plena libertad de entender o no, es propio de la parábola contar con la libre apertura del corazón. De ahí la razón por la que, en general, las parábolas acaban con esta exhortación final: El que tenga oídos que oiga. En cierto sentido, Dios te habla, pero te habla respetando plenamente tu inteligencia; y te dice cuán escondido está en el envoltorio de las cosas o dentro de los acontecimientos y en tu misma vida personal, y eres tú el que debe «ver» u «oír», eres tú el que debe entender».
Comentario del santo evangelio: (Mc, 4, 1-20), de Joven para Joven. Una semilla que fructifica para la vida eterna.
Tras una introducción narrativa (Jesús está sentado en una barca y habla a la muchedumbre reunida en la orilla: vv. 1s), la estructura esencial de nuestro fragmento es ésta: parábola del sembrador (vv. 3-9), significado del discurso en parábolas (vv 10-13), explicación de la parábola que Jesús acaba de referir (vv. 14-20). En esta sección de Marcos, que es una de las pocas páginas discursivas del segundo evangelio, los discípulos son los destinatarios privilegiados de una explicación personal; es como decir que se les ha reservado un suplemento de revelación, pero no por ello consiguen llegar a la percepción correcta de la identidad de Jesús. Su camino sólo concluirá en la luz pascual.
En la parábola del sembrador, la atención se fija de inmediato en la diversidad del terreno y en su rendimiento. Se proponen tres situaciones desfavorables, como el camino, el terreno pedregoso y los cardos, que anulan la fuerza de la semilla. En cambio, cuando el terreno es bueno, la semilla produce frutos extraordinarios que el porcentaje del treinta, del sesenta y cien por cien expresan con una progresión asombrosa.
Podemos pensar que Jesús esconde bajo la vivacidad de las imágenes el realismo de la situación. El es el sembrador que ha esparcido la Palabra de manera generosa, obteniendo a menudo incomprensión y rechazo, manifestados —como hemos visto antes— por los demonios, por los maestros de la ley y los fariseos, por sus mismos parientes. Junto a tantos fracasos, no han faltado momentos de alegre acogida, como ha sucedido con los discípulos. Ellos han demostrado prontitud para seguirle, pero no consiguen comprenderle bien todavía. Alejados de la muchedumbre, en un momento de intimidad familiar, le piden que les explique las parábolas.
Con el v. 10 comienza un fragmento difícil para la interpretación. Daba la impresión de que las parábolas favorecían la comprensión de la muchedumbre con su lenguaje vivo de imágenes y, sin embargo, condenan a permanecer ciegos «a los de fuera». Sólo los discípulos han sido admitidos al «misterio del Reino de Dios». Cuando Marcos escribe, ya se ha consumado el rechazo de gran parte de los judíos, que han cerrado los ojos y sobre todo el corazón al mensaje cristiano. El lenguaje de las parábolas era claro, y su contenido sustancioso, pero prefirieron aislarse, no unirse a Jesús y a su obra de salvación. Se convirtieron en «los de fuera», es decir, en extraños por decisión personal. Otros, sin embargo, incluso entre los paganos, siguieron el ejemplo de los discípulos, se convirtieron en «parientes» de Jesús y pueden gozar de una comprensión que se vuelve vida.
En la última parte del fragmento se ofrece una explicación de la parábola en forma alegórica (v 14-20). Debemos subrayar la rareza de tal procedimiento. La semilla se identifica de inmediato con la «Palabra», término que se repite ocho veces en el fragmento. Bueno será recordar que con este término se entiende el Evangelio, la Buena Noticia traída por Jesús. Estamos admitidos a “espiar” en la comunidad cristiana para ver las diferentes formas de acogida de la Palabra que salva. Están los absorbidos por las lisonjas de Satanás, que ceden fácilmente, impidiendo a la Palabra dar fruto de vida. Hay un segundo grupo que da el primer paso de la alegre acogida, pero demuestra muy pronto que le falta resistencia y constancia, haciendo inútil el buen arranque inicial. Podríamos clasificarlos como los superficiales: en cuanto asoman las nubes de la dificultad, como ocurría con las persecuciones a los primeros cristianos, ceden enseguida. Otros aún demuestran más resistencia y dejan madurar la Palabra, que da algunos frutos. Pero la buena voluntad y el empeño no son inoxidables, porque pronto se ven corrompidos por la mentalidad común, que sacia su sed en las fuentes contaminadas de la mundanidad y del egoísmo. El impulso inicial queda sofocado por muchos intereses de otra naturaleza. Tampoco en este caso da vida la Palabra. El cuarto y último grupo, equiparado al terreno bueno, produce de manera abundante y, escalonadamente, crece hasta garantizar un éxito excelente.
Aparece por vez primera en el discurso parabólico la comparación con el Reino de Dios. Ya había sido objeto de las palabras inaugurales de Jesús (Mc 1,15), recordado como misterio confiado a los discípulos (cf. 4,11), pero su contenido seguía siendo enigmático y sibilino. La novedad fundamental a propósito del Reino está en el hecho de que Jesús anuncia que está cerca: Dios viene, está a las puertas; más aún, ya está aquí. En consecuencia, la expresión «Reino de Dios» se puede entender como «presencia de Dios», una presencia que da carácter de concreción y de actualidad a lo que hasta este momento sólo había sido objeto de esperanza.
Dios viene en la persona de su Hijo, Palabra viva. A nosotros nos corresponde el placer y el deber de acoger esa Palabra que, como semilla generosa, produce frutos de vida eterna. El don existe. No se dice nada sobre la semilla o sobre sus propiedades, dando por descontado que es de una calidad óptima. Todo está en la capacidad de ser un terreno receptivo. Aquí interviene nuestra responsabilidad, aunque también la única posibilidad que tenemos de ser o no fructíferos. Como en la parábola de los talentos, el don recibido ha sido confiado a la generosidad de nuestro compromiso y a la exuberancia de nuestra fantasía.
Escuchemos, por último, una reflexión de D. M. Turoldo: «El destino de la parábola, de modo diferente al de la fábula, es tomar parte en la vida cotidiana; es hacerse historia que te pertenece, profecía y anuncio de tu suerte. Más allá del hecho de que es propio de la alegoría dejar plena libertad de entender o no, es propio de la parábola contar con la libre apertura del corazón. De ahí la razón por la que, en general, las parábolas acaban con esta exhortación final: El que tenga oídos que oiga. En cierto sentido, Dios te habla, pero te habla respetando plenamente tu inteligencia; y te dice cuán escondido está en el envoltorio de las cosas o dentro de los acontecimientos y en tu misma vida personal, y eres tú el que debe «ver» u «oír», eres tú el que debe entender».
Elevación Espiritual para este día.
Cuando las pavas reales incuban en lugares muy blancos, también los polluelos son completamente blancos así, cuando nuestras acciones se encuentran en el amor de Dios, si proyectamos alguna obra buena o tomamos alguna iniciativa, todas las acciones que de ahí se siguen toman el valor y llevan la nobleza del amor de donde han tomado su origen: en efecto, ¿quién no ve que las acciones propias de su vocación o necesarias para la realización de su proyecto dependen de la primera opción y de la primera decisión que tomó?
Ahora bien, Teótimo, no hemos de detenernos en este punto; más aún, para realizar un excelente progreso en la devoción, es preciso orientar toda nuestra vida y todas nuestras acciones a Dios no sólo al comienzo de nuestra conversión y, después, de año en año, sino que hemos de ofrecerlas también todos los días; en efecto, en la renovación diaria de nuestra ofrenda, pongamos en nuestras acciones la energía y la virtud de la dilección, mediante una renovada aplicación del corazón a la gloria divina, por cuyo medio se ve santificado cada vez más.
Reflexión Espiritual para el día.
Entremos en las sencillas y cotidianas realidades del vivir de cada persona. Hay un proyecto, una expectativa, un compromiso: está el deseo de alcanzar cierta posición social, de realizar algunos sueños cultivados largamente en la adolescencia y en la primera juventud; hay un conjunto de ideales que forman casi la plataforma de las opciones más inmediatas. Mirando por todas partes, escuchando todas las voces, dejando que desde dentro de sí irrumpa el grito espontáneo, puede decirse que todo va repitiendo: « ¡La vida es tuya!». La vida es la bella invención que cada día brota de la mente y de los sentimientos del hombre, es la hermosa aventura que cada hombre realiza de manera personal, es la incógnita que cada día es descifrada y explotada para nuestra propia felicidad. La vida es tuya. Ahora bien, si miras alrededor, te darás cuenta de que la vida no está para nada en tus manos: no puedes hacer con ella lo que quieras.
La vida te ha sido dada: no la has pedido tú, no la has programado, no la has diseñado como un proyecto que debes seguir. La vida me ha sido dada para que pueda gozarla de una manera tan plena que agote el proyecto de Dios, de suerte que pueda convertirla en un momento, en un paso, en un elemento palpitante de todo el universo, en un punto importante en el camino de la civilización humana. Desde esta perspectiva, todo hombre tiene ante sí campos ilimitados de acción, modos inagotables de elección, posibilidades continuas para «inventar su propia vida», para administrar esta inmensa riqueza y hacer de él mismo y de toda la humanidad una aventura nunca acabada y cada vez más fascinante.
La primera regla para inventar la vida, para dar consistencia y garantía de crecimiento y de solidez a nuestra personalidad, es la de echar raíces. Echar raíces significa adherirse a una realidad concreta, pertenecer a un territorio, a una experiencia, a un contexto: todo eso equivale a reconocer una realidad que nos precede y a declarar de manera positiva nuestro carácter concreto. Equivale a aceptar el ambiente en el que estamos, sentir que pertenecemos a ese pedazo de tierra, a ese segmento de la sociedad, al círculo de personas con las cuales, queramos o no, vivimos: equivale a aceptar como propia la realidad cotidiana. Echar raíces supone siempre una actitud libre y responsable que compromete a una presencia inteligente e invita a la fantasía a encontrar nuevas posibilidades y nuevas soluciones destinadas a cambiar y mejorar todo lo que encontramos
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 7, 4-17 (7, 4-Sa. 12-14a. 16). Yo seré para él padre y él será para mí hijo.
La profecía de Natán está construida sobre la doble significación que tiene la palabra «casa». En boca de David tiene un sentido material, o sea, se refiere a la casa de Dios. Una vez que ha establecido la capitalidad de la monarquía en Jerusalén y ha construido su propia casa, es decir, el palacio real, David manifiesta el deseo de construir la casa de Dios, a saber, el templo.
A través de las palabras de Natán parece dejarse traslucir una corriente poco favorable al templo de Jerusalén, por lo menos, según era interpretado en algunos ambientes del pueblo: Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá con los israelitas, ¿encargué acaso a algún juez de Israel, a los que mandé pastorear a mi pueblo Israel, que me construyese una casa de cedro? En ciertos ambientes proféticos la construcción del templo de Jerusalén y su vida cultual, bastante calcados sobre los módulos de los templos y cultos cananeos, debieron ser interpretados con mucha prevención. Amós, por ejemplo, dice: « ¿Es que durante los cuarenta años del desierto me ofrecisteis sacrificios y oblaciones?» (5, 25). De manera similar se expresa Jeremías «Que cuando yo saqué a vuestros padres del país de Egipto, no les hablé ni les mandé nada tocante a holocausto y sacrificio» (7, 22). Esta indiferencia hacia el templo, un templo excesivamente ritualizado, vuelve a aparecer en la adición de 1Re 8, 27, en Is 66, 1-2 y culmina en las palabras de Cristo a la samaritana (Jn 4, 21-24) y en el discurso de Esteban (He 7, 48).
En boca de Dios la palabra «casa» tiene un sentido metafórico: significa «dinastía»: Te haré grande y te daré una dinastía. Cuando hayas llegado al término de tu vida y descanses con tus padres, estableceré después de ti a un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas, y consolidaré su reino... Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Directamente estas palabras se refieren a Salomón, el hijo de David. Pero ya desde un principio, y más todavía con el pasar del tiempo, el alcance de la profecía de Natán desborda al inmediato sucesor de David y orienta al lector hacia un descendiente de la dinastía davídica, en el que se cumplan todas las esperanzas que se habían formado en torno al rey ideal. Dicho con otras palabras, la profecía de Natán constituye el punto de arranque del llamado mesianismo real o monárquico, contradistinto del mesianismo profético del Segundo Isaías (Poemas del Siervo de Yavé) y del mesianismo apocalíptico de Daniel (v. 7) y de la literatura apocalíptica intertestamentaria en general.
El mesianismo real presenta al futuro mesías con rasgos tomados de la figura del rey, Los principales textos se encuentran en Isaías (7, 14-25; 9, 1-6; 11, 1-9), en Miqueas (5, 1-5) y en los salmos 2 y 110.
La profecía de Natán, uno de los textos fundamentales del mesianismo real, derriba por completo el proyecto de David. Pretendía éste construir un templo que fuera digno del arca de Dios en la ciudad santa (2 Sm 7,1-3). El oráculo se abre con una pregunta retórica, «¿Eres tú quien me va a construir una casa para que viva en ella?» (v. 5), que forma inclusión con la afirmación antitética del v. 11: «Además, el Señor te anuncia que te dará una casa». Viene, a continuación, la referencia al éxodo, como ocurre cada vez que se hace mención de la alianza, insistiendo en la tienda y en las peregrinaciones del desierto: la presencia del Señor no puede quedar aprisionada en un lugar y en un edificio.
A la mención del éxodo va unido el recuerdo de las acciones en favor del rey. El poder de David depende únicamente de la intervención de Dios: él lo tomó de los pastos, le dio la victoria (la «paz con todos tus enemigos», se repite en esta perícopa tres veces), dará estabilidad al pueblo en la Tierra y engrandecerá el nombre del rey. No será David quien construya el templo, sino, al contrario, es el Señor quien le dará una casa: la contraposición queda subrayada con la repetición del mismo vocablo, «casa», para designar tanto al templo como a la dinastía davídica.
Sólo después de la muerte de David, suscitará el Señor su linaje (cf. v. 12). Como sucede a menudo en los oráculos proféticos, hay dos posibles niveles de lectura: la referencia inmediata iría dirigida a Salomón, que será quien construya el templo; en segunda instancia, la profecía se refiere al Mesías futuro. El Mesías construirá «una casa» al Nombre de Dios, su reino durará para siempre, y es a él a quien se aplica la fórmula de adopción: «Seré para él un padre y él será para mí un hijo» (v. 14).
Comentario del Salmo 88
El salterio nos ofrece hoy un salmo en el que la angustia de su autor alcanza la más despiadada de las aflicciones: «Mi alma está llena de desgracias, y mi vida está al borde de la tumba. Me ven como a los que bajan a la fosa, me he quedado como un hombre in fuerzas, tengo mi cama entre los muertos, como las víctimas que yacen en el sepulcro, de las que ya no te acuerdas, porque fueron arrancadas de tu mano».
Al salmista le fluye el dolor de lo más profundo de sus entrañas. Parece que no hay nada ni nadie, ni siquiera Dios, que abra una puerta de esperanza a su hundimiento. Nos recuerda la figura de Job, un hombre sobre quien se abate el mal en toda su crudeza a pesar de que, según él, ha caminado siempre en la inocencia y rectitud. Escuchémosle: «Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma. Diré a Dios: “¡no me condenes, hazme saber por qué me enjuicias... aunque sabes muy bien que no soy culpable!” (Job 10,1-6).
Hay un aspecto que nos sobrecoge: Ni Job ni el salmista tienen respuesta de parte ele Dios que pueda iluminarles acerca del mal que ceba en ellos. Su situación no puede ser más aplastante. Su tragedia consiste en que el mal ha sobrevenido sobre ellos como si fuera un buitre voraz que les arranca y descuartiza el alma.
Oímos al salmista invocar a Dios casi como advirtiéndole de que, en el lugar de la muerte y tinieblas, donde cree que está a punto de yacer, no podrá alabarle ni cantar su misericordia y su lealtad: «Yo te invoco todo el día, extiendo mis manos hacia ti: ¿Harás maravillas por los muertos? ¿Se levantarán la» sombras para alabarte? ¿Hablarán de tu amor en la sepultura, y de tu fidelidad en el reino de la muerte?».
Más expresiva, si cabe, es la lamentación de Job. Su esperanza en Dios ha sido barrida de su alma hasta el punto de pensar que ya no es él su Padre, sino la misma muerte: «Mi casa es el abismo, en las tinieblas extendí mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú, mi padre! Y a los gusanos: ¡mi madre y mis hermanos! ¿Dónde está, pues, mi esperanza..,? ¿Van a bajar conmigo hasta el abismo? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo?» (Job 17,13-16).
Todo, absolutamente todo se ha cerrado para nuestros dos personajes. Nos ponemos en su piel y les podemos oír musitar en su interior: ¡Quién sabe si Dios no es más que una quimera, un simple deseo del hombre que le impulsa a proyectar un Ser supremo capaz de hacerle sobrevivir a la muerte!
Sabemos cómo Dios acompañó a Job en su terrible prueba, cómo le fue enseñando en su corazón a fin de limpiar la imagen deformada que tenía de El. Es así como pudo plasmar en su espíritu su verdadero rostro, muy lejos, o mejor dicho, totalmente otro, del que había formado con su limitada mente. De un modo u otro, todos partimos de una imagen deformada de Dios que, tarde o temprano, se convierte en un simple espejismo. Por eso nos es muy importante ver la evolución de Job.
Efectivamente, al final del libro que lleva su nombre, vemos cómo distingue entre el Dios en el que creía antes y el que conoce una vez pasado por el crisol de la prueba. Oigamos su confesión: « Si, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas, que me superan y que ignoro... Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job 42,3-5).
En cuanto a nuestro salmista, no hay en él un final feliz como en Job. Sin embargo, sabemos que este hombre orante, como los de todos los salmos, es imagen de Jesucristo. Si todo queda cerrado y opaco para el hombre orante, no es así para el Hijo de Dios. Es cierto que en su muerte se dieron cita todas las tinieblas de la tierra: «Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona» -—es decir desde las doce hasta las tres de la tarde, hora de su muerte— (Lc 23,44).
Si es cierto que sobre el crucificado se cernieron todas las tinieblas de las que hemos oído hablar al salmista, más cierto aún es que, en su muerte, su Padre abrió los cielos para recogerle resucitándole. El Señor Jesús vivió las mismas angustias del salmista, pero su fe de que volvía al Padre, como así lo proclamó a lo largo de su vida, actuó como una espada que, al mismo tiempo que abría los cielos, golpeó mortalmente a las tinieblas.
Que el Hijo de Dios penetró los cielos dejándolos abiertos para siempre y para nosotros, nos lo cuenta san Marcos presentando unos testigos de primera mano, los mismos apóstoles: «Estando a la mesa con los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación... Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,14-19).
Comentario del Santo Evangelio: Marcos 4,1-20
Este fragmento inaugura la sección de las «parábolas del Reino». El auditorio es muy amplio, hasta tal punto que Jesús debe subir a una barca para que lo vean todos. Los judíos estaban acostumbrados a las parábolas, pues también las empleaban los rabinos. Eran relatos de apariencia sencilla, aunque con un elemento de sorpresa o una conclusión inesperada que inducen a buscar un significado ulterior por debajo del inmediato.
La parábola se orienta sin demora a la figura del sembrador (v. 3), pero la atención se traslada de inmediato a la semilla (v. 4). Del sembrador queda sólo el gesto generoso y amplio con que la esparce sin llevar cuidado y de manera abundante. Aquí encontramos ya una cosa extraña. Sigue, a continuación, la tipología de los terrenos en los que cae la semilla, hasta la exageración evidente de la cosecha en el terreno bueno (v. 8): tenemos aquí el punto culminante, el punto en el que la prodigalidad fuera de lo común del sembrador es recompensada por un rendimiento desproporcionado. La imagen de la cosecha remite al fin de los tiempos: el significado originario de la parábola, reconducible al mismo Jesús y comprensible a sus oyentes, dice que la venida del Mesías está cerca y describe la abundancia de gracia del Reino mesiánico.
Viene, después, un breve diálogo en torno a la comprensión de las parábolas. Es probable que esta parte sea más tardía; aparece, en efecto, de repente, una antítesis entre los miembros de la comunidad y los demás: «vosotros» y «los de fuera» (v. 11), con una cita de Isaías, Es probable que Marcos quiera subrayar aquí un tema que le resulta entrañable: el «secreto mesiánico». La explicación (vv. 14-20), en clave alegórica, se resiente de la experiencia de la comunidad primitiva en la predicación del Evangelio. La semilla se identifica claramente con la Palabra, y los terrenos corresponden a las diferentes reacciones suscitadas por la predicación de los discípulos. La antítesis que aparece aquí no es tanto entre los discípulos y los otros como entre los distintos oyentes, según su actitud hacia la Palabra.
Estamos acostumbrados a razonar según nuestros esquemas, a calcular por anticipado los resultados de nuestro trabajo, a proyectar nuestra actividad. Los criterios de juicio del Evangelio son, sin embargo, muy distintos y, con frecuencia, el Señor subvierte nuestros planes de manera inesperada, a veces difícil de comprender y aceptar. Como David, pensamos hacer bien proyectando atrevidas construcciones, y cuando salimos a los campos para «sembrar» —una metáfora que se aplica muy bien al compromiso eclesial— no estamos, a buen seguro, tan despistados que echemos la semilla en el camino y entre las piedras. El mismo profeta, en un primer momento, aprueba la intención de David (2 Sm 7,3), e incluso los apóstoles tienen dificultades para comprender la lógica de una siembra tan extraña (Mc 4,13).
Debemos acostumbrarnos a darle la vuelta a nuestra mentalidad, a cambiar radicalmente de dirección: ése es el primer significado de la palabra conversión. No nos hagamos la ilusión de que cumplimos nuestro deber sólo porque «construimos» algo visible, incluso grandioso a los ojos de los hombres. No pretendamos que el fruto de nuestra «siembra» dependa exclusivamente de la prudencia de nuestros programas. Todo lo que hagamos está en manos del Señor: El será quien dé estabilidad a nuestra «casa» y haga fértil nuestro «terreno».
Confiémonos con humildad y con sencillez a su guía, sin desvivimos detrás de tantas preocupaciones tal vez secundarias: como David, «descansaremos con nuestros antepasados» (2 Sm 7,12) y el Señor guiará a su pueblo en la paz.
Comentario del Santo Evangelio: Mc 4, 1-20, para nuestros Mayores. Una semilla que fructifica para la vida eterna.
Tras una introducción narrativa (Jesús está sentado en una barca y habla a la muchedumbre reunida en la orilla: vv 1s), la estructura esencial de nuestro fragmento es ésta: parábola del sembrador (vv. 3-9), significado del discurso en parábolas (vv. 10-13), explicación de la parábola que Jesús acaba de referir (vv 14-20). En esta sección de Marcos, que es una de las pocas páginas discursivas del segundo evangelio, los discípulos son los destinatarios privilegiados de una explicación personal; es como decir que se les ha reservado un suplemento de revelación, pero no por ello consiguen llegar a la percepción correcta de la identidad de Jesús. Su camino sólo concluirá en la luz pascual.
En la parábola del sembrador, la atención se fija de inmediato en la diversidad del terreno y en su rendimiento. Se proponen tres situaciones desfavorables, como el camino, el terreno pedregoso y los cardos, que anulan la fuerza de la semilla. En cambio, cuando el terreno es bueno, la semilla produce frutos extraordinarios que el porcentaje del treinta, del sesenta y cien por cien expresan con una progresión asombrosa.
Podemos pensar que Jesús esconde bajo la vivacidad de las imágenes el realismo de la situación. El es el sembrador que ha esparcido la Palabra de manera generosa, obteniendo a menudo incomprensión y rechazo, manifestados —como hemos visto antes— por los demonios, por los maestros de la ley y los fariseos, por sus mismos parientes. Junto a tantos fracasos, no han faltado momentos de alegre acogida, como ha sucedido con los discípulos. Ellos han demostrado prontitud para seguirle, pero no consiguen comprenderle bien todavía. Alejados de la muchedumbre, en un momento de intimidad familiar, le piden que les explique las parábolas.
Con el v. 10 comienza un fragmento difícil para la interpretación. Daba la impresión de que las parábolas favorecían la comprensión de la muchedumbre con su lenguaje vivo de imágenes y, sin embargo, condenan a permanecer ciegos «a los de fuera». Sólo los discípulos han sido admitidos al «misterio del Reino de Dios». Cuando Marcos escribe, ya se ha consumado el rechazo de gran parte de los judíos, que han cerrado los ojos y sobre todo el corazón al mensaje cristiano. El lenguaje de las parábolas era claro, y su contenido sustancioso, pero prefirieron aislarse, no unirse a Jesús y a su obra de salvación. Se convirtieron en «los de fuera», es decir, en extraños por decisión personal. Otros, sin embargo, incluso entre los paganos, siguieron el ejemplo de los discípulos, se convirtieron en «parientes» de Jesús y pueden gozar de una comprensión que se vuelve vida.
En la última parte del fragmento se ofrece una explicación de la parábola en forma alegórica (vv. 14-20). Debemos subrayar la rareza de tal procedimiento. La semilla se identifica de inmediato con la «Palabra», término que se repite ocho veces en el fragmento. Bueno será recordar que con este término se entiende el Evangelio, la Buena Noticia traída por Jesús. Estamos admitidos a «observar» en la comunidad cristiana para ver las diferentes formas de acogida de la Palabra que salva. Están los absorbidos por las lisonjas de Satanás, que ceden fácilmente, impidiendo a la Palabra dar fruto de vida. Hay un segundo grupo que da el primer paso de la alegre acogida, pero demuestra muy pronto que le falta resistencia y constancia, haciendo inútil el buen arranque inicial. Podríamos clasificarlos como los superficiales: en cuanto asoman las nubes de la dificultad, como ocurría con las persecuciones a los primeros cristianos, ceden enseguida. Otros aún demuestran más resistencia y dejan madurar la Palabra, que da algunos frutos. Pero la buena voluntad y el empeño no son inoxidables, porque pronto se ven corrompidos por la mentalidad común, que sacia su sed en las fuentes contaminadas de la mundanidad y del egoísmo. El impulso inicial queda sofocado por muchos intereses de otra naturaleza. Tampoco en este caso da vida la Palabra. El cuarto y último grupo, equiparado al terreno bueno, produce de manera abundante y, escalonadamente, crece hasta garantizar un éxito excelente.
Aparece por vez primera en el discurso parabólico la comparación con el Reino de Dios. Ya había sido objeto de las palabras inaugurales de Jesús (Mc 1,15), recordado como misterio confiado a los discípulos (cf. 4,11), pero su contenido seguía siendo enigmático y sibilino. La novedad fundamental a propósito del Reino está en el hecho de que Jesús anuncia que está cerca: Dios viene, está a las puertas; más aún, ya está aquí. En consecuencia, la expresión «Reino de Dios» se puede entender como «presencia de Dios», una presencia que da carácter de concreción y de actualidad a lo que hasta este momento sólo había sido objeto de esperanza.
Dios viene en la persona de su Hijo, Palabra viva. A nosotros nos corresponde el placer y el deber de acoger esa Palabra que, como semilla generosa, produce frutos de vida eterna. El don existe. No se dice nada sobre la semilla o sobre sus propiedades, dando por descontado que es de una calidad óptima. Todo está en la capacidad de ser un terreno receptivo. Aquí interviene nuestra responsabilidad, aunque también la única posibilidad que tenemos de ser o no fructíferos. Como en la parábola de los talentos, el don recibido ha sido confiado a la generosidad de nuestro compromiso y a la exuberancia de nuestra fantasía.
Escuchemos, por último, una reflexión de D. M. Turoldo: «El destino de la parábola, de modo diferente al de la fábula, es tomar parte en la vida cotidiana; es hacerse historia que te pertenece, profecía y anuncio de tu suerte. Más allá del hecho de que es propio de la alegoría dejar plena libertad de entender o no, es propio de la parábola contar con la libre apertura del corazón. De ahí la razón por la que, en general, las parábolas acaban con esta exhortación final: El que tenga oídos que oiga. En cierto sentido, Dios te habla, pero te habla respetando plenamente tu inteligencia; y te dice cuán escondido está en el envoltorio de las cosas o dentro de los acontecimientos y en tu misma vida personal, y eres tú el que debe «ver» u «oír», eres tú el que debe entender».
Comentario del santo evangelio: (Mc, 4, 1-20), de Joven para Joven. Una semilla que fructifica para la vida eterna.
Tras una introducción narrativa (Jesús está sentado en una barca y habla a la muchedumbre reunida en la orilla: vv. 1s), la estructura esencial de nuestro fragmento es ésta: parábola del sembrador (vv. 3-9), significado del discurso en parábolas (vv 10-13), explicación de la parábola que Jesús acaba de referir (vv. 14-20). En esta sección de Marcos, que es una de las pocas páginas discursivas del segundo evangelio, los discípulos son los destinatarios privilegiados de una explicación personal; es como decir que se les ha reservado un suplemento de revelación, pero no por ello consiguen llegar a la percepción correcta de la identidad de Jesús. Su camino sólo concluirá en la luz pascual.
En la parábola del sembrador, la atención se fija de inmediato en la diversidad del terreno y en su rendimiento. Se proponen tres situaciones desfavorables, como el camino, el terreno pedregoso y los cardos, que anulan la fuerza de la semilla. En cambio, cuando el terreno es bueno, la semilla produce frutos extraordinarios que el porcentaje del treinta, del sesenta y cien por cien expresan con una progresión asombrosa.
Podemos pensar que Jesús esconde bajo la vivacidad de las imágenes el realismo de la situación. El es el sembrador que ha esparcido la Palabra de manera generosa, obteniendo a menudo incomprensión y rechazo, manifestados —como hemos visto antes— por los demonios, por los maestros de la ley y los fariseos, por sus mismos parientes. Junto a tantos fracasos, no han faltado momentos de alegre acogida, como ha sucedido con los discípulos. Ellos han demostrado prontitud para seguirle, pero no consiguen comprenderle bien todavía. Alejados de la muchedumbre, en un momento de intimidad familiar, le piden que les explique las parábolas.
Con el v. 10 comienza un fragmento difícil para la interpretación. Daba la impresión de que las parábolas favorecían la comprensión de la muchedumbre con su lenguaje vivo de imágenes y, sin embargo, condenan a permanecer ciegos «a los de fuera». Sólo los discípulos han sido admitidos al «misterio del Reino de Dios». Cuando Marcos escribe, ya se ha consumado el rechazo de gran parte de los judíos, que han cerrado los ojos y sobre todo el corazón al mensaje cristiano. El lenguaje de las parábolas era claro, y su contenido sustancioso, pero prefirieron aislarse, no unirse a Jesús y a su obra de salvación. Se convirtieron en «los de fuera», es decir, en extraños por decisión personal. Otros, sin embargo, incluso entre los paganos, siguieron el ejemplo de los discípulos, se convirtieron en «parientes» de Jesús y pueden gozar de una comprensión que se vuelve vida.
En la última parte del fragmento se ofrece una explicación de la parábola en forma alegórica (v 14-20). Debemos subrayar la rareza de tal procedimiento. La semilla se identifica de inmediato con la «Palabra», término que se repite ocho veces en el fragmento. Bueno será recordar que con este término se entiende el Evangelio, la Buena Noticia traída por Jesús. Estamos admitidos a “espiar” en la comunidad cristiana para ver las diferentes formas de acogida de la Palabra que salva. Están los absorbidos por las lisonjas de Satanás, que ceden fácilmente, impidiendo a la Palabra dar fruto de vida. Hay un segundo grupo que da el primer paso de la alegre acogida, pero demuestra muy pronto que le falta resistencia y constancia, haciendo inútil el buen arranque inicial. Podríamos clasificarlos como los superficiales: en cuanto asoman las nubes de la dificultad, como ocurría con las persecuciones a los primeros cristianos, ceden enseguida. Otros aún demuestran más resistencia y dejan madurar la Palabra, que da algunos frutos. Pero la buena voluntad y el empeño no son inoxidables, porque pronto se ven corrompidos por la mentalidad común, que sacia su sed en las fuentes contaminadas de la mundanidad y del egoísmo. El impulso inicial queda sofocado por muchos intereses de otra naturaleza. Tampoco en este caso da vida la Palabra. El cuarto y último grupo, equiparado al terreno bueno, produce de manera abundante y, escalonadamente, crece hasta garantizar un éxito excelente.
Aparece por vez primera en el discurso parabólico la comparación con el Reino de Dios. Ya había sido objeto de las palabras inaugurales de Jesús (Mc 1,15), recordado como misterio confiado a los discípulos (cf. 4,11), pero su contenido seguía siendo enigmático y sibilino. La novedad fundamental a propósito del Reino está en el hecho de que Jesús anuncia que está cerca: Dios viene, está a las puertas; más aún, ya está aquí. En consecuencia, la expresión «Reino de Dios» se puede entender como «presencia de Dios», una presencia que da carácter de concreción y de actualidad a lo que hasta este momento sólo había sido objeto de esperanza.
Dios viene en la persona de su Hijo, Palabra viva. A nosotros nos corresponde el placer y el deber de acoger esa Palabra que, como semilla generosa, produce frutos de vida eterna. El don existe. No se dice nada sobre la semilla o sobre sus propiedades, dando por descontado que es de una calidad óptima. Todo está en la capacidad de ser un terreno receptivo. Aquí interviene nuestra responsabilidad, aunque también la única posibilidad que tenemos de ser o no fructíferos. Como en la parábola de los talentos, el don recibido ha sido confiado a la generosidad de nuestro compromiso y a la exuberancia de nuestra fantasía.
Escuchemos, por último, una reflexión de D. M. Turoldo: «El destino de la parábola, de modo diferente al de la fábula, es tomar parte en la vida cotidiana; es hacerse historia que te pertenece, profecía y anuncio de tu suerte. Más allá del hecho de que es propio de la alegoría dejar plena libertad de entender o no, es propio de la parábola contar con la libre apertura del corazón. De ahí la razón por la que, en general, las parábolas acaban con esta exhortación final: El que tenga oídos que oiga. En cierto sentido, Dios te habla, pero te habla respetando plenamente tu inteligencia; y te dice cuán escondido está en el envoltorio de las cosas o dentro de los acontecimientos y en tu misma vida personal, y eres tú el que debe «ver» u «oír», eres tú el que debe entender».
Elevación Espiritual para este día.
Cuando las pavas reales incuban en lugares muy blancos, también los polluelos son completamente blancos así, cuando nuestras acciones se encuentran en el amor de Dios, si proyectamos alguna obra buena o tomamos alguna iniciativa, todas las acciones que de ahí se siguen toman el valor y llevan la nobleza del amor de donde han tomado su origen: en efecto, ¿quién no ve que las acciones propias de su vocación o necesarias para la realización de su proyecto dependen de la primera opción y de la primera decisión que tomó?
Ahora bien, Teótimo, no hemos de detenernos en este punto; más aún, para realizar un excelente progreso en la devoción, es preciso orientar toda nuestra vida y todas nuestras acciones a Dios no sólo al comienzo de nuestra conversión y, después, de año en año, sino que hemos de ofrecerlas también todos los días; en efecto, en la renovación diaria de nuestra ofrenda, pongamos en nuestras acciones la energía y la virtud de la dilección, mediante una renovada aplicación del corazón a la gloria divina, por cuyo medio se ve santificado cada vez más.
Reflexión Espiritual para el día.
Entremos en las sencillas y cotidianas realidades del vivir de cada persona. Hay un proyecto, una expectativa, un compromiso: está el deseo de alcanzar cierta posición social, de realizar algunos sueños cultivados largamente en la adolescencia y en la primera juventud; hay un conjunto de ideales que forman casi la plataforma de las opciones más inmediatas. Mirando por todas partes, escuchando todas las voces, dejando que desde dentro de sí irrumpa el grito espontáneo, puede decirse que todo va repitiendo: « ¡La vida es tuya!». La vida es la bella invención que cada día brota de la mente y de los sentimientos del hombre, es la hermosa aventura que cada hombre realiza de manera personal, es la incógnita que cada día es descifrada y explotada para nuestra propia felicidad. La vida es tuya. Ahora bien, si miras alrededor, te darás cuenta de que la vida no está para nada en tus manos: no puedes hacer con ella lo que quieras.
La vida te ha sido dada: no la has pedido tú, no la has programado, no la has diseñado como un proyecto que debes seguir. La vida me ha sido dada para que pueda gozarla de una manera tan plena que agote el proyecto de Dios, de suerte que pueda convertirla en un momento, en un paso, en un elemento palpitante de todo el universo, en un punto importante en el camino de la civilización humana. Desde esta perspectiva, todo hombre tiene ante sí campos ilimitados de acción, modos inagotables de elección, posibilidades continuas para «inventar su propia vida», para administrar esta inmensa riqueza y hacer de él mismo y de toda la humanidad una aventura nunca acabada y cada vez más fascinante.
La primera regla para inventar la vida, para dar consistencia y garantía de crecimiento y de solidez a nuestra personalidad, es la de echar raíces. Echar raíces significa adherirse a una realidad concreta, pertenecer a un territorio, a una experiencia, a un contexto: todo eso equivale a reconocer una realidad que nos precede y a declarar de manera positiva nuestro carácter concreto. Equivale a aceptar el ambiente en el que estamos, sentir que pertenecemos a ese pedazo de tierra, a ese segmento de la sociedad, al círculo de personas con las cuales, queramos o no, vivimos: equivale a aceptar como propia la realidad cotidiana. Echar raíces supone siempre una actitud libre y responsable que compromete a una presencia inteligente e invita a la fantasía a encontrar nuevas posibilidades y nuevas soluciones destinadas a cambiar y mejorar todo lo que encontramos
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 7, 4-17 (7, 4-Sa. 12-14a. 16). Yo seré para él padre y él será para mí hijo.
La profecía de Natán está construida sobre la doble significación que tiene la palabra «casa». En boca de David tiene un sentido material, o sea, se refiere a la casa de Dios. Una vez que ha establecido la capitalidad de la monarquía en Jerusalén y ha construido su propia casa, es decir, el palacio real, David manifiesta el deseo de construir la casa de Dios, a saber, el templo.
A través de las palabras de Natán parece dejarse traslucir una corriente poco favorable al templo de Jerusalén, por lo menos, según era interpretado en algunos ambientes del pueblo: Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá con los israelitas, ¿encargué acaso a algún juez de Israel, a los que mandé pastorear a mi pueblo Israel, que me construyese una casa de cedro? En ciertos ambientes proféticos la construcción del templo de Jerusalén y su vida cultual, bastante calcados sobre los módulos de los templos y cultos cananeos, debieron ser interpretados con mucha prevención. Amós, por ejemplo, dice: « ¿Es que durante los cuarenta años del desierto me ofrecisteis sacrificios y oblaciones?» (5, 25). De manera similar se expresa Jeremías «Que cuando yo saqué a vuestros padres del país de Egipto, no les hablé ni les mandé nada tocante a holocausto y sacrificio» (7, 22). Esta indiferencia hacia el templo, un templo excesivamente ritualizado, vuelve a aparecer en la adición de 1Re 8, 27, en Is 66, 1-2 y culmina en las palabras de Cristo a la samaritana (Jn 4, 21-24) y en el discurso de Esteban (He 7, 48).
En boca de Dios la palabra «casa» tiene un sentido metafórico: significa «dinastía»: Te haré grande y te daré una dinastía. Cuando hayas llegado al término de tu vida y descanses con tus padres, estableceré después de ti a un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas, y consolidaré su reino... Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Directamente estas palabras se refieren a Salomón, el hijo de David. Pero ya desde un principio, y más todavía con el pasar del tiempo, el alcance de la profecía de Natán desborda al inmediato sucesor de David y orienta al lector hacia un descendiente de la dinastía davídica, en el que se cumplan todas las esperanzas que se habían formado en torno al rey ideal. Dicho con otras palabras, la profecía de Natán constituye el punto de arranque del llamado mesianismo real o monárquico, contradistinto del mesianismo profético del Segundo Isaías (Poemas del Siervo de Yavé) y del mesianismo apocalíptico de Daniel (v. 7) y de la literatura apocalíptica intertestamentaria en general.
El mesianismo real presenta al futuro mesías con rasgos tomados de la figura del rey, Los principales textos se encuentran en Isaías (7, 14-25; 9, 1-6; 11, 1-9), en Miqueas (5, 1-5) y en los salmos 2 y 110.
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