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lunes, 22 de febrero de 2010

Día 22-02-2010. Ciclo C.

22 de febrero de 2010. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. (Ciclo C). 1ª semana de Cuaresma. 1ª semana del Salterio. FIESTA DE LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO. SS. Margarita de Cortona rl, Papías ob, Maximiano ob
LITURGIA DE LA PALABRA.
1Pe 5,1-4: “Sean pastores del rebaño de Dios que tienen a su cargo”
Salmo 22: “El Señor es mi pastor, nada me falta”
Mt 16,13-19: Confesión de Cesarea 
Interrumpimos la lectura continuada de la cuaresma para adentrarnos en la celebración de una fiesta de Pedro. Antes que recordar la figura del “príncipe de los apóstoles” mejor sería enfrentarnos a la pregunta de quién es Jesús para nosotros hoy. De la respuesta que demos nos jugamos muchos conceptos. Recomendamos un libro que ha salido hace pocos años, “Jesús: Aproximación histórica”, de José Antonio Pagola, que nos puede iluminar y dar puntos clave para nuestras respuestas.
El Evangelio se centra en la figura de Pedro con la ya conocida “confesión” y la respuesta de Jesús a tal confesión. Estamos en Cesarea de Filipo, región pagana donde llegan los discípulos con Jesús ya que siguen al Maestro donde quiera que Él vaya. Y de la pregunta general “¿Quién dice la gente que soy yo?” se pasa a la pregunta personal y profunda “Y ustedes “¿Quién dicen ustedes que soy yo?”. Pedro respondió yendo más allá que la gente, reconociendo en Jesús al Mesías, al Hijo de de Dios.
Como respuesta Jesús le cambia el nombre significando una nueva vocación y misión en su vida, haciéndolo misionero como Él, compañero de Jesús para el anuncio del Reino. En eso estriba la importancia del recuerdo de esta fiesta petrina, a partir de Pedro todos los discípulos son enviados y mientras permanezcan fieles a este servicio ningún poder, ni terreno ni sobrehumano los podrá acabar.

PRIMERA LECTURA.
1Pedro 5,1-4
Presbítero como ellos y testigo de los sufrimientos de Cristo 
Queridos hermanos: A los presbíteros en esa comunidad, yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a manifestarse, os exhorto: Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño. Y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita.
Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 22
R/.El Señor es mi pastor, nada me falta. 
El Señor es mi pastor, / nada me falta: / en verdes praderas me hace recostar; / me conduce hacia fuentes tranquilas / y repara mis fuerzas; / me guía por el sendero justo, / por el honor de su nombre. R.
Aunque camine por cañadas oscuras, / nada temo, porque tú vas conmigo: / tu vara y tu cayado me sosiegan. R.
Preparas una mesa ante mí, / enfrente de mis enemigos; / me unges la cabeza con perfume, / y mi copa rebosa. R.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan / todos los días de mi vida, / y habitaré en la casa del Señor / por años sin término. R.

SANTO EVANGELIO.
Mateo 16,13-19
Tú eres Pedro, y te daré las llaves del reino de los cielos 
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?" Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas." Él les preguntó: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo." Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo."
Palabra del Señor.

Cátedra de san Pedro 22 de febrero.
Un antiquísimo martirologio sitúa el nacimiento de la cátedra de Pedro exactamente el 22 de febrero. Esta fiesta litúrgica ha sido señalada por la Iglesia como una maravillosa oportunidad para hacer una memoria viva y actualizadora del primero entre los apóstoles, Simón Pedro.
Simón, natural de Cafarnaún y pescador de oficio, se encontró con Jesús en el ejercicio de su profesión: lo abandonó todo, casa y padres, para seguir al Maestro de por vida. Su personalidad, tan sencilla como simpática, emerge de manera espontánea y clara en todo el relato evangélico. Jesús lo eligió, más allá de sus méritos, junto con los Doce, y entre éstos lo eligió como el primero.
La celebración de hoy, con el símbolo de la cátedra, da un gran relieve a la misión de maestro y pastor que Cristo confirió a Pedro: sobre él, como sobre una piedra, fundó Cristo su Iglesia.

Comentario de la Primera lectura: 1 Pedro 5,1-4.
El carácter autobiográfico de esta primera lectura es evidente: el apóstol habla en primera persona y se presenta como «responsable», « testigo de los padecimientos de Cristo», «partícipe ya de la gloria que está a punto de revelarse» (v. 1). De esta autopresentación podemos deducir la plena y perfecta identidad del discípulo-apóstol. Vienen, a continuación, algunas recomendaciones, con las que Pedro desea compartir con los responsables a los que dirige la palabra el peso y el honor de las responsabilidades que Jesús ha puesto sobre sus hombros. Las invitaciones a apacentar, a vigilar y a ser modelos para el rebaño (vv 2ss) se suceden con machacona insistencia: señal de que el apóstol no transmite algo de su propia cosecha, sino una misión que le ha sido confiada para ser compartida y participada.
No es el interés, sino el amor, lo que debe animar y sostener a los «responsables», es decir, a los que han sido llamados en la Iglesia a ejercer un ministerio de guía. Su espiritualidad es la del servicio total, la plena entrega y la fidelidad incondicionada. Las últimas palabras de esta lectura contienen una promesa: a los que permanezcan fieles hasta el final se les asegura «la corona de la gloria» (v. 4), y será el Pastor supremo quien corone a los pastores de la Iglesia.

Comentario del Salmo 22. Es un salmo de confianza individual. En él, una persona manifiesta su absoluta confianza en el Señor. Las expresiones «nada me falta» (1c), «no temo ningún mal» (4b), «todos los días de mi vida» (6a), “por días sin término” (6b) y otras, muestran que se trata de la total confianza en Dios pastor.
Este salmo cuenta con una breve introducción, compuesta por la expresión «el Señor es mi pastor» (1b); tiene un núcleo central, que comienza con la afirmación “nada me falta” (1c) y llega hasta la mitad del versículo 6. La conclusión consiste en la última frase: «Mi morada es la casa del Señor, por días sin término» (6b).
El núcleo central contiene dos imágenes importantes. La primera presenta al Señor como pastor, y el salmista se compara con una oveja (1b-4). Los términos de estos versículos pertenecen al contexto del pastoreo. Para entender esta imagen, tenemos que recordar brevemente cómo era la vida de los pastores en el país de Jesús. Normalmente tenían un puñado de ovejas y cuidaban de ellas con cariño, pues era todo lo que poseían. Por la noche, solían dejarlas en el redil junto con las de otros pastores, bajo la protección y vigilancia de unos guardas. Por la mañana, cada pastor llamaba a las suyas por su nombre, ellas reconocían la voz de su pastor y salían para iniciar una nueva jornada. El pastor caminaba al frente, conduciendo a sus ovejas hacia los pastos y fuentes de agua (véase Jn 10,1-4).
En la tierra de Jesús hay mucho desierto, de modo que los pastores habían de atravesarlo para llegar a los prados. En ocasiones, encontraban pastizales enseguida; otras veces tenían que caminar bastante para llegar hasta donde hubiera agua y verdes praderas. En estas ocasiones, podía suceder que la oscuridad de la noche sorprendiera al pastor con sus ovejas. Es sabido que estas, de noche, se desorientan totalmente y corren el riesgo de perderse. El pastor, entonces, caminaba al frente del rebaño y lo conducía de vuelta al redil. La oscuridad de la noche (el «valle tenebroso» del v. 4) no asustaba a las ovejas, pues caminaban protegidas por la vara y el cayado del pastor.
La segunda imagen (5-6a) es también muy interesante. Ya no se trata de ovejas. El contexto en que nos encontramos es el del desierto de Judá. Tenemos que imaginar a una persona que huye de sus enemigos a través del desierto. Los opresores están a punto de darle alcance cuando, de repente, se encuentra delante de la tienda de un jefe de los habitantes del desierto. La persona que huye es recibida con alegría y fiesta, convirtiéndose en huésped del jefe. En el país de Jesús la hospitalidad era algo sagrado. El que se refugiaba en la casa o en la tienda de otra persona, estaba a salvo de cualquier peligro.
Cuando los opresores llegan a la entrada de la tienda, ven la mesa preparada (los habitantes del desierto se limitaban a extender un mantel en el suelo), el huésped ya se ha dado un baño y se ha perfumado con ungüentos, y se dan cuenta de que el jefe y su huésped están brindando por una antigua amistad (la copa que rebosa). No pudiendo hacer nada, los enemigos se retiran avergonzados.
Pasado un tiempo, el huésped tendrá que proseguir su viaje. El jefe, entonces, le ofrece dos guardaespaldas, que, simbólicamente, reciben los nombres de «felicidad y misericordia», que lo acompañarán todos los días de su vida. 
Aparentemente, este salmo no presenta ningún conflicto, pero esto es sólo a primera vista. De hecho, en él se menciona un «valle tenebroso» (4a) y se habla de «opresores» (5a). ¿Qué es lo que estaría pasando? La respuesta empieza por el final del salmo. El salmista afirma que su «morada es la casa del Señor, por días sin término» (6b). La casa del Señor es el templo de Jerusalén. Así pues, la persona que habla en el salmo se encuentra allí. ¿Qué podrían tener en su contra los opresores? Ciertamente, querían matarla. Este salmo, por tanto, pone de manifiesto un drama mortal. Una persona, injustamente condenada, huye a esconderse en el templo, que funcionaba como lugar de refugio para quien hubiera cometido un crimen sin intención.
Sabernos que en Israel funcionaba la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente; herida por herida, muerte por muerte. Quien hubiera herido o matado a alguien sin querer, tenía que huir lo más rápido posible. En tiempos de las tribus existían las ciudades de refugio. En la época de la monarquía, también el templo de Jerusalén servía de refugio en estos casos. El salmo 22, por tanto, habría surgido en una situación como la descrita. Y aquí, el refugiado toma la decisión de habitar en el templo para siempre (6b).
De este modo podemos entender estas dos imágenes. El inocente que huye de los que pretenden matarlo se siente protegido por el Señor como la oveja que, de noche, camina protegida por la vara y el cayado del pastor. Con este tipo de pastor, nada le falta a quien confía en él. El inocente se sentía perseguido por los opresores, pero logró refugiarse en la tienda del Señor, esto es, en el templo de Jerusalén. Y ahí nadie podrá hacerle ningún daño. 
Una de las imágenes más hermosas de Dios en el Antiguo Testamento —y en este salmo— es la que nos lo muestra como pastor. Este motivo nos recuerda inmediatamente el éxodo. De hecho, la principal acción del Dios pastor consistió en haber sacado a su rebaño (los israelitas) del redil de Egipto y haberlo conducido por el desierto, haciéndolo entrar en la tierra prometida, la tierra que mana leche y miel. Varios son los textos bíblicos que nos hablan de esto (por ejemplo, Sal 78,52). Pastor, libertador y aliado son, por tanto, temas gemelos. El salmista tiene una confianza absoluta en el nombre del Señor (3) porque sabe que, en el pasado de su pueblo, Dios liberó, condujo e introdujo a los israelitas en la tierra de la libertad y de la vida, En esta tierra, el Señor dio acogida a su pueblo, preparándole una mesa opulenta, convirtiéndolo en su huésped preferido y protegiéndolo todos los días de su vida.
Jesús, en el evangelio de Juan, adopta las características del Dios pastor, libertador y aliado (Jn 10), que conduce a las ovejas fuera de los rediles que le impiden al pueblo acceder a la vida (Jn 9). Con su muerte y su resurrección, Jesús, buen pastor, inauguró el camino de vuelta al Padre: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6b).
Probablemente, este sea el salmo más rezado y más cantado. Pero el mejor momento para rezarlo es cuando tenemos necesidad de reforzar nuestra confianza en Dios, y ello en medio de los conflictos cotidianos. También conviene rezarlo en solidaridad con aquellos cuya muerte «está ya decidida», con los inocentes condenados y con las víctimas de la violencia y de la opresión.

Comentario del Santo Evangelio: Mateo 16,13-19 Esta página evangélica se subdivide en dos partes: en primer lugar, es Jesús quien quiere saber lo que la gente dice de él, y se lo pregunta a los discípulos (w 13ss). Conocemos bien las diferentes respuestas que le dan: todas ellas son válidas en parte, pero ninguna es exacta. De este modo, Jesús ha abierto el paso a una pregunta ulterior (v. 15), pero esta vez la respuesta viene personalmente de Pedro (v. 16). La de Pedro es una profesión de fe plena, completa, que tiene todo el sabor de una fe pascual. Al mismo tiempo que define quién es Jesús, Pedro manifiesta plenamente también su propia identidad de creyente, y en esto nos representa a todos.
La segunda parte de esta página evangélica contiene una serie de enunciados con los que Jesús define su relación personal con Pedro y el ministerio de Pedro respecto a la Iglesia (vv 17-19). La bienaventuranza de Pedro, solemnemente pronunciada por Jesús, está motivada por el hecho de que Pedro ha hablado bajo la inspiración de Dios: la profesión de fe de Pedro corresponde a una plena revelación divina. El nuevo nombre que Jesús da a Simón ya no es Simón, sino «piedra», firme y sólida, sobre la que el mismo Cristo pretende edificar su Iglesia, la comunidad de los salvados. Por último, Jesús dirige a Pedro una promesa absolutamente especial: a él se le entregarán las llaves del Reino de los Cielos, las llaves que sólo Cristo puede usar y con las que él mismo abre y cierra, ata y desata, entra y sale. Con Pedro y por medio de Pedro, es Cristo mismo el que lleva a cabo la salvación para todos.
El apóstol Pedro, desde el primer gran discurso que pronunció el día de Pentecostés (Hch 2,14-41), se presenta en el escenario de la historia como testigo, intérprete y exhortador. Así es como ejerce su ministerio de guía de la primitiva comunidad cristiana.
Ante todo, es testigo del gran acontecimiento pentecostal, en el que el Padre, por medio del Hijo, envió el don del Espíritu Santo sobre los primeros creyentes. Pedro tiene el derecho-deber de presentarse como testigo ocular de este acontecimiento, precisamente porque él, junto con otros, fue enriquecido con este don. El testimonio cristiano brota siempre de la abundancia del don recibido y se manifiesta como correspondencia generosa al mismo don.
Pedro, en su predicación, se presenta también como intérprete del acontecimiento histórico de Jesús de Nazaret, especialmente de lo que Jesús hizo durante su ministerio público y de los grandes acontecimientos pascuales que consumaron su misión. A la luz de la Pascua-Pentecostés, Pedro se encarga de interpretar el valor salvífico de la Pascua de Jesús, explicitando para sus oyentes el significado actual, que no permite fugas ni evasiones.
La tercera tarea de la que se encarga el apóstol Pedro es la de exhortar a todos los que le escuchan, a fin de que cada uno se dé cuenta de la necesidad de responder al mensaje revelado y de corresponder a él con la vida. De este modo, el apóstol Pedro se presenta a nosotros como el “evangelista ideal”, con una predicación completa y paradigmática, a la que todos estamos llamados a configurarnos.

Comentario del Santo Evangelio: Mt 16,13-19, para nuestros Mayores. Confesión y primado de Pedro. La apostolicidad es una de las notas de la verdadera Iglesia de Cristo, como decimos en el credo: “Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica”. Su condición de apostólica significa que: La Iglesia trae su origen de Cristo por medio de la palabra y el testimonio de los apóstoles; por expresa voluntad de Cristo, que es el cimiento invisible y la piedra angular de la Iglesia, ésta tiene como fundamento visible de su unidad y permanencia la cátedra y sede apostólica de Pedro y su sucesor el Papa, obispo de Roma; apostolicidad quiere decir además fidelidad a la misión transmitida por Jesús a su Iglesia: la evangelización del mundo.
Solamente así será apostólica en plenitud la Iglesia: porque cree, mantiene y difunde la fe en Cristo, recibida del anuncio y testimonio de los apóstoles.
Nueva imagen de Iglesia. La constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II optó por una teología que entiende y explica la Iglesia a partir del pueblo de Dios (modelo horizontal) y no a partir de su jerarquía (modelo vertical). Hasta llegar a este punto hubo un largo itinerario histórico que podemos dibujar así esquemáticamente: El modelo jerárquico o vertical fue el que predominó en la historia de la Iglesia desde la alta Edad Media, si bien se inició ya en los tiempos de Constantino el Grande, al declarar éste al cristianismo religión oficial del imperio romano por el edicto de Milán (a.313). En este modelo la Iglesia se entendía como una sociedad de desiguales (clérigos y laicos), que se constituía a partir de la jerarquía y se regulaba internamente desde la categoría del poder espiritual.
El modelo horizontal es el que patrocina la eclesiología actual. Este modelo se fue abriendo paso gracias al movimiento de retorno a las fuentes, y se consagró definitivamente a partir del concilio Vaticano II. Es el modelo de Iglesia que la explica desde la comunión. La Iglesia se entiende y se construye como una comunidad de hermanos iguales entre sí; si bien con servicios y carismas plurales, entre los cuales uno es el de los pastores: presidir la asamblea en la unidad y animarla en la caridad.
Consecuencias de la horizontalidad eclesial. Esta visión de la Iglesia a partir del pueblo de Dios conduce a algunas aplicaciones concretas que son su consecuencia y desarrollo. Merecen más espacio del que disponemos. Nos limitamos aquí a enumerarlas, señalando tan sólo procesos en marcha: descentralización, colegialidad y base laical o popular.
.-Descentralización. El concilio Vaticano II deja en claro que la autoridad de los obispos en la Iglesia no proviene inmediatamente del Papa, como se explicaba tradicionalmente sobre todo a partir de la reforma gregoriana (s. XI), sino directamente de Cristo por medio de la consagración episcopal, aunque con sentido colegial (LG 21). Se excluye, pues, una visión monárquica y centralista de la Iglesia, como si las diócesis o iglesias locales fueran tan sólo una sucursal de la gran central romana, y los obispos meros delegados del Papa, de quien recibirían la “jurisdicción”. Pedro, el papa, es el primero entre los hermanos, con el primado del servicio y de la caridad en la Iglesia de Cristo, pues la autoridad de la comunidad cristiana es servicio a ejemplo de Cristo mismo, que no vino a ser servido sino a servir.
.-Colegialidad a todos los niveles. En primer lugar a nivel del Colegio episcopal. Colegialidad significa también corresponsabilidad. En aplicación de la doctrina conciliar funcionan ya habitualmente estructuras colegiales y “democráticas”, tales como el Sínodo de obispos, las Conferencias episcopales, los Consejos pastorales a nivel diocesano, zonal y parroquial, los Capítulos generales, provinciales y locales de los Institutos de vida consagrada, sobre todo en los religiosos.
.-Base laical. La horizontalidad pide también dar el paso definitivo del clericalismo a la movilización de la base laical, del pueblo que es la comunidad. En la vida de una Iglesia que se define como pueblo de Dios, éste ha de pasar de ser mero “objeto pastoral” a ser “sujeto eclesial”, protagonista en la vida y tareas de la comunidad. La Iglesia no estará verdaderamente formada, no vivirá plenamente, no será signo perfecto de Cristo entre los hombres, en tanto no exista y trabaje con la jerarquía un laicado propiamente dicho (AG 21).

Comentario del Santo Evangelio: (Mt 13,53—18,35) de Joven para Joven. La confesión de fe de Pedro; primer anuncio de la pasión y condiciones del seguimiento. El episodio ocupa un lugar central en los evangelios sinópticos. Mateo da un relieve particular a la identidad de Jesús y al papel de Pedro. Jesús se identifica aquí con el Hijo del hombre, el Juez universal esperado para el final de los tiempos: una figura gloriosa, humano-divina (cf. Dn 7,1 3s), que no se presta a esperanzas políticas, como la del Mesías/Cristo. Por lo demás, el sondeo de opiniones (v. 14) atestigua que la gente duda a la hora de proyectar sobre Jesús esperanzas de ese tipo: la respuesta de Pedro no es, por consiguiente, algo previsible. Jesús lo confirma solemnemente, constituyendo al apóstol en jefe de la nueva comunidad mesiánica e imponiéndole un nombre nuevo, signo de una nueva identidad y misión.
El mesianismo de Jesús, sin embargo, difiere radicalmente del sentir humano: la gente no está preparada para acogerlo (v. 20), ni siquiera Pedro lo está, a pesar de la revelación del Padre. En efecto, manifiesta toda su debilidad frente al primer anuncio de la pasión, en el que Jesús parece identificarse con el Siervo sufriente más que con el Cristo. Llegados ahí, Jesús emplea una expresión durísima dirigida a Pedro, le llama «Satanás», dado que le presenta las mismas tentaciones mesiánicas que ya le había insinuado el demonio en el desierto.
Con todo, Jesús no revoca la misión que le había confiado a Pedro: de ahí que debamos reconocer que la Iglesia, desde la «roca» de su fundamento, aunque está constituida por hombres frágiles, permanecerá firme e inmortal en virtud de la presencia del mismo Cristo (v. 18b). Sin embargo, el camino de los discípulos debe calcar las huellas del Maestro: deberán compartir sus sufrimientos, humillaciones, aparentes fracasos, para compartir también la victoria.
Jesús lo asegura a través de la revelación implícita que en él realizan y unifican tres figuras proféticas de la Escritura tan diferentes que parecen antitéticas: la escatológica del Hijo del hombre, la real del Mesías y la misteriosa del Siervo sufriente.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Hoy nos somete Jesús al examen de la fe. Como hizo Simón Pedro, tal vez pudiéramos superar la parte teórica con una respuesta exacta, fruto de la gracia de Dios que trabaja en nosotros. «Tú eres el Mesías», la realización de las mejores esperanzas, «el Hijo de Dios vivo». La afirmación de Pedro brota del corazón, no, a buen seguro, de sus nociones de teología, y suscita la igualmente cordial exclamación del Señor. Quisiéramos responder con el mismo ardor a Jesús.
Con todo, eso no bastaría para superar el examen: hemos comprendido que Jesús es Dios, pero debemos comprobar también nuestro concepto de Dios y de su obrar. En efecto, nuestro vínculo con él requiere la imitación, el seguimiento del Hijo: ésta es la prueba práctica, la comprobación de la fe. Nosotros creemos en el Dios omnipotente, pero no hemos comprendido aún de manera suficiente que su omnipotencia es misericordia infinita, llegada hasta el sacrificio del Hijo. Por eso nos quedamos desconcertados o decepcionados frente a las oposiciones y a los fracasos: nos falta la conciencia de que Cristo está presente entre nosotros como Crucificado-Resucitado, para salvarnos, abriéndonos por delante su mismo camino.
Si queremos ser discípulos suyos, no hay otro camino. Ese camino conduce a la plenitud de la vida, aunque a costa de renuncias y de fatigas: para avanzar es preciso rechazar los falsos valores propuestos por la mentalidad mundana. El Hijo de Dios vivo es también verdadero hombre: sólo él puede enseñarnos a ser personas auténticas, capaces de realizar aquella humanidad que corresponde a las expectativas del Padre. Si siguiéramos con confianza la enseñanza y el ejemplo del Maestro, podríamos superar también el examen definitivo que el evangelio nos deja entrever hoy, puesto que «el Hijo del hombre está a punto de venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles. Entonces tratará a cada uno según su conducta» (v. 27).

Elevación Espiritual para este día. En Pedro vemos la piedra elegida. En Pedro hemos de reconocer a la Iglesia. En efecto, Cristo edificó la Iglesia no sobre un hombre, sino sobre la confesión de Pedro. ¿Cuál fue la confesión de Pedro? «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Esta es la piedra, éste es el fundamento, y es aquí donde fue edificada la Iglesia, a la que no vencerán las puertas del infierno (cf. Mt 16,18). He aquí aquel Pedro negador y amante: negador por debilidad humana, amante por gracia divina. Fue interrogado sobre el amor y le fueron confiadas las ovejas de Cristo. Cuando el Señor confiaba sus ovejas a Pedro, nos confiaba a nosotros. Cuando nos confiaba a Pedro, confiaba a la Iglesia sus miembros. Señor, encomienda tu Iglesia a tu Iglesia y tu Iglesia se encomienda a ti.

Reflexión Espiritual para el día. Viene con facilidad a la mente esta pregunta: ¿Quién era san Pedro? A esta fácil pregunta no resulta fácil darle una pronta y completa respuesta. La respuesta que parece dispuesta —era el discípulo, el primero que fue llamado «apóstol» con los otros once— se complica con el recuerdo de las imágenes, las figuras y las metáforas de las que se sirvió el Señor para hacernos comprender quién debía ser y llegar a ser este elegido suyo. ¡Fijaos!
La imagen más obvia es la de la piedra, la de la roca: el nombre de Pedro la proclama. ¿Y qué significa este término aplicado a un hombre sencillo y sensible, voluble y débil?, podríamos decir. La piedra es dura, es estable, es duradera; se encuentra en la base del edificio, lo sostiene todo, y el edificio se llama Iglesia: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Pero hay otras imágenes referidas a san Pedro, que merecen explicaciones y meditaciones: imágenes usadas por el mismo Cristo, llenas de un profundo significado. Las llaves, por ejemplo —o sea, los poderes—, dadas únicamente a Pedro entre todos los apóstoles, para significar una plenitud de facultades que se ejercen no sólo en la tierra, sino también en el cielo. ¿Y la red, la red de Pedro, lanzada dos veces en el evangelio para una pesca milagrosa? 
«Te haré pescador de hombres», dice el evangelio de Lucas (5,10). También aquí la humilde imagen de la pesca asume el inmenso y majestuoso significado de la misión histórica y universal confiada a aquel sencillo pescador del lago de Genesaret. ¿Y la figura del pastor? 
«Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21,16ss), dijo Jesús a san Pedro, para hacernos pensar a nosotros que el designio de nuestra salvación implica una relación necesaria entre nosotros y él, el sumo Pastor. Y así otras. Aunque —mirando mejor en las páginas de la Escritura— encontraremos otras imágenes significativas, como la de la moneda (Mt 17,25), como la de la barca de Pedro (Lc 5,3), como la del lienzo bajado del cielo (Hch 10,3), y la de las cadenas que caen de las manos de Pedro (Hch 1 2,7), y la del canto del gallo para recordarle a Pedro su humana fragilidad (Mc 14,72), y la de la cintura que un día —el último, para significar el martirio del apóstol— ceñirá a Pedro (Jn 21,18). Todas las imágenes, características del lenguaje bíblico y del evangélico, esconden significados grandes y precisos. Bajo el símbolo hay una verdad, hay una realidad que nuestra mente puede explorar y puede ver inmensa y próxima (Pablo VI).

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 5, 1-4.Pastores del rebaño. A los pastores del rebaño. A ellos se dirige ahora el autor de nuestra carta, como en otros momentos se ha dirigido a otros sectores bien delimitados dentro de la comunidad cristiana, por ejemplo a los esposos (ver 3, 1-9). En muchas de las ciudades greco-romanas del Asia Menor se organizaban asociaciones de «ancianos» y de «jóvenes». Parece que la misma costumbre existió en la Iglesia. La responsabilidad en la dirección siempre recaía en los ancianos, los presbíteros, tanto en las asociaciones profanas como dentro de la Iglesia. Precisamente por eso cuando los ancianos, los presbíteros, son mencionados en el Nuevo Testamento, es para destacar la responsabilidad que tienen dentro de la Iglesia.
Cuando nuestro autor se dirige ahora a los ancianos, lo hace dando a la palabra el sentido específico y técnico de presbíteros, no sólo hombres entrados en años (ver la contraposición de estos dos sentidos en el v. 5). El autor de la carta se llama a sí mismo «co-presbítero». Su autoridad para escribirla obedece a una posición de respeto y veneración dentro de la Iglesia. Pero, en lugar de su autoridad, se sitúa en el terreno de la corresponsabilidad con los demás presbíteros. Si el autor de la carta es Pedro, esto encajaría perfectamente. Lo mismo que se justificaría plenamente el que se presente como testigo de los padecimientos de Cristo (aunque la palabra testigo, «martys», no necesariamente supone que se trate de un testigo ocular). Igualmente encajaría el que se presente como participante de la gloria que ha de manifestarse. Se referiría a la transfiguración de Jesús, de la que él había sido testigo.
Estos presbíteros son presentados como pastores del rebaño de Dios, que a ellos ha sido encomendado. Deben ejercer su oficio con fidelidad, preocupación constante, responsabilidad y entrega a su ministerio. La imagen del pastor está tomada del Antiguo Testamento y se halla extraordinariamente enriquecida con las enseñanzas de Jesús (Jn 10, «Yo soy el buen Pastor»). El modelo para el ejercicio de este «pastoreo» era la figura del Buen Pastor. Pero el oficio era duro y la responsabilidad seria. Algunos tenían que ser impulsados a ejercerlo e incluso ser retribuidos por ello. Esto podía dar pie a que se aceptase el cargo por razones egoístas, económicas y que entonces el oficio se convirtiese en negocio. Por otra parte, el oficio implicaba un ascendiente sobre la comunidad. Esto podía dar pie a un trato brusco o despótico sobre los que se ejercía una autoridad.
El autor de la carta conoce los peligros concretos y por eso les exhorta a mencionar aquéllos en los que más fácilmente podrían caer. El verdadero pastor debe entregarse plenamente a su oficio a imitación de Cristo (Jn 10, 10-13), y de Dios mismo, el pastor supremo (Is 40, 11; Ez 34, 11ss). El motivo determinante al aceptar este oficio de pastor del rebaño de Dios debe ser el celo por su casa, por el rebaño. El único privilegio, que es obligación, es el de ser ejemplo por su conducta ejemplar (Flp 3 17; 1Tim 4, 12); responsabilidad del ejemplo frente a los miembros menos maduros e inconstantes que forman parte de la comunidad encomendada a los presbíteros.
Labor dura la de estos pastores, pero sumamente valiosa. Se deduce de la recompensa que les espera cuando se manifieste el Pastor supremo, que premiará su trabajo. El Señor, como Pastor supremo (Heb 13, 20), aparecerá pronto. La corona de justicia prometida y esperada (2Tim 4, 8; Ap 2, 10) será el reconocimiento, por parte del Señor, al trabajo realizado por el siervo fiel y prudente que ha entregado su vida por el rebaño a él dado. A ejemplo de Cristo. 
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