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viernes, 14 de mayo de 2010

Lecturas del día 14-05-2010. Ciclo C.

14 de Mayo de 2010. MES DEDICADO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA. VIERNES. SAN MATÍAS, Apóstol, Fiesta. (Ciclo C). 2ª semana del Salterio. 6ª de Pascua. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. María Dominica Mazarello rl, Justa y Eredina mrs. 


LITURGIA DE LA PALABRA

Hch 1,15-17.20-26: Echaron suerte, le tocó a Matías y lo asociaron a los once apóstoles
Salmo 112: El Señor lo sentó con los príncipes de su pueblo
Jn 15,9-17: Permanezcan en mi amor 

El “como” con el que comienza este pasaje no tiene solo sentido comparativo, sino que da una idea de causa: el Hijo ama a sus discípulos con el mismo amor divino que el Padre le tiene. Permanecer en este amor es cumplir sus mandamientos, es hacer caso a su mensaje y sus palabras.

El mandamiento que les da Jesús consiste en amarse unos a otros de manera constante y de por vida, como él lo ha hecho, demostrándolo al dar la vida por ellos. Ser discípulo y discípula implica amar a Jesús y amarse mutuamente, y el amor del discípulo hacia sus hermanos ha de ser tan grande que esté dispuesto a entregar la vida.

El amor de Jesús brota de su unión con el Padre, que se expresa en obediencia y amor. De la unión con Jesús y la obediencia a él brota la alegría de los discípulos y permanecerá en ellos mientras prosigan su misión y den mucho fruto.

El mandamiento final es precisamente el amor, éste solo puede subsistir si produce aún más amor; el amor de los discípulos tomará por modelo el acto supremo de amor de Jesús, su entrega de la propia vida. Esta es la clave que nos ayudará a ser fieles a la misión encomendada a favor de todos los seres humanos.

PRIMERA LECTURA.
Hechos 1,15-17.20-26
Echaron suertes, le tocó a Matías y lo asociaron a los once apóstoles

Uno de aquellos días, Pedro se puso en pie en medio de los hermanos y dijo (había reunidas unas ciento veinte personas): "Hermanos, tenía que cumplirse lo que el Espíritu Santo, por boca de David, había predicho, en la Escritura, acerca de Judas, que hizo de guía a los que arrestaron a Jesús. Era uno de nuestro grupo y compartía el mismo ministerio. En el libro de los Salmos está escrito: "Que su morada quede desierta, y que nadie habite en ella", y también: "Que su cargo lo ocupe otro". Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús, uno de los que nos acompañaron mientras convivió con nosotros el Señor Jesús, desde que Juan bautizaba, hasta el día de su ascensión."

Propusieron dos nombres: José, apellidado Barsabá, de sobrenombre Justo, y Matías. Y rezaron así: "Señor, tú penetras en el corazón de todos; muéstranos a cuál de los dos has elegido para que, en este ministerio apostólico, ocupe el puesto que dejó Judas para marcharse al suyo propio." Echaron suertes, le tocó a Matías, y lo asociaron a los once apóstoles.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 112
R/.El Señor lo sentó con los príncipes de su pueblo.

Alabad, siervos del Señor, / alabad el nombre del Señor. / Bendito sea el nombre del Señor, / ahora y por siempre. R.

De la salida del sol hasta su ocaso, / alabado sea el nombre del Señor. / El Señor se eleva sobre todos los pueblos, / su gloria sobre el cielo. R.

¿Quién como el Señor, Dios nuestro, / que se eleva en su trono / y se abaja para mirar / al cielo y a la tierra? R.

Levanta del polvo al desvalido, / alza de la basura al pobre, / para sentarlo con los príncipes, / los príncipes de su pueblo. R.

SANTO EVANGELIO.
Juan 15,9-17
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.

Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé.. Esto os mando: que os améis unos a otros."
Palabra del Señor.

Según Eusebio de Cesárea, Matías habría sido uno de los setenta discípulos a los que Jesús —según el testimonio de Lc 10,1 ss. — envió en misión. Es cierto que Matías constituye la duodécima columna en el colegio apostólico. Los Once le eligieron para sustituir a Judas, que había entregado a Jesús a sus verdugos. Fue elegido precisamente porque había seguido a Jesús durante su ministerio público, desde su bautismo por Juan el Bautista hasta el día de la ascensión de Jesús al cielo. Su nombre se encuentra en la segunda lista de santos del canon romano.

Comentario de la Primera lectura: Hechos 1,15-17.20-26.

Pedro, al comienzo de su ministerio apostólico, se preocupa de dar a conocer a la primitiva comunidad cristiana la importancia que tiene proceder a la recomposición del número de los apóstoles doce. Este número, en efecto, no tiene sólo un valor simbólico, sino también y sobre todo un valor histórico. Es absolutamente necesario sustituir a Judas, que había desertado de la fe y hecho incompleto aquel número. Sólo así podrá continuar la tradición apostólica su tarea de manera eficaz y creíble.

El candidato, para ser auténtico testigo, debe haber compartido los acontecimientos históricos del ministerio público de Jesús: también este detalle es digno de la máxima atención, a fin de atestiguar que el magno acontecimiento de la resurrección del Señor debe ser referido y reconducido al acontecimiento del Jesús prepascual. En efecto, la fe, para el cristiano, se inserta en la historia, y la historia se abre a Dios, que la visita y la salva.

Es digno de señalar el hecho de que todo esto termina con una oración (cf. vv. 24ss) con la que los apóstoles dejan entender claramente que la elección realizada no es obra suya, sino que ha sido confiada totalmente a la voluntad y a la intervención del Señor. Ésta es también una óptima enseñanza para nosotros: siempre hemos de tener abiertas nuestras decisiones a la voluntad de Dios e inspirar nuestras opciones en las de Dios.

Comentario del Salmo 112

Es un himno de alabanza que pone el acento en el nombre del Señor, capaz de provocar cambios radicales en la vida de las personas. Los salmos 113 a 118 constituyen «la pequeña alabanza» (el «pequeño Hallel», por contraste con el «gran Hallel»: el salmo 136) que rezan los judíos en las fiestas importantes. Según Mt 26,30, Jesús rezó estos salmos después de la Cena Pascual.

Este salmo tiene introducción (1-3) y cuerpo (4-9), pero no conclusión, pues la alabanza continuaba en el salmo 114. El cuerpo del salmo puede dividirse en dos partes: 4-6 y 7-9.

La introducción comienza con un grito: « ¡Aleluya!» (Expresión hebrea que significa «alabad al Señor»), invitando al pueblo, a los que se llama «siervos», a alabar el nombre del Señor (1). Expresa el deseo de que este nombre sea bendecido por siempre (2) y que la alabanza dure todo el día (3). En la introducción se menciona a Dios como «Señor» (Yavé) cuatro veces y su nombre, tres. También el verbo alabar aparece tres veces.

El cuerpo del salmo tiene dos partes. Las dos explicitan por qué hay que alabar el nombre del Señor En la primera (4-6) Dios es presentado como Señor de los pueblos y de todo el universo. Su trono se encuentra por encima de los cielos. En dos ocasiones aparece el verbo elevar. Con él se pretende afirmar que Dios está por encima de todos (los cielos) y de todos (los pueblos). Sin embargo, quien se eleva por encima de todo y de todos, también se abaja para mirar al cielo y a la tierra. ¿Con qué resultado?

Viene, entonces, la segunda parte (7-9). Se mencionan cuatro acciones del Señor. Al abajarse para mirar la tierra, el “elevado” provoca un cambio radical en la sociedad: levanta del polvo al débil y saca de la basura al indigente, sentándolo en el consejo del pueblo (7-8). Cuando el Señor se levanta de su trono, los indigentes que viven en la basura también son levantados de la miseria en que se encuentran y se les asigna un asiento entre los consejeros de la ciudad y del pueblo. Es la primera gran transformación social. La segunda (9) se refiere a la mujer estéril. Al levantarse de su trono, el Señor hace que se siente en casa, a la mesa, como una madre feliz de sus hijos. Aquí se está produciendo un cambio no sólo en lo que respecta a la superación de la esterilidad. En aquel tiempo y en aquella cultura, la madre, durante las comidas, solía quedarse en pie para servir a los comensales. Aquí, en cambio, se sienta, rodeada por sus hijos.

Podemos ver, pues, cómo el cuerpo de este salmo se caracterizo por los siguientes contrastes: el elevarse y el abajarse del Señor el levantarse del trono y el dar asiento, el abajarse y el levantar al pobre y sacar al indigente.
Este salmo supone que nos encontrarnos en un lugar público y que la persona que lo compuso está rodeada de gente (1). La alabanza suele poner de manifiesto algunas acciones importantes de Dios. En este salmo, es su nombre lo que se convierte en motivo de alabanza. Ya se ha indicado en las dos partes del cuerpo (4-6 y 7-9) lo que representa este nombre y las consecuencias que tiene para la sociedad. Este salmo nos muestra cómo era la sociedad de aquel tiempo. De hecho, habla de pobres e indigentes que se arrastran por el polvo y viven en la basura (una imagen suficientemente conocida en los vertederos de las grandes ciudades). El salmo nada dice acerca de las causas que han dado lugar a la existencia de pobres e indigentes, pero sabemos cuáles son. Sólo se habla de dos situaciones extremas: por un lado, están los que viven en la basura; por el otro, los que viven entre lujos (los príncipes). Los príncipes eran, ciertamente, la elite dirigente de la sociedad, los «senadores y diputados». El Señor da muestras de una gran osadía e incluso parece un poco osado: al indigente nacido en medio de la basura lo sienta en un escaño de senador. Cambia lo establecido económico y social.

Otro detalle interesante se refiere al caso de la mujer estéril. En aquel tiempo y en aquella cultura, la esterilidad, además de relativamente frecuente, era sinónimo de castigo divino. Conviene, además, llamar la atención sobre el papel que jugaba la esposa-madre. Durante las comidas, tenía que estar de pie para servir a su marido y a sus hijos varones. También en esto, el Señor se muestra propicio. Hace fecunda a la mujer y la pone en el mismo nivel que los hombres (es decir, sentada). La mujer de este salmo ha recuperado, en un instante, toda su dignidad. Y se puede comparar con las grandes matriarcas del pasado, que tuvieron que hacer frente a este mismo tipo de discriminación: Sara, Rebeca, Raquel y otras...

Se menciona a Dios siete veces en total (seis como «Señor» y una de manera genérica como Dios). Esto sería suficiente para hablar del rostro que tiene Dios en este salmo. No obstante, podemos profundizar en esto un peco más. Este salmo muestra cómo el nombre del Señor provoca cambios radicales: el indigente se sienta con los príncipes, la estéril se sienta a la mesa rodeada por sus hijos. ¿Por qué tiene este salmo la valentía de afirmar estas cosas? Porque la primera y principal experiencia de Dios que tiene Israel consiste en el éxodo. El Señor está íntimamente vinculado a la liberación de la esclavitud en Egipto Ahí tuvo lugar el principal de los cambios espectaculares. Estableció su alianza con este pueblo a esclavitud, volviéndolo fecundo y príncipe en la Tierra Prometida, La opción de Dios por el débil, por el indigente y por lo estéril es tan clara como el sol de mediodía.
Después del exilio en Babilonia (que concluyó el 533 a.C.), los sacerdotes judíos alejaron a Dios de la vida del pueblo, recluyéndolo aislado en un cielo distante, majestuoso y glorioso. Este salmo acepta esta concepción de un Dios elevado. Pero esto no le impide mirar hacia la tierra, desencadenando un cambio social.

La encarnación de Jesús viene a culminar este salmo, en la Carta a los filipenses (2,6-11), Pablo muestra cómo tuvo esto lugar. El mismo Hijo de Dios bajo-“se rebajó”-a nuestra realidad y la vivió plena e intensamente, María cantó la radical transformación que Dios obró en ella (Lc 1,46-55). Jesús se mezcló con pecadores y marginados (Mt 9,9-13; Lc 15, 1ss). No sólo sacó de la exclusión a los marginados (pobres, enfermos, mujeres); fue más allá, liberando a la gente de unas cadenas aparentemente irreversibles, como es el caso de la muerte.

Este salmo se presta para las ocasiones en que querernos alabar el nombre del Señor y sus acciones de liberación y de vida; cuando querernos sentir cerca su presencia liberadora; cuando no nos conformamos con la idea de un Dios de gloria y majestad, pero distante, que no está comprometido con la justicia social...

Comentario del Santo Evangelio: Juan 15,9-17

El mensaje que nos transmite Juan el Bautista respecto a la importancia de los apóstoles en la vida de la Iglesia podemos resumirlo en estos puntos neurálgicos: en primer lugar, el apóstol comparte la misma misión con Jesús, que le ha elegido y le ha enviado. Y, antes, Jesús y sus discípulos comparten el mismo amor que Dios Padre les ha entregado.

Por eso el apóstol, antes que nada, debe permanecer en el amor: en el amor de Jesús a ellos y en el amor del Padre a Jesús. Permanecer en el amor significa vivir en la comunión perfecta, que es, al mismo tiempo, horizontal y vertical, es decir, con los hermanos en la fe y con Dios, término último de nuestro amor. El verdadero discípulo de Jesús, precisamente porque se siente amado y comparte con Jesús el amor de Dios Padre, sabe que tiene que observar un mandamiento, al que no puede sustraerse: el mandamiento del amor. También nosotros, como verdaderos discípulos de Jesús, nos sentimos movilizados a amar: una movilización que no suprime en absoluto la libertad de la adhesión; al contrario, la exalta. Por último, el verdadero discípulo de Jesús, que ha adquirido ahora la plena conciencia de ser su amigo, se siente llamado a vivir este amor «hasta el final», esto es, hasta la entrega de sí mismo. No sería amistad verdadera la que no estuviera dispuesta a alcanzar también esta meta. En esto se diferencia el amigo del siervo.

Nuestra meditación se detiene en el insondable mensaje que se desprende de la página evangélica que acabamos de leer hace un momento. Es el binomio apóstol- amigo el que atrae, sobre todo, nuestra atención. En primer lugar, para comprender que el apostolado —todo apostolado— no se reduce sólo a una misión, aunque sea de origen divino, que pueda resolverse en actitudes de pura obediencia formal. El apostolado es, ante todo, amor acogido y correspondido. El apóstol es alguien que se siente llamado a amar, a amar hasta el extremo, a amar más allá de toda humana posibilidad, a amar a todos, siempre, a amar hasta la entrega total de sí mismo. Precisamente como Jesús: como Jesús hizo respecto a su Padre, así también se siente llamado a hacer el apóstol respecto a Dios y a los hermanos.

En segundo lugar, el apostolado ha de ser reconducido a un mandamiento: un mandamiento divino que, como tal, una vez acogido no puede ser desatendido o dejado de lado. El apóstol se siente “movilizado” por Alguien cuyo precepto es fuente de libertad y de alegría. Una libertad que no consiste en hacer simplemente lo que se quiere, sino en hacer lo que complace al Amado, por amor, sólo por amor. Y una alegría que no se mide según las capacidades humanas, sino que es un don exquisito del amor que nos ha sido dado y que, a nuestra vez, damos a los otros.

Por último, el apóstol tiene plena conciencia de haber sido elegido: no es él el sujeto principal de la misión que desarrolla, sino Aquel que le ha elegido y enviado. No es él quien tiene que tomar la iniciativa de la misión, sino Aquel que le ha mirado con amor y predilección. No es él quien tiene que dar fruto, sino Aquel que le ha amado y le ha elegido previamente.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 15, 9-17, para nuestros Mayores. Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor» (v.9)

Este domingo de Pascua, nos encontramos, de nuevo, con el capítulo 15 del Evangelio de Juan, y profundizamos la parte siguiente del discurso de Jesús, pronunciado en el Cenáculo el último día de su vida terrena. En los capítulos anteriores, Jesús se autorrevela muchas veces como Hijo de Dios. A través de las palabras y los hechos, Jesús revela a sus discípulos su profunda unión con el Padre y su total dependencia de Él, en todo. En el pasaje de hoy, continuamos reflexionando sobre cómo esta relación de amor entre el Padre y el Hijo puede llegar a ser también nuestra. Sólo de nuestra apertura de fe depende si esta Palabra de vida nos da la fuerza suficiente para llegar a ser hijos e hijas de Dios (cf. Jn 1,12)

Antes de invitarnos a permanecer en su amor, Jesús se refiere al amor del Padre (Jn 15,9). Este amor es la fuente de todo. En efecto, Dios ha amado al mundo inmensamente (Jn 3,16), y su amor se ha manifestado entre nosotros en el envío de su Hijo Unigénito, para que nosotros tengamos vida por medio de Él (1 Jn 4,9). Dios no podía darnos su amor de mejor manera, ni crear las condiciones de nuestro crecimiento y maduración espiritual de un modo más adecuado que éste de darnos a su Hijo (cf. Is 5,4). Hemos sido amados hasta la plenitud, hasta el final (cf. Jn 13,1). Jesús viene a nosotros para revelar la grandeza de este amor, y para que podamos tocarla (cf. 1 Jn 1,1). Jesús termina la llamada "oración sacerdotal" diciendo: "Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26). Jesús, experimentando el amor del Padre, no lo encierra para sí mismo, para gozar de ello solo, sino que lo comunica a sus discípulos.

Todos/as hemos nacido del amor materno-paterno de Dios. Por eso nosotros/as, pequeñas y frágiles criaturas, podemos vivir y desarrollarnos en todos los aspectos sólo bajo el calor de este amor. La certeza de haber sido amados como somos despierta en nosotros muchas energías vitales. Y precisamente Jesús nos pide que permanezcamos en su amor, como Él está enraizado en el amor del Padre.

«Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (v.10)
Este "permanecer" en su amor debe ser visible en la vivencia de sus mandamientos (v.10), siguiendo el ejemplo de Jesús, Hijo predilecto, que siempre hacía lo que le agrada al Padre.

Lo que Dios manda no es un añadido inútil a nuestra vida, tan cargada, de por sí, por tantos pesos, sino que responde a una profunda necesidad del corazón humano. Dios, que nos ha creado, nos conoce bien y sabe a través de qué caminos podemos llegar a alcanzar la felicidad verdadera de modo cierto. Ya desde el principio la Palabra nos indica que sólo el camino del amor puede conducirnos a la plenitud de la vida: "Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yavé tu Dios, que yo te prescribo hoy, si amas a Yavé tu Dios, si sigues sus caminos... vivirás y te multiplicarás..." (Dt 30,15 ss). Los mandamientos del Señor son la expresión de su amor, lleno de preocupación por el bien del hombre. Sólo el amor sincero hace que los pesos se hagan ligeros: "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados... porque mi yugo es suave y mi carga, ligera" (Mt 11,28.30).

«Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud». (v.11).
La Palabra de Jesús, acogida con una actitud de fe, produce en los discípulos frutos de alegría. Ella es el fruto del auténtico "permanecer" en el amor de Jesús (v. 11). Esta alegría no es superficial e inestable, y no depende del propio estado del alma o de las circunstancias externas. Esta alegría es plena porque es el don del Señor Resucitado y es el signo de la presencia del Espíritu que nos ha sido dado (cf. Gál 5,22). Esta alegría puede invadir toda la vida del discípulo de Jesús. Se puede gozar de ella incluso en medio de las opresiones y adversidades de la vida, soportadas por el Evangelio. Vemos que los apóstoles de Jesús, tras haber atravesado un camino de purificación de su fe, experimentan en ellos mismos la alegría plena, incluso en las situaciones que nosotros consideramos humanamente infelices. Ellos sentían alegría, por ejemplo, porque habían sido considerados dignos de soportar ultrajes por el Nombre de Jesús (cf. Hch 5,41). San Pablo apóstol se siente lleno de consolación y repleto de gozo, a pesar de tantas tribulaciones (cf. 2 Co 7,4). Nuestra alegría debe crecer continuamente hasta alcanzar su plenitud, por esto, Jesús ha orado en el Cenáculo: "para que tengan en ellos la plenitud de mi alegría" (Jn 17,13).

«Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado» (v.12).
Jesús, que ha venido para dar plenitud a la Ley (cf. Mt 5,17), nos deja un mandamiento fundamental, en el que encontramos el cumplimiento de todos los demás: "que os améis unos a otros como yo os he amado" (v. 12). Experimentando la abundancia del amor misericordioso del Padre, estamos obligados a compartir este don con los demás, especialmente con nuestros hermanos y hermanas más cercanos. "Si así Dios nos ha amado, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros" (1 Jn 4,11). "Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve" (1 Jn 4,20). El amor sincero a mi hermano es una deuda con él, incluso cuando no soy bien acogido por él, cuando soy rechazado o perseguido. El discípulo de Jesús nunca puede dejar que en su corazón venza el odio, sino que debe luchar para vencer el mal con el bien (Rom 12,21). Jesús se pone como modelo de este amor verdadero hacia los otros.

Nosotros, por nuestras solas fuerzas, no somos capaces de amar auténticamente ni a nosotros mismos ni a los demás, porque nuestras medidas son demasiado rígidas. Jesús sabe bien que tendemos más a salvar la propia vida, a cualquier precio, que a darla. Él sabe que tenemos miedo de perder la propia vida por él y por el evangelio (cf. Mc 8,35). Sólo permaneciendo en el amor de Jesús, nos hacemos capaces de amar como Él, hasta dar nuestra vida por los otros: "nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (v.13; cf. 1 Jn 3,16). Sólo la fuerza de su amor puede transformarnos interiormente, purificando nuestro amor humano, limitado por el egoísmo, y llevándonos a la entrega verdadera de nosotros mismos. Nuestra libertad de hijos de Dios se expresa en esto: en que por medio de la caridad sepamos convertirnos en esclavos unos de otros (cf. Gál 5,13), del mismo modo que Jesús estaba en medio de sus discípulos, no como señor, sino como siervo (cf. Lc 22,27).
«Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (v.14).

Si nosotros hacemos todo lo que Jesús nos manda, nos haremos amigos suyos (v.14). Jesús pide a sus discípulos obras concretas que derivan de la acogida de su Palabra. Nuestro camino de discipulado no puede quedarse sólo en la escucha, sin que tenga consecuencias para la vida. Como dice Santiago: "Poned en práctica la palabra y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos" (St 1,22). Porque sólo quien hace la voluntad del Padre entrará en el Reino de los cielos (cf. Mt 7,21), es decir, entrará en la íntima comunión con Dios. Nuestra relación con Dios puede transformarse progresivamente en un vínculo íntimo cuando dejemos de comportarnos como siervos y nos hagamos amigos de nuestro Dios (v.15). Para entrar en esta relación de amistad con Jesús, es preciso dejar nuestra lógica de querer merecer continuamente el amor, y acoger la lógica del amor gratuito en nuestro modo de pensar y de juzgarnos a nosotros mismos y a los demás.

«Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (v.15)

En las relaciones de amistad, los amigos se intercambian bienes. Dios nos trata como a sus amigos. Por esto nos da la plenitud de su amor, de su alegría, de su paz. Comparte con nosotros lo que es más precioso para Él. Los límites y los obstáculos dependen de nosotros. Por ello, Juan amonesta a la comunidad eclesial en Laodicea: «Tú dices: "Soy rico; me he enriquecido; nada me falta." Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo» (Ap 3,17). Dios puede regalar sus dones sólo a los pobres y sencillos de corazón, que sienten la necesidad de ser salvados (cf. Mt 11,25).

«No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé» (v.16)

Dios, que nos permite llegar a ser sus amigos, no cesa de ser nuestro Señor. Él nos ha llamado primero (v.16), y todo se encuentra en sus manos. Aquí se expresa de nuevo esta verdad de que no somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino que Él nos amó primero (1 Jn 4,10.19). En Jesús, Dios nos eligió antes de la creación del mundo (cf. Ef. 1,4). Y por esto debemos reconocer la prioridad de la gracia de Dios. Esta elección está ligada a la vocación y misión que cada uno ha recibido de Dios: "os he destinado para que vayáis y deis fruto". Este fruto no podemos darlo por nosotros mismos, sino permaneciendo en Jesús (cf. Jn 15,4ss), como un árbol plantado al borde de corrientes de agua, que da fruto en su estación (cf. Sal 1,3).

«Esto os mando: que os améis unos a otros» (v.17).
En el versículo 17, vuelve, como un estribillo, el mandato de Jesús sobre el amor fraterno entre sus discípulos. Nunca podemos olvidar esto, ni perderlo en medio de tantas cosas importantes. Porque, aunque tenga el don de profecía o posea toda la fe, si no tengo caridad, no soy nada (cf. 1 Co 13,2). Es, precisamente, por este amor, por lo que los demás reconocerán que somos discípulos de Jesús (cf. Jn 13, 35).

Comentario del Santo Evangelio: Jn 15,9-ss, de Joven para Joven. “Permaneced en mi amor”.

Alegría en plenitud. Hemos de sentirnos destinatarios de este mensaje consolador de Jesús. Juan se lo recuerda a los cristianos de sus comunidades para alentarles en la persecución que sufren. Jesús, al pronunciar su mensaje, tenía presentes a todos sus seguidores, como oró no sólo por sus contemporáneos, sino “también por los que van a creer en mí mediante su mensaje” (Jn 17,20).

Jesús promete el don de la alegría: “Os hablo para que mi alegría llegue en vosotros a su plenitud”. Juan asegura en su primera carta que escribe “para que vuestra alegría sea completa” (1 Jn 1,4). Realmente es una consecuencia de la aceptación de la Buena Noticia. Si ésta no conllevara alegría, o no sería “Buena” Noticia o no habría sido entendida. Por eso la alegría no es algo opcional para el cristiano.

Es conocida la frase de santa Teresa: “Un santo triste es un triste santo”. Es explicable también el reto de Nietzsche: “Para que yo creyera los cristianos habrían de tener más cara de redimidos”. Un amigo increyente afirmaba: “La novela que me contáis es demasiado rosa como para ser verdadera. Pero, además, es que ni vosotros mismos os la creéis; si la creyerais, iríais vendiendo alegría, y no la veo por ninguna parte”. Pablo recomendaba a los filipenses: “Estad siempre alegres; os lo repito: estad alegres” (Flp 4,4).

La alegría de Jesús no es la bullanguera del mundo, sino la alegría honda de quien se siente centrado, con un sentido grandioso de la vida y querido por Dios. Es la alegría de los apóstoles Pedro y Juan, “contentos del castigo de los treinta y nueve azotes, por haber padecido aquel ultraje por el Señor” (Hch 5,41). Él nos quiere plenamente alegres. Y nos señala el motivo: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15,9).

Fe viva en el amor de Dios. Es necesario hacer un profundo “acto de fe” en el amor del Señor, porque es una realidad impalpable. No lo podemos percibir a través de gestos visibles como ocurre en el amor del hermano o en el amor del amigo; se disfraza de las expresiones de afecto de los demás. La experiencia de ser amados es una “gracia” que hay que pedir, porque es una experiencia fundadora, la raíz de la conversión y el secreto de la verdadera alegría. Y hay que creer en ese amor a pesar de que no somos un Pablo o una Madre Teresa de Calcuta.

Como tenemos la experiencia limitada del amor, creemos que Dios sigue esa medida. ¿Que somos pecadores? También lo fue Pedro y el Señor le reiteró su amistad. Cuando nos sintamos amados así, gratuitamente, siendo pecadores, nos sentiremos definitivamente fascinados, prendados y prendidos de Jesús. Lo que fascinó a Zaqueo fue que aquel rabí tan bueno e intachable le amara porque sí, por pura bondad, a él, un proscrito de la sociedad y un perdido (Lc 19,1-1 0).

La consigna del amor únicamente es posible partiendo de arriba. El evangelista recoge así este pensamiento: El Padre ha tenido la iniciativa en este movimiento de amor, enviando, por amor, a su Hijo por y para los hombres. El Hijo acepta esta misión y lleva esta corriente de amor hasta los hombres. Sólo así el movimiento puede comenzar el recorrido inverso: del hombre a Cristo y a través de Cristo al Padre. Este círculo del amor constituye el núcleo esencial de la fe cristiana y del verdadero discipulado. Jesús pide a los suyos no tanto que le amen, como que se dejen amar y acepten el amor que desde el Padre, a través de él, desciende sobre ellos. Les pide que acepten su don, que es plenitud de vida. Si Jesús dice que nos ama “como el Padre le ama a él”, mucho nos quiere...

“Qué santo eres, Francisco!”, le aclama el campesino Paolo a Francisco de Asís. “Si otros hubieran recibido lo que yo, serían más santos”, replica él. “¡Quién pudiera ser santo!”, exclama Paolo. “Lo puedes ser”, le contesta el poverello. “¿Cómo?”, le pregunta Paolo. “Creyendo que Dios te ama”, le responde Francisco. “¿Aunque sea un gran pecador?”. “Sí, aunque seas un gran pecador. Pero, mira, tienes que creerlo de verdad”, le repite con énfasis Francisco de Asís.

El Señor nos ama, seamos buenos, mediocres o malos, le correspondamos o no, le seamos fieles o le traicionemos. Pero, la condición para que nosotros alcancemos la experiencia de ese amor es que tratemos de identificamos con él, que entremos en comunión espiritual con él, que amemos lo que él ama, que luchemos por lo que él luchó. Jesús lo expresa diciendo que si guardamos sus mandamientos, permaneceremos en su amor.

Los amigos tratan de complacerse. Lo que Jesús quiere es que cumplamos su voluntad, y entonces tendremos la experiencia del amor correspondido, que es la amistad. En el amor de Dios y al prójimo hay circularidad. La experiencia de sentirse amado por Dios impulsa al amor a los que son sus hijos, y el amor a sus hijos conlleva una ulterior experiencia de Dios. “Si guardáis mis mandamientos…” Más que de mandamientos, hay que hablar, sobre todo de ‘mandamiento” del amor al otro (Jn 13,34). Los creyentes deben amarse mutuamente. El acento en Juan se pone en el amor mutuo, no porque no piense o excluya el amor a los enemigos (Mt 5,44), sino porque el amor mutuo de los cristianos se halla en peculiar relación con el amor existente entre las divinas Personas. Y este amor se expresa en entrega.

Cristo ha dado ejemplo entregando su vida. Jesús dice lo que dice todo amigo: que no todo el que le dirige muchas alabanzas y protestas de amistad es el verdadero amigo, sino el que lo demuestra con gestos de entrega. “Obras son amores y no buenas razones”, dice magistralmente santa Teresa.

Elevación Espiritual para este día.

El don total de nuestro amor a Dios y el don que él nos hace a cambio, la completa y eterna unión, es el estado más elevado al que podemos acceder, el grado superior de la oración. Las almas que lo han alcanzado son verdaderamente el corazón de la Iglesia y en ellas vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios, no pueden hacer otra cosa que irradiar en otros corazones el amor divino, del que están repletas, y cooperar en la perfección de todos los hombres en la unión con Dios, que fue y es el gran deseo de Jesús.

La historia oficial no habla de estas fuerzas invisibles e incalculables, pero la fe del pueblo creyente y el juicio atento y vigilante de la Iglesia las conocen, y nuestro tiempo se ve cada vez más obligado, cuando llega a faltar todo, a esperar la salvación última de estas fuentes escondidas.

Reflexión Espiritual para el día.

Hemos sido llamados a ser siervos, de modo que el llegar a ser ministros es un compromiso progresivo a través del cual descubrimos siempre nuevas fronteras de servicio, de consagración de disponibilidad, de entrega de nosotros mismos. Jesucristo es ministro así: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45).

Debemos pensar mucho sobre este aspecto, porque si no le prestamos atención, mientras se multiplican las dimensiones exteriores de la dimensión ministerial —pues ahora ya no se sabe qué es lo que no debe hacer un sacerdote, todos los días se descubre un nuevo confín—, existe el riesgo de perder el sentido de la interiorización de la misma. Es preciso no hacer de ministro, sino serlo. No prestar un servicio, sino servir, convertirse en siervos, ser consumidos, devorados por el servicio.

Si el concilio ha vuelto a proponer con tanta solemnidad la expresión «sacerdocio ministerial» —y recuerdo que al principio había quien se ponía triste al oír calificar al sacerdocio como «ministerial», porque parecía una especie de diminutio capitis—, hoy nos damos cuenta de que la expresión es mucho menos trivial de lo que parecía. Al contrario, es extremadamente exigente en cuanto contenido y comprometedora para nuestra fidelidad: convertirse en siervos, convertirse en ministros, convertirse en sacramento del ministerio de Jesús, que se ofreció y se consumió hasta el extremo. Esta identificación del sacerdocio con la dimensión ministerial no debe ser separada nunca de la visión de aquella gracia que, a través de la dimensión ministerial del sacerdote, fluye en el cuerpo de la Iglesia y de la comunidad de los creyentes. La dimensión ministerial del sacerdote es vehículo de gracia, es esencialmente sacramental.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1, 15. 17. 20a. 20c-26 (1, 15-17, 20-26). Organización Eclesial.

En el plan de Dios no puede haber imprevistos. El capítulo de «imprevistos» pertenece a las categorías humanas, no a las divinas. Por eso, la acción de Judas y su muerte tenían que haber sido previstas por la Escritura. La reflexión cristiana primitiva buscó en el Antiguo Testamento los textos ilustrativos del problema planteado por Judas.

Estamos ante el primero de los múltiples discursos que contiene el libro de los Hechos. Estos discursos, en general, son un medio literario absolutamente de acuerdo con la costumbre de la época. A partir de Tucídides, que recurre a los discursos para dar viveza a la narración e interpretar el sentido más profundo de los acontecimientos, Discursos que pudieron haber sido pronunciados o simplemente inventados y puestos en labios de determinados oradores. La mayoría de los discursos de Hechos encaja dentro de la segunda posibilidad.

Pedro dirige la elección del sustituto de Judas. La presentación del candidato debe hacerla la comunidad. Una comunidad constituida por 120 personas. El número indicado puede ser casual; puede, sin embargo, ser intencionado. En el gobierno local judío era el número menor requerido para que un grt.tpo pudiese tener su propio Consejo. Además, el número 120 es múltiplo de 12. Lucas recurre a él para expresar la organización eclesial. Los Once consultan a la comunidad para que presente un candidato que llene el puesto dejado libre por Judas. Era necesario que, en el momento de la constitución de la Iglesia, el número doce —símbolo de lo universal y completo (recuérdense las doce tribus de Israel, es decir, todo el pueblo) — fuese una realidad completa.

Lo característico del ministerio para el que se busca candidato está en el servicio (vv. 17. 25). Al fin y al cabo se trata de continuar el ministerio del Maestro (Lc 22, 27). Por otra parte, el ministerio concreto, que era necesario completar, requería unas condiciones especiales. Para ser apóstol según la concepción específica de Lucas, se precisaba haber sido testigos de la resurrección. Es un aspecto particularmente querido por Lucas. Su teología tiene precisamente como centro de gravedad la resurrección. Por otra parte, esta fe en la resurrección era el lazo de unión entre el cristianismo y el judaísmo. En otros pasajes del libro de los Hechos acentuará esta fe común a judíos y cristianos. El apostolado implicaba haber sido testigos de la resurrección. Era necesario, además, haber sido testigos de la vida terrena de Jesús, a partir del bautismo de Juan. No bastaba haber sido testigos de la resurrección. Sencillamente porque son ellos los que deben garantizar la tradición evangélica y la continuidad del tiempo de la Iglesia con el de Jesús. Los primeros eslabones deja cadena, que ahora comenzaba, debían estar tan unidos al Jesús de la historia como al Cristo de la fe, que vive en la Iglesia. La Iglesia tenía ante sí una larga vida y necesitaba testigos fidedignos, que garantizasen la autenticidad de su predicación. Es sorprendente que Jesús, durante los cuarenta días de sus apariciones o encuentros con los suyos, no completase él mismo el número de los apóstoles. De nuevo Dios Padre tiene la iniciativa y, mediante el sistema de las, suertes, tan común en el Antiguo Testamento (recuérdese el procedimiento de Urim y Tummin en 1Sam 14, 41), es elegido Matías.

Espíritu. No son mencionadas en particular ninguna de estas maravillas de Dios. Se refieren, sin duda, al contenido del evangelio y al universalismo de su destino. En esto consistiría el milagro de las lenguas: no en la superación de la barrera que las lenguas imponen, sino en que el evangelio es destinado a todo el mundo, simbolizado en las lenguas diversas de los oyentes del discurso de Pedro. 
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