
Después de haber estado tres años enseñando a sus discípulos, los Apóstoles, Jesús vio que había llegado la hora de entregar su vida. Los sumos Sacerdotes y las Autoridades del país le tenían envidia y habían decidido acabar con su vida, porque −según ellos− «siendo hombre, se hacía pasar por Dios».
Se acercaba la fiesta de la Pascua, cuando los judíos celebraban la liberación del pueblo de manos del Faraón, es decir, el paso de la esclavitud a la libertad.
Jesús les dijo a sus discípulos que prepararan una sala para celebrar la Pascua.
Había algo raro en aquella celebración.
La Pascua del año 30 caía en viernes, pero Jesús les pidió que preparasen la sala para cenar en jueves.
Los corderos se sacrificaban en el templo el día de Pascua hacia las tres de la tarde. Como todavía no había llegado la fiesta, no habría habido sacrificio de cordero.
¿Por qué quería Jesús celebrar la Pascua de una manera tan original y, al mismo tiempo tan extraña?
Pues la respuesta es una sola: Jesús no estaba celebrando la pascua judía, sino la verdadera PASCUA (con mayúsculas), la verdadera liberación de la humanidad. No le interesaba repetir los mismos ritos que habría realizado toda su vida, al celebrar la Pascua judía. En el momento en que Él diera su vida en la Cruz, la humanidad pasaría de la esclavitud del pecado a la libertad de la gracia de Dios. Y como al día siguiente Él iba a ser el verdadero Cordero pascual −siendo a la vez víctima y sacerdote− y lógicamente no podría celebrarlo, se le ocurrió celebrar la Pascua cristiana (que es la nuestra) el día anterior, sentados a la mesa.
Antes de comenzar a cenar, Jesús tomó el pan y lo bendijo. Después todos dijeron “amén” y Jesús lo partió y lo distribuyó a todos los comensales. La bendición de Jesús fue ésta: «Ésto es mi cuerpo ofrecido por vosotros». Los apóstoles quedarían sorprendidos de estas palabras. Sólo las comprendieron más tarde, cuando se dieron cuenta de que Jesús había instituido la Eucaristía y el Sacerdocio.
Al acabar de cenar, Jesús tomó el cáliz de vino, lo levantó sobre la cabeza y pronunció la acción de gracias (es decir, la Eucaristía, que eso significa) diciendo: «Esta copa es la nueva alianza (sellada) con mi sangre». Después de que ellos contestaran “amén”, la copa pasó de mano en mano y todos bebieron de ella.
Quizá alguno se dio cuenta de que estaban celebrando la Pascua de Jesús, es decir, su muerte y su resurrección. Por eso no había ni cordero pascual ni tampoco las hierbas amargas. Cantaron los salmos típicos de la fiesta pascual, pero allí el único Cordero era Jesús, «el cordero de Dios que quita los pecados del mundo».
Jesús les dijo también: «Haced esto en conmemoración mía».
¿Qué es lo que tenían que hacer? Pues celebrar la Eucaristía. A partir de entonces, los sacerdotes deberían celebrar la Eucaristía diciendo las mismas palabras que había pronunciado Él, las palabras consagratorias del pan y del vino, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Se acercaba la fiesta de la Pascua, cuando los judíos celebraban la liberación del pueblo de manos del Faraón, es decir, el paso de la esclavitud a la libertad.
Jesús les dijo a sus discípulos que prepararan una sala para celebrar la Pascua.
Había algo raro en aquella celebración.
La Pascua del año 30 caía en viernes, pero Jesús les pidió que preparasen la sala para cenar en jueves.
Los corderos se sacrificaban en el templo el día de Pascua hacia las tres de la tarde. Como todavía no había llegado la fiesta, no habría habido sacrificio de cordero.
¿Por qué quería Jesús celebrar la Pascua de una manera tan original y, al mismo tiempo tan extraña?
Pues la respuesta es una sola: Jesús no estaba celebrando la pascua judía, sino la verdadera PASCUA (con mayúsculas), la verdadera liberación de la humanidad. No le interesaba repetir los mismos ritos que habría realizado toda su vida, al celebrar la Pascua judía. En el momento en que Él diera su vida en la Cruz, la humanidad pasaría de la esclavitud del pecado a la libertad de la gracia de Dios. Y como al día siguiente Él iba a ser el verdadero Cordero pascual −siendo a la vez víctima y sacerdote− y lógicamente no podría celebrarlo, se le ocurrió celebrar la Pascua cristiana (que es la nuestra) el día anterior, sentados a la mesa.
Antes de comenzar a cenar, Jesús tomó el pan y lo bendijo. Después todos dijeron “amén” y Jesús lo partió y lo distribuyó a todos los comensales. La bendición de Jesús fue ésta: «Ésto es mi cuerpo ofrecido por vosotros». Los apóstoles quedarían sorprendidos de estas palabras. Sólo las comprendieron más tarde, cuando se dieron cuenta de que Jesús había instituido la Eucaristía y el Sacerdocio.
Al acabar de cenar, Jesús tomó el cáliz de vino, lo levantó sobre la cabeza y pronunció la acción de gracias (es decir, la Eucaristía, que eso significa) diciendo: «Esta copa es la nueva alianza (sellada) con mi sangre». Después de que ellos contestaran “amén”, la copa pasó de mano en mano y todos bebieron de ella.
Quizá alguno se dio cuenta de que estaban celebrando la Pascua de Jesús, es decir, su muerte y su resurrección. Por eso no había ni cordero pascual ni tampoco las hierbas amargas. Cantaron los salmos típicos de la fiesta pascual, pero allí el único Cordero era Jesús, «el cordero de Dios que quita los pecados del mundo».
Jesús les dijo también: «Haced esto en conmemoración mía».
¿Qué es lo que tenían que hacer? Pues celebrar la Eucaristía. A partir de entonces, los sacerdotes deberían celebrar la Eucaristía diciendo las mismas palabras que había pronunciado Él, las palabras consagratorias del pan y del vino, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Tomado del blog primeroseducadores
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