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domingo, 4 de abril de 2010

Día 04-04-2010.Ciclo C.

4 de Abril. DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR. (Ciclo C). AÑO SANTO COMPOOSTELANO Y SACERDOTAL.

LITURGIA DE LA PALABRA.,

Hch 10, 34a. 37-43: Hemos comido y bebido con él después de su resurrección
Salmo: 117: Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Col 3, 1-4: Busquen los bienes de allá arriba, donde está Cristo
Jn 20, 1-9: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?
A) Comentario ordinario


Para este domingo de Pascua nos ofrece la liturgia como primera lectura uno de los discursos de Pedro una vez transformado por la fuerza de Pentecostés: aquél que pronunció en casa del centurión Cornelio, a propósito del consumo de alimentos puros e impuros, lo que estaba en íntima relación con el tema del anuncio del Evangelio a los no judíos y de su ingreso a la naciente comunidad cristiana. El discurso de Pedro es un resumen de la proclamación típica del Evangelio que contiene los elementos esenciales de la historia de la salvación y de las promesas de Dios cumplidas en Jesús. Pedro y los demás apóstoles predican la muerte de Jesús a manos de los judíos, pero también su resurrección por obra del Padre, porque “Dios estaba con él”. De modo que la muerte y resurrección de Jesús son la vía de acceso de todos los hombres y mujeres, judíos y no judíos, a la gran familia surgida de la fe en su persona como Hijo y Enviado de Dios, y como Salvador universal; una familia donde no hay exclusiones de ningún tipo. Ese es uno de los principales signos de la resurrección de Jesús y el medio más efectivo para comprobar al mundo que él se mantiene vivo en la comunidad.

Una comunidad, un pueblo, una sociedad donde hay excluidos o marginados, donde el rigor de las leyes divide y aparta a unos de otros, es la antítesis del efecto primordial de la Resurrección; y en mucho mayor medida si se trata de una comunidad o de un pueblo que dice llamarse cristiano.

El evangelio de Juan nos presenta a María Magdalena madrugando para ir al sepulcro de Jesús. “Todavía estaba oscuro”, subraya el evangelista. Es preciso tener en cuenta ese detalle, porque a Juan le gusta jugar con esos símbolos en contraste: luz-tinieblas, mundo-espíritu, verdad-falsedad, etc. María, pues, permanece todavía a oscuras; no ha experimentado aún la realidad de la Resurrección. Al ver que la piedra con que habían tapado el sepulcro se halla corrida, no entra, como lo hacen las mujeres en el relato lucano, sino que se devuelve para buscar a Pedro y al “otro discípulo”. Ella permanece sometida todavía a la figura masculina; su reacción natural es dejar que sean ellos quienes vean y comprueben, y que luego digan ellos mismos qué fue lo que vieron. Este es otro contraste con el relato lucano. Pero incluso entre Pedro y el otro discípulo al que el Señor “quería mucho”, existe en el relato de Juan un cierto rezago de relación jerárquica: pese a que el “otro discípulo” corrió más, debía ser Pedro, el de mayor edad, quien entrase primero a mirar. Y en efecto, en la tumba sólo están las vendas y el sudario; el cuerpo de Jesús ha desaparecido. Viendo esto creyeron, entendieron que la Escritura decía que él tenía que resucitar, y partieron a comunicar tan trascendental noticia a los demás discípulos. La estructura simbólica del relato queda perfectamente construida.

La acción transformadora más palpable de la resurrección de Jesús fue a partir de entonces su capacidad de transformar el interior de los discípulos -antes disgregados, egoístas, divididos y atemorizados- para volver a convocarlos o reunirlos en torno a la causa del Evangelio y llenarlos de su espíritu de perdón.

La pequeña comunidad de los discípulos no sólo había sido disuelta por el «ajusticiamiento» de Jesús, sino también por el miedo a sus enemigos y por la inseguridad que deja en un grupo la traición de uno de sus integrantes.

Los corazones de todos estaban heridos. A la hora de la verdad, todos eran dignos de reproche: nadie había entendido correctamente la propuesta del Maestro. Por eso, quien no lo había traicionado lo había abandonado a su suerte. Y si todos eran dignos de reproche, todos estaban necesitados de perdón. Volver a dar cohesión a la comunidad de seguidores, darles unidad interna en el perdón mutuo, en la solidaridad, en la fraternidad y en la igualdad, era humanamente un imposible. Sin embargo, la presencia y la fuerza interior del «Resucitado» lo logró.

Cuando los discípulos de esta primera comunidad sienten interiormente esta presencia transformadora de Jesús, y cuando la comunican, es cuando realmente experimentan su resurrección. Y es entonces cuando ya les sobran todas las pruebas exteriores de la misma. El contenido simbólico de los relatos del Resucitado actuante que presentan a la comunidad, revela el proceso renovador que opera el Resucitado en el interior de las personas y del grupo.

Magnífico ejemplo de lo que el efecto de la Resurrección puede producir también hoy entre nosotros, en el ámbito personal y comunitario. La capacidad del perdón; de la reconciliación con nosotros mismos, con Dios y con los demás; la capacidad de reunificación; la de transformarse en proclamadores eficientes de la presencia viva del Resucitado, puede operarse también entre nosotros como en aquel puñado de hombres tristes, cobardes y desperdigados a quienes transformó el milagro de la Resurrección.

B) Segundo guión
Como otros años, incluimos aquí un segundo guión de homilía, netamente en la línea de la espiritualidad latinoamericana de la liberación, que titulamos «El Resucitado es el Crucificado».

Lo que no es la resurrección de Jesús.

Se suele decir en teología que la resurrección de Jesús no es un hecho "histórico", con lo cual se quiere decir no que sea un hecho irreal, sino que su realidad está más allá de lo físico. La resurrección de Jesús no es un hecho realmente registrable en la historia; nadie hubiera podido fotografiar aquella resurrección. La resurrección de Jesús objeto de nuestra fe es más que un fenómeno físico. De hecho, los evangelios no nos narran la resurrección: nadie la vio. Los testimonios que nos aportan son de experiencias de creyentes que, después, "sienten vivo" al resucitado, pero no son testimonios del hecho mismo de la resurrección.

La resurrección de Jesús no tiene parecido alguno con la "reviviscencia" de Lázaro. La de Jesús no consistió en la vuelta a esta vida, ni en la reanimación de un cadáver (de hecho, en teoría, no repugnaría creer en la resurrección de Jesús aunque hubiera quedado su cadáver entre nosotros, porque el cuerpo resucitado no es, sin más, el cadáver). La resurrección (tanto la de Jesús como la nuestra) no es una vuelta hacia atrás, sino un paso adelante, un paso hacia otra forma de vida, la de Dios.

Importa recalcar este aspecto para darnos cuenta de que nuestra fe en la resurrección no es la adhesión a un "mito", como ocurre en tantas religiones, que tienen mitos de resurrección. Nuestra afirmación de la resurrección no tiene por objeto un hecho físico sino una verdad de fe con un sentido muy profundo, que es el que queremos desentrañar.

La "buena noticia" de la resurrección fue conflictiva.
Una primera lectura de los Hechos de los Apóstoles suscita una cierta extrañeza: ¿por qué la noticia de la resurrección suscitó la ira y la persecución por parte de los judíos? Noticias de resurrecciones eran en aquel mundo religioso menos infrecuentes y extrañas que entre nosotros. A nadie hubiera tenido que ofender en principio la noticia de que alguien hubiera tenido la suerte de ser resucitado por Dios. Sin embargo, la resurrección de Jesús fue recibida con una agresividad extrema por parte de las autoridades judías. Hace pensar el fuerte contraste con la situación actual: hoy día nadie se irrita al escuchar esa noticia. ¿La resurrección de Jesús ahora suscita indiferencia? ¿Por qué esa diferencia? ¿Será que no anunciamos la misma resurrección, o que no anunciamos lo mismo en el anuncio de la resurrección de Jesús?

Leyendo más atentamente los Hechos de los Apóstoles ya se da uno cuenta de que el anuncio mismo que hacían los apóstoles tenía un aire polémico: anunciaban la resurrección "de ese Jesús a quien ustedes crucificaron". Es decir, no anunciaban la resurrección en abstracto, como si la resurrección de Jesús fuese simplemente la afirmación de la prolongación de la vida humana tras la muerte. Tampoco estaban anunciando la resurrección de un alguien cualquiera, como si lo que importara fuera simplemente que un ser humano, cualquiera que fuese, había traspasado las puertas de la muerte.

El crucificado es el resucitado
Los apóstoles no anunciaban una resurrección muy concreta: la de aquel hombre llamado Jesús, a quien las autoridades civiles y religiosas habían rechazado, excomulgado y condenado.

Cuando Jesús fue atacado por las autoridades, se encontró solo. Sus discípulos lo abandonaron, y Dios mismo guardó silencio, como si estuviera de acuerdo. Todo pareció concluir con su crucifixión. Todos se dispersaron y quisieron olvidar.

Pero ahí ocurrió algo. Una experiencia nueva y poderosa se les impuso: sintieron que estaba vivo. Les invadió una certeza extraña: que Dios sacaba la cara por Jesús, y se empeñaba en reivindicar su nombre y su honra. "Jesús está vivo, no pudieron hundirlo en la muerte. Dios lo ha resucitado, lo ha sentado a su derecha misma, confirmando la veracidad y el valor de su vida, de su palabra, de su Causa. Jesús tenía razón, y no la tenían los que lo expulsaron de este mundo y despreciaron su Causa. Dios está de parte de Jesús, Dios respalda la Causa del Crucificado. El Crucificado ha resucitado, !vive!

Y esto era lo que verdaderamente irritó a las autoridades judías: Jesús les irritó estando vivo, y les irritó igualmente estando resucitado. También a ellas, lo que les irritaba no era el hecho físico mismo de una resurrección, que un ser humano muera o resucite; lo que no podían tolerar era pensar que la Causa de Jesús, su proyecto, su utopía, que tan peligrosa habían considerado en vida de Jesús y que ya creían enterrada, volviera a ponerse en pie, resucitara. Y no podían aceptar que Dios estuviera sacando la cara por aquel crucificado condenado y excomulgado. Ellos creían en otro Dios.

Creer con la fe de Jesús
Pero los discípulos, que redescubrieron en Jesús el rostro de Dios (como Dios de Jesús) comprendieron que Jesús era el Hijo, el Señor, la Verdad, el Camino, la Vida, el Alfa, la Omega. La muerte no tenía ningún poder sobre él. Estaba vivo. Había resucitado. Y no podían sino confesarlo y "seguirlo", "persiguiendo su Causa", obedeciendo a Dios antes que a los hombres, aunque costase la muerte.

Creer en la resurrección no era pues para ellos una afirmación de un hecho físico-histórico que sucedió o no, ni una verdad teórica abstracta (la vida postmortal), sino la afirmación contundente de la validez suprema de la Causa de Jesús, a la altura misma de Dios (a la derecha del Padre), por la que es necesario vivir y luchar hasta dar la vida.

Creer en la resurrección de Jesús es creer que su palabra, su proyecto y su Causa (!el Reino!) expresan el valor fundamental de nuestra vida.

Y si nuestra fe reproduce realmente la fe de Jesús (su visión de la vida, su opción ante la historia, su actitud ante los pobres y ante los poderes... será tan conflictiva como lo fue en la predicación de los apóstoles o en la vida misma de Jesús.

En cambio, si la resurrección de Jesús la reducimos a un símbolo universal de vida postmortal, o a la simple afirmación de la vida sobre la muerte, o a un hecho físico-histórico que ocurrió hace veinte siglos... entonces esa resurrección queda vaciada del contenido que tuvo en Jesús y ya no dice nada a nadie, ni irrita a los poderes de este mundo, o incluso desmoviliza en el camino por la Causa de Jesús.

Lo importante no es creer en Jesús, sino creer como Jesús. No es tener fe en Jesús, sino tener la fe de Jesús: su actitud ante la historia, su opción por los pobres, su propuesta, su lucha decidida, su Causa...

Creer lúcidamente en Jesús en esta América Latina, o en este Occidente llamado "cristiano", donde la noticia de su resurrección ya no irrita a tantos que invocan su nombre para justificar incluso las actitudes contrarias a las que tuvo él, implica volver a descubrir al Jesús histórico y el sentido de la fe en la resurrección.

Creyendo con esa fe de Jesús, las "cosas de arriba" y las de la tierra no son ya dos direcciones opuestas, ni siquiera distintas. Las "cosas de arriba" son la Tierra Nueva que está injertada ya aquí abajo. Hay que hacerla nacer en el doloroso parto de la Historia, sabiendo que nunca será fruto adecuado de nuestra planificación sino don gratuito de Aquel que viene. Buscar "las cosas de arriba" no es esperar pasivamente que suene la hora escatológica (que ya sonó en la resurrección de Jesús) sino hacer realidad en nuestro mundo el Reinado del Resucitado y su Causa: Reino de Vida, de Justicia, de Amor y de Paz.

C) Una nota para lectores críticos
La homilía de la vigilia pascual o la de la misa del domingo de Pascua no son la mejor ocasión para dar en síntesis un curso teología sobre el tema de la resurrección, pero sí son un momento oportuno para caer en la cuenta de la necesidad de darnos una sacudida en este tema teológico.

Por una parte, el ambiente litúrgico es tal que permite al «orador sagrado» elaborar libremente su discurso, sin temor a ser interrumpido, ni cuestionado ni siquiera solicitado por sus oyentes para una explicación más amplia. Lo que él diga, por muy abstracto, complicado o inverosímil que sea, va a ser aceptado por los asistentes con una actitud de piadosa acogida, o al menos de silencio respetuoso. No le va a ser necesario «justificar» lo que dice, ni explicarlo de un modo exigente, porque en la celebración litúrgica a veces la palabra tiene un valor ritual, al margen de su contenido real, razón por la que muchos oyentes «se desconectan» mentalmente, pues están conscientes de no estar recibiendo un mensaje interpelador real.

Éste es un gran peligro para todo agente de pastoral: la utilización de fórmulas fáciles, abstractas, solemnes, que no evangelizan, porque no tratan de dar razón de la fe y de hacerla inteligible –hasta donde se puede-, sino de cumplir un rito.

Por otra parte, el tema concreto de la resurrección es un tema que está sufriendo en los últimos tiempos una profunda revisión. Algunos teólogos hablan de un «cambio de paradigma»: no se trataría de cambios en detalles, sino de una comprensión radicalmente nueva del conjunto.

No hay que olvidar que venimos de un tiempo en el que la Resurrección estaba ausente del horizonte de comprensión de la salvación: ésta se jugaba el viernes santo, en la muerte de Jesús; y ahí concluía el drama de nuestra salvación; la resurrección era sólo un apéndice añadido, como para dejar buen sabor de boca. Los mayores de entre nosotros pueden recordar que antes de la reforma de la liturgia de la semana santa de Pío XII, la vigilia pascual había sido olvidada. Los manuales de teología por su parte casi no la contemplaban (cfr por ejemplo, la Sacrae Theologiae Summa, en 3 volúmenes, de la BAC, Madrid, 1956, que de sus 326 páginas dedica menos de una a la resurrección). El libro de F. X. DURWELL, La resurrección de Jesús, misterio de salvación (Herder, Barcelona), fue el libro clave de la renovación de la comprensión teológico-bíblica de la resurrección a partir de los años 60. El Concilio Vaticano II restituyó el misterio pascual en el centro de la liturgia. Y a partir de ahí, se puede decir que hemos vivido de rentas, dejando el tema de la resurrección en el desván de nuestras creencias intocadas, mientras nuestra cultura y nuestra antropología han ido evolucionando sin detenerse… ¿No notamos el desajuste?

Nos han preocupado otros temas más «urgentes y prácticos». Nuestro pueblo sencillo (y cuántos de nosotros) no sabría dar razón convincente ni convencida de lo que cree acerca tanto de la resurrección de Jesús como de la nuestra.

Respecto a la de Jesús, la mayor parte de nosotros todavía piensa la resurrección de Jesús como un hecho «físico milagroso». La fuerza imaginativa de las narraciones de las apariciones es tan fuerte, que cuando las proclamamos en las lecturas litúrgicas (o cuando nos referimos a ellas en las homilías) para la mayoría de los cristianos pasan por literalmente históricas. El hecho físico histórico de las apariciones, junto con el sepulcro vacío, la desaparición del cadáver de Jesús, y el testimonio de los testigos privilegiados que lo «vieron» redivivo y comieron con él… es tenido como la prueba máxima de la veracidad de nuestra fe. La resurrección puede acabar siendo un mito anacrónico, momificado en las vendas de conceptos o figuras que pertenecen a una cultura irremediablemente pasada en aspectos fundamentales. Pero la teología actual representa un cambio literalmente espectacular respecto a la teología de ayer mismo.

Baste pensar lo siguiente: «se ha eliminado todo rastro de concebir la resurrección como la ‘revivificación’ de un cadáver, se insiste en su carácter incluso no milagroso y no histórico (en cuanto no empíricamente constatable), y son cada vez más los teólogos –incluso moderados- que afirman que la fe en la resurrección no depende de la permanencia o no del cadáver de Jesús en el sepulcro, cuando no afirman expresamente tal permanencia. Y es de prever que la permanencia del cadáver no tardará en ser opinión unánime» (Queiruga).

«Hoy se toma en serio el carácter trascendente, es decir, no mundano y no espacio-temporal de la resurrección, por lo que resulta absurdo tomar a la letra datos o escenas sólo posibles para una experiencia de tipo empírico: tocar con el dedo y agarrar al resucitado, o imaginarle comiendo… son pinturas de innegable corte mitológico, que hoy nos resultan sencillamente impensables. (Para la Ascensión ya se ha asumido generalmente que, tomada a la letra, sería un puro absurdo). No es que las apariciones sean verdad o mentira, sino que carece de sentido hablar de la percepción empírica de una realidad trascendente. No se puede ver al resucitado por la misma razón que no se puede ver a Dios, con quien se ha identificado en comunión total y gloriosa. Si alguien dice que lo ha ‘visto’ o ‘tocado’ no tiene por qué mentir, pero habla de una experiencia subjetiva, como cuando muchos santos dicen haber visto o tenido en sus brazos al Niño Jesús: son sinceros, pero eso no es posible, sencillamente porque el ‘Niño Jesús’ no existe» 

No podemos extendernos más. Sólo queríamos dar provocativamente una saludable «sacudida» a nuestra fe en la resurrección, llamando la atención sobre la necesidad de no dejarla dormir beatíficamente el sueño de los justos, y de afrontar seriamente su actualización teológica.

Insistimos en que no es un buen servicio evangelizador el mantener al pueblo cristiano ignorante respecto a la actualización de la comprensión de la resurrección que se están dando en la exégesis y en la teología, y que no hace bien el agente de pastoral que se limita a repetir las sonoras afirmaciones de siempre sobre la resurrección, y refiriéndose a las apariciones dando a entender a sus oyentes que se trata de datos históricos indubitables no necesitados de interpretación… Según las estadísticas, no son pocas las personas cristianas que no creen en la resurrección; sin duda, algo tiene que ver con ello el hecho de que carecemos de una interpretación teológica actualizada respecto a este elemento capital de nuestra fe, momificado en las vendas de unas descripciones y supuestos con los que una persona culta de hoy no puede comulgar. La evangelización desactualizada puede convertirse en factor ateizante.

Para la revisión de vida
¿He vivido esta Semana Santa como el camino que es a la resurrección y a la vida eterna? ¿He apostado por la Vida, en mi vida? Trataré de dedicar un tiempo de soledad e introspección para vivenciar personalmente esta fiesta religiosa que, dentro del cristianismo, es «la madre de las fiestas».

Para la reunión de grupo
Dado que hoy es un día de fiesta que no suele permitir «reuniones de estudio», prescindimos de esta sección hoy.

Para la oración de los fieles
- Para que la Iglesia dé testimonio de la resurrección trabajando siempre en favor de la vida, y de una vida digna y justa. Oremos.
- Para que todos los pueblos avancen en el camino de libertad, la justicia y la paz. Oremos.
- Para que el esfuerzo personal y colectivo de todos los que buscan una persona más humana y una sociedad más justa y fraterna, no resulte estéril. Oremos.
- Para que todos los que sufren las secuelas de la opresión, la violencia y la injusticia, encuentren más apoyo en nosotros para salir de su situación. Oremos
- Para que nuestra fe en la resurrección nos haga perder todo miedo a la muerte y sus secuelas. Oremos
- Para que el gozo por la resurrección de Cristo nos afiance en nuestro compromiso con el Reino de Dios y su justicia. Oremos.

Oración comunitaria 
Dios, nuestro Origen fontal, que nos llenas de gozo con ocasión de las fiestas anuales de Pascua. Ayúdanos para que, renovados por la gran alegría experimentada por la comunidad, trabajemos siempre por vencer a la muerte y hacer crecer la Vida, hasta que la experimentemos en su consumación plena. Nosotros te lo pedimos por Jesús, hijo tuyo, hermano nuestro.

o bien
Dios, Misterio eterno de Amor, Justicia y Fidelidad, que con tu poder, y con muchos signos ante la conciencia de sus discípulos, avalaste a Jesús de Nazaret tras la muerte que le infligieron sus perseguidores, para poner en claro que estabas de parte de él y que su Causa interpretaba tu misma Voluntad sobre el ser humano y sobre el mundo. Rescata también del sufrimiento, del olvido y de la muerte a tantos hombres y mujeres que, como Jesús, han dado la vida a lo largo de la historia en la defensa de otras tantas Causas como la suya, y haz de nosotros convencidos testigos anticipados del triunfo final de la Justicia, del Amor y de la Vida. Nosotros te lo pedimos por Jesús, hijo tuyo, hermano nuestro.

Complementamos con este soneto de Pedro Casaldáliga:
"Yo mismo Lo veré"

Y seremos nosotros, para siempre,
como eres Tú el que fuiste, en nuestra tierra,
hijo de la María y de la Muerte,
compañero de todos los caminos.

Seremos lo que somos, para siempre,
pero gloriosamente restaurados,
como son tuyas esas cinco llagas,
imprescriptiblemente gloriosas.

Como eres Tú el que fuiste, humano, hermano,
exactamente igual al que moriste,
Jesús, el mismo y totalmente otro,

así seremos para siempre, exactos,
lo que fuimos y somos y seremos,
¡otros del todo, pero tan nosotros!


PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43
Hemos comido y bebido con él después de su resurrección
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: "Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.

Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección.

Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados."

Palabra de Dios.


Salmo responsorial: 117
R/.Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo.
Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. R.

La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. R.

La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente. R.

SEGUNDA LECTURA.
Colosenses 3, 1-4
Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo 

Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.

Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.

O bien:

Quitad la levadura vieja para ser una masa nueva
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 5, 6b-8

Hermanos: ¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? Quitad la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Juan 20, 1-9
Él había de resucitar de entre los muertos 

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.

Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto."

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo;

pero no entró.

Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.


Palabra del Señor.

Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 10,34a.37-43.
Pedro, lleno del Espíritu Santo, resume en un denso y escultural discurso todo el itinerario de Jesús de Nazaret. Por medio de Pedro, que ya ha dejado caer las barreras de la estricta observancia judía, llega por primera vez a los paganos el anuncio de la salvación —el —kerigma—. Muchos de estos paganos llegan a la fe porque su corazón está abierto a la escucha.

Al relatarnos este discurso nos transmite Lucas algunos fragmentos auténticos del ministerio de la «primera evangelización» de la Iglesia naciente. El tema de la predicación es único: la persona misma de Jesús de Nazaret, el Mesías consagrado por Dios en el Espíritu Santo (v. 28). Los apóstoles pueden atestiguar que Jesús, durante su vida terrena, hizo milagros, curó a enfermos, liberó del maligno a los que estaban bajo el poder de Satanás. Con todo, la fe, el impulso misionero y la incontenible alegría de sus discípulos proceden de la experiencia del misterio pascual, del encuentro con Cristo resucitado, al que creían muerto para siempre.

Y de eso mismo dan testimonio: aquel Jesús que, rechazado, murió crucificado, “Dios lo resucitó”, ratificando así la verdad de su predicación. Es importante señalar que la resurrección está atribuida aquí a Dios y no al propio poder de Cristo; eso es lo que atestigua la antigüedad de este fragmento kerigmático.

Y Pedro insiste en su fogosidad: no se trata de fábulas o sugestiones, sino de una realidad tan concreta que puede ser descrita con dos términos muy cotidianos: «Comimos y bebimos con él». Jesús se ha manifestado a «a los testigos elegidos de antemano por Dios», pero esta elección está orientada a una apertura católica, universal. Los apóstoles han recibido el encargo de anunciar, porque todos deben saber que Dios ha constituido juez de vivos y muertos (cf. Dn 7,13; Mt 26,64) al Crucificado-Resucitado, que, mediante su propio sacrificio, ha obtenido la remisión de los pecados para todo el que cree en él (v 42s).

Comentario del Salmo 117
En el conjunto del salterio, este salmo concluye la «alabanza» o «Hallel» (Sal 113-118) que cantan los judíos en las principales solemnidades y que cantaron también Jesús y sus discípulos después de la Ultima Cena, No cabe deuda de que se trata de una acción de gracias. La única dificultad que plantea estriba en de terminar si quien da gracias es un individuo o se trata, más bien, de todo el pueblo. A simple vista, parece que se trata de una sola persona. Sin embargo, la expresión «todas las naciones me rodearon» (10a) lleva a pensar más en todo el pueblo que en un solo individuo, En este caso, el salmista estaría dando gracias, en nombre de todo Israel, por la liberación obtenida. Por eso lo consideramos un salmo de acción de gracias colectiva.

Existen diversas maneras de entender la estructura de este salmo. La que aquí proponemos supone la presencia del pueblo congregado (tal vez en el templo de Jerusalén) para dar gracias. Podemos imaginar a una persona que habla en nombre de todos, y al pueblo, dividido en grupos que aclaman por medio de estribillos. De este modo, en el salmo podemos distinguir una introducción (1-4), un cuerpo (5-28, que puede dividirse, a su vez, en dos partes 5-18 y 19-28) y una conclusión (29), que es idéntica al primer versículo.

La introducción (1-4) comienza exhortando al pueblo a que dé gracias por la bondad y el amor eternos del Señor (1; compárese con la conclusión en el v. 29). A continuación, la persona que representa al pueblo se dirige a tres grupos distintos (los mismos que aparecen en Sal 115,9-11), para que, de uno en uno, respondan con la aclamación: « ¡Su amor es para siempre!». Es tos tres grupos representan a la totalidad del pueblo: la casa de Israel, la casa de Aarón (los sacerdotes, funcionarios del templo) y los que temen a Dios (2-4). El pueblo se reúne con una única convicción: el amor del Señor no se agota nunca.

La primera parte del cuerpo (5-18) presenta también algunas intervenciones del salmista en las que se intercalan aclamaciones de todo el pueblo. Habla del conflicto a que han tenido que hacer frente (6-7); la intervención del Señor colmé al pueblo de una confianza inconmovible. A continuación viene la respuesta del pueblo (8-9), que confirma que el Señor no traiciona la confianza de cuantos se refugian en él. El salmista vuelve a describir el conflicto (10-14) La situación ha ido volviéndose cada vez más dramática. Se compara a los enemigos con un enjambre de avispas que atacan y con el fuego que arde en un zarzal seco (12). Pero el Señor ha sido auxilio y salvación. El pueblo interviene (15-16) manifestando su alegría y hace tres elogios de la diestra del Señor, su mano fuerte y liberadora. En el pasado, esa mano liberó a los israelitas de Egipto. Tras la nueva liberación, pueden oírse los gritos de alegría y de victoria en las tiendas de los justos. Vuelve a tomar la palabra el salmista, pero no habla ahora de la situación de peligro, sino del convencimiento que invade al pueblo tras la superación del peligro (17-13); habla de una vida consagrada a narrar las hazañas del Señor. La opresión es vista como castigo de Dios, un castigo que no condujo a la muerte.

En la segunda parte del cuerpo (19-28) tenemos restos de un rito de entrada en el templo. Se supone que el salmista y los diferentes grupos se encontraban presentes desde el comienzo del salmo. El primero pide que se abran las puertas del triunfo (del templo) para entrar a dar gracias (19). Alguien de la casa de Aarón (por tanto, un sacerdote) responde, indicando la puerta (que probablemente se abriría en ese momento). Es la puerta por la que entran los vencedores (20). El salmista comienza su acción de gracias (21-24): en no del pueblo da gracias por la salvación y por el cambio de suerte. La imagen de la piedra angular (22-23) está tomada de la construcción de arcos. La piedra que se coloca en el vértice de un arco es la que sostiene toda la construcción. El día de la victoria es llamado «el día en que actuó el Señor» (24a). El pueblo responde, pidiendo la salvación, que se traduce en prosperidad (25). Los sacerdotes (los descendientes de Aarón) bendicen al pueblo (26), invitándole a formar filas para la procesión hasta el altar (27). Interviene por última vez el salmista, dando gracias y ensalzando a Dios (28). Se su pone que, a continuación, se ofrecerían sacrificios en el templo, culminando la alegría de la fiesta con un banquete para todos.

Este salmo respira fiesta, alegría, es una acción de gracias que concluye con una procesión por la superación de un conflicto. La situación en que se encontraba el pueblo antes de la súplica era muy grave. El salmo nos habla del clamor en el momento de la angustia (de los enemigos (7b) y de los jefes (Más aún, las naciones habían plantado un cerco contra el pueblo, aumentando cada vez más la opresión. El pueblo estaba siendo empujado, en una situación que hace pensar en la muerte (17a). Con el auxilio del nombre del Señor, el pueblo rechazó a sus enemigos, provocando gritos de júbilo y de victoria en las tiendas de los justos (15). El pueblo volvió a la vida (17) y ahora tiene la misión de contar las maravillas del Señor, que se sintetizan en la salvación (14b). El Señor cambió radicalmente la suerte de su pueblo; convirtió la piedra rechazada en piedra clave que sostiene el edificio (22). Esto se considera una «maravilla» (23), término que nos lleva a pensar en las grandes intervenciones liberadoras del Señor en el Antiguo Testamento. El día en que se produjo este cambio, es llamado aquí «el día del Señor», rescatándose así toda la esperanza que esta expresión le transmitía al pueblo, sobre todo en tiempos de dificultad. Resulta difícil determinar a qué momento de la historia se refiere este salmo. Pero esto, no obstante, no es de terminante. La petición de «prosperidad» (25b) nos lleva a pensar en la posterior inmediatamente posterior al exilio en Babilonia.

Lo primero que nos llama la atención es la frecuencia con que aparecen el nombre «el Señor» y la expresión «en nombre del Señor». Sabemos que el nombre propio de Dios en el Antiguo Testamento es «el Señor» —Yavé, en hebreo— y que este nombre está unido a la liberación de Egipto. Su nombre recuerda la liberación, la alianza y la conquista de la tierra. Se entiende, pues, que este salmo insista en que su amor es para siempre. Amor y fidelidad son las dos características fundamentales del Señor en su alianza con Israel. El salmo dice que Dios escucha y alivia (5), que carnina junto a su pueblo y le ayuda (7a), haciendo que venia a sus enemigos (7b). El recuerdo de la «diestra» de Dios hace pensar en la primera «maravilla» del Señor: la liberación de Egipto. El pueblo ha experimentado una nueva liberación, semejan te a la que se narra en el libro del Éxodo. El «día del Señor», expresión que subyace al v. 24, muestra otra importante característica de Dios. Durante el caminar del pueblo, esta expresión hacía soñar con las grandes intervenciones del Dios que libera a su aliado de todas las opresiones. La expresión «mi Dios» (28) también surgió en un contexto de alianza entre el Señor y su pueblo.

Jesús es la máxima expresión del amor de Dios. En Jesús aprendemos que Dios es amor (1Jn 4,8). Jesús fue también capaz de manifestar a todos ese amor, entregando su vida a causa de él Qn 13,1). La liturgia cristiana ha leído este salmo a la luz de la muerte y resurrección de Jesús. La carta a los Efesios (1,3- 14) nos ayuda a bendecid a Dios, por Jesús, con una alabanza universal.

La liturgia nos invita a rezarlo en el Tiempo de Pascua, a la luz de la muerte y la resurrección de Jesús. Conviene rezarlo en comunión con otros creyentes, dando gracias por las «maravillas» que Dios ha realizado y sigue realizando en medio de nosotros; también podemos rezarlo cuando celebramos las duras conquistas del pueblo y de Los grupos populares en la lucha por la vida...

Comentario de la Segunda lectura: Colosenses 3,1-4
En la Carta a los Colosenses —una de las llamadas «cartas de la cautividad»—, la reflexión de Pablo, que parte como siempre del acontecimiento pascual (cf. Col 1,12-14), llega a captar las dimensiones cósmicas del misterio de Cristo, denominado con algunos atributos fundamentales. Es creador junto con el Padre (1,16), primogénito de la creación y nuevo Adán (1,15), cabeza del cuerpo que es la Iglesia y redentor del mundo (1,16-20). El cristiano, por medio del bautismo, que le hace partícipe de la muerte y resurrección del Señor, mediante una vida de fe que lleva a su pleno desarrollo el germen bautismal, se convierte en miembro vivo de Cristo. Esto trae consigo no sólo el compromiso de renunciar al pecado para caminar en una vida nueva, sino también una orientación resuelta a las realidades celestes, sostenida por la conciencia de nuestra propia identidad de hijos de Dios, peregrinos a la ciudad eterna, hacia la que, por una parte, tiende, mientras que, por otra —en Cristo resucitado—, se encuentra ya.

De ahí la necesidad de elegir bien y de buscar «las cosas de arriba», de acuerdo con una vida resucitada, celeste. De ahí procede asimismo la invitación a prescindir de todo lo que vuelve la vida demasiado exterior y vana (3,3). El cristiano ha muerto «a las cosas de la tierra» y vive escondido en Aquel que vive. Cuando Cristo se manifieste en la gloria, entonces se revelará también, a los ojos de todos, la belleza espiritual de aquellos que, actuando por la fe en adhesión a Cristo

0 Bien
Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 5,6b-8.

El encuentro con Cristo resucitado y vivo determina la conducta moral del cristiano, libre ahora de un sistema de normas más o menos severas o detalladas. Por eso, Pablo, sin forzar las cosas en modo alguno, puede remitirse al misterio pascual cuando considera que debe intervenir con autoridad firme en ciertas situaciones lamentables que se dan en la comunidad de Corinto.

Pablo, refiriéndose al rito de la pascua judía, que Jesús llevó a cabo como memorial de su propia muerte salvífica, recuerda la costumbre de quemar antes de la fiesta toda la levadura vieja, en cuanto signo de corrupción que no debe contaminar la vida nueva (v. 7).

Vosotros mismos —dice a los corintios— debéis ser pan puro, nuevo, que Cristo consagra con la ofrenda de sí mismo. Él es la verdadera pascua, el cordero inmolado, cuya sangre nos protege del exterminador (Ex 12,12s). El cristiano, consciente del alcance de ese sacrificio, está llamado a vivir en la novedad, eliminando de su corazón el fermento de las viejas costumbres, de los pequeños y de los grandes vicios con los que muestra connivencia, de suerte que pueda presentarse a Dios con pureza y autenticidad, como el pan nuevo de la pascua (v. 8).

Comentario del Santo Evangelio: Juan 20,1-9.

Los discípulos, antes de encontrar al Señor resucitado, pasan por la dolorosa experiencia de la tumba vacía: constatan la ausencia del cuerpo de Jesús. El cuarto evangelista subraya sobremanera este elemento, introduciendo una dialéctica de visión-fe-visión espiritual que recorre de manera creciente los capítulos 20-2 1, interpelando también al lector y a todos aquellos que creen sin haber visto (20,29). En esta perícopa se expresa esto mismo mediante el uso de tres verbos diferentes, traducidos en nuestro texto por «ver y comprobar», y que indican matices diferentes (vv. 1.5; v. 7; v. 8).

Los relatos de la resurrección se abren con dos precisiones cronológicas: “El domingo por la mañana” y «muy temprano, antes de salir el sol». El día inicial de una nueva semana se convertirá así en el comienzo de una creación nueva, en verdadero «día del Señor» (dies dominica), en el que la fe amorosa, no iluminada todavía por la luz del Resucitado, camina, a pesar de todo, en la oscuridad y va más allá de la muerte.

María Magdalena es el prototipo de esta fidelidad. Al llegar al sepulcro —probablemente no sola, como muestra el plural del v. 2b— «captó con la mirada» (blépei, v. 1) que la piedra que tapaba la entrada había sido rodada. Como dominada por la realidad que ve, no se da cuenta de nada más, y corre enseguida a denunciar la ausencia del Señor a Pedro —cuya importancia en los acontecimientos pascuales es realzada por toda la tradición— y “al otro discípulo a quien Jesús tanto querías”, probablemente el mismo Juan a quien remonta la tradición del cuarto evangelio. Este último fue el primero en llegar al sepulcro, pero no entró enseguida; también él «captó con la mirada» (blépei, v. 5) primero las vendas mortuorias de lino. Llega Pedro, entra y «se detiene a contemplar» (theori, v. 6) las vendas «mortuorias» —lo que permite pensar que se habían quedado en su sitio, aflojadas por estar vacías del cuerpo que contenían— y el sudario que cubría el rostro, enrollado en un lugar aparte.

El evangelista nos suministra unas notas preciosas. Resulta significativa la diferencia entre estos detalles y los correspondientes a la resurrección de Lázaro (11,44). El lento examen a que somete la mirada de Pedro cada detalle particular dentro del sepulcro vacío crea un clima de gran silencio, de expectante interrogación... «Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro. Vio y creyó» (v. 8). El verbo usado aquí es éiden; para comprender su significado basta con pensar que de él procede nuestra palabra «idea». Ahora el discípulo, al ver, intuye lo que ha sucedido. Pasa de la realidad que tiene delante a otra más escondida, llega a la fe, aunque se trata aún de una fe oscura, como muestran el v. 9 y la continuación del relato. De éste se desprende que la fe no es, para el hombre, una posesión estable, sino el comienzo de un camino de comunión con el Señor, una comunión que ha de ser mantenida viva y en la que hemos de ahondar más y más, para que llegue a la plenitud de vida con él en el reino de la luz infinita.

O bien se pueden leer los evangelios de la vigilia pascual (véase vol. 3): Mateo 28,1-10; Lucas 24,13-35.
«Mi alegría, Cristo, ha resucitado.» Con estas palabras solía saludar san Serafín de Sarov a quienes le visitaban. Con ello se convertía en mensajero de la alegría pascual en todo tiempo. En el día de pascua, y a través del relato evangélico, el anuncio de la resurrección se dirige a todos los hombres por los mismos ángeles y, después de ellos, por las piadosas mujeres a la vuelta del sepulcro, por los apóstoles y por los cristianos de las generaciones pasadas, ahora vivas para siempre en Él que vive. Sus palabras son una invitación, casi una provocación. Esas palabras hacen resurgir en el corazón de cada uno de nosotros la pregunta fundamental de la vida: ¿quién es Jesús para ti? Ahora bien, esta pregunta se quedaría para siempre como una herida dolorosamente abierta si no indicara al mismo tiempo el camino para encontrar la respuesta. No hemos de buscar entre los muertos al Autor de la vida. No encontraremos a Jesús en las páginas de los libros de historia o en las palabras de quienes lo describen como uno de tantos maestros de sabiduría de la humanidad. El mismo, libre ya de las cadenas de la muerte, viene a nuestro encuentro; a lo largo del camino de la vida se nos concede encontrarnos con él, que no desdeña hacerse peregrino con el hombre peregrino, o mendigo, o simple hortelano. Él, el Inaprensible, el totalmente Otro, se deja encontrar en su Iglesia, enviada a llevar la buena noticia de la resurrección hasta los confines de la tierra.

En consecuencia, sólo hay una cuestión importante de verdad: ponernos en camino al alba, no demoramos más, encadenados como estamos por los prejuicios y los temores, sino vencer las tinieblas de la duda con la esperanza. ¿Por qué no habría de suceder todavía hoy que encontráramos al Señor vivo? Más aún, es cierto que puede suceder. El modo y el lugar serán diferentes, personalísimos para cada uno de nosotros. El resultado de este acontecimiento, en cambio, será único: la transformación radical de la persona. ¿Encuentras a un hermano que no siente vergüenza de saludarte diciendo?: «Mi alegría, ¿Cristo ha resucitado»? Pues bien, puedes estar seguro de que ha encontrado a Cristo. ¿Encuentras a alguien entregado por completo a los hermanos y absolutamente dedicado a las cosas del cielo? Pues bien, puedes estar seguro de que ha encontrado a Cristo... Sigue sus pasos, espía su secreto y llegará también para ti esa hora tan deseada.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 20,1-9, para nuestros Mayores. La Fiesta de la Luz.
Celebramos hoy la resurrección del Señor. La fiesta de la Pascua es la más importante de todo el año litúrgico. Es una fiesta de luz: el Señor resucitado nos ilumina, pone en nuestros corazones una inmensa alegría, una inmensa esperanza, y nos llena también de amor.

El evangelio nos refiere los acontecimientos de la mañana del domingo de Pascua. El día siguiente después del sábado, María de Magdala se dirige al sepulcro muy temprano, cuando todavía era de noche. El sábado no se puede mover nadie, según un precepto muy rígido de la ley judía. Pero el día termina con la noche; por consiguiente, cuando todavía era de noche, María se pone en movimiento para ir al sepulcro.

María está llena de amor, pero también llena de dolor. Cuando llega a la tumba, se lleva una sorpresa: se da cuenta de que la losa ha sido quitada del sepulcro.

Todo el fragmento pretende hacernos comprender que la resurrección es un acontecimiento inesperado para los discípulos. Ellos pensaban que todo había terminado con la muerte de Jesús, no habían comprendido las predicciones de Jesús sobre la resurrección.

Debemos reconocer, efectivamente, que estas predicciones, tal como aparecen en el Evangelio, no eran demasiado claras. Jesús hablaba de «volver a levantarse», que no ha de interpretarse necesariamente como «resucitar»; hablaba de “despertarse” pero los discípulos no comprendían a qué se referían estas palabras. Por eso, carecían por completo de preparación para la resurrección del Señor.

María de Magdala no concluye de la visión de la losa quitada que el Señor ha resucitado, sino que «se han llevado del sepulcro al Señor». La resurrección es para ella una cosa extraña e impensable. El Señor ha muerto; no podía salir de la tumba por sí solo; por eso se lo han llevado, y «no sabemos dónde lo han puesto». Se trata de una violación del sepulcro. Esa es la conclusión a la que llega María de Magdala.

María corre a contar lo sucedido a dos discípulos, que se dirigen enseguida al sepulcro, a fin de comprobar el relato de la mujer. Estos dos discípulos son Simón Pedro y el discípulo al que Jesús amaba. El evangelista advierte que el otro discípulo, aunque corre más rápido que Pedro y llega antes —probablemente porque era más joven—, está lleno de respeto por Pedro, lo considera verdaderamente el jefe de los apóstoles; por eso no entra de inmediato en el sepulcro, sino que deja entrar primero a Pedro.

Dice el Evangelio: «Llega, pues, Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Observa los lienzos en el suelo y el sudario que le había envuelto la cabeza no en el suelo con los lienzos, sino enrollado en lugar aparte». Lo que ve Pedro atestigua un hecho verdaderamente extraño. ¿Qué significa? Si unos malhechores se hubieran llevado el cuerpo de Jesús, se lo habrían llevado, a buen seguro, con las vendas y con el sudario; no habrían dejado las vendas en el suelo y plegado el sudario en un lugar aparte.

Cuando entra en el sepulcro el otro discípulo, ve también las vendas y el sudario, pero tiene como una iluminación y comprende: no han robado el cuerpo de Jesús; Jesús ha recobrado la vida: una vida de una modalidad distinta de la terrena; una vida en la que las vendas y el sudario ya no tienen ninguna utilidad. El otro discípulo «vio y creyó».

El evangelista observa a continuación: «Hasta entonces no habían entendido las Escrituras, que había de resucitar de la muerte». Juan quiere hacernos comprender que el acontecimiento de la resurrección de Jesús no lo reconocieron los discípulos a partir de la Escritura, sino que, al contrario, fue éste el que iluminó lo que decía la Escritura. Sólo después de este acontecimiento comprendieron los discípulos lo que quería decir la Escritura y lo que querían decir las predicciones de Jesús. Antes no sabían interpretarlas. La resurrección de Jesús fue el acontecimiento que iluminó la mente y el corazón de los discípulos.

Jesús resucitado es fuente de luz, de una luz muy reconfortante y positiva. La resurrección de Jesús revela el sentido de su pasión. Ésta, sin la resurrección, aparecería como un acontecimiento dramático, negativo, como una tremenda derrota, un final sin esperanza. La resurrección de Jesús muestra, en cambio, todo el valor de la pasión: demuestra que ésta no ha sido una derrota, sino una victoria, la victoria del amor. El Buen Pastor ha dado su vida por las ovejas (cf. Juan 10,11). Como dice Jesús: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Juan 15,13). Jesús vivió su pasión con amor; por eso ha obtenido la resurrección. Ha obtenido una vida nueva, que no es la terrena. Ha obtenido una vida misteriosa, una vida eterna, llena de belleza y de poder.

Acojamos este mensaje de la resurrección de Jesús. Hemos de saber que no podremos reconocerla a no ser por medio de la fe. Hablando humanamente, es un acontecimiento inexplicable. Sin embargo, la fe nos hace conscientes de la intervención divina y nos hace acoger esta luz poderosa, que ilumina no sólo el misterio de Jesús, sino también toda nuestra existencia.

Pedro proclama el mensaje de la resurrección en la primera lectura. Tras entrar en la casa del centurión Cornelio, toma la palabra y hace este anuncio: Jesús, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él, murió injusta y cruelmente, pero Dios le resucitó al tercer día, y se apareció a muchos.

Estas apariciones confirman de manera positiva lo que el sepulcro vacío hacía ya intuir. Pedro afirma: «Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se apareciese, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él después de resucitar de la muerte. Nos encargó predicar al pueblo y atestiguar que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos».

Jesús resucitado está lleno de poder. Sin embargo, su primer poder no consiste en juzgar, sino en conceder la remisión de los pecados. Con su pasión nos obtuvo, en efecto, el perdón de todos los pecados, hasta de los más graves.

En consecuencia, el primer poder de Cristo resucitado es un poder de salvación. Al final tendrá también el poder de juzgar, porque es necesario que los hombres sean juzgados al final según acogieran o rechazaran a Jesús.
Pablo nos revela en la segunda lectura las consecuencias que tiene la resurrección de Jesús para nuestra vida; afirma que nosotros hemos resucitado con él.

El apóstol explica en el fragmento que se lee en la Misa de la noche (Romanos 6,3-11) que, con el bautismo, hemos sido sepultados con Cristo en su muerte para estar unidos también con él en la resurrección. Nosotros, en cierto modo, ya hemos resucitado con Cristo; la vida de Cristo resucitado nos ha transformado ya interiormente. No vivimos ya simplemente a nivel humano —a nivel «carnal», como diría Pablo—, sino que tenemos en nosotros un germen de vida nueva —la vida de Cristo resucitado—, que nos va transformando poco a poco.

Por eso estamos obligados a corresponder a esta gracia extraordinaria que hemos recibido. Pablo afirma: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; aspirad a lo de arriba, no a lo terreno».

Debemos comprender bien la expresión usada por Pablo: «lo de arriba». No se trata de imaginaciones, o de tener la cabeza en las nubes, sino de valores espirituales. El apóstol quiere hacernos comprender que, tras la resurrección de Jesús, no debemos buscar sólo los bienes terrenos, tener pensamientos de codicia y de satisfacciones materiales, sino que debemos ser conscientes de que nuestra vida toma todo su valor de la unión con Cristo en el amor.

«Buscad lo de arriba» significa, por tanto, vivir en la fe, en unión con Cristo resucitado; significa vivir en la esperanza de la gracia de Dios para cada momento de nuestra vida, y de la gloria de Dios al final de la misma; significa vivir en la caridad, en el amor divino, que nos viene del corazón de Cristo.

Las realidades de arriba que debemos buscar son realidades muy concretas. Buscar las realidades de allá arriba significa vivir con generosidad, con espíritu de servicio, poniendo una gran atención a las necesidades del prójimo, vivir de una manera verdaderamente digna de Cristo, que dio su vida por nosotros.

Y «cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces vosotros apareceréis gloriosos junto a él». La resurrección de Cristo no es sólo fuente de fe; lo es también de una esperanza maravillosa. Nuestros corazones deben estar llenos de agradecimiento a Dios por este don extraordinario.

Comentario del Santo Evangelio: (Jn 20,1-10), de Joven para Joven. Entre tinieblas y luz.

La resurrección de Jesús implica un cambio profundo y repentino en el destino de Jesús y en la relación de sus discípulos con él. El inicio y el final de este cambio aparecen descritos así: «Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: Que él había de resucitar de entre los muertos» (20,9). Término último de la vida terrena de Jesús es la muerte en cruz y la tumba. El yace allí envuelto entre vendas como un muerto (19,40), inmóvil y rígido. Pero este yacer, que es lo que el ser humano experimenta como lo último y definitivo, para Jesús no es en absoluto algo definitivo. Se trata de un estado transitorio que se convierte en punto de partida para el término último de su camino, que es la resurrección de entre los muertos. Jesús no permanece en la tumba y en la muerte. Vence la rigidez de la muerte, se levanta y entra en la vida eterna con Dios. Según la convicción del cristianismo primitivo, esto no sucede de improviso, sino que estaba inscrito en los designios de Dios y había sido anunciado por la palabra de Dios (cf. 1Cor 15,4; Lc 24,25-27.44-46). A pesar de ello, sólo tras el encuentro con el Resucitado podrán comprender los discípulos la Escritura (2,22) e interpretar cuanto ella dice sobre él (cf. He 2,24-31; 13,32-37).

Los discípulos saben que Jesús ha muerto y ha sido sepultado. El sepulcro y el cadáver constituyen la última huella terrena de Jesús. Todo cuanto el evangelista nos refiere aquí tiene su desarrollo a partir de este sepulcro y atañe al cadáver de Jesús. Para los discípulos, la última etapa de Jesús es la tumba. Ellos no piensan en la resurrección. No han comprendido los anuncios que el mismo Jesús les había dado ni comprenden tampoco lo que se dice en la Escritura. El evangelista nos hace ver los primeros pasos por los que los discípulos son conducidos desde el conocimiento de que Jesús está muerto a la convicción de que ha resucitado. Este camino está lleno de sorpresas, y no todos los discípulos llegan a la meta al mismo tiempo.

María Magdalena, que se dirige de madrugada al sepulcro de Jesús, se da cuenta de que la piedra ha sido removida y de que la tumba se encuentra abierta. Sobre la base de esta observación, ella se da a sí misma una explicación: cree que el cuerpo de Jesús ha sido sacado del sepulcro y trasladado a otro lugar. Es la explicación más plausible, según los criterios humanos, para una tumba abierta y vacía. Un cadáver es algo totalmente pasivo: del mismo modo en que ha sido depositado en la tumba, puede ser extraído. Es así como las autoridades judías explican también la tumba vacía, acusando a los discípulos de haber sustraído durante la noche el cuerpo de Jesús (Mt 28,11-15).

Con la gran preocupación de saber quién se habría llevado el cuerpo de Jesús y dónde se le podría encontrar, María Magdalena se dirige a Pedro y al discípulo que Jesús amaba. En la preocupación por el cuerpo de Jesús se manifiesta su amor hacia él. Pero mientras ella se preocupa todavía del cuerpo de Jesús, Jesús lleva tiempo ya resucitado. Partiendo de su sepulcro, los discípulos deben alcanzarle en el camino por el que él ha pasado ya. Los dos discípulos que se dirigen al sepulcro han estado muy unidos a él durante su vida terrena: Simón Pedro ha recibido de él un nuevo nombre (1,42) y se ha destacado siempre en el círculo de los discípulos (6,68-69; 13,6-10.36-38); el otro discípulo ha estado junto a Jesús de un modo muy especial (13,23-24; 18,15-16; 2 1,20-23).

La noticia llevada por María Magdalena asusta a los discípulos. Pedro y Juan quieren constatarla personalmente y corren al sepulcro. La distinta velocidad con la que corren no indica tanto su celo distinto cuanto su diferente capacidad. Las acciones sucesivas de los dos discípulos se van entrelazando y superan cada vez más la observación de María Magdalena y su explicación. El discípulo predilecto llega el primero al sepulcro. No se conforma con mirarlo sólo desde el exterior, sino que se inclina y ve las vendas de lino. Pedro entra en la tumba, ve las vendas y el sudario plegado en un ángulo aparte. Lo que Pedro constata va contra la explicación dada por María Magdalena: no es razonable pensar que una persona que se lleva el cadáver de la tumba lo libere antes de los lienzos que lo cubren y, además, pliegue también estos lienzos. Liberarse de los lienzos fúnebres es lo contrario de amortajar el cadáver (cf. 19,40). La preparación de la sepultura queda así desbaratada, como había sucedido en el caso de Lázaro (cf. 1,44). La tumba vacía y las vendas vacías no son una prueba, pero sí un signo de que Jesús ha dejado la tumba y ha vencido a la muerte.

Pedro constata con precisión la situación en el sepulcro, pero no comprende todavía el signo. El otro discípulo entra en la tumba después de él, ve lo mismo y da un paso ulterior: ve y cree. Pero sólo la aparición del Resucitado, que hace inequívoco el signo de la tumba vacía, conducirá a todos los discípulos a creer.

Lo que aquí se nos narra tiene lugar «en la madrugada, cuando todavía estaba oscuro» (20,1). Por sus características, la hora del día y los acontecimientos se corresponden. De madrugada muchas cosas presagian un cambio grande, radical: la noche se aleja, el horizonte clarea, las cosas van tomando forma. Quien no ha visto nunca el sol, no puede saber lo que viene después. La salida del sol sorprende, ofusca y hace claros todos los presagios. Los discípulos se encuentran todavía en esta situación intermedia de los signos premonitorios y de las expectativas. En su encuentro con el Señor resucitado saldrá para ellos el sol, todo se iluminará. Noche y tiniebla, muerte y aflicción, miseria y debilidad, quedan esclarecidos y vencidos por la luz del Señor resucitado, por la gloria de su vida inmortal.

Elevación Espiritual para este día.
Estarás en condiciones de reconocer que tu espíritu ha resucitado plenamente en Cristo si puede decir con íntima convicción: « ¡Si Jesús vive, eso me basta!». Estas palabras expresan de verdad una adhesión profunda y digna de los amigos de Jesús. Cuán puro es el afecto que puede decir: « ¡Si Jesús vive, eso me basta!». Si él vive, vivo yo, porque mi alma está suspendida de él; más aún, él es mi vida y todo aquello de lo que tengo necesidad. ¿Qué puede faltarme, en efecto, si Jesús vive? Aun cuando me faltara todo, no me importa, con tal de que viva Jesús... Incluso si a él le complaciera que yo me faltara a mí mismo, me basta con que él viva, con tal que sea para él mismo. Sólo cuando el amor de Cristo absorba de este modo tan total el corazón del hombre, hasta el punto de que se abandone y se olvide de sí mismo y sólo se muestre sensible a Jesucristo y a todo lo relacionado con él, sólo entonces será perfecta en él la caridad.

Reflexión Espiritual para el Día.
En el fluir confuso de los acontecimientos hemos descubierto un centro, hemos descubierto un punto de apoyo: ¡Cristo ha resucitado! Existe una sola verdad: ¡Cristo ha resucitado! Existe una sola verdad dirigida a todos: ¡Cristo ha resucitado!

Si el Dios-Hombre no hubiera resucitado, entonces todo el mundo se habría vuelto completamente absurdo y Pilato hubiera tenido razón cuando preguntó con desdén: « ¿Qué es la verdad?». Si el Dios-Hombre no hubiera resucitado, todas las cosas más preciosas se habrían vuelto indefectiblemente cenizas, la belleza se habría marchitado de manera irrevocable. Si el Dios-Hombre no hubiera resucitado, el puente entre la tierra y el cielo se habría hundido para siempre. Y nosotros habríamos perdido la una y el otro, porque no habríamos conocido el cielo, ni habríamos podido defendernos de la aniquilación de la tierra. Pero ha resucitado aquel ante el que somos eternamente culpables, y Pilato y Caifás se han visto cubiertos de infamia.

Un estremecimiento de júbilo desconcierta a la criatura, que exulta de pura alegría porque Cristo ha resucitado y llama junto a él a su Esposa: « ¡Levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven!». Llega a su cumplimiento el gran misterio de la salvación. Crece la semilla de la vida y renueva de manera misteriosa el corazón de la criatura. La Esposa y el Espíritu dicen al Cordero: « ¡Ven!». La Esposa, gloriosa y esplendente de su belleza primordial, encontrará al Cordero.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Gén 1,1-2,2; Gén 22,1-18; Éx 14,15; 15,1; Is 54,5-14; Is 55,1-11; Bar 3,9-15,32—4,4; Ez 36,16-28; Rom 6,3-11; Lc 24,1-12 (vigilia). Ezequiel.
En una visión casi surrealista el profeta se encuentra ante una interminable extensión de huesos calcificados, un inmenso panorama de muerte. Una voz le invita a invocar el pasaje del Espíritu creador que irrumpe para dar nueva vida a los esqueletos. El profeta proclama entonces a los cuatro vientos, es decir, a la totalidad del espacio, la irrupción del Espíritu divino (en hebreo, «viento» y «espíritu» se expresan con un mismo vocablo, ruah). Se cumple, entonces, un suceso sorprendente: los huesos secos y sin vitalidad se recomponen hasta configurar otras tantas figuras humanas que se van cubriendo de nervios, carne, piel.

Lentamente, a través de un chasquido impresionante, se ponen en pie criaturas nuevas, como sucedió en el momento inicial de la creación de la humanidad. Por fin, ante nosotros un ilimitado ejército de vivientes. El profeta que pinta esta escena de resurrección, muy adecuada para la celebración pascual de hoy por sus múltiples significados, es Ezequiel («Dios es fuerte»), que nos la ofrece en el capítulo 37 de su libro, sembrado muchas veces de imágenes, símbolos, visiones emocionantes e incluso de estilo «barroco». Su andadura profética había empezado en el 593-592 a.C. a lo largo de uno de los canales de Babilonia, donde vivía exiliado desde hacía cinco años, después de la primera deportación que llevaron a cabo los ocupantes babilónicos en la Tierra Santa en el 597-596 a.C. (véase 2Re 24,10-17).

A lo largo de aquel abundante canal de agua el Señor, en una majestuosa visión, lo había llamado a una misión de juicio. Barriendo todas las ilusiones de los hebreos exiliados en Babilonia y de los que quedaban aún en Jerusalén el profeta, en los primeros 24 capítulos de su libro, se ve obligado a anunciar la destrucción irrevocable del reino de Judá. Cuando tiene lugar este hecho en el 586 a.C., la misión de Ezequiel sufre un cambio radical. Esto es lo que aparece en los capítulos 33-39, donde está incluida la citada visión de los esqueletos secos que recuperan la vida. El cambio de dirección se describe también al final del libro, cuando Ezequiel dibuja el mapa de la Tierra Santa y de Jerusalén resurgidas (capítulos 40-48). Con una minuciosidad que se explica también por el hecho de que el profeta era un sacerdote de Jerusalén, se trazan el templo del futuro, su culto, su comunidad, mientras un río de agua viva, que brota del templo reconstruido, fecunda toda la tierra de Israel, incluido el mar Muerto, devolviendo vida y esperanza.

Pero el cambio más profundo será el que obrará el Señor en la conciencia de los hebreos, transformando su corazón. Esto se anuncia en el capítulo 36, una página que se proclama en la Vigilia pascual cristiana. Estas son las palabras fundamentales de ese oráculo de salvación, que imita un mensaje análogo de Jeremías (31,31-34) y que reproduce otro pasaje de Ezequiel (11,19-20): «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes» (36,26-27). 
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