18 de abril 2010. DOMINGO III DE PASCUA. (Ciclo C). 3ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. León IX pp, Jorge de Antioquí ob, Marta vg mr.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Hch 5, 27b-32. 40b-41: Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
Salmo 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Ap 5, 11-14: Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza
Jn 21, 1-19: Pesca milagrosa con el Resucitado
En el pasaje de Hechos, los apóstoles son llamados a rendir indagatoria ante el Sanedrín, o Junta Suprema de los judíos. Conviene reflexionar sobre lo que implica concretamente la fe en la resurrección de Jesús; esto es, el testimonio de que él continúa vivo y actuando no ya físicamente, sino a través de la comunidad que ha asumido con el coraje y la valentía de su Maestro el proyecto del Reino. La Resurrección carece de pruebas históricas, y el creyente no las necesita. La prueba más segura y contundente nos la da, precisamente, la comunidad misma de creyentes que se fue formando alrededor de la fe en la Resurrección y que da testimonio de ella a través de una experiencia vital que ha evolucionado desde una total ignorancia e incapacidad para comprender a Jesús, hasta un cambio tan radical que ya nadie teme dar testimonio de que Jesús está vivo y que su proyecto sigue adelante. Con una valentía increíble, aquellos que habían huido abandonando al Maestro en su prendimiento, recalcan ahora que seguirán predicando porque “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Esta situación se repetirá innumerables veces en la historia de la Iglesia, cuando la autenticidad del mensaje entre en conflicto con los intereses que se le oponen.
En el evangelio Jesús se presenta a los apóstoles junto al lago Tiberíades, en medio de la vida ordinaria a la que ellos estaban acostumbrados. Habían dejado de ser los pescadores de hombres a que los había llamado Jesús, y tras el supuesto fracaso del Maestro habían vuelto a su oficio de siempre. Allí se les presenta Jesús y aprovecha lo que les es familiar. Y allí Dios les manifiesta su poder y su gloria, a través del símbolo de la pesca y de la comida.
El Resucitado los invita a tirar la red, que recogerá una pesca milagrosa; una red que es símbolo de la Iglesia y de la pesca multitudinaria que harían los seguidores de Jesús después de este encuentro, cuando vuelvan a tomar el rumbo que habían perdido.
El discípulo a quien el Señor más amaba le reconoce en el milagro de la abundancia de peces, y Pedro se siente nada delante de aquel que le encomendó una tarea especifica que dejó de cumplir.
El capítulo 21 del cuarto evangelio fue agregado posteriormente. Es claro que Jn 20,30-31 era la conclusión original. Y es interesante que el capítulo 21 esté centrado en la figura de Pedro. En todo el evangelio los grandes protagonistas habían sido “el discípulo amado”, los discípulos en general y especialmente las discípulas, y entre ellas la madre de Jesús y María Magdalena. La figura de Pedro tiene relieve secundario; más aun, aparece siempre contrapuesta y subordinada a la del “discípulo amado”. Para Juan lo más importante es ser discípulo/discípula. Ahora, en el capítulo 21, se afirma a Pedro como pastor a partir de la inquietante pregunta triple de Jesús resucitado: “Simón, ¿me amas?… Apacienta mis ovejas”. Pedro es reconocido como pastor porque ahora cumple la condición de buen discípulo. Durante la Pasión negó tres veces ser discípulo de Jesús. Ahora el Señor le pide una triple confesión de su sincero amor como discípulo.
Antes que jerárquica, la Iglesia es una comunidad de discípulos. En la tradición de los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) es una iglesia fundada y dirigida por los 12 apóstoles, llamados también comúnmente los 12 discípulos. El capítulo 21 de Juan expresa la armonización de la dos tradiciones: Pedro es reconocido como pastor, pero bajo la condición de que acepte su definición fundamental como discípulo. Una vez reconocido como pastor, Jesús le anuncia la clase de muerte con la que glorificaría a Dios: su crucifixión en Roma. Después el Señor le reiterará su consigna favorita: “sígueme”, es decir, lo urge formalmente a ser su discípulo.
PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 5, 27b-32. 40b-41
Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
En aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los apóstoles y les dijo: "¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre."
Pedro y los apóstoles replicaron: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. la diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen."
Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los apóstoles salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 29
R/.Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R.
Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo. R.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. R.
SEGUNDA LECTURA
Apocalipsis 5, 11-14
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza
Yo, Juan, en la visión escuché la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente: "Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza."
Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar -todo lo que hay en ellos-, que decían: "Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos."
Y los cuatro vivientes respondían: "Amén."
Y los ancianos se postraron rindiendo homenaje.
Palabra de Dios
SANTO EVANGELIO
Juan 21, 1-19
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice: "Me voy a pescar."
Ellos contestan: "Vamos también nosotros contigo."
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice: "Muchachos, ¿tenéis pescado?"
Ellos contestaron: "No."
Él les dice: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis."
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor."
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: "Traed de los peces que acabáis de coger."
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice: "Vamos, almorzad."
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?" Él le contestó: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Jesús le dice: "Apacienta mis corderos." Por segunda vez le pregunta: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" Él le contesta: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Él le dice: "Pastorea mis ovejas." Por tercera vez le pregunta: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?" Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: "Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero." Jesús le dice: "Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras." Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme."
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Hch 5, 27b-32. 40b-41: Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
Salmo 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Ap 5, 11-14: Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza
Jn 21, 1-19: Pesca milagrosa con el Resucitado
En el pasaje de Hechos, los apóstoles son llamados a rendir indagatoria ante el Sanedrín, o Junta Suprema de los judíos. Conviene reflexionar sobre lo que implica concretamente la fe en la resurrección de Jesús; esto es, el testimonio de que él continúa vivo y actuando no ya físicamente, sino a través de la comunidad que ha asumido con el coraje y la valentía de su Maestro el proyecto del Reino. La Resurrección carece de pruebas históricas, y el creyente no las necesita. La prueba más segura y contundente nos la da, precisamente, la comunidad misma de creyentes que se fue formando alrededor de la fe en la Resurrección y que da testimonio de ella a través de una experiencia vital que ha evolucionado desde una total ignorancia e incapacidad para comprender a Jesús, hasta un cambio tan radical que ya nadie teme dar testimonio de que Jesús está vivo y que su proyecto sigue adelante. Con una valentía increíble, aquellos que habían huido abandonando al Maestro en su prendimiento, recalcan ahora que seguirán predicando porque “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Esta situación se repetirá innumerables veces en la historia de la Iglesia, cuando la autenticidad del mensaje entre en conflicto con los intereses que se le oponen.
En el evangelio Jesús se presenta a los apóstoles junto al lago Tiberíades, en medio de la vida ordinaria a la que ellos estaban acostumbrados. Habían dejado de ser los pescadores de hombres a que los había llamado Jesús, y tras el supuesto fracaso del Maestro habían vuelto a su oficio de siempre. Allí se les presenta Jesús y aprovecha lo que les es familiar. Y allí Dios les manifiesta su poder y su gloria, a través del símbolo de la pesca y de la comida.
El Resucitado los invita a tirar la red, que recogerá una pesca milagrosa; una red que es símbolo de la Iglesia y de la pesca multitudinaria que harían los seguidores de Jesús después de este encuentro, cuando vuelvan a tomar el rumbo que habían perdido.
El discípulo a quien el Señor más amaba le reconoce en el milagro de la abundancia de peces, y Pedro se siente nada delante de aquel que le encomendó una tarea especifica que dejó de cumplir.
El capítulo 21 del cuarto evangelio fue agregado posteriormente. Es claro que Jn 20,30-31 era la conclusión original. Y es interesante que el capítulo 21 esté centrado en la figura de Pedro. En todo el evangelio los grandes protagonistas habían sido “el discípulo amado”, los discípulos en general y especialmente las discípulas, y entre ellas la madre de Jesús y María Magdalena. La figura de Pedro tiene relieve secundario; más aun, aparece siempre contrapuesta y subordinada a la del “discípulo amado”. Para Juan lo más importante es ser discípulo/discípula. Ahora, en el capítulo 21, se afirma a Pedro como pastor a partir de la inquietante pregunta triple de Jesús resucitado: “Simón, ¿me amas?… Apacienta mis ovejas”. Pedro es reconocido como pastor porque ahora cumple la condición de buen discípulo. Durante la Pasión negó tres veces ser discípulo de Jesús. Ahora el Señor le pide una triple confesión de su sincero amor como discípulo.
Antes que jerárquica, la Iglesia es una comunidad de discípulos. En la tradición de los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) es una iglesia fundada y dirigida por los 12 apóstoles, llamados también comúnmente los 12 discípulos. El capítulo 21 de Juan expresa la armonización de la dos tradiciones: Pedro es reconocido como pastor, pero bajo la condición de que acepte su definición fundamental como discípulo. Una vez reconocido como pastor, Jesús le anuncia la clase de muerte con la que glorificaría a Dios: su crucifixión en Roma. Después el Señor le reiterará su consigna favorita: “sígueme”, es decir, lo urge formalmente a ser su discípulo.
PRIMERA LECTURA.
Hechos de los apóstoles 5, 27b-32. 40b-41
Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
En aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los apóstoles y les dijo: "¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre."
Pedro y los apóstoles replicaron: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. la diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen."
Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los apóstoles salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 29
R/.Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.
Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. R.
Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo. R.
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre. R.
SEGUNDA LECTURA
Apocalipsis 5, 11-14
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza
Yo, Juan, en la visión escuché la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente: "Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza."
Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar -todo lo que hay en ellos-, que decían: "Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos."
Y los cuatro vivientes respondían: "Amén."
Y los ancianos se postraron rindiendo homenaje.
Palabra de Dios
SANTO EVANGELIO
Juan 21, 1-19
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado
En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice: "Me voy a pescar."
Ellos contestan: "Vamos también nosotros contigo."
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice: "Muchachos, ¿tenéis pescado?"
Ellos contestaron: "No."
Él les dice: "Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis."
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor."
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: "Traed de los peces que acabáis de coger."
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice: "Vamos, almorzad."
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?" Él le contestó: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Jesús le dice: "Apacienta mis corderos." Por segunda vez le pregunta: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" Él le contesta: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero." Él le dice: "Pastorea mis ovejas." Por tercera vez le pregunta: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?" Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: "Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero." Jesús le dice: "Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras." Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 5,27b-32.40b-41
El camino de la Iglesia es un camino acompañado de luz y de tinieblas desde su origen: va creciendo entre el pueblo el favor de que goza la primera comunidad cristiana (vv. 14-16), pero aumenta también el odio de las autoridades judías, que llegan incluso a la persecución. Mientras se suceden los arrestos, interrogatorios y amenazas, resplandece cada vez más la obra del Espíritu Santo en los apóstoles.
Llevados por segunda vez ante al Sanedrín, dan pruebas de libertad y de valentía (parresía). El criterio de sus acciones es único: obedecer a Dios, no anteponer nada a él ni a su testimonio (cf. vv. 28s). Esta falta de miedo hace aún más incisiva y eficaz su confesión y su predicación. Pedro proclama una vez más el kerygma (vv. 30-39) y atribuye de nuevo a los jefes del pueblo la responsabilidad de la muerte de Jesús (una responsabilidad que aquellos querrían declinar: v. 28b).
Con todo, no se trata de una acusación estéril; es casi un proyectar sobre otros la propia culpa. En efecto, la parte fundamental del discurso hemos de buscarla en la afirmación que explica la finalidad del obrar de Dios: «Para dar a Israel la ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados». Otras veces acusa Pedro al auditorio de la crucifixión de Cristo, pero el texto sagrado añade siempre que, al arrepentirse y acoger sus palabras, «muchos creyeron».
Cuando el corazón queda traspasado por el arrepentimiento (2,37), el don de Dios se vuelve superabundante. Sólo cuando se rechaza la Palabra de manera obstinada, se endurece el corazón hasta llegar a la violencia (5,33.40). Es tarea de los apóstoles continuar con la predicación aun en medio de las persecuciones, fortalecidos por el Espíritu, que los confirma (v. 32) y los colma de alegría (v. 41). Desde ahora viven ya la bienaventuranza proclamada por el Señor Jesús y encuentran su recompensa en el amor a su nombre (Mt 5,10-12).
Comentario Salmo 29
Es una acción de gracias individual. El salmista manifiesta su agradecimiento porque el Señor ha escuchado su clamor. Esta persona se encuentra probablemente en el templo de Jerusalén, pues está rodeada de gente que escucha el relato de su liberación. En muchas ocasiones, después de ver sus súplicas atendidas, la gente iba al templo a ofrecer sacrificios de acción de gracias.
Como la mayoría de los salmos de acción de gracias, también este tiene una introducción, un núcleo central y una conclusión. En la introducción (2-4), el salmista ensalza al Señor por su liberación, pues gritó a Dios y fue escuchado. El Señor les tapó la boca a sus enemigos. También se expone la dramática situación en que se encontraba esta persona, pues se habla de librar de sacar de la tumba y de hacer revivir de entre los que bajan a la fosa. En la introducción, el salmista se dirige al Señor.
En el núcleo central (5-11), el salmista se dirige a los fieles que están en el templo, pues quiere convertir su experiencia en catequesis para otros, Expone lo que le ha sucedido, cómo pasó de una situación tranquila, en la que nada podía hacerle vacilar, a vivir un drama existencial sin precedentes, como si le hubiera faltado el suelo bajo los pies. Entonces clamó al Señor, apostando fuerte con Dios: «Si muero, pierdes un buen aliado y tu fama se acaba; si no me escuchas, mis enemigos van a decir que no existes. Para ti, es mejor que yo viva, pues ningún muerto da testimonio de ti». Al Señor le convencieron los argumentos de esta persona y la sanó.
En la conclusión (12-13) la persona curada promete convertir su vida en una continua acción de gracias. No se contenta con ofrecer un sacrifico en el templo. Toda su vida será una alabanza incesante.
Este salmo muestra la superación de un terrible conflicto. A lo largo del texto, encontramos muchas referencias al conflicto «vida-muerte» («liberación» frente a «enemigos»; «sacar de la tumba» frente a «bajar a la fosa», etc.). ¿Qué es lo que habría pasado? El salmista vivía en una situación tranquila, tenía honor y poder (7-8a). No era pobre, sino rico. Imaginaba que esta situación de tranquilidad, sin sobresaltos, el honor y la riqueza, eran premios que Dios le concedía por su fidelidad. Los enemigos pensaban lo contrario. Creían que a Dios no le importaba ni la riqueza ni la miseria.
De repente, esta persona se ve afectada por una enfermedad mortal (3b). Tiene la sensación de estar con «un pie en la tumba», como se suele decía está ya dentro del túnel, ve la tumba y la fosa (4). Y, ¿entonces? El no ha pecado. ¿Castigo de Dios? No. Sus enemigos dicen: “¿Lo ves? ¿De qué te sirve ahora tanta fidelidad al Señor? ¿No decíamos nosotros que Dios no se mete en estas cosas? Ese Dios tuyo no existe”.
El salmista hace lo que no había hecho nunca: clama. Y descubre un nuevo rostro de Dios, el del Dios que escucha los clamores. En aquella época todavía no se creía en la resurrección de los muertos. Por eso esta persona apuesta tan fuerte por Dios. Si muere, esto supondrá la victoria de los enemigos y la derrota de Dios; si se cura, el Señor será el vencedor y seguirá teniendo en el salmista a un fiel aliado, y los enemigos tendrán que callarse.
El Señor atendió su súplica y lo sanó. Entonces, esta persona va al templo, reúne a la gente y les cuenta cómo estaba antes de la enfermedad, cómo clamó, cómo negoció con Dios y expone la gracia alcanzada (5-11), prometiendo vivir en un estado continuo de alabanza y de acción de gracias (13b).
Evidentemente, estamos una vez más ante el Dios de la Alianza que escucha el clamor de los que sufren (3). Cuando invita a los fieles a celebrar con instrumentos musicales la «memoria sagrada» de Dios (5), el salmista está pensando en el Dios del éxodo, pues así fue como se reveló a Moisés, pidiendo que se recordara su memoria por siempre (Éx 3,15). ¿Qué sucedió con el salmista? Una especie de «mini éxodo», réplica fiel de la gran liberación de los israelitas. Y el Señor es ahora el mismo de entonces.
Resulta interesante señalar el descubrimiento progresivo que esta persona hace de Dios, Antes de caer enfermo, cuando se sentía tranquila y segura, cuando disfrutaba de honor y poder, pensaba en un Dios comerciante: «La persona obra el bien y Dios le da honor y poder como premio». La enfermedad mortal acaba con esta imagen de Dios; entonces el salmista tiene que aprender a clamar Al hacerlo, descubre que el Señor no es un comerciante, sino el aliado y amigo que escucha el clamor, el auténtico Dios del éxodo, que escucha las súplicas que se le dirigen. En tercer lugar, no se conforma con dar gracias mediante un sacrificio —cosa que le costaba poco—, sino que decide vivir en alabanza continua el resto de sus días. Descubre así una de las formas más bellas de relacionarse con Dios.
Los enemigos del salmista tienen que cerrar la boca, pues son materialistas o ateos prácticos. Dicen que a Dios, si es que existe, no le preocupan ni la prosperidad ni la desgracia de la gente. El salmo responde a esta postura mostrando a un Dios aliado que interviene en la historia junto a los que claman a él.
Recorriendo el Nuevo Testamento, nos damos cuenta de que Jesús es la presencia de Dios junto a los que claman. Son muchos los que le deben reconocimiento y alabanza por la liberación recibida.
Este es un salmo de acción de gracias. Es conveniente que lo recemos siempre que sintamos la presencia liberadora de Dios y de Jesús en nuestra vida: tras la superación de conflictos personales, de enfermedades, de una visión estrecha y mercantilista de Dios o de Jesús; podemos rezarlo en solidaridad con aquellos enfermos que superan una etapa difícil; corno acción de gracias cuando pasamos de la «muerte a la vida»; cuando amamos profundamente la vida y queremos seguir viviendo más y más...
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 5,11-14
Ante nuestra contemplación se nos brinda una escena majestuosa y terrible: Dios omnipotente está sentado en el trono, tiene en su mano el libro sellado de sus inescrutables designios, pero nadie puede abrirlo. Momentos de silencio cargados de expectación y de temor. La situación parece desesperada. Pero, de repente, aparece victorioso un Cordero como inmolado (5,1-7: en arameo, talja designa tanto «siervo» como «cordero»).
Con este símbolo expresa, por tanto, Juan la realidad de Cristo, verdadero Cordero pascual y Siervo de Yavé, que ha cargado con nuestras iniquidades, tomando sobre sí el castigo que nos da la salvación (Is 53, sobre todo el v. 7). El Cristo-Cordero inmolado está de pie en medio del trono (v. 6). En su presencia se entona el canto de la solemne liturgia cósmica: una escuadra innumerable de ángeles recuerda triunfalmente el «motivo» (vv. 11s), repetido por el coro de todas las criaturas (v. 13), que alaban por los siglos de los siglos al Dios omnipotente y a Cristo, nuestra pascua.
Cielo y tierra se encuentran unidos así en un movimiento circular: el himno se inicia en el cielo, se derrama, desciende sobre la tierra, se propaga en ella y luego vuelve a subir al cielo para concluir en el «Amén », acorde final de los cuatro seres vivientes, símbolo de todas las realidades creadas. Se confirma así, de manera solemne, la plena adhesión a la voluntad de Dios. Y el silencio adorador de los cuatro ancianos, primicia celestial de todo el pueblo de Dios, prolonga la vibración del canto nuevo con la intensidad de la contemplación.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 21,1-19
Jn 21, colocado detrás de una primera conclusión del cuarto evangelio, añade algunos elementos importantes al capítulo precedente: abre de nuevo la perspectiva sobre la Iglesia futura (v 1-14), pone el fundamento del primado de Pedro entendido como servicio vicario (vv. 15-19), enfoca la relación entre Pedro y el discípulo amado (vv. 20-23).
Los vv, 1-14 hemos de leerlos recordando la vocación de los primeros discípulos (cf. Lc 5,1-11). Los discípulos, cuando Jesús resucitado desaparece de sus ojos, atraviesan un momento de incertidumbre sobre la orientación que deben dar a su futuro. La perspectiva más inmediata es la de volver a la vida de antes, iluminada por la enseñanza de Jesús, al que reconocen vivo. Aquí interviene la tercera aparición (v. 14), una aparición que suena para los discípulos como una nueva llamada al seguimiento (v. 19), centrada en la continua presencia del Señor, reconocido, no obstante, por la fe (vv. 7.12), y al que encuentran concretamente en el pan partido y compartido de la eucaristía (v. 13). En verdad, los apóstoles no pueden hacer nada sin él (cf. 15,5), no tienen alimento (v. 5, al pie de la letra), mientras que gracias a la obediencia de la fe (v. 4b) a su Palabra realizan una pesca superabundante, como el día en que los llamó por primera vez (Lc 5,9). Sin embargo, la red no se rompe: la Iglesia católica debe permanecer indivisa aun cuando recoja multitudes inmensas (v. 11).
En la comunión de esta comida con el Resucitado, éste rehabilita a Simón Pedro al frente de los discípulos: como tres veces renegó de Cristo, tres veces profesa que le ama. Y también por tres veces —de manera solemne, por consiguiente— le confía Jesús el mandato de alimentar y guiar su rebaño con un espíritu de servicio, en representación del buen pastor (vv. 15-17). Como tal, Pedro deberá ofrecer la vida por las ovejas, glorificando a Dios con el martirio: la invitación al seguimiento tiene ahora para Simón Pedro un sabor muy diferente a la que recibió «cuando era más joven»; tiene el sabor del amor (v. 17), que le llevará tras las huellas de Jesús (1 Pe 2,21), a amar «hasta el final» (Jn 13,1).
La liturgia de la Palabra traza hoy ante nosotros un largo y apasionante camino que, partiendo del tiempo, desemboca en la eternidad: vamos a indicar, brevemente, las etapas del mismo y le vamos a pedir al Señor la gracia de recorrerlo.
Al comienzo se encuentra la experiencia de un encuentro que se intercala en nuestros días más ordinarios, en medio de nuestras actividades habituales: se trata del encuentro con el Resucitado, un encuentro para el que, con frecuencia, no estamos preparados, sino más bien «ciegos», como los apóstoles en el lago. “Los discípulos no lo reconocieron”; sin embargo, aceptaron el consejo, más tarde dan crédito a la intuición que se comunican de uno a otro y, por último, lo reconocen por medio de una certeza interior (no a través de una evidencia sensible). Del mismo modo que hizo Simón Pedro, también nosotros debemos dejarnos interpelar por la Palabra del Resucitado, que pone al descubierto nuestro pecado, nuestra fragilidad pasada y presente, aunque nos pide un consentimiento de amor. Sólo después de haberle reconocido a él y habernos reconocido a nosotros mismos bajo su luz, podremos ofrecérselo, ahora que ya no es obra de una autoilusión y sólo nos queda —¡aunque lo es todo!— el deseo ardiente de amarlo, como pobres. Ahora es cuando él nos confía su tesoro: nuestros hermanos; nos hace responsables de dar testimonio ante ellos, un testimonio que nos llevará muy lejos en su seguimiento, quizás a un lugar que —hoy al menos— no querríamos.
A la luz de este encuentro con Cristo, siguiendo el eco de aquella pregunta interior —“¿Me amas?”— y de nuestra humilde respuesta, es preciso proseguir el camino con alegre valentía y abrir a muchos el camino de la fe con nuestra confesión transparente del nombre de Jesús, crucificado por nuestros pecados y resucitado por el Padre para la salvación del mundo. No han de faltarnos los sufrimientos, la multiforme persecución, aunque tampoco la alegría de hacerle frente por amor a Jesús. Una alegría que inundará todo el cosmos en el día eterno en una única confesión coral de alabanza al Dios omnipotente, a nuestro Creador, y a Cristo, Cordero inmolado, nuestro Salvador, en el Espíritu Santo, vínculo de amor.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 21,1-19, para nuestros Mayores. Jesús aparece en la orilla del lago de Galilea.
La liturgia nos prepone en este tercer domingo de Pascua un evangelio precioso: el último capítulo de Juan, donde cuenta una aparición de Jesús en la orilla del lago de Galilea. Este evangelio incluye tres escenas: el encuentro con Jesús y la pesca milagrosa; la comida con el Resucitado; el diálogo entre Jesús y Simón Pedro. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de un episodio de persecución padecido por Pedro y por los otros apóstoles. La segunda lectura, tomada del Apocalipsis, aclama a Jesús, el Cordero inmolado, y habla de un acto de adoración dirigido al Cordero y al Dios supremo.
En el fragmento del Evangelio hay muchos detalles sugestivos y significativos.
Vemos, en primer lugar, que los apóstoles han vuelto a su oficio habitual, y Jesús se manifiesta a ellos de una manera muy discreta. No se revela con toda su gloria de resucitado, sino que se inserta en su vida cotidiana de un modo absolutamente natural.
Se presenta al amanecer en la orilla, y los discípulos no le reconocen. Ven a un desconocido, que les hace una pregunta: « ¿Muchachos, tenéis pescado?». Ellos le responden que no.
A continuación, este personaje desconocido, dotado de autoridad, les da un consejo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Lo hacen, y ya no tenían fuerzas para sacar la red por la gran cantidad de peces que habían cogido.
Jesús resucitado se manifiesta así, con su poder, en la vida de los apóstoles.
El discípulo que Jesús amaba, intuitivo, comprende que se trata de Jesús, y se lo dice a Pedro: «Es el Señor».
Pedro, con su temperamento impetuoso, se echa de inmediato al agua y nada, para llegar antes al Señor. Los otros discípulos, en cambio, vienen detrás con la barca, arrastrando la red llena de peces.
Esta primera escena es sugestiva, porque nos muestra que el Jesús resucitado manifiesta su presencia de una manera discreta y, al mismo tiempo, impresionante.
El Señor se manifiesta así en nuestra vida. Si no tenemos abiertos el corazón y los ojos, no le reconoceremos. Si, en cambio, somos dóciles a las sugerencias que él nos lanza, nos daremos cuenta de que está verdaderamente presente y activo en nuestra vida.
Jesús nos ayuda a alcanzar resultados que no nos es posible obtener sólo con nuestras fuerzas humanas, especialmente en el ámbito de la caridad. El Resucitado infunde en nuestros corazones su dinamismo de caridad, que nos hace capaces de transformar poco a poco las situaciones de nuestro alrededor.
La segunda escena es la de la comida con el Resucitado. El primer detalle significativo aquí es que los discípulos ven un fuego de brasas con pescado encima, y pan. Jesús resucitado ha preparado una comida para ellos, y esto evoca la Eucaristía.
El Resucitado nos ofrece una comida preparada sobre un fuego de brasas, sobre el fuego de su sufrimiento. El nos ha preparado el pan de la Eucaristía sobre el fuego de su pasión, y nos ofrece continuamente esta comida.
Jesús pide después, de modo inesperado, a los apóstoles un poco del pescado que acaban de coger. Este detalle también es significativo: el Señor quiere que la relación entre él y los apóstoles sea recíproca; no quiere ser sólo él el que dé, quiere que también los apóstoles tengan la alegría y la dignidad de contribuir a esta comida.
Lo que aportan los apóstoles es también un don del Señor, pero un don en el que ellos han cooperado. En efecto, con su docilidad han contribuido a coger los peces. De ahí que lo que aportan ahora sea, en parte, también obra suya.
Tenemos aquí, de nuevo, una enseñanza para nuestra celebración eucarística y para nuestra vida. El Señor resucitado, lleno de generosidad, ha preparado para nosotros el pan del cielo, que es su mismo cuerpo. Ahora bien, desea que la relación sea recíproca, que nosotros aportemos a la Eucaristía algo de nuestra vida, una vida que ha sido fecunda gracias a su intervención, por el poder de su gracia. Y, sin embargo, también nosotros, recibiendo dócil y generosamente su gracia, hemos contribuido a esta fecundidad.
La celebración de la Eucaristía no es completa sin esta contribución por nuestra parte. El amor debe ser recíproco y circular en los dos sentidos: no sólo de Jesús a nosotros, sino también de nosotros a Jesús. Y debe circular en estos dos sentidos no sólo con sentimientos, sino también con ofrendas reales, que son fruto de la gracia del Señor y de nuestra cooperación dócil y generosa a esa gracia.
Acabada la comida, Jesús se dirige a Simón Pedro. Es una escena conmovedora. Pedro había negado a Jesús tres veces; Jesús no habla de esto con él, sino que le hace una pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?».
Esta pregunta constituye, en cierto sentido, una prueba para Pedro. Antes de la pasión de Jesús había dicho que amaba al Señor más que los otros; había dicho a Jesús: «Aunque todos fallen esta noche, yo no fallaré» (Mateo 26,33; Marcos 14,29); «Daré mi vida por ti» (Juan 13,37). Pedro estaba repleto de seguridad y de confianza en sí mismo, y esta presunción suya tuvo como resultado su triple negación de Jesús.
Sin embargo, fue transformado por su participación en la pasión de Jesús, por su negación y por su arrepentimiento. Ahora no responde de modo presuntuoso a la pregunta de Jesús, no dice: «Señor, te amo más que éstos». Se ha vuelto más humilde; por eso dice: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». De este modo hace referencia al conocimiento que Jesús tiene de él, no a su propia seguridad; y no se compara con los otros. La respuesta que da a Jesús es una respuesta ejemplar.
Entonces le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Le confía su rebaño. Comprendemos así que la responsabilidad que el Señor confía a Pedro se basa en el amor que le tiene Pedro. No es posible ser pastores en la Iglesia si no existe una vigorosa relación de amor con el Señor.
Jesús le repite la pregunta, esta vez sin insinuar una comparación con los otros: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Y Pedro confirma su respuesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
A continuación, le pregunta por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez silo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Pedro insiste de nuevo en el conocimiento de Jesús, no en su propia seguridad.
Así, con tres respuestas humildes y, al mismo tiempo, generosas, Pedro repara su triple negación. El Señor le ofreció la gracia de reparar el error que había cometido por su excesiva confianza en sí mismo.
Sin embargo, esta tercera vez le dice Jesús algo más. No se contenta con decirle «Apacienta mis corderos», sino que le revela también la suerte que tiene reservada, el martirio: «Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras».
Y el evangelista lo explica: «Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios». Se trata de una muerte ciertamente dolorosa, pero que tiene un significado muy positivo: es una muerte que glorifica a Dios, del mismo modo que Jesús, con su muerte, glorificó al Padre y fue glorificado por él.
Jesús añade: «Sígueme». Jesús no había dicho esta palabra a Pedro antes de la pasión. Entonces le dijo: «A donde yo voy no puedes seguirme por ahora, me seguirás más tarde» (Juan 13,36). En efecto, entonces no le era posible seguirle. Tenía que trazar solo el camino de la salvación, no podía tener colaboradores en ese momento. Pedro debía limitarse únicamente a acoger la gracia; no podía contribuir a la salvación de la humanidad. Pero después de la pasión de Jesús y después de su propia conversión, se abre el camino del seguimiento para Pedro; Jesús le dice: «Sígueme». Pedro tiene el honor de poder seguir a Jesús, de poder manifestar su amor por él con una generosidad basada en la misma gracia del Señor.
En la primera lectura vemos que Pedro siguió a Jesús con generosidad. La lectura nos cuenta un episodio de persecución. Los apóstoles, que predican la resurrección de Jesús, son detenidos y se les hace comparecer ante el Sanedrín, que les confirma la prohibición de enseñar en el nombre de Jesús.
Ahora bien, Pedro no acepta esta prohibición, y declara: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen». Pedro se opone con un gran valor a la prohibición impuesta por el sumo sacerdote.
La consecuencia que tuvo esta actitud valiente de Pedro para él y para los otros apóstoles fue un castigo, la flagelación: «Azotaron a los apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los apóstoles salieron del Consejo contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús».
Esta última frase muestra la fuerza del amor de Pedro y de los otros apóstoles por Jesús. Aquí se revela la autenticidad del amor, pero se revela asimismo el misterio de Jesús: un misterio de muerte y resurrección, de sufrimiento y de glorificación. Pedro y los otros apóstoles experimentan la alegría de poder sufrir por amor a Jesús, de poder seguirle en la pasión, sabiendo que le seguirán también en la glorificación.
Vemos así en qué medida merece Jesús nuestro amor y nuestra entrega: hasta el martirio, si éste es el plan de Dios.
El fragmento del libro del Apocalipsis que hemos leído como segunda lectura es muy sugestivo, porque aclama al Cordero que ha sido inmolado, es decir, a Jesús, que ha derramado su sangre en la cruz. Al Cordero inmolado y glorificado se le declara digno de «recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». Aquí están todos los signos de su glorificación; no falta nada.
El fragmento nos refiere después una adoración realizada, al mismo tiempo, a Dios y al Cordero: «Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar —todo lo que hay en ellos—, que decían: “Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Y los cuatro vivientes respondían: Amén. Y los ancianos cayeron rostro en tierra, y se postraron ante el que vive por los siglos de los siglos».
Lo que sorprende aquí es que el Cordero inmolado haya sido asociado a Dios en la misma adoración. Se reconoce la gloria eterna del mismo modo a Dios y a Cristo. En consecuencia, Cristo está unido a Dios de un modo muy estrecho.
Vemos aquí la grandeza de la fe de Juan, que se expresa por medio del reconocimiento de una adoración ofrecida de igual modo a Dios y a Cristo. Esta es también nuestra fe. Sabemos que el Cordero inmolado ha merecido la glorificación divina, y le adoramos en unión con el Padre por los siglos de los siglos.
Dejemos en esta Eucaristía que esta fe penetre en nuestras mentes y en nuestros corazones, para introducir en ellos un amor intenso y una adoración a Dios y a Cristo con la acogida del don divino de Cristo resucitado.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21, 1-19 (21, 1-14/21, 15-17/21, 15-19), de Joven para Joven. Jesús, Pedro y el discípulo amado
La confesión de fe de Tomás y las palabras que Jesús le dirigió, juntamente con la nota del evangelista sobre el propósito que tuvo al escribir el evangelio, formaban originariamente la culminación y conclusión del evangelio. Pero como, de hecho, no conocemos el evangelio sin este cap. 21, seguimos considerándolo como parte integrante del mismo.
La escena que recoge esta pequeña sección tiene lugar en Genesaret. Un grupo de pescadores galileos, discípulos de Jesús, después del fracaso del esfuerzo nocturno en sus faenas de pesca, logran una captura extraordinaria lanzando sus redes hacia el lugar que les indicó un desconocido desde las orillas del lago (una narración semejante nos ofrece Lc 5, 1 -11, sólo que Lucas la sitúa al principio de la vida pública de Jesús).
Los protagonistas de esta escena milagrosa son, aparte de Jesús, Pedro y el discípulo a quien amaba el Señor. Pedro es el que más se afana en la pesca; el otro discípulo fue quien primero reconoció en el desconocido de la orilla a Jesús.
A continuación de la pesca, aunque todavía en el contexto de la misma, nos es narrada una comida de los discípulos con el Señor resucitado. Esta comida nos es narrada de tal forma que el lector necesariamente tiene que pensar en la eucaristía. La eucaristía era celebrada en la Iglesia, en las comunidades cristianas, con la absoluta convicción de la presencia del Señor.
Aparte de esto, la escena tiene un simbolismo que, con mayor o menor acierto, se ha buscado partiendo del número de peces capturados. Si el evangelista menciona el número, debemos estar seguros que no lo hace por satisfacer una curiosidad o precisar una cantidad. Si hubiese pretendido afirmar lo extraordinario de la captura lograda hubiese recurrido a un número «redondo» que siempre es más impresionante.
Conformarse con el sentido literal de lo que leemos equivaldría a desconocer la clave en la que escribe el autor del cuarto evangelio.
Pensemos, por otra parte, que la cultura en la que está enraizado el evangelio da una importancia excepcional al simbolismo de los números. ¿Cuál es el simbolismo de este número 153?
El número 153 resulta de la suma de todos los números desde el 1 al 17, de esta forma: 1+ 2+ 3÷ 4+ 5...÷ l7= 153. Por otra parte el 17 se compone de la suma de 10+7 y estos dos números, cada uno de por sí, significan una totalidad perfecta. Por tanto, la cantidad indicada, 153, debe ser entendida como símbolo de la totalidad de algo (a la totalidad de la humanidad?, ¿la totalidad de la Iglesia?, ¿la Iglesia en relación con la humanidad?).
Algunos naturalistas afirmaban la existencia de 153 especies distintas de peces. Según esto, nos hallaríamos igualmente ante el número que simboliza la totalidad.
Nunca podrá haber razones decisivas que obliguen a aceptar una interpretación con exclusión de la otra. Baste afirmar que el pensamiento del evangelista va en la dirección que hemos apuntado. Otra razón debe verse en la precisión que hace el evangelista: «Y con ser tantos, no se rompió la red». ¿Su intención? Tampoco podríamos decirlo con exactitud; pero si los peces deben simbolizar la totalidad de los pueblos que deben llegar a la fe, a la Iglesia, y la red no se rompe, este hecho debe simbolizar la unidad de la Iglesia. ¿Demasiado rebuscado? Prácticamente estaríamos ante el desarrollo de una metáfora originaria de Jesús: «Os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17).
Apacienta mis ovejas. Palabras de Jesús asignando una misión especial a Pedro; las refiere también Mateo (Mt 16, 18) y Lucas (Lc 22, 3 1-32). Por otra parte todos los evangelios recogen la triple negación de Pedro. En la narración de Juan, en la que Jesús provoca la triple confesión de amor por parte de Pedro, tendríamos el contrapeso de la triple negación.
El mandato último de Jesús: «Sígueme» es una clara referencia de otras palabras del Señor: «No puedes seguirme ahora, me seguirás después» (13, 36). Jesús índica la forma de la muerte de Pedro. La imagen del «ceñirse» parte del uso contemporáneo de vestidos amplios, que era necesario recoger y ceñir para poder hacer distancias algo largas. Un hombre mayor esto no podía hacerlo. Esto le ocurría a Pedro; se encontrará como un hombre anciano e indefenso ante aquéllos que, por su fe, le infieran la muerte.
Por otra parte, la escena pone de relieve otro pensamiento interesante: Hasta ahora había sido Jesús el pastor; ahora, en el tiempo de la Iglesia, es encargado Pedro de cumplir este oficio.
Elevación Espiritual para este día.
No hay mejor medio para estar unido a Jesús que cumplir su voluntad, y ésta no consiste en ninguna otra cosa que en hacer el bien al prójimo... «Pedro —pregunta el Señor—, ¿me amas? Apacienta mis corderos» (Jn 21,15), y, con la triple pregunta que le dirige, Cristo manifiesta de manera clara que apacentar los corderos es la prueba del amor. Y eso es algo que no se dice sólo a los sacerdotes, sino a cada uno de nosotros, por pequeño que sea el rebaño que le ha sido confiado. De hecho, aunque sea pequeño, no debe ser descuidado, puesto que «mi Padre —dice el Señor— se complace en ellos» (Lc 12,32).
Cada uno de nosotros tiene una oveja. Tengamos buen cuidado y llevémosla a los pastos convenientes. El hombre, apenas se levante de la cama, no debe buscar otra cosa, tanto con la palabra como con las obras, que hacer que su casa y su familia sean cada vez más piadosas. Vive de verdad sólo quien vive para los otros. En cambio, el que vive sólo para sí mismo desprecia a los otros y no se preocupa de ellos; es un ser inútil, no es un hombre, no pertenece a la raza humana. Quien busca el interés del prójimo no perjudica a nadie, tiene compasión de todos y ayuda según sus propias posibilidades; no comete fraudes, ni se apropia de lo que pertenece a los otros; no da falso testimonio, se abstiene del vicio, abraza la virtud, reza por sus enemigos, hace el bien a quien le hace mal, no injuria a nadie y tampoco maldice cuando le maldicen de mil formas diferentes; si buscamos nuestro interés, el de los otros irá por delante del nuestro (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 77,6).
Elevación Espiritual para este día.
El amor de Cristo por Pedro tampoco tuvo límites: en el amor a Pedro mostró cómo se ama al hombre que tenemos delante. No dijo: «Pedro debe cambiar y convertirse en otro hombre antes de que yo pueda volver a amarlo». No, todo lo contrario. Dijo: «Pedro es Pedro y yo le amo; es mi amor el que le ayudará a ser otro hombre». En consecuencia, no rompió la amistad para reemprenderla quizás cuando Pedro se hubiera convertido.
El amor de Cristo por Pedro tampoco tuvo límites: en el amor a Pedro mostró cómo se ama al hombre que tenemos delante. No dijo: «Pedro debe cambiar y convertirse en otro hombre antes de que yo pueda volver a amarlo». No, todo lo contrario. Dijo: «Pedro es Pedro y yo le amo; es mi amor el que le ayudará a ser otro hombre». En consecuencia, no rompió la amistad para reemprenderla quizás cuando Pedro se hubiera convertido en otro hombre; no, conservó intacta su amistad, y precisamente eso fue lo que le ayudó a Pedro a convertirse en otro hombre.
¿Crees que, sin esa fiel amistad de Cristo, se habría recuperado Pedro? ¿A quién le toca ayudar al que se equívoca, sino a quien se considera su amigo, aun cuando la ofensa vaya dirigida contra él?
El amor de Cristo era ilimitado, como debe ser el nuestro cuando debemos cumplir el precepto de amar amando al hombre que tenemos delante. El amor puramente humano está siempre dispuesto a regular su conducta según el amado tenga o no perfecciones; el amor cristiano, sin embargo, se concilia con todas las imperfecciones y debilidades del amado y permanece con él en todos sus cambios, amando al hombre que tiene delante. Si no fuera de este modo, Cristo no habría conseguido amar nunca: en efecto, ¿dónde habría encontrado al hombre perfecto?
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Hech 5,27-32.40-41; Ap 5,11-14; Jn 21,1-19. Gamaliel
La primera lectura de la liturgia de este domingo nos presenta un fragmento del capítulo 5 de los Hechos de los Apóstoles que se refiere al interrogatorio que la máxima institución hebrea, el Sanedrín, hace a los apóstoles, culpables de haber violado la intimación a no predicar a Cristo y su mensaje. La contestación de Pedro es contundente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Pero la lectura litúrgica no ofrece todo el relato que hace Lucas de aquel encuentro con el Sanedrín. Había tomado parte en aquella reunión un miembro, una personalidad muy estimada, un doctor de la ley, Gamaliel («Dios me ha recompensado»), llamado «el anciano» o también Gamaliel I, para distinguirlo del nieto Gamaliel II, que vivió en torno al 100 d.C. y que fue, en cambio, enemigo del cristianismo.
Gamaliel I —que en los textos rabínicos recibe el calificativo de rabban, podríamos decir «Excelencia»— pertenecía a una de las corrientes más abiertas del judaísmo de aquella época, la línea inaugurada por el rabbí Hillel, un maestro que una antigua tradición consideraba precisamente el padre o el abuelo de Gamaliel. La intervención de este grande y respetado maestro se basa en dos casos históricos de rebelión contra los romanos, marcados por una señal de sabor mesiánico. Un tal Teudas prometiendo que imitaría el paso de Josué por el Jordán seco, implicó a cuatrocientos seguidores en una aventura que acabó en un baño de sangre como represalia del ejército romano. Era el 44 d.C.
Años antes, en el 6 d.C. durante un censo del gobernador romano Cirino, otra figura, Judas el Galileo se puso a la cabeza de una revuelta anti-romana, presumiendo también de cualidades mesiánicas. Pero el resultado fue igualmente catastrófico. Basándose en estas dos experiencias, Gamaliel sugirió a sus compañeros del Sanedrín un medio correcto para proceder con los primeros cristianos: «Si su empresa es cosa de hombres, se desvanecerá por sí misma; pero si es de Dios, no podréis deshacerla. No os expongáis a luchar contra Dios» (5,38-39). Se acogió su proposición y después de azotarlos y amonestar a los apóstoles los pusieron en libertad.
Hay un detalle que añadir al retrato de Gamaliel. Nos lo recuerdan de nuevo los Hechos de los Apóstoles. Cuando Pablo interviene ante los habitantes de Jerusalén, después del tumulto que ha estallado en el templo, inicia así su breve autobiografía: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado aquí, en esta ciudad, a los pies de Gamaliel, instruido en la fiel observancia de la ley de nuestros padres...» (22,3). Por tanto Gamaliel I había sido el maestro durante tres o cuatro años, según las costumbres de entonces, de Saulo. Y valiéndose de esta noticia el escritor hebreo austriaco Franz Werfel (1890-1945), en el drama Pablo entre los hebreos (1926), imagina que Gamaliel le suplica a su antiguo discípulo: «iPor la libertad de Israel, confiesa que Jesús era solamente un hombre!». Pero Pablo, irreducible ya en su fe, con dolor y firmeza rechaza al amado maestro. Sin embargo, una tradición legendaria dice que Gamaliel también se convierte e incluso se le atribuirá un Evangelio apócrifo.
El camino de la Iglesia es un camino acompañado de luz y de tinieblas desde su origen: va creciendo entre el pueblo el favor de que goza la primera comunidad cristiana (vv. 14-16), pero aumenta también el odio de las autoridades judías, que llegan incluso a la persecución. Mientras se suceden los arrestos, interrogatorios y amenazas, resplandece cada vez más la obra del Espíritu Santo en los apóstoles.
Llevados por segunda vez ante al Sanedrín, dan pruebas de libertad y de valentía (parresía). El criterio de sus acciones es único: obedecer a Dios, no anteponer nada a él ni a su testimonio (cf. vv. 28s). Esta falta de miedo hace aún más incisiva y eficaz su confesión y su predicación. Pedro proclama una vez más el kerygma (vv. 30-39) y atribuye de nuevo a los jefes del pueblo la responsabilidad de la muerte de Jesús (una responsabilidad que aquellos querrían declinar: v. 28b).
Con todo, no se trata de una acusación estéril; es casi un proyectar sobre otros la propia culpa. En efecto, la parte fundamental del discurso hemos de buscarla en la afirmación que explica la finalidad del obrar de Dios: «Para dar a Israel la ocasión de arrepentirse y de alcanzar el perdón de los pecados». Otras veces acusa Pedro al auditorio de la crucifixión de Cristo, pero el texto sagrado añade siempre que, al arrepentirse y acoger sus palabras, «muchos creyeron».
Cuando el corazón queda traspasado por el arrepentimiento (2,37), el don de Dios se vuelve superabundante. Sólo cuando se rechaza la Palabra de manera obstinada, se endurece el corazón hasta llegar a la violencia (5,33.40). Es tarea de los apóstoles continuar con la predicación aun en medio de las persecuciones, fortalecidos por el Espíritu, que los confirma (v. 32) y los colma de alegría (v. 41). Desde ahora viven ya la bienaventuranza proclamada por el Señor Jesús y encuentran su recompensa en el amor a su nombre (Mt 5,10-12).
Comentario Salmo 29
Es una acción de gracias individual. El salmista manifiesta su agradecimiento porque el Señor ha escuchado su clamor. Esta persona se encuentra probablemente en el templo de Jerusalén, pues está rodeada de gente que escucha el relato de su liberación. En muchas ocasiones, después de ver sus súplicas atendidas, la gente iba al templo a ofrecer sacrificios de acción de gracias.
Como la mayoría de los salmos de acción de gracias, también este tiene una introducción, un núcleo central y una conclusión. En la introducción (2-4), el salmista ensalza al Señor por su liberación, pues gritó a Dios y fue escuchado. El Señor les tapó la boca a sus enemigos. También se expone la dramática situación en que se encontraba esta persona, pues se habla de librar de sacar de la tumba y de hacer revivir de entre los que bajan a la fosa. En la introducción, el salmista se dirige al Señor.
En el núcleo central (5-11), el salmista se dirige a los fieles que están en el templo, pues quiere convertir su experiencia en catequesis para otros, Expone lo que le ha sucedido, cómo pasó de una situación tranquila, en la que nada podía hacerle vacilar, a vivir un drama existencial sin precedentes, como si le hubiera faltado el suelo bajo los pies. Entonces clamó al Señor, apostando fuerte con Dios: «Si muero, pierdes un buen aliado y tu fama se acaba; si no me escuchas, mis enemigos van a decir que no existes. Para ti, es mejor que yo viva, pues ningún muerto da testimonio de ti». Al Señor le convencieron los argumentos de esta persona y la sanó.
En la conclusión (12-13) la persona curada promete convertir su vida en una continua acción de gracias. No se contenta con ofrecer un sacrifico en el templo. Toda su vida será una alabanza incesante.
Este salmo muestra la superación de un terrible conflicto. A lo largo del texto, encontramos muchas referencias al conflicto «vida-muerte» («liberación» frente a «enemigos»; «sacar de la tumba» frente a «bajar a la fosa», etc.). ¿Qué es lo que habría pasado? El salmista vivía en una situación tranquila, tenía honor y poder (7-8a). No era pobre, sino rico. Imaginaba que esta situación de tranquilidad, sin sobresaltos, el honor y la riqueza, eran premios que Dios le concedía por su fidelidad. Los enemigos pensaban lo contrario. Creían que a Dios no le importaba ni la riqueza ni la miseria.
De repente, esta persona se ve afectada por una enfermedad mortal (3b). Tiene la sensación de estar con «un pie en la tumba», como se suele decía está ya dentro del túnel, ve la tumba y la fosa (4). Y, ¿entonces? El no ha pecado. ¿Castigo de Dios? No. Sus enemigos dicen: “¿Lo ves? ¿De qué te sirve ahora tanta fidelidad al Señor? ¿No decíamos nosotros que Dios no se mete en estas cosas? Ese Dios tuyo no existe”.
El salmista hace lo que no había hecho nunca: clama. Y descubre un nuevo rostro de Dios, el del Dios que escucha los clamores. En aquella época todavía no se creía en la resurrección de los muertos. Por eso esta persona apuesta tan fuerte por Dios. Si muere, esto supondrá la victoria de los enemigos y la derrota de Dios; si se cura, el Señor será el vencedor y seguirá teniendo en el salmista a un fiel aliado, y los enemigos tendrán que callarse.
El Señor atendió su súplica y lo sanó. Entonces, esta persona va al templo, reúne a la gente y les cuenta cómo estaba antes de la enfermedad, cómo clamó, cómo negoció con Dios y expone la gracia alcanzada (5-11), prometiendo vivir en un estado continuo de alabanza y de acción de gracias (13b).
Evidentemente, estamos una vez más ante el Dios de la Alianza que escucha el clamor de los que sufren (3). Cuando invita a los fieles a celebrar con instrumentos musicales la «memoria sagrada» de Dios (5), el salmista está pensando en el Dios del éxodo, pues así fue como se reveló a Moisés, pidiendo que se recordara su memoria por siempre (Éx 3,15). ¿Qué sucedió con el salmista? Una especie de «mini éxodo», réplica fiel de la gran liberación de los israelitas. Y el Señor es ahora el mismo de entonces.
Resulta interesante señalar el descubrimiento progresivo que esta persona hace de Dios, Antes de caer enfermo, cuando se sentía tranquila y segura, cuando disfrutaba de honor y poder, pensaba en un Dios comerciante: «La persona obra el bien y Dios le da honor y poder como premio». La enfermedad mortal acaba con esta imagen de Dios; entonces el salmista tiene que aprender a clamar Al hacerlo, descubre que el Señor no es un comerciante, sino el aliado y amigo que escucha el clamor, el auténtico Dios del éxodo, que escucha las súplicas que se le dirigen. En tercer lugar, no se conforma con dar gracias mediante un sacrificio —cosa que le costaba poco—, sino que decide vivir en alabanza continua el resto de sus días. Descubre así una de las formas más bellas de relacionarse con Dios.
Los enemigos del salmista tienen que cerrar la boca, pues son materialistas o ateos prácticos. Dicen que a Dios, si es que existe, no le preocupan ni la prosperidad ni la desgracia de la gente. El salmo responde a esta postura mostrando a un Dios aliado que interviene en la historia junto a los que claman a él.
Recorriendo el Nuevo Testamento, nos damos cuenta de que Jesús es la presencia de Dios junto a los que claman. Son muchos los que le deben reconocimiento y alabanza por la liberación recibida.
Este es un salmo de acción de gracias. Es conveniente que lo recemos siempre que sintamos la presencia liberadora de Dios y de Jesús en nuestra vida: tras la superación de conflictos personales, de enfermedades, de una visión estrecha y mercantilista de Dios o de Jesús; podemos rezarlo en solidaridad con aquellos enfermos que superan una etapa difícil; corno acción de gracias cuando pasamos de la «muerte a la vida»; cuando amamos profundamente la vida y queremos seguir viviendo más y más...
Comentario de la Segunda lectura: Apocalipsis 5,11-14
Ante nuestra contemplación se nos brinda una escena majestuosa y terrible: Dios omnipotente está sentado en el trono, tiene en su mano el libro sellado de sus inescrutables designios, pero nadie puede abrirlo. Momentos de silencio cargados de expectación y de temor. La situación parece desesperada. Pero, de repente, aparece victorioso un Cordero como inmolado (5,1-7: en arameo, talja designa tanto «siervo» como «cordero»).
Con este símbolo expresa, por tanto, Juan la realidad de Cristo, verdadero Cordero pascual y Siervo de Yavé, que ha cargado con nuestras iniquidades, tomando sobre sí el castigo que nos da la salvación (Is 53, sobre todo el v. 7). El Cristo-Cordero inmolado está de pie en medio del trono (v. 6). En su presencia se entona el canto de la solemne liturgia cósmica: una escuadra innumerable de ángeles recuerda triunfalmente el «motivo» (vv. 11s), repetido por el coro de todas las criaturas (v. 13), que alaban por los siglos de los siglos al Dios omnipotente y a Cristo, nuestra pascua.
Cielo y tierra se encuentran unidos así en un movimiento circular: el himno se inicia en el cielo, se derrama, desciende sobre la tierra, se propaga en ella y luego vuelve a subir al cielo para concluir en el «Amén », acorde final de los cuatro seres vivientes, símbolo de todas las realidades creadas. Se confirma así, de manera solemne, la plena adhesión a la voluntad de Dios. Y el silencio adorador de los cuatro ancianos, primicia celestial de todo el pueblo de Dios, prolonga la vibración del canto nuevo con la intensidad de la contemplación.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 21,1-19
Jn 21, colocado detrás de una primera conclusión del cuarto evangelio, añade algunos elementos importantes al capítulo precedente: abre de nuevo la perspectiva sobre la Iglesia futura (v 1-14), pone el fundamento del primado de Pedro entendido como servicio vicario (vv. 15-19), enfoca la relación entre Pedro y el discípulo amado (vv. 20-23).
Los vv, 1-14 hemos de leerlos recordando la vocación de los primeros discípulos (cf. Lc 5,1-11). Los discípulos, cuando Jesús resucitado desaparece de sus ojos, atraviesan un momento de incertidumbre sobre la orientación que deben dar a su futuro. La perspectiva más inmediata es la de volver a la vida de antes, iluminada por la enseñanza de Jesús, al que reconocen vivo. Aquí interviene la tercera aparición (v. 14), una aparición que suena para los discípulos como una nueva llamada al seguimiento (v. 19), centrada en la continua presencia del Señor, reconocido, no obstante, por la fe (vv. 7.12), y al que encuentran concretamente en el pan partido y compartido de la eucaristía (v. 13). En verdad, los apóstoles no pueden hacer nada sin él (cf. 15,5), no tienen alimento (v. 5, al pie de la letra), mientras que gracias a la obediencia de la fe (v. 4b) a su Palabra realizan una pesca superabundante, como el día en que los llamó por primera vez (Lc 5,9). Sin embargo, la red no se rompe: la Iglesia católica debe permanecer indivisa aun cuando recoja multitudes inmensas (v. 11).
En la comunión de esta comida con el Resucitado, éste rehabilita a Simón Pedro al frente de los discípulos: como tres veces renegó de Cristo, tres veces profesa que le ama. Y también por tres veces —de manera solemne, por consiguiente— le confía Jesús el mandato de alimentar y guiar su rebaño con un espíritu de servicio, en representación del buen pastor (vv. 15-17). Como tal, Pedro deberá ofrecer la vida por las ovejas, glorificando a Dios con el martirio: la invitación al seguimiento tiene ahora para Simón Pedro un sabor muy diferente a la que recibió «cuando era más joven»; tiene el sabor del amor (v. 17), que le llevará tras las huellas de Jesús (1 Pe 2,21), a amar «hasta el final» (Jn 13,1).
La liturgia de la Palabra traza hoy ante nosotros un largo y apasionante camino que, partiendo del tiempo, desemboca en la eternidad: vamos a indicar, brevemente, las etapas del mismo y le vamos a pedir al Señor la gracia de recorrerlo.
Al comienzo se encuentra la experiencia de un encuentro que se intercala en nuestros días más ordinarios, en medio de nuestras actividades habituales: se trata del encuentro con el Resucitado, un encuentro para el que, con frecuencia, no estamos preparados, sino más bien «ciegos», como los apóstoles en el lago. “Los discípulos no lo reconocieron”; sin embargo, aceptaron el consejo, más tarde dan crédito a la intuición que se comunican de uno a otro y, por último, lo reconocen por medio de una certeza interior (no a través de una evidencia sensible). Del mismo modo que hizo Simón Pedro, también nosotros debemos dejarnos interpelar por la Palabra del Resucitado, que pone al descubierto nuestro pecado, nuestra fragilidad pasada y presente, aunque nos pide un consentimiento de amor. Sólo después de haberle reconocido a él y habernos reconocido a nosotros mismos bajo su luz, podremos ofrecérselo, ahora que ya no es obra de una autoilusión y sólo nos queda —¡aunque lo es todo!— el deseo ardiente de amarlo, como pobres. Ahora es cuando él nos confía su tesoro: nuestros hermanos; nos hace responsables de dar testimonio ante ellos, un testimonio que nos llevará muy lejos en su seguimiento, quizás a un lugar que —hoy al menos— no querríamos.
A la luz de este encuentro con Cristo, siguiendo el eco de aquella pregunta interior —“¿Me amas?”— y de nuestra humilde respuesta, es preciso proseguir el camino con alegre valentía y abrir a muchos el camino de la fe con nuestra confesión transparente del nombre de Jesús, crucificado por nuestros pecados y resucitado por el Padre para la salvación del mundo. No han de faltarnos los sufrimientos, la multiforme persecución, aunque tampoco la alegría de hacerle frente por amor a Jesús. Una alegría que inundará todo el cosmos en el día eterno en una única confesión coral de alabanza al Dios omnipotente, a nuestro Creador, y a Cristo, Cordero inmolado, nuestro Salvador, en el Espíritu Santo, vínculo de amor.
Comentario del Santo Evangelio: Juan 21,1-19, para nuestros Mayores. Jesús aparece en la orilla del lago de Galilea.
La liturgia nos prepone en este tercer domingo de Pascua un evangelio precioso: el último capítulo de Juan, donde cuenta una aparición de Jesús en la orilla del lago de Galilea. Este evangelio incluye tres escenas: el encuentro con Jesús y la pesca milagrosa; la comida con el Resucitado; el diálogo entre Jesús y Simón Pedro. Los Hechos de los Apóstoles nos hablan de un episodio de persecución padecido por Pedro y por los otros apóstoles. La segunda lectura, tomada del Apocalipsis, aclama a Jesús, el Cordero inmolado, y habla de un acto de adoración dirigido al Cordero y al Dios supremo.
En el fragmento del Evangelio hay muchos detalles sugestivos y significativos.
Vemos, en primer lugar, que los apóstoles han vuelto a su oficio habitual, y Jesús se manifiesta a ellos de una manera muy discreta. No se revela con toda su gloria de resucitado, sino que se inserta en su vida cotidiana de un modo absolutamente natural.
Se presenta al amanecer en la orilla, y los discípulos no le reconocen. Ven a un desconocido, que les hace una pregunta: « ¿Muchachos, tenéis pescado?». Ellos le responden que no.
A continuación, este personaje desconocido, dotado de autoridad, les da un consejo: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». Lo hacen, y ya no tenían fuerzas para sacar la red por la gran cantidad de peces que habían cogido.
Jesús resucitado se manifiesta así, con su poder, en la vida de los apóstoles.
El discípulo que Jesús amaba, intuitivo, comprende que se trata de Jesús, y se lo dice a Pedro: «Es el Señor».
Pedro, con su temperamento impetuoso, se echa de inmediato al agua y nada, para llegar antes al Señor. Los otros discípulos, en cambio, vienen detrás con la barca, arrastrando la red llena de peces.
Esta primera escena es sugestiva, porque nos muestra que el Jesús resucitado manifiesta su presencia de una manera discreta y, al mismo tiempo, impresionante.
El Señor se manifiesta así en nuestra vida. Si no tenemos abiertos el corazón y los ojos, no le reconoceremos. Si, en cambio, somos dóciles a las sugerencias que él nos lanza, nos daremos cuenta de que está verdaderamente presente y activo en nuestra vida.
Jesús nos ayuda a alcanzar resultados que no nos es posible obtener sólo con nuestras fuerzas humanas, especialmente en el ámbito de la caridad. El Resucitado infunde en nuestros corazones su dinamismo de caridad, que nos hace capaces de transformar poco a poco las situaciones de nuestro alrededor.
La segunda escena es la de la comida con el Resucitado. El primer detalle significativo aquí es que los discípulos ven un fuego de brasas con pescado encima, y pan. Jesús resucitado ha preparado una comida para ellos, y esto evoca la Eucaristía.
El Resucitado nos ofrece una comida preparada sobre un fuego de brasas, sobre el fuego de su sufrimiento. El nos ha preparado el pan de la Eucaristía sobre el fuego de su pasión, y nos ofrece continuamente esta comida.
Jesús pide después, de modo inesperado, a los apóstoles un poco del pescado que acaban de coger. Este detalle también es significativo: el Señor quiere que la relación entre él y los apóstoles sea recíproca; no quiere ser sólo él el que dé, quiere que también los apóstoles tengan la alegría y la dignidad de contribuir a esta comida.
Lo que aportan los apóstoles es también un don del Señor, pero un don en el que ellos han cooperado. En efecto, con su docilidad han contribuido a coger los peces. De ahí que lo que aportan ahora sea, en parte, también obra suya.
Tenemos aquí, de nuevo, una enseñanza para nuestra celebración eucarística y para nuestra vida. El Señor resucitado, lleno de generosidad, ha preparado para nosotros el pan del cielo, que es su mismo cuerpo. Ahora bien, desea que la relación sea recíproca, que nosotros aportemos a la Eucaristía algo de nuestra vida, una vida que ha sido fecunda gracias a su intervención, por el poder de su gracia. Y, sin embargo, también nosotros, recibiendo dócil y generosamente su gracia, hemos contribuido a esta fecundidad.
La celebración de la Eucaristía no es completa sin esta contribución por nuestra parte. El amor debe ser recíproco y circular en los dos sentidos: no sólo de Jesús a nosotros, sino también de nosotros a Jesús. Y debe circular en estos dos sentidos no sólo con sentimientos, sino también con ofrendas reales, que son fruto de la gracia del Señor y de nuestra cooperación dócil y generosa a esa gracia.
Acabada la comida, Jesús se dirige a Simón Pedro. Es una escena conmovedora. Pedro había negado a Jesús tres veces; Jesús no habla de esto con él, sino que le hace una pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?».
Esta pregunta constituye, en cierto sentido, una prueba para Pedro. Antes de la pasión de Jesús había dicho que amaba al Señor más que los otros; había dicho a Jesús: «Aunque todos fallen esta noche, yo no fallaré» (Mateo 26,33; Marcos 14,29); «Daré mi vida por ti» (Juan 13,37). Pedro estaba repleto de seguridad y de confianza en sí mismo, y esta presunción suya tuvo como resultado su triple negación de Jesús.
Sin embargo, fue transformado por su participación en la pasión de Jesús, por su negación y por su arrepentimiento. Ahora no responde de modo presuntuoso a la pregunta de Jesús, no dice: «Señor, te amo más que éstos». Se ha vuelto más humilde; por eso dice: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». De este modo hace referencia al conocimiento que Jesús tiene de él, no a su propia seguridad; y no se compara con los otros. La respuesta que da a Jesús es una respuesta ejemplar.
Entonces le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Le confía su rebaño. Comprendemos así que la responsabilidad que el Señor confía a Pedro se basa en el amor que le tiene Pedro. No es posible ser pastores en la Iglesia si no existe una vigorosa relación de amor con el Señor.
Jesús le repite la pregunta, esta vez sin insinuar una comparación con los otros: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Y Pedro confirma su respuesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero».
A continuación, le pregunta por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez silo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Pedro insiste de nuevo en el conocimiento de Jesús, no en su propia seguridad.
Así, con tres respuestas humildes y, al mismo tiempo, generosas, Pedro repara su triple negación. El Señor le ofreció la gracia de reparar el error que había cometido por su excesiva confianza en sí mismo.
Sin embargo, esta tercera vez le dice Jesús algo más. No se contenta con decirle «Apacienta mis corderos», sino que le revela también la suerte que tiene reservada, el martirio: «Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras».
Y el evangelista lo explica: «Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios». Se trata de una muerte ciertamente dolorosa, pero que tiene un significado muy positivo: es una muerte que glorifica a Dios, del mismo modo que Jesús, con su muerte, glorificó al Padre y fue glorificado por él.
Jesús añade: «Sígueme». Jesús no había dicho esta palabra a Pedro antes de la pasión. Entonces le dijo: «A donde yo voy no puedes seguirme por ahora, me seguirás más tarde» (Juan 13,36). En efecto, entonces no le era posible seguirle. Tenía que trazar solo el camino de la salvación, no podía tener colaboradores en ese momento. Pedro debía limitarse únicamente a acoger la gracia; no podía contribuir a la salvación de la humanidad. Pero después de la pasión de Jesús y después de su propia conversión, se abre el camino del seguimiento para Pedro; Jesús le dice: «Sígueme». Pedro tiene el honor de poder seguir a Jesús, de poder manifestar su amor por él con una generosidad basada en la misma gracia del Señor.
En la primera lectura vemos que Pedro siguió a Jesús con generosidad. La lectura nos cuenta un episodio de persecución. Los apóstoles, que predican la resurrección de Jesús, son detenidos y se les hace comparecer ante el Sanedrín, que les confirma la prohibición de enseñar en el nombre de Jesús.
Ahora bien, Pedro no acepta esta prohibición, y declara: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero. Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen». Pedro se opone con un gran valor a la prohibición impuesta por el sumo sacerdote.
La consecuencia que tuvo esta actitud valiente de Pedro para él y para los otros apóstoles fue un castigo, la flagelación: «Azotaron a los apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Los apóstoles salieron del Consejo contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús».
Esta última frase muestra la fuerza del amor de Pedro y de los otros apóstoles por Jesús. Aquí se revela la autenticidad del amor, pero se revela asimismo el misterio de Jesús: un misterio de muerte y resurrección, de sufrimiento y de glorificación. Pedro y los otros apóstoles experimentan la alegría de poder sufrir por amor a Jesús, de poder seguirle en la pasión, sabiendo que le seguirán también en la glorificación.
Vemos así en qué medida merece Jesús nuestro amor y nuestra entrega: hasta el martirio, si éste es el plan de Dios.
El fragmento del libro del Apocalipsis que hemos leído como segunda lectura es muy sugestivo, porque aclama al Cordero que ha sido inmolado, es decir, a Jesús, que ha derramado su sangre en la cruz. Al Cordero inmolado y glorificado se le declara digno de «recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». Aquí están todos los signos de su glorificación; no falta nada.
El fragmento nos refiere después una adoración realizada, al mismo tiempo, a Dios y al Cordero: «Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar —todo lo que hay en ellos—, que decían: “Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Y los cuatro vivientes respondían: Amén. Y los ancianos cayeron rostro en tierra, y se postraron ante el que vive por los siglos de los siglos».
Lo que sorprende aquí es que el Cordero inmolado haya sido asociado a Dios en la misma adoración. Se reconoce la gloria eterna del mismo modo a Dios y a Cristo. En consecuencia, Cristo está unido a Dios de un modo muy estrecho.
Vemos aquí la grandeza de la fe de Juan, que se expresa por medio del reconocimiento de una adoración ofrecida de igual modo a Dios y a Cristo. Esta es también nuestra fe. Sabemos que el Cordero inmolado ha merecido la glorificación divina, y le adoramos en unión con el Padre por los siglos de los siglos.
Dejemos en esta Eucaristía que esta fe penetre en nuestras mentes y en nuestros corazones, para introducir en ellos un amor intenso y una adoración a Dios y a Cristo con la acogida del don divino de Cristo resucitado.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 21, 1-19 (21, 1-14/21, 15-17/21, 15-19), de Joven para Joven. Jesús, Pedro y el discípulo amado
La confesión de fe de Tomás y las palabras que Jesús le dirigió, juntamente con la nota del evangelista sobre el propósito que tuvo al escribir el evangelio, formaban originariamente la culminación y conclusión del evangelio. Pero como, de hecho, no conocemos el evangelio sin este cap. 21, seguimos considerándolo como parte integrante del mismo.
La escena que recoge esta pequeña sección tiene lugar en Genesaret. Un grupo de pescadores galileos, discípulos de Jesús, después del fracaso del esfuerzo nocturno en sus faenas de pesca, logran una captura extraordinaria lanzando sus redes hacia el lugar que les indicó un desconocido desde las orillas del lago (una narración semejante nos ofrece Lc 5, 1 -11, sólo que Lucas la sitúa al principio de la vida pública de Jesús).
Los protagonistas de esta escena milagrosa son, aparte de Jesús, Pedro y el discípulo a quien amaba el Señor. Pedro es el que más se afana en la pesca; el otro discípulo fue quien primero reconoció en el desconocido de la orilla a Jesús.
A continuación de la pesca, aunque todavía en el contexto de la misma, nos es narrada una comida de los discípulos con el Señor resucitado. Esta comida nos es narrada de tal forma que el lector necesariamente tiene que pensar en la eucaristía. La eucaristía era celebrada en la Iglesia, en las comunidades cristianas, con la absoluta convicción de la presencia del Señor.
Aparte de esto, la escena tiene un simbolismo que, con mayor o menor acierto, se ha buscado partiendo del número de peces capturados. Si el evangelista menciona el número, debemos estar seguros que no lo hace por satisfacer una curiosidad o precisar una cantidad. Si hubiese pretendido afirmar lo extraordinario de la captura lograda hubiese recurrido a un número «redondo» que siempre es más impresionante.
Conformarse con el sentido literal de lo que leemos equivaldría a desconocer la clave en la que escribe el autor del cuarto evangelio.
Pensemos, por otra parte, que la cultura en la que está enraizado el evangelio da una importancia excepcional al simbolismo de los números. ¿Cuál es el simbolismo de este número 153?
El número 153 resulta de la suma de todos los números desde el 1 al 17, de esta forma: 1+ 2+ 3÷ 4+ 5...÷ l7= 153. Por otra parte el 17 se compone de la suma de 10+7 y estos dos números, cada uno de por sí, significan una totalidad perfecta. Por tanto, la cantidad indicada, 153, debe ser entendida como símbolo de la totalidad de algo (a la totalidad de la humanidad?, ¿la totalidad de la Iglesia?, ¿la Iglesia en relación con la humanidad?).
Algunos naturalistas afirmaban la existencia de 153 especies distintas de peces. Según esto, nos hallaríamos igualmente ante el número que simboliza la totalidad.
Nunca podrá haber razones decisivas que obliguen a aceptar una interpretación con exclusión de la otra. Baste afirmar que el pensamiento del evangelista va en la dirección que hemos apuntado. Otra razón debe verse en la precisión que hace el evangelista: «Y con ser tantos, no se rompió la red». ¿Su intención? Tampoco podríamos decirlo con exactitud; pero si los peces deben simbolizar la totalidad de los pueblos que deben llegar a la fe, a la Iglesia, y la red no se rompe, este hecho debe simbolizar la unidad de la Iglesia. ¿Demasiado rebuscado? Prácticamente estaríamos ante el desarrollo de una metáfora originaria de Jesús: «Os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17).
Apacienta mis ovejas. Palabras de Jesús asignando una misión especial a Pedro; las refiere también Mateo (Mt 16, 18) y Lucas (Lc 22, 3 1-32). Por otra parte todos los evangelios recogen la triple negación de Pedro. En la narración de Juan, en la que Jesús provoca la triple confesión de amor por parte de Pedro, tendríamos el contrapeso de la triple negación.
El mandato último de Jesús: «Sígueme» es una clara referencia de otras palabras del Señor: «No puedes seguirme ahora, me seguirás después» (13, 36). Jesús índica la forma de la muerte de Pedro. La imagen del «ceñirse» parte del uso contemporáneo de vestidos amplios, que era necesario recoger y ceñir para poder hacer distancias algo largas. Un hombre mayor esto no podía hacerlo. Esto le ocurría a Pedro; se encontrará como un hombre anciano e indefenso ante aquéllos que, por su fe, le infieran la muerte.
Por otra parte, la escena pone de relieve otro pensamiento interesante: Hasta ahora había sido Jesús el pastor; ahora, en el tiempo de la Iglesia, es encargado Pedro de cumplir este oficio.
Elevación Espiritual para este día.
No hay mejor medio para estar unido a Jesús que cumplir su voluntad, y ésta no consiste en ninguna otra cosa que en hacer el bien al prójimo... «Pedro —pregunta el Señor—, ¿me amas? Apacienta mis corderos» (Jn 21,15), y, con la triple pregunta que le dirige, Cristo manifiesta de manera clara que apacentar los corderos es la prueba del amor. Y eso es algo que no se dice sólo a los sacerdotes, sino a cada uno de nosotros, por pequeño que sea el rebaño que le ha sido confiado. De hecho, aunque sea pequeño, no debe ser descuidado, puesto que «mi Padre —dice el Señor— se complace en ellos» (Lc 12,32).
Cada uno de nosotros tiene una oveja. Tengamos buen cuidado y llevémosla a los pastos convenientes. El hombre, apenas se levante de la cama, no debe buscar otra cosa, tanto con la palabra como con las obras, que hacer que su casa y su familia sean cada vez más piadosas. Vive de verdad sólo quien vive para los otros. En cambio, el que vive sólo para sí mismo desprecia a los otros y no se preocupa de ellos; es un ser inútil, no es un hombre, no pertenece a la raza humana. Quien busca el interés del prójimo no perjudica a nadie, tiene compasión de todos y ayuda según sus propias posibilidades; no comete fraudes, ni se apropia de lo que pertenece a los otros; no da falso testimonio, se abstiene del vicio, abraza la virtud, reza por sus enemigos, hace el bien a quien le hace mal, no injuria a nadie y tampoco maldice cuando le maldicen de mil formas diferentes; si buscamos nuestro interés, el de los otros irá por delante del nuestro (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 77,6).
Elevación Espiritual para este día.
El amor de Cristo por Pedro tampoco tuvo límites: en el amor a Pedro mostró cómo se ama al hombre que tenemos delante. No dijo: «Pedro debe cambiar y convertirse en otro hombre antes de que yo pueda volver a amarlo». No, todo lo contrario. Dijo: «Pedro es Pedro y yo le amo; es mi amor el que le ayudará a ser otro hombre». En consecuencia, no rompió la amistad para reemprenderla quizás cuando Pedro se hubiera convertido.
El amor de Cristo por Pedro tampoco tuvo límites: en el amor a Pedro mostró cómo se ama al hombre que tenemos delante. No dijo: «Pedro debe cambiar y convertirse en otro hombre antes de que yo pueda volver a amarlo». No, todo lo contrario. Dijo: «Pedro es Pedro y yo le amo; es mi amor el que le ayudará a ser otro hombre». En consecuencia, no rompió la amistad para reemprenderla quizás cuando Pedro se hubiera convertido en otro hombre; no, conservó intacta su amistad, y precisamente eso fue lo que le ayudó a Pedro a convertirse en otro hombre.
¿Crees que, sin esa fiel amistad de Cristo, se habría recuperado Pedro? ¿A quién le toca ayudar al que se equívoca, sino a quien se considera su amigo, aun cuando la ofensa vaya dirigida contra él?
El amor de Cristo era ilimitado, como debe ser el nuestro cuando debemos cumplir el precepto de amar amando al hombre que tenemos delante. El amor puramente humano está siempre dispuesto a regular su conducta según el amado tenga o no perfecciones; el amor cristiano, sin embargo, se concilia con todas las imperfecciones y debilidades del amado y permanece con él en todos sus cambios, amando al hombre que tiene delante. Si no fuera de este modo, Cristo no habría conseguido amar nunca: en efecto, ¿dónde habría encontrado al hombre perfecto?
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Hech 5,27-32.40-41; Ap 5,11-14; Jn 21,1-19. Gamaliel
La primera lectura de la liturgia de este domingo nos presenta un fragmento del capítulo 5 de los Hechos de los Apóstoles que se refiere al interrogatorio que la máxima institución hebrea, el Sanedrín, hace a los apóstoles, culpables de haber violado la intimación a no predicar a Cristo y su mensaje. La contestación de Pedro es contundente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Pero la lectura litúrgica no ofrece todo el relato que hace Lucas de aquel encuentro con el Sanedrín. Había tomado parte en aquella reunión un miembro, una personalidad muy estimada, un doctor de la ley, Gamaliel («Dios me ha recompensado»), llamado «el anciano» o también Gamaliel I, para distinguirlo del nieto Gamaliel II, que vivió en torno al 100 d.C. y que fue, en cambio, enemigo del cristianismo.
Gamaliel I —que en los textos rabínicos recibe el calificativo de rabban, podríamos decir «Excelencia»— pertenecía a una de las corrientes más abiertas del judaísmo de aquella época, la línea inaugurada por el rabbí Hillel, un maestro que una antigua tradición consideraba precisamente el padre o el abuelo de Gamaliel. La intervención de este grande y respetado maestro se basa en dos casos históricos de rebelión contra los romanos, marcados por una señal de sabor mesiánico. Un tal Teudas prometiendo que imitaría el paso de Josué por el Jordán seco, implicó a cuatrocientos seguidores en una aventura que acabó en un baño de sangre como represalia del ejército romano. Era el 44 d.C.
Años antes, en el 6 d.C. durante un censo del gobernador romano Cirino, otra figura, Judas el Galileo se puso a la cabeza de una revuelta anti-romana, presumiendo también de cualidades mesiánicas. Pero el resultado fue igualmente catastrófico. Basándose en estas dos experiencias, Gamaliel sugirió a sus compañeros del Sanedrín un medio correcto para proceder con los primeros cristianos: «Si su empresa es cosa de hombres, se desvanecerá por sí misma; pero si es de Dios, no podréis deshacerla. No os expongáis a luchar contra Dios» (5,38-39). Se acogió su proposición y después de azotarlos y amonestar a los apóstoles los pusieron en libertad.
Hay un detalle que añadir al retrato de Gamaliel. Nos lo recuerdan de nuevo los Hechos de los Apóstoles. Cuando Pablo interviene ante los habitantes de Jerusalén, después del tumulto que ha estallado en el templo, inicia así su breve autobiografía: «Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero educado aquí, en esta ciudad, a los pies de Gamaliel, instruido en la fiel observancia de la ley de nuestros padres...» (22,3). Por tanto Gamaliel I había sido el maestro durante tres o cuatro años, según las costumbres de entonces, de Saulo. Y valiéndose de esta noticia el escritor hebreo austriaco Franz Werfel (1890-1945), en el drama Pablo entre los hebreos (1926), imagina que Gamaliel le suplica a su antiguo discípulo: «iPor la libertad de Israel, confiesa que Jesús era solamente un hombre!». Pero Pablo, irreducible ya en su fe, con dolor y firmeza rechaza al amado maestro. Sin embargo, una tradición legendaria dice que Gamaliel también se convierte e incluso se le atribuirá un Evangelio apócrifo.
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