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domingo, 30 de mayo de 2010

Lecturas del día 30-05-2010. Ciclo C.

30 de Mayo de 2010. DOMINGO. LA SANTISIMA TRINIDAD, Solemnidad. MES DEDICADO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA. NOVENA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO ( Ciclo C). 1ªsemana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Fernando III re, Juana de Arco vg, Matías Molumba mr, Gabino mr, Beta Matilde Téllez.

LITURGIA DE LA PALABRA

Pr 8, 22-31. Antes de comenzar la tierra, la sabiduria fue engendrada.
Salmo 8 R/. Señor, dueño nuestro, ¿ qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Romanos 5, 1-5. A  D ios, por medio de Cristo, en el amor derramado con el Espirítu.
Jn 16, 12-15. Todo lo que tiene el Padre es mio; el Espíritu tomará de lo mío y os lo anunciará.

La revelación de Dios como misterio trinitario constituye el núcleo fundamental y estructurante de todo el mensaje del Nuevo Testamento. El misterio de la Santísima Trinidad antes que doctrina ha sido evento salvador. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han estado siempre presentes en la historia de la humanidad, donando la vida y comunicando su amor, introduciendo y transformando el devenir de la historia en la comunión divina de las Tres personas. Por eso se puede hablar de una preparación de la revelación de la Trinidad divina antes del cristianismo, tanto en la experiencia del pueblo de la antigua alianza tal como lo atestiguan los libros del Antiguo Testamento, como en las otras religiones y en los eventos de la historia universal.

El Nuevo Testamento, más que una doctrina elaborada sobre la Trinidad, nos muestra con claridad una estructura trinitaria de la salvación. La iniciativa corresponde al Padre, que envía, entrega y resucita a su Hijo Jesús; la realización histórica se identifica con la obediencia de Jesús al Padre, que por amor se entrega a la muerte; y la actualización perenne es obra del don del Espíritu, que después de la resurrección es enviado por Jesús de parte del Padre y que habita en el creyente como principio de vida nueva configurándolo con Jesús en su cuerpo que es la Iglesia.

La primera lectura (Prov 8,22-31) es un himno a la sabiduría divina considerada en su doble dimensión trascendente e inmanente. La Sabiduría es trascendente pues ella es el proyecto de Dios, su voluntad, sus designios, su Palabra, su Espíritu; pero también es encarnada ya que el proyecto divino se realiza en la creación y en la historia, la voluntad de Dios se manifiesta en la Escritura y a través de su Espíritu se convierte en una realidad interior al ser humano. De esta forma la reflexión sapiencial bíblica supera la simplificación panteísta o dualista en su visión de Dios.

En los vv. 22-25 el autor bíblico nos sitúa “antes” de la creación, en la eternidad de Dios, presentando la Sabiduría como una realidad divina y trascendente, anterior a todas las realidades cósmicas: “El Señor me creó al principio de sus tareas, antes de sus obras más antiguas... cuando no había océanos, fui engendrada, cuando no existían los manantiales ricos de agua”. En los vv. 26-31 la Sabiduría parecer ser una realidad creada pues aparece contemporánea a la creación. La Sabiduría está presente también en el ser humano, en su inteligencia, en su felicidad: “Cuando consolidaba los cielos allí estaba yo, cuando trazaba la bóveda sobre la superficie del océano, cuando señalaba al mar su límite... a su lado estaba yo como confidente, día tras día lo alegraba y jugaba sin cesar en su presencia; jugaba con el orbe de la tierra, y mi alegría era estar con los seres humanos”.

Este himno ha llegado a ser en la tradición cristiana un preanuncio de la encarnación de la Palabra (Jn 1), que “al principio estaba junto a Dios, todo fue hecho por ella y sin ella no se hizo nada de cuando llegó a existir” (Jn 1,2-3), y que al final de los tiempos “se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14).

La segunda lectura (Rom 5,1-5) es una especie de declaración paulina de sabor trinitario sobre la situación del ser humano que ha sido justificado gracias a la fe en Cristo: “Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo... y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (vv. 1.5). Pablo afirma la dimensión trinitaria de la vida creyente. Reconciliados con Dios por la fe, estamos en una situación de “paz” y de “esperanza”, paz que supera la tribulación y esperanza que transforma el presente.

El evangelio (Jn 16,12-15) constituye la quinta promesa del Espíritu en el evangelio de Juan. Se habla del Espíritu como defensor (“Paráclito”) y como maestro, llamándolo “Espíritu de la verdad”. La verdad es la palabra de Jesús y el Espíritu aparece con la misión de “llevar a la verdad completa”, es decir, ayudar a los discípulos a comprender todo lo dicho y enseñado por Jesús en el pasado, haciendo que su palabra sea siempre viva y eficaz, capaz de iluminar en cada situación histórica la vida y la misión de los discípulos.

El Espíritu tiene una función “didáctica” y “hermenéutica” con relación a la palabra de Jesús. El Espíritu Santo no propone una nueva revelación, sino que conduce a una total comprensión de la persona e del mensaje del Señor Resucitado. El Espíritu, por tanto, “guía” (v. 13) hacia la “Verdad” de Jesús, es decir, hacia su revelación, de tal forma que la podamos conocer en plenitud.

Esta función del Espíritu con relación a Jesús y a su palabra define la profunda relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu: la Revelación es perfectamente una porque tiene su origen en el Padre, es realizada por el Hijo y se perfecciona en la Iglesia con la interpretación del Espíritu. Por eso Jesús dice que “el Espíritu no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído... todo lo que les dé a conocer, lo recibirá de mí”. Jesús será siempre el Revelador del Padre; el Espíritu de la Verdad, en cambio, hace posible que la revelación de Cristo penetre con profundidad en el corazón del creyente.

PRIMERA LECTURA.
Proverbios 8, 22-31
Antes de comenzar la tierra, la sabiduría fue engendrada
Así dice la sabiduría de Dios: "El Señor me estableció al principio de sus tareas, "al comienzo de sus obras antiquísimas.

En un tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra.

Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas.

Todavía no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada.

No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe.

Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales.

Cuando ponía un límite al mar, cuyas aguas no traspasan su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz,

yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia:

jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres."

Palabra de Dios.

R/.Salmo responsorial: 8
Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? R.

Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos. R.

Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por el mar. R.

SEGUNDA LECTURA
Romanos 5, 1-5
A Dios, por medio de Cristo, en el amor derramado con el Espíritu
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5, 1-5

Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.

Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos, apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios.

Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO
Juan 16, 12-15
Todo lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu tomará de lo mío y os lo anunciará
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.

Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.

Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará."

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera Lectura Pr 8, 22-31

En el comienzo de la reflexión de Israel sobre la Sabiduría, ésta significaba «simplemente» la habilidad, la virtud de gobernar la propia vida y las propias relaciones a fin de obtener la felicidad (cf. por ejemplo Prov 3,1-13). En un primer momento, sabio es el que va seguro por su camino y sus pies no tropiezan, el que conserva el consejo y la reflexión (cf. Prov 3,2 1.23). Sin embargo, ahondando en esta idea, se va comprendiendo poco a poco que sabio es aquel que consigue ver la verdadera ley de la vida, aquel que reconoce en el mundo una sabiduría que es anterior a él, aquel cuyos ojos consiguen ver la semilla que el Señor ha puesto en el mundo: «El Señor ha fundado la tierra con sabiduría» (Prov 3,19).

El fragmento que hemos leído en la liturgia de hoy constituye un paso ulterior en esta reflexión. En efecto, aquí la sabiduría ya no es la virtud del hombre que es sabio, ni tampoco la ley intrínseca de la creación, sino que nos aparece en la figura de una muchacha que acompaña al Señor en su obra creadora y que se divierte con el mundo y con toda la humanidad. La sabiduría se convierte aquí, en suma, en la mirada que el Creador dirige al mundo, en la Palabra que hace existir la historia. De ahí que la sabiduría que se describe aquí haya sido interpretada como figura o tipo del Verbo de Dios.

Sin embargo, el fragmento podría ser aún más profundo y pertinente. Este autoelogio de la sabiduría tiene, efectivamente, muchas consecuencias respecto al modo como nosotros pensamos a Dios. En primer lugar, nos muestra un rostro menos “masculino” de Dios. La sabiduría (hokhmah) aparece en femenino (como también «espíritu», rûah) en el Antiguo Testamento hebreo. Es cierto que, sustancialmente, aquí no se identifica con Dios, pero sigue siendo el primer rostro que se muestra de Dios cuando él quiere la creación (v. 22). En segundo lugar, aquí el Dios creador ya no es una figura solitaria que, por no tener otra cosa que hacer, se pone a crear un juguete para, literalmente, «pasar» el tiempo, sino que es descrito como un Dios en relación, que toma precisamente a esta niña que le acompaña como modelo de todo el bien al que está a punto de dar forma (w 27ss), a todo el bien que va a hacer nada menos que el propio «arquitecto» (v. 30). Por último, se muestra la filantropía de un Dios que se divierte con la humanidad (vv. 3Oss): a buen seguro, no para burlarse del carácter dramático de la historia humana, sino, al contrario, para indicar que el verdadero sentido de la historia y de la vida se encuentra precisamente en este «juego de rol» entre Creador y criatura (cf. Prov 9,5ss).

Comentario del Salmo 8

Es un himno de alabanza a la grandeza de Dios, que ha hecho del ser humano el centro y el señor de la creación. La ausencia del sol (4) lleva a pensar que la contemplación nocturna del cielo, la luna y las estrellas se encuentra en la base de este himno de alabanza.

Este salmo tiene un comienzo, un cuerpo central y un final bien determinados. El comienzo y el final están compuestos por la expresión: « ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Za y 10). El resto (2b-9) constituye el centro o el corazón del salmo. En esta parte central destacan la figura de Dios y sus obras. Estas últimas reducen al silencio a sus adversarios. La visión del cielo, la luna y las estrellas deja extasiado al salmista. Pero la mayor obra de Dios es el ser humano, creado a su imagen y semejanza (Gén 1,26-27).

El texto mezcla la tierra, el cielo (2) y el mar (9). Para el pueblo de la Biblia, estos tres «espacios» representan la totalidad de la creación. Al citar cuatro especies de animales sometidas por el ser humano, nos darnos cuenta de que el texto juega con parejas de contrarios (8-9): animales domésticos (ovejas y bueyes) y animales salvajes (fieras del campo); aves del cielo y peces del mar. 

El salmo 8 nos presenta la fascinación de alguien que, al admirar de noche la belleza del firmamento en el que brillar, la luna y las estrellas, se pregunta: “¿Qué es el hombre...?”. El mismo responde a esta pregunta mostrando al ser humano como el punto más elevado de la creación de Dios. En medio de la noche brilla el nombre glorioso de Dios, en primer lugar en los astros del cielo, pero sobre todo en el ser humano, señor de la creación. Sin embargo, este salmo no se compone solamente de fascinación. También hay un conflicto que dio lugar a su composición. De hecho, se habla de «adversarios», «enemigo», «vengador» de Dios. El Señor los reprime por medio del éxtasis de cuantos, como niños de pecho, lo alaban por encima de las posibilidades de sus palabras. Lo alaban con la fascinación que entra por los ojos y embarga todo el ser; lo alaban a través del silencio que ensalzo y da gracias.

¿Quiénes son los adversarios, el enemigo y el que se venga de Dios? Resulta difícil dar una respuesta. Hay quienes piensan en los poderes del caos primitivo de la mitología cananea, en la que se habría inspirado este salmo. Representarían, por tanto, las fuerzas del mal presentes en la historia, El Dios creador las hace callar por medio de la alabanza de las personas que lo reconocen como Señor del universo. Otros estudiosos creen que puede tratarse de los dioses creadores de las religiones de los pueblos vecinos de Israel. Para otros, estos adversarios serían personas concretas que niegan o ponen en duda la existencia de Dios, Dicho de otro modo, personas que, al afirmar que Dios no existe, ocuparían ellas mismas su lugar. En este caso, el salmo 8 les preguntaría, igual que Dios le preguntó a Job: « ¿Acaso habéis hecho vosotros todo esto?» (Job 38-41). Así pues, el salmo 8 habría surgido a causa de este conflicto. La arrogancia le impide al ser humano reconocer que la creación es el espejo de Dios y que él mismo no es Dios, sino alguien creado a su imagen y semejanza. En oposición a los arrogantes, encontramos a los pobres y los sencillos (los niños de pecho) que descubren y aceptan su puesto como criaturas y, al mismo tiempo, alaban al Creador por encima de lo que puedan expresar las palabras humanas. Por eso son capaces de descubrir la mano de Dios en todo lo que existe en la creación, pues esta es la «obra de sus dedos», la más pura artesanía de Dios.

En el corazón del salmo se encuentra la pregunta: « ¿Qué es el hombre...?» (5a). Ante la fascinación que le provoca el universo, el ser humano, único animal racional, pregunta acerca de su propia identidad. Si es tan grande la diferencia entre el Creador y la criatura, ¿cuál es el papel que juega y cuál el puesto que ocupa el hombre en la creación? La respuesta (6-9) es extraordinariamente positiva. Para comprenderlo basta examinar las acciones de Dios en favor del ser humano, caracterizadas en este salmo por los siguientes verbos: se acuerda del ser humano y lo visita (5), lo hizo poco inferior a un dios, lo coronó, lo hizo reinar y lo puso todo bajo sus pies (6-7). Seis acciones que muestran al ser humano como señor y rey de la creación. De hecho, las expresiones «coronar», «hacer reinar», «poner bajo los pies», recuerda el ritual de entronización de los antiguos reyes (véanse los salmos 2 y 110). El hombre es el punto central de la creación y su rey, y recibe gratuitamente de Dios un poder participado que lo convierte en señor de las cosas creadas. El señorío del ser humano se hace presente en el texto al recordar sobre qué o quiénes «reino»: los animales domésticos y salvajes, la aves que vuelan en el cielo y los peces que, misteriosamente, surcan sendas en el silencio y la profundidad de los mares. Dicho brevemente, el ser humano es señor de toda la creación.

Hay dos temas importantes que atraviesan todo este salmo y que nos proporcionan un excelente retrato de Dios: la creación y la alianza. Dios es creador tanto del universo como del ser humano. Cuando ocupa su puesto de criatura en el escenario de la creación, el hombre queda deslumbrado por la belleza del mundo, obra de artesanía de los dedos de Dios; por eso se vuelve como los niños de pecho y exulta y alaba más allá de todo aquello que se puede expresar con palabras. Cuando se pregunta: « ¿Quién soy yo?», descubre que Dios lo ha convertido en su socio y su aliado. El Dios de la Alianza le ha confiado la administración de toda su obra. El Señor lo ha convertido en señor.

Son muchas las conexiones de este salmo con el Nuevo Testamento y la actividad de Jesús, al margen de la cita literal de Mt 21,15-16. Desde la clave del «himno de alabanza», podemos profundizar en la actitud de Jesús en Mt 11,25 o, con Pablo, reconocer que Dios elige lo que es locura para el mundo con la intención de confundir a los que se consideran sabios (1Cor 1,27- 28). 0, también, podemos ahondar en los himnos de alabanza del Nuevo Testamento (por ejemplo, Ef. 1,3-14). La parábola de Lc 12,35-48 puede leerse desde esta perspectiva: el mundo es la casa de Dios, y el ser humano es el administrador de esta inmensa casa.

Los himnos de alabanza —como lo indica la misma expresión— suponen que quienes los van a entonar están, de hecho, dispuestos a alabar a Dios por su intervención en el mundo y en la historia. El salmo 8 es muy apropiado para estos momentos: cuando queremos alabar a Dios por la creación y, sobre todo, por haber hecho al ser humano a su imagen y semejanza; cuando queremos rezar en compañía de la danza mágica del cosmos o en sintonía con todos los seres, criaturas de Dios como nosotros; cuando el medio ambiente forma parte de nuestros sueños, objetivos y preocupaciones; cuando buscamos una respuesta a la pregunta: “¿Qué es el ser humano?”.

Comentario de la Segunda lectura: Romanos 5,1-5

La Carta a los Romanos se presenta como un anuncio global del mensaje cristiano, y el fragmento que hoy nos propone la liturgia es uno de los pasajes esenciales y, a su modo, sinópticos. El primer dato que encontramos en él, y que constituye el criterio fundamental del anuncio, es la justificación por la fe (v. 1; cf. Rom 1,16—4,25).
La justificación por la fe significa, esencialmente, que el fundamento de la vida del cristiano no está constituido por las capacidades humanas, sino que el hombre es justificado mediante la justicia que proviene del amor de Dios (cf. Rom 3,2lss). Este es el primer anuncio de libertad que viene del cristianismo: no tenemos necesidad de basarnos en nuestra propia capacidad de ser santos y de observar la ley, ni en nuestra propia capacidad de sutil razonamiento o de éxito; lo que debemos hacer es confiarnos a la promesa de Dios, que nos regala la vida nueva.

Quien nos permite un segundo anuncio de libertad es Jesucristo, que nos ofrece la libertad tanto frente al pecado como frente a la ley (cf. Rom 5,12-20). A este respecto, basta con recorrer los evangelios para encontrar en él el ejemplo de lo que significa esta libertad: anuncio de la bondad de Dios incluso frente a la persecución y al dolor del mundo, compartir el pan con quienes están cerca y con quienes están lejos de nosotros, amor a la verdad que procede de nuestra propia conciencia y de nuestra propia relación con Dios, derrota de la muerte a través de la resurrección.

Sin embargo, para acercarnos a este misterio, nuestro fragmento describe un camino que atraviesa paso a paso las tribulaciones —término que indica al mismo tiempo los sufrimientos de la vida (cf. por ejemplo, 2 Cor 1,4ss), los sufrimientos de la Iglesia, que se une en esto a la pasión de Cristo (cf., por ejemplo, Col 1,24), y la tentación suprema frente a la muerte y al martirio (cf. por ejemplo, Ap 7,14)—, la paciencia, la virtud sólida y la esperanza. Eso significa, por otra parte, conseguir realizar un camino espiritual que nos lleve a vivir en plenitud de la gracia del Espíritu que obra ya en el corazón de los creyentes (cf. Rom 8): esta vida en el Espíritu da cuenta ante al mundo y el corazón de cada uno de nuestra propia fe, de nuestra propia esperanza y de nuestra propia caridad.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 16,12-15

Con el discurso joáneo del que está tomado este fragmento, Jesús está anunciando su partida, el final de su camino terreno. Se despide de sus propios discípulos para que su corazón no se espante frente a los acontecimientos de la pasión (cf. Jn 14,1ss). Lo que dice, en sustancia, a quien le escucha es que todo lo que está aconteciendo es voluntad del Padre: no en el sentido de un guión ya escrito desde el principio, sino en el sentido de que el drama al que se está enfrentando, y que los discípulos han empezado a afrontar junto con él (cf. el discurso sobre la vid y los sarmientos: capítulo 15), se encuentra ya dentro de la mirada amorosa que el Padre proyecta sobre la historia: «Este mundo ya ha sido juzgado» (16,11).

Se trata, ciertamente, de un juicio de verdad, puesto que no procede de una mirada parcial —como, desde un punto de vista humano, podría ser considerado eventualmente el juicio de Jesús sobre su propia generación, que le rechazó—, sino que llega directamente de la fuente de la verdad; por eso, «vendrá el Consolador» que «pondrá de manifiesto el error del mundo en relación con el pecado, con la justicia y con el juicio» (cf. 16,7ss). No hay, por tanto, solución de continuidad entre esta mirada del Padre, la obra del Hijo y lo que «dirá» (v. 13) el Espíritu de la verdad: es el único modo que tiene Dios de presentarse al mundo y de acompañarlo hacia la «verdad completa» (v. 13). Los discípulos no están preparados todavía para soportar el peso de esta revelación final precisamente porque todavía no han recibido el Espíritu ni, por consiguiente, la capacidad de insertarse a fondo en la mirada que proyecta Dios sobre el mundo: la comunión que se encuentra en Dios (v. l4ss) es el designio que él mismo tiene, hacia el cual se mueve toda la historia.

No siempre resulta fácil sonreír frente a la vida. La mayoría de las veces sentimos la tentación —es hoy nuestra gran tribulación— de creer en cualquier otra cosa menos en nuestra felicidad. Quien tiene éxito no es, a buen seguro, el que se plantea las preguntas sobre la verdad y sobre la justicia; los títeres de la televisión nos propinan imágenes que unen riqueza y serenidad; la cháchara de la gente no nos ayuda a distinguir entre nuestra verdad interior y la fachada que mostramos a los otros; el dolor que acompaña a la vida con sus relaciones hace acallar nuestros sueños... Frente a esta historia —la historia que se hace oír en alta voz— nos sentimos a veces aturdidos, sin posibilidad de volvernos hacia atrás y de preguntarnos dónde está el error de donde viene todo.

Sin embargo, ésta no es la única historia en la que estamos implicados. Hay asimismo una historia que viene de lejos, de la que ni siquiera vemos sus orígenes y que también se nos presenta bajo la fachada de cada día. Se trata de la historia de un hombre que ha sido capaz de poner la verdad por delante del error sin ser fundamentalista, de poner la acogida por delante del miedo sin ser un facilitón, de sentirse llamado a un amor más grande antes que tener miedo por su propia suerte sin perder nada de su propia humanidad. Se trata de una historia compuesta de otras personas capaces de seguir a aquel hombre por su camino, sirviendo gratuitamente a los otros, orando, consolando. Se trata de una historia que todavía hoy se muestra fecunda cada vez que un abrazo vence a un sufrimiento, cada vez que se dice una palabra en medio del silencio, cada vez que encontramos a una persona que realiza la justicia en la verdad y la misericordia. Esta historia nos parece escondida porque no siempre tenemos unos oídos tan finos que la oigamos y porque casi siempre se levantan otras voces más altisonantes, más prepotentes, aunque también más vacías. Por eso no se les puede decir el Nombre, para no confundirlo con el resto de la historia.

Se nos ha enseñado a llamar a ese Nombre “Padre”, a adorar al Hijo, a invocar el don del Espíritu Santo: éstos son los nombres que se oyen en esta historia que está detrás de nuestra historia de cada día. Con estos nombres en nuestros labios y en nuestros corazones podremos comprender al fin que el mundo no ha sido abandonado a sí mismo y —ni siquiera en medio de sus sufrimientos— va solitario por su camino, sino que es bello «jugar con el orbe de la tierra, poniendo nuestra alegría en estar con los hombres. Así es como podremos comprender que, entre todas las dimensiones que atravesamos con nuestros pasos de cada día, lo que constituye el fundamento de todo es precisa y únicamente nuestro camino espiritual. Podremos comprender que nuestra llamada a la comunión con Dios y con quienes nos acompañan en nuestro camino no es un peso, sino un juego que nos puede hacer sonreír y nos hace más libres que nunca. Pero ésta es otra historia...

Comentario del Santo Evangelio: Juan 16,12-15, para nuestros Mayores. Dios es Amor en sí mismo.

Celebramos hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad. El misterio de la Trinidad nos introduce en la misma intimidad de Dios. Nos revela que Dios es amor en sí mismo. Es amor entre tres Personas distintas, pero que están tan unidas entre sí que forman un solo Dios.

Este misterio no ha sido revelado de golpe. En el Antiguo Testamento no se sabía nada de la existencia de tres Personas en Dios. Con todo, esta revelación estaba preparada en él. 

La primera lectura de hoy nos manifiesta precisamente una de las preparaciones de la revelación de la vida íntima de Dios. En ella se nos habla de la Sabiduría de Dios, que existía antes de todas sus obras, como ella misma dice: «El Señor me estableció al principio de sus tareas al comienzo de sus obras antiquísimas». Su existencia se remonta a antes de la creación: «En un tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la Tierra».

La Sabiduría hace el elogio de sí misma en este fragmento del libro de los Proverbios, nos revela que existía antes de la creación, aunque su actividad se ha manifestado en ella.

Tenemos aquí un texto poético, un texto que evoca de una manera concreta los comienzos de la creación. La Sabiduría se expresa así: «Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Todavía no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada».

La Sabiduría estaba con Dios como aprendiz para construir el mundo y se alegraba ante él en todo momento. Afirma, en efecto: «Yo estaba junto a él como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la Tierra, gozaba con los hijos de los hombres».

Aquí ya podemos ver un aspecto del misterio de la Trinidad, concretamente en sus relaciones con el hombre: la Sabiduría estaba en relación con el hombre de parte de Dios.

Hay otros textos del Antiguo Testamento que preparan la revelación del misterio de la Trinidad: en particular los textos que hablan de la Palabra de Dios y del Espíritu de Dios.

El libro del Génesis nos revela cómo creó Dios todo: «Dijo Dios: “Que exista la luz”. Y la luz existió. Y dijo Dios: “Que exista una bóveda”. Y dijo Dios...» (Génesis 1). Toda la creación es una obra de Dios por medio de su Palabra. Dios no tiene necesidad de cansarse para crear: basta con que diga algo y se realiza.

Junto con la Palabra, está el Espíritu de Dios. Podemos llamarle también «soplo, aliento de Dios», porque el término hebreo ruah (que traducimos por «espíritu») significa precisamente «soplo, aliento».

El Espíritu Santo es el soplo, el aliento de Dios. Dice el Sal 33: «La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (v. 6).

En efecto, para producir sonidos y palabras con la boca nos servimos del aire que expulsamos: no hay posibilidad de comunicación sin esta expulsión de aire que, después, se articula en la palabra.

Así, en estas expresiones vemos una primera revelación de la vida íntima de Dios: Dios que habla y Dios que tiene un aliento.

Este aliento es creador, pero también revelador, en cuanto inspiró a los profetas, que de este modo pudieron comunicar los proyectos y los pensamientos de Dios.

Con estos dos elementos —palabra y aliento de Dios— tenemos ya una preparación del misterio de la Trinidad en el Antiguo Testamento. Sin embargo, será preciso esperar a Jesús para que este misterio se manifieste plenamente.

Jesús se reveló Hijo de Dios en el sentido más pleno de la expresión: Hijo único, predilecto, primogénito. Es el Hijo unido al Padre de una manera única, como él mismo señala: «El Padre y yo somos uno» (Juan 10,30).

El Espíritu Santo fue comunicado por Jesús a los apóstoles después de su ascensión, tal como se lo había prometido.
Jesús habla en el evangelio de hoy del Espíritu Santo que deberá venir, que el Padre enviará en su nombre (o que será enviado por Jesús, procedente del Padre).

Jesús le llama «el Espíritu de la Verdad», esto es, el Espíritu que revela todo el misterio de Dios. Y promete también a los apóstoles: «Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena». Así suscita en sus corazones un fuerte deseo de recibirlo.

El modo en que Jesús habla del Espíritu de la verdad muestra la unión y la distinción entre las Personas divinas. Dice Jesús: «El me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará».

En estas palabras tenemos una revelación de la Trinidad: se menciona al Padre, a Jesús en cuanto Hijo del Padre, y al Espíritu, que toma de lo que pertenece al Padre y a Jesús para anunciarlo a los discípulos.

El modo en que habla Jesús del Espíritu manifiesta que éste es un Espíritu de amor, que no busca su propia gloria, sino la de Jesús y la del Padre.

Jesús mismo se presenta en el Evangelio como alguien que no busca su propia gloria, sino la del Padre (cf. Juan 8,50). No pretende llevar la iniciativa; sabe que todo en él —sus palabras, sus acciones, sus milagros— viene del Padre (cf., por ejemplo, Juan 5,26-30; 7,16; 12,49-51; 14,24; 17,4). Es también el Padre el que da a Jesús sus discípulos (cf. Juan 10,29; 17,2.12; 18,9).
Jesús no vino a hacer su propia voluntad, sino la del Padre (cf. Juan 4,34; 14,31).

Esta abnegación es el aspecto negativo del amor, es la condición de la autenticidad del amor. El que quiere hacer su propia voluntad y buscar su propia gloria, se cierra al amor. En cambio, el que practica esta abnegación sin buscar su propia voluntad, sino la del que le ha enviado, vive verdaderamente en el amor.

Del mismo modo, dice Jesús, «lo que hable el Espíritu no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir».

De este modo podemos comprender que la vida íntima de Dios es un intercambio continuo de amor entre tres Personas distintas, pero unidas entre sí. Su unión se manifiesta en el Evangelio precisamente en el modo en que ellas se ocupan de nosotros.

El misterio de la Trinidad no ha sido revelado de una manera abstracta, sino en el designio de salvación de Dios respecto al hombre. Esto podemos verlo en el evangelio de hoy, aunque también en la segunda lectura, en la que Pablo nos habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en su relación con nosotros, y también de nuestra relación con ellos.

Pablo afirma que hemos sido justificados por medio de la fe en Cristo Señor. El que cree en él y le reconoce como Hijo único del Padre queda justificado; es decir, se le hace justo, se le purifica de sus pecados, se le santifica y, en consecuencia, queda unido a Dios.

Gracias a la fe en el Hijo único de Dios, accedemos a la gracia y nos encontramos en una situación de gran esperanza: la esperanza de compartir la gloria de Dios después de nuestra muerte. Ahora bien, esta esperanza empieza a realizarse ya, en la medida en que la vida cristiana está iluminada por la gloria de Dios.

Pablo señala que esta esperanza «no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». Aquí encontramos a la tercera Persona de la Trinidad en su función de comunicar el amor de Dios.

Toda la existencia terrena de Jesús y su muerte tuvieron como fin comunicarnos el Espíritu Santo, que nos introduce en el amor de Dios. El Espíritu nos manifiesta el amor que Dios nos tiene y suscita en nuestros corazones el amor a Dios y a los hermanos. De este modo nos hace entrar en la vida íntima de Dios, no de una manera teórica, sino real.

Toda nuestra vida cristiana está iluminada por el misterio de la Trinidad. Y no sólo iluminada, sino también transformada por este misterio. Debemos tomar cada vez más conciencia de nuestras relaciones con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Nuestra vida es una vida en comunión con estas tres Personas.

Toda nuestra vida cristiana está marcada por la Trinidad. Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El bautismo nos ha introducido en el misterio de la Trinidad, en la comunión de amor de las tres Personas divinas. Y los sacramentos que recibimos después del bautismo —la Eucaristía en particular— sirven para reforzar nuestra comunión con la Trinidad.

En la Eucaristía le pedimos al Padre que envíe al Espíritu Santo, a fin de que el pan y el vino que ofrecemos se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesús. Y lo pedimos para que, al recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesús, nos transforme el Espíritu Santo y nos introduzca de un modo cada vez más profundo en la vida de amor de la Trinidad.

Pidamos, por consiguiente, al Señor que nos haga apreciar este don verdaderamente extraordinario del conocimiento de su vida íntima. Nosotros tenemos no sólo el privilegio de conocerla, sino también el de participar en ella. «Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él», dice la Primera Carta de Juan (4,16).

Comentario del Santo Evangelio: (Jn 16,12-15), de Joven para Joven. Jesús y el Espíritu de la verdad revelan al Padre.


Los discípulos de Jesús se han habituado a su compañía. Han creído y reconocido que él es el santo de Dios y que tiene palabras de vida eterna Jn 6,68-69). Por eso permanecen con él y se dejan guiar por él, a pesar de ser rechazado por los jefes del pueblo de Israel. Pero Jesús les ha anunciado que uno de ellos le traicionará (13,21) y que todos le abandonarán pronto (13,33). Se sienten por eso desalentados, tristes y perplejos. En su gran discurso de despedida (cc. 14-17), Jesús los prepara para el tiempo en que no esté ya visiblemente a su lado. Les dice que no les dejará huérfanos (14,18), sino que permanecerá unido a ellos de múltiples y eficaces maneras. El pasaje evangélico de este domingo pertenece a este discurso de adiós y va dirigido a unos discípulos llenos de tristeza (16,6), haciéndoles saber con qué pueden contar en el futuro. La situación que en ellos infunde temor es nuestra propia situación. Tampoco nosotros disponemos ya de la presencia visible de Jesús, pero lo que él ha comunicado a sus discípulos vale también para nosotros, y también nosotros podemos confiar en su palabra.

Jesús les advierte: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora» (16,12). Jesús no menciona aquí ningún contenido, pero debe tratarse de algo pesado, gravoso, que supera la capacidad de los discípulos. Pronto se dirá de Jesús mismo que ha llevado su propia cruz hasta el Gólgota (19,17). Su muerte en la cruz, con todas las circunstancias terribles que la rodean, forma parte del peso que los discípulos no son todavía capaces de soportar. Aquí se ve que Jesús tiene consideración de la limitada fuerza de los discípulos y que no les desvela todo lo que él sabe de su destino y del de ellos. Les aguardan muchas cosas pesadas, que todavía desconocen. Jesús no se las anticipa con detalle, pero les señala el modo en que pueden superarlas cuando se presenten.

Jesús les dice que vendrá el Espíritu de la verdad, que les guiará hasta la verdad plena y les anunciará las cosas futuras (16,13). De este Espíritu dice también: «El me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando» (16,14). Afirma además: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (16,15). Se hace patente aquí la comunión tan estrecha que existe entre Dios Padre, Jesús y el Espíritu. El Padre ha comunicado a Jesús todo lo que le pertenece, y el Espíritu toma de lo que Jesús ha recibido del Padre y lo comunica a los discípulos. Todo proviene del Padre.
El es la única fuente de todo lo que Jesús y el Espíritu comunican.

Anteriormente Jesús había anunciado ya dos veces a los discípulos el Espíritu de la verdad: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Consolador que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad» (14,16-17). Y había añadido: «Pero el Consolador, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (14,26). Hasta ahora Jesús ha sido el Consolador de los discípulos, instruyéndolos, fortificándolos, guiándolos. Cuando sabe que su muerte está cerca, les promete otro Consolador, que asumirá su mismo papel. Como el Padre ha enviado a Jesús (17,3.8), así envía también al Espíritu. Este no trae un mensaje diverso del mensaje de Jesús. Al contrario, los discípulos han de seguir adheridos al mensaje de Jesús. Pero el Espíritu les instruirá, para que puedan comprender de modo correcto este mensaje, y se lo irá recordando, para que permanezca en ellos como mensaje vivo y eficaz.

En su segundo anuncio, Jesús dice: «Cuando venga el Consolador, que yo os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio de mí, porque habéis estado conmigo desde el principio» (15,26-27). De nuevo se ve aquí la estrecha vinculación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Jesús envía el Espíritu, que procede del Padre y da testimonio de Jesús, es decir, hace conocer a Jesús y confirma su obra. Una vez más aparece el Espíritu como el Consolador de los discípulos. Se les concede, para que den testimonio de Jesús. El rasgo que les caracteriza es que, como testigos oculares, conocen toda la obra de Jesús. El Espíritu de la verdad les capacitará para comprender de modo vital la obra de Jesús y para dar de él ante todo el mundo un testimonio digno de crédito.

Si queremos comprender bien la expresión «el Espíritu de la verdad», debemos tener en cuenta que Jesús mismo está vinculado a la «verdad» del modo más estrecho posible. De él se dice: «La ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que es Dios y está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer (1,17-18). Y Jesús mismo afirma: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (14,6). Jesús es la verdad, porque sólo por medio de él en cuanto Hijo es revelado el Padre en su verdadera realidad, es decir, en cuanto Padre. Por eso es también el camino y la vida: sólo por medio de él se puede acceder a Dios, que es la fuente de toda vida. El Antiguo Testamento conocía a Dios como el Creador del mundo, que, en su ser divino, se encontraba solo consigo mismo. Por medio de Jesús, Dios es conocido como el que, sobre el plano divino y en la plenitud divina, es comunión y vive en comunión, precisamente en la comunión del Padre con el Hijo en el Espíritu Santo. Lo que Jesús, que es la verdad sobre el Padre, nos hace conocer, queda corroborado por el Espíritu de la verdad. Se trata siempre de la revelación de la verdadera realidad de Dios, desconocida hasta ahora (cf. 1,18): Dios es, en sí mismo, comunión; está lleno de vida, que comparte e intercambia, lleno de conocimiento y amor; y a los hombres quiere hacernos partícipes de esa comunión.

Ahora podemos comprender esta afirmación de Jesús: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (16,15; cf. 17,10). En la comunión entre Jesús y el Padre, el Padre ha dado a Jesús todo su ser, toda su realidad; Jesús la posee, la conoce y la puede revelar. Se comprenden también estas otras palabras de Jesús: «Él (el Espíritu Santo) recibirá de mí lo que os irá comunicando» (16,14). También el Espíritu conoce la realidad de Dios, tal como el Padre se la da al Hijo y tal como es revelada por el Hijo. A los discípulos, que todavía no están en condiciones de llevar el peso de todo, Jesús les dice: «(El Espíritu) os comunicará lo que está por venir» (16,13). Los acontecimientos futuros aquí aludidos tienen que ver claramente con lo que los discípulos no son capaces todavía de soportar. De acontecimientos futuros se vuelve a hablar sólo cuando se dice que «Jesús, sabiendo perfectamente todo lo que le iba a ocurrir, salió a su encuentro...» (18,4). Se trata aquí de todo el destino de Jesús, rechazado por los hombres y crucificado. Esto será lo que principalmente ha de comunicar a los discípulos el Espíritu de la verdad en cuanto Consolador. Pero «comunicar» algo futuro no es sólo «predecir» (que ha de acaecer en un sentido meramente externo); implica ante todo «desvelar» lo que ha de suceder (en todo su sentido y significado). El Espíritu de la verdad, que procede del Padre y que, en continuidad con la obra de Cristo, revela al Padre, desvela a los discípulos los acontecimientos futuros mostrando la relación que esos acontecimientos tienen con el Padre y su significado en el plan divino de salvación. Al mismo tiempo, el Espíritu glorifica así a Jesús, que con su obediencia confirma su condición de Hijo del Padre (cf. 6,38). El Espíritu se encargará también de desvelar a los discípulos el significado de las demás cosas que les sean difíciles de soportar en el futuro; se las mostrará a la luz de Dios, en su relación con el Padre.

Jesús ha revelado al Padre a los discípulos, que han sido testigos de toda su obra, destinada a hacer conocer al Padre. Cuando él no esté ya visiblemente con ellos, el Espíritu mantendrá vivo en ellos su mensaje y les enseñará a comprenderlo todo a la luz del Padre, especialmente aquello que les sea más difícil de soportar.

Elevación Espiritual para este día.

El que determina hablar de claridad determina hablar de Dios; y querer hablar de Dios es cosa peligrosa a los que no miran cautamente la empresa que toman en las manos. Dios es caridad, y por eso quien determina de hablar del fin de esta virtud siendo él ciego, se hace semejante al que quiere medir el arena de la mar. 

Pues, según esto, bienaventurado aquel que así anda hirviendo día y noche en el amor de Dios, como un furioso enamorado del mundo anda perdido por lo que ama; bienaventurados aquellos que así temen a Dios, como los malhechores sentenciados a muerte temen al juez y al ejecutor de la sentencia; bienaventurado aquel que anda tan solícito en el servicio de Dios, como algunos prudentes criados andan en el servicio de sus señores; bienaventurado aquel que con tan grande celo vela y está atento en el estudio de las virtudes, como el marido celoso en lo que toca a la honestidad de su mujer; bienaventurado aquel que de tal manera asiste al Señor en su oración, como algunos ministros asisten delante de su rey; bienaventurado aquel que así trabaja por aplacar a Dios y reconciliarse con él, como algunos hombres procuran aplacar y buscar la gracia de las personas poderosas de que tienen necesidad. No anda la madre tan allegada al hijo que cría a sus pechos como el hijo de la claridad anda siempre allegado a su Señor. Aquel que de verdad trae siempre delante de los ojos la figura del que ama, y lo abraza en lo íntimo de su corazón con gran deleite.

Deseo, pues, saber de qué manera te vio Jacob arrimada a lo alto de aquella escala. Te ruego quieras enseñar a este codicioso preguntador cual es la especie de esta celestial subida, cual el modo y cual sea la disposición y conexión de estos espirituales grados, y los cuales el verdadero amador tuyo dispuso y ordenó en su corazón para subir por ellos. Deseo también saber cual sea el número delios y cuanto el tiempo que para esta subida se requiere; porque el que por experiencia trabajó en esta subida, y vio esta visión, nos remitió a los doctores que nos lo enseñasen, y o no quiso o no pudo decirnos cosa más clara. A estas voces mías la claridad, como una reina que bajaba del cielo, me pareció que decía en los oídos de mi anima: O ferviente amador, sino fueres desatado de la grosura y materia dese cuerpo, no podrás entender cual sea mi hermosura, y la causalidad y orden que las virtudes tienen entre sí te enseñarán la composición de esta escala. En lo alto de ella estoy yo asentada, como lo testificó aquel grande conocedor de los secretos divinos, cuando digo: Ahora permanecen estas tres virtudes, fe, esperanza, y caridad; mas la mayor de todas es la caridad.

Reflexión Espiritual para el día.

Lentamente he empezado a darme cuenta de que en el gran circo, lleno de domadores de leones y de trapecistas que con sus maravillosas acrobacias reclaman nuestra atención, la historia verdadera y real la contaban los payasos. Los payasos no están en el centro de los acontecimientos. Aparecen entre una gran exhibición y otra, se mueven con torpeza, caen y nos hacen sonreír de nuevo tras la tensión creada por los héroes que veníamos a admirar. Los payasos no están coordinados entre ellos, no consiguen realizar las cosas que intentan hacer; son cómicos, se mueven con un equilibrio precario y son desmañados, pero... están de nuestra parte. No reaccionamos ante ellos con admiración, sino con simpatía; no con estupor, sino con comprensión; no con la tensión, sino con una sonrisa. De los acróbatas decimos: «¿Cómo conseguirán hacerlo?». De los payasos decimos: «Son como nosotros». Los payasos, con una lágrima y una sonrisa, nos recuerdan que compartimos las mismas debilidades humanas.

Entre las acciones emocionantes de los héroes de este mundo, tenemos una constante necesidad del payaso, de personas que con su vida vacía y solitaria —de oración y de contemplación— nos revelen la otra cara y nos ofrezcan así consuelo, alivio, esperanza y una sonrisa. En esta grande, ajetreada, fascinante y turbadora ciudad continuamos sintiendo la tentación de unirnos a los domadores de leones y a los trapecistas, que reciben la máxima atención. Pero cada vez que aparecen los payasos se nos recuerda que lo que cuenta realmente es algo diferente a lo espectacular y a lo sensacional: es lo que pasa entre una escena y otra. Los payasos, con su comportamiento «inútil», nos muestran no sólo que muchas de nuestras preocupaciones, de nuestros afanes, de nuestras ansias y tensiones tienen necesidad de una sonrisa, sino que también nosotros tenemos pintura blanca en nuestro rostro y estamos llamados a comportarnos como payasos.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Baal 

La celebración de la Trinidad propone de nuevo uno de los temas más fuertes de la Biblia, el del verdadero rostro divino contra todos los que Lutero en latín llama las simiae Dei, es decir, las caricaturas de Dios. Efectivamente, hay una fuerte tentación en la humanidad a crearse una divinidad a su propia imagen y semejanza, «obra de las manos del hombre», como dice la Escritura. Pues bien, para el Antiguo Testamento, el ídolo que se opone al Señor vivo, creador y rey de la historia, lleva habitualmente el nombre de Baal, vocablo de por sí neutro, que puede ser aplicado incluso al verdadero Dios, porque significa «señor, patrón».

Pues bien, con este nombre los indígenas de la región sirio-palestina designaban a la suprema divinidad de su templo, fuente de la fecundidad humana y animal, y de la fertilidad de los campos, señor del cielo y de la tierra, simbólicamente representado en el toro prolífico y en la tempestad, porque la lluvia estaba considerada como el semen divino derramado en el seno árido del terreno para hacerlo germinar de vida. El culto a Baal se practicaba en «los altos», santuarios hechos sobre colinas con estelas y palos sagrados que eran evidentes imágenes fálicas, signos de potencia viril, y con rituales sexuales y orgiásticos. No en vano la Biblia llama a los ministros del culto baálico despreciativamente «prostitutos y prostitutas» y describe la infidelidad de Israel como «prostitución».

Por consiguiente Baal era una divinidad que se difundía y se mantenía en la creación como una energía vital (por esto se habla de la religión de Canaán como de una religión «inmanente»). La multiplicidad de los santuarios distribuidos en toda la región, llevó al desarrollo de una variedad de Baales locales que indicaban sus aspectos particulares (más o menos como sucede en los distintos santuarios marianos), y no dioses diferentes. Por esto en el Antiguo Testamento se menciona dieciocho veces a los Baalim, es decir, Baal en plural, lo que da casi la impresión de un politeísmo baálico.

La polémica bíblica en relación con esta teología de la fertilidad es firme y constante, aun cuando el propio Israel asuma el simbolismo nupcial —a partir del profeta Oseas— para describir la relación de alianza que hay establecida entre el Señor y su pueblo. Para Israel, sin embargo, era fuerte la tentación de asimilar elementos del culto a Baal, aplicándolos al propio Dios. Por eso es por lo que Aarón construye un toro de oro (despreciativamente la Biblia lo llama «becerro») en el desierto con el fin de hacer más perceptible al Señor trascendente del Sinaí. Y este riesgo será constante, según la repetida amonestación de los profetas.

Con referencia a esto es simbólico el contraste que se da en un alto sagrado de Baal, en el monte Carmelo, por la intervención del profeta Elías. Por un lado, está el Dios vivo que interviene en la realidad creada con la fuerza de su misterio, sin magias ni maniobras humanas. Por otro lado, los sacerdotes de Baal tienen que recurrir a un arsenal de ceremonias y ritos, incluso sangrientos, para mover a un dios inerte e impotente. Léase la descripción de esta ordalía en el capítulo 18 del libro primero de los Reyes. El Salmo 115 declara que los ídolos «son de oro y plata, hechura de la mano del hombre; tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz, pero no huelen, tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan, no sale una voz de su garganta. Los que los fabrican serán igual que ellos, y todos los que en ellos se confían»

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