| Este es un espacio que nace con la intención de llevar a ustedes la Oración Evangélica, a la luz de los textos sagrados que continene su palabra y que predicaron los evangelistas Juan, Lucas, Marcos y Mateo. Los artículos de esta sección se irán renovando periódicamente. |
Contenido:
EXPUSADO DE NAZARETH
Mt, 13, 5458; Mr. 6, 1-6; Lc. 4, 23-30; 13, 22.
En el viaje a Jerusalén, pasaba enseñando por ciudades y aldeas. Partió de allí y vino a su patria, acompañado de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga. Los numerosos oyentes, llenos de admiración decían: ¿De dónde le viene esto y qué sabiduría es ésta que se le ha comunicado? ¿Y estos grandes prodigios que obran sus manos? ¿No es Éste el hijo de José el carpintero, el Hijo de María y pariente de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No están aquí entre nosotros los de su familia? Pues ¿de dónde le viene todo esto? Y se escandalizaban de Él. Y les dijo: Seguramente me diréis aquel proverbio: Médico, cúrate a ti mismo. Haz aquí, en tu país, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaum. Y dijo: En verdad os digo que ningún profeta es bien mirado en su tierra, entre sus parientes y los de su casa. También os aseguro, muchas viudas había en Israel, en tiempo de Elías, cuando el cielo estuvo cerrado durante tres año. Y seis meses y hubo grande hambre sobre toda la tierra. Y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo y ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el siro. Oyendo esto, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira. Y levantándose lo arrojaron fuera de la ciudad y lo llevaron a la cumbre de la montaña, sobre la que estaba edificada, para precipitarlo. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó. Y no podía hacer allí milagro alguno, sino que impuso las manos a unos pocos enfermos y los curó. Y se maravillaba de su incredulidad y recorría las aldeas del contorno enseñando.
. —De dónde le viene a Este esta sabiduría? Mt.13, 54.
Te han visto, Señor, largos años en Nazareth, ocupado en los trabajos manuales de un oficio humilde y no comprenden de dónde te viene tan singular sabiduría.
No has ido a las escuelas. No te has sentado a los pies de los sabios y sabes más que ellos. Ellos no hubieran podido enseñarte esa doctrina que propones. Se admiran de Ti y de tu sabiduría.
¿Cómo no comprenden que ha de haber en Ti un misterio, que no es de este mundo?
Y ¿cómo no lo comprendo yo, cuando tantas cosas inexplicables me salen al paso?
No son inexplicables tan sólo para la ignorancia, sino también para la más penetrante sabiduría.
Dichoso es aquel que no se cierra neciamente a lo que no entiende y lo rechaza porque no está de acuerdo con las enseñanzas de la tierra.
Dichoso el que aprende de Ti lo que no se enseña en las escuelas.
A tus pies me postro, buen Maestro, para escucharte, porque Tú tienes palabras que no pueden decir los hombres.
Pon las en mi inteligencia y en mi corazón, porque traen sabiduría del cielo.
—No es Este el carpintero? Mr. 6, 3.
Si, Tú eres, Señor, como uno cualquiera de nosotros, que te has dignado tomar parte de nuestras faenas y ocupaciones ordinarias.
Has querido tomar en tus manos benditas los instrumentos de un oficio y ganarte el pan de cada día con el sudor de tu frente.
Tú eres quien te pasabas largas horas en el taller, empleado en esas ocupaciones modestas que son necesarias para la existencia normal de nuestra vida.
Tú prestabas tus servicios normales a los que venían a requerirlos y recibías por ellos la compensación, que Tú necesitabas para sacar adelante la familia.
Misterio grande y sencillo, tan humano y tan incomprensible. En el pueblo todos te conocen como el carpintero de tantos años, a quien vieron continuamente, sin admiración y sin extrañeza, en el oficio heredado de tu padre.
Jesús de Nazareth, ¿quién podría sospechar entonces esta tu sabiduría y estos tus prodigios? Y Tú eres el mismo de antes, sino que ahora descubres algo de lo que estaba oculto.
Y me enseñas, Señor, cuando te manifiestas y me enseñas más aún con tu escondimiento.
.—Ningún profeta es bien mirado en su tierra.Lc. 4, 24.
¡Cómo influyen, Señor, los afectos terrenos en que yo acepte o rechace! Desprecio lo que veo cada día y me parece vulgar y sin interés. Creo que ya he desentraña4o todo su valor y que no da más de sí.
Pienso que no puede ser profeta, ni santo el que convive conmigo. Veo que es un hombre como yo, sujeto a mis mismas necesidades, y no quiero concederle superioridad ninguna sobre mí.
La envidia y la soberbia cierran mi corazón. Pero Tú, Señor, inspiras donde quieres y escoges tus instrumentos según tu voluntad, sin atender a circunstancias de la tierra.
Eliges al que está lejos y al que está cerca de mí. Y quieres que yo sea humilde y me incline ante tu elección y mire con buenos ojos al que viene como enviado tuyo.
No permitas, Señor, que consideraciones terrenas cieguen mis ojos a tu luz.
Háblame por quien Tú quieras y dame humildad pare recibir y escuchar al que viene a mí con tu mensaje.
Como no es palabra de la tierra la que trae, de nade sirve el mirar de qué tierra sale. Viene de Ti en tu nombre.
—Al oír esto, se encendieron en ira. Lc, 4, 28.
No era eso, Maestro, lo que ellos esperaban de Ti. Los has defraudado. A pesar de que tus palabras han sido tan discretas.
Ellos aspiraban a una cosa concretísima y tangible: ventajas y privilegios, por ser Tú del pueblo. Que Nazareth fuera la primera en participar de tu gloria en ascenso y de gozar de tus milagros.
Y comprendieron inmediatamente que no habría nade de eso. Pero no comprendieron que Tú intentabas levantarlos a regiones más espirituales y más desprendidas.
Tú querías disponer sus corazones a la verdad. Y para ello son un estorbo los egoísmos y las consideraciones, puramente naturales de carne y sangre.
No lo comprendieron y se pusieron furiosos. Se acabó toda la admiración de hace un momento.
No lo comprendo yo tampoco, Señor, con mis impaciencias y mis desilusiones.
Me he acercado tantas veces a Ti; pero no te buscaba a Ti mismo, ni buscaba la verdad. Me buscaba a mí y la solución de tales problemas y conflictos naturales. Y también yo quedé decepcionado. Me aparté de Ti no con ira, pero sí con indiferencia y con encogimiento de hombros. ¿Pera qué? ¿Qué saco de acercarme al Señor? No iba a ponerme en tus manos a preguntarte tu verdad. Mi corazón se endureció.
—Y se maravillaba de la incredulidad de ellos. Mr. 6, 6.
¿Qué misterio es éste, buen Maestro? Te tenían continuamente. Ante sus ojos, escuchaban tus palabras admirables y más que humanas, veían multiplicarse tus prodigios; y no creían.
Y Tú te maravillabas de la incredulidad de ellos. Te maravillabas, Porque era algo que excedía la medida ordinaria. La dureza de mi corazón de ellos sobrepujaba a todas las misericordias tuyas.
¡Maestro, haz mi corazón dócil y blando! Porque es cosa del corazón.
A pesar de los ojos y de los oídos, de lo que ellos oigan o vean, es un corazón malo de incredulidad lo que nos aporta de Ti.
Pero cuando el corazón se entrega, no hace falta que vean los ojos, porque quien ve es el corazón. Por eso Tú mismo dijiste que, para ver a Dios, hace falta tener el corazón limpio.
Y por eso mi fe también se enturbia y vacila y quisiera prodigios para fortificarla. Y aunque Vinieran prodigios asombrosos. Mí fe seguiría vacilante y estéril, si antes no tocas Tú mi corazón y lo purificas con tu divino contacto.
Señor, toca mi corazón, para que se encienda mi fe.
Aparición en el cenáculo Mr. 16, 14; Lc. 24, 36-43; Jn. 20, 19-23.
Y, mientras contaban esto, aquel día, el primero de la semana, siendo ya tarde y estando las puertas cerradas donde estaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos, cuando estaban a la mesa, y les dijo: La paz con vosotros. Quedaron sobrecogidos y llenos de miedo; creían ver un espíritu. Pero El dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy Yo mismo. Tocadme y ved. Un Espíritu no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo. Y como esto dijo, les mostró las manos y los pies y el costado. Como siguiesen incrédulos por la alegría y admirados, añadió: ¿Tenéis algo que comer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de ellos. Y los discípulos se alegraron viendo al Señor. Y les reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos. Jesús les dijo de nuevo: La paz con vosotros. Como el Padre me ha enviado, así Yo os envío. Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados. A quienes los retuviereis, les serán retenidos.
.-La paz con vosotros. Lc. 24, 36
-La paz no es un deseo de tu corazón, Señor, para nuestros corazones inquietos. No es una palabra formularia y un saludo amigable. Es el don más precioso que Tú comunicas a los que se acercan a Ti y quieren recibirlo.
Dame la paz, Jesús, que no encuentro en nada de este mundo. Dame tu paz, que es la única paz; la que cae como un bálsamo sobre las heridas de mi lucha interior.
Ven, Señor, con tu paz a tantos espíritus en discordia. No se entienden a sí mismos; no se entienden unos a otros.
Mira las inquietudes de dentro y las contiendas de fuera.
Ensayan vanas componendas, pero el odio sigue en los corazones como germen de incesantes peleas.
Ven con tu amor y con tu paz, buen Jesús. Porque sólo tu amor ahoga los egoísmos y amordaza las pasiones.
Danos la mansedumbre y la sencillez de tu paz. Danos la paz que brota de la caridad y que derrama caridad sobre los corazones.
Danos, Jesús, la bendición de tu paz, que nos una a todos en tu corazón.
—Soy Yo mismo. Lc. 26, 38.
Sí, Señor Jesús, eres el mismo. El que murió en la cruz y se entregó con infinita caridad.
Todo pareció entonces terminar para Ti y para tus aturdidos discípulos.
Pero aquí estás otra vez, vivo como antes. No eres un fantasma impalpable. Eres el mismo.
Ellos se asombran y apenas si acaban de creerlo. ¡Qué alegría sustancial, Señor, la del que te ve y te reconoce!
Eres Tú mismo, que te manifiestas de nuevo, cuando las tinieblas de mi desolación eran más negras. Lo creía todo perdido sin esperanzas. ¡Y estás aquí!
Lo reconozco en mi transformación interior, en la luz que se ha encendido dentro de mí, en este conmoverse sosegado y profundo de mi corazón.
Eres el mismo, Señor, y dime que eres el mismo. Enséñame tus llagas para que yo aprenda a sufrir con amor y con agradecimiento y con esperanza.
Eres el mismo siempre, cuando te escondes y cuando vuelves a mí. En la cruz y en la gloria. Eres Tú mismo y con el mismo amor.
—Les mostró las manos y los pies. Lc. 24, 40.
Eres, Maestro, el mismo de antes y de siempre. Tus llagas dan testimonio de Ti. En tus manos y en tus pies benditos quedan las cicatrices gloriosas, que me hablan de tu amor.
Los sufrimientos pasaron, pero el amor permanece. Y por eso perseveran las llagas después de tu gloria. Son símbolos exteriores y manifestaciones de la caridad interior.
Varían las circunstancias y las peripecias de tu vida. Varían los caminos que recorren tus pies y las obras que realizan tus manos.
Unas veces son pies pequeñitos, que besa tu Madre, y otras veces son pies traspasados y fijos a la cruz.
Las muestras del amor son diversas, pero el amor es siempre el mismo.
Como yo quisiera, buen Maestro, ser siempre el mismo contigo y mostrarte siempre el mismo amor.
Aun en mis obras más humildes un amor tan grande, como en las más heroicas que pudiera hacer.
Porque no son las obras, sino el amor que las realiza lo que tiene valor.
—Así, Yo os envío. Jn. 20, 21.
Lo importante, Señor, es que yo vaya en efecto porque Tú me envías y no por mi propia voluntad; que yo vaya con tu mensaje y no con mis personales opiniones. Esto es lo que me dará seguridad y fuerza en mis caminos.
Cuando me envías Tú, tu bendición me acompaña y me protege. Pones en mis palabras el sello de tu verdad.
No soy yo el que va, sino un mensajero cualquiera con tu nombre inconfundible sobre la frente.
No permitas, Señor, que yo vaya y venga por mi propio arbitrio. Que no sea yo el que escoja mis caminos y mis destinos.
Vengo a Ti irremediablemente, Dios mío por mi condición de criatura, y eres Tú el que has de señalarme mi trayectoria. Y, sobre todo, no permitas que yo usurpe tu santo nombre para mis personales intentos. Que no vaya con mis planes, diciendo que son tus planes. Que no vaya con mis ideas, diciendo que son palabras tuyas.
No consientas, Dios único y verdadero, que yo fabrique ídolos de barro y los proponga al reconocimiento y adoración de los hombres.
En tu nombre voy, Señor, enviado por Ti y para cumplir tu obra, por los caminos que Tú me abras.
—Recibid el Espíritu Santo. Jn. 20, 22.
Ven, Espíritu Santo, sobre mi inteligencia para traerme la verdad y sobre mi corazón para encenderme con tu fuego.
Ven, para defenderme del espíritu de las tinieblas y de sus oscuras asechanzas.
Ven sobre mí y sobre mis hermanos y sobre la santa Iglesia, para conducirla y defenderla y dilatarla y santificarla.
Ven, Espíritu divino, Como testimonio de luz a los pueblos sentado aún en las sombras de la muerte.
Ven sobre las almas que vacilan y dudan, sobre las que ya han perdido la luz de la fe o están a punto de perderla.
Ven como vinculo de unión sobre todos los cristianos, que caminan disgregados, rotos los lazos de unidad y de paz.
Ven, Espíritu, para disolver este materialismo de nuestros pensamientos y de nuestros deseos.
El Hijo, que es el Señor Jesús, te envió a nosotros como supremo don para nuestro consuelo y esperanza.
Por Ti lo reconocemos a El como Señor y con Él podemos subir hasta el Padre. Tú nos purificas con tu fuego y nos impulsas con tu aliento divino y como soplo vivificante reanimas la torpe parálisis de nuestros miembros.
—A quienes perdonáis los pecados, les serán perdonados. Jn. 20, 23.
En tu nombre, buen Maestro, y con tu poder van tus discípulos por el mundo derramando la misericordia y el perdón.
Como Tú perdonabas, quieres que ellos sigan perdonando.
Y son muchos a repartir el perdón, porque son muchos los pecados y es interminable tu misericordia.
Para que ningún corazón se hunda, envías tu perdón a todas partes. Sigues buscando a los pecadores, donde quiera que estén.
Tú no viniste a castigar y a perder, sino a salvar. Y no se fue contigo a los cielos el perdón, porque los pecados seguían acá en la tierra y necesitábamos de tu misericordia.
¡ Bendito seas, Señor Jesús! ¡Bendita sea esa palabra que dices a tus discípulos y ese poder que les dejas!
Es el río de tu sangre, que sigue corriendo por la tierra, para que podamos purificarnos con ella.
¡Cómo necesito y cómo necesitamos todos de esa tu inacabable misericordia! ¡Qué seguridad y qué paz sobre mi corazón en sus horas tristes!
Y, mientras contaban esto, aquel día, el primero de la semana, siendo ya tarde y estando las puertas cerradas donde estaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos, cuando estaban a la mesa, y les dijo: La paz con vosotros. Quedaron sobrecogidos y llenos de miedo; creían ver un espíritu. Pero El dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy Yo mismo. Tocadme y ved. Un Espíritu no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo. Y como esto dijo, les mostró las manos y los pies y el costado. Como siguiesen incrédulos por la alegría y admirados, añadió: ¿Tenéis algo que comer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de ellos. Y los discípulos se alegraron viendo al Señor. Y les reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos. Jesús les dijo de nuevo: La paz con vosotros. Como el Padre me ha enviado, así Yo os envío. Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados. A quienes los retuviereis, les serán retenidos.
.-La paz con vosotros. Lc. 24, 36
-La paz no es un deseo de tu corazón, Señor, para nuestros corazones inquietos. No es una palabra formularia y un saludo amigable. Es el don más precioso que Tú comunicas a los que se acercan a Ti y quieren recibirlo.
Dame la paz, Jesús, que no encuentro en nada de este mundo. Dame tu paz, que es la única paz; la que cae como un bálsamo sobre las heridas de mi lucha interior.
Ven, Señor, con tu paz a tantos espíritus en discordia. No se entienden a sí mismos; no se entienden unos a otros.
Mira las inquietudes de dentro y las contiendas de fuera.
Ensayan vanas componendas, pero el odio sigue en los corazones como germen de incesantes peleas.
Ven con tu amor y con tu paz, buen Jesús. Porque sólo tu amor ahoga los egoísmos y amordaza las pasiones.
Danos la mansedumbre y la sencillez de tu paz. Danos la paz que brota de la caridad y que derrama caridad sobre los corazones.
Danos, Jesús, la bendición de tu paz, que nos una a todos en tu corazón.
—Soy Yo mismo. Lc. 26, 38.
Sí, Señor Jesús, eres el mismo. El que murió en la cruz y se entregó con infinita caridad.
Todo pareció entonces terminar para Ti y para tus aturdidos discípulos.
Pero aquí estás otra vez, vivo como antes. No eres un fantasma impalpable. Eres el mismo.
Ellos se asombran y apenas si acaban de creerlo. ¡Qué alegría sustancial, Señor, la del que te ve y te reconoce!
Eres Tú mismo, que te manifiestas de nuevo, cuando las tinieblas de mi desolación eran más negras. Lo creía todo perdido sin esperanzas. ¡Y estás aquí!
Lo reconozco en mi transformación interior, en la luz que se ha encendido dentro de mí, en este conmoverse sosegado y profundo de mi corazón.
Eres el mismo, Señor, y dime que eres el mismo. Enséñame tus llagas para que yo aprenda a sufrir con amor y con agradecimiento y con esperanza.
Eres el mismo siempre, cuando te escondes y cuando vuelves a mí. En la cruz y en la gloria. Eres Tú mismo y con el mismo amor.
—Les mostró las manos y los pies. Lc. 24, 40.
Eres, Maestro, el mismo de antes y de siempre. Tus llagas dan testimonio de Ti. En tus manos y en tus pies benditos quedan las cicatrices gloriosas, que me hablan de tu amor.
Los sufrimientos pasaron, pero el amor permanece. Y por eso perseveran las llagas después de tu gloria. Son símbolos exteriores y manifestaciones de la caridad interior.
Varían las circunstancias y las peripecias de tu vida. Varían los caminos que recorren tus pies y las obras que realizan tus manos.
Unas veces son pies pequeñitos, que besa tu Madre, y otras veces son pies traspasados y fijos a la cruz.
Las muestras del amor son diversas, pero el amor es siempre el mismo.
Como yo quisiera, buen Maestro, ser siempre el mismo contigo y mostrarte siempre el mismo amor.
Aun en mis obras más humildes un amor tan grande, como en las más heroicas que pudiera hacer.
Porque no son las obras, sino el amor que las realiza lo que tiene valor.
—Así, Yo os envío. Jn. 20, 21.
Lo importante, Señor, es que yo vaya en efecto porque Tú me envías y no por mi propia voluntad; que yo vaya con tu mensaje y no con mis personales opiniones. Esto es lo que me dará seguridad y fuerza en mis caminos.
Cuando me envías Tú, tu bendición me acompaña y me protege. Pones en mis palabras el sello de tu verdad.
No soy yo el que va, sino un mensajero cualquiera con tu nombre inconfundible sobre la frente.
No permitas, Señor, que yo vaya y venga por mi propio arbitrio. Que no sea yo el que escoja mis caminos y mis destinos.
Vengo a Ti irremediablemente, Dios mío por mi condición de criatura, y eres Tú el que has de señalarme mi trayectoria. Y, sobre todo, no permitas que yo usurpe tu santo nombre para mis personales intentos. Que no vaya con mis planes, diciendo que son tus planes. Que no vaya con mis ideas, diciendo que son palabras tuyas.
No consientas, Dios único y verdadero, que yo fabrique ídolos de barro y los proponga al reconocimiento y adoración de los hombres.
En tu nombre voy, Señor, enviado por Ti y para cumplir tu obra, por los caminos que Tú me abras.
—Recibid el Espíritu Santo. Jn. 20, 22.
Ven, Espíritu Santo, sobre mi inteligencia para traerme la verdad y sobre mi corazón para encenderme con tu fuego.
Ven, para defenderme del espíritu de las tinieblas y de sus oscuras asechanzas.
Ven sobre mí y sobre mis hermanos y sobre la santa Iglesia, para conducirla y defenderla y dilatarla y santificarla.
Ven, Espíritu divino, Como testimonio de luz a los pueblos sentado aún en las sombras de la muerte.
Ven sobre las almas que vacilan y dudan, sobre las que ya han perdido la luz de la fe o están a punto de perderla.
Ven como vinculo de unión sobre todos los cristianos, que caminan disgregados, rotos los lazos de unidad y de paz.
Ven, Espíritu, para disolver este materialismo de nuestros pensamientos y de nuestros deseos.
El Hijo, que es el Señor Jesús, te envió a nosotros como supremo don para nuestro consuelo y esperanza.
Por Ti lo reconocemos a El como Señor y con Él podemos subir hasta el Padre. Tú nos purificas con tu fuego y nos impulsas con tu aliento divino y como soplo vivificante reanimas la torpe parálisis de nuestros miembros.
—A quienes perdonáis los pecados, les serán perdonados. Jn. 20, 23.
En tu nombre, buen Maestro, y con tu poder van tus discípulos por el mundo derramando la misericordia y el perdón.
Como Tú perdonabas, quieres que ellos sigan perdonando.
Y son muchos a repartir el perdón, porque son muchos los pecados y es interminable tu misericordia.
Para que ningún corazón se hunda, envías tu perdón a todas partes. Sigues buscando a los pecadores, donde quiera que estén.
Tú no viniste a castigar y a perder, sino a salvar. Y no se fue contigo a los cielos el perdón, porque los pecados seguían acá en la tierra y necesitábamos de tu misericordia.
¡ Bendito seas, Señor Jesús! ¡Bendita sea esa palabra que dices a tus discípulos y ese poder que les dejas!
Es el río de tu sangre, que sigue corriendo por la tierra, para que podamos purificarnos con ella.
¡Cómo necesito y cómo necesitamos todos de esa tu inacabable misericordia! ¡Qué seguridad y qué paz sobre mi corazón en sus horas tristes!
Comienzo de la Cena Mt. 26, 20 y 29; Mr. 14, 17-18 y 25; Lc. 22, 14-18 y 24-30.
Cuando llegó la hora por la tarde, se puso a la mesa con los Doce discípulos. Sentados a la mesa y comiendo, dijo Jesús: He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no la comerá y no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre. Y tomando una copa, dio gracias y dijo: Tomad y re partidla entre vosotros. Hubo entre ellos una contienda sobre cuál de ellos era el mayor. Y Él les dijo: los reyes de las naciones las dominan y sus príncipes se llaman bienhechores. No así vosotros, sino que el mayor sea como el menor y el que manda como el que sirve. Porque ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es verdad que el que esta a la mesa? Yo estoy entre vosotros como el que sirve. Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Como mi Padre me ha dado el Reino, así os lo doy Yo a vosotros, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentáis sobre trono, juzguéis a las doce tribus de Israel.
He deseado ardientemente comer esta Pascua, Lc. 22, 15.
— ¿Por qué, buen Maestro, este deseo tan ardiente, que tienes en tu corazón y no quieres ocultar? Tú sabes que esta Pascua anuncia lo que va a suceder en seguida. No la temes, sino que la deseas. No huyes de ella, sino que la preparas cuidadosamente.
Ya está aquí lo que tanto has deseado. Has comido otros años la Pascua, pero (leseabas precisamente ésta. ¿Qué misterios tiene esta Pascua para Ti, Jesús?
Es una doble Pascua, la que Tú terminas y la que Tú inauguras. La Pascua vieja que ya no podrá comerse más y la que vamos a comer en adelante.
Desde que existe tu voluntad de hombre, bullen en ella los deseos (le que llegara esta hora, para mostrar al Padre con los hechos toda tu sumisión y a nosotros tu inextinguible caridad.
Toda tu vida iba corriendo al encuentro de esta Pascua en que, sobre la misma mesa, iban a ponerse uno tras otro los dos corderos.
—Hasta el día aquel en que lo bebe nuevo con vosotros. Mt. 26, 29.
Sabes, Jesús, que es el final. Y ya hablas de otro día en que todo será nuevo. Se acaba lo gastado y lo que tiene que acabar.
Se acaban para Ti las bebidas de este mundo, aunque muy pronto tus fauces resecas van a sentir la sed.
Ya no beberás más, ni los tuyos se reunirán contigo para beber en las circunstancias de ahora. Pero se reunirán otra vez y beberán contigo y Tú con ellos la novedad de otra copa inacabable.
¡Señor, que renuevas nuestras esperanzas precisamente cuando las cosas se nos va de las manos!
Andamos apurando difícilmente unas gotas finales y Tú nos prometes la abundancia nueva, que apague definitivamente nuestras ansias.
¿Cuándo estarás con nosotros, Señor, para darnos lo nuevo y beber de ello en nuestra compañía?
Se acerca la noche, pero volverá la hora y romperá la plena luz de un día indeficiente.
Y todo será nuevo para nosotros y estaremos contigo.
1047—Una contienda sobre cual era el mayor. Lc. 22, 24.
Nunca somos, Señor, tan vanos y tan pequeños como cuando intentamos aparecer mayores. Lucha la pequeñez con la pequeñez y se empeña en empinarse para ser vista.
Tus mismos discípulos se enredan, Maestro, en estas preocupaciones raquíticas, cuando Tú vas envuelto en tus misteriosos y altísimos pensamientos y en los deseos más encumbrados y humildes de tu corazón.
Cuando Tú vas a caer ignominiosamente de tu gloria humana, sueñan ellos con encaramarse.
Cada cual piensa de sí lo más excelso, se compara con los otros y se antepone a ellos neciamente. Y todo cuanto tenemos, Dios mío, es tuyo.
Todo ha de servir para nuestra más grande responsabilidad y para que nos consideremos más obligados a ponerlo y a ponernos al servicio de los otros.
Cada don tuyo es una razón más que nos obliga a nueva servidumbre.
Aparta, Señor, de mi corazón todo vano deseo, toda jactancia o envidia.
Y no permitas que yo luche jamás por alcanzar gloria o preeminencia en este mundo.
—Yo estoy entre vosotros corno el que sirve. Lc. 22, 27.
Tú eres, Jesús, el mayor de todos y el primogénito entre todas las criaturas. Nadie hay que pueda compararse contigo ni entre los hombres, ni entre los ángeles.
Y, sin embargo, te has despojado de tu propia grandeza y apareces como uno cualquiera de nosotros.
Has venido a la tierra para servir y te has vestido con las ropas de siervo. Y te has colocado en el último lugar, de manera que ya nadie puede descender más bajo.
Es ridículo y necio que tu pobre siervo quiera usurpar la categoría de señor y pretenda mandar y ser obedecido y servido por los demás consiervos.
Dame, Dios mío, espíritu de servicio como corresponde a lo que soy. Pon en mi corazón humildes sentimientos de siervo.
Muy realzada ha quedado ya, Jesús, mi inferior categoría, con que Tú hayas querido descender hasta ella y ponerte mucho más bajo de lo que yo pueda ponerme.
—Vosotros habéis perseverado conmigo en mis
Quisiera, buen Maestro, poder afirmarlo también de mi, sin vacilaciones y hablando de todas tus pruebas.
Y quisiera, sobre todo, que pudieras afirmarlo Tú y tuvieras esta demostración de mi fidelidad.
No he sido fiel, Señor. Lo confieso con pesadumbre y con intolerable vergüenza. No he perseverado siempre contigo.
Pequeñas pruebas me han hecho retroceder; por pequeños y tristes caprichos me he apartado de Ti.
En los momentos de favor te daba seguridades y te prometía seguirte siempre.
Cuando luego se ofrecía la oportunidad y tenía que sufrir o debía renunciar a algún placer, dejaba a un lado todas mis promesas anteriores.
Esta es la verdad de mi vida y ya tengo miedo hasta de repetirte otra vez mis promesas anteriores.
Perdóname una vez más, pacientísimo perdonador. Haz que vengan sobre mí nuevas pruebas para que pueda demostrarte mi fidelidad, pero dame fuerzas y sostén Tú mismo mi debilidad y cobardía.
EXPUSADO DE NAZARETH
Mt, 13, 5458; Mr. 6, 1-6; Lc. 4, 23-30; 13, 22.
En el viaje a Jerusalén, pasaba enseñando por ciudades y aldeas. Partió de allí y vino a su patria, acompañado de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga. Los numerosos oyentes, llenos de admiración decían: ¿De dónde le viene esto y qué sabiduría es ésta que se le ha comunicado? ¿Y estos grandes prodigios que obran sus manos? ¿No es Éste el hijo de José el carpintero, el Hijo de María y pariente de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No están aquí entre nosotros los de su familia? Pues ¿de dónde le viene todo esto? Y se escandalizaban de Él. Y les dijo: Seguramente me diréis aquel proverbio: Médico, cúrate a ti mismo. Haz aquí, en tu país, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaum. Y dijo: En verdad os digo que ningún profeta es bien mirado en su tierra, entre sus parientes y los de su casa. También os aseguro, muchas viudas había en Israel, en tiempo de Elías, cuando el cielo estuvo cerrado durante tres año. Y seis meses y hubo grande hambre sobre toda la tierra. Y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo y ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el siro. Oyendo esto, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira. Y levantándose lo arrojaron fuera de la ciudad y lo llevaron a la cumbre de la montaña, sobre la que estaba edificada, para precipitarlo. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó. Y no podía hacer allí milagro alguno, sino que impuso las manos a unos pocos enfermos y los curó. Y se maravillaba de su incredulidad y recorría las aldeas del contorno enseñando.
. —De dónde le viene a Este esta sabiduría? Mt.13, 54.
Te han visto, Señor, largos años en Nazareth, ocupado en los trabajos manuales de un oficio humilde y no comprenden de dónde te viene tan singular sabiduría.
No has ido a las escuelas. No te has sentado a los pies de los sabios y sabes más que ellos. Ellos no hubieran podido enseñarte esa doctrina que propones. Se admiran de Ti y de tu sabiduría.
¿Cómo no comprenden que ha de haber en Ti un misterio, que no es de este mundo?
Y ¿cómo no lo comprendo yo, cuando tantas cosas inexplicables me salen al paso?
No son inexplicables tan sólo para la ignorancia, sino también para la más penetrante sabiduría.
Dichoso es aquel que no se cierra neciamente a lo que no entiende y lo rechaza porque no está de acuerdo con las enseñanzas de la tierra.
Dichoso el que aprende de Ti lo que no se enseña en las escuelas.
A tus pies me postro, buen Maestro, para escucharte, porque Tú tienes palabras que no pueden decir los hombres.
Pon las en mi inteligencia y en mi corazón, porque traen sabiduría del cielo.
—No es Este el carpintero? Mr. 6, 3.
Si, Tú eres, Señor, como uno cualquiera de nosotros, que te has dignado tomar parte de nuestras faenas y ocupaciones ordinarias.
Has querido tomar en tus manos benditas los instrumentos de un oficio y ganarte el pan de cada día con el sudor de tu frente.
Tú eres quien te pasabas largas horas en el taller, empleado en esas ocupaciones modestas que son necesarias para la existencia normal de nuestra vida.
Tú prestabas tus servicios normales a los que venían a requerirlos y recibías por ellos la compensación, que Tú necesitabas para sacar adelante la familia.
Misterio grande y sencillo, tan humano y tan incomprensible. En el pueblo todos te conocen como el carpintero de tantos años, a quien vieron continuamente, sin admiración y sin extrañeza, en el oficio heredado de tu padre.
Jesús de Nazareth, ¿quién podría sospechar entonces esta tu sabiduría y estos tus prodigios? Y Tú eres el mismo de antes, sino que ahora descubres algo de lo que estaba oculto.
Y me enseñas, Señor, cuando te manifiestas y me enseñas más aún con tu escondimiento.
.—Ningún profeta es bien mirado en su tierra.Lc. 4, 24.
¡Cómo influyen, Señor, los afectos terrenos en que yo acepte o rechace! Desprecio lo que veo cada día y me parece vulgar y sin interés. Creo que ya he desentraña4o todo su valor y que no da más de sí.
Pienso que no puede ser profeta, ni santo el que convive conmigo. Veo que es un hombre como yo, sujeto a mis mismas necesidades, y no quiero concederle superioridad ninguna sobre mí.
La envidia y la soberbia cierran mi corazón. Pero Tú, Señor, inspiras donde quieres y escoges tus instrumentos según tu voluntad, sin atender a circunstancias de la tierra.
Eliges al que está lejos y al que está cerca de mí. Y quieres que yo sea humilde y me incline ante tu elección y mire con buenos ojos al que viene como enviado tuyo.
No permitas, Señor, que consideraciones terrenas cieguen mis ojos a tu luz.
Háblame por quien Tú quieras y dame humildad pare recibir y escuchar al que viene a mí con tu mensaje.
Como no es palabra de la tierra la que trae, de nade sirve el mirar de qué tierra sale. Viene de Ti en tu nombre.
—Al oír esto, se encendieron en ira. Lc, 4, 28.
No era eso, Maestro, lo que ellos esperaban de Ti. Los has defraudado. A pesar de que tus palabras han sido tan discretas.
Ellos aspiraban a una cosa concretísima y tangible: ventajas y privilegios, por ser Tú del pueblo. Que Nazareth fuera la primera en participar de tu gloria en ascenso y de gozar de tus milagros.
Y comprendieron inmediatamente que no habría nade de eso. Pero no comprendieron que Tú intentabas levantarlos a regiones más espirituales y más desprendidas.
Tú querías disponer sus corazones a la verdad. Y para ello son un estorbo los egoísmos y las consideraciones, puramente naturales de carne y sangre.
No lo comprendieron y se pusieron furiosos. Se acabó toda la admiración de hace un momento.
No lo comprendo yo tampoco, Señor, con mis impaciencias y mis desilusiones.
Me he acercado tantas veces a Ti; pero no te buscaba a Ti mismo, ni buscaba la verdad. Me buscaba a mí y la solución de tales problemas y conflictos naturales. Y también yo quedé decepcionado. Me aparté de Ti no con ira, pero sí con indiferencia y con encogimiento de hombros. ¿Pera qué? ¿Qué saco de acercarme al Señor? No iba a ponerme en tus manos a preguntarte tu verdad. Mi corazón se endureció.
—Y se maravillaba de la incredulidad de ellos. Mr. 6, 6.
¿Qué misterio es éste, buen Maestro? Te tenían continuamente. Ante sus ojos, escuchaban tus palabras admirables y más que humanas, veían multiplicarse tus prodigios; y no creían.
Y Tú te maravillabas de la incredulidad de ellos. Te maravillabas, Porque era algo que excedía la medida ordinaria. La dureza de mi corazón de ellos sobrepujaba a todas las misericordias tuyas.
¡Maestro, haz mi corazón dócil y blando! Porque es cosa del corazón.
A pesar de los ojos y de los oídos, de lo que ellos oigan o vean, es un corazón malo de incredulidad lo que nos aporta de Ti.
Pero cuando el corazón se entrega, no hace falta que vean los ojos, porque quien ve es el corazón. Por eso Tú mismo dijiste que, para ver a Dios, hace falta tener el corazón limpio.
Y por eso mi fe también se enturbia y vacila y quisiera prodigios para fortificarla. Y aunque Vinieran prodigios asombrosos. Mí fe seguiría vacilante y estéril, si antes no tocas Tú mi corazón y lo purificas con tu divino contacto.
Señor, toca mi corazón, para que se encienda mi fe.
Aparición en el cenáculo Mr. 16, 14; Lc. 24, 36-43; Jn. 20, 19-23.
Y, mientras contaban esto, aquel día, el primero de la semana, siendo ya tarde y estando las puertas cerradas donde estaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos, cuando estaban a la mesa, y les dijo: La paz con vosotros. Quedaron sobrecogidos y llenos de miedo; creían ver un espíritu. Pero El dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy Yo mismo. Tocadme y ved. Un Espíritu no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo. Y como esto dijo, les mostró las manos y los pies y el costado. Como siguiesen incrédulos por la alegría y admirados, añadió: ¿Tenéis algo que comer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de ellos. Y los discípulos se alegraron viendo al Señor. Y les reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos. Jesús les dijo de nuevo: La paz con vosotros. Como el Padre me ha enviado, así Yo os envío. Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados. A quienes los retuviereis, les serán retenidos.
.-La paz con vosotros. Lc. 24, 36
-La paz no es un deseo de tu corazón, Señor, para nuestros corazones inquietos. No es una palabra formularia y un saludo amigable. Es el don más precioso que Tú comunicas a los que se acercan a Ti y quieren recibirlo.
Dame la paz, Jesús, que no encuentro en nada de este mundo. Dame tu paz, que es la única paz; la que cae como un bálsamo sobre las heridas de mi lucha interior.
Ven, Señor, con tu paz a tantos espíritus en discordia. No se entienden a sí mismos; no se entienden unos a otros.
Mira las inquietudes de dentro y las contiendas de fuera.
Ensayan vanas componendas, pero el odio sigue en los corazones como germen de incesantes peleas.
Ven con tu amor y con tu paz, buen Jesús. Porque sólo tu amor ahoga los egoísmos y amordaza las pasiones.
Danos la mansedumbre y la sencillez de tu paz. Danos la paz que brota de la caridad y que derrama caridad sobre los corazones.
Danos, Jesús, la bendición de tu paz, que nos una a todos en tu corazón.
—Soy Yo mismo. Lc. 26, 38.
Sí, Señor Jesús, eres el mismo. El que murió en la cruz y se entregó con infinita caridad.
Todo pareció entonces terminar para Ti y para tus aturdidos discípulos.
Pero aquí estás otra vez, vivo como antes. No eres un fantasma impalpable. Eres el mismo.
Ellos se asombran y apenas si acaban de creerlo. ¡Qué alegría sustancial, Señor, la del que te ve y te reconoce!
Eres Tú mismo, que te manifiestas de nuevo, cuando las tinieblas de mi desolación eran más negras. Lo creía todo perdido sin esperanzas. ¡Y estás aquí!
Lo reconozco en mi transformación interior, en la luz que se ha encendido dentro de mí, en este conmoverse sosegado y profundo de mi corazón.
Eres el mismo, Señor, y dime que eres el mismo. Enséñame tus llagas para que yo aprenda a sufrir con amor y con agradecimiento y con esperanza.
Eres el mismo siempre, cuando te escondes y cuando vuelves a mí. En la cruz y en la gloria. Eres Tú mismo y con el mismo amor.
—Les mostró las manos y los pies. Lc. 24, 40.
Eres, Maestro, el mismo de antes y de siempre. Tus llagas dan testimonio de Ti. En tus manos y en tus pies benditos quedan las cicatrices gloriosas, que me hablan de tu amor.
Los sufrimientos pasaron, pero el amor permanece. Y por eso perseveran las llagas después de tu gloria. Son símbolos exteriores y manifestaciones de la caridad interior.
Varían las circunstancias y las peripecias de tu vida. Varían los caminos que recorren tus pies y las obras que realizan tus manos.
Unas veces son pies pequeñitos, que besa tu Madre, y otras veces son pies traspasados y fijos a la cruz.
Las muestras del amor son diversas, pero el amor es siempre el mismo.
Como yo quisiera, buen Maestro, ser siempre el mismo contigo y mostrarte siempre el mismo amor.
Aun en mis obras más humildes un amor tan grande, como en las más heroicas que pudiera hacer.
Porque no son las obras, sino el amor que las realiza lo que tiene valor.
—Así, Yo os envío. Jn. 20, 21.
Lo importante, Señor, es que yo vaya en efecto porque Tú me envías y no por mi propia voluntad; que yo vaya con tu mensaje y no con mis personales opiniones. Esto es lo que me dará seguridad y fuerza en mis caminos.
Cuando me envías Tú, tu bendición me acompaña y me protege. Pones en mis palabras el sello de tu verdad.
No soy yo el que va, sino un mensajero cualquiera con tu nombre inconfundible sobre la frente.
No permitas, Señor, que yo vaya y venga por mi propio arbitrio. Que no sea yo el que escoja mis caminos y mis destinos.
Vengo a Ti irremediablemente, Dios mío por mi condición de criatura, y eres Tú el que has de señalarme mi trayectoria. Y, sobre todo, no permitas que yo usurpe tu santo nombre para mis personales intentos. Que no vaya con mis planes, diciendo que son tus planes. Que no vaya con mis ideas, diciendo que son palabras tuyas.
No consientas, Dios único y verdadero, que yo fabrique ídolos de barro y los proponga al reconocimiento y adoración de los hombres.
En tu nombre voy, Señor, enviado por Ti y para cumplir tu obra, por los caminos que Tú me abras.
—Recibid el Espíritu Santo. Jn. 20, 22.
Ven, Espíritu Santo, sobre mi inteligencia para traerme la verdad y sobre mi corazón para encenderme con tu fuego.
Ven, para defenderme del espíritu de las tinieblas y de sus oscuras asechanzas.
Ven sobre mí y sobre mis hermanos y sobre la santa Iglesia, para conducirla y defenderla y dilatarla y santificarla.
Ven, Espíritu divino, Como testimonio de luz a los pueblos sentado aún en las sombras de la muerte.
Ven sobre las almas que vacilan y dudan, sobre las que ya han perdido la luz de la fe o están a punto de perderla.
Ven como vinculo de unión sobre todos los cristianos, que caminan disgregados, rotos los lazos de unidad y de paz.
Ven, Espíritu, para disolver este materialismo de nuestros pensamientos y de nuestros deseos.
El Hijo, que es el Señor Jesús, te envió a nosotros como supremo don para nuestro consuelo y esperanza.
Por Ti lo reconocemos a El como Señor y con Él podemos subir hasta el Padre. Tú nos purificas con tu fuego y nos impulsas con tu aliento divino y como soplo vivificante reanimas la torpe parálisis de nuestros miembros.
—A quienes perdonáis los pecados, les serán perdonados. Jn. 20, 23.
En tu nombre, buen Maestro, y con tu poder van tus discípulos por el mundo derramando la misericordia y el perdón.
Como Tú perdonabas, quieres que ellos sigan perdonando.
Y son muchos a repartir el perdón, porque son muchos los pecados y es interminable tu misericordia.
Para que ningún corazón se hunda, envías tu perdón a todas partes. Sigues buscando a los pecadores, donde quiera que estén.
Tú no viniste a castigar y a perder, sino a salvar. Y no se fue contigo a los cielos el perdón, porque los pecados seguían acá en la tierra y necesitábamos de tu misericordia.
¡ Bendito seas, Señor Jesús! ¡Bendita sea esa palabra que dices a tus discípulos y ese poder que les dejas!
Es el río de tu sangre, que sigue corriendo por la tierra, para que podamos purificarnos con ella.
¡Cómo necesito y cómo necesitamos todos de esa tu inacabable misericordia! ¡Qué seguridad y qué paz sobre mi corazón en sus horas tristes!
Y, mientras contaban esto, aquel día, el primero de la semana, siendo ya tarde y estando las puertas cerradas donde estaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos, cuando estaban a la mesa, y les dijo: La paz con vosotros. Quedaron sobrecogidos y llenos de miedo; creían ver un espíritu. Pero El dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies. Soy Yo mismo. Tocadme y ved. Un Espíritu no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo. Y como esto dijo, les mostró las manos y los pies y el costado. Como siguiesen incrédulos por la alegría y admirados, añadió: ¿Tenéis algo que comer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo tomó y comió delante de ellos. Y los discípulos se alegraron viendo al Señor. Y les reprendió por su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos. Jesús les dijo de nuevo: La paz con vosotros. Como el Padre me ha enviado, así Yo os envío. Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados. A quienes los retuviereis, les serán retenidos.
.-La paz con vosotros. Lc. 24, 36
-La paz no es un deseo de tu corazón, Señor, para nuestros corazones inquietos. No es una palabra formularia y un saludo amigable. Es el don más precioso que Tú comunicas a los que se acercan a Ti y quieren recibirlo.
Dame la paz, Jesús, que no encuentro en nada de este mundo. Dame tu paz, que es la única paz; la que cae como un bálsamo sobre las heridas de mi lucha interior.
Ven, Señor, con tu paz a tantos espíritus en discordia. No se entienden a sí mismos; no se entienden unos a otros.
Mira las inquietudes de dentro y las contiendas de fuera.
Ensayan vanas componendas, pero el odio sigue en los corazones como germen de incesantes peleas.
Ven con tu amor y con tu paz, buen Jesús. Porque sólo tu amor ahoga los egoísmos y amordaza las pasiones.
Danos la mansedumbre y la sencillez de tu paz. Danos la paz que brota de la caridad y que derrama caridad sobre los corazones.
Danos, Jesús, la bendición de tu paz, que nos una a todos en tu corazón.
—Soy Yo mismo. Lc. 26, 38.
Sí, Señor Jesús, eres el mismo. El que murió en la cruz y se entregó con infinita caridad.
Todo pareció entonces terminar para Ti y para tus aturdidos discípulos.
Pero aquí estás otra vez, vivo como antes. No eres un fantasma impalpable. Eres el mismo.
Ellos se asombran y apenas si acaban de creerlo. ¡Qué alegría sustancial, Señor, la del que te ve y te reconoce!
Eres Tú mismo, que te manifiestas de nuevo, cuando las tinieblas de mi desolación eran más negras. Lo creía todo perdido sin esperanzas. ¡Y estás aquí!
Lo reconozco en mi transformación interior, en la luz que se ha encendido dentro de mí, en este conmoverse sosegado y profundo de mi corazón.
Eres el mismo, Señor, y dime que eres el mismo. Enséñame tus llagas para que yo aprenda a sufrir con amor y con agradecimiento y con esperanza.
Eres el mismo siempre, cuando te escondes y cuando vuelves a mí. En la cruz y en la gloria. Eres Tú mismo y con el mismo amor.
—Les mostró las manos y los pies. Lc. 24, 40.
Eres, Maestro, el mismo de antes y de siempre. Tus llagas dan testimonio de Ti. En tus manos y en tus pies benditos quedan las cicatrices gloriosas, que me hablan de tu amor.
Los sufrimientos pasaron, pero el amor permanece. Y por eso perseveran las llagas después de tu gloria. Son símbolos exteriores y manifestaciones de la caridad interior.
Varían las circunstancias y las peripecias de tu vida. Varían los caminos que recorren tus pies y las obras que realizan tus manos.
Unas veces son pies pequeñitos, que besa tu Madre, y otras veces son pies traspasados y fijos a la cruz.
Las muestras del amor son diversas, pero el amor es siempre el mismo.
Como yo quisiera, buen Maestro, ser siempre el mismo contigo y mostrarte siempre el mismo amor.
Aun en mis obras más humildes un amor tan grande, como en las más heroicas que pudiera hacer.
Porque no son las obras, sino el amor que las realiza lo que tiene valor.
—Así, Yo os envío. Jn. 20, 21.
Lo importante, Señor, es que yo vaya en efecto porque Tú me envías y no por mi propia voluntad; que yo vaya con tu mensaje y no con mis personales opiniones. Esto es lo que me dará seguridad y fuerza en mis caminos.
Cuando me envías Tú, tu bendición me acompaña y me protege. Pones en mis palabras el sello de tu verdad.
No soy yo el que va, sino un mensajero cualquiera con tu nombre inconfundible sobre la frente.
No permitas, Señor, que yo vaya y venga por mi propio arbitrio. Que no sea yo el que escoja mis caminos y mis destinos.
Vengo a Ti irremediablemente, Dios mío por mi condición de criatura, y eres Tú el que has de señalarme mi trayectoria. Y, sobre todo, no permitas que yo usurpe tu santo nombre para mis personales intentos. Que no vaya con mis planes, diciendo que son tus planes. Que no vaya con mis ideas, diciendo que son palabras tuyas.
No consientas, Dios único y verdadero, que yo fabrique ídolos de barro y los proponga al reconocimiento y adoración de los hombres.
En tu nombre voy, Señor, enviado por Ti y para cumplir tu obra, por los caminos que Tú me abras.
—Recibid el Espíritu Santo. Jn. 20, 22.
Ven, Espíritu Santo, sobre mi inteligencia para traerme la verdad y sobre mi corazón para encenderme con tu fuego.
Ven, para defenderme del espíritu de las tinieblas y de sus oscuras asechanzas.
Ven sobre mí y sobre mis hermanos y sobre la santa Iglesia, para conducirla y defenderla y dilatarla y santificarla.
Ven, Espíritu divino, Como testimonio de luz a los pueblos sentado aún en las sombras de la muerte.
Ven sobre las almas que vacilan y dudan, sobre las que ya han perdido la luz de la fe o están a punto de perderla.
Ven como vinculo de unión sobre todos los cristianos, que caminan disgregados, rotos los lazos de unidad y de paz.
Ven, Espíritu, para disolver este materialismo de nuestros pensamientos y de nuestros deseos.
El Hijo, que es el Señor Jesús, te envió a nosotros como supremo don para nuestro consuelo y esperanza.
Por Ti lo reconocemos a El como Señor y con Él podemos subir hasta el Padre. Tú nos purificas con tu fuego y nos impulsas con tu aliento divino y como soplo vivificante reanimas la torpe parálisis de nuestros miembros.
—A quienes perdonáis los pecados, les serán perdonados. Jn. 20, 23.
En tu nombre, buen Maestro, y con tu poder van tus discípulos por el mundo derramando la misericordia y el perdón.
Como Tú perdonabas, quieres que ellos sigan perdonando.
Y son muchos a repartir el perdón, porque son muchos los pecados y es interminable tu misericordia.
Para que ningún corazón se hunda, envías tu perdón a todas partes. Sigues buscando a los pecadores, donde quiera que estén.
Tú no viniste a castigar y a perder, sino a salvar. Y no se fue contigo a los cielos el perdón, porque los pecados seguían acá en la tierra y necesitábamos de tu misericordia.
¡ Bendito seas, Señor Jesús! ¡Bendita sea esa palabra que dices a tus discípulos y ese poder que les dejas!
Es el río de tu sangre, que sigue corriendo por la tierra, para que podamos purificarnos con ella.
¡Cómo necesito y cómo necesitamos todos de esa tu inacabable misericordia! ¡Qué seguridad y qué paz sobre mi corazón en sus horas tristes!
Comienzo de la Cena Mt. 26, 20 y 29; Mr. 14, 17-18 y 25; Lc. 22, 14-18 y 24-30.
Cuando llegó la hora por la tarde, se puso a la mesa con los Doce discípulos. Sentados a la mesa y comiendo, dijo Jesús: He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no la comerá y no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre. Y tomando una copa, dio gracias y dijo: Tomad y re partidla entre vosotros. Hubo entre ellos una contienda sobre cuál de ellos era el mayor. Y Él les dijo: los reyes de las naciones las dominan y sus príncipes se llaman bienhechores. No así vosotros, sino que el mayor sea como el menor y el que manda como el que sirve. Porque ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es verdad que el que esta a la mesa? Yo estoy entre vosotros como el que sirve. Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Como mi Padre me ha dado el Reino, así os lo doy Yo a vosotros, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentáis sobre trono, juzguéis a las doce tribus de Israel.
He deseado ardientemente comer esta Pascua, Lc. 22, 15.
— ¿Por qué, buen Maestro, este deseo tan ardiente, que tienes en tu corazón y no quieres ocultar? Tú sabes que esta Pascua anuncia lo que va a suceder en seguida. No la temes, sino que la deseas. No huyes de ella, sino que la preparas cuidadosamente.
Ya está aquí lo que tanto has deseado. Has comido otros años la Pascua, pero (leseabas precisamente ésta. ¿Qué misterios tiene esta Pascua para Ti, Jesús?
Es una doble Pascua, la que Tú terminas y la que Tú inauguras. La Pascua vieja que ya no podrá comerse más y la que vamos a comer en adelante.
Desde que existe tu voluntad de hombre, bullen en ella los deseos (le que llegara esta hora, para mostrar al Padre con los hechos toda tu sumisión y a nosotros tu inextinguible caridad.
Toda tu vida iba corriendo al encuentro de esta Pascua en que, sobre la misma mesa, iban a ponerse uno tras otro los dos corderos.
—Hasta el día aquel en que lo bebe nuevo con vosotros. Mt. 26, 29.
Sabes, Jesús, que es el final. Y ya hablas de otro día en que todo será nuevo. Se acaba lo gastado y lo que tiene que acabar.
Se acaban para Ti las bebidas de este mundo, aunque muy pronto tus fauces resecas van a sentir la sed.
Ya no beberás más, ni los tuyos se reunirán contigo para beber en las circunstancias de ahora. Pero se reunirán otra vez y beberán contigo y Tú con ellos la novedad de otra copa inacabable.
¡Señor, que renuevas nuestras esperanzas precisamente cuando las cosas se nos va de las manos!
Andamos apurando difícilmente unas gotas finales y Tú nos prometes la abundancia nueva, que apague definitivamente nuestras ansias.
¿Cuándo estarás con nosotros, Señor, para darnos lo nuevo y beber de ello en nuestra compañía?
Se acerca la noche, pero volverá la hora y romperá la plena luz de un día indeficiente.
Y todo será nuevo para nosotros y estaremos contigo.
1047—Una contienda sobre cual era el mayor. Lc. 22, 24.
Nunca somos, Señor, tan vanos y tan pequeños como cuando intentamos aparecer mayores. Lucha la pequeñez con la pequeñez y se empeña en empinarse para ser vista.
Tus mismos discípulos se enredan, Maestro, en estas preocupaciones raquíticas, cuando Tú vas envuelto en tus misteriosos y altísimos pensamientos y en los deseos más encumbrados y humildes de tu corazón.
Cuando Tú vas a caer ignominiosamente de tu gloria humana, sueñan ellos con encaramarse.
Cada cual piensa de sí lo más excelso, se compara con los otros y se antepone a ellos neciamente. Y todo cuanto tenemos, Dios mío, es tuyo.
Todo ha de servir para nuestra más grande responsabilidad y para que nos consideremos más obligados a ponerlo y a ponernos al servicio de los otros.
Cada don tuyo es una razón más que nos obliga a nueva servidumbre.
Aparta, Señor, de mi corazón todo vano deseo, toda jactancia o envidia.
Y no permitas que yo luche jamás por alcanzar gloria o preeminencia en este mundo.
—Yo estoy entre vosotros corno el que sirve. Lc. 22, 27.
Tú eres, Jesús, el mayor de todos y el primogénito entre todas las criaturas. Nadie hay que pueda compararse contigo ni entre los hombres, ni entre los ángeles.
Y, sin embargo, te has despojado de tu propia grandeza y apareces como uno cualquiera de nosotros.
Has venido a la tierra para servir y te has vestido con las ropas de siervo. Y te has colocado en el último lugar, de manera que ya nadie puede descender más bajo.
Es ridículo y necio que tu pobre siervo quiera usurpar la categoría de señor y pretenda mandar y ser obedecido y servido por los demás consiervos.
Dame, Dios mío, espíritu de servicio como corresponde a lo que soy. Pon en mi corazón humildes sentimientos de siervo.
Muy realzada ha quedado ya, Jesús, mi inferior categoría, con que Tú hayas querido descender hasta ella y ponerte mucho más bajo de lo que yo pueda ponerme.
—Vosotros habéis perseverado conmigo en mis
Quisiera, buen Maestro, poder afirmarlo también de mi, sin vacilaciones y hablando de todas tus pruebas.
Y quisiera, sobre todo, que pudieras afirmarlo Tú y tuvieras esta demostración de mi fidelidad.
No he sido fiel, Señor. Lo confieso con pesadumbre y con intolerable vergüenza. No he perseverado siempre contigo.
Pequeñas pruebas me han hecho retroceder; por pequeños y tristes caprichos me he apartado de Ti.
En los momentos de favor te daba seguridades y te prometía seguirte siempre.
Cuando luego se ofrecía la oportunidad y tenía que sufrir o debía renunciar a algún placer, dejaba a un lado todas mis promesas anteriores.
Esta es la verdad de mi vida y ya tengo miedo hasta de repetirte otra vez mis promesas anteriores.
Perdóname una vez más, pacientísimo perdonador. Haz que vengan sobre mí nuevas pruebas para que pueda demostrarte mi fidelidad, pero dame fuerzas y sostén Tú mismo mi debilidad y cobardía.

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