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viernes, 2 de abril de 2010

EN LA CRUZ CONOCEMOS A DIOS, EN LA CRUZ CONOCEMOS EL AMOR

Por José Enrique Galarreta

En el relato de la Pasión de Juan, la figura de Jesús aparece majestuosa, es dueño de sí mismo. Ni siquiera se hace alusión al "abandono" de Jesús. (Juan es el único evangelista que tampoco habla de la angustia de Getsemaní ni del abandono en la cruz). Es una pasión triunfal, en que Jesús asume la cumbre de su vida como una ofrenda libre y consciente.

Cada año se nos ofrece la oportunidad de vivir el desafío de la cruz. Jesús muere en la cruz rechazado por los jefes del pueblo, ejecutado por orden del procurador romano, como un sedicioso, sin muerte de profeta, con todos los signos externos tradicionales del rechazado de los hombres y del mismo Dios.

Para sus enemigos, ésta fue la suprema confirmación de que no era el Mesías verdadero, sino un impostor. Para sus propios discípulos, supuso la gran crisis de su fe. La expresa muy bien el relato de los dos de Emaús: “nosotros esperábamos que él iba a ser el libertador de Israel, pero ya van dos días que murió…”

Y es así, en efecto, con la muerte de Jesús en la cruz muere todo mesianismo davídico triunfante. Tenían razón los sacerdotes: no era éste el que esperaban. Pero no tenían razón, pues éste era el que debían esperar.

Por esta razón tantos textos de la resurrección insisten en que Jesús les hace entender las Escrituras, les enseña a leerlas, les abre la mente para comprender. Eso es lo que debemos esperar del Viernes Santo: que nos abra la mente para entender y aceptar a Jesús y al Dios de Jesús.

Ante el Jesús de Getsemaní y de la cruz, que clama a su Padre desde un profundo desamparo interior, y es denostado por sus enemigos que le retan a que baje de la cruz, muere definitivamente la imagen de Jesús falso hombre, deidad disfrazada de humanidad, dotada de especiales poderes que utiliza cuando le viene bien.

Jesús muere porque ha resultado peligroso para los poderes religiosos que manejan a su vez a los poderes políticos. Los motivos de su muerte son bien humanos: su delito han sido sus curaciones y sus parábolas. Pero los sacerdotes han entendido muy bien, quizá fueron los que mejor entendieron a Jesús: si lo de Jesús triunfa, se acabó su poder, su templo, su status. Jesús se enfrentó a todo eso y fue crucificado porque ellos eran más poderosos. Así, sin más. La humanidad de Jesús resplandece en la Pasión de manera singular.

Pero con esa muerte murieron también para siempre los sacerdotes, los ritos del Templo, la religión/poder, la opresión religiosa del pueblo por sus jefes, la teología para sabios iniciados, la santidad reservada a los puros, la ley como ocasión de condena, el servicio a Dios bajo temor… todo eso murió.

Los que creyeron en Jesús se libraron de todo eso. También a ellos intentaron matarlos, aunque tuvieron que contentarse con expulsarlos de la Sinagoga. Y para nosotros, los que dos mil años más tarde seguimos a Jesús, todas esas cosas han muerto también.

Jesús muere por los pecados, a causa de los pecados. Lo llevan a la muerte la desdeñosa pureza legal de los fariseos, la dogmática engreída de los escribas, la conveniencia política y económica de los sacerdotes, la razón de estado, el desinterés por la justicia de los gobernantes, la indiferencia del pueblo que aspira sólo a un mesías guerrillero, la cobardía de sus seguidores.

Por todos esos pecados muere Jesús. Es decir, por la soberbia, la envidia, la venganza, la comodidad, la cobardía… los mismos pecados que hay en cada uno de nosotros, los que pueden causar nuestra muerte como personas y la de la humanidad como tal.

Por eso, una lectura teológica de la muerte de Jesús entiende ante todo que el pecado es más poderoso que el Inocente, que el mal prevalece sobre el bien. Pero no es verdad. En los que siguen a Jesús se muestra que el pecado puede ser vencido, pero desde dentro, desde la conversión, desde el seguimiento. En ellos queda claro que Jesús puede quitar el pecado, que es verdaderamente el Libertador.

Jesús crucificado muestra qué es el triunfo: llegar hasta el final, realizar su labor por encima de todo miedo y conveniencia, entregarse a la gente pese a quien pese, y cueste lo que cueste.

Jesús crucificado muestra que es más que un hombre normal: es el hombre lleno del Espíritu, y es el Espíritu el que le hace capaz de ir hasta el final.

Jesús pudo evitar su muerte. Simplemente, con no subir a Jerusalén a celebrar la Pascua. Simplemente con no pernoctar aquella noche en Getsemaní. Jesús pudo perderse en los desiertos del este y buscarse la vida en Petra o en la corte de Persia; facultades tenía de sobra para ello.

Fue a la muerte porque aceptó dar la vida, anunciar el mensaje en el mismo Templo de Jerusalén. Jesús se entregó libremente, y una vez detenido y atado, ya no pudo escapar. Por eso, los jefes judíos se sintieron confirmados en que no era el Mesías. Por eso, sus discípulos estuvieron a punto de no creer en él. Y por eso, precisamente por eso, porque pudo escaparse y no lo hizo y porque cuando lo ataron ya no pudo escapar, por eso precisamente creemos nosotros en Él, en el Hombre lleno del Espíritu.

En este crucificado descubrimos nosotros cómo es Dios. Por Jesús crucificado conocemos a su Padre, por Jesús crucificado podemos llamar a Dios Padre. Seguimos sintiendo la tentación de exigir al Todopoderoso un milagro en favor de su hijo. Seguimos añorando a los dioses impasibles milagreros. Seguimos deseando que a los santos todo les vaya bien y no tengan por qué sufrir.

En resumen, seguimos pensando que la religión es una excepción de la vida, un continuo milagro, una magia aparte de lo cotidiano. Y Jesús crucificado nos muestra a la religión como la fuerza para asumir la vida hasta el final, como entrega al Reino con todas sus consecuencias.

Ante todo esto, ¡que ridícula queda aquella teología que entiende la cruz como el sacrificio sangriento con el cual Jesús paga por nosotros la deuda del pecado para que el Padre nos perdone! Es como si Jesús fuera el bueno, capaz de aplacar con su sangre al Juez hasta entonces implacable. Pero nosotros sabemos que Jesús es así porque está lleno del Espíritu, es decir “porque se parece a su Padre”, porque es el Hijo.

En la cruz conocemos al Padre. En la cruz conocemos el amor, y su verdadera naturaleza: más que un sentimiento, una capacidad de entrega hasta la muerte. Y en ese amor de Jesús reconocemos que es el Hijo, en el corazón de Jesús reconocemos el corazón del Padre.

Y es por todo esto por lo que en la pasión y muerte de Jesús resplandece no sólo la humanidad sino la divinidad. Nos han malacostumbrado a entender que Dios resplandece en relámpagos luminosos y esplendores rituales. No, Dios resplandece en el corazón de ese hombre, en su impecable veracidad, en su inagotable capacidad de con-padecer, en su valor, en su consecuencia hasta el final.

La divinidad no es un añadido que anula a la humanidad, sino la fuerza del Viento de Dios que potencia a la humanidad hasta límites insospechables. Una vez más: sólo Dios puede ser tan humano.

La crucifixión de Jesús fue y es un suceso histórico. En el mundo entero y en la iglesia, siguen crucificando a ese Hijo de Hombre los pec

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