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jueves, 15 de abril de 2010

Lecturas del día 15-04-2010

15 de abril 2010. JUEVES DE LA II SEMANA DE PASCUA. Feria. (Ciclo C). 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Damián de Molokay pb, Abundio cf, Teodoro y posilipo mrs.


LITURGIA DE LA PALABRA.

Hch 5,27-33: Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
Salmo 33: Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Jn 3,31-36: El Padre ama al Hijo y todo lo pone en sus manos
El evangelio de Juan siempre usa palabras que se oponen. Toca un extremo y luego el otro: luz y tinieblas; verdad y mentira; cosas de la tierra y cosas del cielo. No quiere decir que hay dos realidades una espiritual y la otra material; una del cuerpo y otra del espíritu, sino que en esta única historia estas realidades opuestas están presentes y en conflicto. Como decía un viejo cacique hablando con sus nietos: “Hay dentro nuestro dos lobos que luchan. Uno quiere el bien y el otro quiere el mal”. Uno de los nietos preguntó : “¿Cuál ganará abuelo?”. Y el viejo contestó: “El que tú alimentes¨. A nosotros y nosotras nos toca optar por una de esas realidades.

A partir del momento en que el Padre puso todas las cosas en las manos de Jesús sólo hay delante nuestro la vida. De parte de Dios sólo hay un sí a la vida. Solamente quien se niega a creer en tanto amor y generosidad de parte de Dios se queda sin la vida. Claro que creer en tanta generosidad significa convertirse y cambiar de vida. Salir de las tinieblas y venir a la luz.

PRIMERA LECTURA.
Hechos 5,27-33
Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
En aquellos días, los guardias condujeron a los apóstoles a presencia del Sanedrín, y el sumo sacerdote les interrogó: "¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre." Pedro y los apóstoles replicaron: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen." Esta respuesta los exasperó, y decidieron acabar con ellos.

Palabra de Dioos.

Salmo responsorial: 33
R/.Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.
Bendigo al Señor en todo momento, / su alabanza está siempre en mi boca. / Gustad y ved qué bueno es el Señor, / dichoso el que se acoge a él. R.

El Señor se enfrenta con los malhechores, / para borrar de la tierra su memoria. / Cuando uno grita, el Señor lo escucha / y lo libra de sus angustias. R.

El Señor está cerca de los atribulados, / salva a los abatidos. / Aunque el justo sufra muchos males, / de todos lo libra el Señor. R.

SEGUNDA LECTURA.

SANTO EVANGELIO.
Juan 3,31-36
El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano
El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica la veracidad de Dios. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 5,27-33
Es el cuarto discurso de Pedro, también delante del Sanedrín. En él responde a la doble acusación de haber desobedecido la prohibición terminante de «enseñar en nombre de ése» y haber hecho a los notables del pueblo responsables de la muerte de Jesús. Es preciso señalar la alergia que sienten los miembros del Sanedrín hacia «el nombre de ése», nombre en torno al cual se está llevando a cabo el giro decisivo.

Las características de este breve discurso pueden ser resumidas de este modo: en primer lugar, Pedro reafirma el deber de someterse a Dios antes que a los hombres, porque sólo a quien se somete a Dios se le concede el Espíritu Santo (v. 32). En segundo lugar, a Jesús se le vuelve a llamar, una vez más, “Príncipe” (o autor o iniciador) y «Salvador». Jesús es el nuevo Moisés que guía al pueblo hacia la liberación y la salvación. En tercer lugar, la obra propia y originaria de este Príncipe y Salvador consiste en «dar a Israel la ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados». Se trata de una alusión a Jeremías: «Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serón mi pueblo» (31,33). Gracias a Jesús, Príncipe y Salvador, han llegado los tiempos de este don sublime. Por último, el Espíritu Santo es el garante de la autenticidad del testimonio tanto en favor de la vida nueva como de la certeza y el valor que infunde y de los prodigios que realiza.

La reacción, de rabia, es preocupante: tras la eliminación física del Nazareno, se piensa también en la de los apóstoles.

Comentario del salmo 33
Es un salmo de acción de gracias individual. Quien toma la palabra ha atravesado una situación muy difícil, ha pasado por “temores” (5) y «angustias» (7), «ha consultado al Señor» (5), «ha gritado» (7) y ha sido escuchado. El Señor le «respondió» y lo “libró” (5), lo «escuchó» y lo “libró de todas sus angustias” (7) ahora esta persona está en el templo de Jerusalén para dar gracias. Está rodeada de gente (4.6, 12.15), pues la acción de gracias se hacía en voz alta, en un espacio abierto. El salmista hace su acción de gracias en público, de modo que mucha gente puede llegar a conocer el «favor alcanzado». De este modo, el salmo se convierte en catequesis.

Los salmos de acción de gracias tienen, normalmente, una introducción, un núcleo central y la conclusión. Este sólo tiene introducción (2-4) y núcleo central (5-23), sin conclusión, pues tal vez la oración de agradecimiento concluyera con la presentación de un sacrificio. Es un salmo alfabético, como tantos otros (véase, por ejemplo, el salmo 25). Esto quiere decir que, en su lengua original, cada versículo comienza con una de las letras del alfabeto hebreo. En las traducciones a nuestra lengua, este detalle se ha perdido. El núcleo (5-23) tiene dos partes. La primera (5-11) es la acción de gracias propiamente dicha; la segunda (12-23) funciona como una catequesis dirigida a los peregrinos, y tiene un deje del estilo sapiencial, esto es, quiere transmitir una experiencia acerca de la vida, de manera que los que escuchan puedan tener una existencia más larga y más próspera.

La introducción (2-4) presenta al salmista después de haber sido liberado y rodeado de fieles empobrecidos. Empieza a bendecir al Señor por toda la vida e invita a los pobres que le escuchan a alegrarse y a unirse a su acción de gracias. En la primera parte del núcleo (5-11) expone el drama que le ha tocado vivir, qué es lo que hizo y cómo fue liberado; en la segunda (12-23), convierte su caso en una enseñanza para la vida. Invita a los pobres a que se acerquen y escuchen. La lección es sencilla: no hay que imitar la actitud de los ricos que calumnian y mienten; hay que confiar en el Señor y acogerse a él para disfrutar de una vida larga y próspera.

Este salmo manifiesta la superación de un terrible conflicto. De hecho, la expresión «consulté al Señor» (5) se refiere a un acontecimiento concreto. Las personas acusadas injustamente y, a consecuencia de ello, perseguidas, iban a refugiarse al templo de Jerusalén. Allí pasaban la noche a la espera de una sentencia. Por la mañana, un sacerdote echaba las suertes para determinar si la persona acusada era culpable o inocente. Este fue el caso de quien compuso este salmo. Pasó la noche en el templo, confiado, y por la mañana fue declarado inocente. Entonces decide dar gracias al Señor, manifestando ante los demás pobres que estaban allí las maravillas que Dios había hecho en su favor.

Este salmo nos da información acerca de la situación económica del salmista. Es pobre: «Este pobre gritó, el Señor lo escuchó y lo libró de todas sus angustias» (7). Y pobres son también las personas que lo rodean en el templo, en el momento de su acción de gracias: «Mi alma se gloría en el Señor: que escuchen los pobres y se alegren» (3). Además, el salmista invita a los empobrecidos a que proclamen su profesión de fe: «Repetid conmigo: ¡El Señor es grande! Ensalcemos juntos su nombre» (4).

¿Qué es lo que le había pasado a esta persona pobre? Antes de que lo declararan inocente, había pasado por momentos difíciles. De hecho, habla de «temores» (5) y «angustias» (7). Cuando presenta ante sus oyentes una especie de catequesis, recuerda los clamores de los justos (16) y sus gritos en los momentos de angustia (18). Estos justos tienen el corazón herido y andan desanimados (19) a causa de las desgracias que tienen que sufrir (20). ¿Qué es lo que hacen en situaciones como esta? Gritan (18) como había gritado el mismo salmista (7), refugiándose en el Señor, consultándolo (5), para ser declarados inocentes y obtener la salvación. Obran así porque temen al Señor (8.10.12) y se acogen a él (9.23).

¿Quién había acusado y perseguido a esta persona pobre? El salmo nos presenta a sus enemigos. Son ricos (11), su lengua pronuncia el mal y sus labios dicen mentiras (14); se les llama «malhechores» (17), son «malvados» y «odian al justo» (22). ¿Por qué se comportan de este modo? Ciertamente porque el justo los molesta, los denuncia, no les da respiro. Entonces lo odian, lo calumnian y lo persiguen, buscando el modo de arrancarle la vida. El profetismo del pobre incomoda a los ricos. El término «prosperar» (13) y su contexto (12-15) permite sospechar como la mentira de los ricos condujo al salmista a la pérdida de sus bienes y a ser perseguido a muerte.

Se trata de un salmo que hace una larga profesión de fe en el Dios de la Alianza, aquel que escucha el clamor de su pueblo, que toma partido por el pobre que padece injusticias y lo libera, Dejemos que el salmo mismo nos muestre el rostro de Dios. Este responde y libra (5), «escucha» (7) y su ángel acampa en torno a los que lo temen y los libera (8). Es esta una enérgica imagen que muestra al Dios amigo y aliado como un guerrero que lucha en defensa de su compañero de alianza. Además, el Señor no permite que falte nada a los que lo temen y lo buscan (10.11), cuida de los justos (16) y escucha atentamente sus clamores (16), se enfrenta con los malhechores y honra de la tierra su memoria (17), escucha los gritos de los justos y los libra de todas sus angustias (18), está cerca de los de corazón herido y salva a los que están desanimados (19); libera al justo de todas sus desgracias (20), protegiendo sus huesos (21); se enfrenta a los malvados y los castiga (22), rescatando la vida de sus siervos, esto es, de los justos que lo temen (23).

Este largo rosario de acciones del Señor puede resumirse en una única idea: se trata del Dios del Éxodo, que escucha el clamor de los que padecen injusticias y baja para liberarlos. A cuantos se han beneficiado de esta liberación sólo les resta una cosa: aclamar y celebrar al Señor liberador.

Este salmo hace una larga profesión de fe en el Dios de la Alianza, aquel que escucha el clamor de su pueblo, que toma partido por el pobre que padece injusticias y lo libera, Dejemos que el salmo mismo nos muestre el rostro de Dios. Este responde y libra (5), «escucha» (7) y su ángel acampa en torno a los que lo temen y los libera (8). Es esta una enérgica imagen que muestra al Dios amigo y aliado como un guerrero que lucha en defensa de su compañero de alianza. Además, el Señor no permite que falte nada a los que lo temen y lo buscan (10.11), cuida de los justos (16) y escucha atentamente sus clamores (16), se enfrenta con los malhechores y honra de la tierra su memoria (17), escucha los gritos de los justos y los libra de todas sus angustias (18), está cerca de los de corazón herido y salva a los que están desanimados (19); libera al justo de todas sus desgracias (20), protegiendo sus huesos (21); se enfrenta a los malvados y los castiga (22), rescatando la vida de sus siervos, esto es, de los justos que lo temen (23).

Este largo rosario de acciones del Señor puede resumirse en una única idea: se trata del Dios del éxodo, que escucha el clamor de los que padecen injusticias y baja para liberarlos. A cuantos se han beneficiado de esta liberación sólo les resta una cosa: aclamar y celebrar al Señor liberador.

Este salmo recibe en Jesús un nuevo sentido, insuperable. Su mismo nombre resume todo lo que hizo en favor de los pobres que claman (“Jesús” significa «El Señor salva»). La misión de Jesús consistía en llevar la buena nueva a los pobres (Lc 4,18).

María de Nazaret ocupa el lugar social de los empobrecidos y, en su cántico, retorna el versículo 11 de este salmo: «Los ricos empobrecen y pasan hambre» (compárese con Lc 1,53). Los pobres dan gracias a Jesús por la salvación que les ha traído. Este es, por ejemplo, el caso de María, que unge con perfume los pies de Jesús (Jn 12,3), en señal de agradecimiento por haberle devuelto la vida a su hermano Lázaro.

Es un salmo de acción de gracias. Conviene rezarlo sobre todo cuando queremos dar gracias por la presencia y la acción liberadora de Dios en nuestra vida, especialmente en la vida de los empobrecidos, de los perseguidos y de los que padecen la injusticia. Si nosotros no vivimos una situación semejante a la del salmista pobre, es bueno que lo recemos en sintonía y solidaridad con los pobres que van siendo liberados de las opresiones y las injusticias.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 3,31-36
La perícopa con que concluye Jn 3 recoge en una síntesis la reflexión del evangelista, expresada con una sucesión de dichos de Jesús muy estimados por la Iglesia joanea. El tema central sigue siendo la figura de Jesús, único revelador del Padre y dador de vida eterna a través del Espíritu. El discípulo está invitado por la Palabra de Dios a comprobar su propia relación con Jesús. Esto se lleva a cabo a la luz del ejemplo del Bautista, que renunció a sí mismo y se abrió con alegría a Cristo. Cristo es «el que viene de lo alto» (v. 31a): pertenece al mundo divino y es superior a todos los hombres. El hombre, sin embargo, aun cuando sea un gran profeta como el Bautista, «es terreno» (v. 31b) y sigue siendo un ser terreno y limitado. En consecuencia, sólo Jesús puede hablar de Dios al hombre por experiencia directa. Ahora bien, incluso ante estas palabras de vida eterna que revela Jesús, se niegan los hombres a creer.

Con todo, existe un «resto» que vive de la fe: son los creyentes que confiesan «que Dios dice la verdad» (v. 33). Su fe es la que confirma que el obrar de Jesús forma unidad con el del Padre. Ahora bien, Cristo no es sólo la revelación de la Palabra de Dios: es la Palabra misma, es «Espíritu y vida» (Jn 6,63). Esta realidad profunda del ser de Jesús hace que no sólo sea el que recibe todo del Padre, sino también el que transmite a su vez cuanto posee. Es el canal a través de cual se da el Espíritu. ¿Cómo comunica Jesús este don? A través de su Palabra, cuando se deja que ella penetre en el interior del hombre, es como se da el Espíritu de Dios de una manera sobreabundante. Las palabras de Jesús y el Espíritu de Dios están en perfecta correspondencia.

Todos los discursos de Pedro concluyen con la promesa de la remisión de los pecados para aquellos que se conviertan. La obra de Jesús se presenta aquí como la del iniciador y salvador destinado a dar a Israel la gracia de la conversión y de la remisión de los pecados.

Esto nos hace pensar: ¿por qué este tema está desapareciendo de la predicación y de la conciencia de no pocos cristianos? Presentar la salvación como perdón de los pecados está, por lo menos, fuera de moda. No se usa mucho. Sin embargo, para quien tiene el sentido de Dios, para quien se da cuenta de la importancia decisiva que tiene estar en comunión con él, para quien siente la experiencia de la tragedia que supone estar lejos de él, para quien se toma en serio el hecho de que, en definitiva, lo que cuenta es estar en amistad y en comunión con Dios, el perdón de los pecados se presenta como el hecho decisivo de la vida.

¿Quién no es pecador? ¿Quién no tiene necesidad de perdón? ¿Quién es más «salvador» que aquel que, al perdonar, restablece la amistad con Dios? Presentar la obra de Jesús como ligada al perdón de los pecados, significa presentarla como la de alguien que restablece la comunión filial, amistosa, tranquilizadora, beatificante, con Dios. Ese es el inicio de cualquier otro bien mesiánico. ¿Qué se puede construir sin este fundamento? Estar lejos de Dios, sentirnos no aceptados por él, sentirnos ajenos a nuestro origen y a nuestro fin: ¿se puede llamar a eso vida? Por eso anuncia Pedro a Jesús como alguien que ha sido exaltado por Dios con el poder de ofrecer el don del restablecimiento de la amistad entre el angustiado corazón del hombre y el ardiente corazón del Padre.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 3,31-36, para nuestros Mayores. Testimonio de lo “visto y oído”.
Jesús, “el que ha venido de lo alto”. Se oye: “¿Quién sabe lo que hay en el más allá si nadie ha venido de allí?”. Esto no es cierto. Dice Jesús: “El que viene de lo alto da testimonio de lo que ha visto y oído”. Él vive en comunión íntima con el Padre y asegura a todos en la persona de sus primeros discípulos: “Os llamo amigos porque os he comunicado lo que le he oído a mi Padre” (Jn 15,15). Más que ningún amigo, nos comunica sus secretos más íntimos. Su mensaje es de garantía. Cualquier otro mensaje suscita dudas.

A lo largo de la historia y a lo ancho del mundo unas comprensiones van suplantando a otras, lo que lleva a muchos a preguntarse escépticamente como Pilato: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38). La visión de Jesús permanece: “Cielo y tierra pasarán; mis palabras no pasarán” (Mt 24,35). En la resurrección, el Padre le ha dado la razón y lo confirma como la Verdad (Jn 14,6). Por si a alguien le asalta la desconfianza, proclama: “Éste es mi Hijo amado, mi predilecto; escuchadlo” (Mt 17,5).

Nuestra visión de las realidades debe ser divina; en cierto modo, ya las vemos con los ojos de Dios. ¿Sabemos los cristianos valorar y gozar de este privilegio asombroso? ¡Cuántos, que van palpando a ciegas, quisieran ver y oír lo que nosotros vemos y oímos! (Mt 13,17). Jesús comunicó sus secretos a los primeros discípulos; y ellos, a través de una cadena ininterrumpida de testigos, y con la garantía del Espíritu, nos los han comunicado a nosotros. Pedro “da testimonio con valentía”, porque el Señor “nos ha constituido sus testigos” (Hch 5,32). El Nuevo Testamento recoge el testimonio fiel de aquellos testigos.

Buenas noticias. Por lo demás, la dicha de escuchar sus palabras es completa porque son portadoras de noticias tan buenas, que superan las expectativas humanas. ¿Qué nos anuncia? Pues que Dios es Padre (Mt 6,9), que sólo sabe amar y perdonar (Mt 5,45); Él “hace que todo cuanto acontece, redunde para bien de sus hijos” (Rm 8,28); nos anuncia también que, como hijos de un mismo Padre-Madre, todos nosotros “somos hermanos” (Mt 23,8); más todavía, que formamos un solo cuerpo, del cual él, Cristo, es la cabeza (1 Co 12,13), el Hermano mayor (Rm 8,29); que todos hemos sido divinizados y somos morada de la Familia divina (Jn 14,23), que es “nuestra” Familia; que estamos embarcados todos en una gran epopeya que es la historia de la salvación, que culminará en una victoria rotunda (Ap 21,1-4); que en ese proyecto cada uno tiene un puesto de trabajo (Mt 20,1-1 6); que nuestro futuro eterno es una fiesta interminable, un gran banquete, donde no habrá llanto, ni luto, ni dolor...

El sueño de Dios Padre-Madre, como el de todo padre y toda madre, es que sus hijos “tengamos un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32), que “seamos uno” entre nosotros (Jn 17,21-23). Nos señala el amor como la opción radical y totalizadora (Jn 13,34), el valor

supremo, lo único trascendente (1 Co 13,1-3); que hay que dar la vida para acumularla, que como el grano de trigo, hay que morir para generar vida” (Jn 12,24), que hay más dicha en dar que en recibir” (Hch 20,35). Empeña su palabra de que es el Resucitado y nuestro compañero de fatigas a lo largo de la historia (Jn 14,18; Mt 28,20), que está con nosotros cuando nos reunimos en su nombre (Mt 18,20), escuchamos su Palabra, partimos el Pan y brindamos con el Vino de la vida” (Jn 6,35), y nos acogemos a su misericordia (Mt 18,18). Asegura que si vivimos en comunión con él, derrama su Espíritu sobre nosotros, que es luz y fortaleza; gracias a Él, produciremos mucho fruto” (Jn 15,5). Asegura que está encarnado en el ser humano y que es socorrido en cada uno de ellos. Asegura que el Reino, que ha venido a instaurar, ya ha comenzado y llegará a su plenitud cuando concluya apoteósicamente la historia de la salvación (Jn 14,2; 16,22).

Saber y saborear. Al sencillo y sincero el Espíritu le ensancha el corazón para acoger y soborear el mensaje de vida (Mt 11,25; Hch 16,14). Una cosa es saber y otra saborear. Todos los cristianos sabemos que somos hijos de Dios, pero no todos lo saborean y, menos aún, al mismo nivel. Todos los cristianos “conocen”, pero muy pocos “saborean” las realidades divinas. Todos recitamos: Jesús “nació de santa María Virgen, fue crucificado, muerto y sepultado”, pero son pocos los que, como Francisco de Asís, se ponen a danzar ante el belén “como hombre que ha perdido el juicio” o gimotean repitiendo: “el Amor no es amado”, “el Amor no es amado”... Kempis decía certeramente: “Más vale sentir la contrición que saber su definición”.

La verdadera sabiduría, “ciencia sabrosa”, es un don del Espíritu, reservado a los niños según el Evangelio (Mc 10,15) y a “los hambrientos, a los que colma de bienes” (Lc 1,53).

Comentario del Santo Evangelio: Jn 3, 3.2-36, de Joven para Joven. El Revelador sobrenatural.
El evangelista Juan ha llevado a cabo una gran adaptación del evangelio. Sus destinatarios inmediatos han sido tenidos muy en cuenta; sus categorías de pensamiento, su lenguaje, su concepción del mundo han sido utilizados para vaciar en ellos el contenido del mensaje cristiano. En esta pequeña narración, que originariamente debería seguir al verso 21, tenemos un buen ejemplo de ello. El evangelista utiliza categorías «espaciales», de arriba —de abajo—, para presentarnos al Revelador y su importancia para la vida del hombre.

El enviado de Dios viene de arriba. El adverbio de lugar indica el mundo de lo divino. Se impone, por tanto, la conclusión de que este enviado de Dios está sobre todos. En relación con el mundo, en concreto con el hombre, este enviado de Dios es igual a Dios. El ser divino del Enviado se pone de relieve en la contraposición con « el que es de la tierra». Al acentuar el origen terreno —que procede de la tierra— se define también su naturaleza, «es terreno».

La insistencia en descubrir el origen y naturaleza del Revelador tiene una intención existencial clara. Ninguna palabra que proceda de la tierra, por autorizada que sea, puede compararse con sus palabras. Nadie puede entrar en competencia con este Revelador, que viene de arriba y está por encima de todos.

Su testimonio sobre las cosas de arriba, el mundo de lo divino, necesariamente es verdadero. Sólo el que viene de arriba ofrece todas las garantías de que su testimonio es verdadero. Debía ser aceptado, sin más, por el hombre mediante la fe, que es, en última instancia, la que decide sobre la vida y la muerte. Sin embargo, esta palabra interpelante, que procede del más allá, no es recibida (la misma afirmación que en el prólogo 1, 11). Y la razón de este rechazo es que el mundo ama lo que es suyo (Jn 15, 19) y las palabras del Revelador le resultan extrañas (Jn 8, 43).

Actitud general de rechazo de la Palabra. Pero también hay excepciones a esta regla: son los que reciben su testimonio (también estaba previsto en el prólogo de este evangelio 1, 12). La aceptación del testimonio del Revelador significa, al mismo tiempo, el reconocimiento de la veracidad de Dios. ¿Por qué? Por razón de la identidad existente entre el Revelador y lo que revela. Al aceptar al Revelador, se acepta lo que Dios quiere comunicar al hombre. Y al aceptar lo que Dios quiere comunicar, se da el testimonio de la veracidad de Dios. Nadie acepta, a sabiendas, algo que es falso. Cuando se acepta algo es porque se lo cree verdadero. Idéntico lenguaje encontramos en la primera carta de Juan: quien acepta al Hijo, tiene este testimonio en sí mismo; el que no cree en Dios, le hace embustero, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo (1Jn 5, 10-11).

El verso 34 da la razón de lo que venimos diciendo a propósito de la afirmación del verso 33. En las palabras del Revelador divino es Dios mismo quien habla. Se acentúa con mayor vigor la identidad entre las palabras del Revelador divino, lo que podría llamarse el «objeto» de la revelación, y el Revelador como tal. Identidad entre la Palabra y las palabras que pronuncia. Las palabras en tanto tienen valor en cuanto proceden de la Palabra. No puede separarse a Jesús de sus palabras. Partiendo de la afirmación fundamental: El verbo se hizo hombre, se hacen patentes estas palabras de Juan. En las palabras de Jesús se refleja la acción y pensamiento divinos.
La identidad entre las palabras de Jesús y la palabra de Dios se confirma con otra afirmación: Dios no le dio el espíritu con medida. El Padre comunica al Hijo su Espíritu sin medida, sin restricción o limitación, en plenitud: Esto significa y garantiza que la revelación traída por Jesús es completa, suficiente y no necesita, por tanto, ser completada. Estamos ante la única palabra que Dios tenía y tiene que decir al hombre.

Jesús es el Revelador en toda su realidad, en sus hechos y en sus palabras. Sin que sea legítimo distinguir, por lo que a Jesús se refiere, entre lo que es revelación y lo que no lo es. Estaríamos «midiendo» cuantitativamente la revelación divina. Ahora bien, recordemos que el Espíritu no le fue concedido con medida. El evangelista protestaría con estas declaraciones contra todo intento de reducir la revelación a un sistema doctrinal de verdades. El Vaticano II, en la constitución Dei Verbum, recordará que esas verdades no constituyen el objeto o finalidad de la revelación, sino el medio para conocerla y transmitirla.

El Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas. Dios se ha hecho presente y operante en su Hijo. El Padre se halla presente en Jesús. Jesús representa al Padre. El Hijo tiene la misma autoridad que el Padre. De aquí se deduce una conclusión importante: la decisión entre aceptarlo y rechazarlo, entre la fe y la incredulidad, tiene unas consecuencias decisivas. Quien acepta al Hijo tiene la vida; quien lo rechaza se halla bajo la ira de Dios. La aceptación o el rechazo, la fe o la incredulidad, son las que deciden el destino último del hombre. La decisión que en torno a la persona del Revelador se hace significa el juicio. De ahí que las afirmaciones de Jesús sean, al mismo tiempo, una seria amonestación. Porque la actitud de rechazo ante Jesús puede elevarse a definitiva por la persistencia en esta negativa. El hombre es situado ante el ahora que decide su suerte y destino.
El ahora de la decisión ante la persona de Jesús.

Elevación Espiritual para este día.
El vigor de la conversión es el ardor de la caridad derramada en nuestros corazones con la visita del Espíritu Santo. Está escrito de este mismo Espíritu que es el perdón de los pecados. En efecto, cuando se digna visitar el corazón de los justos, los purifica con gran poder de toda la impureza de sus pecados, porque, apenas se derrama en el alma, suscita en ella de manera inefable el odio a los pecados y el amor a las virtudes. Hace que el alma odie de inmediato lo que amaba, ame ardientemente aquello por lo que sentía horror y gima intensamente por lo uno y lo otro, porque se acuerda de haber amado —para su condena— el mal y odiado el bien que ama. En efecto, ¿quién se atreverá a decir que un hombre, aunque esté cargado con el peso de todo tipo de pecados, pueda perecer si es visitado por la gracia del Espíritu Santo?

Reflexión Espiritual para el día.
¿De qué modo trabajamos para la reconciliación? En primer lugar y sobre todo, reivindicando para nosotros mismos el hecho de que Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo. Pero no basta con creer esto con nuestro cabeza. Debemos dejar que la verdad de esta reconciliación penetre en todos los rincones de nuestro ser. Hasta que no estemos plena y absolutamente convencidos de que hemos sido reconciliados con Dios, de que estamos perdonados, de que hemos recibido un corazón nuevo, un espíritu nuevo, unos ojos nuevos para ver y unos nuevos oídos para oír, continuaremos creando divisiones entre la gente, porque esperaremos de ella un poder de curación que no posee.

Sólo cuando confiemos plenamente en el hecho de que pertenecemos a Dios y podemos encontrar en nuestra relación con Dios todo lo que necesitamos para nuestra mente, nuestro corazón, nuestra alma, podremos ser libres de verdad en este mundo y ser ministros de la reconciliación. Esto es algo que no resulta fácil; muy pronto volvemos a caer en la duda y en el rechazo de nosotros mismos. Necesitamos que se nos recuerde constantemente a través de la Palabra de Dios, de los sacramentos y del amor al prójimo que estamos reconciliados de verdad.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Hch 5, 27-33 (4, 33; 5, 12. 27b-33. Obediencia a Dios.
El arresto y encarcelamiento de los apóstoles estaba en manos del Sumo Sacerdote, azuzado por el resto de la aristocracia sacerdotal, entre la que destacan por su enemistad los saduceos. El examen de los cargos imputados corre a cargo del Sanedrín, el senado legislativo, que entendía en lo relativo a la Ley y, particularmente, en lo relativo a la dimensión religiosa de la misma.

El Sumo Sacerdote, en presencia del Sanedrín, acusa a los apóstoles de dos cosas; desobediencia a las órdenes que les habían dado y difamación, al hacerles a ellos responsables de la muerte de Jesús. En primer lugar, han desobedecido sus órdenes (4, 18-19). Habían despreciado la autoridad y, por ello, podían ser castigados según preveía el código legal judío. Lucas no concede importancia a esta acusación por ser excesivamente técnica. La aduce para dar ocasión a Pedro, en su defensa, de exponer el principio básico desde el que debía valorarse aquella prohibición: la obediencia a Dios es superior a la debida a los hombres. Y ellos obedecen a Dios al aceptar y predicar lo que Dios hizo en Jesús a favor de los hombres.

Pedro, representante de los apóstoles, da más importancia a la segunda acusación, la de difamación, al imputarles la responsabilidad en la muerte de Jesús. Lo primero que llama la atención es la preocupación de los acusadores por no pronunciar siquiera el nombre de Jesús. Hablan de «ese hombre». En segundo lugar tienen que reconocer que ese «nombre» se está abriendo paso: toda la ciudad habla de él como consecuencia de la predicación apostólica. Era el reconocimiento y la glorificación de Jesús. Pero esto significaba, al mismo tiempo, la condenación de quienes le habían dado muerte.

La respuesta directa de Pedro a la segunda acusación se centra en lo esencial del kerygma cristiano: la muerte y la resurrección de Jesús. Y lo expone Pedro, como es habitual en el libro de los Hechos, mediante la contraposición entre lo que “vosotros hicisteis y lo que hizo Dios”. Cierto que ellos no hubiesen crucificado a Jesús. La crucifixión era una forma específicamente romana para la aplicación de la pena capital. Sin embargo, ellos son los responsables de la misma. Además, la misma Ley (Dt 21, 22) permitía que un criminal fuese colgado de un madero. Ahora bien, el rechazo que hicieron de Jesús fue, además de culpable, un tremendo error, que Dios mismo se ha encargado de poner de manifiesto resucitando a Jesús. 

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