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sábado, 30 de enero de 2010

Día 30-01-2010. Ciclo C.

30 de enero de 2010. SÁBADO DE LA TERCERA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO . AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL (FERIA).  o SANTA MARÍA EN SÁBADO. (Ciclo C) 3ª semana del Salterio. SS. Lesmes ab, Martina de Roma mr, Jacinta Mariscotti vg, David Galvan pb
 


LITURGIA DE LA PALABRA.
2Sm 12,1-7a.10-17: ¡He pecado contra el Señor!
Salmo 50: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Mc 4,35-41: ¿Aún no tienen fe? 
El Reino de Dios exige seguidores con una fe profunda y resistente. La de debe superar todo temor. Es la invitación que el texto del Evangelio de hoy nos hace.
Jesús está durmiendo, mientras los discípulos sienten miedo por el viento que es impetuoso. Los discípulos corren a despertar a Jesús. Jesús se despierta, increpa el viento y el viento obedece. El despertar de Jesús, es una memoria de la resurrección y de su señorío. Es por eso que Jesús le habla al viento, como si fuera una persona y lo hace con autoridad. Frente a su Palabra, el viento no tiene otra salida que obedecer. En el relato, el viento es signo del maligno y otra vez queda demostrado que los espíritus del mal, reconocen el señorío de Jesús y le obedecen.
En el Reino, Jesús está al lado de los que se adhieren a su propuesta. ¡No hay que temer! Dios da la garantía que su amor no abandona nunca al creyente. Lo que el creyente debe hacer es convencerse de la compañía sincera de Jesús en medio de la historia. Dios mismo camina y avanza con el pueblo hasta llevarlo a puerto seguro. Comprendamos algo supremamente importante: ¡Dios no falla!

PRIMERA LECTURA.
2Samuel 12,1-7a.10-17
¡He pecado contra el Señor! 
En aquellos días, el Señor envió a Natán a David. Entró Natán ante el rey y le dijo: "Había dos hombres en un pueblo, uno rico y otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y bueyes; el pobre sólo tenía una corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico, y no queriendo perder una oveja o un buey, para invitar a su huésped, cogió la cordera del pobre y convidó a su huésped."
David se puso furioso contra aquel hombre y dijo a Natán: "Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte. No quiso respetar lo del otro; pues pagará cuatro veces el valor de la cordera." Natán dijo a David: "¡Eres tú! Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías, el hitita, y matándolo con la espada amonita. Así dice el Señor: "Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres y ante tus ojos se las daré a otro, que se acostará con ellas a la luz del sol que nos alumbra. Tú lo hiciste a escondidas, yo lo haré ante todo Israel, en pleno día."" David respondió a Natán: "¡He pecado contra el Señor!" Natán le dijo: "El Señor ha perdonado tu pecado, no morirás. Pero, por haber despreciado al Señor con lo que has hecho, el hijo que te ha nacido morirá."
Natán marchó a su casa. El Señor hirió al niño que la mujer de Urías había dado a David, y cayó gravemente enfermo. David pidió a Dios por el niño, prolongó su ayuno y de noche se acostaba en el suelo. Los ancianos de su casa intentaron levantarlo, pero él se negó, ni quiso comer nada con ellos.
Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 50
R/.Oh Dios, crea en mí un corazón puro. 
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, / renuévame por dentro con espíritu firme; / no me arrojes lejos de tu rostro, / no me quites tu santo espíritu. R.
Devuélveme la alegría de tu salvación, / afiánzame con espíritu generoso: / enseñaré a los malvados tus caminos, / los pecadores volverán a ti. R.
Líbrame de la sangre, oh Dios, / Dios, Salvador mío, / y cantará mi lengua tu justicia. / Señor, me abrirás los labios, / y mi boca proclamará tu alabanza. R.

SANTO EVANGELIO.
Marcos 4,35-41
¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! 
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: "Vamos a la otra orilla." Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole: "Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?" Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: "¡Silencio, cállate!" El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: "¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?" Se quedaron espantados y se decían unos a otros: "¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!"
Palabra del Señor.

Comentario de la Primera Lectura: Samuel 12,1-7ª.10-17 Tras haber hecho morir a Urías, David tomó a Betsabé como mujer. Pero el Señor no deja impune el delito y envía al profeta Natán para que mueva el corazón del rey a la conversión. Natán le cuenta la célebre parábola del hombre rico que toma para sí la única corderilla del vecino (vv. 1-4). David es un rey justo y pronuncia con indignación la inmediata condena del hombre: debe morir (v. 5).
Pero se produce entonces el giro dramático del relato: Natán no se demora más en relatos simbólicos, sino que habla con dura claridad: « ¡Ese hombre eres tú!» (v. 7). La palabra del profeta obtiene el efecto para el que ha sido pronunciada: David reconoce su pecado y la plegaria de arrepentimiento que brota de su corazón encuentra su expresión en el salmo 50.
Con todo, el drama no ha concluido. David no es rechazado por el Señor, que se mantiene fiel a la promesa de no alejarse de él como se había alejado de Saúl; sin embargo, llega el castigo, un castigo terrible que David padece impotente y postrado por el dolor: el niño, fruto del adulterio, enferma y muere.

Comentario del Salmo 50 Es un salmo de súplica individual. El salmista está viviendo un drama que consiste en la profunda toma de conciencia de la propia miseria y de los propios pecados; es plenamente consciente de la gravedad de su culpa, con la que ha roto la Alianza con Dios. Por eso suplica. Son muchas las peticiones que presenta, pero todas giran en torno a la primera de ellas: “¡Ten piedad de mí, OH Dios, por tu amor!” (3a).
Tal como se encuentra en la actualidad, este salmo está fuertemente unido al anterior (Sal 50). Funciona corno respuesta a la acusación que el Señor hace contra su pueblo. En el salmo 50, Dios acusaba pero, en lugar de dictar la sentencia, quedaba aguardando la conversión del pueblo. El salmo 51 es la respuesta que esperaba el Señor: «Un corazón contrito y humillado tú no lo desprecias» (19h). Pero con anterioridad, este salmo existió de forma independiente, como oración de una persona.
Tiene tres partes: 3-11; 12-19; 20-21. En la primera tenemos una riada de términos o expresiones relacionados con el pecado y la transgresión. Estos son algunos ejemplos: «culpa» (3), «injusticia» y «pecado» (4), «culpa» y «pecado» (5), «lo que es malo» (6), «culpa» y «pecador» (7), «pecados» y «culpa» (11). La persona que compuso esta oración compara su pecado con dos cosas: con una mancha que Dios tiene que lavar (9); y con una culpa (una deuda o una cuenta pendiente) que tiene que cancelar (11). En el caso de que Dios escuche estas súplicas, el resultado será el siguiente: la persona «lavada» quedará más blanca que la nieve (9) y libre de cualquier deuda u obligación de pago (parece que el autor no está pensando en sacrificios de acción de gracias). En esta primera parte, el pecado es una especie de obsesión: el pecador lo tiene siempre presente (5), impide que sus oídos escuchen el gozo y la alegría (10a); el pecador se siente aplastado, como si tuviera los huesos triturados a causa de su pecado (10b). En el salmista no se aprecia el menor atisbo de respuesta declarándose inocente, no intenta justificar nada de lo que ha hecho mal. Es plenamente consciente de su error, y por eso implora misericordia. El centro de la primera parte es la declaración de la justicia e inocencia de Dios:» Pero tú eres justo cuando hablas, y en el juicio, resultarás inocente» (6b). Para el pecador no hay nada más que la conciencia de su compromiso radical con el pecado: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (7).
Si en la primera parte nos encontrábamos en el reino del pecado, en la segunda (12-19) entramos en el del perdón y de la gracia. En la primera, el salmista exponía su miseria; en la segunda, cree en la riqueza de la misericordia divina. Pide una especie de «nueva creación» (12), a partir de la gracia. ¿En qué consiste esta renovación total? En un corazón puro y un espíritu firme (12). Para el pueblo de la Biblia, el «corazón» se identifica con la conciencia misma de la persona. Y el “espíritu firme” consiste en la predisposición para iniciar un nuevo camino.
Creada nuevamente por Dios, esta persona empieza a anunciar buenas noticias: «Enseñaré a los culpables tus caminos, y los pecadores volverán a ti» (15). ¿Por qué? Porque sólo puede hablar adecuadamente del perdón de Dios quien, de hecho, se siente perdonado por él. Hacia el final de esta parte, el salmista invoca la protección divina contra la violencia (16) y se abre a una alabanza incesante (17). En ocasiones, las personas que habían sido perdonadas se dirigían al templo para ofrecer sacrificios. Este salmista reconoce que el verdadero sacrificio agradable a Dios es un espíritu contrito (18-19).
La tercera parte (20-21) es, ciertamente, un añadido posterior. Después del exilio en Babilonia, hubo gente a quien resultó chocante la libertad con que se expresaba este salmista. Entonces se añadió este final, alterando la belleza del salmo. Aquí se pide que se reconstruyan las murallas de Sión (Jerusalén) y que el Señor vuelva nuevamente a aceptar los sacrificios rituales, ofrendas perfectas y holocaustos, y que sobre su altar se inmolen novillos. En esta época, debe de haber sido cuando el salmo 51 empezó a entenderse como repuesta a las acusaciones que Dios dirige a su pueblo en el salmo 50.
Este salmo es fruto de un conflicto o drama vivido por la persona que había pecado. Esta llega a lo más hondo de la miseria humana a causa de la culpa, toma conciencia de la gravedad de lo que ha hecho, rompiendo su compromiso con el Dios de la Alianza (6) y, por ello, pide perdón. En las dos primeras partes, esboza dos retratos: el del pecador (3-11) y el del Dios misericordioso, capaz de volver a crear al ser humano desde el perdón (12-19). También aparece, en segundo plano, un conflicto a propósito de las ceremonias del templo. Si se quiere ser riguroso, esta persona tenía que pedir perdón mediante el sacrificio de un animal. Sin embargo, descubre la profundidad de la gracia de Dios, que no quiere sacrificios, sino que acepta un corazón contrito y humillado (19).
Se trata, una vez más, del Dios de la Alianza, La expresión «contra ti, contra ti solo pequé» (6a) no quiere decir que esta persona no haya ofendido al prójimo. Su pecado consiste en haber cometido una injusticia (4a). Esta expresión quiere decir que la injusticia cometida contra un semejante es un pecado contra Dios y una violación de la Alianza. El salmista, pues, tiene una aguda conciencia (le la transgresión que ha cometido. Pero mayor que su pecado es la confianza en el Dios que perdona. Mayor que su injusticia es la gracia de su compañero fiel en la Alianza. Lo que el ser humano no es capaz de hacer (saldar la deuda que tiene con Dios), Dios lo concede gratuitamente cuando perdona.
El tema de la súplica está presente en la vida de Jesús (ya hemos tenido ocasión de comprobarlo a propósito de otros salmos de súplica individual). La cuestión del perdón ilimitado de Dios aparece con intensidad, por ejemplo, en el capítulo 18 de Mateo, en las parábolas de la misericordia (Lc 15) y en los episodios en los que Jesús perdona y «recrea» a las personas (por ejemplo, Jn 8,1-11; Lc 7,36-50, etc.).
El motivo «lavar» resuena en la curación del ciego de nacimiento (Jn 9,7); el «purifícame» indica hacia toda la actividad de Jesús, que cura leprosos, enfermos, etc.
La cuestión de la «conciencia de los pecados» aparece de diversas maneras. Aquí, tal vez, convenga recordar lo que Jesús les dijo a los fariseos que creían ver: «Si fueseis ciegos, no tendríais culpa; pero como decís que veis, seguís en pecado» (Jn 9,41). En este mismo sentido, se puede recordar lo que Jesús dijo a los líderes religiosos de su tiempo: «Si no creyereis que “yo soy el que soy”, moriréis en vuestros pecados» (Jn 8,24).
Este salmo es una súplica individual y se presta para ello. Conviene rezarlo cuando nos sentimos abrumados por nuestras culpas o «manchados» ante Dios y la gente o “en deuda” con ellos; cuando queremos que el perdón divino nos cree de nuevo, ilumine nuestra conciencia y nos dé nuevas fuerzas para el camino,..

Comentario del Santo Evangelio: Marcos 4,35-41 La tempestad calmada sigue al discurso sobre las parábolas (Mc 4,1-34) e inaugura una sección que incluye cuatro milagros (4,35—5,43). El arranque (vv. 35ss) inserta el episodio en la situación espacio-temporal precedente: es el mismo día, estamos aún en el lago. La iniciativa parte de Jesús, que decide «pasar a la otra orilla». Sin embargo, los discípulos son sujetos activos. Éstos «lo llevaron en la barca» y se quedaron después solos luchando contra la tempestad, mientras Jesús dormía.
La primera parte del relato (w 35-37) contempla un ritmo creciente de los acontecimientos hasta el drama. El y. 38 es central, y subraya el contraste entre la serenidad de Jesús y el ansia de los discípulos.
Casi se han invertido las relaciones: Jesús se confía, tranquilo, a la pericia de los marineros, pero los angustiados discípulos no confían en la presencia de Jesús,
incluso le lanzan reproches: “¿No te importa que perezcamos?” (v. 38). En la segunda parte (vv. 39ss), la decidida intervención de Jesús resuelve el drama. Basta una orden y callan tanto el fragor de la tempestad como el vocear aterrorizado de los discípulos: la pregunta de Jesús (v. 40) queda sin respuesta. El miedo que se ha apoderado de los discípulos es síntoma de falta de fe.
La manifestación del poder de Jesús sobre los elementos transforma el miedo en temor de Dios: los discípulos no tienen todavía claro quién es Jesús y sólo intuyen que hay en él algo que les llena de espanto.
La pregunta sobre la identidad de Jesús es una constante en el evangelio de Marcos (cf. Mc 1,27). La familiaridad con él no facilita mucho las cosas a los discípulos; más aún, habituarse a tenerlo como compañero de camino, tomarlo con ellos en su propia barca, puede engendrar la ilusión de haberse apoderado de él. Pero la inesperada tempestad supone para ellos un brusco despertar, un despertar que pone en crisis la confianza en el Maestro, y casi oímos la decepción en sus voces: « ¿No te importa que perezcamos?».
Cuántas veces nos sentimos tranquilos, al amparo de nuestras comunidades bien organizadas, protegidos por la asiduidad a los ritos y tranquilizados por lecturas edificantes. Incluso cuando nos aventuramos a salir al exterior, creemos seguir teniendo con nosotros al Señor, aunque, en realidad, no nos fiamos hasta el fondo de él: a la primera adversidad, a los primeros fracasos, le reprochamos habernos abandonado.
La fragilidad, la incertidumbre, la duda, nos parece que son sólo de los otros: nosotros conocemos bien el catecismo, ¡qué diantre! Sin embargo, también temblamos apenas se levanta el viento: somos nosotros los discípulos desconcertados y temerosos, somos nosotros David el pecador. “¡Ese hombre eres tú!”, nos dice también a nosotros el profeta.

Comentario del Santo Evangelio: Mc 4,35-41, para nuestros Mayores. La tempestad calmada. Contexto eclesial. Después de la enseñanza de Jesús sobre el Reino de Dios mediante parábolas, Marcos ofrece un ciclo de cuatro de sus milagros, el primero de los cuales es el de la tempestad calmada. El acento de estas narraciones milagrosas es marcadamente cristológico. Los milagros son la manifestación del poder divino de Jesús, vencedor del mal, del demonio, de la enfermedad y de la muerte. El evangelista muestra así la presencia del Reino actuando en la persona de Cristo, tanto en su anuncio como en su actividad misionera. Lo más probable es que el relato evangélico responda a una situación angustiosa de las comunidades de Marcos: persecución, conflictos internos...
Las comunidades se preguntan: ¿Dónde está el Señor que nos prometió su asistencia? ¿Duerme? Para dar respuesta a esta situación Marcos evoca este recuerdo de la convivencia de Jesús con los suyos. El Señor que entonces dormía, ahora, resucitado y con una presencia invisible entre los suyos, parece, a veces, estar ausente, sordo, ya que no escucha el clamor de los suyos que le gritan como los apóstoles: “Señor, ¿no te importa que nos hundamos?”.
Se trata de un relato postpascual. Para Marcos, el apaciguamiento de la tempestad no tiene sentido, sino en cuanto incluye ya la resurrección. Los apóstoles necesitarán la luz pascual para llegar a la verdadera fe. Los evangelios fueron escritos desde la experiencia pascual de los apóstoles y de la primitiva comunidad cristiana. Esto significa que el Espíritu quiere iluminar las situaciones de tormenta personal y comunitaria de los cristianos de todos los tiempos.
Relato parabólico. El relato, al margen de lo que tenga de histórico, tiene un sentido simbólico; habla de otras barcas y de otras tormentas. La tradición patrística ha visto siempre en la barca de Pedro, zarandeada por la tempestad, una imagen de la Iglesia universal y particular, de cada comunidad, de cada “iglesia doméstica” (la familia) y de todo discípulo de Jesús, azotados por las crisis, los conflictos y las dudas. Más o menos furiosas, habrá inexorablemente tormentas a todos los niveles. Las aguas de Tiberiades son generalmente tranquilas, pero fui testigo de una tormenta en la que las olas cruzaban de una a otra parte del barco; el relato nos habla de una de esas tormentas.
Para el pensamiento bíblico el mar era la guarida de las fuerzas del mal. Navegamos a veces en un entorno tempestuoso que amenaza con engullirnos. Las tormentas se repiten periódicamente; con frecuencia, las peores no están provocadas por elementos extraños, sino por los mismos que las sufrimos. Los grandes enemigos de la Iglesia y de sus comunidades no están fuera, sino dentro: las rivalidades, los protagonismos, la cerrazón, la manipulación, la falta de conversión, en definitiva. Lo peor de todo es considerarse comunidades y cristianos pasajeros, afortunados, que ven a la Iglesia como la barca de salvamento para sí mismos. Con ello, las comunidades y las personas dejan de ser cristianas, ya que “la Iglesia existe para evangelizar”. A la persona y a los grupos ensimismados se les multiplican las tormentas y los fantasmas.
Vino una gran calma. Los discípulos increpan a Jesús porque lo creen despreocupado: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”. Más dormida que el Maestro está su fe; por eso les reprende.
Partamos del hecho confortador de que Cristo resucitado viaja en nuestra misma barca. El Nuevo Testamento lo expresa reiteradamente: “No os dejaré desamparados” (Jn 14,18); “mirad que estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Promete su presencia en la barca del propio ser: “Vendremos a él y en él pondremos nuestra morada” (Jn 14,23). A la comunidad y a la “iglesia doméstica” les promete: “Cuando dos o más se reúnan en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20); está con nosotros en cada Eucaristía; estamos llenos de su presencia.
Muchos “cristianos” creen que Jesús sólo viene a la botadura de la barca como invitado de honor, cuando les bautizaron, hicieron la primera comunión o se casaron, pero luego se queda en tierra. No, nos acompañará durante toda la travesía. Quizás tenemos la sensación de que está ausente, de que “sestea” dejándonos solos ante el peligro. Ésta fue la experiencia del mismo Pablo, que pide ser liberado de un aguijón satánico, pero el Señor le responde: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Co 12,8).
No es Jesús el que falla, sino nuestra fe para descubrirlo, como les pasó a los de Emaús que no le reconocen en el camino. Él nos acompaña no como un espectador pasivo, sino como Salvador. Justamente Marcos ofrece el milagro de la tempestad calmada como signo de su divinidad. Al igual que el Dios bíblico, aparece dominando los elementos hostiles de la naturaleza, el mar embravecido. Ejerce su poder en favor de sus hermanos, los hombres, pero no para suplirnos en la responsabilidad de remar, sino para vigorizamos con el Espíritu. “A Dios rogando y con el remo dando”.
Si hay tormentas en la familia o en el grupo cristiano, turbaciones en la fe, si afecta una depresión, si hay conflictos matrimoniales... “a Dios rogando”, pero también “con el remo dando”, buscando medios y remedios humanos. Nada se soluciona sólo con padrenuestros. Hay que pedir auxilio a los demás y ofrecérselo. Todos somos mediadores de la ayuda del Señor.
El relato evangélico es muy consolador. No remamos solos. El Señor va con nosotros, como amigo en la noche oscura; no lo vemos, pero sabemos por la fe que nos acompaña para alentarnos.

Comentario del Santo Evangelio: (Mc 4,35-41), de Joven para Joven. Liberados del miedo. El relato de la tempestad calmada, que aparece como conclusión del discurso en parábolas como signo del poder de Cristo (el primero de una nueva serie, una especie de librito de los milagros), es una joya narrativa. Culmina con la pregunta: « ¿Quién es éste...? (v. 41), con la que el evangelista empuja al lector hacia la fe en Jesús, el Hijo de Dios que vence a la muerte y salva a los creyentes.
El marco del relato es el ya familiar mar de Galilea; Jesús había contado hasta ahora sus parábolas desde una barca, mientras que la gente estaba en la orilla. Sin solución de continuidad («Aquel mismo día, al caer la tarde»: v. 35a), Marcos narra el hecho de la tempestad calmada. El relato constituye en sí mismo una secuencia brevísima de fuertes contrastes: entre la borrasca y el sueño tranquilo de Jesús, entre el reposo del Maestro y la angustia de los discípulos, entre la tempestad y la bonanza. Por otro lado, el episodio se puede ilustrar con un rico fondo veterotestamentario: nos vienen a la mente los textos narrativos y poéticos que celebran el dominio del Señor sobre las aguas (por ejemplo, Sal 89,10s); a continuación, el hecho de que el mar, criatura de Dios, es también el símbolo del caos primordial y la sede de los monstruos marinos, criaturas demoníacas que amenazan a los navegantes, o también el simbolismo de la nave y de la tempestad. En particular, hay un texto bíblico que borda como en filigrana nuestro relato, y es el Sal 107,23-30, que relata una tempestad calmada con expresiones que casi coinciden con el relato de Marcos.
«Pasemos a la otra orilla» (v. 35b) es una orden dada con autoridad, una orden que requiere confianza y obediencia. Los discípulos la siguen sin discutir, recogiendo a Jesús “tal como estaba”, o sea, probablemente sin ni siquiera dejarle desembarcar, después de haber estado durante todo el día enseñando a la muchedumbre sobre la barca.
La tempestad que se desencadena de improviso en el lago, encajado en la fosa jordánica, a los pies de la cadena montañosa de Hermón, es un fenómeno que corresponde perfectamente a las condiciones climáticas del ambiente. Sin embargo, en el fondo de los textos bíblicos citados más arriba, aparece también de inmediato un significado más profundo: la pequeña y frágil comunidad de los discípulos está expuesta al asalto de fuerzas oscuras que amenazan su existencia. El sueño de Jesús es sorprendente en medio de este acontecimiento fortuito y desgraciado que sobreviene de modo inesperado. Explicarlo simplemente con el cansancio después de la larga jornada de predicación, o con el óptimo sistema nervioso del Maestro, ofrece una respuesta sólo satisfactoria en parte. ¿No habrá que ponerlo en relación con la intervención de los discípulos que «despiertan» a Jesús y con su «despertarse», alusivo a la misma resurrección de Cristo? Lo que sigue nos convencerá todavía más.
La invocación de los discípulos, ruda y desesperada, expresa una fe aún imperfecta: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38b; Mateo la transformará en una plegaria acongojada; cf. Mt 8,25). Jesús, que duerme, invita a los atemorizados discípulos a descubrir, más allá del silencio y de su aparente desinterés, la presencia amorosa de aquel que lo puede todo. La falta de fe de los discípulos consiste en haber pensado que Jesús los había abandonado a su destino. La duda concierne a su intervención, a su persona y, en último extremo, a su amor. En vez de mirar con un ánimo ansioso la situación, era mejor estar junto al que reposaba tranquilo «a popa, durmiendo sobre el cabezal» (v. 38a), un detalle que, como un flash, sólo recoge Marcos.
Jesús, despertado por los discípulos, se levanta. El verbo eghéiro, que se repite dos veces (la segunda en el compuesto dieghéiro), alude a la resurrección, para la que el vocabulario del Nuevo Testamento usa precisamente el mismo verbo. Al sueño, acostumbrada metáfora de la muerte, se contrapone, en suma, el «despertarse-levantarse» de Cristo, que vence para sí mismo y para los suyos el asalto del mar, símbolo bíblico de las potencias infernales y de la muerte.
Jesús «increpó» al viento y calmó el mar. Es preciso prestar atención, de nuevo, al vocabulario: los verbos usados, dando un colorido de exorcismo a la orden de Jesús, sugieren una lectura más rica del milagro. El Maestro aquieta el mar como lo haría con un ser demoníaco, enemigo del hombre. La «gran calma» —lo opuesto a la «fuerte borrasca» que se había abatido sobre el lago y sobre la barca— marca la victoria de Jesús, que libera a sus discípulos del asalto de la muerte. Y el Nazareno dirige ahora un reproche a sus discípulos, un reproche que apunta también al lector del evangelio: « ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía no tenéis fe?»  (v. 40).
El «todavía» alude a la experiencia pasada, que habría debido fundamentar el valor frente al peligro. Los discípulos deberían conocer ya a Jesús y su poder que salva. Sin embargo, están llenos todavía de miedo (al pie de la letra: «viles»): la muerte les aterroriza, del mismo modo que más tarde les espantará la perspectiva de la Pasión (cf. 8,32; 10,32) y se darán a la fuga (14,50). El miedo denuncia la falta de fe.
Los discípulos, cuya fe no ha llegado todavía a la madurez y sigue en un estado inicial, casi embrionario, son presa, al final del episodio, de un sentimiento religioso de «temor» ante la epifanía de lo divino. Esto se expresa en la pregunta que se dirigen unos a otros: « ¿Quién es éste?» (v. 41). La pregunta seguirá abierta hasta que las nuevas experiencias y la obra misteriosa de la gracia les lleven a confesar: «! Tú eres el Mesías ¡» (8,29).
El miedo es mala compañía. Puede ser el miedo a lo desconocido o al mañana, el temor a cualquier enemigo o a una enfermedad, algo que venga a turbar de alguna manera nuestra serenidad impidiéndonos la realización de la felicidad.
Un día, en el lago de Tiberíades, también los discípulos de Jesús experimentaron un gran miedo. Aunque eran pescadores avezados y habituados a los caprichos de la naturaleza, la borrasca debía ser en aquella ocasión de unas proporciones gigantescas y la barca corría el peligro de hundirse. Afortunadamente, Jesús estaba con ellos. Su intervención trajo serenidad, primero a sus corazones y después al lago agitado. El fragmento sirve como ejemplo y como amonestación para expulsar nuestros miedos, incluso los que tienen base, porque el Señor Jesús es el fuerte, capaz de redimensionar —hasta eliminarlo por completo— cualquier obstáculo. Con él no hay nada que temer.
El reproche dirigido a los discípulos resuena en la historia y se convierte en amonestación para todos nosotros. Entrevemos en él la condición itinerante de la fe, que, amenazada, debe vencer la tentación de la poca confianza en el Señor Jesús. Si él está presente, su persona es título suficiente de salvación. Como el seguimiento, también la fe es un camino iniciado y nunca concluido. Adherirnos a Jesús significa aventurarnos en una gran empresa de progresivo conocimiento, significa iniciar y continuar, con paciencia y con humildad, un exaltante camino de descubrimiento. Esto es también un aspecto de la fe.
Nos encontramos fácilmente en la titubeante situación de los discípulos cuando, ante las dificultades, nos sentimos sumergidos y tenemos la impresión de estar abandonados. Experimentamos muchas veces el desánimo que nos abraza hasta triturar nuestra esperanza, impidiéndonos ver el futuro. Estamos ahogados en el mar de nuestros problemas, incapaces de darnos cuenta de la presencia de los otros y, sobre todo, de la de Jesús. Muchas veces experimentamos un miedo que, en ocasiones, se hunde en el pánico. Entonces lo vemos todo negro, nos dejamos caer en la depresión, la emprendemos con los otros y, tal vez, con el mismo Dios.
En estos casos estamos llamados a levantar la mirada de nuestro mundo limitado y a abrirnos a Otro. Aunque nuestro grito está motivado por el miedo y tal vez por la desesperación, es también siempre una incipiente oración. Jesús nos ha demostrado —y continúa haciéndolo— que no se muestra sordo a las llamadas de los hombres. El está ahí y, aunque duerma, cuida de nosotros. Este pensamiento nos sostiene, nos estimula, nos garantiza que estamos en la parte de la vida.

Elevación Espiritual para este día. Es bueno no caer, o bien caer y volver a levantarse. Y si llegamos a caer, es bueno no desesperar y no volvernos extraños al amor que tiene el Soberano por el hombre. Si lo quiere, puede tener, en efecto, misericordia de nuestra debilidad. Tan solo hemos de limitarnos a no alejarnos de él, a no sentirnos angustiados si nos sentimos forzados por los mandamientos, y no hemos de sentirnos abatidos si no llegamos a nada. No debemos tener prisa ni replegarnos, sino volver a empezar siempre de nuevo. Espéralo, y él tendrá misericordia de ti, bien con la conversión, bien con pruebas, bien con cualquier otra providencia que ignoras (Pedro Damasceno, Libro secondo. Ottavo discorso, en La filocalia, Turín 1982, 1, p. 94 [edición española: La filocalia de la oración de Jesús, Sígueme, Salamanca 1998]).

Reflexión Espiritual para el día. (La historia de David) llena de sensatez, no es lejana para nosotros, porque David es un gran modelo para todos los tiempos. Nos enseña cómo a partir de pequeñas desatenciones puede entrar el hombre en graves dificultades, y si no mantiene la mirada fija en Dios cae en errores cada vez más grandes para cubrir los precedentes. Dios, sin embargo, es rico en misericordia e interviene para ayudarnos a volver a encontrar lo mejor de nosotros, a volver a encontrar lo que el Espíritu ha puesto como don en nuestro corazón: el amor a la verdad, a la justicia, a la lealtad.
Nos reconocemos en David porque en cada uno de nosotros está el corazón malvado del que procede el desorden. Por eso nos invitan el salmo 50 y el relato (del segundo libro de Samuel) a reflexionar en serio: no podemos presumir de estar exentos de la culpa sólo porque no seamos reyes o no tengamos el poder de David. Es nuestra condición humana la que se encuentra en un destino de desorden y, por eso, corre el riesgo de convertirnos, al menos en las pequeñas circunstancias, en prisioneros de nosotros mismos, incapaces de reconocernos y de confesarnos pecadores. Sólo la gracia de Dios, continuamente invocada y acogida, vuelve a ponernos cada día en la verdad.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 2Sm 12, 1-7a. 10-17 (12, 1-9. 13/12, 7-10. 13). Tú eres ese hombre. Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría;
si mi adversario se alzase contra mí, me escondería de él;
pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente,
a quien me unía una dulce intimidad:
juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios (Sal 55, 13-45).
Aquí podríamos recordar los mimos de Yavé por su viña (Is 5, 1-7) y todas las letanías de los beneficios de Dios en favor de su pueblo, los cuales, en la mayoría de los casos, no han encontrado de parte de los hombres más que una respuesta de ingratitud y deslealtad.
David respondió a Natán: He pecado contra el Señor. Si grave fue el pecado, grande ha sido también el arrepentimiento y la humildad: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente. Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre (Sal 51).
Aunque este salmo es posterior a David, sin embargo, la tradición ha estado acertada al colocarlo en boca del rey pecador, pues interpreta perfectamente sus sentimientos, una vez que reconoció sus crímenes.
Dios perdona y perdona con creces y generosamente, por el gesto magnánimo de Dios no disminuye, por eso, la gravedad del pecado. De la seriedad y gravedad del pecado habla bien claro la muerte del Hijo de Dios en la cruz. En nuestro caso concreto, David recibe el perdón de Dios, pero no le ha ahorrado duros sacrificios en calidad de penitencia: La espada no se apartará nunca de tu casa. Estas palabras, escritas después de los hechos, se refieren a las muertes sangrientas de los hijos de David: Amnón, Absalón, Adonías. Te arrebatará tus mujeres y ante tus ojos se las dará a otro, se refiere a la rebelión de Absalón (16, 20-22).
Admirable es asimismo la plegaria de David por el niño condenado a morir. Es una prueba del amor por el hijo y por su madre, Betsabé, y también una prueba de la fe y la confianza del rey en la oración: clama, gime, ayuna, se postra en tierra y trata de forzar, cual otro Abraham, la misericordia de Dios.
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