Europa y América -escribió- se prueba con argumentos; en Japón con una convicción vivida, que naturalmente, ha de desprenderse, explícita o implícitamente, de aquellos argumentos. En otros continentes nos preguntan qué creemos; en Japón se fijan en cómo creemos. Allí pesan el valor de nuestra ideología desnuda descarnada; aquí, si nuestra vida es coherente con esa ideología, cuyo esqueleto no les interesa apenas conocen ¿De dónde sacaba él, menudo de cuerpo, tanta energía interior para trasladarse continuamente a los escenarios y frentes humanos más diversos e implicarse gratuitamente en ellos? Cada uno podría acaparar entera a una persona y una vida, porque no se trataba de problemas menores, sino de fenómenos, situaciones y dinamismos humanos de alta tensión y, por consiguiente, de alto riesgo personal: concilio, inserción, ateísmo, promoción de la justicia, ecumenismo, acomodación de la Vida Religiosa, marxismo, inculturación, discernimiento, Latinoamérica, refugiados.
Situaciones que siguen vivas en sus escritos, lo estuvieron de modo directo en sus decisiones de gobierno como General de la Compañía, en innumerables encuentros personales y oficiales con toda clase de gente o en su conversación ordinaria, y siguen vivas para los que las compartieron con él. Porque muchas cosas hizo fáciles el padre Arrupe, pero ninguna tanto como el acceso a él. Su sonrisa, su memoria para el recuerdo personal, pero sobre todo sus preguntas, fueron siempre puertas abiertas a todos.
Arrupe pregunta. De esa manera sale de sí al encuentro de todos, humilde y con hambre, con voluntad de saber y con ganas de ayudar. Sus cuestionamientos no llevan hiel, ni poder; no aplastan a nadie; al contrario, acogen e invitan a todos a pasar.
O son su estilo de andar saliendo por las encrucijadas, donde los viajantes se despistan, invitando, como Jesús de Nazaret, a hablar: ¿Qué os pasa?, ¿qué discutís por el camino?
Arrupe se pregunta marcado como esto por Ignacio de Loyola y su escuela de observación y autocrítica. E1 libro interior de su yo más profundo registra, continuamente como un sismógrafo ultrasensible, grande y pequeñas sacudidas. Las innumerables experiencias de sus relaciones humanas no le resbalan. En silencio del "loto" de la "hoja plegada" de su yoga, o en el corazón de la "misa en mi catedral", como llama a la pequeña capilla donde pasa cada día, las primeras horas antes del alba, le resuena una campana interior: ¿qué he hecho?, ¿qué hago?, ¿qué he de hacer?
Arrupe se deja preguntar. Desde luego por Dios, que pregunta también con voz de hombre, con la voz de todos los hombres que preguntan. Arrupe no elude el cuerpo ni esquiva ninguna pregunta. A cada nueva cuestión humana, como en su desembarco en Japón, sigue arrumbando los viejos cartapacios de las viejas ideas.
"Tenemos que reeducarnos en…", fue una de sus consignas favoritas. Y los puntos se le llenaban de sustantivos. En esta agilidad discernidora para eliminar lo caduco y arriesgarse a lo nuevo, nacida de una profunda libertad interior, recibió el secreto de su juventud. En ella le asaltó, como ladrón de caminos, la enfermedad a la que resistiría diez años. Pero ya había develado su secreto.
Una persona, un colectivo, una institución (Iglesia incluida) que no pregunta, no se pregunta y no se deja preguntar, son realidades terminadas. En el mejor de los casos, piezas para un museo. La pregunta en todas sus direcciones (ida y vuelta, y dentro) es el sello del que vive y del que ayuda a vivir. La expresión más viva de la fe no es la afirmación, sino la pregunta. Desde la fe como seguridad profunda, el creyente se atreve a preguntar a Dios: ¿por qué…?, ¿cómo puede ser…?, ¿qué quieres…? y, por supuesto, al ser humano: ¿qué te pasa?, que es otra manera de preguntar a Dios.
Así fue Pedro Arrupe: un creyente que no tiene respuesta para todo, pero que por serlo, es capaz de acompañar al hombre en todas sus preguntas, de hacer suyas las preguntas de todos y de caminar con ellos, con cualquiera, todos los días, hacia el "Dios siempre mayor", que encierra todas las respuestas.

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