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domingo, 14 de febrero de 2010

Día 14-02-2010 Ciclo C.

14 de febrero de 2010. VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. 2ª Semana del Salterio. COLECTA DE LA CAMPAÑA CONTRA EL HAMBRE EN EL MUNDO. (CICLO C). SS Cirilo mmj y Metodio ob, Valentín mr, Juan B. de la Concepción pb, Vital mr.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Jr 17, 5-8 : “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”
Salmo 1: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”
1Cor 15, 12. 16-20: Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra esperanza
Lc 6,17. 20-26: Las bienaventuranzas 
El texto de Jeremías pertenece a un pequeño bloque compuesto por tres oráculos de estilo sapiencial (Jr 17,5-8; 17,9-10 y 17,11). Jr 17,5-8 parafrasea el Sal 1. Presenta el contraste entre el que confía y busca apoyo en «un hombre» o «en la carne», y el que confía o tiene su corazón en el Señor. Entones, ¿la invitación es a no confiar en el otro? No. Aquí se entiende hombre como carne, que significa debilidad y caducidad humana manifestada en el egoísmo, la corrupción, etc. Por tanto, la invitación de Jeremías es a no confiar en las autoridades de su tiempo que se han hecho débiles, por no defender la Causa de Dios que son los débiles, sino la causa de los poderosos de su tiempo. En este sentido, el que confía en la carne será estéril, es decir, no produce, no aporta, no contribuye al crecimiento de nada. Por eso es maldito. En cambio el que opta por Dios, será siempre una fuente de agua viva que permite crecer, multiplicar, compartir, y sobre todo, no dejar nunca de dar fruto.
Todo el capítulo de esta carta a los corintios se refiere a la resurrección de los muertos, por las dudas que se habían suscitado en la comunidad de Corinto sobre la resurrección misma de Cristo. Pablo, a través de los “absurdos” -estilo literario típico de los razonamiento rabínicos-, ahonda sobre el impacto trascendental que debe tener la resurrección de Cristo en la vida del creyente. Sólo la fe en Cristo resucitado fortalece nuestra esperanza de resurrección. A partir de una negación de la resurrección Pablo alista sus argumentos. Comienza con una pregunta que refleja su indignación: “Si proclamamos un Mesías resucitado de entre los muertos, ¿cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos?” (v. 12).
El primer absurdo es negar nuestra resurrección porque niega la resurrección de Cristo (v. 16). El segundo absurdo, es que al negar la resurrección de Cristo echamos por la borda nuestra fe y el proceso de conversión y experiencia cristiana llevado hasta el momento. Estaríamos ante una fe virtual (v. 17). El tercer absurdo deja sin esperanza a los creyentes que han muerto en Cristo y a los que creen que no morirán para siempre (v. 18-19). El v. 20 cambia los absurdos por una certeza innegociable: Cristo sí resucitó, y además es primicia de los que ya murieron.
Las Bienaventuranzas con los pobres de protagonistas y las malaventuranzas (ayes) con los ricos como destinatarios, continúan el plan programático de Jesús en el evangelio de Lucas.
Las Bienaventuranzas son una forma literaria conocida desde antiguo en Egipto, Mesopotamia, Grecia, etc. En Israel tenemos varios testimonios en la Biblia, especialmente en la literatura sapiencial y profética. En los salmos y en la literatura sapiencial en general, se considera bienaventurada a una persona que cumple fielmente la ley: “Bienaventurado el hombre que no va a reuniones de malvados ni sigue el camino de los pecadores... mas le agrada la ley del Señor y medita su ley de día y de noche” (Sal 1,1); “Bienaventurados los que sin yerro andan el camino y caminan según la ley del Señor” (119,1).
Las malaventuranzas o los “ayes” son más comunes en los profetas, en momentos donde se quiere expresar dolor, desesperación luto o lamento por alguna situación que conduce a la muerte: “Ay de los que disimulan sus planes y creen que se esconden de Yahvé” (Is 29,15); “ay de estos hijos rebeldes, dice Yahvé, que traman unos proyectos que no son los míos...” (Is 30,1). También para llamar la atención de los que acaparan: “¡ay de los que juntáis casa con casa, y añadís campo a campo hasta que no queda sitio alguno, para habitar vosotros solos en medio de la tierra!” (Is 5,8); “¡Ay de los que decretan estatutos inicuos, y de los que constantemente escriben decisiones injustas!” (Is 10,1). Las Bienaventuranzas y maldiciones de Jesús con relación a las del AT tienen diferencias fundamentales. En la literatura sapiencial del AT se insiste en un comportamiento acorde con la ley para poder ser bienaventurado, en el evangelio en cambio, Jesús no exige ningún comportamiento ético determinado, como condición para ser declarado bienaventurado. Simplemente los pobres (anawin), los que lloran, los perseguidos... son bienaventurados.
Comparando las bienaventuranzas de Lucas con las de Mateo encontramos algunos datos interesantes. El lugar del discurso según Mateo es la montaña, con la intención de releer la figura de Jesús a la luz de la de Moisés en el Sinaí. Según Lucas es en un llano. Muchos incluso los diferencian llamándolos “sermón de la montaña” o “sermón del llano”. En las primeras bienaventuranza Mateo tiene una de más: “bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia” (Mt 5,5). En total, Lucas tiene cuatro que son equivalentes a las nueve de Mateo. En Mateo hay una inversión con relación a Lucas, pues aparecen los “hambrientos” detrás de los “afligidos”. En Mateo están redactadas en tercera persona mientras en Lucas todas están en segunda persona. Mateo subraya actitudes interiores con las cuales se debe acoger el Reino, por ejemplo, la misericordia, la justicia, la pureza de corazón, en cambio Lucas se preocupa por mostrar la situación real y concreta de pobreza, hambre, tristeza.
La bienaventuranza clave es la de los pobres, ya que las otras se entienden en relación a ésta. Son los pobres los que tienen hambre, los que lloran o son perseguidos. Lucas recuerda la promesa del AT de un Dios que venía a actuar a favor de los oprimidos (Is 49,9.13), los que tienen a Dios como único defensor (Is 58,6-7) que claman constantemente a Dios (Sal 72; 107,41; 113,7-8). Todas estas promesas van a ser cumplidas en Jesús, quien ha definido desde el principio su programa misionero en favor de los pobres y oprimidos (Lc 4,16-21. Cf. Is 61,1-3).
La última bienaventuranza (vv. 22-23) tiene como destinatarios a los cristianos que son perseguidos y excluidos a causa de su fe. Su felicidad no consiste en padecer sino en la conciencia de estar llamados a poseer una “recompensa grande en el cielo”. ¿Dios, entonces, nos quiere pobres?, y ¿qué tipo de pobres? Los pobres no son bienaventurados por ser pobres, sino porque asumiendo tal condición, por situación o solidaridad, buscan dejar de serlo.
La pobreza cristiana va ligada a la promesa del reino de Dios, es decir a tener a Dios como rey. Este reinado se convierte en la mayor riqueza, porque es tener a Dios de nuestro lado, es tener la certeza de que Dios está aquí, en esta tierra de injusticias y desigualdades, encarnado en el rostro de cada pobre, invitándonos a asumir su causa. La causa es también la causa del Reino. Y disfrutaremos el Reino cuando no haya empobrecidos carentes de sus necesidades básicas, sino «pobres en el Señor» que son todos los que mantienen la riqueza de un pueblo basada en el amor, la justicia, la fraternidad y la paz. En otras palabras, “Pobres no son los miserables sino los que libremente renuncian a considerar el dinero como valor supremo -un ídolo- y optan por construir una sociedad justa, eliminando la causa de la injusticia, la riqueza. Son los que se dan cuenta de que aquello que ellos consideraban un valor -éxito, dinero, eficacia, posición social, poder- de hecho va contra el ser humano. El reino de Dios es la sociedad alternativa que Jesús se propone llevar a término. La proclama del reino no la efectúa desde la cima del monte, sino desde el «llano», en el mismo plano en que se halla la sociedad construida a partir de los falsos valores de la riqueza y el poder.
En Lucas las bienaventuranzas van seguidas de cuatro “ayes” o maldiciones contra los ricos. Las dos primeras van directamente contra los ricos y satisfechos por su indiferencia ante la situación de los pobres. Las dos últimas se dirigen a los que ríen y a los que tienen buena fama. La contraposición entre pobres y ricos está claramente planteada en el Magníficat: “A los hambrientos ha colmado de bienes y ha despedido a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,53). Y en la parábola del pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Es claro para Lucas que toda confianza puesta en la riqueza es engañosa (Lc 12,19).

PRIMERA LECTURA.
Jeremías 17, 5-8
Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor 
Así dice el Señor:
"Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor.
Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien;
habitará la aridez del desierto,
tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.
Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces;
cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde;
en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto."
Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 1
R/.Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. 
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. R.
Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. R.
No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal. R.

SEGUNADA LECTURA
1Corintios 15, 12. 16-20
Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido

Hermanos: Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de vosotros que los muertos no resucitan?
Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.
¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 6, 17. 20-26
Dichosos los pobres; ¡ay de vosotros, los ricos! 
En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: "Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas."
Palabra del Señor

Comentario de la Primera lectura: Jeremías 17,5-8. El profeta Jeremías nos ofrece en el texto que hemos leído una sentencia sapiencial insertada en un contexto profético (vv. 5-8). Contraponiendo los extremos, con un estilo típicamente semítico, primero de modo negativo (w 5ss) y a continuación positivo (vv. 7ss), indica con claridad dónde se encuentra para el hombre la maldición que tiene como desenlace la muerte y dónde está la bendición que trae consigo la vida. El impío no está caracterizado, de una manera inmediata, como alguien que obra el mal, sino como un hombre que confía en sí mismo y en las cosas humanas (“se apoya en los mortales”) y encuentra su seguridad en ellas (cf. Sal 145,3ss). Es alguien que se aleja interiormente del Señor: de esta actitud del corazón no pueden proceder más que acciones malas.
Eso en lo que el hombre pone su confianza es como el terreno del que un árbol toma su alimento y su lozanía. De ahí que se compare al impío con un cardo que echa sus raíces en la estepa, lugar árido e inhóspito (v. 6): no podrá dar fruto ni durar mucho. También el hombre piadoso está caracterizado a partir de la intimidad: confía en el Señor, y por eso se parece a un árbol que hunde sus raíces junto al agua (cf. Sal 1), que no teme las estaciones ni las vicisitudes: ni desaparecerá ni se volverá estéril (vv. 7ss), porque pone su fundamento en el Señor y en él encuentra su protección.

Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 15,12.16-20 Si bien la resurrección de Jesús constituye el fundamento de nuestra fe, por otro lado constituye la base de nuestra esperanza: por esa verdad está dispuesto Pablo a jugarse su credibilidad personal, y lo hace con las «cartas boca arriba». Existe una relación estrecha entre la resurrección de Cristo de entre los muertos y nuestra resurrección.
Es lo que intuyó el apóstol en el camino de Damasco y lo que le ha sostenido siempre a lo largo de su vida apostólica: ha encontrado a un Ser Vivo que ha vencido a la muerte. No tiene la menor duda de que de esa victoria brota para cada creyente el don que le permite esperar más allá de todas las humanas posibilidades. Una esperanza no sólo terrena, sino ultraterrena: por eso no somos los cristianos gente que tenga que ser compadecida; al contrario, tenemos recursos para consolar y confortar a los otros. Cristo resucitado es, en efecto, «como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte» (v. 20), es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Detrás de él, y en virtud de él, el alegre acontecimiento de la resurrección es y será experiencia de todos los que acojan a Jesús como Salvador.
La esperanza cristiana se expresa asimismo en estos términos: la muerte ha sido vencida; la vida nueva en Cristo ya ha sido inaugurada; en Cristo viviremos para siempre la plenitud de la vida, en la totalidad de nuestro ser humano: cuerpo, alma y espíritu. No se trata, por consiguiente, de una esperanza atribuible a criterios humanos, sino de una esperanza-don, prenda de un bien futuro, que superará todas las previsiones humanas.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 6,17.20-26 Comienza aquí —y continúa hasta Lc 8,3— la llamada «pequeña inserción» de Lucas respecto a Marcos, su fuente. Lucas, a diferencia de Mateo, reduce las bienaventuranzas de ocho a cuatro, pero a las cuatro bienaventuranzas añade cuatro amenazas. Según la opinión de los exégetas, Lucas nos presentaría una versión de las palabras de Jesús más cercana a la verdad histórica, y esto tiene su particular relevancia. Con todo, bueno será recordar que la mediación de los diferentes evangelistas a la hora de referir las enseñanzas de Jesús no traiciona la verdad del mensaje; al contrario, la centran y la releen para el bien de sus comunidades.
Tanto las ocho bienaventuranzas de Mateo como las cuatro de Lucas pueden ser reducidas a una sola: la bienaventuranza —es decir, la fortuna y la felicidad— de quien acoge la Palabra de Dios en la predicación de Jesús e intenta adecuar a ella su vida. El verdadero discípulo de Jesús es, al mismo tiempo, pobre, dócil, misericordioso, obrador de paz, puro de corazón... Por el contrario, quien no acoge la novedad del Evangelio sólo merece amenazas, que, en la boca de Jesús, corresponden a otras tantas profecías de tristeza y de infelicidad. La edición lucana de las bienaventuranzas-amenazas se caracteriza asimismo por una contraposición entre el “ya” y el «todavía no», entre el presente histórico y el futuro escatológico. Como es obvio, la comunidad para la que escribía Lucas tenía necesidad de ser invitada no sólo a expresar su fe con gestos de caridad evangélica, sino también a mantener viva la esperanza mediante la plena adhesión a la enseñanza, radical, de las bienaventuranzas evangélicas.
Existe una confianza que es falaz: esa que, según el dicho de Jesús, se apoya en la arena (Mt 7,26), no resiste las sacudidas del viento y de la lluvia y se hunde de una manera ruinosa. En última instancia, sólo Dios es la roca. El ha demostrado su firmeza resucitando a Jesús de entre los muertos, «como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte» (1 Cor 15,20). Sobre esta verdad fundamental de nuestra fe meditan los textos de hoy.
El texto de las bienaventuranzas-amenazas lucanas refleja una realidad ampliamente atestiguada por la experiencia: quien es rico tiende a poner su confianza en sus propias riquezas; quien es pobre tiende, en cambio, a ponerla en aquel que puede venir en su ayuda. Es el tema de los «pobres de Yavé», ampliamente presente la Biblia (Sof 3,12). Un tema que alcanza en María, Virgen-madre del Magníficat (Lc 1,46-48), su punto más elevado antes de la venida de Jesús, el «pobre de Yavé» por excelencia. El vivió en la confianza más radical en su Padre, «como niño en brazos de su madre» (Sal 130,2). Hasta en los momentos más duros y difíciles de su vida permaneció apoyado firmemente en la roca de su amor. Antes de morir en la cruz, «gritando con fuerte voz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46), dando así testimonio de una inquebrantable confianza en Dios (cf. Rom 4,17). Y el Padre le rescató del sepulcro y le hizo participar de la plenitud de vida para siempre.
Como es sabido, este mensaje, profundamente evangélico, fue la base de la extraordinaria aventura espiritual vivida a finales del siglo XIX por santa Teresa de Lisieux, que relanzó en el mundo la «pequeña vía» de la infancia espiritual. Una aventura que nos invita también a nosotros a verificar sobre qué construimos nuestra vida, a verificar si, como Jesús, ponemos verdaderamente nuestra confianza en el Padre que está en el cielo. Sólo entonces, en efecto, seremos «como un árbol plantado junto al agua, que (...) no se inquieta ni deja de dar fruto» (Jr 17,8).

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 6,1 7.20-26, para nuestros Mayores. No creáis en las apariencias. El evangelio de este domingo nos presenta el discurso de Jesús sobre las bienaventuranzas y también sobre los « ¡ay de...!». Jesús nos invita a no creer en las apariencias, a no quedarnos en el nivel de las constataciones superficiales, sino profundizar en las situaciones, mostrándonos, por una parte, que precisamente las situaciones que a nosotros nos parecen desfavorables pueden ser, en realidad, favorables y, por otra, que aquéllas que nos parecen favorables pueden ser, en realidad, desfavorables.
Debemos reconocer los verdaderos valores, que no son los que suele apreciar el mundo, sino los evangélicos de la unión con Cristo, el amor, el coraje en las dificultades, la esperanza en las situaciones difíciles, y la generosidad y el perdón cuando somos víctimas de la injusticia.
Jesús dice a los discípulos: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del Hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Todas estas afirmaciones parecen desconcertantes, porque van contra nuestras inclinaciones espontáneas. El mundo no dice «Dichosos los pobres...», sino «Dichosos los ricos, dichosos los saciados, dichosos los que ríen...». Sin embargo, Jesús nos enseña que estas situaciones tan ambicionadas por el mundo presentan, en realidad, graves peligros, porque no son favorables al crecimiento espiritual.
Este crecimiento, sin embargo, se ve favorecido por la pobreza. No se trata aquí tanto de una pobreza efectiva, material, como una actitud de desprendimiento de las riquezas. Los discípulos de Cristo no están apegados a las riquezas materiales, porque quieren vivir orientados a las riquezas espirituales: la unión con Dios y con Cristo en la fe, la esperanza y el amor. Estas son las verdaderas riquezas, unas riquezas que no pueden coexistir con una mentalidad materialista.
Por consiguiente, debemos purificar cada vez más nuestro corazón de esas tendencias que, en el Nuevo Testamento, reciben el nombre de «codicias», «concupiscencias». Debemos liberarnos de ellas, a fin de poder crecer espiritualmente en la fe, la esperanza y el amor.
Cuando encontremos dificultades o pruebas, en vez de desanimarnos, debemos mostrarnos llenos de esperanza, debemos levantar la cabeza y pensar que el Señor nos está concediendo unas gracias preciosas y nos prepara otras gracias todavía más preciosas. Dice Jesús: «Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis».
El motivo más profundo de alegría espiritual nos lo proporciona el hecho de estar unidos a Cristo en su pasión, teniendo que hacer frente, como él, a situaciones de injusticia. Jesús padeció la máxima injusticia: él, que era inocente, fue acusado, criticado, condenado, rechazado. Hizo frente a todos estos sufrimientos precisamente para combatir y vencer al mal. Si tenemos el privilegio de estar con él en estas pruebas difíciles, podremos gozar de una gran alegría.
Pedro nos dice en su Primera Carta: «Alegraos, más bien, de compartir los sufrimientos de Cristo, y así, cuando se revele su gloria, vuestro gozo estará colmado» (1 Pedro 4,13). Y Jesús nos dice: «Alegraos ese día y saltad de gozo: porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Las bienaventuranzas de Jesús constituyen un mensaje que no es fácil de acoger, pero son un mensaje importante, un mensaje que nos ayuda a no apegamos a las cosas superficiales y provisionales.
La primera lectura, tomada del libro del profeta Jeremías, nos proporciona una enseñanza semejante a la del evangelio de hoy, e insiste en la necesidad de la confianza en el Señor. Afirma Jeremías:
«Así dice el Señor: Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor». Nuestra confianza debemos ponerla en el Señor: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza».
Nosotros nos sentimos tentados constantemente de poner nuestra confianza en los medios humanos, que, a buen seguro, son útiles, pero no son lo esencial. Nuestra confianza debemos ponerla en las Personas divinas, porque la relación con ellas es para nosotros lo más importante, la fuente de la verdadera felicidad y el medio para proceder con valor y generosidad en la vida.
Si, siguiendo nuestra inclinación natural, ponemos nuestra confianza en las cosas materiales o en las relaciones humanas, entonces acabaremos sintiéndonos decepcionados. Jeremías nos revela que quien confía en los hombres en vez de confiar en el Señor «será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita».
Lo fundamental para nosotros es la esperanza cristiana, una esperanza que consiste en una relación personal con Dios. Es menester confiar en él, buscar en todo su voluntad, que es una voluntad salvífica, desea nuestro bien y nos proporciona los medios para alcanzarlo. Afirma Jeremías: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto».
La segunda lectura nos habla de la resurrección. Pablo responde a las dificultades que le han presentado los corintios, que no creen en la posibilidad de que los muertos resuciten. Les dice: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís con vuestros pecados; y los que murieron con Cristo, se han perdido».
Debemos creer en la resurrección de Cristo como en un hecho real. Cristo ha resucitado verdaderamente de los muertos. Y nosotros estamos unidos a Cristo resucitado. Esto constituye el fundamento de nuestra alegría y de nuestra esperanza. Cristo ha resucitado de los muertos, y nos invita a poner nuestro corazón no en las cosas materiales, sino en las espirituales, que son mucho más importantes.
Por ejemplo, lo más importante en una familia son las relaciones, la confianza y el amor recíproco entre las personas que la componen; lo demás es secundario y no puede proporcionar una verdadera alegría. Si reinan la confianza y el amor recíprocos, entonces todas las circunstancias, incluso las más difíciles, se pueden afrontar con éxito; podemos estar seguros de superar todas las dificultades, porque, cuando estamos unidos en el amor, tenemos una fuerza irresistible.
Pidamos al Señor que nos ayude a cambiar de mentalidad, porque siempre tenemos necesidad de convertirnos.
Volvemos a comportarnos constantemente según nuestras inclinaciones espontáneas, o sea, a poner nuestra confianza en las cosas materiales y a buscar la felicidad tal como la entiende el mundo. Sin embargo, deberíamos buscar los bienes auténticos, que ya están presentes en nuestro mundo, si sabemos acogerlos. Estos bienes son la relación con Dios por medio de Cristo, y también todas las gracias que proceden de esta relación vivificante, santificante y beatificante.

Comentario del Santo Evangelio: (Lc 6,17.20-26), de Joven para Joven. Bienaventuranzas y malaventuranzas.
Lo que en Mateo es el Sermón de la montaña (5,1—7,29) aparece en Lucas, de manera más reducida, como el Sermón de la llanura (6,17—7,1). Ambos discursos comienzan con las bienaventuranzas, que son ocho en Mateo y cuatro en Lucas. Además de las cuatro bienaventuranzas de Lucas, que recuerdan sobre todo situaciones de carencia o privaciones (ser pobres, estar hambrientos, llorar, ser odiados), Mateo presenta otras cuatro, que hablan ante todo de comportamientos activos (ser mansos, misericordiosos, puros de corazón, constructores de paz). Sólo Lucas contrapone a las bienaventuranzas las malaventuranzas. Están formuladas precisamente como contrapunto de las bienaventuranzas. Jesús expresa su mensaje de forma positiva y negativa, haciéndolo así todavía más claro e insistente. Jesús tiene ante sí a muchos oyentes, venidos de todas las partes. Junto a él hay un numeroso grupo de discípulos, de entre los que acababa de escoger a los doce apóstoles (6,12-16). Además de los discípulos, están otros muchos que provienen de territorios habitados por judíos y paganos. Cuando Lucas habla de Judea no se refiere sólo a la pequeña región que circunda a Jerusalén; piensa también en todos los territorios de Palestina habitados por judíos. Jesús se propone comunicar a este gran coro de oyentes algo que, lejos de tener una importancia secundaria, constituye el núcleo de su mensaje, pretendiendo que a través de ellos se difunda en todas las direcciones.
Jesús se dirige directamente a sus discípulos: «Levantando los ojos hacia sus discípulos...» (6,20). Lo que Jesús dice no tiene validez de un modo indeterminado y genérico, sino que vale para aquellos que han escuchado su llamada y le siguen. Las palabras de Jesús pueden ser comprendidas sólo a partir de lo que caracteriza la comunión de los discípulos con él y hablan de lo que atañe al seguimiento de Jesús.
Lo primero que Jesús les dice es: «Bienaventurados vosotros, que sois pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (6,20b). La correspondiente malaventuranza suena así: «Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo!» (6,24). Para señalar la misión fundamental de Jesús, Lucas usa la expresión «anunciar el Evangelio». En relación con Jesús la emplea sólo de dos formas: la una indica los destinatarios; la otra, el contenido. Jesús sabe que ha sido enviado por Dios y que ha sido colmado del Espíritu Santo para «anunciar el Evangelio a los pobres» (4,18; 7,22). Además, por todas partes se pone en camino para «anunciar el Evangelio del reino de Dios» (4,43; 8,1; 16,16). Lo que él trae es el Evangelio, la Buena Noticia, que es un sólido fundamento para el gozo y la bienaventuranza. En esta Buena Noticia, él anuncia el reino de Dios, el señorío regio de Dios. De este modo Jesús se religa a la fe del pueblo de Israel, que conoce a Dios como su rey (cf. Ex 15,18) y pastor (cf. Ez 34), como alguien que en todo momento se preocupa de su vida y su salvación. En cuanto Hijo de Dios, Jesús tiene un conocimiento particular de Dios Padre y de sus planes (10,22). Sabe que Dios se ha decidido de manera irrevocable a establecer su reino y a eliminar todos los demás señores y poderes que perjudican a los hombres, hasta llevarlos a la muerte. Lo que el reino de Dios significa en definitiva se desvela plenamente en la resurrección de Jesús. El experimentó en su propio cuerpo todos los poderes destructores, hasta tener que sufrir la muerte violenta sobre la cruz. Pero, por medio de él, se han hecho patentes también la fidelidad y el poder de Dios, que ha vencido a la muerte y ha acogido a Jesús en su vida divina. Según el evangelio de Jesús sobre el reino de Dios, nosotros podemos dar por descontado que Dios está con nosotros y que pone en juego todo su poder en favor de nuestra salvación.
Jesús anuncia esta Buena Noticia a los pobres. En correspondencia perfecta, Jesús dice en la primera bienaventuranza: «Bienaventurados vosotros, que sois pobres, porque vuestro es el reino de Dios». Ciertamente, todos pueden escuchar el Evangelio, pero sólo los pobres están preparados para acogerlo. Los pobres son los que, consciente de que las propias fuerzas y los bienes terrenos no bastan en absoluto, saben que dependen completamente de Dios para alcanzar el sentido de su propia vida: la salvación. Los discípulos de Jesús son estos pobres: han dejado todo para seguir a Jesús (cf. 18,28). Jesús mismo es pobre (cf. 9,58) y dice: «El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (14,33).
Jesús habla con frecuencia de los ricos y de los pobres, casi siempre contraponiéndolos (cf. también Sant 2,1-7; 5,1-6). Al hombre rico que le pregunta por el camino a seguir para alcanzar la vida eterna le dice: «Vende todo lo que tienes, repártelo entre los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme» (18,22). Y añade: « ¡Qué difícil es, para los que tienen riquezas, entrar en el reino de Dios!... Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (18,24.27). Jesús ve en las riquezas un serio obstáculo para pertenecer al reino de Dios, pero sabe también que el poder y la misericordia de Dios son ilimitados.
Zaqueo es presentando como un hombre muy rico (19,1). Sin embargo, diciendo a Jesús: «Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres...» (19,8), manifiesta que sabe tratar del modo adecuado sus riquezas. Jesús contrapone a los grandes donativos de los ricos en el templo la ofrenda de la pobre viuda, valorándola como el don más precioso (21,1-4).
El mejor comentario a las bienaventuranzas y las malaventuranzas es el relato del hombre rico y del pobre Lázaro (16,19-31; cf. vigésimo sexto domingo del Tiempo Ordinario). Aquí aparece el rico para el que vale el «ay» de Jesús y que no ha de esperar ya ninguna consolación. Es el rico que vive, de modo puramente terreno y egoísta, en la abundancia y el placer (16,19): ahora es rico, está saciado y ríe (6,24-25). Conoce al pobre, tendido en el portal de su casa (cf. 16,24), pero no le da nada de lo que le sobra. Su figura se ve completada con la del otro rico que no piensa más que en asegurar la propia riqueza y vivir siguiendo este programa: «Descansa, come, bebe y pásalo bien» (12,16-21; cf. decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario). Estas personas han excluido de su horizonte a Dios y a la muerte. Lázaro, por el contrario, es pobre, está enfermo y cuenta sólo con la compañía de los perros (cf. 6,20-23). Se describe únicamente su situación de salud externa, no su disposición interior. Pero esta queda de algún modo expresada en su nombre (El’azar), que significa «Dios ayuda». En su necesidad, se dirige a Dios y confía en él. Las palabras de Jesús muestran después que no hay sólo una vida y un destino terrenos. Tras la muerte, que hace a todos igualmente pobres de bienes terrenos, cuenta únicamente la disposición interior en relación con Dios, Esta disposición lleva a Lázaro a la comunión con Abrahán, amigo de Dios, es decir, al reino de Dios. El rico, que carece de esta disposición, experimenta el tormento de verse excluido de esa comunión.
Jesús trae la Buena Noticia del reino de Dios a los pobres. Esto no significa que condene todos los bienes y gozos terrenos, que condene a todos los ricos y que, según él, todos los hombres debieran ser lo más pobres posible, descartando como errado cualquier esfuerzo por una vida holgada y segura. El núcleo del mensaje de Jesús subraya que la vida temporal y el destino terreno no lo son todo, que es una equivocación aspirar sólo a los bienes terrenos y excluir del propio proyecto de vida a la muerte y a Dios. El evangelio de Jesús, centrado por completo en Dios, dice: Podéis confiar plenamente en él, en su amor y en su poder. Dice además: Debéis confiar en él, porque sin él es imposible alcanzar la meta de la vida. La relación con los bienes terrenos ha de ser valorada desde Dios. Jesús no dice: Debes acumular lo más posible para poder vivir el mayor tiempo posible y del modo más placentero posible. Lo que dice es: Debes amar al Señor, tu Dios, con todo el corazón y al prójimo como a ti mismo. Toda relación con los bienes terrenos que se oponga a este mandamiento es errada.

Elevación Espiritual para este día. «Jesús, al ver a las muchedumbres, subió al monte» (Mt 5,1). Ojalá, hermanos, nos suceda también a nosotros ver a las muchedumbres y, dejándolas, preparemos nuestro corazón para las subidas. Así pues, también tú, hermano mío, sube y sigue a Jesús. Si él bajó a ti fue para que, siguiéndole y por medio de él, tú te elevaras por encima de ti y también en ti hasta él.
No temamos, hermanos: como pobres, escuchemos al Pobre recomendar la pobreza a los pobres. Es menester creer en su experiencia. Pobre nació, pobre vivió, pobre murió. Quiso morir, sí; no quiso enriquecerse. Creamos, pues, en la verdad, que nos indica el camino hacia la vida. Es arduo, pero breve; y la bienaventuranza es eterna. Es estrecho, pero conduce a la vida, nos pone en alta mar y nos hará caminar por lugares espaciosos. Pero es escarpado, porque se eleva y se camina por él hacia el cielo. Por eso nos resulta útil aligerarnos, no estar cargados en nuestro camino. ¿Qué es lo que queremos? ¿Buscamos la bienaventuranza? La verdad nos muestra la verdadera bienaventuranza. ¿Queremos la riqueza? El Rey distribuye los reinos y hace reyes. Los hombres se han dejado atrapar en la red de esta peste desastrosa que es la búsqueda en vano: lo que es insuficiente cuesta poco esfuerzo; nos agotamos por lo superfluo. Cinco pares de bueyes, ése es el pretexto que les priva de las bodas del cielo, de las bodas que hacen pasar de la pobreza a la abundancia, del último sitio al primero, de la abyección a la dignidad, de la fatiga al reposo. Eliseo sacrificó los bueyes para seguir a Elías con mayor facilidad, y nosotros hacemos lo mismo y seguimos a Cristo.

Reflexión Espiritual del día. Las bienaventuranzas nos indican el camino de la felicidad. Con todo, su mensaje suscita con frecuencia perplejidad. Los Hechos de los apóstoles (20,35) refieren una frase de Jesús que no se encuentra en los evangelios. Pablo recomienda a los ancianos de Éfeso: «Tened presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir”». ¿Debemos concluir de ahí que la abnegación sea el secreto de la felicidad? Cuando evoca Jesús «la felicidad del dar», habla apoyándose en lo que él mismo hace. Es precisamente esta alegría —esta felicidad sentida con exultación— lo que Cristo ofrece experimentar a los que le siguen. El secreto de la felicidad del hombre se encuentra, pues, en tomar parte en la alegría de Dios. Asociándonos a su «misericordia», dando sin esperar nada a cambio, olvidándonos a nosotros mismos hasta perdernos es como somos asociados a la «alegría del cielo». El hombre no «se encuentra a sí mismo» más que perdiéndose «por causa de Cristo». Esta entrega sin retorno constituye la clave de todas las bienaventuranzas. Cristo las vive en plenitud para permitirnos vivirlas a nuestra vez y recibir de ellas la felicidad.
Con todo, para quien escucha estas bienaventuranzas, queda todavía el hecho de que debe aclarar una duda: ¿qué felicidad real, concreta, tangible, es la que se ofrece? Ya los apóstoles le preguntaban a Jesús: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos?» (Mt 1 9,27). El Reino de los Cielos, la tierra prometida, la consolación, la plenitud de la justicia, la misericordia, ver a Dios, ser hijos de Dios. En todos estos dones prometidos, en todos estos dones que constituyen nuestra felicidad, brilla una luz deslumbrante, la de Cristo resucitado, en el cual resucitaremos. Si bien ya desde ahora, en efecto, somos hijos de Dios, lo que seremos todavía no nos ha sido manifestado. Sabemos que, cuando esta manifestación tengo lugar, seremos semejantes a él «porque le veremos tal cual es».

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Jer 17,5-8. Jeremías. Sólo podremos trazar ahora un boceto muy simplificado. El profeta Jeremías —que en este domingo ocupa con una página suya la primera lectura de la liturgia— es el protagonista de una de las épocas más trágicas de la historia hebrea, que desembocará en la ruina de Jerusalén del 586 a.C. bajo los ejércitos babilónicos de Nabucodonosor y el consiguiente exilio del pueblo. Su texto profético, que incluye también narraciones en tercera persona debidas a su fiel secretario Baruc, es con toda certeza el libro más amplio del Antiguo Testamento; son 21.819 palabras, el 7’26% de toda la Biblia judía.
Seis kilómetros al nordeste de Jerusalén se encuentra el pueblo de Anatot. Allí, en torno al 650 a.C. él había nacido del sacerdote Jelcías. Allí, en el 626 a.C., bajo un almendro del huerto paterno, el joven Jeremías había sido llamado por Dios a una misión amarga, la de anunciar a Israel el fin de la nación. Tímido, cohibido, le había costado mucho trabajo aceptar la misión. El Señor había recurrido precisamente a aquel almendro como a un símbolo: « ¿Qué ves, Jeremías? Veo una rama de almendro. Bien has visto, porque yo velo por mi palabra para que se cumpla» (1,11-12). Para comprender esta asociación hay que recordar que en hebreo «almendro», shaqed, suena como shoqed, «el que vigila» para proteger y defender.
Tal vez sea Jeremías el profeta más autobiográfico: lo demuestran las que han sido llamadas sus «Confesiones», dispersas en los capítulos de su libro, casi un diario íntimo de un alma romántica y emotiva. El siente una herida profunda: está enamorado de su patria, sensible a los afectos, a la religión y a la vida serena y, en cambio, se ve obligado a ser la Casandra de la nación —le daremos el sobrenombre de magôr missabîb, « ¡terror por todas partes! »—, a quedar excomulgado, perseguido por sus mismos compatriotas, denunciado por familiares y amigos, encarcelado. Ni siquiera podrá formar una familia, porque Dios le impondrá el celibato, un estado civil considerado excéntrico en Israel, además de fuente de soledad ulterior para el profeta.
Es impresionante el grito que le lanza a Dios: « ¡Tú me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir; has sido más fuerte que yo, me has podido!» (20,7). No se trata de seducción amorosa, como se cree a menudo, sino su reacción de incapacidad. En aquel «día del almendro» —dice Jeremías— Dios lo ha seducido como se envuelve a un inexperto en falsas promesas para que consienta las maniobras de quien es más astuto. Y ahora, con la humillación más profunda, el profeta grita a Dios con toda su sinceridad: « ¡Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito! ¿Por qué no me hizo morir en el seno materno? Mi madre hubiera sido mi sepulcro, y yo eterna preñez de sus entrañas. ¿Por qué salí del seno para no ver más que dolores y tormentos y consumir mis días en la confusión?» (20,14-18). Jeremías morirá como prófugo, obligado a emigrar con sus compatriotas a Egipto, después del fin de Jerusalén.
Entre otras cosas, debemos al profeta la relectura de gran espiritualidad e intensidad de uno de los temas fundamentales de la teología bíblica, el de la alianza entre el Señor y su pueblo. Concebido según la categoría de los tratados políticos, este pacto había sido renovado por los profetas como un acto nupcial de amor y de fidelidad. En cambio Jeremías, en una página (31,31-34) que cita íntegramente el Nuevo Testamento (Heb 8,8-12), propone una visión todavía más radical, que preludia la teología de la gracia desarrollada por san Pablo. Dios escribirá en el corazón de los hombres su ley, no ya en tablas de piedra, transformando su ser profundo para que se adhiera plenamente al bien. Una transformación que precisará después el profeta Ezequiel (36,25-27) y que será llamada «nueva alianza».
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