2 de Junio 2010. MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. MIÉRCOLES DE LA IX SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, Feria o SAN MARCELINO Y SAN PEDRO, mártires, Memoria Libre. 1ª semana del Salterio. (Ciclo C).. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Eugenio I pp, Erasmo ob mr, Guido ob. Beato Sadoc y com mrs.LITURGIA DE LA PALABRA.
2 Tm 1, 1-3. 6-12. Reaviva el don de Dios, que recibistes cuando te impuse las manos.
Sal 122 R/. A ti, Señor, levanto mis ojos.
Marcos 12, 18-27. No es Dios de muertos, sino de vivos.
Como en el evangelio de ayer, Jesús se ve enfrentado a un grupo judío que trata de desacreditar sus enseñanzas. Los saduceos que no creen en la resurrección ponen a Jesús en una situación difícil. Los judíos estaban obligados por la ley del levirato, a tomar como esposa a la mujer de su hermano cuando éste fallecía sin dejar descendencia. Usando esta norma los saduceos hacen una pregunta mal intencionada a Jesús. Nuevamente Él da una enseñanza y al mismo tiempo una buena noticia. Por una parte afirma que “Dios no es un Dios de muertos”, y por otra que la nueva vida no es continuar atado a las leyes humanas. Los saduceos están equivocados por no entender las escrituras, quizás no tuvieron la disposición para descubrir en ella el mensaje de Dios. Es un riesgo que también corremos nosotros, continuar con nuestros prejuicios y paradigmas y no dejarnos iluminar por la escritura. Los saduceos tampoco conocen el poder de Dios, ¿cuántas veces nosotros sólo confiamos en nuestras fuerzas, conocimiento e instinto, que en las promesas y el poder de Dios? Si confiamos y trabajamos por hacer vida las promesas de Dios, podemos desde ahora comenzar a gozar de nuestra propia resurrección.
PRIMERA LECTURA.
2Timoteo 1,1-3.6-12
Reaviva el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos
Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, llamado a anunciar la promesa de vida que hay en Cristo Jesús, a Timoteo, hijo querido; te deseo la gracia, misericordia y paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro.
Doy gracias a Dios, a quien sirvo con pura conciencia, como mis antepasados, porque tengo siempre tu nombre en mis labios cuando rezo, de noche y de día. Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo; y ahora, esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio. De este Evangelio me han nombrado heraldo, apóstol y maestro, y ésta es la razón de mi penosa situación presente; pero no me siento derrotado, pues sé de quién me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 122
R/.A ti, Señor, levanto mis ojos.
A ti levanto mis ojos, / a ti que habitas en el cielo. / Como están los ojos de los esclavos / fijos en las manos de sus señores. R.
Como están los ojos de la esclava / fijos en las manos de su señora, / así están nuestros ojos / en el Señor, Dios nuestro, / esperando su misericordia. R.
SANTO EVANGELIO.
Marcos 12,18-27
No es Dios de muertos, sino de vivos
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, de los que dicen que no hay resurrección, y le preguntaron: "Maestro, Moisés nos dejó escrito: "Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero no hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano." Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos; el segundo se casó con la viuda y murió también sin hijos; lo mismo el tercero; y ninguno de los siete dejó hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección y vuelvan a la vida, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete han estado casados con ella."
Jesús les respondió: "Estáis equivocados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios. Cuando resuciten, ni los hombres ni las mujeres se casarán; serán como ángeles del cielo. Y a propósito de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo Dios: "Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob"? No es Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: 2 Timoteo 1, 1-3.6-12.
La segunda Carta a Timoteo parece ser que fue la última que escribió Pablo antes de morir. En consecuencia, tiene todo el sabor de un auténtico «testamento espiritual» en el que se respira una trémula, aunque también serenísima, espera del final inminente. Pablo está en la cárcel y escribe en unos términos apesadumbrados a Timoteo, su discípulo predilecto, por el que ora noche y día, y le aconseja que «reavive» (literalmente, «atice») el don de Dios.
En el pasaje de hoy, tras el saludo (v. 1-3), viene una primera parte (vv. 6-12, aunque continúa hasta 2,13), en la que Pablo exhorta a Timoteo a luchar y a sufrir por el Evangelio. Para Pablo, la «Buena Noticia» es «la promesa de la vida que está en Jesucristo» (v. 1), «que ha destruido la muerte y ha hecho irradiar la vida y la inmortalidad» (v. 10). El apóstol es un hombre elegido por Dios para llevar al mundo este evangelio de la vida no con «un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación». A causa de este anuncio, debe esperarse la hostilidad del mundo, hasta el punto de verse privado de la misma libertad. Pablo no se avergüenza de ello e invita a Timoteo a no avergonzarse de sus cadenas; éstas son el precio del testimonio fiel, de la vocación santa, de la gracia otorgada en Cristo Jesús y revelada ahora en el misterio de su encarnación. Constituyen el signo paradójico de una libertad nueva, la que nace de la fe en él y de la certeza de su fidelidad hasta el último día, el día en el que la vida destruirá a la muerte para siempre.
Comentario del Salmo 122
Es un himno de alabanza que pone el acento en el nombre del Señor; capaz de provocar cambios radicales en la vida de las personas. Los salmos 113 a 118 constituyen «la pequeña alabanza» (el «pequeño Halle», por contraste con el «gran Hallel»: el salmo 136) que rezan los judíos en las fiestas importantes. Según Mt 26,30, Jesús rezó estos salmos después de la Cena Pascual.
Este salmo tiene introducción (1-3) y cuerpo (4-9), pero no conclusión, pues la alabanza continuaba en el salmo 114. El cuerpo del salmo puede dividirse en dos partes: 4-6 y 7-9.
La introducción comienza con un grito: « ¡Aleluya!» (Expresión hebrea que significa «alabad al Señor»), invitando al pueblo, a que se llama «siervos», a alabar el nombre del Señor (1): Se expresa el deseo de que este nombre sea bendecido por siempre (2) y que la alabanza dure todo el día (3). En la introducción se menciona a Dios como «Señor» (Yavé) cuatro veces y su nombre, tres. También el verbo alabar aparece tres veces.
El cuerpo del salmo tiene dos partes. Las dos explicitan por qué hay que alabar el nombre del Señor. En la primera (4-6) Dios es presentado como Señor de los pueblos y de todo el universo. Su trono encuentra por encima de los cielos. En dos ocasiones aparece verbo elevar. Con él se pretende afirmar que Dios está por encima de todo (los cielos) y de todos (los pueblos). Sin embargo, quien se eleva por encima de todo y de todos, también se abaja para mirar al cielo y a la tierra. ¿Con qué resultado?
Viene, entonces, la segunda parte (7-9). Se mencionan cuatro acciones del Señor, Al abajarse para mirar la tierra, el «elevado» provoca un cambio radical en la sociedad: levanta del polvo al débil y saca de la basura al indigente, sentándolo en el consejo del pueblo (7-8). Cuando el Señor se levanta de su trono, los indigentes que viven en la basura también son levantados de la miseria en que se encuentran y se les asigna un asiento entre los consejeros de la ciudad y del pueblo. Es la primera gran transformación social. La segunda (9) se refiere a la mujer estéril. Al levantarse de su trono, el Señor hace que se siente en casa, a la mesa, como una madre feliz de sus hijos. Aquí se está cambiando, no sólo en lo que respecta a la superación de la esterilidad. En aquel tiempo y en aquella cultura, la madre durante las comidas, solía quedarse en pie para servir a los comensales. Aquí, en cambio, se sienta, rodeada por sus hijos.
Podemos ver pues, cómo el cuerpo de este salmo se caracteriza por los siguientes contrastes: el elevarse y el abajarse del Señor, el levantarse del trono y el dar asiento, el abajarse y el levantar al pobre y sacar al indigente.
Este salmo supone que nos encontrarnos en un lugar público y que la persona que lo compuso está rodeada de gente (1). La alabanza suele poner de manifiesto algunas acciones importantes de Dios. En este salmo es su nombre lo que se convierte en motivo de alabanza Ya se ha indicado en las dos partes del cuerpo (4-6 y 7-9) lo que representa este nombre y las consecuencias que tiene para la sociedad. Este salmo nos muestra cómo era la sociedad de aquel tiempo. De hecho, habla de pobres e indigentes que se arrastran por el polvo y viven en la basura (una imagen suficientemente conocida en los vertederos de las grandes ciudades). El salmo nada dice acerca de las causas que han dado lugar a la existencia de pobres e indigentes, pero sabemos cuáles son. Sólo se habla de dos situaciones extremas: por un lado, están los que viven en la basura; por el otro, los que viven entre lujos (los príncipes). Los príncipes eran, ciertamente, la elite dirigente de la sociedad, los «senadores y diputados». El Señor da muestras de su infinita misericordia: al indigente nacido en medio de la basura lo sienta en un escaño de senador, Cambia la norma económica y social.
Otro detalle interesante se refiere al caso de la mujer estéril. En aquel tiempo y en aquella cultura, la esterilidad, además de relativamente frecuente, era sinónimo de castigo divino. Con viene, además, llamar la atención sobre el papel que jugaba la esposa-madre. Durante las comidas, tenía que estar de pie para servir a su marido y a sus hijos varones. También en esto, el Señor se muestra magnánimo.
Hace fecunda a la mujer y la pone en el mismo nivel que los hombres (es decir; sentada), La mujer de este salmo ha recuperado, en un instante, toda su dignidad. Y se puede comparar con las grandes matriarcas del pasado, que tuvieron que hacer frente a este mismo tipo de discriminación: Sara, Rebeca, Raquel y otras...
Se menciona a Dios siete veces en total (seis como «Señor» y una de manera genérica como Dios). Esto sería suficiente para hablar del rostro que tiene Dios en este salmo. No obstante, podemos profundizar en esto un poco más. Este salmo muestra cómo el nombre del Señor provoca cambios radicales: el indigente se sienta con los príncipes, la estéril se sienta a la mesa rodeada por sus hijos. ¿Por qué tiene este salmo la valentía de afirmar estas cosas? Porque la primera y principal experiencia de Dios que tiene Israel consiste en el éxodo. El Señor está íntimamente vinculado a la liberación de la esclavitud en Egipto. Ahí tuvo lugar el principal de los cambios revolucionarios. Estableció su alianza con este pueblo sometido a esclavitud, volviéndolo fecundo y príncipe en la Tierra Prometida. La opción de Dios por el débil, por el indigente y por lo estéril es tan clara como el sol de mediodía.
Después del exilio en Babilonia (que concluyó el 538 a.C.), los sacerdotes judíos alejaron a Dios de la vida del pueblo, recluyéndolo a en un cielo distante, majestuoso y glorioso.
Este salmo acepta esta concepción de un Dios elevado. Pero esto no le impide mirar hacia la tierra, desencadenando una revolución social.
La encarnación de Jesús viene a culminar este salmo. En la Carta a los filipenses (2,6-1 1), Pablo muestra cómo tuvo esto lugar. El mismo Hijo de Dios bajó —«se rebajó»— a nuestra realidad y la vivió plena e intensamente. María cantó la radical transformación que Dios obró en ella (Lc 1,46-55). Jesús se mezcló con pecadores y marginados (Mt 9,9-13; Lc ls, lss). No sólo sacó de la exclusión a los marginados (pobres, enfermos, mujeres); fue más allá, liberando a la gente de unas cadenas aparentemente irreversibles, como es el caso de la muerte.
Este salmo se presta para las ocasiones en que querernos alabar el nombre del Señor y sus acciones de liberación y de vida; cuando queremos sentir cerca su presencia liberadora; cuando no nos conformamos con la idea de un Dios de gloria y majestad, pero distante, que no está comprometido con la justicia social...
Comentario del Santo Evangelio: Marcos 12,18-27
La cuestión planteada por los saduceos en el evangelio de hoy es, una vez más, tendenciosa; sin embargo, proporciona a Jesús la ocasión de presentar en sus justos términos el sentido de la vida más allá de la muerte. En aquellos tiempos, además de los saduceos, que negaban la resurrección, estaban también los rabinos- fariseos, que la afirmaban, aunque con cierta libertad interpretativa. Había entre ellos, en efecto, quienes consideraban que sólo resucitarían los justos, sólo los judíos o todos los hombres, mientras que otros creían que los difuntos resucitarían en su corporalidad originaria, incluidas las enfermedades. Más tarde, en los tiempos en que fue redactado el evangelio de Marcos, ejercía una gran influencia el pensamiento helenístico-pagano. Este último prefería hablar de inmortalidad del espíritu, capaz por su propia naturaleza de sobrevivir más allá del cuerpo, liberándose de la prisión que éste representaba. La enseñanza de Jesús responde un poco a todos, poniendo en el centro la verdad del amor de Dios: si Dios ama al hombre, no puede abandonarle en poder de la muerte, sino que lo unirá consigo, fuente de la vida, para hacerlo inmortal.
Por lo que respecta a la modalidad de ese estado futuro, la respuesta de Cristo es que la vida de los muertos escapa de los esquemas del mundo presente: será una vida diferente, porque es divina, eterna, comparable a la de los ángeles, de suerte que el matrimonio y la reproducción carecen en ella de sentido. Tampoco podrá ser en modo alguno una especie de prolongación de la vida presente, sino una vida nueva, en la que entra todo el hombre, no sólo el espíritu, sino toda la realidad humana, que se verá transformada misteriosamente. Con todo, hay una cosa absolutamente cierta: la razón fundamental hemos de buscarla en la fidelidad del Eterno: la promesa de la resurrección no es un derecho del hombre, sino la inevitable consecuencia o la medida ilimitada del amor divino, más fuerte que la muerte.
El cristianismo es el evangelio de la vida. La vida es la Buena Noticia que el cristiano anuncia a un mundo cada vez más inmerso en una cultura de muerte. Y, en verdad, se trata de una buena noticia, porque sólo quien cree en Cristo puede hablar de una vida «que ha destruido la muerte» y creer en la inmortalidad futura. Es más, no puede dejar de hacerlo, con el espíritu de fortaleza y de amor que se le ha dado, sin miedo ni timidez. Del mismo modo que Pablo, en la cárcel y esperando el final, proclama con valor la promesa de la vida en Cristo Jesús, tampoco el cristiano pide que le dispensen del drama del sufrimiento o de la derrota de la muerte, sino que, precisamente en el interior de esta común experiencia o desde lo hondo del abismo, anuncia la esperanza de la vida que no muere.
Su testimonio se vuelve así creíble, porque es completamente humano y está abierto de par en par a la gracia, como si los dos abismos, el de la fragilidad terrena y el del poder celestial, se tocaran en él, como en un tiempo se encontraron (o se recapitularon) en la cruz de Jesús. Por eso, Dios Padre resucitó al Hijo, del mismo modo que librará de las cadenas de la muerte a todo creyente que no se avergüence del Evangelio de la vida. Nuestro Dios, en efecto, «no es un Dios de muertos, sino de vivos».
Comentario del Santo Evangelio: Mc 12,18-27, para nuestros Mayores. No es Dios de muertos, sino de vivos.
La dicha de la esperanza. Jesús quiere proclamar un mensaje esencial dentro de la Buena Noticia (Evangelio): la existencia, más allá de esta vida terrena y de la historia, de un hombre nuevo formando una humanidad nueva. Los saduceos, que negaban la resurrección y la vida trascendente, le brindan la oportunidad. Pretenden situarle en una aporía (en un callejón sin salida) para dejarle en ridículo y desautorizarle. Le presentan el caso de una viuda sin hijos, que se ha casado sucesivamente con siete hermanos sin tener hijos con ninguno de ellos. La pregunta capciosa es: “¿De qué marido será esposa en la otra vida?”. Le hacen esta pregunta porque la ley mosaica del levirato mandaba al hermano de un marido difundo y sin descendencia casarse con la viuda (Dt 25,5-6). Esto era así porque, cuando se dictaminó la ley, todavía Israel no había llegado a la fe en la resurrección de los muertos. El hermano difunto, al casarse con su cuñada y tener hijos con ella, le daba una forma de pervivencia al difunto en los sobrinos.
Jesús proclama rotundamente la vida eterna más allá de la muerte. Cita: “Yo soy el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob”. No tendría sentido proteger a unos futuros muertos para abandonarlos al fin de sus días. Si los patriarcas están definitivamente muertos cuando Dios se proclama su Salvador, su salvación no ha pasado de ser una burla. Por eso “no es Dios de muertos, sino de vivos”.
Esta proclamación de Jesús es una llamada al gozo de la esperanza. La vida no es “una pasión inútil”, como asegura Sartre, sino la víspera de una fiesta sorprendente. Cuando las contrariedades nos vapulean, los creyentes exclamamos con Pablo: “Los sufrimientos del tiempo presente son nada comparados con la gloria que nos espera” (Rm 8,18). Por otra parte, al gozar de las alegrías legítimas y profundas de la vida, sabemos que sólo estamos saboreando los aperitivos de la gloria. A cuántos creyentes esta esperanza les ha hecho exclamar como a Pablo: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1,23).
Serán como ángeles. ¿Cómo será la vida bienaventurada? No una simple proyección de la vida terrena; los bienaventurados no serán cadáveres resucitados; “serán como ángeles”. Cuando el hombre “carnal”, en expresión paulina, se imagina el cielo como el lugar donde se podrán satisfacer todos los caprichos, está imaginando un cielo grotesco. ¡Qué diferente es el que sueñan los santos, tras sus experiencias místicas! El cielo será “otra” vida. Se experimentará una discontinuidad. Pablo lo expresa con un cambio de morada: “Moraremos en un albergue eterno en el cielo no construido por hombres” (2 Co 5,1). Nuestro cuerpo experimentará una transformación increíble. No será este cuerpo mil veces vulnerable, sino un cuerpo glorificado, “angélico”. “Seremos transformados, porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad” (1 Co 15,52-53). “Allí no habrá llanto, ni luto, ni dolor” (Ap 21,4).
Pablo, que se asomó al cielo por el ojo de la cerradura en su experiencia sobrenatural de Damasco, asegura: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni
mente humana es capaz de imaginar lo que Dios tiene preparado para los que lo aman” (1 Co 2,9). Testifica que la experiencia es inexpresable: “Ese hombre (él mismo) fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas, que un hombre no es capaz de repetir” (2 Co 12,4). Los santos, con sus impactos místicos, experiencias sobrenaturales, visiones y éxtasis, nos permiten barruntar la dicha insospechable que nos espera, gracias a Dios.
Un nuevo nacimiento. La vida trascendente entraña también continuidad con la vida presente. La Iglesia lo esclarece con el símil del nacimiento. Llama “natalicio” a la muerte de los santos. El hombre que nace es el mismo que estaba en el seno de la madre. Si se gestó robusto y sano, nace robusto y sano; si se gestó con alguna deformación congénita, con ella nace. Es el mismo ser humano, aunque empieza una fase cualitativamente muy diferente en su forma de vivir. Lo mismo le ocurre al que muere. La persona traspasará el umbral sola, enteramente desnuda, con todo y sólo lo que constituya su “ser”, quedando en el umbral lo que constituye su tener, su ropaje externo: “Nada trajimos al mundo, como nada llevaremos” (1 Tm 6,7), más que las obras de amor (Ap 14,13).
Hay realidades solamente valederas para esta vida, lo mismo que el bastón o la cantimplora sólo sirven para el camino. Esto es lo que ocurre con la actividad sexual: “Serán como ángeles”. En cambio, “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna, la libertad y todos los demás bienes trascendentes, los encontraremos de nuevo cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno. Este Reino, ya presente en nuestra tierra, se perfeccionará con la venida del Señor” (GS 39). Por eso, en la seriedad de la vida y de la historia se gestan la vida futura y la nueva humanidad. No se trata de conservar una “entrada para el cielo” como quien conserva una entrada vitalicia para un parque paradisíaco; se trata de construir el parque, de iniciar y gustar ya la vida futura. La fe en la vida eterna significa creer primero en la vida presente.
El verdadero creyente constituye y vive esta vida como víspera gozosa de la otra. Las experiencias humanas, profundas, gratificantes, las reencontraremos transfiguradas y potenciadas. “El amor no pasa nunca” (1 Co 13,8). No pasa ninguna forma de amor verdadero ni las alegrías que conlleva. El cielo será las grandes experiencias humanas, vividas con una intensidad y pureza inimaginable. “No se casarán”, pero vivirán con más hondura la amistad del matrimonio. Nuestra felicidad no puede ser otra que la de Dios, ya que hemos sido creados “a su imagen y semejanza” (Gn 1,26). Y Dios es la felicidad suprema porque es el Amor supremo. Por eso el hombre que ama, inicia su cielo en la tierra. Afirma Abbé Pierre en Testamento: “La vida me ha enseñado que vivir es un poco de tiempo que se nos concede para aprender a amar y prepararme al eterno encuentro con el amor eterno. Ésta es la certeza que quisiera ofrecer en herencia. Porque esta certeza es la clave de mi vida y de todo lo que hice”.
Comentario del Santo Evangelio: (Mc 12,18-27), de Joven para Joven. El don de la vida
La polémica de los adversarios contra Jesús no hace ademán de disminuir. Ahora es el turno de los saduceos. Este grupo, que sólo reconocía los cinco primeros libros de la Biblia, atestiguaba un minimalismo teológico desconcertante, refractario a diferentes ideas. No podían compartir, entre otras cosas, la idea de la resurrección después de la muerte, porque habría sido también como un juicio de la vida terrena —y la suya no brillaba ciertamente por su ejemplaridad—. La lectura rabínica atribuía a los saduceos esta máxima: «Como la nube se deshace y desaparece, así el hombre baja a la tumba y ya no vuelve». El presupuesto de su pregunta era, por tanto, la «ley del levirato». Esta particular institución jurídica de Israel y de los pueblos del Oriente Antiguo preveía la situación de una mujer casada que se quedara viuda y sin hijos; en este caso, el hermano del difunto —es decir, el cuñado (en latín, levir) debía casarse con la viuda y darle descendencia, que recibiría el nombre y la herencia del difunto del que era considerado hijo. Esta ley se comprende en el marco de la sociedad patriarcal. El acto de engendrar tenía una importancia capital por una serie de motivos: garantizaba la continuidad de la familia, era una forma de realización de la persona, contribuía al desarrollo del pueblo, aceleraba la venida del Mesías. Por último, como consecuencia no desdeñable, esta ley evitaba la dispersión del patrimonio.
Le proponen a Jesús un caso pretendidamente paradójico (vv. 20-22). La pregunta final (v. 23) suena como un absurdo inaceptable que pone en ridículo la tesis de la resurrección. Jesús aprovecha la ocasión para impartir una preciosa catequesis sobre el profundo valor del matrimonio y sobre lo que queda también más allá de la frontera de la muerte. Del ejemplo aducido por sus adversarios concluye la falta de un verdadero conocimiento religioso por parte de los saduceos. Ignoran, sobre todo, «el poder de Dios» (v. 24), que tiene la posibilidad de crear algo nuevo, algo inimaginable para el pensamiento humano, porque Dios tiene recursos que el hombre ni siquiera puede prever. La vida futura es lo novum y todavía no conocido que Dios prepara a los suyos.
Una vez corregido el tosco modo de entender la resurrección, Jesús confirma la existencia de la misma (vv. 25-27). Como los saduceos habían apelado al texto bíblico para probar la inexistencia de la resurrección, también Jesús parte ahora de la Palabra de Dios, entendida rectamente, para fundamentar su existencia. Permaneciendo en el campo de sus adversarios, que sólo consideraban como Palabra de Dios la Torá de Moisés, Jesús cita Ex 3,6: Dios se compromete con los vivos, no con los muertos, y es a los vivos a quienes hace sus promesas. He aquí, por tanto, que el fundamento último de la resurrección es la conciencia de que el compromiso de Dios no queda anulado por la muerte, porque él es superior a la muerte. El, que es el autor de la vida —más aún, que es vida por definición—, garantiza su beneficio a los que entran en relación con él.
La vida es un buen misterio tanto en su origen como en su conclusión. S. Bellow ha escrito: «Cuando termina esta cosa atormentadora y deslumbradora que es la vida terrena... se ha terminado sólo lo que nosotros conocemos; no concluye lo ignoto». Qué hay después de la muerte es un interrogante que siempre ha apasionado y despertado la curiosidad del ser humano de todos los tiempos. Las respuestas dadas han sido numerosas y diferentes. Probablemente también alguno de nosotros se haya planteado el interrogante, tal vez en distintas ocasiones. Y con razón.
Sea cual sea la respuesta, ninguna nos convence más que la que dio Jesús con su resurrección. Hay una vida después de la muerte, y esta vida será eterna. Existe, no lo olvidemos, la triste posibilidad de una vida de condena. Preferimos detenernos en la bienaventurada.
Serpentea entre nosotros un espíritu de saduceos. Preferimos mantener los ojos gachos, en vez de levantarlos para contemplar las cosas espirituales. Estamos anclados en los sentidos externos y en ocasiones nos mostramos sordos a los susurros de la conciencia. En suma, al hablar de la vida, nos sentimos casi instintivamente inclinados a considerar sólo la visible y terrena. ¿No valdría la pena que pensáramos un poco más en la eterna? ¿Qué pensamos cuando recitamos el domingo, en el credo, «espero las resurrección de los muertos»?
A fin de saborear mejor la vida, gustándola ya como don de Dios en el tiempo, en espera de contemplarle en la eternidad, puede ayudarnos la lectura meditada de esta página de san Ireneo: «La gloria de Dios da la vida; por eso los que ven a Dios reciben la vida. Y, por consiguiente, aquel que es ininteligible, incomprensible e invisible, se hace visible, comprensible e inteligible por los hombres, para dar vida a los que le comprenden y le ven. Es imposible vivir si no se ha recibido la vida, pero no es posible tener la vida más que con la participación en el ser divino. Ahora bien, esa participación consiste en ver a Dios y gozar de su bondad. Así pues, los hombres verán a Dios para vivir, y se volverán inmortales y divinos en virtud de la visión de Dios... El hombre vivo es la gloria de Dios, y la vida del hombre es la visión de Dios».
Acude, espontáneo, un sentido de gratitud por el don de la vida, corroborado por un generoso compromiso encaminado a hacerla lo más bella posible para nosotros y para los demás.
Elevación Espiritual para este día.
Por lo que a mí toca, escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios, con tal de que vosotros no me lo impidáis. Yo os lo suplico: no mostréis conmigo una benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Halagad más bien a las fieras, para que se conviertan en sepulcro mío y no dejen rastro de mi cuerpo, con lo que, después de mi muerte, no seré molesto a nadie. Cuando el mundo no vea ya ni mi cuerpo entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo. Suplicad a Cristo por mí, para que por esos instrumentos logre ser sacrificio para Dios. No os doy yo mandatos como Pedro y Pablo. Ellos fueron apóstoles; yo no SOY más que un condenado a muerte. Ellos fueron libres; Yo, hasta el presente, soy un esclavo.
De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a aquel que murió por nosotros; quiero a aquel que por nosotros resucitó. Y mi parto es ya inminente. Perdonadme, hermanos, no me impidáis vivir; no os empeñéis en que yo muera; no entreguéis al mundo a quien no anhela sino ser de Dios; no me tratéis de engañar con lo terreno. Dejadme contemplar la luz pura. Llegado allí, seré de verdad hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios (Ignacio de Antioquía, Carta a los romanos, 4, 6ss).
Reflexiones Espirituales para el día.
Y, para terminar, me gustaría estar en la luz, quisiera tener, por último, una noción recopiladora y sabia sobre el mundo y sobre la vida: me parece que esa noción debería expresarse como agradecimiento. Esta vida mortal, a pesar de sus aflicciones, de sus oscuros misterios, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, es una realidad hermosísima, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y gloria: ¡la vida, la vida del hombre! No es menos digno de exaltación y de feliz estupor el marco que rodea la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de las mil fuerzas, de las mil leyes, de las mil bellezas, de las mil profundidades. Es un panorama encantador... El teatro del mundo es el designio, hoy todavía incomprensible en su mayor parte, de un Dios creador, que se llama Padre nuestro y que está en el cielo. Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre. Esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero de la primera y única Luz.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1, 1-8 y 1, 6-14 (1, 1-3. 6-12/1, 6-8. 13-14/1, 13-14; 2, 1-3/ 1, 8b-1O). El profetismo no siempre tiene buena prensa.
Pablo insiste, como siempre, en el origen sobrenatural de su vocación: él es apóstol «por voluntad de Dios». Es muy curioso observar que Pablo, al escribir al judío Timoteo, le recuerde que “da culto a Dios, como sus antepasados”.
Efectivamente, Timoteo era hijo de padre griego y de madre judía (He 16, 1-3): ya era cristiano, cuando Pablo lo encontró en Derbe; pero, para evitar un conflicto inútil, lo circuncidó «en atención a los judíos que había en aquellos lugares». Pablo defendía con vehemencia la no necesidad de pasar por la circuncisión para ser cristiano: la fe en Cristo podía obtenerse simplemente desde la propia situación de pagano. Ahora bien, se había acordado estratégicamente que los judíos admitidos al cristianismo procedieran de la circuncisión; el caso de Timoteo estaba claro: su madre era judía y eso bastaba, según la tradición, para considerarlo como tal. Así se explica aquel acto de condescendencia, que nos muestra a un Pablo firme en sus convicciones, pero dotado de la suficiente flexibilidad en un momento concreto de la praxis.
Esta condición de judío la sigue subrayando, cuando a continuación habla de la madre y de la abuela de Timoteo, que debieron ser unas piadosas judías y que a lo mejor no se habían hecho cristianas. Pablo nos da un admirable ejemplo de libertad religiosa y de ecumenismo: su fe cristiana empalmaba directamente con su realidad religiosa anterior, en la cual coincidía también con aquellas piadosas mujeres que siguieron su vieja y ancestral ruta religiosa, sin quizá ingresar en la comunidad cristiana.
A continuación Pablo recuerda a Timoteo que un día le impusieron las manos. Este rito, del que habla ya 1Tim 4, 14, era realizado por la «asamblea de los presbíteros», entre los cuales estaba el propio Pablo.
Ahora bien, esta imposición de manos trasmitía a Timoteo «un don de Dios»: como vemos, es un lenguaje muy poco jurídico. ¿Y en qué consistía primordialmente ese don?
No se trataba de «timidez, sino de fortaleza y de amor y de dominio propio»: probablemente el ambiente de la comunidad de Timoteo está dominado por el temor a las nacientes persecuciones, de las que ya iba siendo víctima el cristianismo primitivo. Un cristiano «ordenado» debe ser un cristiano fuerte y batallador, no un dirigente tímido y excesivamente prudente «según la carne».
Por eso Pablo recuerda a Timoteo que «no debe avergonzarse del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero»: en un primer momento, la proclamación del Evangelio no estaba rodeada de ningún prestigio; las autoridades imperiales romanas sólo lo presentaban como un puro acto subversivo e incluso criminal. Estaban muy lejos los tiempos en que el «martirio» pudiera considerarse como un acto de heroísmo. Es lo que pasa con los comienzos de toda actitud profética: el se presenta revestido de toda honorabilidad; por eso, todo acto que lo ponga en peligro viene considerado, incluso por los mejores, como una locura ingenua o incluso como un intento de socavar el orden y el bienestar de una sociedad bien constituida. El profetismo de los primeros momentos no está acompañado por el clamor y el aplauso de una prensa contestataria, sino por el silencio sepulcral de los buenos y de los mejores. Se trata de un «profetismo inconfesado e inconfesable».
Aquella era la situación de la comunidad, a cuyo frente estaba el viejo Timoteo. Por eso se explica que evoque con tanta precisión aquellos recuerdos y consejos que antaño le había transmitido su inolvidable maestro.
De este maestro suyo recuerda que, cuando estuvo en la prisión, le decía que «no se avergonzaba del Evangelio, porque sabía perfectamente de quién se había fiado». Pablo murió en la soledad. Murió en la maravillosa creencia de la fe.
Esto es lo que recomienda a su discípulo «que guarde el depósito». Como es claro, no se trata de un elenco escolástico de afirmaciones religiosas, sino de mucho más: de la propia fe en Cristo resucitado, a pesar de la impopularidad de un gesto semejante. +
La segunda Carta a Timoteo parece ser que fue la última que escribió Pablo antes de morir. En consecuencia, tiene todo el sabor de un auténtico «testamento espiritual» en el que se respira una trémula, aunque también serenísima, espera del final inminente. Pablo está en la cárcel y escribe en unos términos apesadumbrados a Timoteo, su discípulo predilecto, por el que ora noche y día, y le aconseja que «reavive» (literalmente, «atice») el don de Dios.
En el pasaje de hoy, tras el saludo (v. 1-3), viene una primera parte (vv. 6-12, aunque continúa hasta 2,13), en la que Pablo exhorta a Timoteo a luchar y a sufrir por el Evangelio. Para Pablo, la «Buena Noticia» es «la promesa de la vida que está en Jesucristo» (v. 1), «que ha destruido la muerte y ha hecho irradiar la vida y la inmortalidad» (v. 10). El apóstol es un hombre elegido por Dios para llevar al mundo este evangelio de la vida no con «un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de ponderación». A causa de este anuncio, debe esperarse la hostilidad del mundo, hasta el punto de verse privado de la misma libertad. Pablo no se avergüenza de ello e invita a Timoteo a no avergonzarse de sus cadenas; éstas son el precio del testimonio fiel, de la vocación santa, de la gracia otorgada en Cristo Jesús y revelada ahora en el misterio de su encarnación. Constituyen el signo paradójico de una libertad nueva, la que nace de la fe en él y de la certeza de su fidelidad hasta el último día, el día en el que la vida destruirá a la muerte para siempre.
Comentario del Salmo 122
Es un himno de alabanza que pone el acento en el nombre del Señor; capaz de provocar cambios radicales en la vida de las personas. Los salmos 113 a 118 constituyen «la pequeña alabanza» (el «pequeño Halle», por contraste con el «gran Hallel»: el salmo 136) que rezan los judíos en las fiestas importantes. Según Mt 26,30, Jesús rezó estos salmos después de la Cena Pascual.
Este salmo tiene introducción (1-3) y cuerpo (4-9), pero no conclusión, pues la alabanza continuaba en el salmo 114. El cuerpo del salmo puede dividirse en dos partes: 4-6 y 7-9.
La introducción comienza con un grito: « ¡Aleluya!» (Expresión hebrea que significa «alabad al Señor»), invitando al pueblo, a que se llama «siervos», a alabar el nombre del Señor (1): Se expresa el deseo de que este nombre sea bendecido por siempre (2) y que la alabanza dure todo el día (3). En la introducción se menciona a Dios como «Señor» (Yavé) cuatro veces y su nombre, tres. También el verbo alabar aparece tres veces.
El cuerpo del salmo tiene dos partes. Las dos explicitan por qué hay que alabar el nombre del Señor. En la primera (4-6) Dios es presentado como Señor de los pueblos y de todo el universo. Su trono encuentra por encima de los cielos. En dos ocasiones aparece verbo elevar. Con él se pretende afirmar que Dios está por encima de todo (los cielos) y de todos (los pueblos). Sin embargo, quien se eleva por encima de todo y de todos, también se abaja para mirar al cielo y a la tierra. ¿Con qué resultado?
Viene, entonces, la segunda parte (7-9). Se mencionan cuatro acciones del Señor, Al abajarse para mirar la tierra, el «elevado» provoca un cambio radical en la sociedad: levanta del polvo al débil y saca de la basura al indigente, sentándolo en el consejo del pueblo (7-8). Cuando el Señor se levanta de su trono, los indigentes que viven en la basura también son levantados de la miseria en que se encuentran y se les asigna un asiento entre los consejeros de la ciudad y del pueblo. Es la primera gran transformación social. La segunda (9) se refiere a la mujer estéril. Al levantarse de su trono, el Señor hace que se siente en casa, a la mesa, como una madre feliz de sus hijos. Aquí se está cambiando, no sólo en lo que respecta a la superación de la esterilidad. En aquel tiempo y en aquella cultura, la madre durante las comidas, solía quedarse en pie para servir a los comensales. Aquí, en cambio, se sienta, rodeada por sus hijos.
Podemos ver pues, cómo el cuerpo de este salmo se caracteriza por los siguientes contrastes: el elevarse y el abajarse del Señor, el levantarse del trono y el dar asiento, el abajarse y el levantar al pobre y sacar al indigente.
Este salmo supone que nos encontrarnos en un lugar público y que la persona que lo compuso está rodeada de gente (1). La alabanza suele poner de manifiesto algunas acciones importantes de Dios. En este salmo es su nombre lo que se convierte en motivo de alabanza Ya se ha indicado en las dos partes del cuerpo (4-6 y 7-9) lo que representa este nombre y las consecuencias que tiene para la sociedad. Este salmo nos muestra cómo era la sociedad de aquel tiempo. De hecho, habla de pobres e indigentes que se arrastran por el polvo y viven en la basura (una imagen suficientemente conocida en los vertederos de las grandes ciudades). El salmo nada dice acerca de las causas que han dado lugar a la existencia de pobres e indigentes, pero sabemos cuáles son. Sólo se habla de dos situaciones extremas: por un lado, están los que viven en la basura; por el otro, los que viven entre lujos (los príncipes). Los príncipes eran, ciertamente, la elite dirigente de la sociedad, los «senadores y diputados». El Señor da muestras de su infinita misericordia: al indigente nacido en medio de la basura lo sienta en un escaño de senador, Cambia la norma económica y social.
Otro detalle interesante se refiere al caso de la mujer estéril. En aquel tiempo y en aquella cultura, la esterilidad, además de relativamente frecuente, era sinónimo de castigo divino. Con viene, además, llamar la atención sobre el papel que jugaba la esposa-madre. Durante las comidas, tenía que estar de pie para servir a su marido y a sus hijos varones. También en esto, el Señor se muestra magnánimo.
Hace fecunda a la mujer y la pone en el mismo nivel que los hombres (es decir; sentada), La mujer de este salmo ha recuperado, en un instante, toda su dignidad. Y se puede comparar con las grandes matriarcas del pasado, que tuvieron que hacer frente a este mismo tipo de discriminación: Sara, Rebeca, Raquel y otras...
Se menciona a Dios siete veces en total (seis como «Señor» y una de manera genérica como Dios). Esto sería suficiente para hablar del rostro que tiene Dios en este salmo. No obstante, podemos profundizar en esto un poco más. Este salmo muestra cómo el nombre del Señor provoca cambios radicales: el indigente se sienta con los príncipes, la estéril se sienta a la mesa rodeada por sus hijos. ¿Por qué tiene este salmo la valentía de afirmar estas cosas? Porque la primera y principal experiencia de Dios que tiene Israel consiste en el éxodo. El Señor está íntimamente vinculado a la liberación de la esclavitud en Egipto. Ahí tuvo lugar el principal de los cambios revolucionarios. Estableció su alianza con este pueblo sometido a esclavitud, volviéndolo fecundo y príncipe en la Tierra Prometida. La opción de Dios por el débil, por el indigente y por lo estéril es tan clara como el sol de mediodía.
Después del exilio en Babilonia (que concluyó el 538 a.C.), los sacerdotes judíos alejaron a Dios de la vida del pueblo, recluyéndolo a en un cielo distante, majestuoso y glorioso.
Este salmo acepta esta concepción de un Dios elevado. Pero esto no le impide mirar hacia la tierra, desencadenando una revolución social.
La encarnación de Jesús viene a culminar este salmo. En la Carta a los filipenses (2,6-1 1), Pablo muestra cómo tuvo esto lugar. El mismo Hijo de Dios bajó —«se rebajó»— a nuestra realidad y la vivió plena e intensamente. María cantó la radical transformación que Dios obró en ella (Lc 1,46-55). Jesús se mezcló con pecadores y marginados (Mt 9,9-13; Lc ls, lss). No sólo sacó de la exclusión a los marginados (pobres, enfermos, mujeres); fue más allá, liberando a la gente de unas cadenas aparentemente irreversibles, como es el caso de la muerte.
Este salmo se presta para las ocasiones en que querernos alabar el nombre del Señor y sus acciones de liberación y de vida; cuando queremos sentir cerca su presencia liberadora; cuando no nos conformamos con la idea de un Dios de gloria y majestad, pero distante, que no está comprometido con la justicia social...
Comentario del Santo Evangelio: Marcos 12,18-27
La cuestión planteada por los saduceos en el evangelio de hoy es, una vez más, tendenciosa; sin embargo, proporciona a Jesús la ocasión de presentar en sus justos términos el sentido de la vida más allá de la muerte. En aquellos tiempos, además de los saduceos, que negaban la resurrección, estaban también los rabinos- fariseos, que la afirmaban, aunque con cierta libertad interpretativa. Había entre ellos, en efecto, quienes consideraban que sólo resucitarían los justos, sólo los judíos o todos los hombres, mientras que otros creían que los difuntos resucitarían en su corporalidad originaria, incluidas las enfermedades. Más tarde, en los tiempos en que fue redactado el evangelio de Marcos, ejercía una gran influencia el pensamiento helenístico-pagano. Este último prefería hablar de inmortalidad del espíritu, capaz por su propia naturaleza de sobrevivir más allá del cuerpo, liberándose de la prisión que éste representaba. La enseñanza de Jesús responde un poco a todos, poniendo en el centro la verdad del amor de Dios: si Dios ama al hombre, no puede abandonarle en poder de la muerte, sino que lo unirá consigo, fuente de la vida, para hacerlo inmortal.
Por lo que respecta a la modalidad de ese estado futuro, la respuesta de Cristo es que la vida de los muertos escapa de los esquemas del mundo presente: será una vida diferente, porque es divina, eterna, comparable a la de los ángeles, de suerte que el matrimonio y la reproducción carecen en ella de sentido. Tampoco podrá ser en modo alguno una especie de prolongación de la vida presente, sino una vida nueva, en la que entra todo el hombre, no sólo el espíritu, sino toda la realidad humana, que se verá transformada misteriosamente. Con todo, hay una cosa absolutamente cierta: la razón fundamental hemos de buscarla en la fidelidad del Eterno: la promesa de la resurrección no es un derecho del hombre, sino la inevitable consecuencia o la medida ilimitada del amor divino, más fuerte que la muerte.
El cristianismo es el evangelio de la vida. La vida es la Buena Noticia que el cristiano anuncia a un mundo cada vez más inmerso en una cultura de muerte. Y, en verdad, se trata de una buena noticia, porque sólo quien cree en Cristo puede hablar de una vida «que ha destruido la muerte» y creer en la inmortalidad futura. Es más, no puede dejar de hacerlo, con el espíritu de fortaleza y de amor que se le ha dado, sin miedo ni timidez. Del mismo modo que Pablo, en la cárcel y esperando el final, proclama con valor la promesa de la vida en Cristo Jesús, tampoco el cristiano pide que le dispensen del drama del sufrimiento o de la derrota de la muerte, sino que, precisamente en el interior de esta común experiencia o desde lo hondo del abismo, anuncia la esperanza de la vida que no muere.
Su testimonio se vuelve así creíble, porque es completamente humano y está abierto de par en par a la gracia, como si los dos abismos, el de la fragilidad terrena y el del poder celestial, se tocaran en él, como en un tiempo se encontraron (o se recapitularon) en la cruz de Jesús. Por eso, Dios Padre resucitó al Hijo, del mismo modo que librará de las cadenas de la muerte a todo creyente que no se avergüence del Evangelio de la vida. Nuestro Dios, en efecto, «no es un Dios de muertos, sino de vivos».
Comentario del Santo Evangelio: Mc 12,18-27, para nuestros Mayores. No es Dios de muertos, sino de vivos.
La dicha de la esperanza. Jesús quiere proclamar un mensaje esencial dentro de la Buena Noticia (Evangelio): la existencia, más allá de esta vida terrena y de la historia, de un hombre nuevo formando una humanidad nueva. Los saduceos, que negaban la resurrección y la vida trascendente, le brindan la oportunidad. Pretenden situarle en una aporía (en un callejón sin salida) para dejarle en ridículo y desautorizarle. Le presentan el caso de una viuda sin hijos, que se ha casado sucesivamente con siete hermanos sin tener hijos con ninguno de ellos. La pregunta capciosa es: “¿De qué marido será esposa en la otra vida?”. Le hacen esta pregunta porque la ley mosaica del levirato mandaba al hermano de un marido difundo y sin descendencia casarse con la viuda (Dt 25,5-6). Esto era así porque, cuando se dictaminó la ley, todavía Israel no había llegado a la fe en la resurrección de los muertos. El hermano difunto, al casarse con su cuñada y tener hijos con ella, le daba una forma de pervivencia al difunto en los sobrinos.
Jesús proclama rotundamente la vida eterna más allá de la muerte. Cita: “Yo soy el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob”. No tendría sentido proteger a unos futuros muertos para abandonarlos al fin de sus días. Si los patriarcas están definitivamente muertos cuando Dios se proclama su Salvador, su salvación no ha pasado de ser una burla. Por eso “no es Dios de muertos, sino de vivos”.
Esta proclamación de Jesús es una llamada al gozo de la esperanza. La vida no es “una pasión inútil”, como asegura Sartre, sino la víspera de una fiesta sorprendente. Cuando las contrariedades nos vapulean, los creyentes exclamamos con Pablo: “Los sufrimientos del tiempo presente son nada comparados con la gloria que nos espera” (Rm 8,18). Por otra parte, al gozar de las alegrías legítimas y profundas de la vida, sabemos que sólo estamos saboreando los aperitivos de la gloria. A cuántos creyentes esta esperanza les ha hecho exclamar como a Pablo: “Deseo morir y estar con Cristo” (Flp 1,23).
Serán como ángeles. ¿Cómo será la vida bienaventurada? No una simple proyección de la vida terrena; los bienaventurados no serán cadáveres resucitados; “serán como ángeles”. Cuando el hombre “carnal”, en expresión paulina, se imagina el cielo como el lugar donde se podrán satisfacer todos los caprichos, está imaginando un cielo grotesco. ¡Qué diferente es el que sueñan los santos, tras sus experiencias místicas! El cielo será “otra” vida. Se experimentará una discontinuidad. Pablo lo expresa con un cambio de morada: “Moraremos en un albergue eterno en el cielo no construido por hombres” (2 Co 5,1). Nuestro cuerpo experimentará una transformación increíble. No será este cuerpo mil veces vulnerable, sino un cuerpo glorificado, “angélico”. “Seremos transformados, porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad” (1 Co 15,52-53). “Allí no habrá llanto, ni luto, ni dolor” (Ap 21,4).
Pablo, que se asomó al cielo por el ojo de la cerradura en su experiencia sobrenatural de Damasco, asegura: “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni
mente humana es capaz de imaginar lo que Dios tiene preparado para los que lo aman” (1 Co 2,9). Testifica que la experiencia es inexpresable: “Ese hombre (él mismo) fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas, que un hombre no es capaz de repetir” (2 Co 12,4). Los santos, con sus impactos místicos, experiencias sobrenaturales, visiones y éxtasis, nos permiten barruntar la dicha insospechable que nos espera, gracias a Dios.
Un nuevo nacimiento. La vida trascendente entraña también continuidad con la vida presente. La Iglesia lo esclarece con el símil del nacimiento. Llama “natalicio” a la muerte de los santos. El hombre que nace es el mismo que estaba en el seno de la madre. Si se gestó robusto y sano, nace robusto y sano; si se gestó con alguna deformación congénita, con ella nace. Es el mismo ser humano, aunque empieza una fase cualitativamente muy diferente en su forma de vivir. Lo mismo le ocurre al que muere. La persona traspasará el umbral sola, enteramente desnuda, con todo y sólo lo que constituya su “ser”, quedando en el umbral lo que constituye su tener, su ropaje externo: “Nada trajimos al mundo, como nada llevaremos” (1 Tm 6,7), más que las obras de amor (Ap 14,13).
Hay realidades solamente valederas para esta vida, lo mismo que el bastón o la cantimplora sólo sirven para el camino. Esto es lo que ocurre con la actividad sexual: “Serán como ángeles”. En cambio, “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna, la libertad y todos los demás bienes trascendentes, los encontraremos de nuevo cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno. Este Reino, ya presente en nuestra tierra, se perfeccionará con la venida del Señor” (GS 39). Por eso, en la seriedad de la vida y de la historia se gestan la vida futura y la nueva humanidad. No se trata de conservar una “entrada para el cielo” como quien conserva una entrada vitalicia para un parque paradisíaco; se trata de construir el parque, de iniciar y gustar ya la vida futura. La fe en la vida eterna significa creer primero en la vida presente.
El verdadero creyente constituye y vive esta vida como víspera gozosa de la otra. Las experiencias humanas, profundas, gratificantes, las reencontraremos transfiguradas y potenciadas. “El amor no pasa nunca” (1 Co 13,8). No pasa ninguna forma de amor verdadero ni las alegrías que conlleva. El cielo será las grandes experiencias humanas, vividas con una intensidad y pureza inimaginable. “No se casarán”, pero vivirán con más hondura la amistad del matrimonio. Nuestra felicidad no puede ser otra que la de Dios, ya que hemos sido creados “a su imagen y semejanza” (Gn 1,26). Y Dios es la felicidad suprema porque es el Amor supremo. Por eso el hombre que ama, inicia su cielo en la tierra. Afirma Abbé Pierre en Testamento: “La vida me ha enseñado que vivir es un poco de tiempo que se nos concede para aprender a amar y prepararme al eterno encuentro con el amor eterno. Ésta es la certeza que quisiera ofrecer en herencia. Porque esta certeza es la clave de mi vida y de todo lo que hice”.
Comentario del Santo Evangelio: (Mc 12,18-27), de Joven para Joven. El don de la vida
La polémica de los adversarios contra Jesús no hace ademán de disminuir. Ahora es el turno de los saduceos. Este grupo, que sólo reconocía los cinco primeros libros de la Biblia, atestiguaba un minimalismo teológico desconcertante, refractario a diferentes ideas. No podían compartir, entre otras cosas, la idea de la resurrección después de la muerte, porque habría sido también como un juicio de la vida terrena —y la suya no brillaba ciertamente por su ejemplaridad—. La lectura rabínica atribuía a los saduceos esta máxima: «Como la nube se deshace y desaparece, así el hombre baja a la tumba y ya no vuelve». El presupuesto de su pregunta era, por tanto, la «ley del levirato». Esta particular institución jurídica de Israel y de los pueblos del Oriente Antiguo preveía la situación de una mujer casada que se quedara viuda y sin hijos; en este caso, el hermano del difunto —es decir, el cuñado (en latín, levir) debía casarse con la viuda y darle descendencia, que recibiría el nombre y la herencia del difunto del que era considerado hijo. Esta ley se comprende en el marco de la sociedad patriarcal. El acto de engendrar tenía una importancia capital por una serie de motivos: garantizaba la continuidad de la familia, era una forma de realización de la persona, contribuía al desarrollo del pueblo, aceleraba la venida del Mesías. Por último, como consecuencia no desdeñable, esta ley evitaba la dispersión del patrimonio.
Le proponen a Jesús un caso pretendidamente paradójico (vv. 20-22). La pregunta final (v. 23) suena como un absurdo inaceptable que pone en ridículo la tesis de la resurrección. Jesús aprovecha la ocasión para impartir una preciosa catequesis sobre el profundo valor del matrimonio y sobre lo que queda también más allá de la frontera de la muerte. Del ejemplo aducido por sus adversarios concluye la falta de un verdadero conocimiento religioso por parte de los saduceos. Ignoran, sobre todo, «el poder de Dios» (v. 24), que tiene la posibilidad de crear algo nuevo, algo inimaginable para el pensamiento humano, porque Dios tiene recursos que el hombre ni siquiera puede prever. La vida futura es lo novum y todavía no conocido que Dios prepara a los suyos.
Una vez corregido el tosco modo de entender la resurrección, Jesús confirma la existencia de la misma (vv. 25-27). Como los saduceos habían apelado al texto bíblico para probar la inexistencia de la resurrección, también Jesús parte ahora de la Palabra de Dios, entendida rectamente, para fundamentar su existencia. Permaneciendo en el campo de sus adversarios, que sólo consideraban como Palabra de Dios la Torá de Moisés, Jesús cita Ex 3,6: Dios se compromete con los vivos, no con los muertos, y es a los vivos a quienes hace sus promesas. He aquí, por tanto, que el fundamento último de la resurrección es la conciencia de que el compromiso de Dios no queda anulado por la muerte, porque él es superior a la muerte. El, que es el autor de la vida —más aún, que es vida por definición—, garantiza su beneficio a los que entran en relación con él.
La vida es un buen misterio tanto en su origen como en su conclusión. S. Bellow ha escrito: «Cuando termina esta cosa atormentadora y deslumbradora que es la vida terrena... se ha terminado sólo lo que nosotros conocemos; no concluye lo ignoto». Qué hay después de la muerte es un interrogante que siempre ha apasionado y despertado la curiosidad del ser humano de todos los tiempos. Las respuestas dadas han sido numerosas y diferentes. Probablemente también alguno de nosotros se haya planteado el interrogante, tal vez en distintas ocasiones. Y con razón.
Sea cual sea la respuesta, ninguna nos convence más que la que dio Jesús con su resurrección. Hay una vida después de la muerte, y esta vida será eterna. Existe, no lo olvidemos, la triste posibilidad de una vida de condena. Preferimos detenernos en la bienaventurada.
Serpentea entre nosotros un espíritu de saduceos. Preferimos mantener los ojos gachos, en vez de levantarlos para contemplar las cosas espirituales. Estamos anclados en los sentidos externos y en ocasiones nos mostramos sordos a los susurros de la conciencia. En suma, al hablar de la vida, nos sentimos casi instintivamente inclinados a considerar sólo la visible y terrena. ¿No valdría la pena que pensáramos un poco más en la eterna? ¿Qué pensamos cuando recitamos el domingo, en el credo, «espero las resurrección de los muertos»?
A fin de saborear mejor la vida, gustándola ya como don de Dios en el tiempo, en espera de contemplarle en la eternidad, puede ayudarnos la lectura meditada de esta página de san Ireneo: «La gloria de Dios da la vida; por eso los que ven a Dios reciben la vida. Y, por consiguiente, aquel que es ininteligible, incomprensible e invisible, se hace visible, comprensible e inteligible por los hombres, para dar vida a los que le comprenden y le ven. Es imposible vivir si no se ha recibido la vida, pero no es posible tener la vida más que con la participación en el ser divino. Ahora bien, esa participación consiste en ver a Dios y gozar de su bondad. Así pues, los hombres verán a Dios para vivir, y se volverán inmortales y divinos en virtud de la visión de Dios... El hombre vivo es la gloria de Dios, y la vida del hombre es la visión de Dios».
Acude, espontáneo, un sentido de gratitud por el don de la vida, corroborado por un generoso compromiso encaminado a hacerla lo más bella posible para nosotros y para los demás.
Elevación Espiritual para este día.
Por lo que a mí toca, escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios, con tal de que vosotros no me lo impidáis. Yo os lo suplico: no mostréis conmigo una benevolencia inoportuna. Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Halagad más bien a las fieras, para que se conviertan en sepulcro mío y no dejen rastro de mi cuerpo, con lo que, después de mi muerte, no seré molesto a nadie. Cuando el mundo no vea ya ni mi cuerpo entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo. Suplicad a Cristo por mí, para que por esos instrumentos logre ser sacrificio para Dios. No os doy yo mandatos como Pedro y Pablo. Ellos fueron apóstoles; yo no SOY más que un condenado a muerte. Ellos fueron libres; Yo, hasta el presente, soy un esclavo.
De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a aquel que murió por nosotros; quiero a aquel que por nosotros resucitó. Y mi parto es ya inminente. Perdonadme, hermanos, no me impidáis vivir; no os empeñéis en que yo muera; no entreguéis al mundo a quien no anhela sino ser de Dios; no me tratéis de engañar con lo terreno. Dejadme contemplar la luz pura. Llegado allí, seré de verdad hombre. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios (Ignacio de Antioquía, Carta a los romanos, 4, 6ss).
Reflexiones Espirituales para el día.
Y, para terminar, me gustaría estar en la luz, quisiera tener, por último, una noción recopiladora y sabia sobre el mundo y sobre la vida: me parece que esa noción debería expresarse como agradecimiento. Esta vida mortal, a pesar de sus aflicciones, de sus oscuros misterios, de sus sufrimientos, de su fatal caducidad, es una realidad hermosísima, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y gloria: ¡la vida, la vida del hombre! No es menos digno de exaltación y de feliz estupor el marco que rodea la vida del hombre: este mundo inmenso, misterioso, magnífico, este universo de las mil fuerzas, de las mil leyes, de las mil bellezas, de las mil profundidades. Es un panorama encantador... El teatro del mundo es el designio, hoy todavía incomprensible en su mayor parte, de un Dios creador, que se llama Padre nuestro y que está en el cielo. Gracias, oh Dios, gracias y gloria a ti, oh Padre. Esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero de la primera y única Luz.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: 1, 1-8 y 1, 6-14 (1, 1-3. 6-12/1, 6-8. 13-14/1, 13-14; 2, 1-3/ 1, 8b-1O). El profetismo no siempre tiene buena prensa.
Pablo insiste, como siempre, en el origen sobrenatural de su vocación: él es apóstol «por voluntad de Dios». Es muy curioso observar que Pablo, al escribir al judío Timoteo, le recuerde que “da culto a Dios, como sus antepasados”.
Efectivamente, Timoteo era hijo de padre griego y de madre judía (He 16, 1-3): ya era cristiano, cuando Pablo lo encontró en Derbe; pero, para evitar un conflicto inútil, lo circuncidó «en atención a los judíos que había en aquellos lugares». Pablo defendía con vehemencia la no necesidad de pasar por la circuncisión para ser cristiano: la fe en Cristo podía obtenerse simplemente desde la propia situación de pagano. Ahora bien, se había acordado estratégicamente que los judíos admitidos al cristianismo procedieran de la circuncisión; el caso de Timoteo estaba claro: su madre era judía y eso bastaba, según la tradición, para considerarlo como tal. Así se explica aquel acto de condescendencia, que nos muestra a un Pablo firme en sus convicciones, pero dotado de la suficiente flexibilidad en un momento concreto de la praxis.
Esta condición de judío la sigue subrayando, cuando a continuación habla de la madre y de la abuela de Timoteo, que debieron ser unas piadosas judías y que a lo mejor no se habían hecho cristianas. Pablo nos da un admirable ejemplo de libertad religiosa y de ecumenismo: su fe cristiana empalmaba directamente con su realidad religiosa anterior, en la cual coincidía también con aquellas piadosas mujeres que siguieron su vieja y ancestral ruta religiosa, sin quizá ingresar en la comunidad cristiana.
A continuación Pablo recuerda a Timoteo que un día le impusieron las manos. Este rito, del que habla ya 1Tim 4, 14, era realizado por la «asamblea de los presbíteros», entre los cuales estaba el propio Pablo.
Ahora bien, esta imposición de manos trasmitía a Timoteo «un don de Dios»: como vemos, es un lenguaje muy poco jurídico. ¿Y en qué consistía primordialmente ese don?
No se trataba de «timidez, sino de fortaleza y de amor y de dominio propio»: probablemente el ambiente de la comunidad de Timoteo está dominado por el temor a las nacientes persecuciones, de las que ya iba siendo víctima el cristianismo primitivo. Un cristiano «ordenado» debe ser un cristiano fuerte y batallador, no un dirigente tímido y excesivamente prudente «según la carne».
Por eso Pablo recuerda a Timoteo que «no debe avergonzarse del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero»: en un primer momento, la proclamación del Evangelio no estaba rodeada de ningún prestigio; las autoridades imperiales romanas sólo lo presentaban como un puro acto subversivo e incluso criminal. Estaban muy lejos los tiempos en que el «martirio» pudiera considerarse como un acto de heroísmo. Es lo que pasa con los comienzos de toda actitud profética: el se presenta revestido de toda honorabilidad; por eso, todo acto que lo ponga en peligro viene considerado, incluso por los mejores, como una locura ingenua o incluso como un intento de socavar el orden y el bienestar de una sociedad bien constituida. El profetismo de los primeros momentos no está acompañado por el clamor y el aplauso de una prensa contestataria, sino por el silencio sepulcral de los buenos y de los mejores. Se trata de un «profetismo inconfesado e inconfesable».
Aquella era la situación de la comunidad, a cuyo frente estaba el viejo Timoteo. Por eso se explica que evoque con tanta precisión aquellos recuerdos y consejos que antaño le había transmitido su inolvidable maestro.
De este maestro suyo recuerda que, cuando estuvo en la prisión, le decía que «no se avergonzaba del Evangelio, porque sabía perfectamente de quién se había fiado». Pablo murió en la soledad. Murió en la maravillosa creencia de la fe.
Esto es lo que recomienda a su discípulo «que guarde el depósito». Como es claro, no se trata de un elenco escolástico de afirmaciones religiosas, sino de mucho más: de la propia fe en Cristo resucitado, a pesar de la impopularidad de un gesto semejante. +
Copyright © Reflexiones Católicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario